El primer determinismo que ha existido ha sido el religioso. Ha recibido siempre el nombre de fatalismo y, dado que las religiones antiguas solían confinarse al ámbito de la familia humana en lugar de referirse al mundo natural, ha comenzado por fijar la dirección de los asuntos humanos, donde ha tejido una red que luego ha extendido a los sucesos naturales. Cierto es, por ejemplo, que la Teogonía de Hesiodo habla primero de los fenómenos naturales, pero para entrelazarlos en redes sexuales, familiares:
En efecto, todos los que de Gea y de Urano nacieron,
los más terribles de los hijos era, y odiosos al padre,
desde el principio, y cada vez que uno de ellos apenas nacía,
lo escondía –y no lo dejaba salir a la luz-
en el seno de Gea, y se alegraba por su obra malvada
Urano. Mas adentro gemía Gea la inmensa
sintiéndose llena, y meditó una treta mala y dolosa[1].
En Las formas elementales de la vida religiosa Durkheim ha probado de manera suficiente este hecho. Los lazos con que la religiones han relacionado a los hombres son los mismos con que luego se relacionan las cosas del universo físico. La idea de destino es la expresión más antigua de este proceder. En la Grecia Antigua fue la Moira, el hado impersonal que ejercía su reinado sobre los hombres, la naturaleza y los dioses.
La existencia de ese ser impersonal situado sobre los propios dioses era necesaria. Un politeísmo consecuente no puede confiar el orden del mundo a un dios personal porque más pronto o más tarde desembocaría en el monoteísmo. Zeus, el dios que más méritos podría haber alegado para el título de monarca absoluto, no podía irrumpir en la parcela de poder que sus hermanos Poseidón y Hades tenían asignada. Se le podía reconocer, sí, como el poder máximo del momento presente del universo, pero se sabía de la existencia los Titanes, Cronos y otros dioses oscuros, pero tan poderosos como él, dioses a quienes pertenecía el gobierno de otros mundos futuros y había pertenecido ya el de otros áureos tiempos pretéritos.
El orden de la Moira era intangible, inexorable, superior a las divinidades olímpicas. Su presencia es incontestable en los relatos homéricos. Poseidón, por ejemplo, recurre a él en un famoso pasaje de la Ilíada con el fin de resistirse a una orden de Zeus que le ha traído Iris:
Respondióle muy indignado el ínclito Posidón, que bate la tierra:
‑¡Oh dioses! Con soberbia habla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza y contra mi querer a mí, que disfruto de sus mismos honores. Tres somos los hermanos hijos de Crono, a quienes Rea dio a luz: Zeus, yo y el tercero Hades, que reina en los infiernos. Todas las cosas se agruparon en tres porciones, y cada uno de nosotros participó del mismo honor. Yo saqué a la suerte habitar constantemente en el espumoso mar, tocáronle a Hades las tinieblas sombrías, correspondió a Zeus el anchuroso cielo en medio del éter y las nubes; pero la tierra y el alto Olimpo son de todos. Por tanto, no procederé según lo decida Zeus; y éste, aunque sea poderoso, permanezca tranquilo en la tercia parte que le pertenece. No pretenda asustarme con sus manos como si tratase con un cobarde. Mejor fuera que con esas vehementes palabras riñese a los hijos a hijas que engendró, pues éstos tendrían que obedecer necesariamente lo que les ordenare.[2]
Si Platón dirigió sus invectivas contra Homero y los poetas fue porque habían contribuido a presentar a los dioses en rebeldía contra aquel orden antiguo que no debía morir, un orden merced al cual se había dividido en partes la sociedad humana y el universo y se había asignado a cada cosa su lugar apropiado. La ley de la Moira abarcaba todo. Los filósofos la desarrollaron más tarde bajo la forma de arjé, cuando la aplicaron a la naturaleza, y de nómos, cuando la aplicaron al Estado.
La revolución monárquica definitiva que hizo caer en olvido el dominio de la Moira tuvo lugar cuando, ya asentada la filosofía, se instauró la idea de un orden universal que podía depender, según los casos, de un dios impersonal, abstracto y alejado de las experiencias humanas ordinarias, y era incapaz por tanto de suscitar un culto religioso genuino. Se trataba de la herencia de la Moira que los filósofos rescataron del naufragio de una religión que aceptaba la existencia de dioses demasiado próximos a los hombres.
De aquel fatalismo anterior a la filosofía han quedado algunos ejemplos egregios en la tragedia. El modelo supremo es Edipo rey, la obra de Sófocles cuyo protagonista no puede escapar del destino horrible que le ha estado aguardando desde el día de su nacimiento, cuando un oráculo había fijado que mataría a su padre con sus propias manos y tendría hijos de su propia madre. Después de conocerlo y poner los medios que creía adecuados para evitarlo, Edipo dio con su destino. La lección de la tragedia de Sófocles es que nadie escapa de la Moira.
Conviene no dejarse llevar de la tensión trágica y observar que Edipo no actúa como una marioneta desprovista de iniciativa, pues el destino oscureció su inteligencia, mas no su voluntad. Él hizo en cada una de las situaciones que le llevan al fracaso final lo que quiso y solo lo que quiso. Cuando se encontró con la comitiva de su padre en el camino deseó matarlo porque lo había humillado y cumplió su deseo. Luego deseó ser rey de Tebas y desposar a Yocasta y también lo consiguió. Cierto es que no sabía que el hombre al que había matado era su padre ni que la mujer con que luego se casó era su madre, pero nada en todo ello sucedió contra su voluntad. La Moira ciega a quien quiere perder, no dirige sus pasos a la fuerza. La víctima del destino se pierde siguiendo su propia voluntad.
(Extraído de Sobre la libertad, versión kindle, Amazon, ASIN: BooL71V6ZO)
[1] HESIODO, Teogonía, versos 154-160.
[2] HOMERO, Ilíada, 106.