De las varias clases de saber

Sobre el saber natural

Contra lo que suele pensarse en nuestros días, la ciencia no es el único tipo de conocimiento seguro que los hombres han poseído; tampoco es el más útil, ni el más libre de errores, y ni siquiera el más duradero. Puede parecer extraño en nuestra civilización científico–técnica, pero este hecho es evidente para todo aquél que sepa ver con claridad las cosas alrededor de sí. La ciencia, cierto es, ha impregnado hasta tal punto la actual sociedad que todos los grupos e ideologías tienen la idea de que el mundo y el hombre constituyen un entramado unitario, racional, en que la verdadera naturaleza de las partes, ajustadas entre sí, ha sido o está a punto de ser descubierto por cada una de las especializaciones científicas existentes. Nadie o casi nadie duda de que todo lo existente es de una tal naturaleza que el conocimiento científico puede comprenderlo enteramente. Eso conduce además a que muchos crean que la presente civilización es definitivamente científica, que tiene sus cimientos por fin bien asentados sobre un conocimiento firme y que en ella se han producido descubrimientos tan importantes que no pueden parangonarse con ellos los de ninguna otra sociedad, sea pasada o presente.

Nada más falso, sin embargo, que esta vaga convicción. Ni siquiera los descubrimientos del último siglo deben ser contados como los más importantes de la historia de la humanidad, sobre todo si se contrastan con otros muy antiguos de los que sigue dependiendo la vida. Ni uno solo de ellos es comparable, por ejemplo, al de la cocina, cuya práctica acompaña a los hombres con toda seguridad desde hace más de 500.000 años. Podría parecer que éste fue un suceso poco importante; sin embargo fue vital para la supervivencia y evolución de la especie. Cocinar es aplicar el fuego y el agua a los alimentos que se encuentran en la naturaleza. Pero ésta es una transformación de la que, por ahora, es incapaz cualquier animal, una transformación molecular que permitió a los hombres introducir casi cualquier cosa en su aparato digestivo, de modo, a partir de entonces, ya no dependieron tanto de la necesidad de buscar lo que la naturaleza quisiera brindarles, sino que pudieron modificar una serie hasta entonces inaccesible de nutrientes. Así ampliaron su dieta hasta límites insospechados, no ajustándose ellos a la naturaleza, sino, muy al contrario, rectificándola de acuerdo con sus requerimientos y necesidades. De paso, se transformaron también a sí mismos, pues su aparato digestivo dejó de estar especializado. Esto no lo sabían, desde luego, pero lo hacían, lo que, dicho sea de paso, es una prueba más a favor de la tesis de que no siempre empiezan las cosas por la cabeza.

¿Qué decir de la domesticación de animales y plantas, de las artes del gobierno, de la rueda, las ciudades, la escritura, etc.? Estos descubrimientos, y muchos otros de los que aún depende nuestra existencia, no sólo son descubrimientos fundados en inferencias correctas, sino que pertenecen además a civilizaciones que desconocían la flamante ciencia racional de estos últimos siglos. Aunque esto tampoco lo saben, los hombres son racionales antes de ser científicos.

Estos hechos innegables demuestran que la ciencia actual es un efecto de un cierto estado mental, conceptual e imaginativo, anterior a su nacimiento, estado que no muere cuando ella surge y que siempre ha permanecido extendido a lo largo y ancho de la geografía mental de los seres humanos. Ese estado mental, o pensamiento en estado natural, asilvestrado, no domesticado, ni sistematizado, ni instrumentalizado o estilizado por instituciones sociales modernas tales como universidades, institutos científicos, laboratorios, consejos superiores de investigación, etc., existe en los hombres desde el alba de los tiempos, les ha dotado de las nociones que siempre necesitaron para hacerse una idea cabal del mundo humano y del natural, les ha otorgado incluso técnicas útiles para la vida y, en el decurso de la evolución y desarrollo de sus portadores, ha ido adquiriendo fortaleza, labilidad y estructura él mismo a través de las contribuciones de millares de generaciones. No hay nada humano que se le pueda comparar, excepto tal vez el lenguaje, que es su medio de expresión y de construcción, por lo que cabe dudar de que sean dos cosas distintas.

¿Cómo denominar a esta clase de pensamiento? El nombre de sentido común se aproxima al que le puso Descartes: bon sens. Lévi–Strauss lo ha llamado pensamiento salvaje, etc.,  Pero el nombre no importa demasiado, pues contribuye poco a aclarar su naturaleza; por otro lado, puesto que el propósito de estas páginas no es estudiar este pensamiento, sino presentar los rasgos distintivos más salientes de otros tres productos mentales, la filosofía, la religión y la ciencia, que, por oposición a él, parecen ser construcciones artificiales, aceptaremos sin más el nombre de pensamiento natural. Así queda claro por lo menos que los otros se constituyen a partir de él, extrayendo de él cualidades diferenciadoras, oponiéndole otras nuevas, etc.,  No importa, pues, que el nombre sea vago y discutible, pues aquí únicamente se le tiene en consideración a modo de pantalla sobre la que proyectar los demás. Ahora comenzaremos por el más antiguo de ellos, la religión.

El mundo y la ciencia

El conocimiento vulgarizado actual, resultado de la mezcla de mitos confusos, soberbia civilizatoria, desconocimiento de las realidades de todo tipo, etc., se ve situado en la cima de la Evolución Mental Humana, en lo alto de la Historia, donde ya se toca con los dedos el Pensamiento Único Total, la Ciencia que abarca el Mundo. Pero nada es más fácil –y satisfactorio, por otra parte- que pulverizar esta fe.

Cuando se dice que el Mundo es el conjunto de todas las cosas se da a entender que éstas existen tal como son independientemente de que sean conocidas o manipuladas. El Mundo sería, según esto, comparable a un vasto territorio inalterable que los cartógrafos, es decir, los científicos, tendrían la misión de reproducir en sus mapas. Los mapas, o teorías, no tendrían otra función que describirlo.

El cometido de la Ciencia sería obligatoriamente desinteresado, intelectual y teórico: adentrarse más y más en Él para conocerlo y explicarlo. Situada frente al Mundo eterno, sería el espejo que lo reflejara para que los mortales pudieran admirarlo.

Pero esta no es la verdad real y efectiva de las cosas, porque los hombres nunca pueden tener al Mundo único y eterno frente a sí para ver cómo es y después contarlo. Lo que tienen siempre delante es el mundo que su entorno social, provisto de una maraña más o menos compleja de conceptos, herramientas, teorías, etc., les proporciona. Una cosa es, por tanto, el Mundo, Idea filosófica en la que los sabios encajan sus conceptos, y otra los mundos que se expresan a través de éstos, mundos que nacen, crecen, se enfrentan se intercalan y a veces se destruyen entre sí.

La serie de conceptos que Colón tenía en su cabeza cuando, obedeciendo al “Rey y Reina de las Españas y de las islas de la mar”, que le habían ordenado que “no fuese por tierra al Oriente, por donde se acostumbra de andar, salvo por el camino de Occidente, por donde hasta hoy no sabemos por cierta fe que haya pasado nadie” (Colón, C., Diario, etc., pág. 35-36), decidió cruzar el Atlántico para llegar a las Indias Orientales, eran el resultado de una larga tradición que había comenzado en Europa hacia el siglo VI a. C. y comprendía, como mínimo, conocimientos de geometría, astronomía, geografía y artes de navegación, conocimientos imprescindibles para aventurarse a una travesía en alta mar. Era necesario además que existieran instrumentos y prácticas adecuados a la navegación de altura y, por último, tenía que existir una organización política poderosa, capaz de poner hombres y navíos a disposición de quien llevara adelante el proyecto.

La geometría y la astronomía habían madurado en Grecia ya hacia el siglo IV a. C. En el III a. C. vivió Eratóstenes (276-194), quien, tras comprobar que en Siena, la actual Assuán, el Sol no proyecta ninguna sombra cuando se halla directamente sobre la cabeza durante el solsticio de verano, midió la inclinación de las sombras en Alejandría durante el mismo solsticio, y, habiendo encontrado que dicha inclinación sobre la vertical era de 7,5 grados, dedujo que la distancia de 5.000 estadios (alrededor de 7.940 kms.) que separaba ambas ciudades cubría esos 7,5 grados de la circunferencia terrestre. Así pudo concluir que ésta tiene que medir unos 25.000 estadios, equivalentes a 39.700 kms., una cifra muy cercana a los 40.071 kms. que se aceptan hoy.

Demostración de Eratóstenes

Demostración de Eratóstenes

La esfericidad de la Tierra, decretada por éste y otros sabios, era el punto de partida necesario para establecer los conocimientos geográficos necesarios para cruzar el mar. De cualquier otro modo Estrabón (h. 63 a. C. – h. 23 d. C.), el renombrado geógrafo de la Antigüedad, no podría haber afirmado que “a no ser por el obstáculo que representa la extensión del océano Atlántico, se podría llegar fácilmente por mar desde Iberia a la India, siguiendo siempre el mismo grado de latitud” (Colón, C. o. c.  pág. 10). Pensaba también que la travesía no debía ser excesivamente larga y que para hacerla hacía falta solamente tener decisión y abundancia de provisiones. Luego la empresa era teóricamente posible. Solamente era preciso disponer de los medios prácticos necesarios.

Estas y otras muchas consideraciones semejantes, nacidas en la Antigüedad y transmitidas hasta el Renacimiento, permitieron a Toscanelli trazar un mapa de la zona atlántica entre Europa y el este de Asia, mapa que hizo llegar al rey de Portugal en 1.474. En él estimaba que había que recorrer unas 3.000 millas de océano para llegar al este de Asia. Los geógrafos del rey portugués, creyendo que era una distancia excesivamente larga, hicieron a éste desistir de la empresa. Más tarde, el propio Toscanelli, ya anciano, respondió a una petición de Colón enviándole una copia del mapa y la carta que antes había mandado al rey portugués y le animó a seguir la antigua idea de Estrabón: “navegar a las regiones del Este por el Oeste” (ibidem, pág. 334). Colón pensaba entonces que la distancia entre las Canarias y la India no debía ser superior a 2.400 millas actuales. Ambos estaban en un error: la distancia real es de 10.600. Los dos habían atribuido a Eurasia una extensión mucho mayor de la real y ninguno había podido pensar en un continente intermedio.

Aunque no sin desorden, Colón había acumulado una gran cantidad de lecturas: Ptolomeo, Aristóteles, Estrabón, Plinio, Marco Polo, Mandeville, Piccolimini, etc. A todas ellas unió la posibilidad de ponerlas en práctica, lo que dependió de los Reyes Católicos, que por entonces estaban empeñados en la construcción de navíos capaces de surcar las aguas del Atlántico. Hasta finales de la Edad Media se habían usado barcos semejantes a las antiguas galeras romanas, movidas a remo y ayudados por velas, pero en el siglo XV Castilla disponía ya de otra clase de barcos, como las carabelas y las naos, impulsados solamente por velas, aptos para la navegación de altura, que sustituyeron definitivamente a los antiguos. Fueron los barcos que la Corona entregó a Colón.

Barcos y hombres con conocimientos náuticos suficientes solamente podía haberlos en una organización política que tuviera algún interés en la empresa. Tal era la monarquía hispánica naciente, la única bajo cuyo mandato se reunieron en aquel momento las condiciones necesarias: conocimientos teóricos, medios prácticos e interés en la empresa. No fue, pues, una casualidad que una nación europea, España, descubriera América.

La recíproca no fue verdadera ni posible: la civilización maya o la azteca no pudieron descubrir el continente europeo. Pese a que, como se ha sabido posteriormente, tenían nociones de astronomía, no eran comparables a las que se tenían en España, donde a fines del siglo XVI se enseñaba ya el sistema copernicano en la Universidad de Salamanca como un sistema real, no hipotético. No conocían tampoco la geometría ni, en consecuencia, pudieron tener nociones geográficas generales sobre la superficie del globo, de manera que no les era posible proponerse llegar al Oeste por el Este ni al Este por el Oeste. Y, como no tuvieron estas nociones sobre la posibilidad de hacer largas travesías marítimas, no tuvieron tampoco necesidad de construir embarcaciones apropiadas y no las construyeron.

Puede decirse que el Atlántico azteca no era navegable, lo cual no dependía, claro está, de la cosa misma, del mar en sí, como tampoco dependía del firmamento, sino de sus conocimientos y técnicas. Su tradición cultural azteca carecía de embarcaciones apropiadas y sus conceptos estaban muy lejos de la sencilla idea de que si la Tierra se cruza en la misma dirección se acaba volviendo al punto de partida. Y, por último, no podían tener interés alguno en la empresa. Luego no fue posible que un azteca o un maya descubrieran Europa.

El mundo europeo, por el contrario, permitió a Colón emprender el viaje. Es más: dados los conocimientos y técnicas de finales del siglo XV, era inevitable que en un momento un otro tuviera lugar.

De la misma manera que la Idea de Mundo que los hombres mantienen brota de los mundos que cada tradición puede pensar y manipular, sin que sea lícito pensar que el Mundo como tal sea eterno e inmutable, la Idea de Ciencia también brota de las instituciones científicas existentes en alguna tradición particular y no es lícito pensar que existe una Ciencia única, eterna e inalterable cuyo contenido sería el Mundo. Antes al contrario, existen no solamente muchas ciencias concretas, reales, cuyos contenidos y métodos son tan diferentes que sólo a duras penas permiten encasillarlas bajo el mismo rótulo. Esto es algo que todo estudiante comprende sin esfuerzo solamente con pararse a pensar qué elemento común comparten las matemáticas y la historia para poder recibir las dos el mismo nombre de “ciencia”.

Esta disparidad de contenidos y métodos, producida por la historia particular de las ciencias, se ha querido a veces zanjar mediante su división en compartimentos estancos, una división que no ha sido, sin embargo, obstáculo para hacer derivar unas de otras. Todo lo contrario: dado que es innegable que las ciencias modernas han aparecido hace unos pocos siglos y solamente en suelo europeo, tenía que ser fácil colocar cualquier actividad mental presente en instituciones del pasado, como la religión o el arte, en línea con las ciencias actuales de tal manera que éstas fueran vistas como la superación final de aquéllas.

El saber religioso

De hecho, la religión es el pensamiento especulativo más antiguo que conocemos. El terreno del que siempre ha brotado no ha sido sólo el de las ideas acerca de lo divino, sino también el de las nociones sobre la constitución y sentido del universo y del hombre. La religión ha sido siempre una cosmología y una antropología en no menor medida que una teología. Si de ella han nacido la filosofía y la ciencia es porque ella ha ocupado antes el lugar del que después se han apoderado las otras dos, pero sin haber sido capaces de ocuparlo por entero. De ahí que la evolución de lo mental no sea propiamente sustitución de una cosa por otra ni superación de lo antiguo por lo nuevo.

Lo que hace que la religión se anticipe a la filosofía y a la ciencia es el siguiente esquema general de organización de las ideas:

  1. dividir todos los seres en dos sectores: uno poblado de almas, espíritus, demonios, deidades, etc., que no pueden percibirse por los sentidos, y otro compuesto de objetos naturales, que son sensibles, y
  2. poner en el segundo sector la explicación del primero.

Se trata, en definitiva, de explicar lo observable por lo inobservable, que, contra las ideas de Comte, se encuentra por igual en la religión, la ciencia y la filosofía. En la ciencia es el recurso a una pléyade de objetos como átomos, genes, estructuras, formas, etc., que, siendo objetos inteligibles y, en consecuencia, no observables, se postulan para dar razón de los observables. El esquema tiene tal fuerza que se procura habitualmente sortear los obstáculos procedentes de la experiencia para, siempre que sea posible, convertirlos en pruebas a su favor. Vale la pena detenerse un poco a pensar sobre este procedimiento.

El sistema de conceptos del conocimiento científico se asemeja a una figura geométrica cuyos ángulos hundieran su filo en la experiencia, quedando todo el resto alejado de ella. Cuando es preciso modificar algún elemento de la figura, una vaga pero firme prioridad establece que cuanto más fundamental es una ley o un principio para el sistema conceptual, tanto menos dispuestos estarán los científicos a cambiarlos. Lo mismo vale para los otros sistemas, la religión y la filosofía. La relación que sus cuadros teóricos mantienen con la realidad no pueden variar sin transformarse radicalmente, por lo que se procura mantenerlos indemnes frente a los mentís de la experiencia, con el fin de evitar una catástrofe. Pero esto se consigue mejor dando cabida a esas oposiciones procedentes de la experiencia que rechazándolas sin más. De donde se sigue que un cuadro teórico será tanto más resistente cuantas más pruebas empíricas soporte en su contra. No avanzará, pues, a través de ellas, sino haciendo lo posible por integrarlas en su interior. En conclusión, pues, se trata de un error el creer que es la experiencia lo que estimula el desarrollo de la ciencia (v. Quine, W. O., Los métodos de la lógica, págs. 27 y ss.)

Esto hace de la fe algo impermeable a las contrapruebas empíricas. El desmoronamiento de la creencia significaría un desmoronamiento del ser del creyente, que se resiste. Cierto es que la ciencia ha acabado a veces por admitir las pruebas empíricas en contra, pero sólo a veces. Lo corriente ha sido lo contrario, porque va contra toda sensatez el prescindir de una ley que tiene a su favor la autoridad de la organización teórica y de muchas experiencias pasadas por un solo hecho que la contradiga y es mucho más prudente intentar otra interpretación de ese hecho díscolo. O, como muchas veces se ha hecho, negarlo sin más.

De todo ello hay muchos ejemplos en la historia de la ciencia, pero suelen pasar desapercibidos, sobre todo para el gran público. El hecho de que los casos iguales de la religión sean más familiares obra sólo aparentemente en contra de ella. El procedimiento es sobradamente conocido para quien haya leído el Antiguo Testamento: el creyente firmemente convencido de que Dios evitaría las adversidades a su pueblo estaba siempre dispuesto a aceptar, cuando éstas sucedían, o bien que él mismo las había merecido por sus malas acciones o bien que Dios se las había enviado para purificarlo. Así se hallaba en disposición de reinterpretar la desgracia trocándola en prueba del poder y providencia divinos, en lugar de dejarla como un caso en contra. La creencia es demasiado importante como para abandonarla por un caso particular. Y es tanto más importante cuanto más arrecia la adversidad.

Contra la ley de los tres estados

Durante mucho tiempo se ha creído en una psicología falsa que divide al hombre en dos mitades inconciliables, racional una e irracional la otra. A su través ha sido vista la historia como una sucesión de períodos en que dominaba una u otra mitad. Claro está que la parte positiva se sitúa siempre del lado de Europa. Si, pertrechado de esta creencia, alguien mira, a través de los libros, el cine, los documentales… a otros pueblos ya desaparecidos o a otros que aún existen, pero comprueba que carecen de conocimientos sobre las revoluciones de los astros, la constitución de la materia, los números…, es sólo para concluir, con un sentimiento de conmiseración que se trata de seres primitivos, anticuados, sin desarrollar…

Ésta es una creencia etnocéntrica porque, como acostumbran hacer todos los esquemas evolutivos, es un excelente recurso para justificar la posición que ocupa el hombre occidental, científico, liberal, demócrata, avanzado, desarrollado, bien pertrechado de técnicas dominadoras de la naturaleza y del hombre, aceptablemente nutrido, racional… Así suelen pensar los europeos de sí mismos, en tanto que atribuyen a los demás los adjetivos contrarios, matizándolos, eso sí, según crean que se parecen más o menos a ellos. No en vano han sido los europeos, junto con sus prolongaciones en América y últimamente en Japón, quienes han trazado esas clasificaciones de todos los humanos, clasificaciones que revisten varias formas, pero que se ajustan bastante bien a los contornos diseñados una vez magistralmente por Comte, por lo que nos referiremos solamente a lo que él dijo al respecto.

Tras esa pretensión hay una psicología falsa que divide al hombre en dos mitades inconciliables, racional e irracional, y concibe la historia como una sucesión de períodos en que domina una u otra mitad. Claro está que la parte primera se sitúa siempre del lado de Europa, olvidando que Europa ha extraído frecuentemente de otras civilizaciones, como la India, China o el Islam, elementos valiosos de sus construcciones racionales.

Comte es el filósofo que mejor ha expuesto esta doctrina. Según él (Comte, A., Curso, etc., págs. 34-42), el espíritu humano en general y el de cada individuo en particular, pasan por tres estados a lo largo de su existencia, que se corresponden bastante bien con la infancia, la adolescencia y la edad madura. Son el estado teológico, el metafísico y el positivo o científico.

El primer estado es el “régimen de los dioses”. El espíritu humano dirige su atención hacia la naturaleza íntima de los seres, hacia los conocimientos absolutos, postulando la acción de agentes sobrenaturales, espíritus, dioses, etc., como causa arbitraria de cuanto sucede. Es el momento de la imaginación. Este estado mental es el germen de toda religión.

En el segundo estado se reemplaza a los agentes divinos por fuerzas abstractas responsables de la producción de los fenómenos observados y de las normas morales. Ya no hay necesidad de dioses o espíritus para justificar la propia conducta o los fenómenos del universo. El espíritu humano se vuelve negativo, pues dirige toda su fuerza crítica destructiva contra el anterior estado, pese a lo cual es una variación suya, pues conserva todavía la pretensión de explicaciones absolutas y la búsqueda de causas últimas. Con todo, es el momento de la razón frente a la imaginación, el momento de la metafísica, de la postulación de seres trans-físicos abstractos para conseguir explicarse todo.

El estado positivo, o científico, renuncia a lo absoluto, a los dioses y a las causas ocultas y se contenta exclusivamente con el estudio de los hechos. En lugar de preocuparse de la esencia o naturaleza de las cosas, busca las relaciones invariables de sucesión y similitud entre los hechos. Es el reino final de las ciencias positivas.

Esta teoría yerra al postular que la filosofía sucede a la religión y la ciencia a la filosofía. Yerra, en primer lugar, porque los estados mentales coexisten, no se suceden. La ciencia nació en Grecia antes que la filosofía y la religión griega no se extinguió porque vinieran otras formas de pensar detrás de ella, sino que se entremezcló con ellas de una forma que no es difícil reconocer hoy. Los filósofos griegos eran racionalistas exigentes que extendieron al conjunto del cosmos el esquema material de identidad del círculo, lo que es no salir de la geometría y no traspasar los límites de una actitud científica, que resulta ser así anterior a la filosofía (v. Bueno, G. y otros, Symploké, págs.). Luego la filosofía no fue anterior a la ciencia.

Yerra, en segundo lugar, al creer que la ciencia es estrictamente fenomenalista: se lee en el Curso de filosofía positiva, que desde Bacon (1561–1626) todos los espíritus serios admiten “no haber más conocimiento real que aquel que se basa en los hechos observados”, pero que esta madurez de juicio tuvo que ser precedida de un estado primitivo en que el espíritu humano, falto de esa madurez positivista, se veía en la necesidad de postular algunos principios no observables para coordinar las observaciones sensibles (Comte, op. cit., pág. 38). El error reside ahí justamente, no en una supuesta infancia irracional de la humanidad, pues no es fácil imaginar que la ciencia pueda prescindir de objetos teóricos no observables, como los átomos en física o los genes en biología. En contra de lo que piensa Comte, la suposición de que existen los objetos de esa índole es una de las actividades propias del espíritu inquisitivo del hombre que están presentes ya en la religión, de donde han pasado a la filosofía y la ciencia.

Razón y acción

Una correcta interpretación de estos hechos, inherentes a la religión y al pensamiento “natural”, niega que el espíritu humano se haya desarrollado desde un estadio inferior hacia otro superior, el de las ciencias. En lugar de esto debe pensarse que los hombres se han entregado a diferentes formas de actividad intelectual, lo que habrá dependido de las necesidades y las inclinaciones del momento. La estructura de tales formas intelectuales habrá dependido en gran parte de los fines a que se destinaran y de los medios de que hicieran uso sus promotores. Una parte de los conocimientos europeos impulsaron a Colón a cruzar el Océano Atlántico, lo que no sucedió entre los aztecas o los mayas, pues no estaban orientados en ese sentido. Una vez que el mundo europeo, que incluía el Océano Atlántico como un mar navegable, entró en contacto con el americano, resultó ser más apropiado y potente, por lo que desplazó al otro.

La diferencia entre la religión y la ciencia no residiría, pues, en la clase de conceptos que cada una de ellas posee, sino en el hecho de que el creyente no se conformará nunca con que su religión le imponga unos cuantos enunciados abstractos tales como la caída de los graves, la velocidad de los planetas, la estructura cromosómica de los antropoides, etc.,  No es eso lo que espera de ella. Antes bien, le exige otras cosas que son imprescindibles para la acción y la vida. Los enunciados abstractos propios de la ciencia no suelen mover a nadie, pero la salvación del alma, la inmortalidad, la bienaventuranza eterna, etc., . movilizan la energía de las personas y los pueblos. Es inevitable que las ciencias estén alejadas de los sentimientos que animan la vida. La creencia popular así lo intuye, cuando acusa de frialdad y alejamiento a quien se dedica en exceso al pensamiento. Las creencias y prácticas religiosas, por el contrario ayudan en todas partes a quienes las adoptan a tener la confianza precisa para procurar la prosperidad, soportar el infortunio y darle valor a la existencia. Si retroceden ante la ciencia, si son inferiores a ella, no es desde luego en este aspecto. Lo crucial es que una idea religiosa no es religiosa por ser idea, sino por lo que la hace capaz de impulsar la acción. En cuanto idea, es decir, en cuanto abstracción, la de la ciencia es más satisfactoria, porque se basa en observaciones metódicamente controladas, en procedimientos lógicos sistemáticamente ordenados, etc., porque, en suma, está dirigida a conocer, no a vivir. Ambas son de la misma naturaleza, pero cada una de ellas es más eficaz que la otra para conseguir lo que busca. Y no es lo mismo vivir que saber.

Colón mismo dejó dicho que “para la ejecución de la empresa de las Indias no me aprovechó razón, ni matemática, ni mapamundos: llanamente se cumplió lo que dijo Isaías” (o. c. pág. 334). Es seguro, no obstante, que sin “razón, ni matemática, ni mapamundos”, no habría podido cruzar el mar, pero no fue por eso por lo que lo hizo, sino por la redención de todos los hombres, profetizada por Isaías:

En aquel día de nuevo la mano del Señor redimirá al resto del pueblo, a lo que reste de Asur y de Egipto, de Patros, de Cus, de Elam, de Senaar, de Jamat y de las islas del mar. Alzará su estandarte en las naciones, y reunirá a los dispersos de Israel, y juntará a los dispersos de Judá de los cuatro confines de la tierra. (Isaías, 11, 11-12)

Las ciencias modernas están alejadas de los sentimientos que animan la vida. Las creencias y prácticas religiosas, por el contrario ayudan en todas partes a sus fieles a tener la confianza precisa para procurar la prosperidad, soportar el infortunio y dar valor a la existencia. Si retroceden ante las ciencias, si son inferiores a ellas, no es en este aspecto. Es que una idea religiosa no es religiosa por ser idea, sino por lo que la hace capaz de impulsar la acción. En cuanto idea, es decir, en cuanto abstracción, la de la ciencia es más satisfactoria, porque se basa en observaciones metódicamente controladas y en procedimientos lógicos sistemáticamente ordenados, porque, en suma, está dirigida a conocer, no a vivir. Ambas son de la misma naturaleza, pero cada una de ellas es más eficaz que la otra para conseguir lo que busca. Y no es lo mismo vivir que saber.

Como instrumento de saber la ciencia no tiene rival. Pero para vivir no tiene rival la religión. Por esto se entiende la peculiar relación que han mantenido entre sí, relación de lucha enconada unas veces, de indiferencia otras y de condescendencia o tolerancia las demás. De esa relación entre la religión y la ciencia, por un lado, y entre ambas y el sentido común, ha nacido el actual proceder científico.

La peculiar relación que el Cristianismo ha mantenido con el pensamiento científico desde el siglo XVII ha consistido básicamente en lo siguiente.

Primero le cedió el estudio de la naturaleza, previamente trocada en naturaleza profana, inerte, en comparación con la del mundo greco–romano, para el que lo natural era eterno, increado, permanente. El Cristianismo casi siempre había pensado que lo material es algo inferior, un motivo de pecado. Nacieron las ciencias de la materia, que no por casualidad se hicieron pronto materialistas. El germen de esa perspectiva les venía paradójicamente del pensamiento religioso.

A partir de entonces se instauró en toda Europa una neta división entre materia y espíritu, y la religión se hubo de conformar con ejercer su dominio sobre lo que había conseguido salvar del naufragio causado por la revolución científica: el reino de las almas.

Después aparecieron las llamadas ciencias del espíritu: psicología, sociología, antropología, etc., que, pese a no estar tan bien pertrechadas de instrumentos de investigación como sus compañeras de la naturaleza, parecen estar dispuestas a arrebatar definitivamente a la religión ese territorio del espíritu.

Dicho sea de paso: la división de las materias del bachillerato en ciencias y letras, que parece algo natural, hecho a la medida de la inteligencia humana desde su nacimiento, es solamente una de las contingencias que han resultado de esta historia.

Pero todos estos sucesos, así como la utilidad, los intereses, los fines a que algunas personas o sociedades destinen los conceptos, así como la causa que los produce en un tiempo u otro, etc., sólo son cualidades extrínsecas de tales conceptos. Su contenido y su forma son otra cosa. Algo sí parece cierto: que la primera actividad mental existente ha estado del lado del sentimiento y de la acción y que de ella han surgido las organizaciones mentales presentes en la religión, la ciencia o la filosofía. Estos tres mundos de ideas son diversificaciones de algo que continúa como fondo del que ellas se alimentan, razón por la que comparten la misma naturaleza.

El porvenir de la religión

¿Cambios en la religión? Si todo lo anterior es atinado, cabe augurar un futuro incierto para la religión. En ella hay verdaderamente algo eterno, siempre que se entienda por eternidad el tiempo de las sociedades humanas, pero, una vez que los conceptos de la filosofía y la ciencia han ocupado un importante sector que le pertenecía, no parece sino que la religión tendrá de transformarse. Transformarse, no desaparecer, como quiso el sueño ilustrado, que ahora nos parece ingenuo e irreal. Tendrá que seguir contando con teoría, con elementos conceptuales con los que interpretar el mundo y el hombre, aunque en eso siempre estará en desventaja frente a la filosofía y la ciencia. Pero, puesto que éstas no están en disposición de ofrecer una respuesta global y unitaria para todos los interrogantes, tanto cognoscitivos como vitales, que el hombre se plantea, es de esperar que, si no ahora, pues vivimos tiempos de ruina de tradiciones y de instituciones (la religión es una de ellas), habrá un futuro no demasiado lejano que asista a alguna refundación profunda de la religión, pues la necesidad que satisface se halla profundamente arraigada en el interior de una inmensa mayoría de personas, en tanto que la filosofía y la ciencia son productos artificiales de segundo orden, hechos para colmar las aspiraciones de un reducidísimo número de ellas.

Las crisis. – Y ya que hemos traído a colación el tema de la crisis, conviene pensar sobre él siquiera un poco a la manera de un filósofo, pues seguramente contribuirá a aclarar algo el asunto que estamos examinando.

Fue Nietzsche quien describió al hombre como un animal no fijado, y Gehlen[1], abundando en lo mismo, ha dicho hace poco que sobre el fondo de los demás animales, sujetos a su instinto y guiados por él, que viven en un mundo exclusivamente suyo, cerrado para cada especie, ordenado previamente y hasta tal punto inalterable que un individuo nunca podría encarar las fronteras que lo limitan y las causas que le han hecho nacer, se alza el hombre, dotado de una fuerza instintiva tendente a cero y dispuesto en consecuencia al extravío y al caos. Si dedica tantas energías a la construcción y defensa de sus instituciones, no es más que por servirse de ellas a modo de muros de contención contra un desorden siempre presto a emerger de lo profundo. Son instituciones como la moral, la religión, el derecho, el matrimonio, el estado, los sistemas penales, las instituciones pedagógicas, etc.,  Al animal, en cambio, le basta y le sobra con el instinto para un éxito (la supervivencia y la adaptación al medio y a otros animales) que el hombre sólo alcanza con dificultad.

La crisis presente. – Si actualmente vivimos tiempos de desequilibrio es porque nuestra organización social, pensada y proyectada como un armazón racionalizado, es incapaz sin embargo de dominar en la práctica la lógica de su propia naturaleza; está sumergida en una mecánica absurda tendente a reemplazar incesantemente lo antiguo por lo nuevo y a remover sin pausa las posiciones asignadas a las personas. Nada es en ella seguro: los oficios, ideas, hábitos, concepciones, saberes, posiciones sociales, etc.,  envejecen sólo con nacer. Y detrás de la inseguridad asoma amenazante la faz del miedo, del miedo a toparse con la tendencia al caos propia de un ser abandonado por los instintos, que es en definitiva el miedo del hombre a topar consigo mismo, con su ser tendente al desvarío.

En un medio como éste no sería sorprendente que la religión renovara ampliamente su poder. Podría ser que, al revés que la filosofía y la ciencia, la impresión religiosa en el corazón del hombre fuera indeleble, en particular por esa necesidad suya de contener la inclinación a lo oscuro que anida dentro de él.

La ciencia se satisface con el puro conocer, vacío de la intención y el sentimiento requeridos por la vida para persistir y prolongarse. La filosofía, por su lado, pretende ser teoría y práctica, razón y moral, lo que la convierte en un esfuerzo intelectual situado entre la religión y la ciencia.

Pero basten por el momento estas precisiones, que ahora toca examinar más de cerca el pensamiento filosófico y el científico.

La ciencia

No habiendo existido, pues, una evolución del pensamiento que, yendo de lo inferior a lo superior, hubiera partido de lo irracional, lo místico, lo prelógico, etc., para desembocar en el triunfante conocimiento científico de los tres últimos siglos de la historia europea, no es entonces admisible que éste haya nacido por oposición a la religión o por negación de la filosofía. Luego no se consiguen presentar adecuadamente los rasgos de una confrontándola con la otra, y, en lo que atañe a la ciencia, ésta es de manera muy general un procedimiento por el que se procura que los datos sensibles adquieran significación a través de su encaje en una teoría que sea coherente consigo misma y, en lo posible, con dichos datos. En esto no difiere sustancialmente de las otras dos clases de pensamiento. Hecha esta advertencia imprescindible, por más que lo ya dicho la vuelve innecesaria, los próximos apartados se limitarán a hacer un recuento de las notas distintivas de la ciencia, según se expone en el libro de Nagel: La estructura de la ciencia[2]. Son las siguientes:

Explicación causal.

La información acumulada por la experiencia común suele ser suficientemente rigurosa y exacta para lograr los objetivos que las personas se proponen, pero, no teniendo necesidad de más, es corriente que carezca de explicaciones suficientes acerca de las causas por las que suceden las cosas mismas por las que se interesan. Por ejemplo, se sabe desde antiguo que los campos abonados dan mejores cosechas. Con la vista puesta en ese fin, tener mejores cosechas, el agricultor procura hallar la mejor dosificación del abono, la clase de éste más adecuada al terreno y al producto, las fechas más convenientes para extenderlo por los campos, etc.,  El rendimiento que sigue a esos actos le dicta lo que y lo que no debe hacer; después de todas sus observaciones empíricas y acciones atinadas tiene éxito en el conocimiento. El que él busca, claro está.

El agricultor da por satisfecha su necesidad de saber en cuanto logra aumentar la producción. Pero los conceptos que ha utilizado, tales como “adecuado”, “conveniente” y otros por el estilo, no dan una medida exacta de cantidad, sino una generalización imprecisa. No tendría sentido preguntarle qué cantidad excata de kilos de abono necesita, qué composición química tienen los nutrientes, cuál es el grado preciso de humedad requerida, etc.,  para aumentar la producción en una proporción determinada.

Siempre es así: cuando los hombres se proponen fines prácticos se preocupan por la precisión solamente en orden a conseguirlos. Y no se detienen en el análisis de las causas por las que suceden los hechos si no es relevante para el logro del objetivo propuesto.

El uso de la rueda ilustra de modo parecido esta conducta, porque fue utilizada correctamente mucho antes de que se supiera cómo actúan las fuerzas de fricción. Interesaba el transporte de productos y el esfuerzo que había que dedicar a él era mucho menor si el tráfico se hacía rodado. ¿Qué más se puede desear? Lo mismo sucede con el caso ya mencionado de la cocina, una técnica de transformación de los alimentos utilizada mucho antes de sospechar siquiera algo sobre las transformaciones moleculares que la acción combinada del agua y el fuego es capaz de operar en ellos.

Las explicaciones detalladas, precisas y objetivas no suelen ser necesarias y, en consecuencia, no suelen buscarse. Luego no es verdad que en un tiempo los seres humanos no sean capaces de investigar objetivamente la naturaleza o no entiendan el concepto de causa, sino que no tienen interés en ello y vuelven su atención hacia otro lado. Y si alguna vez, llevados tal vez por un prurito de investigadores puramente teóricos, condescienden a una explicación por causas, no es sorprendente que éstas sean desatinadas, incontrastrables y ambiguas. Es lo que sucede cuando alguien dice que los negros bailan bien porque lo llevan en la sangre, que los catalanes tienen un mayor desarrollo industrial por su espíritu laborioso o su tacañería, que los niños heredan el carácter de sus padres, etc., y otras mil que están siempre presentes en las conversaciones no científicas.

Lo contrario sucede a la ciencia, que procura hallar razones susceptibles de ser sistematizadas en un cuerpo organizado de proposiciones y se interesa poco o nada por explicaciones aisladas que, siendo acaso válidas para hechos aislados, no guardan entre sí ningún tipo de conexión lógica. Procura también que tales razones sean contrastables con las experiencias concretas para poder poner a prueba su verdad en ellas. Un enunciado contrafáctico, por ejemplo, no es contrastable. Podría decirse: “Si los árabes no hubieran conquistado España y habitado en ella durante ocho siglos, los visigodos habrían dado lugar a la creación de un estado moderno mucho antes que los Reyes Católicos”. Independientemente de que este enunciado sea o no verdadero (y sabemos que al menos formalmente lo es, pues todos los condicionales cuyo antecedente es falso son verdaderos, como habrá de verse en las lecciones de Lógica) no se puede confrontar con hecho alguno real, como es evidente, pues los árabes sí dominaron España, o parte de ella, durante ocho siglos y nada puede ya evitar que eso haya sucedido. ¿Cómo podría entonces el enunciado anterior comprobarse en la realidad? Ésta es una situación que el conocimiento científico procura siempre eludir.

Sistematización.

La ciencia no se contenta con describir hechos. No se satisface con enunciados particulares acerca de sucesos concretos: de singularibus non est scientia, sentenció Aristóteles, y así se sigue aceptando desde entonces con razón. En vez de ello, procura descubrir las condiciones generales de las que depende que se produzcan sucesos de diversas clases. Con ese fin trata de aislar sus propiedades generales para ver en qué relaciones de dependencia se hallan unas con respecto a otras. Si el empeño tiene éxito, entonces lo normal es que la explicación se extienda sobre un máximo número de hechos con un mínimo número de enunciados y que tales enunciados aparezcan además enlazados lógicamente entre sí.

Éste es un ideal de la ciencia que rara vez se alcanza pero que nunca se abandona. Una de esas escasas ocasiones en que casi se logró la perfección tuvo lugar con el principio de gravitación universal de Newton, porque fue precedido de observaciones y formulaciones generales de otros autores sobre fenómenos tan aparentemente distintos entre sí como la caída de los graves, el flujo y reflujo de las mareas, la trayectoria de los proyectiles, las órbitas de los planetas, etc.,  Cada pensador había descubierto leyes sobre cada una de esas clases de fenómenos: Galileo sobre la caída de los graves y los movimientos de las mareas, Kepler sobre las órbitas planetarias, Tartaglia sobre los proyectiles, etc.,  Newton hablaba con modestia, pero también con verdad, cuando dijo que él había visto más lejos que otros por alzarse sobre los hombros de esos gigantes. La virtud de su principio de gravitación universal estribó precisamente en explicar de modo satisfactorio, mediante un solo enunciado, todas esas clases de hechos que los otros habían sistematizado en leyes menos generales.

Limitación.

Otra particularidad de la ciencia es su conciencia de límites. El pensamiento natural y espontáneo es muchas veces certero. Incluso en ocasiones es exacto. Pero rara vez se percata de los límites dentro de los cuales es válido. Por eso se dice que es más confiado y seguro que la ciencia. No en vano sus conocimientos proceden de la tradición, en la que sustentan su fortaleza, como si ella bastara para demostrarlos. En cierto modo así es y así sigue siendo en tanto la tradición permanece inalterable, pero se desmorona en cuanto ésta varía.

Esto explica el que haya agricultores que, habiendo acumulado un inmenso saber sobre su medio, caen en la perplejidad y la confusión cuando éste cambia. Conocen los efectos de lo que hacen y saben producirlos de modo consciente y sistemático en las condiciones que ellos habitualmente dominan, pero ignoran casi todo sobre las causas biológicas y químicas de esos mismos efectos. Por ser consciente de este riesgo, la ciencia se esfuerza cuanto puede por hacerle frente, para lo que busca poner de relieve las conexiones sistemáticas sobre las que se asienta cualquier conocimiento común, como el del agricultor. Así descubre en qué circunstancias específicas es éste aceptable y en cuáles no.

Carencia de contradicciones.

El sentido común está salpicado de numerosas contradicciones, no porque sea especialmente propenso a ellas o porque no sea capaz de evitarlas, sino porque pocas veces aparecen juntos los términos contradictorios. Las gentes conviven con la contradicción a condición de no percibirla. O, cuando menos, a condición de que no sea insoportable. La diferencia con respecto al pensamiento científico en este asunto no reside en que en él no haya contradicciones sino en su esfuerzo deliberado y sistemático por eliminarlas. Pero esfuerzo no es éxito. Una vez más se trata más de un ideal que de un logro real. La búsqueda de explicaciones lógicamente coherentes es precisamente uno de los estímulos más eficaces para el desarrollo de la ciencia.

Esta situación se echa de ver, por ejemplo, en la física, cuando en un sector de ella se defiende que la luz es una onda y en otro que es un corpúsculo; esto es inadmisible, pues debe ser una cosa o la otra, pero no ambas a la vez. Como sucede que unas veces es útil considerarla de una manera y otras de otra, los físicos se resignan a esta situación paradójica, no porque sean indiferentes a ella, sino porque por el momento no pueden evitarla.

Menor duración.

Podría esperarse que, por aparecer como definitivas, las razones de la ciencia gozan de una vida larga, cuando no eterna, o que, en todo caso, deberían permanecer en el tiempo más que las del sentido común. Pero la verdad es muy distinta. La pervivencia de las creencias del sentido común se mide en siglos e incluso en milenios. Siempre se ha sabido que el agua rompe a hervir cuando se calienta suficientemente, que la cosecha es abundante si no se escatiman los abonos, que un objeto se arrastra con más rapidez si se le aplica más fuerza, etc.,  Es el uso de términos como “mucho”, “suficiente”, “bastante”, etc.,  y muchos otros semejantes, lo que hace verdaderos esos conocimientos, porque, al no dar una medida precisa, es casi imposible que resulten falsos. El calor aplicado a un recipiente con agua siempre será suficiente si la hace hervir, tanto si se consigue al nivel del mar como en lo alto de una montaña. Con ese vocablo se eliminan diferencias de temperatura necesarias para lograr el mismo efecto en un caso y en el otro. La ciencia se detiene precisamente en esas diferencias, cuantificándolas si es posible, de manera que la más pequeña variación, que para la creencia del sentido común es una prueba de su validez, se convierte para ella en una refutación. Por querer eliminar las indefiniciones propias del pensamiento corriente de los hombres, la ciencia está siempre expuesta a cometer errores. En consecuencia, cabe decir que es un tipo de conocimiento al que le resulta difícil llegar a ser verdadero, en tanto que al sentido común le resulta difícil no serlo.

Para eliminar las imprecisiones, la ciencia modifica el lenguaje corriente. Si lo necesita, crea incluso conceptos nuevos que expresen nítidamente un contenido objetivo de cuya interpretación no puede dudarse. Utiliza también el recuento y la medición como técnicas habituales dirigidas al mismo fin de diluir la imprecisión. De ahí procede el que las proposiciones del pensamiento científico puedan ser sometidas a pruebas y críticas procedentes de la experiencia y el que muchas de ellas, si bien no pueden alcanzar a ser verdaderas, sí puede demostrarse que son falsas y, en consecuencia, ser sustituidas por otras. Se entiende entonces que sea muy difícil elaborar teorías capaces de resistir confrontaciones continuas; pero el sentido común no concederá interés a muchas oposiciones que para la ciencia serían fatales.

Ahora bien, de este proceder del científico deriva una enorme ventaja: cuando un sistema de explicaciones ha sido adecuadamente confirmado por la experiencia, con frecuencia codifica insospechadas relaciones de dependencia entre muchas variedades de hechos localizables empíricamente, pero diversos entre sí. Recuérdese el principio de gravitación antes mencionado. Es así porque los elementos de juicio para los enunciados de ese sistema proceden de una extensa clase de sucesos, no mencionados explícitamente en dichos enunciados, que son, sin embargo, fuentes de datos importantes para los mismos, dadas las relaciones de dependencia establecidas por el sistema entre los sucesos de esa clase.

“En resumen, al aumentar la determinación de los enunciados e incorporarlos a sistemas explicativos lógicamente integrados, la ciencia moderna agudiza los poderes de discriminación de sus procedimientos de prueba y aumenta las fuentes de elementos de juicio para sus conclusiones”[3]

Carencia de valoraciones.

El sentido común se preocupa especialmente por las consecuencias de sucesos que tienen alguna incidencia en la valoración de los hombres. La ciencia no es tan limitada en sus apreciaciones. La búsqueda de explicaciones sistemáticas obliga a prescindir de las valoraciones humanas. A veces incluso hay oposición abierta: cuando ocurren epidemias, la epidemiólogos necesita muchos casos de defunciones para poder aventurar alguna hipótesis. De aquí deriva el que la ciencia teórica deje muchas veces de lado los valores de las cosas, de modo tal que sus enunciados parecen muchas veces no tener relación con la vida cotidiana. Aunque el científico no puede ser amoral, su ciencia sí lo es de hecho. Valgan como ejemplos la investigación en física nuclear, la investigación bacteriológica, genética, etc.,  El uso que se dé a esos conocimientos puede ser moral o inmoral, pero los conocimientos mismos parecen quedar al margen.

El método.

Las explicaciones que busca la ciencia no son “primeros principios” que sirvan para explicar vagamente los hechos familiares, sino hipótesis genuinamente testables, pues deben tener consecuencias lógicas tan precisas como para no valer para todo tipo de hechos. Son, pues, hipótesis sujetas a la posibilidad del rechazo. En otras palabras: las conclusiones de la ciencia son producto del método científico.

Pero no debe pensarse que hay un método para encontrar o inventar leyes en la ciencia, como tampoco lo hay en las artes. Tampoco hay un conjunto de reglas, una técnica especial para proceder al uso de la ciencia. Ni el uso del método sirve para borrar de antemano toda inclinación personal y todo prejuicio. Realmente no es posible dar seguridades de este tipo.

La práctica del método científico no es otra cosa que la constante crítica de argumentaciones mediante procedimientos institucionalizados que sirven para juzgar la fiabilidad en la obtención de los datos que sirven como elementos de juicio. Los experimentos que se llevaron a cabo sobre la existencia del éter son un buen ejemplo de esto mismo. Se decía que, existiendo el éter, tiene que advertirse su presencia midiendo la velocidad de la luz en varias direcciones. En efecto, si la luz se propaga a través del éter como un objeto en el agua, debe encontrar menos resistencia cuando va a favor de la corriente que en contra de ella y su velocidad, en consecuencia, será mayor. Teniendo en cuenta que la Tierra se desplaza en el medio etéreo, el efecto de este desplazamiento sobre un rayo de luz que se propague de Norte a Sur y de Este a Oeste y viceversa, debe ser perceptible.

Hasta aquí la argumentación. La hipótesis era la existencia del éter. Las conclusiones que debían servir para poner a prueba la hipótesis, es decir, los elementos de juicio que parecían válidos para criticarla, eran los efectos perceptibles por medio de un experimento cuidadosamente preparado: variaciones en la velocidad y trayectoria de la luz. Ahora bien, es importante observar que esos datos pueden servir para negar la hipótesis, pero en ningún caso para validarla, aunque sí pueden proporcionarle un fuerte apoyo. Luego la diferencia entre las afirmaciones de la ciencia y las del sentido común no implica que las de la primera sean invariablemente verdaderas, sino que las creencias del sentido común se aceptan sin criticar los elementos de juicio disponibles, mientras los elementos de juicio que apoyan las conclusiones de la ciencia se ajustan a criterios extremadamente estrictos.

En conclusión, las afirmaciones de la ciencia son producto de unos determinados procedimientos para obtener elementos de juicio. Estos procedimientos deben ser muy meritorios, en consecuencia. Normalmente no están escritos, sino que son solamente hábitos intelectuales de investigadores competentes, pero han probado suficientemente su valor y su superioridad mediante una gran cantidad de logros, como muestra la historia.

La filosofía

El término.– El término “filosofía” se descompone en otros dos, “filos” y “sofía”, el primero de los cuales significa inclinación, propensión, amor, etc., y el segundo saber. Luego filosofía es propensión o inclinación al saber. Se dice que fue Pitágoras (570–496 a. d. J.) el primero en usarlo con ese sentido.Si así fue es seguro que lo hizo por humildad, pues cuando un hombre dice que quiere saber está reconociendo que no sabe. Los verdaderos sabios –Bías, Pítaco, Cleobulo, Epiménides, Solón, etc., – eran ya en su tiempo personajes semilegendarios, dotados de poderes para la interpretación de los hechos naturales y humanos, y poseídos por un conocimiento genuino acerca de los dioses, los hombres, la vida la muerte, etc. Pero ese saber se había esfumado con ellos, por lo que no podía aspirarse más que a reconstruirlo. De ahí que la filosofía no pase de ser una aspiración y el que la practica un perenne aprendiz, un hombre sin oficio. Esto al menos se desprende del primer uso del término, el que hizo Pitágoras.

A esta interpretación cabe añadir la de Platón[4] (427–347 a. d. J.) En El Banquete viene a decir que, puesto que nadie quiere lo que ya posee, quien quiere ser sabio demuestra que no lo es o que tiene en poco lo que ya sabe. Está claro que si se aceptara esta definición, sería contradictorio que alguien dij6era que es filósofo y estuviera al mismo tiempo satisfecho de sus saberes. Sí sería posible que desdeñara los ajenos, pero en no menor medida que los propios, y que mirara con condescendencia, y hasta con desprecio, a quienes se tienen a sí mismos por sabios. Los hombres que profesan la filosofía tendrían que ser seres afectados por una insatisfacción incurable. Esto es lo que Platón añade a lo dicho anteriormente.

Escepticismo e interés. – Luego el filósofo es en gran medida un escéptico, pues haber comprobado que la mayoría de los saberes corrientes valen poco o no valen nada es lo que solemos denominar escepticismo. Puesto que le resulta difícil satisfacer la necesidad de reducir el ámbito de lo que desconoce y casi imposible contentarse que lo que ya conoce, el filósofo es persona que niega. Si esto es así, ¿quién no se ha sentido filósofo más de una vez?

Pero esta actitud no obedece a una ignorancia cualquiera. Cuando Watson, asombrado por la enorme ignorancia de Sherlock Holmes en materia científica, quiso explicarle que la Tierra gira alrededor de su eje, que se mueve además en torno al sol, que éste, pese a las apariencias, permanece inmóvil respecto a ella, etc., Holmes declaró con indiferencia que todo eso le daba exactamente igual y que haría lo que pudiera para olvidarlo cuanto antes, no fuera a ocupar algún lugar en su memoria desde el que originarle alguna preocupación, porque lo que a él verdaderamente le interesaba era algo muy distinto: la investigación criminológica. No puede menos que admitirse que tenía razón, pues la clave de todo conocer está en el interés, y que, pese a todo cuanto se diga en contrario, no vale la pena saber cualquier cosa sólo por el simple hecho de saberla.

El interés de los primeros filósofos. – Si lo que mueve el conocimiento es el interés, qué interés movía a los pensadores griegos que dieron origen a la filosofía? Para responder a esto es necesario hacer antes alguna consideración.

Los primeros filósofos griegos distinguían bien la ciencia, que es un saber exclusivamente teórico, y la sabiduría, que es, en el mismo grado, práctico. Al contrario de algunas personas, que conocen muchas cosas, pero a quienes escapa la razón a que obedecen, con lo que presumen de saber algo que en lo fundamental ignoran, ellos no encontraban valor en la simple erudición. Eso hizo que a veces se acusaran entre sí; sucedió, por ejemplo, cuando Heráclito (544–484 a. d. J.) llamó a Pitágoras polimatés, es decir, sabihondo, sabelotodo, por contentarse con satisfacer una curiosidad de algo meramente superficial y dejar escapar el verdadero por qué de las cosas. El erudito se conforma con el ropaje externo de una verdad cuya existencia ni se le pasa por la cabeza, confunde verdad con apariencia y no puede desear lo que ni siquiera sabe que existe. Es individuo que sabe mucho, pero no lo que se debe saber.

Los problemas que se deben resolver, según los antiguos griegos, son de la índole siguiente:

¿En qué consisten la realidad, el hombre y la divinidad?
¿Cómo sería posible conocer estos tres seres sin necesidad de recurrir a los oráculos, sino solamente con la fuerza del propio pensamiento?
¿En qué lenguaje debe hablarse de todo ellos? ¿Es suficiente el griego normal o es imprescindible un lenguaje matemático?
¿Qué actitud debe adoptarse ante la vida, es decir, qué normas se han se seguir para vivir bien?
¿Cuál es el mejor gobierno del estado?
¿Cómo es que sólo los hombres hablan?, etc.,
Estos son los misterios que se deben desvelar y en tanto no se haga se permanecerá en la ignorancia.

Los griegos trataron de tal manera estos asuntos que dieron lugar al nacimiento de la física, la matemática, la lógica, la ética, la política, la metafísica, etc., [5] Demasiado para una primera lección, pensará el alumno con razón, etc.,  Pero no debe alarmarse, pues esta enumeración sólo se trae aquí a colación para que pueda entrever la amplitud que llegó a tener la filosofía ya entre sus creadores.

Final. – Para acabar, se debe caer en la cuenta de que, aunque el oficio de filósofo también es artificial, aunque no existe una filosofía natural con la que todos hubiéramos nacido o que la vida nos enseñara a todos por igual, sí hay en todos una actitud igual, la confianza de vivir en medio de un mundo que de modo más o menos confuso sentimos acabado y completo. No es posible evitar el presentimiento de un universo global, como no se puede prescindir del alimento y el descanso. Esa actitud, natural a todos los hombres, está en el origen mismo de la filosofía. Con una diferencia importante: que lo que en los demás mortales es seguridad ineludible, pero inconsciente, se vuelve en los filósofos un enigma  consciente. La filosofía es ambición por llegar a lo último, que para la gente corriente es lo primero. Por esto está más cerca de la gente que la ciencia, que se detiene, según Ortega, en lo penúltimo[6]. La ciencia renuncia deliberadamente a la totalidad para ocuparse sólo de trozos sueltos suyos, como la energía, los números, los movimientos geológicos, las estructuras sociales, la clasificación de los homínidos, las variantes dialectales, el origen del estado, etc., y tantos otros temas parciales cuya enumeración, prolija y absurda como pocas, bastaría para llenar por sí sola un grueso volumen. Ésas son las parcelas en que las ciencias logran rigor y exactitud a cambio de no traspasar los límites que las contienen. No hace falta decir que el motivo opuesto, no reconocer límites, prohibe a la filosofía ser tan exacta y rigurosa como la ciencia.

Mantener una cierta conciencia lúcida en medio de la confusión, un sentido del orden en medio del desorden reinante, sigue siendo una necesidad ineludible. Puede que sea imposible construir un saber de la totalidad, una metafísica capaz de sistematizar y fundamentar sobre supuestos racionales todo lo que sucede y todo lo que se sabe. Más modestamente: tal vez nunca lleguemos a conocer cosas tales como el verdadero papel que la ciencia desempeña en nuestras vidas, el poder y amplitud de utilización de la técnica, el sentido, si lo hay, de las mutaciones sociales, etc.,  La filosofía actual, casi destruída por su propia agresividad, tal vez no sea capaz de tanto. Puede ser que nunca llegue a saber todo esto, pero no es posible contentarse ignorándolo. Ahí sigue estando el deseo de saber.

Y baste con lo dicho, pues, siendo ya filosofía esto que al presente vamos haciendo, no conviene extenderse en más introducciones, sino seguir trabajando en ello.


[1]Ver Gehlen, A., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, trad. de C. Cienfuegos, W., revisión e introd. de A. Aguilera, 1ª, Paidós, Barcelona, 1993 (Anthropologische und sozialpsychologische Untersuchungen, Rowohlt Taschenbuch Verlag Gunbh, 1986), 184 págs, páginas 38 y siguientes.
[2]Nagel, E., La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica. Trad. de N. Míguez, supervisada por G. Klimovsky, Paidós, Buenos Aires, 1978.(The structure of science. Harcourt, Brace and World, N. York.), páginas 14 a 27.
[3]Nagel, E., La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica. Trad. de N. Míguez, supervisada por G. Klimovsky, Paidós, Buenos Aires, 1978.(The structure of science. Harcourt, Brace and World, N. York.), página
[4]Platón, El banquete, Fedón, Fedro, trad. de L. Gil (1ª en ed. Labor), Orbis, Barcelona, 1983, nº 3, página
[5]Ver Zubiri, X., Cinco lecciones de filosofía, Alianza Editorial, Madrid, 1980, 276 págs. (1ª y 2ª en Ed. Moneda y Crédito, 1963, 1970), páginas 28 y 29.
[6]Ver Ortega y Gasset, J., Qué es filosofía, 5ª ed., Espasa – Calpe, Madrid, 1984, 219 págs., páginas 57 a 59.

Share
Comentarios desactivados en De las varias clases de saber

Conocimiento intelectual (cuerpo y alma)

Sujeto y objeto

Es sabido que el sentido común cree que conocer algo es adaptarse a ello, como el guante a la mano. Que la mente es quien hace las veces de guante, es decir, quien se acopla a la cosa. Y que ella es el sujeto que conoce, siendo la cosa el objeto conocido. Esta es también la creencia del realismo ingenuo. Pero las páginas precedentes muestran la equivocación profunda en que ambos incurren: ni la cosa es el objeto que se muestra en la experienciasensible, ni la mente es el sujeto que la recibe. Como el agua se escurre entre los dedos, la mente y la cosa se han ido por los entresijos de las razones del capítulo precedente. Y, aunque la vida práctica no tiene más remedio que seguir sumergida en esa creencia cotidiana que enseña a ver como evidentes una realidad exterior y otra interior, el filósofo no puede menos que negar esa supuesta evidencia y reducirla a lo que es: mera apariencia. Lo que parece ser no es.

El cuerpo. – Me parece que mi cuerpo es distinto e independiente de todos los demás cuerpos, ajeno a todos ellos, único y solo. La discontinuidad entre los seres materiales se me presenta con la fuerza de la evidencia y así me he acostumbrado a aceptarlo. Pero estoy en un error: si mi experiencia de los seres externos fuera perfecta, si me fuera dado contemplar de frente lo que yo llamo mi cuerpo, vería algo semejante a una niebla o un remolino de arena. Mis percepciones, por el contrario, me dictan que la materia de mi cuerpo es continua, que termina en la piel que lo recubre, que más allá de ella se extiende el vacío o se presentan otros cuerpos… Pero ahora sé que esto es también apariencia, que la distancia que separa a un átomo de otro es proporcionalmente mucho mayor que la que separa las gotas de agua en la lluvia, las molécula en una mañana de niebla… También sé que los átomos que componen mi cuerpo no se acaban en el límite exacto de la piel, donde yo he solido creer que acaban. Y que el ojo no existiría sin luz, ni el oído sin atmósfera, que son parte respectivamente del ojo y del oído, como es parte del saxofón el aire que penetra por uno de sus extremos y sale por el otro convertido en música. En caso contrario, el saxofón jamás ejercería su función y no sería, por tanto, un saxofón, a no ser de nombre. Luego ese cuerpo que yo siento y vivo, el cuerpo que yo me soy, no es el real. Es un cuerpo subjetivo, que se me ha ido trocando en experiencias, sentimientos…, en datos de conciencia. Y lo mismo pasa con el resto de los seres materiales.

Pese a todo, esto no es una desventaja. No lo es en absoluto para vivir, aunque lo sea para conocer. Por más lejos que se halle de lo real, el poder sentir un cuerpo como mío, y los demás como distintos de él, me permite habitar en medio de ellos. Gracias a ello convivo con un mundo no desordenado. Si no sintiera así, si no tuviera estas experiencias de mi cuerpo y de los demás, por las cuales sé que unos están cerca o lejos, otros arriba o abajo, que unos son grandes o pequeños, otros parecidos o distintos entre sí…, no podría mantener relación alguna con ningún otro ser. No podría sentarme en una silla, coger una pluma, escribir sobre un papel, conectar el ordenador, enviar un mensaje a un familiar… En verdad no estaría en sitio alguno si no sintiera este cuerpo tal como lo siento.

Luego es él quien me presenta en la sociedad de las cosas, para que pueda apreciarlas, distinguirlas, aprovecharlas, aborrecerlas, desearlas, recordarlas… Y también, quizá, conocerlas. Así estoy entre otros seres, que también son corporales, como el aire, el agua, la tierra y el fuego. Definitivamente yo soy este cuerpo, aunque me doy cuenta de que está muy lejos del real.

El alma. – Si me fuera dado ver mi cuerpo real, seguramente sucedería lo que se acaba de decir, pero ¿qué sucedería si pudiera ver mi mente, mi alma, tal como realmente es? Esto es más difícil todavía que lo anterior, pues equivale a algo semejante a que el ojo se vea. Lo mismo que tengo unas experiencias que atribuyo espontáneamente al exterior, tengo otras que atribuyo, también espontáneamente, al interior de mí mismo. Me parece que en el interior de mi persona se producen los dolores, los deseos, los recuerdos… Así es como mis experiencias me demuestran la existencia de un mundo externo y otro interno. Este último es sentir y pensar, percibir y ser consciente, algo que no puedo atribuir a los demás objetos del mundo real, excepto a las personas y, en todo caso, a los animales, sin caer en el ridículo. Percibir el alma, la fuente del sentimiento y el pensamiento al margen e independientemente de éstos, es algo inimaginable. Por ese motivo, bastará por ahora con decir que el cuerpo es lo que yo soy y el alma lo que yo vivo, siento, experimento… gracias al cuerpo.

Alma y cuerpo son inseparables o son lo mismo. Me inclino por la segunda opción, porque no veo distinción real entre ser cuerpo y sentir gracias a él. La presencia incontestable del cuerpo me impone que yo sólo puedo vivir un hecho si estoy donde se vive tal hecho. Si no estoy allí, o no estoy en el preciso instante en que sucede, éste no habrá existido para mí. Alguien podría tal vez contármelo, pero sería otro hecho, una narración. Confinado irremisiblemente al instante y lugar que habito, el resto de los instantes y lugares residen en mi memoria o mi imaginación, confundidos a veces con la niebla de la fantasía, y son, como los espectros, carentes de presencia real. No son presentes y, por tanto, no existen para mí, que estoy siempre en un aquí y un ahora y jamás estaré en el antes o el después.

Esto es todo cuanto siento por causa de mi cuerpo y mis sentidos, que me fuerzan al centro exacto de un círculo de espacio y tiempo, al foco desde donde todo cobra sentido para mí. Así soy el punto de referencia de todo cuanto existe. Cada sujeto es lo mismo: un punto de referencia privado, único, irrepetible, particular. Si hubiera uno que fuera universal, habría que llamarlo Dios: foco de todos los focos, centro de todos los centros. La simple mención de esta posibilidad, que exploraron, entre otros, Cusa y Leibniz, parece aludir a algo inconcebible.

Es obvio que lo que haya más allá del sujeto y cuanto él experimenta debe ser lo que no requiere ser sentido, algo que no sucede con una visión, una pasión… Desde Kant al menos recibe el nombre de cosa en sí. Lo demás es cosa para mí. El sentido común es también obtuso en este respecto. Convencido de que la realidad apenas se resiste a que el yo la asimile, se contenta con pensar que la barrera entre el sujeto y el objeto, entre la mente y la materia, tiende a difuminarse en cuanto entran en contacto. Piensa incluso que no hay barrera para conocer, aunque sí para ser: no es lo mismo, para él, ser mente que ser materia. Encuentra además una prueba palpable de la certeza de su modelo en el pensamiento científico, una prolongación suya, según cree, que logra la simbiosis perfecta entre lo que conoce y lo que se conoce.

Desafortunadamente el modelo es más complejo. El objeto, por un lado, se halla dividido en dos: el que es y el que se presenta. El sujeto se escinde también del mismo modo en realidad y apariencia. Pero no debe sostenerse una cuádruple clase de seres. El haber puesto la subjetividad en el cuerpo obliga ahora a aceptar que el cuerpo, real, el que no percibo, no se diferencia en nada del objeto real, cosa en sí que tampoco percibo. Distinguirlos sólo es posible en el dualismo, que aceptaba la existencia de la mente inmaterial.

Luego sólo hay la separación entre lo que se percibe y lo que no se percibe, y entre el perceptor y lo percibido, pero ésta última no es ontológica, sino gnoseológica. Si cada hombre solamente contara con el conocimiento sensible, si solamente supiera de la existencia de cosas y de las reglas que las rigen merced a sus sentidos, entonces ni siquiera tendría sentido.


 

Share
Comentarios desactivados en Conocimiento intelectual (cuerpo y alma)

El conocimiento sensible

A. Los sentidos

Para mejor entender que el hombre es verdaderamente un microcosmos que no sólo suma en su ser los componentes de la realidad, sino que además los abarca con su pensamiento y los expresa con su palabra, volviéndose así en portavoz de ellos, de modo que si él no existiera el mundo sería mudo, lo mejor es empezar a estudiar cómo se produce este hecho peculiar, y hacerlo prestando atención a lo que parece ser el mecanismo inicial del conocimiento de la realidad, que no es otro que el de los ojos, los oídos, las narices…, es decir, el de los sentidos. Dicho sea de paso: el número de ellos, al menos de los que poseen los mamíferos, no se reduce a los cinco tradicionalmente contados (a la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto), cuyas funciones serían excesivamente menguadas para el fin de la supervivencia si además no se poseyeran también los sentidos del dolor, la presión, el calor, el frío, la posición de los miembros, el equilibrio, el sentido genital, el del picor… Es probable que no todos ellos cuenten con receptores diferenciados, pero se ha podido constatar la existencia de, como mínimo, una docena de éstos.

Ya ha quedado dicho más arriba que, excepción hecha de algunos casos de poca monta, los animales se diferencian de las plantas, esas maquinarias químicas arraigadas en el suelo, en que sufren y gozan y en que, para huir de lo primero y aproximarse a lo segundo, necesitan moverse. Por lo mismo ha de decirse ahora que, si han de procurar mantener alguna sensación de bienestar interno, el primero de todos los movimientos es el de la búsqueda de algo que comer. Seres activos por definición, los animales tienen como primer motor de su actividad el de aplacar la comezón del hambre.

En estas condiciones, los sentidos, órganos para guiarse entre los objetos del mundo y distinguir en ellos los útiles de los perjudiciales, son tan necesarios que si la selección natural no hubiera provisto de ellos a los animales, no se entiende cómo habrían podido siquiera existir, de donde se deduce además que, por existir diferentes medios y diferentes clases de animales en la naturaleza, han tenido que existir consecuentemente diferentes aptitudes para la orientación, es decir, diferentes aparatos sensoriales adaptados a cada uno de los medios particulares de cada especie, y que han tenido que ser eliminados los que no alcanzaran esa adaptación. Nada de extraño hay, por tanto, en el hecho de que el primate antecesor del homínido, al verse en la necesidad de explorar el medio arborícola en busca de algún bocado, tuviera que desarrollar preferentemente, si es que al fin había de adaptarse a su medio, algún sentido que no fuera el del olfato ni el del oído, que son tan agudos en mamíferos como los felinos, por la sencilla razón de que entre las ramas de los árboles tienen mucha menos utilidad que el de la vista. Un órgano bien dotado para diferenciar una gran gama de colores, para calcular las distancias de modo casi automático y para permanecer alerta al menor movimiento, fue mucho más provechoso para aquella especie que otros que le hubieran suministrado señales de sonidos, sabores u olores. No otro es el motivo de que en el homo sapiens hayan disminuido paulatinamente el discernimiento del olor y el sabor en beneficio del del color y el movimiento. Con todo, no ha de pensarse que la actividad de estos últimos sentidos es insignificante, pues, pese a que la información que requiere el organismo humano para desenvolverse en su medio entra por los ojos en un noventa por ciento aproximadamente, el tacto, el sabor, el olor… de las cosas contribuyen sobremanera a hacer la vida agradable, lo cual no carece de importancia.

Dicho lo cual, es hora ya de hacerse una idea aproximada del funcionamiento general de los sentidos humanos, pues es por su intervención por lo que el cuerpo humano adquiere conocimiento del exterior y del interior de sí mismo; para esto será suficiente con detenerse en un breve estudio de los tradicionales, haciendo especial hincapié en algunos de ellos.

a) Los ojos

Sean primero los ojos del hombre, que, por su excelente disposición natural para registrar el color, son con toda probabilidad los mejores receptores de la luz que ha producido la evolución, aun contando con que los de los insectos detectan mucho mejor el movimiento y los de muchas aves son capaces de enfocar a la vez cinco puntos distintos sin tener que girar la cabeza, lo cual no basta, sin embargo, para creer que la información que recibimos por su cauce es toda la que podría obtenerse del medio, pues éste está ampliamente poblado por vibraciones electromagnéticas resultantes de procesos vibratorios naturales en los átomos y las moléculas o de procesos técnicos, artificiales, que dan lugar a corrientes alternas, diferenciadas entre sí, por su longitud de onda o, mejor dicho, por su frecuencia, que es el número de oscilaciones de cualquiera de ellas en un tiempo dado. La unidad de medida de esta energía es el hertzio, que corresponde a una vibración por segundo. De todas ellas, que se representan esquemáticamente en el cuadro adjunto, el ojo humano solamente puede registrar las que corresponden a la llamada luz visible, que es interpretada por el cerebro como el conjunto de los colores que se extiende del rojo al violeta.

Espectro electromagnético

Espectro electromagnético

La visión de un objeto comienza con alguna corriente de luz visible que atraviesa la córnea transparente, pasa después por la pupila, el diafragma del ojo, que puede abrirse o cerrarse mecánicamente por la acción de la propia luz, y, por último, atraviesa también el cristalino, una estructura elástica capaz de abombarse o aplanarse, para desembocar finalmente sobre la retina, donde se hallan unos ciento cincuenta millones de células específicas capaces de reaccionar a los estímulos luminosos. Ésta es la pantalla interior sobre la que se proyecta la imagen del objeto exterior, cosa que no sucede antes de que de ella brotan ciertas corrientes nerviosas reflejas que llegan a los músculos ciliares con el fin de que éstos contraigan o extiendan el cristalino hasta enfocar bien la imagen. Si el objeto se halla lejos o el ojo está en reposo el cristalino está alargado y se curva progresivamente a medida que aquél se acerca. El resultado de todo esto es, como todo el mundo sabe, la proyección de la imagen invertida sobre la retina. Que los objetos sean vistos correctamente se debe a la habilidad posterior del cerebro, que vuelve a invertir la figura.

Pero todo lo mencionado hasta aquí no pasa de ser un conjunto complejo de estímulos luminosos y respuestas mecánicas consecuentes del órgano visual, sin que por el momento pueda decirse ni por asomo que en el sujeto esté existiendo visión alguna de las cosas del exterior, de modo que si todo se redujera a lo dicho y los individuos tuvieran los ojos sanos, pero sin ningún mecanismo interior que siguiera actuando, estarían en verdad perfectamente ciegos. Sucede, sin embargo, que este juego de acciones y reacciones físicas se continúa con otro de acciones y reacciones nerviosas que empieza básicamente por los conos y los bastones, células susceptibles de ser estimuladas por la luz visible y de reproducir los objetos externos a modo de dibujos en la retina por medio de un complejo de puntos, como los puntos –píxels– en las pantallas de los ordenadores. Cada uno de ellos corresponde a un cono o a un bastón, que logran este resultado por procedimientos químicos, de los que son bien conocidos los que ponen en marcha los bastones. Estos contienen rodopsina, un pigmento fotosensible que consta de dos fracciones unidas, el retineno, que es un derivado de la vitamina A, y la opsina, una proteína, comportándose de tal modo que cuando la luz visible incide sobre la rodopsina ésta se escinde en sus dos componentes y provoca un impulso nervioso. De algún modo semejante a éste deben reaccionar también los conos, pero su funcionamiento no es totalmente conocido.

La capa de bastones y conos y otras capas y neuronas de la retina se reúnen en una sola región, el punto ciego de la retina, y constituyen el nervio óptico, que se dirige a cada uno de los dos lóbulos ópticos, situados en los hemisferios cerebrales, donde las fibras nerviosas se conectan sinápticamente con las neuronas de esos centros y donde, después de una nueva serie de acciones y reacciones, el conocimiento de las cuales es mucho menor que el descrito someramente hasta aquí, se ve finalmente el objeto, sin que se sepa exactamente a qué se debe que, tras esta complicada sucesión de estímulos físico–químicos y respuestas nerviosas, que suceden en la más absoluta inconsciencia, tiene que producirse la conciencia de estar viendo algo.

Una última apreciación no carente de interés es que la razón de que no se vean las cosas cabeza abajo a pesar de que sus imágenes se proyectan invertidas en el fondo de la retina, consiste en que los centros cerebrales interpretan dichas imágenes relacionándolas con la sensación del sentido de la fuerza gravitatoria, de manera que cuanto ésta falta, como les sucede a los astronautas en el espacio exterior, no hay punto de referencia para que el cerebro tenga en cuenta el «arriba», y el «abajo» y estas nociones carecen de aplicación. En consecuencia, el cerebro es el autor no solamente de la visión sino también de la orientación de ésta.

b) Otros sentidos

El oído.– Para que algo pueda oírse es necesario que antes se hayan producido fuera del organismo algunas alteraciones del aire, u ondas sonoras, de las que han chocado inmediatamente después unas cuantas partículas contra el tambor del oído, la membrana del tímpano, a donde llegan las oscilaciones atmosféricas canalizadas por el meato auditivo externo haciéndola vibrar y de donde parte la recepción mecánica de esa vibración, transmitiéndose a lo largo de tres huesecillos, el martillo, el yunque y el estribo, hasta la membrana que se halla en la ventana oval, por cuya causa se producen diferencias de presión en el líquido –perilinfa– que llena el tubo envolvente, o rampa vestibular. Las oscilaciones de presión de la perilinfa hacen que la membrana vestibular oscile y haga oscilar a su vez a la endolinfa, o líquido que llena la rampa media, lo que hace que también vibre la membrana basilar y, por  último, la membrana de la ventana redonda. En la membrana basilar se hallan unas células mecanorreceptoras que, en un número aproximado de 70.000, poseen unos cilios sensitivos capaces de estimularse y originar diversos impulsos en las fibras del canal nervioso que se desarrollan sobre sus bases. Es entonces cuando el impulso vibratorio se transforma en impulso nervioso, o eléctrico, y es conducido al cerebro, no sin antes detenerse en cuatro estaciones intermedias, el núcleo coclear, el núcleo olivar, el collículo inferior y el cuerpo geniculado medial. En ellas el mensaje auditivo es elaborado, filtrado… El reconocimiento de patrones auditivos se completa en la corteza, destino final del impulso nervioso.

Estructura del oído interno

Estructura del oído interno

Solamente después de haber sucedido todo esto se hace consciente la sensación auditiva, es decir, se oye el sonido. Lo que parecía una experiencia sencilla, espontánea y directa, es nuevamente el resultado de la actividad de un mecanismo biológico complejo activado por una energía ambiental. Y lo mismo que se ha dicho de la producción de visiones y audiciones puede decirse en general de todas las demás sensaciones, si bien cada uno de los sentidos posee características propias.

El olfato.– Los receptores encargados de reconocer los estímulos volátiles externos, hasta un número aproximado de 1.000 compuestos diferentes, son las células olfatorias situadas en las zonas superior y lateral de la nariz.

El gusto.– El sentido del gusto, con el que colabora el del olfato para reconocer la enorme gama de matices de la cocina, posee unos 10.000 receptores alojados en la superficie de la lengua con el fin de reconocer sabores. Por sí mismo, sin ayuda del olfato, percibe casi solamente lo salado, lo soso, lo amargo y lo dulce.

El tacto.– El sentido del tacto, por último, posee distintas clases de receptores, cuya misión es detectar las estimulaciones del dolor, el frío, el calor, la presión, el tacto, lo liso, lo rugoso… Así, los bulbos terminales de Krauze están especializados en la recepción del frío, los corpúsculos de Ruffini en la del calor… Como ocurre en los demás sentidos, cada receptor envía al cerebro una señal que corresponde al estímulo recibido y allí es reconocida, interpretada.., para, en último lugar, tomar conciencia de la sensación correspondiente.

Así se produce el conocimiento sensible, la captación de datos de los objetos externos por medio de los sentidos, conectados al sistema nervioso central por fibras de neuronas que transforman una u otra forma de energía ambiental en un nuevo tipo de señal que el cerebro interpreta por medio de procedimientos no bien conocidos, de todo lo cual se deduce que cada sensación consciente, por más espiritual e inmaterial que se nos antoje, tiene su origen en procesos físico–químicos y nerviosos, que son, en definitiva, procesos materiales. Luego no parece que en todo esto haya que admitir la existencia de nada que no sea material, pues podría ser incongruente con lo que se ha dicho hasta aquí. Sin embargo, la reducción de lo mental a simples acciones de la materia encierra también algunos problemas de difícil solución. Pare hacerles frente con alguna garantía de éxito, de paso que para contar con vocablos y conceptos apropiados, no estará de más recordar que en lo tocante a la producción del conocimiento sensible, que ahora estudiamos, han solido distinguirse tradicionalmente tres niveles:

  1. Físico.– En todos los casos ha tenido que existir algún estímulo físico tal como una onda luminosa, una alteración aérea en la atmósfera circundante, la presión de algún objeto sobre la piel…, alguna determinada cantidad de energía ambiental, en suma, capaz de provocar una reacción en el receptor apropiado: no se trata sólo de que el ojo sea sordo para los sonidos, el oído ciego para los colores… y así sucesivamente, sino que, además de ello, hay ondas electromagnéticas, como los rayos ultravioleta o los rayos X, que no estimulan las neuronas de la retina, vibraciones aéreas en número superior a 20.000 por segundo a las que no reacciona el oído…, todas las cuales no son, por tanto, apropiadas para el aparato sensorial, pero no por sí mismas, sino porque no existen en el cuerpo humano órganos capaces de detectarlas y, en consecuencia, no pueden ser llamadas estímulos. Es lo mismo que decir que solamente es estímulo lo que estimula Los antiguos creían con razón que quod recipitur, ad modum recipientis recipitur
  2. Fisiológico.– Es el mecanismo propio del sistema nervioso, que empieza en los neurorreceptores capaces de excitarse ante un estímulo, continúa en los canales nerviosos aferentes, encargados de transmitir los impulsos al cerebro, y culmina en el córtex, donde tales impulsos son por lo general analizados o interpretados, para después transportar por los canales nerviosos eferentes alguna información pertinente desde el cerebro hasta la médula espinal o hasta un músculo, para que éste ejerza algún movimiento.
  3. Mental.– Cuando el impulso eléctrico, o nervioso, llega al centro cerebral correspondiente, es analizado y estructurado y se produce, por fin, la visión, la audición, el frío, el calor…, que son las sensaciones propiamente dichas, la conciencia de estar viendo, oyendo, sintiendo frío…, conciencia que sólo se produce, como se ha visto, cuando han finalizado los actos de los dos niveles anteriores, de los que, por tanto, el sujeto permanece totalmente inconsciente. Nadie siente, en efecto, la maquinaria biológica merced a la cual se obtienen las sensaciones que para cada individuo son una representación fiel de la realidad, si no la realidad misma. ¿O hay alguien que no tome su visión de los cielos y la tierra, su audición de una melodía, su olfación de un perfume… por los cielos, la tierra, la melodía, el perfume…? Nadie es consciente de que entre el objeto y el conocimiento del objeto se interpone una maquinaria compleja que transforma el primero en el segundo. Y aun esto no es suficiente, toda vez que lo que realmente sucede es que el cerebro produce el conocimiento, dado que los colores, sonidos, olores, formas… no son otra cosa que resultados de su trabajo. En rigor debe decirse que no vemos las cosas con los ojos, sino con el cerebro, y que no las vemos en el mundo externo, sino en el cerebro.

Puesto que éste último es el único nivel en que el sujeto es consciente de estar viendo, oliendo, gustando, tocando… objetos externos, el nombre que más la conviene es justamente el de conciencia, siempre que con él se entienda solamente una actividad, no una sustancia, pues de lo dicho hasta el momento no puede extraerse por ahora otra conclusión. Por otro lado, de la existencia de los actos conscientes no se deduce tampoco con seguridad la existencia de una mente que los piensa. No conocemos la estructura y funcionamiento del cerebro con tanta perfección que podamos estar seguros de que no proceden directamente de él dichos actos de conciencia. La inversa también es verdadera, pues muy bien podría ser que, una vez conocidos a la perfección tales estructura y funcionamiento, no hubiera otra salida que concluir que, aunque se piensa gracias a ella, no es con ella con lo que se piensa.

Lo que permanece de cierto es que, incluso en los niveles físico y fisiológico, el sujeto no se limita a recibir pasivamente lo que la realidad tenga a bien enviarle, sino que selecciona, transforma, pone orden, configura… hasta tal punto el enorme conjunto de estímulos que recibe que el producto final de su actividad no guarda parecido alguno evidente con los datos que la naturaleza le proporcionó al principio. A esto precisamente llamamos conocimiento, a la actividad que el organismo ejerce sobre estos datos, que fueron en primer lugar formas de energía, después impulsos nerviosos y, por último, conciencia de un contenido que solemos tomar por el mundo real. De ahí que el común de las personas esté en una profunda equivocación cuando, guiadas por una especie de seguridad natural en sus sentidos, creen que lo que se siente con ellos es la realidad misma, cuando no pasa de ser un efecto producido por su propio mecanismo interno activado por alguna forma de energía. Convencidas de que su conciencia es solamente un espejo cuyo cometido se reduce a reflejar lo que está fuera, creen en consecuencia que cuanto más limpia esté su superficie  más fiel habrá de ser la imagen del objeto proyectada sobre ella. Según ellas, el pensar y el ser son líneas paralelas y, aunque de vez en cuando notan cuán difícil es que el primero se apodere del segundo, ello sólo les sirve como demostración de que es posible hacerlo. Lejos de cuestionar la creencia, las dificultades la confirman. Creen que el hombre se comporta de modo pasivo cuando conoce algo, limitándose a reproducir, o a detectar, lo que tiene ante sí, y que no cabe suponer, ni siquiera por un instante, que pone algo de su ser propio cada vez que sucede algo tan sencillo en  apariencia como ver un color o una figura. El sentido común está seguro de que si tal cosa sucediera el conocimiento dejaría de ser fiable, pues se estaría representando la realidad tal como es para la conciencia y no tal como es en sí.

B. Sensación y percepción

El hecho comprobado de que las sensaciones no vengan producidas directamente por los objetos sino por un mecanismo biológico desmiente rotundamente esta creencia. Pero hay más todavía, pues a poco que se piense en la conciencia de las mencionadas sensaciones se hallará que, lejos de ser un hecho sencillo y claro, los enigmas que esconde bastan para provocar la perplejidad y para incitar a cualquiera a su desciframiento.

Cuenta Borges que a un tal Ireneo Funes le sobrevino, como consecuencia de la caída de un caballo sin domar, un cambio tal en la percepción y la memoria que, lo mismo que nosotros podemos captar de un solo vistazo tres copas sobre una mesa, él veía cada una de las hojas de la parra, cada uno de sus racimos, cada una de sus uvas…, y recordaba con precisión absoluta cada una de las veces que la había mirado. Dice además que esas imágenes visuales quedaban ligadas en su memoria a sus sensaciones musculares, a sus sensaciones térmicas, a sus asociaciones libres… Y que había pensado en enmendar la plana a Locke, el filósofo que en una ocasión postuló, y rechazó, un idioma en el que cada cosa individual, cada piedra, cada nube, cada hoja… tuviera un nombre propio que la distinguiera de las demás, por haberle parecido un idioma demasiado general. En el breve lapso de un minuto habría podido, en efecto, ver diez veces a un gato, en posiciones distintas, desde diferentes ángulos y con distinto grado de atención, habría podido también distinguir los matices de sus gruñidos, y siempre, tanto cuando lo veía como cuando lo oía, sus afectos interiores habían acompañado a esas sensaciones en las formas variadas en que fluyen los sentimientos durante esos veloces sesenta segundos… ¿Qué es lo que permite reunir en un solo ser tantos fugaces estados de conciencia y poner un nombre a algo que nunca es lo mismo? ¿Por qué ha de ser el mismo el gato visto a las tres y catorce y el visto a las tres y cuarto? Si son dos grupos tan grandes de sensaciones ¿por qué un solo animal?

Un hombre que sólo conociera sensaciones particulares no vería la lluvia, sino cada una de las gotas de agua que caen al suelo y cada uno de sus múltiples destellos de luz, no sentiría el frío, sino cada uno de los innumerables puntos de su piel reaccionando a la temperatura exterior, no degustaría el vino, sino cada una de sus moléculas, y el simple nombre del árbol sería para él una falsedad manifiesta, pues él vería sus hojas, los matices de color de sus hojas, sus movimientos siempre cambiantes…, pero no vería el árbol y no sabría, en fin, que existen objetos.

Es seguro que la percepción y la memoria de Ireneo Funes eran un caos vertiginoso y que por su causa no sabía pensar, pues pensar es sobre todo olvidar, abstraer… Si alguien fuera como él su mundo sería imposible, si alguien hubiera de ser consciente, simultánea o sucesivamente, de todas y cada una de las sensaciones individuales que puede construir su cerebro, entonces cada objeto y cada persona se tendrían que disolver ante él en un cúmulo de átomos sensoriales que se sucederían como la espuma de la catarata o como las formas innumerables de una llama, y se hallaría en una situación tal que no sabría lo que es un árbol, una mujer, un paisaje… Tal vez el fragmento 91 de Heráclito (nacido probablemente el 544 a. d. J.) es una defensa de este caos, no tanto porque en el decir

No bajarás dos veces al mismo río

se encierra que el río es otro a cada instante cuanto porque también es otro a cada instante el que baja. Afortunadamente no se tiene conciencia de este fárrago, no se distinguen las sensaciones particulares que podrían registrarlo, las cuales ni siquiera pueden ser registradas si no vienen incluidas en racimos, es decir, en percepciones. Nadie ve formas ni colores, oye sonidos o gusta sabores…, sino que percibe árboles y calles, oye canciones…; prescinde mecánicamente, en suma, de esa sucesión de sensaciones que le sumirían en el desorden más incomprensible.

En conclusión, las unidades básicas del conocimiento sensible son las percepciones, no las sensaciones. A través de ellas se reacciona a la energía estimulante poniendo literalmente el mundo, captando la realidad como si estuviera compuesta de entidades relativamente estables y ordenadas. Mejor dicho: ellas son la captación de cosas estables y ordenadas. No existen los ladrillos antes de la casa, al menos no para los hombres y no en este terreno, porque la experiencia sensible, que ordena el mundo, es experiencia de objetos y no de la infinidad de datos sensoriales que, según solemos creer, los componen. Si se admite la existencia de estos últimos es solamente por un esfuerzo de abstracción intelectual que separa de los objetos las cualidades como el color, la forma, el olor y otras semejantes, cualidades que en la experiencia nunca se dan separadas.

Sucede aquí como con la constitución del mundo físico, del que nunca nos es dado aceptar espontáneamente que esté hecho de minúsculas partículas imperceptibles, a las que hemos puesto el nombre de átomos, sino de objetos mucho mayores, que son los propios de la experiencia cotidiana, y, solamente después de haber argumentado que hay a su favor una cierta necesidad lógica, el pensamiento filosófico y científico admiten la existencia de esas partes mínimas de la materia. Por motivos semejantes se admite la existencia de las sensaciones, que serían no más que los átomos del conocimiento sensible. Pero se admiten porque se piensa que debe poderse separar cada una de las demás, no porque se tenga experiencia separada de cada una de ellas. La visión de la forma de un objeto no es lo mismo que la visión de su color, y la de un cierto matiz de un color particular es a su vez diferente de la de cualquier otro…; así se acaba concluyendo en la necesidad de que existan sensaciones visuales que sean completamente irreductibles a todas las demás y se llega al atomismo sensorial, a la aceptación de que lo existente es en verdad un cúmulo inacabable de partículas sensitivas discretas y de que con ellas construimos nuestro conocimiento. Pero esta doctrina es, como puede observarse, elaboradamente conceptual; es una doctrina filosófica a la que estamos obligados por imperativos más lógicos que empíricos.

Quien no admita que su experiencia es experiencia de percepciones y no de datos sensoriales aislados está defendiendo que no capta objetos, sino los componentes sensitivos que su mecanismo pone en ellos. Pero los nombres y conceptos que utiliza deberían ser nombres y conceptos de datos sensoriales y no de los conjuntos estructurados en que éstos se integran. No existirían para él las nociones comunes de los objetos y las diferencias entre dos cualesquiera de ellos serían tan grandes que no podría expresarlas. Pero no resulta fácil imaginar que alguien pudiera vivir en un mundo así, porque el sujeto no puede hacerse una idea del mundo donde hay desorden. Y el animal humano necesita orden para vivir. A continuación, sus sentidos recorren algunas de las variadas formas existentes de la energía y el cerebro se lo presenta. Es una exigencia adaptativa del organismo del hombre. Si es además un órgano de conocimiento de lo real es otro problema al que se presta atención seguidamente.

C. El realismo

Como ya debe ser sabido a estas alturas, el realismo sostiene que hay objetos, que los habría aunque no hubiera nadie para percibirlos, que poseen cualidades propia, lo que no significa que sean las mismas que se aprehenden en ellos, que continúan en la existencia cuando nadie los está percibiendo… Pero los partidarios de esta corriente filosófica discrepan en torno a algunos detalles sumamente importantes.

La percepción indirecta.– Unos, tal vez porque se han dejado convencer por los argumentos del fenomenismo, creen que hay siempre algo que se interpone entre los objetos físicos existentes y el sujeto que los percibe, un objeto interno, que llaman también datos de los sentidos, apariencias, percepciones… Aceptan que cuando dos personas ven el mismo mar están sintiendo estados perceptivos diferentes. El objeto de la percepción de cada una de ellas no es el mar, sino los contenidos de su particular estado perceptivo, a través de los cuales capta aquél, como vemos la pantalla del cine, y no los sucesos representados en ella. No se captan las cosas directamente, sino a través de las percepciones.

La percepción directa.– Otros sostienen que no puede defenderse esta posición. Quien mantiene, dicen, que hay dos objetos y que uno de ellos solamente puede percibirse a través del otro, aceptarán o bien que las propiedades de ambos son las mismas o bien que son distintas. Lo segundo no es posible, pues ¿cómo podría saberse que son distintas si solamente conocen unas a través de las otras? Lo primero tampoco es posible, pues entonces habría que admitir que el color azul que veo en el mar, que sería el objeto directo, se dobla con el color azul que posee el mar mismo, de donde resultaría haber dos colores azules, uno el directo, que sería visible, y otro el indirecto, que no podría serlo. Pero no puede haber colores invisibles: ¿de qué color serían?, ¿serían colores acaso? No es necesario decir que esta misma situación se repite para todos los sentidos.

Luego, concluyen, la percepción tiene que ser directa, lo que no significa que las cosas sean transparentes para el sujeto, pues en ese caso nuestra percepción sería infalible, lo que está en contra de la evidencia más común. Tampoco significa que el objeto haya de estar presente en el momento en que se produzca la percepción. Las estrellas que vemos no existen como las vemos y algunas de ellas tal vez ni siquiera existan ya. Lo único que ha de estar presente es la percepción, que ha de presentarse al perceptor. Y, en fin, el objeto puede retener la mayoría de las propiedades que percibimos en él, pero no todas. La cuestión está en decidir cuáles.

Todas las propiedades pueden ser clasificadas en dos grupos: las que pertenecen al objeto, que son primarias u objetivas, y las que pertenecen al sujeto, que son las secundarias o subjetivas. Hablando con precisión, éstas últimas no pertenecen propiamente al sujeto, sino que hacen acto de presencia cuando se da una relación de éste con el objeto. Las primarias son la forma, la posición en el espacio, el movimiento, la solidez… Las segundas son el sabor, el color, el sonido…

Que se debe aceptar esta clasificación es evidente por las siguientes razones. Como más arriba se ha dicho, nuestra naturaleza nos empuja irresistiblemente a aceptar como verdadero el mundo de nuestra convicción común. Pero esto no debe obligarnos a creer que es real todo lo que se nos presenta y tal como se nos presenta, pues asistiríamos a una acumulación incesante y desmesurada de cosas sobre el mundo. Existiría, por ejemplo, la selección nacional de fútbol y también cada uno de los jugadores; existiría la clase y cada uno de los alumnos; donde hay cien caballos existiría cada uno de ellos y también el número cien, lo que sumaría 101 seres; pero entonces habría 102, pues debería tenerse en cuenta también el 99; pero habría 103…

Guillermo de Occam (1298–1349), un monje y filósofo franciscano, llegó a decir que solamente son reales los monjes, uno tras otro, pero que la orden misma no lo es. Él dio nombre a la célebre navaja de Occam: Non sunt multiplicanda entia sine necessitate. Esta herramienta filosófica es extremadamente útil para eliminar los excedentes ontológicos. Quienes hacen uso de ella saben que no deben aceptar que existe algo más que cuando no tienen otra alternativa.

La aplicación de la navaja a nuestro caso produce un efecto saludable, porque, en contra de aquellos que están dispuestos a admitir sin discriminación que existe realmente todo cuanto percibimos en el objeto, puede razonarse del siguiente modo:

Tanto las cualidades primarias como las secundarias de los objetos de la experiencia común, objetos tales como edificios, puentes, árboles, automóviles, montañas, personas…, se pueden explicar por las cualidades primarias de los objetos microscópicos que son sus componentes, o, lo que es lo mismo, que para conocer la forma, el tamaño… de una cosa cualquiera basta y sobra con conocer la forma, el tamaño… de sus componentes, pero no es lo mismo con el color, el sonido…, que dependen sólo de unas cualidades, también primarias, como la posición local de quien ve u oye, de la luz o las ondas sonoras y de la incidencia de éstas sobre la retina o la membrana del tímpano… Las cualidades primarias del mundo real de la física son, pues, suficientes para dar razón de las cualidades primarias y las secundarias de la experiencia común. Luego no es necesario admitir que existen las secundarias. Non sunt multiplicanda entia sine necessitate.

Como conclusión de todo lo cual podemos permitirnos resolver un enigma muy extendido que dice que en lo profundo de un bosque que nadie ha visitado nunca cae un rayo sobre un árbol que nadie ha visto jamás. ¿Hace ruido al caer? Es evidente que no. Cae en silencio, porque el ruido se produce solamente en presencia de un oído sobre cuya membrana del tímpano percuten algunas moléculas del aire circundante. Y sus hojas no tendrían color, ni sus frutos sabor. Ni siquiera el rayo tendría estruendo ni fulgor. Ambos, rayo y árbol, tendrían la estructura de la que dependería que alguien que hubiera estado presente oyera el ruido, viera las hojas verdes… Y tendrían, claro está, forma, tamaño, posición en el espacio…

Que, a modo de ejercicio, aplique el alumno estas mismas ideas a la primera explosión de la que resultó el presente universo y comprobará por sí mismo las extrañas conclusiones a las que no tiene más remedio que llegar.

Mientras tanto, concluiremos todos que la interpretación más verosímil del conocimiento sensible es la realista y como tal tendrá que ser admitida en tanto no se presente otra mejor.


 

Share
Comentarios desactivados en El conocimiento sensible

El Estado, la violencia y el derecho

Con el fin de entender bien la relación entre el poder político y los derechos humanos contemplados en las diversas declaraciones de ellos que se han hecho a lo largo de la historia, de las cuales se ha dado una explicación en las páginas anteriores, se estudiará ahora lo concerniente al Estado, para lo cual se harán tres apartados: Definición del Estado, Razón de Estado y Estado de derecho.

Según dice Hobbes en Leviathan, los hombres se hallan en la condición de guerra de todos contra todos cuando no existe una autoridad común que los atemorice a todos. Ese es su estado natural. Que no nace de una casualidad o coincidencia, sino de su propio ser. Dice también a este respecto Spinoza que los hombres son por naturaleza ambiciosos, y que su ambición consiste en desear que todos los demás vivan según su propio criterio, pero que, como tienen todos el mismo deseo, se estorban unos a otros y se odian mutuamente. Que esta, en fin, es su naturaleza.Spanish_Royal_Guard

El Estado nace entonces para mantener la paz y la seguridad que el estado de naturaleza no puede en modo alguno garantizar, pues entonces, al no haber un poder que a cada uno mantenga en su lugar y a todos guarde, tienen derecho a apoderarse de todo aquello que su fuerza, su astucia y su capacidad les permitan. En estas circunstancias, en que lo bueno y lo malo tienen que ver solamente con cada uno de los hombres y se definen solamente por referencia a ellos, no existen paz y ley, sino guerra y desorden. En rigor, no existen nociones de bien o de mal, de justicia o injusticia…, pues estas ideas tienen sentido solamente cuando dejan de referirse a los hombres considerados aisladamente y se las refiere a la globalidad de ellos, globalidad que no existe en el estado de naturaleza.

Pero el significado de guerra paz no es el ordinario. Guerra no es batalla, sino inclinación a ella cuando no hay garantía de lo contrario. Paz es el tiempo restante. Puesto que los seres humanos no tienen garantía de no ser atacados por otros cuando tienen que valerse solamente de sus propias fuerzas, el estado natural lo es de guerra. Mientras permanecen en él, la violencia para asegurar su propia supervivencia es un recurso al que tienen derecho. No así cuando abandonan ese estado y cada uno de ellos cede su derecho a un tercero, que acumula en sus manos el de todos con el fin de evitar que unos dañen a otros. De este modo nace el estado, que no es sino la reglamentación de la violencia, nace el imperio de la ley y, a partir de ese momento, toda violencia utilizada por un particular es violencia ilegal, pues se ha pactado que solamente el Estado tiene derecho a ella. Debe distinguirse, pues, la guerra que surge cuando existe el Estado, que recluta grandes masas de población a las órdenes de unos cuantos expertos en la eliminación física de las personas y las propiedades, de la violencia individual, que puede ser practicada en el estado natural.

No se deduce de aquí que el Estado consigue su propósito de eliminar todo uso de la fuerza individual. Que ese sea su fin no quiere decir que es su logro. Por el contrario, muchos pueblos que carecen de Estado son extremadamente pacíficos. Algunos incluso no conocen la guerra entre ejércitos, mientras que la violencia interna de Estados Unidos y de otros muchos Estados civilizados es incomparablemente superior a la que tiene lugar en las sociedades tribales de la etnografía o la prehistoria. Es que el Estado no suprime la violencia, sino que la hace ilegal. Y, donde no existe ley, ¿cómo podría ser ilegal? Desde el punto de vista político, un hombre que vive bajo un Estado se caracteriza por estar bajo un gobierno que prohíbe tomarse la ley por su cuenta, procurando así mantener la paz, en tanto que el cazador-recolector de la Edad de Piedra puede, en principio, emplear la fuerza y librar batalla con quien quiera siempre que lo estime necesario. Tampoco quiere esto decir que lo haga realmente a cada instante. La diferencia, pues, reside en que uno tiene derecho legal y el otro no.

A partir de estas ideas, es fácil comprender cuáles son las características básicas de todo Estado: (seguir leyendo)

Share
Publicado en Filosofía teórica, Filosofía práctica, Política | Comentarios desactivados en El Estado, la violencia y el derecho

Evolución de la técnica

A. Presentación del problema

La lógica del progreso humano obliga a pensar que lo primero que debió existir fue un hombre primitivo para el que no tenía sentido la oposición, distinción o correlación entre la técnica y la naturaleza, un hombre que todavía no fue siquiera el homo faber de los arqueólogos o, como ha dicho entre nosotros G. Bueno, aludiendo a los utensilios y destrezas que exhibe este primate desde hace aproximadamente 1.500.000 de años, un animal que come pan. Un ser así es un hombre que vive, siente y muere en el seno del entramado de hilos en que consiste el universo, que no sabe diferenciarse de él y que, en rigor, ni siquiera es un hombre. En un tal estado es casi imposible que surja una técnica, pues quien empieza sometiéndose hasta tal grado a la naturaleza es difícil que decida alguna vez enseñorearse de una sola porción suya. Por este motivo no debe incluirse ese período en la historia humana, sino en la evolución del animal que fue nuestro antepasado.

La humanidad primera estuvo compuesta, durante un larguísimo período de su existencia, de pocos individuos diseminados en grupos reducidos que tendían a la dispersión, de pequeñas comunidades nómadas de no más de 50 o 100 miembros, que vagaban por el territorio. Por la presión de la organización social primitiva, por la de la naturaleza circundante o por ambas de consuno, las sociedades del Paleolítico mostraron durante más de un millón de años una tenaz resistencia a vivir en grandes concentraciones y, no pudiendo nacer entre ellas las relaciones de dependencia que hoy necesariamente se nos imponen, puede decirse que vivieron en esa libertad que consiste en la ausencia de instituciones políticas y jurídicas. Aquellos hombres vieron transcurrir su existencia en el interior de minúsculos grupos aislados, carentes de escritura, dotados de un fuerte sentido de la solidaridad y concibiéndose a sí mismos como distintos y, muy probablemente, como superiores al resto. Los escritos de los antropólogos confirman, en efecto, que las sociedades humanas son sin excepción etnocéntricas[1]. Cada grupo cuenta con su lengua, sus dioses, sus costumbres, su ideología de entidad diferenciada… Y son tan extraños en la realidad unos con otros como su ideología les hace. Que esto sea además verdadero es ciertamente poco creíble, pues debieron seguramente existir tramas de relaciones y semejanzas entre ellos que lo desmentirían. Pero hoy hemos aprendido que las sociedades no son lo que creen ser.

Sin organización centralizada del poder político, sin un poder común que atemorizase a todos y a todos mantuviera en concordia, aquellos grupos vivían en el estado que Hobbes denominó de guerra de todos contra todos, lo que no significa que de hecho existiera la violencia generalizada, pues guerra no es aquí batalla efectiva, sino tendencia a ella durante el tiempo en que no existe garantía de lo contrario. En suma, eran sociedades en estado natural.

Sahlins, Redfield y Polanyi, entre otros, han mostrado que eran sociedades de parentesco en las que la actividad económica, lejos de ser un fin en sí mismo, es un medio para otra cosa. Los individuos no buscan en ellas los bienes materiales para satisfacer directamente su interés personal, sino que tratan de adquirir, a través de ellos, bienes sociales, lo cual viene a establecer en la realidad una jerarquía de valores que puede considerarse justamente la inversa de la que ponen en práctica nuestras actuales sociedades. Los lazos económicos, que ligan entre sí a las personas, son entre ellos solamente un pretexto, un instrumento, para la instauración de lazos morales. En tales condiciones, la sociedad primitiva no necesita instituciones políticas que protejan, estimulen, organicen… la producción económica. Y, cuando éstas existen, son escasas y simples. Las cosas que la gente hace no se hacen por la necesidad de obedecer la voluntad de otro, ni siquiera son el resultado de decisiones particulares, sino que a todos les parece ser la naturaleza de las cosas.

Esto explica el hecho de que los vínculos que nosotros establecemos, mediatizados como están por la máquina de la producción económica y percibidos como piezas de un engranaje generalizado, no pueden servir de medida para las poblaciones primitivas. Las sociedades modernas, a las que acaso convendría mejor el nombre de mecánicas, son sociedades en que el funcionamiento de las fábricas, la redistribución de los productos, la necesaria expansión de los mercados, las necesidades de la producción… constituyen una máquina que transforma las relaciones entre hombres en relaciones entre cosas, lo cual, por trocar en fin lo que en sí parece que debería ser sólo medio, rebaja la naturaleza del hombre a la categoría de instrumento objetivo. La formación y consistencia de nuestras agrupaciones, la cooperación entre personas, tiene como fin la obtención de productos.

El orden técnico es grande en la civilización, pero exiguo en la sociedad salvaje. Sucede al revés con el orden moral. ¿Cómo ha llegado a producirse este cambio? Adoptemos por un instante la perspectiva del progreso, la de quien mira las sociedades como si estuvieran colocadas a lo largo de una senda que va hacia delante y hacia arriba. ¿Qué ha progresado? ¿El arte, la religión, la moral, las costumbres, etc.? Difícilmente se hallará sin discusión una respuesta satisfactoria a estas preguntas. Sin embargo, nadie discutirá, al menos ateniéndose a la evidencia externa de los artefactos, que la técnica haya evolucionado.

Pero apenas tres o cuatro focos jalonan este camino. Primero fue la piedra, cuya existencia fue larga. Después vino el metal, acompañado de la aparición de las ciudades, de la domesticación animal y vegetal, de la vida sedentaria… Y, por último, la máquina, con la primera revolución industrial, la electricidad con las segunda…Es notable que el curso seguido por este progreso ha sido extraordinariamente lento, inseguro y discontinuo.

Todo para que, al final de este camino, irrumpa en escena la actual sociedad occidental, que, frente al carácter cíclico que por todas partes impera en la naturaleza, por el que también se regía la sociedad primitiva, ha roto el círculo y ha instaurado el inicio de un tiempo lineal irreversible que por primera vez y de un modo rotundo inaugura la humanización de lo natural. En la naturaleza, que es el reino de la casualidad, impera la tendencia al centro, el giro sobre sí mismo y la repetición. El árbol sucede al árbol para que el bosque no muera. Las especies son antiguas porque sus individuos se sustituyen velozmente. Nada nuevo bajo el sol natural, dice Hegel[2]. Si se atiende a los años de su existencia sobre este planeta, todo indica que al hombre le esperaba la misma suerte, la del círculo y la repetición. Mas he aquí que una sociedad, que no era sino otra sociedad, perdida en la muchedumbre de las demás, se ha entregado desde hace poco más de dos siglos a un ritmo temporal que no tiene precedentes. No se ha limitado, como el resto, y como todos los seres individuales que vienen a la existencia, cuya esencia es la finitud, a conformarse con sus limitaciones y, llegado el caso, a desaparecer, para que siga habiendo humanidad, como muere el árbol para que sigan existiendo las arboledas, sino que, muy al contrario, ha unificado y englobado a todos los pueblos bajo la misma ley, ha trocado en semejantes a sí a todos los grupos con los que ha entrado en contacto, ha explorado el planeta hasta sus últimos rincones, ha instaurado sistemas mundiales de dominación, ha vuelto a producir migraciones de millones de hombres y ha amenazado, en fin, con hacer desaparecer la diversidad, que siempre había sido la norma, pues incluso los que se oponen a su avance tienen que adoptar sus métodos y su estructura para no desaparecer.

Este empuje arrastra todo tras de sí: las leyes, las creencias religiosas, la organización social. Es una sociedad que se comporta como un ordenador que necesitase ser cambiado con la introducción de cada nuevo programa, en lugar de admitirlos todos sucesivamente sin alterar su orden, como hacen las sociedades primitivas, que son capaces de integrar el suceso en su estructura sin que ésta varíe. La sociedad moderna, en cambio, transmuta su estructura a cada nuevo suceso. Es tiempo de historia. Hegel lo diagnosticó acertadamente:

Y así soy un impulso. El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface, que restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos… Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de sentirme impulsado hacia ellos, son medios de integración; esto constituye, en general, la base de la técnica y la práctica[3]

El mundo comprende lo físico y lo psíquico. Aunque la naturaleza material interviene también en la historia, su papel es subsidiario, relativo al espíritu, que es el único sujeto de este devenir. El hombre es posterior a la naturaleza física, opuesto a ella[4]. Lo natural, algo que se extiende en el espacio, tiende a contraerse en un punto, tiende a ser fuera de sí y a destruirse como materia, es inerte. El espíritu, por el contrario, que se manifiesta espléndidamente en la acción del hombre, tiende, en la dispersión de todas sus fuerzas, a sí mismo[5], y por ello ha de destruir la resistencia de la materia oscura para trocarla en la realización de su propio ser. El espíritu es libre y consciente: tiende a sí y sabe de sí. De ahí que el hombre sea negatividad, porque, siendo identidad con su propio concepto por tener conocimiento de sí, convierte en concepto la naturaleza entera cuando da rienda suelta a su impulso. Así se realiza, volviendo espiritual la naturaleza. El hombre es trabajo. Ciertamente también los animales son activos, pero hay una diferencia fundamental, que Marx puso de relieve: que el hombre tiene antes en su mente lo que ha de hacer y de ahí precisamente procede su fuerza de transformación, de negación de la inercia natural. Trabajar es maldecir y aniquilar el mundo, decía Hegel, producir la noche del ser, porque el hombre es autoconciencia y, en cuanto tal, sus actos vienen animados de un vigor capaz de trastornar la quietud e inmediatez de las cosas y de reunir en torno a sí lo que hay diseminado por el universo. Una de las obras más logradas de esta potencia es la máquina, la actividad del concepto fuera de sí, en lo natural.

La evolución de la técnica significa, pues, la guerra contra la opacidad del mundo, la necesidad de imponer fines a lo que por su propio ser carece de ellos. Pero es claro que esta actividad no ha sido la del pensamiento contemplativo, ya sea el estético o el religioso, que siempre llega tarde, sino la del práctico, la del que no es ajeno a las cosas, sino que cristaliza y se manifiesta en ellas. La primera aparición de este espíritu fue el artesano de la piedra, la segunda el herrero… Cada uno de ellos ocupa el centro alrededor del cual se ha tejido la malla de cada nuevo avance. Los adelantos han sido ciertamente pocos, pero han sido decisivos.

A diferencia de la religión y el arte, que pueden, como mucho, presentar una transfiguración de la realidad, pero dejan a ésta tal como la encuentran, la técnica, cuya energía puebla el ambiente de objetos que no son ya objetos, cosas en sí, es una alteración efectiva y práctica de aquélla. La arquitectura y la escultura también transforman lo que tocan, pero ello no basta para poderlas comparar con la técnica, pues sus productos son objetos para la contemplación, fines en sí mismos y no medios, en tanto que, inversamente, el útil más primario producido por el hombre alienta un impulso que no permite considerarlo como fin, sino solamente como medio. Se trata, en consecuencia, de distintos registros de la actividad del hombre, pues la acción desarrollada por el artesano de la piedra, el herrero o el ingeniero cambian realmente el mundo y lo ajustan a otros fines. Lo humanizan. En ellos encarna una fuerza que ha de atacar la reificación del objeto hasta volverlo espíritu. El mineral es en sí un ser carente de significado y, en cuanto tal, no tiene centro ni finalidad alguna, pero en cualquier instrumento que se fabrique hay una huella palpable de alguna intención subjetiva, de algo premeditado, que es lo que esencialmente define al instrumento. Cuando el hombre ya no exista el hacha de piedra, materia ofrecida por naturaleza, dejará de ser hacha y volverá a ser piedra. Y ni siquiera esto será posible, pues para ser piedra tiene que mediar un pensamiento, una palabra. Sin el hombre el mundo carece de sentido. Él llena el mundo de objetos y se esfuerza por conformar una nueva realidad que es la única con la que se relaciona, pues apenas puede decirse que haya para nosotros otra cosa fuera de nuestras máquinas y objetos manufacturados.

Ahora asistimos al triunfo del herrero y sus sucesores, particularmente los hacedores de la moderna ferretería del automóvil y el ordenador. Es la naturaleza como resultado, tendiendo a un fin, y también es el hombre profundamente transformado. Parece, pues, que nuestro mundo da la razón a Hegel. Que el universo, registrado por la acción y la mente humanas, ya no es más un ser en sí. Esta filosofía hace esperar la verdad de lo humano del desenvolvimiento de las sociedades en el tiempo, desenvolvimiento que semeja los pasos que da el matemático en la demostración de un teorema, conteniendo y prefigurando cada uno de ellos el siguiente.

Ahora bien, la interpretación de lo humano como un poder de negación de lo natural hasta trocarlo en un ser con fines, en espíritu, no torna imposible pensar que el humano sea por ello un ser aparte de lo natural. Así lo entiende Lévi-Strauss, quien, hablando del conductor y de su automóvil, dice que se ponen frente a frente sistemas de fuerzas naturales humanizadas por la intención de quienes las utilizan en su provecho y a hombres transformados en fuerzas naturales por la energía física de la cual se convierten en mediadores[6], es decir, no se enfrentan hombres y cosas, sino sujetos transformados en objetos por la energía física que es liberada por su intervención y objetos transformados en sujetos por la acción de la que éstos son mediadores. Un hombre que conduce un automóvil es algo más que un hombre, pues sus reflejos, su conducta, su velocidad…, son el resultado de un aprendizaje y de una energía que proceden de la naturaleza. Y un automóvil tampoco es un mineral sin más, pues el fin a que está destinado, la dirección de sus movimientos… es resultado de la acción humana. Por medio de esta actuación se contemplan la naturaleza y la humanidad, cada una en la otra, como un espejo frente a otro espejo, lo que quiere decir que la definición de lo humano podría no ser rotundamente distinta de la de lo natural.

Si esta modulación de la filosofía hegeliana es correcta, podría entenderse que la historia humana tal vez no muestre finalidad alguna y consista al final en el trazado de un inmenso círculo de vuelta a lo natural, pese a que quienes la contemplemos desde nuestro minúsculo observatorio padezcamos la ilusión de ver una recta que en realidad es una curva de radio muy grande. En ese caso tendría poco sentido establecer tipologías evolucionistas en las que ir encajando la larga serie de sociedades que han existido antes de la actual.

Si fuera posible interpretar nuestro mundo de una manera susceptible de corroborar la tesis de que toda la historia no ha consistido sino en un proceso de vuelta a la naturaleza, si pudiera verse en el proceso tecnológico, que ha conmovido tan profundamente las organizaciones humanas, solamente un suceso que ha afectado a la periferia, dejando intacto lo profundo, entonces habría que aceptar que la humanidad vuelve al cabo del tiempo a mostrar el mismo rostro que tenía al principio. Es lo que trataremos de dilucidar en lo que sigue.

B. El hombre natural

Todo empezó con el primer hombre que descubrió que una rama de árbol sirve para otra cosa que para dar frutos, que un tronco separado de la raíz es útil para algo distinto de sustentar las ramas y, en fin, que cualquier cosa tiene una posible finalidad diferente de la que le viene impuesta. Fue el primer hombre sobre la faz de la tierra y con dio comienzo la historia. Hasta entonces todo había sido naturaleza. En el orden de la causa final aquel hallazgo significó negar que la naturaleza sea solamente naturaleza, la demostración práctica de lo contrario de la filosofía de Parménides, para quien el ser es únicamente el ser. Ya en el propio registro del pensamiento filosófico, Platón, extrañamente de acuerdo en esto con el primer hombre práctico, respondió en el Parménides que el ser es también mil veces y de mil maneras no ser, y Aristóteles que cada cosa es su ser y que en él está inscrito su desarrollo completo hasta llegar a cumplir su finalidad. En las ideas de estos dos autores, particularmente en las del segundo, tiene cabida la técnica mejor que en las del padre Parménides, pero se trata de una técnica al servicio de lo natural. Y, tanto por aceptar que el ser está ya dado y completo desde el inicio -“el hombre es hombre” de la afirmación eleata-, como por pensar que lo natural es lo único que tiene vigor y acción -“el hombre es hombre al fin”, que habría podido dejar dicho Aristóteles-, Grecia, que expresó magníficamente la filosofía de la técnica del primer hombre, no concibió otra cosa que una naturaleza eterna, estable, cerrada sobre sí y, en consecuencia, no admitió más que una técnica naturalista.

La filosofía griega fue, pues, una filosofía acorde con el tiempo, en lo que no se distinguió fundamentalmente del Génesis bíblico, donde también había legislado que el primer hombre es el protagonista de un drama que él no ha escrito y que representa su papel en un escenario que él no ha construido. El mundo ha sido hecho por Dios, o por la naturaleza, para que el hombre haga uso de él. La utilización del sexo producirá entonces padres, madres, hijos, familia…; la de la alimentación producirá la agricultura; la de la preeminencia las reglas, los reyes… Un mundo indudablemente humano, pero su hacedor se limita en él a aprovechar las propiedades naturales que las cosas tienen a bien presentarle. Humanización primera del universo, que lo es también del propio ser del hombre, pero no es completa.

Cierto, los griegos pensaron estas cosas mejor que los hebreos, toda vez que vieron en sus dioses, hombres inmortales al fin, seres dependientes de la necesidad, sin poder para transgredir los confines que la naturaleza pone a cada ser. Ellos no hicieron teología, sino ontología, lo que pode de manifiesto la Aristóteles, el filósofo que puso el Primer Motor Inmóvil como caso ejemplar de cumplimiento de las leyes del ser y no como un caso aparte de él, o no más de lo que lo es el centro de una circunferencia en relación con su periferia. Si los dioses griegos, los del Olimpo o el Dios-Razón, fueron supeditados a la ontología, el hombre que adoptó la actitud aristotélica pudo alzar con orgullo su mirada para enfrentar directamente el ser y no tener que contar con los demiurgos, los demonios o los libros sagrados. Toda la ciencia posterior debe a Aristóteles esta actitud.

Sin embargo, la ontología devino esencialismo, naturalismo, y por su causa se llegó a creer que las cosas son lo que son eternamente, que el hombre es su fenomenólogo, y que, como tal, le incumbe únicamente la tarea de deshojar (lisis) la ousía de todo accidente que la oculte. La verdad como desvelamiento (alétheia). Todo eterno, igual a sí mismo. Predominio absoluto del principio de identidad (Quod est, est; Ens est ens, Omne quod est,est id quod est; Quod non est, non est)

De esa ontología derivó todo lo demás. La mejor expresión de ello es tal vez la filosofía de la técnica que Aristóteles dejó escrita casi enteramente en el libro II de La Física, donde se halla seguramente la mejor defensa de la inferioridad ontológica de la técnica que la historia de la filosofía ha producido. Allí dice que la naturaleza de los seres estriba en que alcancen su fin, su enteléjeia, cosa que casi todos suelen hacer por sí mismos. Que el ojo está para ver, en lo cual consiste su función y la cumple por sí solo. A veces sucede que un accidente se lo impide y no llega a ver, o no ve bien, y entonces la técnica tiene la obligación de llegar hasta donde lo natural no alcanza. La técnica, pues, carece de fin propio y sólo dispone del que la naturaleza le impone, razón por la cual es percibida como fuente de desorden cada vez que falta a ese deber.

Pero si esto fuera cierto, si estuviera fuera de toda duda que solamente la naturaleza es activa porque únicamente ella tiene a su disposición la causalidad eficiente en orden a la consecución de su fin, y que es por ello el límite propio, intrínseco y real de toda cosa, entonces no habría técnica que la pudiera rebasar y, si alguna vez alguna pareciera conseguirlo, sería sólo para demostrarse ineficaz. Si la naturaleza fuera realmente lo que dice de ella el esencialismo no habría entonces especies nuevas en el mundo natural ni objetos nuevos en el artificial. No existiría una sociedad de inventores en un paisaje artificial, como dijo Ortega y Gasset. De una tal concepción no podría surgir más que una fenomenología pasiva por la cual se entendería solamente que las cosas son lo que son. El hombre se hallaría en presencia de ellas, pero sin penetrar en ellas. En un ambiente mental de esta índole pueden germinar el termómetro, el barómetro, la balanza, los gráficos, la astronomía de Kepler, de Copérnico, de Galileo, de Newton, la física también de Galileo y de Newton, de Lagrange y Carnot… Y sus productos técnicos son las mesas, las sillas, las carreteras, las lámparas, los libros…, que proceden de lo que las cosas descubren de sí. Éste es el fruto del primer hombre, del que humaniza racionalmente el universo por la práctica y por el pensamiento, pues lo ha descubierto como racional. Este hombre llega a verse a sí mismo como el Señor racional del mundo, de lo que es una muestra suficiente la actitud de Pascal: por mi cuerpo no soy nada, pero lo soy todo por mi mente.

Mas esta concepción de la naturaleza y del propio hombre como seres exclusiva y eternamente racionales ha sido ampliamente refutada por los hechos técnicos habidos en nuestra actual sociedad desde el Renacimiento, pues en aquel momento se inició el período en que la naturaleza dejó de ser para el hombre finalidad ni término y el hombre mismo empezó a dejar de ser natural. Ahora lo natural es materia bruta para los fines que él inventa.

C. Transición a la tecnología. El paleotécnico

Este período, sin embargo, no se alumbró sin lucha. La Edad Moderna asistió a una confrontación entre dos concepciones contrarias del hombre racional de la antigüedad, concepciones que sin mucho esfuerzo podrían cifrarse en las ideas de Platón y de Aristóteles.

En la filosofía del segundo el espacio era metafísicamente curvo y físicamente diferenciado, lo que hizo que no fuera posible alojar en ella la geometría euclidiana, cosa que no debió preocupar al filósofo, pues la geometría era para él una ciencia meramente conceptual y abstracta que, como mucho, tenía la utilidad de auxiliar a la física. La opción de Platón era necesariamente imposible porque trataba de tomar como real lo que pertenece al plano de los conceptos. ¿Cómo podría aceptarse la existencia de un mundo de espacio (jorá) perfectamente geometrizado? Toda experiencia clama contra esa idea. Y con razón.

Sin embargo, el siglo XVII y, sobre todo, el XVIII, se tomó en serio la idea y la adoptó como el único mundo real:

  1. destruyó el mundo jerárquicamente ordenado de Aristóteles y la Edad Media y puso en su lugar un universo infinito de componentes idénticos y leyes uniformes,
  2. geometrizó el espacio de la experiencia, y
  3. situó el razonamiento delante de la percepción sensible.

La ciencia brota en la modernidad de una transformación de la filosofía, de una preferencia por el conocimiento intelectual frente a la experiencia y de una valoración positiva de la idea de infinito. El resultado ontológico de todo ello fue la aparición de nuevos absolutos: un número infinito de átomos moviéndose en el espacio infinito e inmóvil, es decir, los elementos naturales, eternos e indivisibles, en el no ser necesario y eterno, en el espacio absoluto. También el tiempo, que, como el espacio, sólo podía ser pensado, fue absoluto. Y de esos absolutos dependió la ciencia moderna, como pueden confirmar los ejemplos de Hobbes, Leibniz, Einstein… (pág. 60)

No es de extrañar que el mismo Newton creyera que nunca sería posible determinar el movimiento o el reposo absolutos de un cuerpo en relación al espacio inmóvil; que incluso se desprendiera de sus ideas que es del todo improbable que exista un solo cuerpo en reposo absoluto y que es totalmente imposible que exista uno solo en movimiento uniforme. Pese a lo cual la ciencia de Newton no subsistiría sin estas nociones, pues en su física el ser determina al pensar, al contrario de lo que había creído Kant. Es la ontología frente a la gnoseología, que había sido lo propio de la especulación filosófica moderna desde Descartes, y la vuelta a la posición antigua, a la griega, al realismo matemático de Platón, que ponía la teoría del conocimiento en el último lugar del sistema. Por todo ello las regularidades de la ciencia no son regularidades fenoménicas, pese al positivismo, sino relaciones entre inteligibles. No los fainómena, sino los noetá, son los que importan. La medida del conocimiento no es el hombre, sino Dios. Literalmente. Por esto la física de Newton se tornó tan inestable como la de Aristóteles cuando Dios desapareció de ella. Entonces vino Einstein…

Para que irrumpiera en Europa la edad de la máquina, la industria paleotécnica, la edad del hierro y el vapor, era imprescindible no solamente que se utilizaran nuevas fuentes de energía, sino, sobre todo, que la ciencia se aplicara a la creación de máquinas precisas, lo cual sólo sucedió cuando se prescindió de la orientación aristotélica y el intelecto optó decididamente por aplicar a la experiencia el realismo platónico.

Esto no fue posible en la Antigüedad. Si la ciencia griega no pudo hacer una tecnología fue porque careció de una física y no tuvo una física porque ni siquiera creyó que fuera posible tenerla. La física es la aplicación a lo real de las nociones exactas y precisas de la matemática, lo que era impensable entonces, bien porque, como creía Platón, los objetos sensibles no pueden en absoluto tratarse como seres matemáticos y son inferiores con mucho a los inteligibles, o bien porque, como creía Aristóteles, las matemáticas son una ciencia abstracta sin relación alguna con la naturaleza física, por lo que es un contrasentido aplicar las primeras a las segundas. Por una u otra razón, el pensamiento griego sostuvo obstinadamente la convicción de que la exactitud no es cosa de este mundo. Lo es, sí, del mundo supralunar, de los ciclos eternamente perfectos de los astros en el firmamento, pero los astros son distintos de la tierra. La astronomía puede ser matemática la astronomía, pero nunca la física.

El dualismo radical del cielo y la tierra se manifiesta con fuerza particular en la noción griega del tiempo, por cuanto pensaron que los órgana jrónou de arriba son perfectamente regulares, pero los de aquí abajo se dividen en días y noches de duración nunca igual. Mas la noción del tiempo es inseparable de la del movimiento, lo que explica que la revolución intelectual que originó la ciencia del XVII no fue otra cosa que el éxito en hacer descender de los cielos las nociones de tiempo y de movimiento y que, cuando esto se logró, se iniciara la tecnología moderna y la técnica antigua empezara a ser arrumbada por la historia, pues, pese a quienes opinaron que la especulación teórica es fútil en tanto que la práctica es fecunda, lo que entonces tuvo lugar fue la penetración de la teoría en la acción, o, mejor, la posibilidad de una tecnología y una física. Fue el triunfo de Descartes sobre Bacon.

Fue la conversión de la épisteme en téjne lo que distinguió nítidamente la nueva producción de artefactos y objetos desde el siglo XVII. El proceso fue tal vez lento, porque los hombres no sabían todavía calcular. Habían aprendido a medir y contar las cosas por aproximación. Seguían usando las notaciones romanas y, aunque algunos astrólogos y médicos conocían las cifras Gobar árabes, traídas seguramente de España, las finanzas, el comercio, la artesanía… hacían estas cosas tan mal que no era posible una operación aritmética elemental. Pero tenían razón para resistirse, pues ¿qué importa un poco más o un poco menos? Nada en absoluto para la vida ordinaria. Por eso siguieron siendo hombres aristotélicos, sin la mente formada para el rigor de los razonamientos matemáticos. Y siguieron siéndolo incluso bastante después de que Galileo se tomara en serio la creencia pitagórica de que el número es la esencia de las cosas -e incluso la creencia bíblica de que Dios hizo todo según peso, número y medida-, pues la mayoría siguió observando con los ojos, tocando con las manos, oyendo con los oídos… A ojo de buen cubero se sabe que tal color rojo es más oscuro que tal otro, que este sonido es más grave que el de más allá, que una hoguera es más viva que otra, que un objeto es más pesado… ¿No basta con esto? A nadie le podía interesar que pueda determinarse con exactitud la temperatura del fuego, medir con rigor las vibraciones que llamamos sonido, calcular con precisión la diferente longitud de onda de lo que llamamos color… Aunque hubieran tenido herramientas para medir -y las tuvieron en bastantes casos, de lo cual es una prueba los laboratorios de los alquimistas medievales- no las habrían usado.

El telescopio.- Tal vez fue cierto que el hallazgo del catalejo se produjo por el juego de un niño -el hijo de un fabricante holandés de anteojos-, que combinó por azar varios vidrios. Pero, cuando Galileo supo de este hecho, procedió a crear la teoría óptica y construyó después el primer telescopio para, a continuación, examinar el cielo. Más tarde inventó el microscopio con el mismo fin: observar lo que escapa al dominio de los sentidos. Esto revela la necesidad de la teoría, del intelecto, y no la de la práctica. Son sucesos que repiten la estructura de aquel otro hecho que cuenta Plutarco, el de la dificultad de duplicar el volumen de un cubo por mandato de Apolo y cuya solución por tanteo -Eudoxo y Arquitas- tanto molestó a Platón.

El reloj.- Pero aún faltaba hacer descender del cielo la noción de precisión aplicada al tiempo, el reloj, que a la larga se introduciría en las relaciones sociales y modificaría profundamente la estructura del sentido común. A diferencia del espacio, que es inmediatamente mensurable, el tiempo, que no lo es, se presenta dividido en porciones desiguales: día, noche, mes, año… Pero basta para la vida nómada o agrícola. Es la civilización urbana la que necesita algo más de precisión, pero tiene también suficiente con el tiempo vivido, por lo que fue así hasta la segunda mitad del siglo XVI, cuando, con el crecimiento de la población y la riqueza urbanas, se hubo de extender el uso de los relojes, lo que significó la victoria de la ciudad sobre el campo, que continuó viviendo el tiempo biológico.

Pero tampoco el reloj fue obra de los relojeros, que nunca pasaron de lograr la aproximación en las horas, sino de los científicos. Medir con exactitud el paso del tiempo fue una necesidad imperiosa para la astronomía y la física -y lo fue también para la navegación, pues en ésta, cuando no era navegación costera, era de vital importancia conocer la hora del meridiano de origen y llevarla consigo para poder determinar su situación-. Pero se impuso en la física: ¿qué utilidad tienen las fórmulas que dicen cuál es la velocidad de un cuerpo en cada instante de su caída en función de la aceleración y el tiempo transcurrido si después no es posible medir ni una ni otra. Era urgente encontrar un fenómeno que se desarrollase uniformemente (velocidad constante) o un proceso de repetición constante (isocronía), y Galileo optó por lo segundo: la ley física del péndulo, que descubrió estudiando matemáticamente la caída de un grave a lo largo de las cuerdas de un círculo puesto en vertical, con lo que pudo hacer una deducción racional para luego pensar en una realización práctica de la teoría, buscando el instrumento adecuado que reprodujera las propiedades mecánicas del movimiento pendular.

Había, empero, un error, que Huygens se encargó de corregir sustituyendo el círculo por una cicloide, pero lo hizo también por consideraciones geométricas y no empíricas. Después se le planteó el problema de la realización efectiva, tecnológica, del modelo concebido. Como Galileo: la épisteme imponía sus reglas a la téjne.

Estos hechos eran una manifestación del nuevo espíritu (sustrato) que luchaba por aparecer. Espíritu que estaba caracterizado esencialmente por:

  1. la destrucción del cosmos jerárquicamente ordenado de Aristóteles y la Edad Media y sustitución por un universo infinito, de componentes idénticos y leyes uniformes, y
  2. la geometrización del espacio.

En conclusión, la industria paleotécnica (terminología de L. Munford), la edad del hierro y el vapor, es la edad de la precisión de las máquinas, la edad de la aplicación de la ciencia a la industria en igual o mayor medida que la aplicación de nuevas fuentes de energía. Y la de la electricidad, o segunda revolución industrial, la edad neotécnica, es la del dominio de la teoría sobre la práctica:

La época contemporánea se caracteriza por su fusión, la de los instrumentos que tienen la dimensión de fábricas y de fábricas que poseen toda la precisión de instrumentos[7].

D. La edad neotécnica

En el anterior estado no causó sorpresa el hecho de que un ser que empieza siendo hombre se haga otra cosa distinta. Y no se trata de la mera distinción del animal, ni siquiera del animal vertical producido por la evolución, sino de convertirse en cosas inventadas por él mismo. Lo verdaderamente admirable es inventar, o crear, ser nuevo. Que el hombre no tenga ser, o naturaleza. Que carezca de una forma que sólo a él pertenezca.

Sea dicho esto sobre la causa formal, que no menos se puede decir sobre la final. Tal vez no sea exagerado afirmar que casi toda la población cree o acepta que lo natural es para sí mismo su propio fin y que, en consecuencia, no ha traspasado la frontera griega o medieval en esta concepción. Pero es un error pensar así cuando, como dejó dicho Ortega (Meditación de la técnica, XI) vivimos y somos en un paisaje artificial.

El vivir de acuerdo con la naturaleza no sería en nuestro tiempo otra cosa que volver al caos (reductio ad materiam primam), pues significaría hundirse en el nivel atómico y molecular, la verdadera materia primordial de la naturaleza. La materia prima es átomos, micromoléculas, ácidos nucleicos…

No hay un fin fijado para el hombre, excepto la más absoluta disponibilidad para cualquiera de ellos, como sucede con el dinero, disponibilidad totalmente abierta y, a la vez, concreta, rebelión contra la finitud y determinación que lleva consigo el pago en especie. Como el dinero, el hombre es infinidad. Nada llega a contenerlo: sistemas dogmáticos de creencias, filosofías determinadas, economías de poblaciones concretas, tipos definidos de sociedad…, todas son formas del ser que se suceden sin que el hombre se realice definitivamente en ninguna de ellas. Nietzsche, hablando de otras cosas, dijo que no hay que ser esclavo ni de los vicios ni de las virtudes. El fin de la técnica actual es la inventiva, que consiste en el entendimiento y la voluntad abiertos a cualquier cosa. Y las cosas, lejos de ser lo que son de una vez por todas, lo son en cuanto campos de posibilidades.

La causa material no colabora menos a esta subversión de los conceptos. Hay un caso, entre tantos, paradigmático del proceso seguido para el descubrimiento y uso de la materia:

  1. A principios de siglo, Einstein descubre que existe una equivalencia general entre masa y energía, lo que prueba que en cualquier gramo de materia hay material para usos posibles.
  2. En 1939, Hahn y Strassmann encuentran que hay un material real, al alcance de las posibilidades del momento, en el que poner a prueba la tesis de Einstein.
  3. Fermi, Oppenheimer, Teller… inventan poco tiempo más tarde cómo hacerlo.

En el primer momento se encuentra que la materia es apta para producir grandes cantidades de energía, en el segundo que alguna materia es de más fácil manejo que el resto y, en el tercero, se inventa la técnica adecuada. Abandonada a sí misma, a su propio transcurso, a la realización de su supuesta finalidad, la naturaleza nunca habría mostrado ese potencial. Pero ahora hay que concebirla como potencia dinámica, como dijo David de Dinant en el siglo XIII (Dios es la materia prima), lo que le mereció el calificativo de stupidissimus por parte de Tomás de Aquino. Todo cuanto constituye al hombre, al animal y a la planta, su base y sustrato profundo y real, es activo, como lo era el espíritu en Descartes, que negó a la materia toda actividad y le adjudicó la inercia. La materia es en el siglo XX un escenario de actividad tal que habría asombrado al propio Heráclito. Los pocos individuos que han sido capaces de pensar y conocer esto, individuos tales como Demócrito, Hanhn, Strassmann, Fermi, Oppenheimer… y otros pocos que han podido comprenderlo, ha sido porque han pensado en forma de ecuaciones diferenciales, de probabilidades…, porque han concebido ciclotrones… y porque, en lugar de experimentar con los ojos, los oídos, los dedos y los lenguajes naturales, se han servido de contadores Geiger y cámaras Wilson. Con el ojo no se ve que la piedra es luz o que la luz es piedra… Hacen falta otros sentidos, de los que carecieron Parménides, Platón, Aristóteles, Aquino, Kant, Hegel…, razón por la que hay que decir que fueron ciegos al ser (66).

La materia es causa material y eficiente: las cosas se hacen de ella y ellas las hace. En contra de lo que pensaron los mismos atomistas griegos, Heisenberg hizo notar que la materia no es estable, eterna e intransformable, sino lo máximamente transformable. Que los indivisibles, así llamados por los griegos antiguos, son capaces de transformarse en todo y que lo hacen sin dejar restos de materia común o básica. Son los átomos actuales, que ejercen verdaderas transustanciaciones. Por esto dice G. Bacca que la sustancia básica del universo es divina y que la actual teoría atómica es una verdadera teología (68)

E. Implicaciones sociales

Parece como si la evolución de las consecuencias sociales de la técnica y la tecnología hubiera pasado por tres fases desde la Grecia Antigua:

  1. Antigüedad. Resignación sin esperanza.
  2. Modernidad: esperanza entusiasta.
  3. Actualidad: resignación desesperada.

Tales actitudes se hallan ya en los filósofos, que no se preocuparon más de la máquina misma que de la realidad humana y social. Empieza siendo clara en Aristóteles cuando dice que la esclavitud no sería necesaria si las lanzaderas y los plectros pudieran ponerse en movimiento por sí mismos, como dijo Aristóteles, pues hay trabajos tan penosos que un hombre libre no debe ejecutarlos. Aristóteles se preocupa del automatismo.

Hubo que esperar mucho tiempo hasta que alguien concibiera razonadamente el sueño de una ciencia sabia y poderosa que hiciera al hombre dueño de la naturaleza, de la exterior por la mecánica y de la interior por la medicina, y que, en fin, sería útil para el bien de todos los hombres. No otro fue el sueño de Descartes y de toda Europa durante más de dos siglos. En muchas partes sigue vivo:

Observando cuántos autómatas diferentes o máquinas móviles puede hacer la industria del hombre, contemplando las grutas y fuentes que hay en los jardines de los reyes… relojes, fuentes artificiales, molinos y otras máquinas parecidas, conciba la idea de una ciencia (o incluso de una filosofía) activa, operativa, de una filosofía práctica mediante la que, conociendo el horno y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de todos los demás cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, podríamos volvernos como dueños y señores de la naturaleza[8]

Hoy se hallan muchas voces discordantes, con razón, pues parece que la máquina, en lugar de aligerar los esfuerzos humanos, tiende a agravarlos. La liberación de las fuerzas naturales prometida por la máquina no se ha cumplido, pues la lanzadera y los plectros se mueven ya por sí mismos, pero el tejedor ha quedado encadenado a ellos. La máquina aumenta la riqueza, pero propaga la miseria, da la vida, pero también la muerte, eleva el rendimiento del trabajo, pero produce el desempleo, lleva la división del trabajo hasta el límite y lo vuelve simple, pero lo deshumaniza, sustituye el ritmo vital de la actividad por un ritmo mecánico (los hombres se cansan, las máquinas no…, luego los hombres han de trabajar al ritmo de las máquinas; ¿a qué preocuparse por la reposición de las energías de aquéllos si el paro producido por éstas hace que la fuente de trabajadores sea inagotable?; de aquí derivan las jornadas interminables -12, 14, 16 horas…- y los sueldos miserables del siglo XIX. La promesa era de liberación, pero la realidad es de una nueva forma de esclavitud, llamada legalmente libertad, que bajó los niveles de los antiguos esclavos atenienses e incluso de los de las plantaciones de Norteamérica en las ciudades industriales de Inglaterra y Europa Central.

Es cierto… que nada puede compararse a la odiosa fealdad de los suburbios industriales a no ser la fealdad presuntuosa de los barrios ricos de las ciudades de la edad de hierro; es cierto que casi todo lo que nuestras ciudades -y nuestros paisajes- contienen aún de hermoso les viene de la época premaquinista. Está perfectamente claro que la trepidación y la complicación siempre creciente de la vida moderna son lo menos compatible que pueda haber con la meditación, la reflexión, con la cultura en suma. Y para volver al papel económico de la máquina y su influencia sobre el hombre, es cierto que nada es más absurdo que la miseria y el desempleo creados por la “superproducción” y el progreso técnico y que, en fin, el trabajo taylorizado, estandarizado y cronometrado del obrero de una cadena de producción moderna es tan degradante y tan embrutecedor, en el sentido más fuerte y más preciso del término, como el del esclavo griego o romano[9].

Pese a todo, la máquina ha mantenido su promesa, pues casi ha hecho al hombre señor de la naturaleza, aunque no lo haya hecho señor de sí mismo:

Efectivamente ha aumentado (de manera quizá demasiado rápida y demasiado brusca) el poder del hombre y casi le ha hecho “el dueño y señor de la naturaleza”; que indudablemente ha aumentado el bienestar y el nivel de vida de las poblaciones de los países industriales; que los horrores del período “heroico” del capitalismo pertenecen al pasado y que la legislación social, más y más desarrollada, la protección de la mujer y del niño la limitación de la jornada de trabajo y la mejor de sus condiciones, sobre todo desde la “segunda revolución industrial” han dotado a los hombres de algo que -excepto una pequeña minoría- no poseyeron jamás, a saber, de ocio y por tanto de la posibilidad de acceder a la cultura. O de crear una cultura. Porque la civilización no nace del trabajo: nace del ocio y del juego[10]

Es posible en nuestro tiempo, gracias a las máquinas, bien salvaguardar una sociedad de libertad y vida personal o bien, impulsando al máximo las tendencias al conformismo, crear una civilización de masas, uniforme y nivelada, un mundo feliz (A brave new world). Pero las máquinas no serían responsables, que se han limitado a cumplir lo que se podía esperar de ellas. Hay civilizaciones, como la china, que han rechazado la personalización sin haber conocido el maquinismo.

La segunda revolución industrial, por la que se abandona la edad del hierro y se entra en la de la electricidad, significa el paso del período técnico al tecnológico, período de caracteres distintos y opuestos en muchas cosas al precedente.

Cierto es que existió una miseria atroz entre los trabajadores de la primera mitad del siglo XIX, que produce horror la propaganda hecha en nombre del Cristianismo y la libertad, a favor del derecho del patrón a hacer trabajar a los niños y a prescindir de los obreros viejos y enfermos. El mundo que describe Marx en la primera parte de El Capital es poco edificante.


[1] Esta afirmacion es fácil de comprobar en Clastres, Sebag, Lévi-Strauss…
[2] V. Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia natural, trad. De J. Gaos, Alianza Universidad, Madrid, 1986, páginas 185-204.
[3] Hegel, G. W. F., Ibidem, página 63.
[4] V. Hegel, G. W. F., Ibidem, página 59.
[5] Hegel, G. W. F., Ibidem, página 62.
[6] C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, trad. De F. G. Aramburo, F. C. E., México, 1964, página 322.
[7] Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, página 145.
[8] Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, página 73.
[9] Koyré, A., o. c. Página 79.
10] Koyré, A., ibidem. Página 80.


Share
Comentarios desactivados en Evolución de la técnica

La doble naturaleza humana

1. El mundo cerrado del animal

Las pulsiones internas y la morfología de un animal han sido trabajadas por el medio y ajustadas a él durante muchos siglos de selección natural. Aun animal e basta comportarse de acuerdo con ellas para vivir. Un tigre tiene agilidad, garras y colmillos bien dispuestas para la caza, y sentidos apropiados, como el olfato y la visión, que se conjugan perfectamente con aquellas armas; está dotado además del instinto propio del cazador, sin el cual todo lo anterior sería inútil. No necesita más que aprestarse para usar esos dones que la naturaleza le ha regalado, es decir, sólo necesita dar rienda suelta a su ser en el momento oportuno, y no ha sido hecho por la evolución para otra cosa.

Es esclarecedor el caso de la garrapata propuesto por J. von Uexküll. Se trata de un animal ciego, sordo y mudo, que sólo posee un sentido de orientación vertical por la luz, otro para detectar el olor del ácido butírico que despiden todos los mamíferos, un sentido del tacto y otro de la temperatura. Dotada de estos pocos instrumentos para explorar el mundo y orientarse en él, puede esperar durante mucho tiempo, tanto que se ha sabido de alguna que ha vivido hasta 18 años sin alimento, encaramada sobre un arbusto al que ha podido trepar por su sentido del arriba y el abajo, para dejarse caer cuando su olfato le indica que pasa un mamífero por debajo. A continuación se deja guiar por sus sentidos del tacto y la temperatura hasta el lugar más caliente, donde no haya pelos. Allí perfora la piel y chupa la sangre. Después de esta primera y única comida, que no tiene oportunidad de degustar porque tampoco tiene sentido del gusto, la garrapata pone sus huevos y muere. Esos huevos, que descansan en los ovarios durante el tiempo de espera, se fecundan cuando la sangre llega al estómago del animalillo, dado que entonces se liberan las células espermáticas, que yacen en cápsulas atadas durante la época de espera.

Este caso pone de manifiesto la armonía existente entre la morfología y el mundo del animal. Parece claro que cada especie tiene un mundo propio distinto del de las demás, un mundo que es resultado de la interacción entre la disposición de sus órganos y el medio general que habita. El de la garrapata, por ejemplo, no es el mismo que el del mamífero sobre el cual se aloja temporalmente.

2. Definición del instinto

En el interior de cada esfera los animales individuales cuentan con sus instintos para comportarse. Los instintos son adaptaciones de la especie, resortes que activan la conducta y que han sido producidos y conservados por la mutación y la selección natural. Los de la garrapata están perfectamente ajustados al medio de los mamíferos y a la organización corporal del animal. Los instintos son modos de conducta o movimiento propios de cada especie, y por esto, son innatos para los individuos que pertenecen a ella. Para la especie son adquiridos, claro está. Los ha adquirido a lo largo de la evolución.

Si el ambiente permaneciera inalterable, cada especie animal podría apañárselas con unos pocos instintos estables, pero las condiciones cambiantes del medio hacen que le sea necesario poder cambiar de conducta. Por esta razón existe en bastantes especies alguna disposición innatas para el aprendizaje. Esa disposición establece lo que ha de aprender, cuándo ha de hacerlo y con qué intensidad se debe retener lo aprendido.

La variedad es grande en este aspecto. Algunas aves tienen que aprender el canto de su especie, otras lo reconocen sin haberlo oído antes, los machos de otras solamente aprenden en una determinada etapa de su vida a cortejar a las hembras y, una vez que esto ha sucedido, ya no modifican nunca lo aprendido. Esto último explica que un grajo al que se enseñó en el momento oportuno a cortejar a su cuidador en lugar de hacerlo con una graja ya no pudo cambiar lo aprendido, pese a las sesiones de terapia psicológica que se le aplicaron. El impulso está fijado de tal modo en la herencia genética que por su causa se desencadenan secuencias estereotipadas de acciones dirigidas a un objeto que o bien estaba presente ya en la masa hereditaria o bien aprende a fijarlo el mismo animal de una forma muy rígida.

3. Inadaptación del hombre

Los animales están así adaptados a un entorno concreto. La observación de las características y disposición de su organismo es a menudo suficiente para conocer su modo de vida y el medio que habita.

Un animal corpulento, dotado de garras y colmillos, no tendrá el mismo tipo de adaptación que otro que es veloz y no tiene órganos de defensa y ataque. Si su cuerpo está revestido de una capa de grasa no vivirá seguramente en el mismo lugar que otro que carezca de ella, excepto si es peludo o lanudo. Un ciervo, que carece de armas naturales, dependerá de la velocidad y los instintos propios del animal fugitivo. Un felino de sus habilidades venatorias, y así todos los demás.

Esto parece, sin embargo, haber fallado en el caso del hombre. Mientras que a cada animal le basta con seguir espontáneamente sus dispositivos naturales, o instintos, para sobrevivir, el hombre, que no dispone de ninguna especialización fisiológica, está obligado a ejecutar acciones no fijadas por la selección natural. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de fuga, y, por si esto no bastara, su periodo de cría es desesperadamente largo y su vida se alarga mucho más allá de lo necesario para la reproducción. Fisiológicamente es un ser mediocre por su carencia casi total de especialización. ¿Cuál podría haber sido su medio específico? ¿Qué clase de animal podemos decir que es si atendemos a la disposición de sus órganos? ¿Cuál es su mundo propio? ¿No será que carece de él? ¿No será un animal expulsado de todo mundo, como Adán del Paraíso? En las condiciones naturales que rigen para los demás él debería haberse extinguido hace mucho tiempo. Pero no ha sido así, pues está vivo. Luego su éxito no ha podido venirle de su dotación morfológica, sino, en todo caso, de su falta de ella.

4. Estructura armónica del mundo animal

Las funciones de los órganos de un animal guardan generalmente relación entre sí. Basta observar a un galgo para comprender que la velocidad, una función evidente para la que han sido diseñadas sus formas externas, no podría existir si éstas no tuvieran nada que ver unas con otras. A su vez, el conjunto de estas funciones corporales externas forma una estructura armónica con su medio físico, al que pertenece en primer lugar la liebre. El sigilo del felino está conectado con la inquietud del ciervo por el mismo motivo, y así sucesivamente. Las formas corporales externas, los instintos y el medio forman un todo ordenado.

Como la acción de un animal se ejecuta en el instante, puede decirse que carece de futuro, que siempre vive en el ahora, sujeto a esa estructura en la que se incluyen las estimulaciones internas y externas, los estados instintivos interiores y el medio físico. Esto es la adaptación, que, una vez lograda, por más que sólo sea temporalmente, le da lo necesario para vivir. Para lograr ese fin solamente necesita activar sus impulsos hasta el punto que la selección natural les ha marcado: el galgo sólo tiene que desatar su impulso de caza, la liebre el de huida, etc.

5. Los ejemplos del hambre y el sexo en el hombre

En el hombre hay también hay en él tendencias innatas. En ocasiones son más potentes que las de los animales. Compárese al perro con él. En el primero sólo se despierta el apetito sexual en ciertas épocas, cuando la hembra está en celo y exhala un olor que excita al macho, provocando que éste la busque con el fin de que, después del contacto sexual, desaparezca la excitación y vuelva el equilibrio. En el segundo sucede de muy distinta manera. Se ha solido decir que siempre se encuentra disponible y, por así decir, en desequilibrio por esta causa. No existe en la mujer una señal específica sensible que incite a la unión sexual durante el periodo fértil y en el varón no se despierta el deseo exclusivamente durante ese periodo, sino en cualquier momento y por cualquier motivo, por fútil que sea.

Todo sería más fácil para el hombre si reaccionara de tarde en tarde a un estímulo preciso que actuara sobre sus sentidos. Pero se ha volatilizado la periodicidad del instinto y en él hay un exceso de energía que le tiene sometido a una tensión constante. No tiene estímulos definidos, como el animal. No está, por tanto, adaptado a un medio concreto. Por si fuera poco, la duración de su tendencia sexual es enorme, desproporcionada si se la compara con la del animal. En este último cumple su función aproximadamente cuando, al llegar a la edad adulta, desemboca en la reproducción. El instinto tiende entonces a extinguirse, lo mismo que la vida. Al hombre le resta todavía media existencia o más, un tiempo durante el cual estará precisado a disponer de ese caudal energético inagotable y a ordenarlo y controlarlo, porque es potencialmente peligroso para él.

En otra pulsión poderosa, la del hambre, se encuentra lo mismo. Se ha dicho a veces que el hambre de mañana ya produce hambre hoy, por lo que no basta comer ahora para estar satisfecho. Un estímulo futuro, que, precisamente por ser futuro, sólo existe en la imaginación y es, en consecuencia, irreal, se hace actual y ya empuja al hombre. El animal, por el contrario, come para vivir. Una vez saciada su hambre se detiene. El hombre puede convertir a su estómago en Dios, como decía San Pablo.

Si sucede lo mismo con las demás pulsiones que sienten los hombres hay que conceder que éstas soportan una sobrecarga que no existe para los animales.

Algunas religiones, como el Budismo, han visto que el mal del hombre es su deseo y que la única solución es desarraigarlo, porque, si no es posible satisfacerlo nunca, entonces nunca podrá el hombre reposar en paz. Por motivos iguales, el Cristianismo ha predicado siempre la austeridad, pues la acumulación de riquezas, lejos de amortiguar el deseo de poseerlas, lo acrecienta todavía más. El hombre es un ser indigente, pero no por carecer de todo, sino por no poder nunca satisfacer sus inclinaciones.

6. Fusión y contención de impulsos humanos

La pulsión sexual humana se distingue de la animal no solamente en que es inagotable, sino en que puede fusionarse con otras, como el hambre, la agresividad, la estética o el conocimiento, y puede incluso intercambiar sus objetos de satisfacción. El psicoanálisis, la literatura y el cine han mostrado suficientemente este hecho. Freud (1856–1939) ha demostrado convincentemente que algunos individuos son capaces de desviar su energía sexual de la satisfacción directa y reorientarla hacia el conocimiento o el arte, un proceso al que dio el nombre de sublimación. El marqués de Sade (1740–1814) enseñó que el dolor ajeno puede causar satisfacción sexual y que ésta, llevada al extremo, no se distingue del dolor. El cine, por último, ha expuesto ante las masas el círculo cerrado en que puede trocarse esta energía. Las películas pornográficas no contienen por lo común una sexualidad animal o biológica, sino mecánica. Hablan sólo de uniones sexuales repetidas sin cesar, de manera impersonal, pues sus protagonistas carecen de carácter definido, no obedecen a otro argumento que el de servir de pretexto para poner las imágenes pornográficas en la pantalla. Esta modalidad cinematográfica no conseguirá nunca salir de un círculo cerrado: la estimulación a toda costa, que desemboca en la satisfacción, que conduce de nuevo a la estimulación, y así ad nauseam.

La pulsiones del hambre y el sexo tienen órganos específicos a su servicio. Otras, como la agresividad, carecen de ellos. Pero eso no es un impedimento para que actúen. El hombre no tiene instintos específicos de agresión, carece de colmillos, garras u otras herramientas naturales para la destrucción y la muerte, lo que no le ha impedido convertirse en el animal más peligroso del planeta. Si hubiera tenido impulsos agresivos y su conducta hubiera dependido de ellos no habría llegado a tanto. El no depende de un sistema instintivo como el de otros depredadores, sino justamente de lo contrario, de la contención que puede imponer a su instinto. Lo hace con tal arte que, aunque ésta es siempre momentánea y pasajera, puede, lo mismo que un globo en que se ha introducido la máxima presión, dirigirse hacia el objeto adecuado en el momento preciso y estallar. El arma del asesino no es el sentimiento de cólera ni unos órganos destructores adecuados a él. Si así fuera, daría rienda suelta a su impulso y atacaría con sus manos, sus dientes y sus pies a la víctima, pero su acción llegaría pocas veces a la destrucción de ésta, como pasa con los depredadores cuando atacan a otros miembros de la misma especie. El arma del asesino es la astucia, que retrasa la ejecución de la violencia para que ésta cause la muerte en el momento más conveniente y del modo más adecuado.

Lo dicho sobre el sexo y la agresividad puede extenderse a todas las pulsiones del hombre, pulsiones que no vale la pena numerar ni clasificar, porque se funden unas con otras y cambian su objeto a cada paso, constituyendo en su conjunto una energía amorfa, indeterminada, no adaptada a un medio propio.

7. Más precisiones sobre la contención de los impulsos

La capacidad de contener los impulsos internos se manifiesta en la necesidad de aprender a dominar los estados internos de modo que se traduzcan en actos independientes de ellos. Un niño que está peleando con otro se detiene un instante y mira a sus mayores para decidir lo que tiene que seguir haciendo. No sigue su impulso, sino que aguarda hasta decidir lo que tiene que hacer. Esta es la contención, que consiste en intercalar la previsión de lo que puede suceder o el recuerdo de lo ya sucedido entre los estados interiores y la acción.

Ahora se entiende lo que se quiere decir con que el hombre es un ser previsor, que vive en el presente y actúa según la imaginación del futuro y la memoria del pasado. Esto está implicado en su contención impulsiva. El hombre tiene ante sí los tres tiempos, en tanto que el animal sólo tiene el ahora, porque, sujeto como está a esa estructura que comprende sus instintos y el medio físico, está hecho para la acción inmediata. Cuando el hambre, el sexo, el impulso cazador, la agresividad, etc., se hacen sentir, el animal busca lo que de antemano sirve para apaciguar su tensión, a lo que le ayudan unos sentidos finamente trabajados por la evolución natural. El hombre, por el contrario, que vive ya en el futuro, siente la indigencia de mañana. Las carencias que aún no existen se hacen ya presentes. La amada dice al amado: “Me duele ya que pronto te echaré de menos”.

8. La transferencia de los instintos

Otra función de la contención de impulsos es la transferencia de los mismos. Muchas veces ocurre que un individuo se ve obligado a frenar la pulsión del momento para satisfacerla después, pero también ocurre que en lugar de satisfacerla directamente transfiere su energía a otra pulsión y a otro objeto, para lo que hace uso de su poder de representarse situaciones que no están presentes a los sentidos y de actuar siguiendo las directrices que emanan de ellas y no de la estimulación directa.

Esa facultad de representarse imágenes de cosas inexistentes en un momento dado, utilizada para demorar la satisfacción de una pulsión, para desviarla o simplemente para entretenerla, se ha desarrollado al máximo en el hombre, lo que revierte a su vez en el hecho de que su conducta se halle generalmente desligada de la presión instintiva. En realidad la acción se ha liberado en una medida tan grande del impulso que ya no cabe hablar de conducta instintiva.

Se puede concluir provisionalmente que los instintos del hombre se distinguen de los del animal en que pueden ser contenidos, fusionados entre sí y transferidos a otros objetos diferentes de los previstos por la selección natural para otras especies.

9. La desorientación de los impulsos

Pero hay una cuarta característica que no debe ser olvidada. Es la falta de orientación de los instintos del hombre. Si se compara el primer año de vida de un niño con el de cualquier animal se ve que es un periodo anómalo, de incapacidad casi absoluta, lo que ha llevado a decir a algunos que es un tiempo de vida extrauterina para un nacido prematuramente. Pero ya existen pulsiones en esa etapa, pese a que la percepción y los movimientos que podrían servir para que se activaran son inútiles, pues no están dirigidos a un fin que los animales aprenden a detectar a las pocas horas, si es que no los detectan inmediatamente. La manifiesta incapacidad física del niño es un freno insuperable para satisfacer cualquier impulso. No tiene más remedio almacenar cada deseo que sienta y retardar su satisfacción aprendiendo de otros cómo debe hacerlo.

El hombre tiene una inmensa capacidad de aprendizaje. Otros animales también. La diferencia es que el primero aprende en primer lugar a controlar los propios miembros, percepciones e impulsos. El resultado final de este control la enorme variedad de combinaciones de movimientos que exige el ejercicio de las varias decenas de miles de oficios que hoy practica la humanidad, lo que no habría sido posible si hubiera un precisión innata de los movimientos que debiera ejecutar cada ser humano. La carencia de fines particulares, la falta de orientación de los instintos, es lo que ha posibilitado tal dominio de sus miembros y tal redireccionamiento de sus impulsos. Al revés que los animales, los hombres disponen de su organismo como de un material moldeable. Basta mirar alrededor para comprenderlo. Las habilidades que requiere montar en bicicleta, conducir un coche, escribir, practicar alguno de los muchos deportes que existen, nadar, etc., actividades que llevamos a cabo con la misma facilidad que si las hubiera puesto en nosotros la naturaleza, han exigido un esfuerzo ímprobo de doma y adiestramiento. La primera disposición a esos aprendizajes se adquirió durante la infancia, una etapa durante la cual cada individuo hubo de reelaborar y configurar sus pulsiones instintivas. Los juegos, en cuya práctica transcurre casi exclusivamente la vida del niño, son instrumentos fundamentales de esa reelaboración y configuración. Cuando juega, un niño emplea sus pulsiones en actividades no específicas y encuentra satisfacciones en objetos no determinados de antemano.

10. La espontaneidad en el hombre

¿No existe entonces en los hombres la espontaneidad, el obrar inmediato en respuesta a un impulso interior natural? Ciertamente sí, pero en muy pocas ocasiones. A veces la conducta brota instantánea, sin freno, como en los excesos sexuales de los presos que salen de la cárcel y en algunas acciones heroicas. En esos casos el hombre se comporta exactamente igual que un animal, lo que no es bueno ni malo en principio.

11. El mito de Prometeo. Su significado

¿No es admirable que el hombre haya logrado sobrevivir con esta escasa dotación que la naturaleza le ha dado? Si solamente se tuviera en cuenta la anatomía corporal del hombre, sus sentidos y su carga instintiva, habría que admitir que se la supervivencia del hombre ha sido un milagro. Pero la situación real no es ésa. La indigencia de que adolece el hombre atiende solamente a la dotación visible en un organismo aislado. Pero el hombre no es un organism aislado. Si lo fuera, sería casi totalmente cierto el mito de Prometeo, que analizaremos seguidamente para reunir todos los elementos que nos permitirán acceder a la auténtica naturaleza humana.

Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las especies mortales. (d) Cuando a éstas les llegó, marcado por el destino, el tiempo de la génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la tierra, mezclando tierra, fuego y cuantas materias se combinan con fuego y tierra. Cuando se disponían sacarlas a la luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. «Una vez yo haya hecho la distribución, dijo, tú la supervisas». Con este permiso comienza a distribuir. Al distribuir, a unos les proporcionaba fuerza, pero no rapidez, (e) en tanto que revestía de rapidez a otras más débiles. Dotaba de armas a unas en tanto que para aquéllas, a las que daba una naturaleza inerme, ideaba otra facultad para su salvación. A las que daba un cuerpo pequeño, les dotaba de alas para huir o de escondrijos para guarnecerse, en tanto que a las que daba un cuerpo grande, (321 a) precisamente mediante él, las salvaba.

De este modo equitativo iba distribuyendo las restantes facultades. Y las ideaba tomando la precaución de que ninguna especie fuese aniquilada. Cuando les suministró los medios para evitar las destrucciones mutuas, ideó defensas contra el rigor de las estaciones enviadas por Zeus: las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, aptos para protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. (b) A unas les puso en los pies cascos y a otras piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada una: A unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces. Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otros animales. Concedió a aquéllas escasa descendencia, y a éstos, devorados por aquéllas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie.

Pero como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, (c) todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en este trance, llega Prometeo para supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la imposibilidad de encontrar un medio de salvación para el hombre, (d) Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego (ya que sin el fuego era imposible que aquélla fuese adquirida por nadie o resultase útil) y se la ofrece, así, como regalo al hombre. Con ella recibió el hombre la sabiduría para conservar su vida, pero no recibió la sabiduría política, porque estaba en poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Pero entró furtivamente al taller común de Atenea y Hefesto (e) en el que practican juntos sus artes y, robando el arte del fuego de Hefesto y las demás de Atenea, se las dio al hombre. Y, debido a esto, el hombre adquiere los recursos necesarios para la vida, (322 a) pero sobre Prometeo, por culpa de Epimeteo, recayó luego, según se cuenta, el castigo de robo.

El hombre, una vez que participó de una porción divina, fue el único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego, adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este modo, (b) los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo, así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que profesaban constituía un medio, adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte de la política, del que el de la guerra es una parte. Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían. (c) Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el pudor entre los hombres:

«¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. (d) ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?». «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad. (Platón, Protágoras, 320, c – 322, e.)

El hombre ha sobrevivido porque, no habiéndole dado la naturaleza un medio específico en el que habitar, ni un físico y unas tendencias apropiadas, ha tenido él mismo que lograrlo todo por su cuenta. Lo que él es y lo que él posee ha dependido de lo que ha hecho consigo mismo y con el medio. Su actividad es, pues, lo más importante. Pero su actividad no es la de un ser solitario, un cuerpo orgánico aislado. En esto no consiste un hombre. Ha sido la de un ser grupal, social.

Como en el mito de Platón, según el cual Epimeteo había seguido un plan de acción para todos los animales, excepto para el hombre, que quedó desnudo de todo y hubo de acudir Prometeo para resolver el problema de su supervivencia, también aquí la azarosa evolución ha dotado a todos los animales de elementos naturales definidos, excepto al hombre, que, habiendo quedado en la indefinición morfológica, en ella ha cifrado su enorme plasticidad para adaptarse a casi todos los medios. La diferencia estriba en que él mismo ha tenido que aprender a ser su propio Prometeo, su propio hacedor.

12. Naturaleza social del hombre

El hombre ha tenido que tratar con el mundo, transformarlo una vez y otra con el fin de alimentarse, abrigarse, reproducirse, etc.. La enorme variedad de formas de vida que ha formado casi en todos los puntos del planeta así lo muestra. El es un ser que ha de tomar postura ante sí mismo y ante las cosas, poner orden en ellas y jerarquizarlas, antes de actuar. Cuando hace frío, el gato se acerca al fuego. El hombre también. Pero no es lo mismo. El hombre lo ha encendido, lo que requiere una serie ordenada de acciones, y el gato no. Lo mismo puede decirse de la definición de Hesíodo, del hombre como comedor de pan. No es que sea simplemente capaz de comerlo, sino que lo hace antes de comerlo, lo que requiere una serie larga y compleja de acciones planificadas. De otro modo, el perro doméstico, que también come pan, sería hombre.

Ahora bien, cada hombre, cada individuo particular, no hace pan. No es así como puede entenderse la definición de Hesiodo. Tampoco puede entenderse así lo que venimos diciendo de la actividad propiamente humana. Lo que decimos es que dicha actividad nace de que el hombre no tiene más remedio que proveerse por sí mismo de lo necesario para vivir. Pero la actividad misma es social. Nuevamente hallamos en Platón una explicación acertada sobre los motivos por los que esto tiene que ser así.

–Pues bien -comencé yo-, la ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas. ¿O crees otra la razón por la cual se fundan las ciudades?
–Ninguna otra -contestó.
–Así, pues, cada uno va tomando consigo a tal hombre para satisfacer esta necesidad y a tal otro para aquella; de este modo, al necesitar todos de muchas cosas, vamos reuniendo en una sola vivienda a multitud de personas encalidad de asociados y auxiliares, y a esta cohabitación le damos el nombre de ciudad. ¿No es así?
–Así.
–Y cuando uno da a otro algo, o lo toma de él, ¿lo hace por considerar que ello redunda en su beneficio?
–Desde luego.
–¡Ea, pues –continué–. Edifiquemos con palabras una ciudad desde sus cimientos. La construirán, por lo visto, nuestras necesidades.
–¿Cómo no?
–Pues bien, la primera y mayor de ellas es la provisión de alimentos para mantener existencia y vida.
–Naturalmente.
–La segunda, la habitación; y la tercera, el vestido y cosas similares.
–Así es.
–Bueno –dije yo–. ¿Y cómo atenderá la ciudad a la provisión de tantas cosas? ¿No habrá uno que sea labrador, otro albañil y otro tejedor? ¿No será menester añadir a éstos un zapatero y algún otro de los que atienden a las necesidades materiales?
–Efectivamente.
–Entonces, una ciudad contará, como mínimo indispensable, de cuatro o cinco hombres.
–Tal parece.
–¿Y qué? ¿Es preciso que cada uno de ellos dedique su actividad a la comunidad entera, por ejemplo, que el labrador, siendo uno solo, suministre víveres a otros cuatro y destine un tiempo y trabajo cuatrovece mayor a la elaboración de los alimentos de que ha de hacer partícipes a los demás? ¿O bien que se desentienda de los otros y dedique la cuarta parte del tiempo a disponer para él solo la cuarta parte del alimento común, ypase las tres cuartas partes restantes ocupándose respectivamente de su casa, sus vestidos y su calzado, sin molestarse en compartirlos con los demás, sino cuidándose él solo y por sí solo de sus cosas?.
Y Adimanto contestó:
–Tal vez, Sócrates, resultará más fácil el primer procedimiento que el segundo.
–No me extraña, por Zeus –dije yo–. Porque al hablar tú me doy cuenta de que, por de pronto, no hay dos personas exactamente iguales por naturaleza, sino que en todas hay diferencias innatas que hacen apat a cada una para una ocupación. ¿No lo crees así?
–Sí.
–¿Pues qué? ¿Trabajaría mejor una sola persona dedicada a muchos oficios o a uno solamente?
–A uno solo –dijo.
–Además es evidente, creo yo, que, si se deja pasar el momento oportuno para realizar un trabajo, éste no sale bien.
–Evidente.
–En efecto, la obra no suele, según creo, esperar el momento en que esté desocupado el artesano; antes bien, hace falta que éste atienda a su trabajo sin considerarlo como algo accesorio.
–Eso hace falta.
–Por consiguiente, cuando más, mejor y más fácilmente se produce es cuando cada persona realiza un solo trabajo de acuerdo con sus aptitudes, en el momento oportuno y sin ocupares de nada más que de él.
–En efecto.
–Entonces, Adimanto, serán necesarios más de cuatro ciudadanos para la provisión de los artículos de que hablábamos. Porque es de suponer que el labriego no se fabricará por sí mismo el arado, si quiere que éste ea bueno, ni al azadón, ni los demás aperos que requiere la labranza. Ni tampoco el albañil, que también necesita muchas herramientas. Y lo mismo sucederá con el tejedor y el zapatero, ¿no?.
–Cierto.
–Por consiguiente, irán entrando a formar parte de nuestra pequeña ciudad y acrecentando su población los carpinteros, herreros y otros muchos artesano de parecida índole. (Platón, República, 369b – 370, e)

Es inevitable que la pólis crezca al ritmo de la satisfacción de las crecientes necesidades de los individuos. El punto de partida, como se ve, es que un hombre individual, el organismo biológico humano aislado, no se basta a sí mismo y tiene que tomar a uno para cubrir una necesidad y a otro para cubrir otra. De ahí nace la comunidad humana. Si el alimento, el vestido, el calzado y el cobijo son las necesidades más elementales, la comunidad más simple constará de un labriego, un tejedor, un zapatero y un albañil, cada uno de los cuales habrá de dedicar todo su tiempo a los demás, excepto si el labrador o cualquiera de ellos puede dedicar una cuarta parte de su tiempo a su alimento, otra a su vestido, otra a su calzado y otra a construir su casa. Esto no puede ser. Cada uno trabajará mejor dedicando todo su tiempo a un solo empleo. Luego la diversidad en el trabajo es inevitable, pues cada hombre tendrá que ordenar sus aptitudes con vistas a una sola ocupación. Pero los cuatro oficios elementales exigen entonces algunos más, porque si cada uno de los hombres que los ejercen tienen que dedicarles todo su tiempo, necesitarán que alguien les prepare las herramientas con que han de trabajar en ellos y será preciso que haya, además de los elementales, otros dos más, el del carpintero y el herrero; pero entonces habrá tres más, el del ovejero, el del boyero y el del pastor, porque los labradores necesitan bestias de carga, los zapateros cuero para zapatos y los tejedores lana para vestidos.

La comunidad tiene que crecer. Pero ni así siquiera llega a satisfacer las necesidades propuestas como elementales. Hace falta todavía importar productos de otras poblaciones lo que no puede hacerse si no se exportan otros. El número de oficios debe aumentar de nuevo, pues ha de haber navegantes, comerciantes, mercaderes, gentes que conduzcan caravanas, asalariados, etc.

Esta multitud de oficios sólo alcanza, sin embargo, para que la población disponga de trigo, vino y pescado, para que nadie vaya desnudo o descalzo ni tenga que vivir a la intemperie. Es una vida austera digna de defenderse, pero Glaucón objeta que no sería una vida de hombres, sino de cerdos, en lo cual acierta, porque la alimentación o el vestido no son para los hombres una simple satisfacción del hambre o una simple defensa del frío. Un humano cualquiera exige más y mejor comida que la necesaria para aplacar el hambre. También quiere ropa bien tejida y así en todo lo demás. Pero entonces hace falta más, mucho más: habrá que traer muebles de todas clases, alimentos apetecibles, perfumes, cortesanas y otras cosas, lo que no puede hacerse si no se traen también orfebres, músicos, poetas, bailarines, maestros, peluqueros, médicos y otros oficios. El resultado es que el país quedará pequeño para tantas cosas como habrá que producir y habrá de apoderarse de otras tierras para más cultivos y más pastos. Habrá que prepararse para la guerra, porque los vecinos no cederán de grado esas tierras que se les exijan. Y la ciudad tendrá que ser otra vez más grande para dar cabida en ella a los ejércitos, cuyos hombres habrán de ser guerreros también todo el día y no dedicar una parte de él a la alimentación, otra al calzado, otra al vestido y otra al calzado.

13. La actividad humana como actividad social

Decir que solamente el hombre está dotado para la actividad adquiere ahora un significado mucho más profundo: que ésta cobra cuerpo solamente en el interior de los grupos sociales. Estos son fruto de la actividad y la actividad se ejerce dentro de ellos. Esto es lo propiamente humano.

La esencia del ser humano reside por esto en su disposición a la disciplina, al adiestramiento de sus impulsos animales. ¿Cómo podría de otro modo ejercer las varias decenas de miles de oficios que existen en la actualidad si la naturaleza no le ha dado ninguna predisposición instintiva?

14. Mundo animal–mundo humano

Hemos llegado al final de nuestras consideraciones. Ahora sabemos con claridad que los animales tienen su propio mundo, que consiste en un conjunto de rasgos del medio al que la selección natural y la mutación han ido ajustando cada organismo. En esa esfera cerrada se desenvuelve la vida de la especie. Para la garrapata consta solamente de un sentido lumínico, otro para orientarse según un eje vertical, otro para detectar la temperatura, etc. Esos pocos puntos de información, las tendencias instintivas correspondientes y los pocos objetos sobre los cuales se vuelcan constituyen su vida, no existiendo nada más para ella. Solamente lo que cae dentro de ese círculo tiene significado.

Puede simplificarse esta cuestión diciendo que los animales se conducen de la forma regular en que lo hacen porque se hallan en posesión de unos instintos que la evolución ha estructurado en torno a un medio ambiente concreto. Los hombres logran lo mismo gracias a que las formas en que piensan la realidad, sienten y manifiestan sus instintos, valoran lo importante, desean lo agradable, etc., forma un entramado que depende de las instituciones sociales y la tradición. De ahí les vienen las pautas básicas de su conducta. Dichas pautas se les imponen con una fuerza suave pero irresistible y les hacen desembocar en formas previsibles de conducta. En el lugar que ocupa la esfera natural para los animales el hombre ha puesto el grupo, la sociedad. El hecho de pasar la vida entera formando parte de grupos es, pues, la segunda característica esencial de los humanos. La primera es su dotación orgánica indigente. Una es el reverso de la otra. Sin esa dotación orgánica deficiente no habría habido necesidad del grupo. Sin el grupo no habría existido el moldeamiento de la dotación orgánica.

La existencia humana no discurre a través del acomodamiento entre instintos y medio físico propio de las demás especies. Por eso el hombre vive en cualquier parte, sea el polo o el ecuador, la selva o el desierto, y no en algún lugar particular fijado de antemano, porque crea para sí su propia esfera en cada lugar y constituye su segunda naturaleza, la sociedad.

15. La naturaleza humana

La naturaleza ha hecho de los otros animales lo que son de una vez por todas. En el hombre, por el contrario, la naturaleza, la physis, se presenta como una tarea difícil. El es un ser de amaestramiento y domesticación que en cada generación tiene que empezar desde cero, modulando su vida pulsional desde el principio. Sísifo estaba condenado en el Tártaro a empujar hasta lo alto de un monte una piedra que caía cuando llegaba arriba, y tenía que volver a subirla para repetir otra vez lo mismo. Así la humanidad. Puesto que no le ha sido dada una naturaleza cerrada y completa, tiene que lograrla por su esfuerzo permanente. Su naturaleza es lo que hace de sí mismo, el resultado siempre inestable del cultivo de su campo.

Esto se aplica al hombre grupal, a las sociedades construidas a lo largo de la historia. Cada una de ellas ha sido el resultado de su propio esfuerzo. Nos preguntamos también si cada hombre particular es también el resultado de su propio esfuerzo. Nos preguntamos, en fin, si es posible formar la propia personalidad moral y cómo puede hacerse. Que la formación de dicha personalidad depende del contexto social parece evidente a estas alturas. Dependerá de la capacidad propia de cada individuo, de su fuerza. Dependerá asimismo de que sus grupos de pertenencia lo estimulen y permitan, pues parece evidente que unos grupos deben ser mejores que otros para este cometido.

Que en la posibilidad de hacerse cada uno la propia personalidad desempeña un papel fundamental la libertad es algo que no necesita prueba. Solamente es preciso ver con claridad qué es y qué no es la libertad.


 

Share
Comentarios desactivados en La doble naturaleza humana

Platón: tres almas

Platón estaba convencido de que en el hombre hay tres almas. Una es la que engendra el deseo. Comer, dormir, fornicar, etc. son los actos a que tiende este deseo, actos qu een lo esencial coinciden con lo que también hacen los animales, pues también ellos comen, duermen y fornican. Por esto es de creer que se trata de la parte animal del hombre, de un manantial inagotable de impulsos bastante bien definidos, pero que no son, o no tienen que ser forzosamente, peligrosos o destructores. Antes bien, dado que se satisfacen con relativa facilidad cuando se dispone de recursos adecuados, no tienen por qué dar lugar a amenazas para la supervivencia.

Si solamente tuviéramos el alma animal no tendríamos muchos motivos para sentirnos desdichacos. Que Platón, uno de los filósofos de carácter más impetuoso que ha existido, lo creyera así, es harto dudoso. Seguramente habría pensado que la vida de un ser así, de un hombre dotado solamente del alma animal, es la vida de un hombre que no es hombre, la vida propia de un cerdo. De un cerdo feliz y satisfecho, pero de un cerdo al fin. Platón no se habría inclinado por esta posibilidad. Pero hay otros filósofos que no debieron creer que fuera una vida indigna del hombre. Entre ellos se podría contar a Rousseau, que estaba convencido de que el hombre es inocente por naturaleza y que se vuelve perverso cuando vive con otros. En El origen de la desigualdad dice lo siguiente :

“Solo, ocioso y siempre cercano al peligro, al hombre salvaje debe gustarle dormir y tener el sueño ligero como el de los animales, que pensando poco duermen, por decirlo así, todo el tiempo que no piensan. Su propia conservación constituye el único cuidado…” (Página 68)

Seguiremos a Rousseau por un instante, pero no más allá de lo que conviene a nuestro fin de hoy, que es el adquirir una visión amplia sobre lo que sucede en nuestro tiempo a los valores, sobre la razón de su debilitamiento, de su muerte o de su sustitución por otros.

Esos impulsos que según acabo de decir se satisfacen con relativa facilidad cuando la madre naturaleza no se muestra avara con nosotros y que, según creía Rousseau, se satisfacían seguramente con poco trabajo en la edad dorada de los hombres, cuando éstos eran salvajes, son, como él mismo indica, los impulsos de la propia conservación. Dormir y comer sirven verdaderamente a ese único fin del salvaje, la conservación personal propia. Fornicar sirve al fin de la conservación de la especie, aunque hay que agregar que esto era cierto en los tiempo del salvaje, que ahora basta un parche para torcer los fines de la madre naturaleza. Rousseau tenía razón. Hoy disponemos de pruebas abundantes que él no pudo conocer cuando vivió, en el siglo XVIII. Para que así sea es imprescindible que haya pocas necesidades y no mucha gente. Los ¡Kung del desierto del Kalahari emplean sólo el 65 % de su población en la producción de alimentos y ese conjunto de personas necesita trabajar solamente un promedio de 15 horas semanales. Y no tienen necesidad alguna de negociar su convenio colectivo, porque no hay entre ellos patronos, ni alcaldes, ni fuerzas del orden, etc. Es la cara de la moneda. La cruz, que lo sería solamente para un europeo actual, pero no para ellos, es que comen manjares tan poco atractivos como serpientes, lagartos y otras sabandijas que ellos encuentran muy apetitosas. No tendrían muchas más necesidades que los ¡Kung los antepasados de las llanuras americanas, pero su dieta resultaba más convincente para el europeo de nuestro tiempo. En Folsom, Nuevo México, se han hallado restos de una cacería de bisontes que tuvo lugar hace unos 11.000 años. Aquellos antepasados del bisonte actual medían 1,80 cms. y pesaban 1.000 kgs. como promedio. Los indios se las ingeniaron en aquella ocasión para capturar más de 200 bisontes en una sola excursión de caza. Y no debieron emplear más de unas pocas horas de esfuerzo, que con toda probabilidad no fue de trabajo penoso, monótono y aburrido, sino de excitación y diversión.

En una vida que oscilaba entre los habitantes del desierto y los de las llanuras de pasto y caza transcurrió la existencia de la humanidad durante más 30.000 años. Fue la época feliz de su existencia, como creía Rousseau. Se dedicó al único fin de sobrevivir o, siguiendo a Platón, al de satisfacer la parte animal que hay en el hombre. Ahora hemos llamado prehistoria a aquel tiempo feliz, historia al que ha venido después, un tiempo aciago para la inmensa mayoría de los hombres. Durante los varios miles de años que ha durado la historia los hombres han conseguido a duras penas llenar alguna que otra vez la tripa. El resto del tiempo podían oír con nitidez el ruido que hace un hueco que se instala justamente debajo del pecho, donde Platón puso el alma animal. No hace mucho que la parte de más acá de este mundo en que ahora vivimos ha logrado silenciar ese ruido porque ha conseguido la abundancia y ya nadie se va a la cama sin comer. Pero más allá de este mundo en que vivimos nosotros las cosas siguen igual. Tal vez una tercera parte de la humanidad pase hambre, tal vez unos 2.000 millones de individuos siguen yéndose a la cama sin comer. Si se compara la prehistoria con la historia hay que conceder que ésta es, pese a las apariencias, la época del hambre y aquélla la de la abundancia.

Pero dejemos ahora las cosas de más allá d ella historia y de más allá de nuestro mundo y vengamos a las de acá. No nos hemos reunido hoy para hablar del hambre que pasa el tercer mundo, lo cual debe ser motivo de angustia, sino de los valores que tal vez está perdiendo el primero. Para volver a ello aceptemos una conclusión, aunque sea provisionalmente : que la parte animal de nuestra alma se siente a gusto en nuestro tiempo y en nuestro espacio. Que existan excepciones penosas no resta certeza a esta conclusión general. Pongamos la causa de este hecho en los avances de la técnica, en la revolución verde, etc., y tratemos de él ahora.

El alma de abajo, el alma del deseo, sabe que las cosas van bien. O que no van del todo mal. ¿Qué dice la otra ? ¿También se siente a gusto ? Si así fuera, entonces habría que convenir en que todo va bien. Antes de entrar en esta cuestión no estará de más recordar que la mejor sociedes sería, según Platón, aquella que diera satisfacción a las diferentes almas de un individuo. Si seguimos todavía a este filósofo habría que convenir también en que la sociedad presente satisface al menos una de las dos almas, pues hoy resulta bastante fácil comer, dormir y fornicar sin tener que padecer consecuencias desagradables. Hasta hace poco había individuos que se veían obligados a robar para comer y tenían que vérselas con la Guardia Civil. Hoy tienen el seguro de paro o la pensión del padre. Otros tenían que vérselas con la Santa Madre Iglesia para fornicar. Hoy pueden entregarse a las dulzuras de la carne con tal de que no se olviden de la píldora, el condón o el parche.

Todo indica que la situación es placentera para el animal que habita dentro de cada uno. Si lo es también para la otra parte, entonces es que hemos llegado al reino feliz. Entonces es que España va bien.

Alma humana

Como la primera de las almas es el asiento del deseo de seguir vivo, de conservarse, la segunda es el asiento de la dignidad. Lo es también de todo ese enjambre de pulsiones emparentadas con la dignidad, pulsiones como el entusiasmo, el orgullo, la vehemencia, la indignación por la injusticia, el desprecio de la cobardía, el odio a los abusos de la autoridad, el valor, etc. Es la parte fogosa de la personalidad. Diferenciarla de la anterior es relativamente fácil. Cuando alguien siente hambre está sintiendo algo que procede de la primera alma. Cuando siente vergüenza e indignación porque otro está hartándose de comer al lado del hambriento y no le da ni una migaja de lo suyo está percibiendo algo que sube desde su segunda alma.

La primera es animal, como queda dicho, la segunda es humana. No es que sean nítidamente diferentes, sino que una está más presente en los animales y otra en los hombres. En nosotros se hallan las dos. Y son ambas imprescindibles. Si no se satisface el hambre y el deseo sexual entonces no puede uno sentir orgullo, porque se muere, ni puede sentir odio al tirano, porque la especie puede extinguirse. En la práctica son casi siempre inseparables. Las separamos, sin embargo, en la teoría, porque todo aquel que quiera ser filósofo y todo aquel que necesita saber lo que pasa, tiene que procurar tener las ideas claras.

Pero resulta que en cuanto ambas almas se separaron teóricamente con el fin de comprender la verdad, lo que sucedió por vez primera en la obra de Platón, fue para afirmar a continuación que entre ellas dos tiene que haber jerarquía, que una es superior a la otra. Superior en valor, claro está. No parece que sea necesario decie que la inferior es el alma deseante. Luego el deseo tiene que estar subordinado a la parte fogosa del sujeto y ésta, según dice Platón, debe estar subordinada a su vez a la razón para la correcta armonía del todo. Lo mismo debe suceder en la sociedad : el ejército debe estar subordinado a la ley, a la razón, y contribuir a que la industria, la agricultura, la minería, en suma, la economía, todo aquello que es útil para que los individuos coman, duerman y forniquen en paz, obedezca a la ley y no se dedique a campar por sus respetos. El individuo y la sociedad son como un espejo frente a otro espejo.

Esta forma de ver las cosas arroja luz sobre una larga tradición europea que cuenta con más de dos mil años. Los problemas que se han planteado desde hace mucho son más o menos los siguientes : ¿Son solamente diferentes tendencias o son además contrarias ? Si son contrarias ¿es posible conciliarlas ? ¿Ha existido alguna vez una organización social y política en que haya sucedido tal cosa ? Si, como más arriba se ha dicho también, nuestro presente ha dado una mayor o menor satisfacción a los requerimientos de la primera ¿podemos alimentar una razonable esperanza de que también haya satisfecho o pueda satisfacer los de la segunda ?

Algunos responden afirmativamente a esta última cuestión. Nosotros examinaremos antes lo que sucede con el alma humana para estar más seguros de la respuesta que puede darse.

El fuego interno

Para ver más de cerca el alma humana voy a mencionar a Pascal, aquel físico y matemático que nació en 1623. Fue grande entre los grandes de su siglo, que es el más grande de cuantos han conocido los tiempos en matemáticas y física. A los 16 años ya había escribo el Tratado de las secciones cónicas. A los 18 inventó la primera calculadora. Otras obras suyas, como Sobre el equilibrio de los líquidos y Tratado sobre el peso de la masa de aire, reciben todavía el justo trato a que obliga el reconocimiento del genio, pues figuran entre las obras clásicas. A los 31 años prendió en él la vocación religiosa o simplemente se mostró con más fuerza. El resultado fue su ingreso en la comunidad religiosa de los solitarios de Port-Royal, una comunidad sin reglas fijas donde cada uno se dedicaba a la meditación, el estudio y la enseñanza. Allí escribió las Cartas provinciales, que son uno de los más insignes monumentos literarios de la lengua francesa. Puesto que no pensaba que estuviera reñido con la fe religiosa, no abandonó su trabajo científico. En la publicación de las Cartas, en la preparación de su Apología del Cristianismo, que habría sido la gran obra de su vida, y en el trabajo científico, que nunca abandonó, consumió la escasa salud de que disponía, hasta el punto de que la que muerte le alcanzó cuando tenía solamente 39 años.

¿Qué pasión alimentó Pascal durante toda su vida? ¿Pueden el estudio y la meditación empujar con tanta fuerza a un hombre que le hagan desdeñar la propia vida, superar las pulsiones del alma animal, hasta el punto de verla extinguirse y no cejar en el empeño? ¿Qué impulsos tienen tanta fuerza sobre el ánimo de los hombres? Hoy podemos dar por seguro que nadie estaría dispuesto a tanto. Por esto seguramente no entendemos la vida de Pascal. ¿O existe acaso alguna tarea que merezca que se arriesgue la vida por ella? La perplejidad es doble: al problema de saber qué puede empujar a un hombre para hacer lo que hizo Pascal se suma el de saber por qué no hay ahora hombres semejantes.

La clave de ambos problemas podría residir en unas palabras que el propio Pascal escribió. En el que hace el número 205 de su Pensamientos, donde se dedica a achacar a nuestra naturaleza débil y miserable todas las desgracias e insatisfacciones que le acaecen, declara que si un hombre que tuviera suficientes recursos económicos para sí y su familia para vivir aprendiera a vivir en reposo en su casa y en ello encontrara su gusto y contento, no hallaría ningún motivo de queja y viviría feliz. Pero esto casi nunca sucede, añade. Por eso se obligan todos al juego, a la guerra, las mujeres, los grandes empleos, los cargos, etc. No les basta, según parece, con silenciar las exigencias del animal que llevan dentro. No es que en esas cosas se halle el reposo que dicen querer, pero que en realidad no buscan y, si lo encuentran, lo repudian en seguida. Ni buscan ni quieren la paz del espíritu, sino el trabajo que cuesta conseguirla. Pasan la vida combatiendo contra los obstáculos que, una vez vencidos, hacen insoportable el reposo logrado tras haberlos vencido. Un particular, dice Pascal como ejemplo, vive entretenido porque todos los días dedica un tiempo al juego:

“Dadle todas las mañanas el dinero que pueda ganar cada día, con la obligación de que no juegue nada; y le habréis hecho desgraciado. Se dirá, quizá, que lo que él busca es la distracción del juego, y no la ganancia. Hacedle, pues, jugar por nada, y él no se apasionará, se aburrirá. No es, por consiguiente, sólo la distracción lo que él busca: una distracción lánguida y sin pasión le aburrirá. Es preciso que se enardezca él mismo, que se haga él mismo el reclamo, imaginándose que será dichoso en ganar lo que no querría que se le diera a condición de no jugar, a fin de formarse un objeto de pasión, y se excite su deseo sobre ello, su cólera, su temor, por el objeto que se ha formado, como los niños que se asustan de la cara que han pintorreado.”

Esto es, pues, lo que importa, formarse un reclamo que excite la pasión, un señuelo sobre el que disparar la cólera propia, el propio temor, las propias ansiedades, la vida toda. Todas estas cosas son, según parece, las exigencias del alma humana ¿Dónde encontrar tales reclamo y señuelo? O, mejor, ¿dónde los han encontrado los hombres que han vivido con entusiasmo, sin aburrirse y cansarse de la vida?

La primera respuesta me viene a la boca casi sin pensar : para vivir con entusiasmo es preciso antes que nada poner el alma animal por debajo de la humana, olvidarse de vivir y dedicar el vivir a otra cosa. Los griegos lo plasmaron en un proverbio admirable : “Vivir no importa, lo que importa es navegar”. Lo dijeron y lo practicaron aquellos grandes navegantes y conquistadores que se expandieron por el Mediterráneo, desde el Oriente hasta el Occidente, desde las costas de Asia Menor hasta las de Iberia. Esto fue así para los griegos, o para algunos griegos, que tal vez no lo fue para todos sin excepción. Pero dejando a aquellos hombres de lado, hay que preguntarse si existe en verdd algo capaz de arrastrar la vida hasta el punto de olvidarse de ella y de sus cuidados. ¿Cómo sería posible vencer el ánimo del salvaje de Rousseau ? ¿En una sola cuestión : dónde están las fuentes del entusiasmo ?

Mencionar a los griegos no ha de ser en vano. La moral de la antigua sociedad aristocrática, descrita en Homero, Píndaro, Teognis y otros autores. Son obras con las que se inicia la literatura europea. En ellas se reflejan con suficiente claridad los valores que movían a aquellos hombres.

Antes de la era democrática la sociedad griega tradicional, fundado su poder en la religión y construida al modo de una iglesia, disponía de una autoridad casi total sobre sus miembros. La ciudad podía disponer, cuando lo juzgase conveniente, de la fortuna de los individuos: podía ordenar a las mujeres entregar sus joyas, a los olivareros ceder su aceite o a los acreedores sus deudas. También disponía de su persona: el servicio militar obligaba a los ciudadanos atenienses hasta que cumplían los 60 años, a los espartanos siempre. De su vida privada: una ley ateniense llegó a prohibir que los individuos se mantuvieran célibes. Podía ordenarse militancia política: la neutralidad se castigó en ocasiones con el destierro y la confiscación de bienes en los tiempos de las discordias atenienses. La ciudad se consideraba con derecho a hacerse cargo de la educación de los hijos: «los padres, decía Platón, no deben tener la libertad de enviar o no a sus hijos a aprender con los maestros escogidos por la ciudad, ya que los niños pertenecen más a ésta que a sus padres» (Citado en Coulanges, 197. V. F. de Coulanges, págs. 195 y ss.)

Oponerse al orden político de la ciudad era oponerse a su orden religioso, pues el segundo justificaba la bondad y necesidad del primero. En realidad eran un solo orden. Junto a la religión, otro pilar de la organización era la institución familiar. En su interior aprendía el individuo a no ser nada por sí mismo y a esperarlo todo de sus antecesores y sucesores. No importaba que los primeros no vivieran ya y que los segundos no hubieran nacido todavía. Los lazos que unían a todos, vivos, muertos y no nacidos, no eran propiamente biológicos. En verdad la biología es un mero pretexto de las relaciones entre hombres. En caso contrario, la hermana podría haber sido tan importante como el hermano. Tampoco eran psicológicos, pues, si hubieran dependido del afecto, el padre podría haber cedido su herencia a la hija en caso de haber sentido más inclinación por ella. Ni eran lazos impuestos por la fuerza, pues con la fuerza se habrían destruido. En la creencia de las gentes los vínculos familiares venían establecidos por algo mucho más fuerte que todo eso: la religión. La unión familiar era una unión religiosa.

Luego el orden político de la ciudad, la institución familiar y la religión constituían el trípode sobre el que reposaba el universo moral antiguo. Su peculiar ensamblamiento, por otro lado, tenía que producir un sistema de actitudes y expectativas en los hombres que nosotros, tras haberlo perdido hace ya varios siglos, estamos lejos de imaginar siquiera.

Los valores más importantes de aquella sociedad se pueden condensar bajo los siguientes epígrafes :

La idea de la muerte.- Los antepasados yacían enterrados a pocos metros de la casa familiar. Allí reposaba su alma, inseparable del cuerpo incluso después de muerto y allí había que dedicarles sacrificios y ofrendas periódicamente, porque de ello dependía que su existencia en el más allá fuera feliz. A cambio se esperaba de ellos protección de las enfermedades, defensa de las desgracias, buenas cosechas, etc. El que faltara a estos deberes con los difuntos corría el riesgo de que éstos se convirtieran en espíritus malignos dispuestos a causar daño a los familiares vivos y se exponía a que sus hijos no los cumplieran con él cuando le llegara el turno y a quedar por tanto condenado a la infelicidad en la otra vida. Esa estructura de obligaciones y derechos, ese contrato establecido por la religión entre el más acá y el más allá, tenía la virtud de estrechar los lazos entre las generaciones, haciendo contemporáneos y solidarios a todos los miembros de la familia, vivos y no vivos. Más que destruir esas relaciones, la muerte las afianzaba. ¿Cómo evitar el sentimiento de pertenecer a una unidad más amplia que la meramente sensible y presente?

La responsabilidad moral.- Las dos virtudes máximas a que puede aspirarse en una sociedad aristocrática, como la de Grecia antigua, son la elocuencia y el valor, que se ejercen en la política y en la milicia. En ambos terrenos, los hombres son siempre vencedores o vencidos. Luego, por encima de cualquier otra consideración, el éxito y el fracaso son lo verdaderamente importante. El primero es bueno y el segundo malo. ¿Qué importancia puede tener lo demás a la hora de enjuiciar una acción? ¿Las buenas o malas intenciones? Son humo y no cuentan. El triunfo trae consigo la fama, que es la suprema aspiración. El fracaso la humillación. Pero éxito y fracaso no son cosas que dependan directamente de las acciones que los hombres ejecutan para lograrlos, pues por mucho que se dispongan en orden al fin deseado, siempre hay un margen demasiado abierto a la intervención de la fortuna. En consecuencia, no es sorprendente que se atribuyan a la voluntad de un poder superior que no permite a los hombres remontar su condición. Lo dice con claridad y amargura uno de los más conspicuos representantes de esta moralidad, Aquiles:

«porque los dioses han tejido el hilo de la desgraciada humanidad de tal suerte que la vida del hombre tiene que ser dolor, mientras ellos viven exentos de cuidado» (Citado en Dodds, o. c., pág. 40)

En realidad, esto añade poco a lo que se ha indicado un poco más arriba acerca de la responsabilidad por los premios o castigos del más allá. El mismo sentir hay acerca del resultado de la lucha política o militar, y el de la vida misma. Si el bienestar de ultratumba depende de la conducta que observen los sucesores, las propias acciones importan poco para sufrir o gozar tras la muerte. Importa, sí, tener hijos. Por eso el celibato, o morir sin ellos, son una funesta desgracia. Importa ser y hacer familia. Nadie se pertenece a sí mismo, sino a la institución. El sentido de la conducta propia, siempre que no altere estos principios, carece de interés.

Una moralidad tal libera a los hombres que creen en ella de la responsabilidad por sus acciones. Como indican las palabras de Aquiles, las causas y efectos de los actos humanos no dependen de los hombres. Así lo declara también Agamenón, de cuyas palabras he echado mano en otra ocasión.

Los nobles (kalókagathoi).- Luego el sentido moral del momento no pone a los hombres frente a la responsabilidad por lo que hacen u omiten. No sienten remordimientos por lo que hacen. Tienen vergüenza, pero solamente si fracasan en sus empresas. Y orgullo si triunfan. Ambos sentimientos afectan solamente a unos pocos, pues solamente unos pocos pueden fracasar o triunfar. No es posible universalizarlos a toda la humanidad, porque el sentirlos implica desigualdad y la universalización de hechos y sentimientos como los mencionados implica igualdad. Para que existan es necesario que haya un grupo cerrado de hombres superiores, de hombres acerca de los cuales se piensa que son mejores que los demás, dueños de valores de que carecen todos los otros. Estos son los nobles. Los nobles son además los hacendados y los hacendados lo son por su herencia, no por su trabajo. No se heredan meramente los bienes materiales, que son únicamente la cáscara externa de cosas no económicas. Se hereda la virtud, la valentía, el culto a los antepasados, la distinción, la autoridad sobre la familia y los siervos, la ecuanimidad para impartir justicia, la generosidad, el riesgo, la belleza física, etc. Hasta la belleza física es un atributo valioso de las clases nobles. En muy contadas ocasiones tienen en cuenta las epopeyas antiguas a los miembros de las clases inferiores. Quizá solamente una vez aparece uno de ellos en la Iliada, en el Canto II. Se trata de Tersites, un hombre que no tenía las dotes de orador de Aquiles, Agamenón, Diomedes, etc. Cuando hablaba no sabía poner freno a su lengua. Además era feo, bizco, cojo, tenía los hombros corcovados y contraídos sobre el pecho, la cabeza puntiaguda y el pelo ralo. Todo esto le hacía aborrecible. Se diría que no podía decir verdades por causa de ello. O que no importaban las verdades. Cuando una vez habló en la asamblea queriendo convencer a los aqueos de que abandonaran el asedio de Troya y volvieran en paz a su patria, recriminando al que empujó a todos a la guerra, a Agamenón, que quisiera juntar más botín y mujeres y que con ese fin no dudara en causar males a sus propios seguidores, Ulises hubo de darle un golpe en la espalda para que se callara, lo que hizo que todos los demás rieran con gusto en lugar de darle la razón y ponerse de su lado. La aparición de Tersites tiene la finalidad de servir de fondo sobre el que resalten con más fuerza las virtudes de los nobles, los bienes y valores de las sociedad. Los nobles son más virtuosos y más hermosos. Los villanos no son una cosa ni la otra. Ese es el sentido que tienen las palabras españolas todavía en nuestro tiempo. Y no es en vano.

Los nobles reciben en herencia los bienes materiales, pero con éstos reciben en depósito una organización social y moral estable cuyos principios son, en la creencia de todos, creados directamente por los dioses y, por tanto, eternos e inmutables. Luego nadie puede considerarse dueño o creador de algo, sino sólo depositario de todo aquello, material, social y espiritual, que en un momento dado administra. Ese exclusivismo moral, que selecciona a unos hombres como los buenos por nacimiento es el mismo que hace reposar sobre ellos la autoridad política que necesita el orden social para mantenerse. De ahí que la riqueza material vaya acompañada del prestigio social y moral y que, en definitiva, la economía sea política.

En esta forma de vida se tiene en más la estima pública y privada que la paz de la conciencia interna. En rigor la conciencia no existe todavía. Para que nazca tienen que derrumbarse muchas instituciones y muchas costumbres. Muchas cosas nuevas tienen que suceder para que estos hombres encaren sus actos y se sientan responsables de ellos. Entre otras cosas, es preciso que se disuelvan los grupos de nacimiento, que los dioses antiguos dejen de existir, que las clases sociales se confundan y los individuos, aislados unos de otros, no tengan a donde mirar excepto a sí mismos. Pero esto no ocurrió en Grecia. Lo atestigua Tucídides, que en su Historia de la guerra del Peloponeso recoge la llamada Oración fúnebre de Pericles. El orador declara que los atenienses del momento no tienen necesidad de un Homero que cante sus hazañas, porque “nos bastará con haber obligado a todo el mar y a toda la Tierra a ser accesibles a nuestra audacia, y con haber dejado por todas partes monumentos eternos en recuerdo de males y bienes”. Obsérvese cuidadosamente : “de males y de bienes”. Parece evidente que no reparaban en las consecuencias en que repararíamos nosotros hoy para elogiar una acción. Lo que importa es haber dado muestras tales de audacia que hayan bastado para forzar a la tierra y al mar a doblegarse. Lo que importa es haber demostrado la propia superioridad.Es que existen una conciencia externa y otra interna. La primera caracteriza a las sociedades aristocráticas y desiguales, asentadas sobre la familia y opuestas a la visión individualista de la vida. La segunda a las sociedades democráticas e igualitarias, que diluyen el sentimiento de pertenencia al grupo y hacen que emerja el individuo. Mirada con los ojos de las sociedades igualitarias, la perspectiva adoptada por las sociedades aristocráticas es de total irresponsabilidad moral. De aquí se deduce que las sociedades igualitarias cargan sobre la espalda de los individuos el peso de la responsabilidad impidiéndoles, al hacerles sentir que dependen de sí, que miren hacia otro lado.

Hay mucho que decir sobre la responsabilidad moral y sobre la ausencia de responsabilidad moral entre los hombres del pasado. Cuando los móviles eran fuertes, tanto que bastaban para llevarse consigo la vida entera de una persona, no importaban mucho los obstáculos que se cruzaban en el camino, fueran de la índole que fueran. Cuando todos los aqueos están inclinándose por abandonar la lucha y volver a su casa y a su paz, Diomedes se vuelve contra ellos y les dice que pueden hacer lo que su cobardía les dicte, que él continuará batallando contra los troyanos para adquirir más gloria y fama.

Puede cambiarse el escenario de la historia y encontraremos móviles semejantes. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, se dirige Bernal Díaz del Castillo a la Fama para explicarle el resultado de las andanzas de los españoles que fueron con él a América y los móviles que les empujaron a hacerlo :

“… hágoos, señora, saber que de quinientos y cincuenta soldados que pasamos con Cortés desde la isla de Cuba, no somos vivos en toda la Nueva España de todos ellos, hasta este año de mill y quinientos sesenta y ocho, que estoy trasladando esta mi relación, sino cinco, que todos los más murieron en las guerras, ya por mí dichas, en poder de indios, y fueron sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes ; y los sepulcros que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas e muslos, brazos y molledos, y pies y manos y lo demás fueron sepultados, e su vientre echaban a los tigres y sierpes y alcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquellos fueron sus sepulcros, y allí están sus blasones. Y a lo que a mí se me afigura con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Magestad, e dar luz a los questaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar” (página 607)

La religión, la política y el “haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar”, son los móviles que empujaron a aquellos hombres. ¿No son los mismos móviles que empujaron a los griegos ? Y están enumerados con el mismo candor. A nosotros no nos resultan admisibles.


 

Share
Comentarios desactivados en Platón: tres almas

Seres vivos

El uso común del lenguaje establece que un cuerpo tiene vida cuando puede poner en marcha actividades propias de un ser animado tales como alimentarse, crecer o reproducirse, y que la ha perdido y se ha convertido en un cadáver cuando ya no es capaz de ellas, pero no quiere decir que la vida se pierde a la manera en que se descueda un objeto valioso que luego se puede volver a encontrar, porque eso querría decir que la vida emigra a otra parte y si fuera así no se entiende qué es lo que entonces estaría vivo, sino a la manera en que una esfera de cristal deja de tener forma de esfera cuando se rompe y ya no es posible que la vuelva a recuperar. La vida no existe si no es en un cuerpo, pero no es el cuerpo, pues hay cuerpos con vida y cuerpos sin ella. Si existiera fuera de él no se sabe qué es lo que viviría, pero si no se distinguiera de él no podría morir. Luego la vida es cosa del cuerpo sin ser el cuerpo mismo, es para él algo parecido a lo que es la esfera para el cristal, que tampoco puede existir sin él, pues de otro modo habría una esfera sin nada que fuera esférico, pero esto sería perfectamente ininteligible.

Estas elementales distinciones, presentes por otro lado en el sentido común, se oponen frontalmente a quienes creen que la vida es incorpórea, separada de toda materia, como si se tratara de un ser estable y hasta inmortal, que entra y sale de los cuerpos a capricho, y que éstos, reducidos a recipientes ocasionales, no pasan de ser habitáculos vacíos por sí mismos, inútiles entidades inertes, más cercanas a los minerales que a las plantas. Cuantas más diferencias se pretendan introducir entre la vida y el cuerpo más inanimado y muerto habrá que concebir a éste. No otro fue el camino elegido por el antiguo reencarnacionismo de la religión órfica y de su contrapartida filosófica, el pitagorismo y el platonismo, que cultivaron la fantástica idea de que el alma habita sucesivamente en cuerpos distintos, abandonándolos y volviéndolos a ocupar en una rueda que sólo la purificación puede detener, lo cual dio pie a que Empédocles, cuyo acmé debió caer hacia el 444 a. d. C., dijera con una naturalidad que todavía produce asombro que él podía recordar varias vidas anteriores:

Yo fui en otro tiempo muchacho y muchacha, arbusto, ave y mudo pez marino (Kirk, G. S. y Raven, J. E., 494)

La creencia, según cuenta Heródoto, procede de la religión egipcia:

Los egipcios son además los primeros en sostener la doctrina de que el alma del hombre es inmortal y que, cuando el cuerpo perece, se introduce en otro animal que esté naciendo entonces; después de recorrer todos los animales de tierra firme, los de mar y los volátiles, se introduce de nuevo en el cuerpo de un hombre en nacimiento y su ciclo se completa en un periodo de tres mil años. Hay griegos que adoptaron esta doctrina, unos antes y otros más tarde, como si fuera de su propia invención; aunque conozco sus nombres, no los escribo. (Kirk, G. S. y Raven, J. E., 313–314)

Aun a riesgo de desbaratar la belleza de las palabras de Empédocles, que habría vivido el fuego cuando fue muchacho o muchacha, la tierra cuando arbusto, el aire cuando ave y el agua cuando pez, es decir, la realidad toda tras haber pasado por sus cuatro elementos, debería entenderse que él no fue propiamente ninguno de esos seres, sino que estuvo sucesivamente en cada uno de ellos, como quien se aloja en una posada tras otra durante su viaje.

El lector ya debe estar sospechando que, pese a haber tenido un amplio seguimiento en las tradiciones religiosa y filosófica occidentales, estas doctrinas presentan un serio inconveniente, toda vez que cuando insisten en que hay en el hombre cosas corporales y cosas incorpóreas no pueden dar una explicación convincente del tipo de relación que hay entre ellas, y menos aún cuando, tras haberse instaurado la línea filosófica de Descartes, el dualismo radical de su sistema, se establece que el alma es personal e inextensa, porque entonces, concibiendo a ésta como un jinete sobre su caballo, que no otra cosa sería el cuerpo, al que debe gobernar y dirigir, se entiende menos aún que pueda hacerlo, debido a que ya no es posible concebir contacto alguno entre lo que no ocupa lugar y lo que sí. El jinete tiene al menos una ventaja sobre el alma, y es que puede conducir al caballo con las riendas, las espuelas o las rodillas, pero ¿con qué guiará el alma inextensa al cuerpo extenso? Las metáforas que presentan a aquélla como un principio vital autónomo y al cuerpo como un envase dispuesto para recibirlo carecen de contenido real. La mayoría de las personas que dice aceptarlas no se paran a pensar en ellas detenidamente. Sin hacerse jamás cuestión de ello, viven convencidas de que la realidad está dividida en dos sectores, uno de los cuales es el de la libertad y los altos valores morales y el otro el de la causalidad mecánica. Suponen que debe existir alguna relación entre ambos, pero no saben responder cuando se les pregunta cuál es y así se hallan convencidos de algo que en realidad ignoran. Y si alguna vez deciden pensar despacio en estas cosas es solamente para negar uno de los cuernos del dilema y quedarse con el otro, para rechazar una de las partes en que han dividido lo real y entregarse en cuerpo y alma a la otra, pues o bien aceptan que todo es materia y desprecian el espíritu como algo engañoso o bien, por el contrario, que la materia es indigna y sólo vale el espíritu, lo cual no es dar razón de una ni de otro.

Más coherente hay en la posición de quien sostiene que la vida es algo que no existe sin el cuerpo ni se reduce exactamente a él, y que, no siendo un cuerpo, es sin embargo una función suya que, por serlo, no puede residir en cualquier trozo de materia, sino solamente en aquél que sea capaz de ejercerla. Si es propio de la vida el nacer, el crecer o el morir, la materia inorgánica, que es corporal, no puede, simplemente por ser materia, tener vida, pues no es capaz de nacer, crecer o morir, pero sí la materia orgánica, porque en ella pueden darse esas actividades. Lo cual podría servir de paso para encauzar convenientemente las actuales discusiones acerca de si los ordenadores piensan, ven, oyen, sienten, etc., discusiones que no pueden ser menos que inacabables cuando lo que se pretenda dilucidar es si tienen alma o no, y serían por ello mismo idénticas a las que mantuvieron durante un cierto tiempo los filósofos españoles sobre los indios al principio de la conquista de América, por lo que habría que acabarse preguntando si, en caso de tener alma, se les debería bautizar, pero que se podrían acabar en cuanto volvieran sobre la cuestión de si están o pueden estar construidos con una materia apta para ejercer apropiadamente esas funciones y por ahora parece que no, o que no son capaces de ejercer todas ellas.

Esto nos permite reconocer como algo obvio que las plantas son seres vivos, pues son organismos, o, lo que es lo mismo, están dotadas de órganos cuya finalidad es colaborar conjuntamente al mantenimiento y reproducción de la vida, que consiste para ellas en nacer, alimentarse, crecer, reproducirse y morir. Los minerales, por el contrario, sólo tienen centros y campos de fuerza que la física se encarga de explicar convenientemente, pero no pueden tener vida y cuando en alguna ocasión se dice de alguno de ellos, como de una roca, que crece o que muere ha de entenderse que se dice solamente en sentido figurado.


Share
Comentarios desactivados en Seres vivos

Plantas y animales

Nada existe en la naturaleza antes que la materia inorgánica, la cual, careciendo de todo atisbo de sensibilidad o consciencia internas, no tiene capacidad de modificarse a sí misma para responder a los elementos externos, por lo que cabe decir de ella que no se diferencia de ellos, o, lo que es lo mismo, que sólo posee exterioridad. La piedra no se transforma por sí misma para seguir siendo lo que es, no hace nada para resistir la erosión de la lluvia o el viento, pero la planta, que iguala al instinto animal en cuanto que por sí misma se alimenta o se reproduce, ya manifiesta estar en posesión d ealgo propio, de un interior activo que puede responder al exterior con el fin de seguir existiendo como planta. Aun estando a mil leguas de distancia del mineral, la planta, sin embargo, se halla también muy lejos del animal, porque ni busca alimento ni elige pareja para reproducirse, limitándose tan sólo o bien a transformar químicamente los elementos inorgánicos de su entorno y a ser fecundada pasivamente por los gérmenes sexuales que otros agentes, como el viento o los insectos, llevan de aquí para allá o bien a ser inactiva y perecer cuando nada de esto le sucede. Plantada inmóvil en su medio, depende por completo de lo que éste tenga a bien ofrecerle. Por esto no tiene sentidos. Si tuviera que buscar por sí misma lo que requiere su ser para seguir siendo estaría necesitada de algún instinto que la moviera hacia otro ser de su misma especie, de algún tipo de mecanismo de orientación en el espacio, de distinción entre lo que le es perjudicial o provechoso, etc. Y habría de tener alguna facilidad para representarse internamente los objetos, o cierta clase de ellos al menos, pues no es posible buscar algo sin saber qué, y, por los mismos motivos, tendría que estr dotada de la capacidad de retener alguna mínima copia de sucesos ya experimentados, porque sólo así le sería posible representarse, aproximarse o huir de los futuros. Lo que quiere decirse es que todos estos dispositivos deben darse juntos o no darse en absoluto, o, con otras palabras, que un ser vivo no puede estar dotado de instinto y carecer de sentidos, imaginación y memoria, o estar dotado de sentidos y carecer de los demás, de tal manera que si tiene uno ha de tener forzosamente todos, como ya probó Aristóteles en su momento.

Esta argumentación nos ha puesto delante la diferencia básica entre los animales y las plantas, diferencia que puede condensarse en una sola afirmación, a saber, que las plantas carecen de centros conscientes y los animales no, siempre que por esta expresión no vaya a entenderse la posesión de capacidades intelectuales o sentimientos artísticos, de cultura animi. Ello es que, aun pudiendo alimentarse, nacer, reproducirse y morir, la planta no puede adquirir ni siquiera el más pequeño grado de sensibilidad o conciencia acerca de la forma en que el medio se le resiste a la hora de cumplir esas funciones suyas. El león no sólo busca caza, sino que además siente la punzada del hambre, punzada que se vuelve tanto más aguda cuando más tiempo tarde en llevarse la carne a la boca. Su movimiento hacia fuera, su búsqueda de sustento, se le vuelve hacia adentro en forma de dolor punzante que se asienta en su estómago. Es su reacción interna al medio que se resiste, lo que guarda un cierto parecido con la reflexión de los espejos. Es esta especie de reflexión precisamente lo que falta en la planta, cuyo movimiento hacia fuera se agota en la simple exteriorización. Ella también busca, si puede llamarse búsqueda al movimiento a ciegas, sin finalidad propuesta internamente, de sus raíces en el subsuelo, pero no siente hambre. Verdadera maquinaria química, la mejor que ha producido el juego de los elementos naturales, permanece sujeta al material orgánico inmediato del que depende su existencia, no puede sentir dolor, que es la reacción usual del entorno sobre el ser vivo, ni placer, que es su contrapartida cuando, desapareciendo aquél, retorna el equilibrio. Ambos son inseparables. La inmediatez es, por todo esto, la característica esencial de la planta y es la destrucción de esa inmediatez la forma de existir y de vivir propia del animal y del hombre.


Share
Comentarios desactivados en Plantas y animales

Unidad y diversidad culturales

Si los hombres han hecho de la cultura su naturaleza es porque la naturaleza ha hecho de ellos seres indeterminados e inestables. Han tenido que satisfacer en su mundo abierto los impulsos que los demás animales satisfacen sin problemas en su entorno cerrado. El mundo del hombres es por esto la naturaleza una y otra vez transformada, el resultado de su actividad, de sus siempre cambiantes habilidades, experiencias, conocimientos y tendencias. Es obra suya incluso su ser de primate vertical que ha liberado las manos del desplazamiento para poder hablar con la boca. La evolución natural ajusta cada especie a su medio, que es siempre una selección de características del exterior, y, mediante esa misma selección, ajusta también cada medio a una especie, pero el hombre ha tenido que hacerse cargo de esta doble tarea, suplantando la acción de la selección natural. Por esto es difícil pensar que un ser de esta índole haya podido vivir un solo tipo de vida. Eso es algo que compete a otros animales, no a él. El es el animal que no sólo se entrega a una variedad inabarcable de culturas, sino que estas culturas, una vez aparecidas, parecen irremediablemente destinadas a transformarse en otras. ¿No existirá algún punto hacia el que converge este caudal? El contraste con los otros animales no puede ser más grande. Una golondrina hacía su nido hace 10.000 años igual que ahora. Nuestros antepasados del Neolítico verían lo mismo que nosotros en esta ave, pero entre ellos y nosotros apenas hay algo en común, si se exceptúa un organismo natural inadaptado cuyas obras no parecen llegar a un final estable. ¿Tiene algún sentido el desenvolvimiento de las culturas humanas ? Parece que no. Sin embargo, muchos piensan que todos los ríos desembocan en el mismo mar, el Mar del Final de la Historia, cuyas aguas son más puras que las de todos los afluentes.

1.     Hitos del progreso técnico del homo sapiens

El tiempo del hombre actual se mide en unidades cortas, en miles o decenas de miles de años, pero el de otras especies, como las de los dinosaurios, se mide en millones y decenas de millones. En una escala de tiempo largo podría parecer que las especies humanas han producido cosas a una velocidad vertiginosa, pero en la escala corta de los hombres la velocidad de aparición de novedades no es tan acelerada. Es erróneo creer que en el pasado ha existido un desarrollo continuo y creciente de las habilidades y los inventos humanos. Ese desarrollo está jalonado solamente por tres o cuatro focos:

  1. El primero fue la piedra, cuyas variedades apenas destacan sobre un horizonte de más de un millón de años.
  2. Después vino el metal, acompañado de la domesticación de animales y plantas, la aparición de las ciudades, la vida sedentaria, la alfarería, etc.
  3. Al final llegaron la máquina y la electricidad.

Es notable que el curso de este progreso haya sido extraordinariamente lento y discontinuo, tan lento y discontinuo que existen periodos de varios centenares de miles de años en que no existió nada nuevo, lo que quiere decir que, si se atiene uno a la forma de vida que los humanos han tenido casi siempre, debe pensar que estaban destinados a llevar una existencia apenas diferente de la del animal. Durante más de un millón de años no hicieron otra cosa que repetirse, como las golondrinas o las plantas. Como la naturaleza entera, que no parece hacer otra cosa que volver siempre a lo mismo. Nada nuevo hay bajo el sol que la ilumina. Gira sobre sí y parece que sólo se esfuerza por mantenerse en su ser frente a las contingencias del devenir.

2.     Origen y expansión del homo sapiens

Ha sido la última de las especies humanas, la actual, la que ha roto en la última décima parte del tiempo que lleva existiendo la repetición que venía siendo la norma y ha instaurado un orden nuevo, lo que, no obstante, ha sucedido también con lentitud e inseguridad. Esta especie procede de África, donde pudo adquirir un desarrollo importante entre los 600.000 y los 250.000 años antes del presente. Tal vez empezó más tarde, entre los 300.000 y los 100.000. Sea de ello lo que sea, parece probado que una pequeña población de la especie, compuesta de un mínimo de 500 y un máximo de 10.000 individuos, abandonó a sus congéneres africanos y atravesó el territorio de los actuales Egipto e Israel hace unos 100.000 años. Los genetistas han llegado a esta conclusión por la homogeneidad de los humanos actuales y los paleontólogos la han apoyado con descubrimientos de huesos iguales a los nuestros casi en todo, huesos cuyos dueños habitaron esas tierras en aquellas fechas.

El grupo se extendió a continuación por toda Asia y entró en Australia hace unos 50.000 años, lo que no habría podido hacer si no hubiera adquirido entretanto el arte de la navegación, pues Australia ha sido siempre una isla. A su paso por Asia desapareció el Homo Erectus, una especie humana que procedía también de África y se había establecido allí dos millones de años atrás. También se extendió por Europa, hasta llegar a la actual España, donde ya debía estar hace 40.000 años al menos, según indican los restos hallados en Cataluña y Cantabria. Aquí coexistió durante una decena de miles de años al menos con la especie humana autóctona, la del homo neandertalensis, que era robusto, alto y evolucionado, disponía de una cavidad craneal superior a la nuestra, carecía de muela del juicio, utilizaba el fuego, enterraba a sus muertos y fabricaba herramientas. Procedía también de África, de donde había pasado a Europa hace más de 800.000 años, según demuestra el yacimiento de Atapuerca, en la provincia de Burgos, y aquí había seguido una línea evolutiva propia hasta hace unos 45.000, fecha aproximada en que, pese a ser un humano evolucionado, empezó a extinguirse al entrar en contacto con el hombre moderno. Parece probado que era una especie distinta de la nuestra y que no pudo cruzarse con nuestros antecesores, pues ahora no se hallan genes neandertales. Por último, el Homo Sapiens entró en el Nuevo Mundo por el Estrecho de Bering hace unos 15.000 años, poblando a continuación las dos Américas.

El homo sapiens ha dado lugar a tres formas básicas de cultura: el salvajismo, la barbarie y la civilización. Esta nomenclatura fue la de L. H. Morgan (1818-1881). Se mantendrá en esta lección por comodidad. Pero debe entenderse que se hace uso de ella sin atribuirle valoración alguna.

3.     Las técnicas del salvajismo

La etapa salvaje comienza cuando el homo sapiens penetró en el continente euroasiático. Un tiempo más tarde de aquella invasión ya se había convertido en cazador eficaz. En Asia y Europa halló grandes manadas de bisontes, renos, mamuts, caballos, etc., que se convirtieron en presas fáciles merced a la utilización del fuego y las armas de piedra, hueso y madera. Durante muchos miles de años pudo mantener un notable equilibrio ecológico, pero al final del periodo se habían extinguido casi todas las especies animales que él se había dedicado a cazar. Las causas inmediatas de este hecho fueron el crecimiento poblacional, los cambios climáticos del último periodo glacial, que hicieron retroceder los hielos hacia Groenlandia y extenderse los bosques en sustitución de las tierras de pasto, o ambas a la vez. Una explicación hipotética de este hecho se halla en las siguientes razones del profesor Martin:

Introducimos 100 paleoindios en Edmonton. Los cazadores capturan un promedio de 13 unidades animales anuales por persona. Una persona de una familia de cuatro lleva a cabo la mayor parte de la matanza, a un ritmo de una unidad animal por semana…

La caza es fácil; el grupo se duplica cada veinte años hasta que las manadas locales se agotan y deben explorarse nuevos territorios. En 120 años, la población de Edmonton llega a 5.409 habitantes. Se concentra en un frente de 59 millas de profundidad, con una densidad de 0,37 personas por milla cuadrada. Detrás del frente, la megafauna está exterminada. En 220 años el frente alcanza el norte de Colorado… En 73 años más, el frente avanza las mil millas restantes (hasta el Golfo de Méjico), alcanza una profundidad de 76 millas y su población llega a un máximo de poco más de 100.000 personas. El frente no avanza más de 20 millas anuales. En 293 años, los cazadores destruyen la megafauna de 93 millones de unidades animales. (P. C. Martin, en Harris, M., Caníbales.., páginas 36–37)

Esta explicación no tiene en cuenta que la población humana no pudo crecer durante la Prehistoria a un ritmo tan elevado. Una sencillo cálculo basta para comprenderlo: si la tasa de crecimiento poblacional hubiera sido solamente de un 0,5 % anual, la población se habría duplicado cada 139 años y si este ritmo se hubiera mantenido tan sólo durante los 10.000 últimos años del Paleolítico, los humanos habrían alcanzado un número superior a los 600.000 trillones (V. Harris, Caníbales…, página 31). La tasa de crecimiento poblacional hubo de ser muy inferior. Seguramente no pasó del 0,001% para todo el Paleolítico Superior.

4.     Aparición del tribalismo

El salvajismo duró hasta hace unos 10.000 años, cuando nació una nueva organización social que, lo mismo que las bandas nómadas habían hecho hasta entonces, se extendió y diversificó hasta ocupar todo el globo. La caza y recolección de alimentos silvestres, que había sido la única economía practicada durante decenas de miles de años, quedó arrinconada en algunos pocos lugares del planeta, en los desiertos y los polos, donde la naciente domesticación de animales y plantas no tenía posibilidades de éxito. La nueva organización era más potente, porque en los espacios que ocupaba podía organizar más fuerza y producir más recursos. El salvaje prehistórico no tuvo ninguna posibilidad de hacer frente a los nuevos tiempos, por lo que o bien adoptó la domesticación de animales, la agricultura y el resto de las técnicas productivas del Neolítico, o bien, no pudiendo defender su mundo contra los nuevos agricultores y pastores, tuvo que recluirse en los escasos lugares que aquéllos no pudieron colonizar. En ellos subsistió el mundo paleolítico como una estrategia secundaria de organización y producción.

5.     Surgimiento de la civilización

Todo lo cual sucedió a una velocidad vertiginosa en comparación con la que habían tenido hasta entonces las cosas humanas. Las formas neolíticas de vida empezaron en los montes y valles de Oriente Próximo entre el 10.000 y el 7.000 a. d. J. y en el 2.000 ya había sociedades neolíticas en toda Europa y Asia. En el continente americano empezaron algo más tarde, hace unos 5.000 años, pero también allí se extendieron con una rapidez similar.

El Neolítico fue el día de las sociedades tribales, o día de la barbarie, como tradicionamente se le ha designado. Pero en la mañana se estaban ya preparando otras formas superiores de cultura, las civilizaciones. Hace 5.500 años existían ya en Oriente Próximo, hace 4.500 en el valle del Indo, hace 3.500 en China y hace 2.500 en América Central y Perú. La sociedad civilizada fue el ocaso de la tribal, como la tribal había sido el ocaso de la salvaje. A su paso se fueron extinguiendo o modificando las formas surgidas del Neolítico. Mucho antes del descubrimiento de América, en 1.492, que marcó la destrucción definitiva de las tribus neolíticas, éstas ya habían sido seriamente dañadas por la expansión imparable de la civilización. Subsistieron algunos grupos en América del Norte, en el Norte de México, el Caribe, la cuenca del Amazonas, algunas zonas del África Subsahariana, otras del Asia interior, Siberia y las islas del Pacífico, incluida Australia. La expansión europea posterior al descubrimiento de América desalojó incluso de estos lugares toda forma de vida tribal y en el presente puede decirse que se han extinguido por completo. Las pocas tribus que pudieron estudiar los etnógrafos durante el siglo XX estaban ya sujetas al dominio de alguno de los imperios europeos, por lo que sus tradiciones no estaban intactas, particularmente sus instituciones guerreras, debido a que la máxima preocupación de las civilizaciones no puede ser otra que la de imponer la paz bajo la ley, como más adelante habrá de verse.

6.     La sociedad humana

La sociabilidad del homo sapiens fue con toda seguridad el factor principal que le permitió enfrentarse con ventaja a todos los medios terrestres y sobrevivir con éxito. Si se contraponen las prácticas sociales humanas y las de otros animales, particularmente la de los simios, se observa con claridad cómo pudo suceder así. De paso se obtiene una gran lección para ulteriores consideraciones.

7.     Los tres factores de la sociabilidad simiesca

A excepción del orangután, los simios del Nuevo y del Viejo Mundo son, como el hombre, animales fundamentalmente sociales. Que una especie sea social quiere decir que dos o más adultos son capaces de establecer uniones duraderas, lo que excluye de esta consideración los vínculos que puedan darse entre las madres y sus hijos pequeños. La sociabilidad de los simios existe además para satisfacer necesidades biológicas, razón por la que gravita sobre el sexo, el alimento y la defensa del territorio.

El primer factor de sociabilidad, la atracción sexual, tiene una consecuencia positiva sobre la vida del grupo de simios, la de garantizar su continuidad, y otra negativa, la de ser causa permanente de disputas entre los machos por la posesión de las hembras. Este motivo de tensión, que apenas disminuye durante los cortos periodos de tiempo en que existe un macho ganador que se reserva para sí el acceso exclusivo a las hembras de la horda, hace que la horda misma se halle frecuentemente limitada en sus actividades, debido a que las jerarquías que brotan de cada pelea son poco duraderas y la horda está siempre amenazada por la desintegración.

El segundo factor, el alimento, es motivo del mismo modelo jerárquico de dominio y sumisión. Igual que los machos más poderosos compiten por las hembras, así también compiten por los alimentos. Hay, empero, una diferencia necesaria. En lo tocante al sexo, el macho vencedor sacia su instinto e impide que lo hagan los demás, pero en lo tocante a la comida el macho vencedor y la hembra vencedora, porque somete también a las otras hembras, se sacian y dejan a los demás los restos del botín. Puesto que se puede vivir sin sexo, pero no sin alimentos, el grupo no podría subsistir si la mayoría no tuviera nada que comer. En la alimentación existe la cooperación indispensable para la supervivencia de los individuos.

La cooperación es más activa todavía cuando hay que defender el territorio. Las hordas de primates son grupos sociales cerrados y, excepto algún que otro caso, buscan su comida en un lugar que defienden firmemente contra las incursiones de otras hordas de la misma especie. Pocas veces llega a producirse un combate en toda regla, porque los contendientes son más fanfarrones que valientes, pero las amenazas y los amagos de lucha son constantes, lo que hace saber cada uno de ellos gritando estridentemente y golpeándose el pecho con los puños cerrados como si fuera un tambor.

Esta organización social es esencialmente distinta de la humana. Los simios no son capaces de someter a control las pulsiones del hambre y el sexo, ni saben interponer un freno entre ellas y su satisfacción. Carecen de la contención de sus instintos a que hemos dado el nombre de “alma”, lo que es suficiente para pensar que el hombre actual es una especie aparte, porque se ha liberado de la naturaleza a la que siguen sujetos los animales, incluidos los primates inteligentes y sociales. Esto es algo manifiesto en la organización social humana, en cuyo interior aprenden los individuos a reprimir y canalizar sus pulsiones internas, subordinándolas a los fines generales.

8.     Los tres factores de la sociabilidad humana

El comportamiento sexual es el paradigma general de muchas otras conductas. Todas las sociedades conocidas han dispuesto de algún tipo de prohibición del incesto. En todas se prohiben las relaciones sexuales entre padres e hijos, entre parientes cercanos, entre hermanos y, en muchos casos, también entre primos. Las excepciones a la regla, como la existente entre los faraones del Antiguo Egipto, son sólo aparentes, pues, si bien el faraón podía desposar a su hija, la mujer del faraón no podía desposar a su hijo; luego incluso en este caso había prohibición.

El sexo está universalmente sujeto a toda suerte de reglas y restricciones, canalizando los impulsos sexuales individuales. Pero, pese a las apariencias, no es la contención individual del instinto lo más importante, sino el hecho de que por su causa las mujeres no están disponibles en exclusiva para el macho que venza en la lucha y, como consecuencia de ello, potencialmente disponibles para todos, pues cada uno de los machos de la horda puede aspirar alguna vez a la victoria. Una hembra de primate es solamente una hembra igual a cualquier otra, pero una mujer no es una mujer más, sino una hermana, una madre, una prima, una esposa propia, una esposa ajena, etc., es decir, es siempre alguien con quien o bien no se deben mantener relaciones sexuales o bien alguien con quien sí es posible hacerlo.

Se trata de la primera distinción intelectual establecida por los hombres entre seres naturales, del primer pensamiento real y práctico que ha existido, porque pensar consiste ante todo en oponer una cosa a otra. Cuando se dice que un triángulo es un polígono de tres lados se está diciendo que no es un círculo, un cuadrado ni cualquier otra figura geométrica. Algo idéntico está implícito cuando un hombre se dirige a una mujer determinada. Es obvio, por otra parte, que la clasificación de las mujeres en accesibles y no accesibles sexualmente, clasificación que sigue a la prohibición del incesto, existe sólo en la cabeza de los humanos, pues desde el punto de vista biológico no hay distinción alguna entre ellas.

El lado negativo de la prohibición del incesto, impedir ciertas conductas sexuales poniendo en práctica la contención y el freno de los instintos, es solamente el principio de la sociabilidad humana. Que un individuo no pueda desposar a sus hermanas es el reverso de dos obligaciones consecuentes que fundan la sociedad, la de permitir que las desposen otros, con los que inevitablemente habrá establecido una relación que no se habría dado de otro modo, y la de desposar a las hermanas de los mismos o de otros distintos, con los que entrará asimismo en relación. La prohibición del incesto es la naturaleza superada porque de ella brota el intercambio. A partir del momento en que existe, los matrimonios son el recurso principal para la estabilidad de las sociedades. Por su medio se crean lazos de parentesco y se sellan alianzas para garantizar la paz entre vecinos que de otro modo serían enemigos.

La prohibición del incesto es, en suma, la sociedad misma. De sus efectos, que son las líneas del parentesco, extrajeron las bandas salvajes del Paleolítico el plan general para el reparto de los alimentos, lo cual resulta imposible a los animales. Los datos de la arqueología ponen de manifiesto que, mientras los simios devoran la comida en el lugar en que la han encontrado, los hombres la llevan al campamento y allí la reparten. El alimento se distribuye, como también se distribuye la satisfacción del sexo, y los fuertes no abusan de los débiles. En la sociedad salvaje no pasa hambre un individuo si no la está pasando todo el grupo. Un abandono semejante es propio de sociedades que se han organizado después de otro modo, pero no de las sociedades salvajes que existieron durante el Paleolítico. La generosidad y la cooperación se impusieron durante ese periodo, pero no por una bondad natural que tampoco entonces existió, sino por los premios y castigos establecidos por los sistemas parentales con el fin de que el comportamiento social resultara más conveniente que el individual. En consecuencia, los alimentos sirvieron también como factor de estabilidad de las sociedades humanas, al contrario de lo que sucede con las simiescas.

En cuanto a la territorialidad, las sociedades paleolíticas manifestaban también una conducta diferente de la de los simios. Las bandas de cazadores y recolectores se definían por lo general en términos del espacio que ocupaban, pero éste nunca se hallaba ocupado de modo exclusivo, pues las alianzas y lazos creados por el matrimonio entre bandas diferentes abrían el territorio a los aliados, lo que se hacía con toda seguridad por resignación y no por inclinación natural.

Luego la diferencia entre la sociedad humana y las de los simios es que en la primera existe el intercambio de mujeres entre los que no son parientes y de bienes y servicios entre los que sí lo son. La prohibición del incesto, acompañada de las reglas matrimoniales y las de residencia, prescriben con qué grupos se deben intercambiar mujeres y con cuáles no. El intercambio de bienes y servicios sigue las líneas trazadas por estos trasvases de personas. Este es el procedimiento que pusieron en práctica las sociedades salvajes para consolidar lazos ya establecidos con los grupos amigos, para establecer alianzas con grupos potencialmente enemigos y para sellar pactos contra otros de los que no se deseaba o no se esperaba amistad alguna.

A.     La guerra en la sociedad salvaje

Las sociedades salvajes del Paleolítico fueron las primeras sociedades organizadas en torno al parentesco que brota de la prohibición del incesto. Sus hombres se dedicaron a la caza y la recolección de alimentos silvestres. Por no disponer de animales de carga o máquinas para transportar enseres, no pudieron desear ni poseer más pertenencias que las que podían cargar sobre sus espaldas. Fueron ricos a su manera. De las dos maneras que hay de ser rico, la primera que consiste en acumular riquezas, pero nunca tiene final. La segunda en no desearlas, por lo que pronto llega al fin deseado. Esta fue la opción elegida durante todo el Paleolítico.

Las bandas salvajes no podían ser grandes, no mayores de 50 ó 100 individuos por término medio, una cifra que variaba seguramente según los recursos disponibles, la abundancia de agua y otros factores, pero que en ningún caso igualaba la de un poblado agrícola neolítico. Y en el interior de cada uno de aquellas bandas no había más diferenciación que la debida a los lazos de parentesco. No había hombres de poder, sacerdotes, profesionales del comercio o la industria, abogados, médicos, obreros, etc. Solamente padres, madres, hijos, hermanos y otros parientes. Eran, en suma, sociedades igualitarias, las únicas sociedades igualitarias que han existido.

Pero no eran pacíficas, como han querido ver los creen en el buen salvaje. Los primeros europeos que los conocieron después del descubrimiento de América ya coincidían en señalar que eran gentes “sin ley, sin rey, sin Dios”, y los etnólogos que han tenido ocasión de estudiar sociedades no adulteradas por Occidente dan fe del dinamismo guerrero que anima a todas ellas.

La existencia de la guerra durante todo el Paleolítico ha sido la razón esgrimida por algunos antropólogos para explicar la armonía entre la tasa poblacional del homo sapiens y la de las especies animales que cazaba. Pero han tenido que añadir a este motivo el infanticidio femenino, como un efecto suyo, pues en una sociedad guerrera parece seguro que los padres prefieren tener hijos varones antes que mujeres. Como es absurdo creer que todos los pobladores se hubieran puesto de acuerdo en hacerse la guerra y matar a sus hijas para contener el aumento poblacional y hubieran además mantenido vigente dicho acuerdo durante más de 40.000 años, es obligado buscar en otro lado el origen de la guerra.

1.     Dos errores sobre el origen de la guerra salvaje

Clastres menciona tres soluciones a este problema, de las cuales estima que sólo una es verdadera. Las otras dos deben exponerse aquí porque, pese a ser erróneas, son convicciones comunes de nuestro tiempo y es necesario ponerlas en solfa.

La primera solución errónea es la de quienes creen que el hombre posee una naturaleza asesina que le impulsa a cazar cuando tiene hambre y a matar por diversión cuando no la tiene, un paso extremadamente fácil, según dicen quienes creen esto, para el cazador, porque, siendo las mismas las herramientas de caza y las armas de guerra, su mente poco desarrollada apenas hace distingos entre la actividad guerrera y la económica.

Esto no puede ser verdad. Si el salvaje confundiera la caza y la guerra, entonces debería dedicarse indistintamente a cazar animales y hombres para comérselos cada vez que tiene hambre, algo que ni siquiera hacen los caníbales. Los humanos modernos no mantienen relaciones sexuales con sus parientes ni se comen a sus iguales. Y ninguna de sus sociedades está compuesta de individuos tan imbéciles que no distingan a las mujeres accesibles sexualmente de las que no lo son y a los animales de los hombres. Además de esto, hay que recordar que la agresividad adolece de la indefinición característica de la especie y es, por tanto, moldeada siempre por las instituciones sociales. El caníbal no captura enemigos para comérselos por hambre sino por motivos rituales. Y si la agresividad es el origen de la guerra entonces, puesto que es la cultura lo que la contiene y la canaliza, hay que concluir que en la cultura está verdaderamente su origen, como más abajo se verá.

La otra solución errónea es más compleja. Consiste en pensar que las tecnologías de producción están sometidas a un avance más o menos sostenido, pero siempre creciente. Se sigue de ahí que, dado que el progreso es constante hacia el futuro, el retroceso tiene que ser igualmente constante conforme uno se remonte hacia el pasado para hacer historia. De donde se deduce que en la antigüedad más remota, esto es, en el paleolítico, la capacidad productiva tendía a cero. Y como, además, los hombres siempre han sido muchos y la comida poca, no tenían otra opción, se concluye, que pelear entre sí para adquirir o conservar lo que ni les regalaba la naturaleza ni les procuraba su primitiva tecnología.

En esta solución hay al menos dos errores graves. El primero es el del progreso mismo. La humanidad actual sólo ha experimentado dos progresos significativos, el de la Revolución Neolítica de hace 10.000 años, que es todavía la base de nuestra existencia, y el de la Revolución Industrial del siglo XVIII. Que durante estos 200 últimos años se hayan acumulado las invenciones no autoriza a creer que ha sucedido lo mismo durante los 90.000 años transcurridos desde que nuestra especie pasó de África a Eurasia. Si los progresos habidos se representaran sobre una línea sólo la última décima parte mostraría una primera curva ascendente, que se interrumpe pronto, y otra más en la última quingentésima parte, cuyo final todavía no podemos vislumbrar.

El segundo error es lo que ha dado en llamarse “economía de subsistencia”, la imaginada vida de miseria que arrastraron los hombres durante el Paleolítico. No hay nada más lejos de la realidad. Hoy se sabe que han satisfecho siempre sus necesidades con esfuerzos poco prolongados y poco duros. Todavía en pleno siglo XX los Bosquimanos ¡Kung del desierto del Kalahari empleaban en la producción de alimentos solamente al 65% de su población y este grupo dedicaba a la producción solamente el 36% de su tiempo, lo que representaba dos días y medio de trabajo por semana, a un promedio de seis horas diarias de trabajo. Su “jornada laboral” constaba de 15 horas semanales (V. Sahlins, Economía…, pp. 22 y ss.) Estos Bosquimanos, cuyas herramientas no eran diferentes de las usadas en el Paleolítico, obtenían con ellas todo lo necesario para vivir en un desierto que, según es comúnmente aceptado, es uno de los ecosistemas más pobres de la Tierra.

Tampoco eran diferentes las herramientas utilizadas por los antepasados de los indios en las llanuras americanas, lo que no les impidió cazar grandes cantidades de bisontes antiguos, animales que medían 1,80 ms. y pesaban 1.000 kgs. En Folsom, Nuevo México, se hallaron restos de una cacería de hace 11.000 años, en el transcurso de la cual se capturaron más de 193 bisontes. Otros hallazgos del Viejo Mundo revelan la misma competencia productiva de los salvajes paleolíticos. Todo indica que no tenían necesidad de avances técnicos para llevarse a la boca alimentos de los que hoy carecemos nosotros. Sus técnicas de caza, que iban desde el simple acoso a un animal aislado hasta la acción de acorralar con fuego a una manada entera para despeñarla por un barranco, donde era fácil presa de los proyectiles de piedra y hueso de sus perseguidores, eran más que suficientes para lo que necesitaban.

2.     Verdadero origen de la guerra salvaje

Luego la guerra del salvaje no procede de su agresividad ni de su economía. ¿De dónde entonces? De la propia estructura de su sociedad, responde Clastres. Lo mismo que el arco en tensión sólo existe para disparar la flecha, la forma de vida salvaje es una organización para la guerra y sólo subsiste en la medida en que está dispuesta a la guerra.

La clave de este hecho reside en la independencia económica y política de la sociedad. Cada una de las innumerables bandas de la humanidad paleolítica vive en la abundancia, pues se inclina por la segunda manera de ser rico mencionada más arriba, y tiende a producir por sí misma, sin depender de ninguna otra, lo que necesita para vivir, por lo que tiende a cerrarse sobre sí misma y a excluir a las demás. Cada sociedad procura no tener relaciones con las demás. Todas rehuyen la dependencia y buscan la autarquía. La segregación de unas por otras y la producción de diversidad entre ellas es la tendencia permanente de su régimen de vida.

La banda es ante todo una comunidad territorial. Que la vida del salvaje sea la de un nómada errante es sólo la apariencia de las cosas, una ilusión óptica del sedentario, pues el territorio recorrido por él en sus correrías de caza es siempre el mismo, si bien es inmenso para quien vive toda su vida encerrado en los límites hasta donde llega su vista. Sobre el territorio que recorre el salvaje, tanto si aplica a todo él su actividad de cazador como si no, establece su dominio y su derecho. Pero su dominio y su derecho lo son necesariamente contra otros. Decir que algo es mío es lo mismo que decir que no es tuyo. Apropiarse de algo es negarlo a los demás. Aquí, no en el territorio mismo, reside el verdadero germen de una permanente disposición a batallar contra todo aquel que pretenda disputar al salvaje su derecho. Aquí reside el verdadero origen de la guerra.

En la realidad apenas existen incursiones territoriales entre salvajes, de modo que mal podría ser la necesidad de defender el territorio o el alimento que extraen de él, lo que pusiera en pie de guerra a todos contra todos. El territorio y cuanto contiene es más el pretexto que la causa de esta potencial confrontación generalizada. El derecho que, en cuanto tal derecho, excluye a otros, no podría existir si no estuvieran previamente definidos los límites que separan al propio grupo de todos los demás, si no estuviera definida la unidad política a que pertenecen unos y otros no. ¿Quién o qué han enseñado al salvaje que hay diferencia entre unos y otros?

3.     Nosotros y ellos

Nada en particular, pues realmente no existe. Es un asunto de lógica sencilla: nosotros sólo somos una unidad si los otros quedan excluidos. Unir es separar y distinguir. Lo contrario es confundir. Donde únicamente existen confusiones entre individuos, como entre los simios, no es posible que broten unidades políticas, que son superiores a los individuos mismos. Los animales siguen siendo individuos incluso cuando viven en hordas, pero los hombres son siempre partes de un grupo. Son sociales por naturaleza, en tanto que los animales son, como mucho, gregarios por naturaleza. No es la confusión, sino la oposición, lo que forma unidades políticas. Esto es cuanto se quiere decir con que la sociedad salvaje es una sociedad para la guerra.

La misma operación lógica que opone a las mujeres no prohibidas sexualmente con las que están prohibidas opera aquí oponiéndonos a nosotros y a ellos. Si la oposición desaparece, la unidad política se diluye y olvida. El salvaje antiguo, como el civilizado actual, sólo sabe ser y pensarse como único por contraposición a los demás. Que uno aplique esta lógica al territorio y el otro a otras cosas, como la lengua, el carácter o la religión, es una diferencia de matiz que no borra la identidad esencial del procedimiento.

El salvaje pone el origen de la guerra en la afirmación de su propia diferencia, lo que hace que la violencia real y efectiva salte al menor incidente. Su sociedad es sociedad en guerra. No quiere esto decir que esté siempre batallando, sino que siempre está dispuesto a batallar, como decía Hobbes. Tampoco hay tormenta siempre que hay nubarrones, sino solo amenaza de tormenta. Si la guerra del primitivo hubiera sido real y efectiva, habría sucedido lo que sucede siempre que hay guerra, que todo habría acabado con un vencedor y un vencido, y, por tanto, con un amo y un siervo, lo que habría sido el fin de sus bandas autárquicas e igualitarias. Pero no sucedió de este modo. Su existencia libre e igualitaria se prolongó durante el periodo más largo de la historia humana.

La organización política de la Edad de Piedra comprende un Nosotros y un Ellos o, un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presentan ante sí como distinto y opuesto. Para que la oposición sea decisiva lo expulsa incluso de la humanidad. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; se dice que algunos conquistadores de América llegaron a creer que los nativos no tenían alma y, como contraste, los indios hirvieron alguna vez en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; unos correos capturados en una ocasión por los soldados de Pizarro llevaban a su cacique un mensaje de otro en que se aseveraba que los españoles eran mortales -¿qué habían estado creyendo ?-; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas. La lista, que es interminable, enseña siempre lo mismo, que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y los demás como menos, y ocasionalmente como más, que hombres.

4.     Parentesco y guerra salvaje

Una cosa es segura, pese a todo: que el Otro es otro socialmente, culturalmente. El Otro, por su lado, es también un Yo que se comporta de modo idéntico. Así fueron todas y cada una de las centenares de miles de sociedades que hubo durante la Edad de Piedra. El proceder fue universal. El salvaje clasificaba a todos los que no fueran él en amigos y enemigos. Buscaba aliados contra los segundos intercambiando mujeres, bienes y servicios con los primeros. Es obvio que cuando los enemigos no existen no es preciso hacerse amigos. Pero existen. Luego no es posible la endogamia y la autarquía puede esfumarse. Además, los amigos y los enemigos son tornadizos, lo que obliga a crear alianzas nuevas a cada paso y a reforzar o cambiar las antiguas. Proteger la propia identidad exige estar alerta, pues la amenaza puede venir de cualquier lado. No hay más remedio que dar y recibir mujeres, no porque se desee, sino por la necesidad de la situación. Si pudiera, el salvaje recibiría sin dar, como todo el mundo. Lo ponen de manifiesto las incursiones de captura de mujeres, como la guerra de las Sabinas, emprendida por los primeros habitantes del Lacio. Pero es una táctica demasiado peligrosa y a la larga está condenada al fracaso. Queda entonces el mal menor: el intercambio obligado por la prohibición del incesto.

De la contención del instinto sexual viene la prohibición del incesto y ésta es utilizada como estrategia para la supervivencia política. Un grupo salvaje no necesita, por lo general, buscar mujeres ni bienes económicos, pues ya se encuentra en posesión de ambas cosas. Busca preservar la unidad y permanencia de la propia banda. El intercambio matrimonial y el intercambio económico tienen funciones políticas. No de otro modo actuaron César y Pompeyo en los comienzos del Imperio Romano y las monarquías europeas durante más de 1.000 años.

5.     Sociedades centrípetas

Todo esto indica que la sociedad salvaje fue profundamente conservadora, reaccionaria incluso, como diríamos hoy. En su interior hubo solo las diferencias surgidas del parentesco. No fue una horda de simios que practicaba la promiscuidad sexual. Eso es un reflejo de la visión morbosa del europeo. Las sociedades simiescas sí son promiscuas, pero no las humanas. Los miembros de la sociedad salvaje son esposos, padres, hijos, hermanos y otros familiares, por un lado, con todos los cuales no está permitido el matrimonio, y, por el otro, individuos no pertenecientes a la propia estirpe, con los que sí es posible casarse. No hay labriegos, abogados, pastores, industriales, médicos, comerciantes, políticos u otros grupos profesionales. Al comparar aquella sociedad con la actual resaltan su simplicidad y su igualdad internas. Tienden a un centro, el ocupado por el ancestro familiar del que procede cada grupo. Son centrípetas. Hacia el exterior, por el contrario, son centrífugas. Todas procuran igualmente impedir las injerencias de las demás. La identidad interior y la diversidad exterior son la cara y la cruz de la misma moneda.

Fueron sociedades retardatarias por su organización. Trataban de resistir el paso del tiempo y, pese a que no lo lograban, pues todas las sociedades están en el tiempo y experimentan cambios, su misma estructura social fue un sistema ideado para evitarlos. Que no podían tener éxito es evidente en cuanto se considera que un grupo de cazadores no puede ser grande y que el aumento de población, por muy lento que sea, no puede sino inducir a esta clase de sociedades a establecer divisiones internas al cabo de los años, divisiones que daban lugar a otras bandas, que acababan oponiéndose a las anteriores, y así sucesivamente. La sociedad generaba incesantemente nuevos focos centrífugos, que fueron la causa original de la expansión del homo sapiens por todo el planeta, hasta que esta organización en bandas llegó a su ocaso con el tribalismo.

6.     La sociedad tribal

La tribu entra en escena durante el entreacto que separó a la sociedad paleolítica de la civilizada. Una tribu es un progreso en complejidad sobre una banda de cazadores, pero su organización política reposa todavía sobre el parentesco. Pese a seguir siendo una organización esencialmente primitiva, fue capaz de generar núcleos políticos grandes y poderosos. Los reinos africanos de Timbuctú y Benin, así como las monarquías medievales de los castellanos, los leoneses y los francos de Carlomagno son buenos ejemplos de esa capacidad. Aparecidas durante el Neolítico, estas sociedades humanas bárbaras aprendieron a aprovechar los recursos del suelo mucho mejor que los cazadores anteriores. El resultado fue una transición general hacia el sedentarismo, la agricultura, el pastoreo, la mayor densidad de población, las ciudades, etc., y, por último, la preparación del terreno para el advenimiento de las civilizaciones. El tamaño relativamente reducido de sus agrupaciones, la relativa baja densidad de población y la eficacia de sus técnicas de alimentación les permitieron existir todavía como sociedades simples que no tenían necesidad de los niveles de integración propios de las sociedades estatales.

Por eso pudieron utilizar la misma lógica expansiva del parentesco de las sociedades salvajes anteriores. Si el padre de un hombre y el hermano de su padre son iguales para él en autoridad, posición social y capacidad de decisión sobre todas las acciones importantes del grupo a que pertenece, entonces el hijo del hermano de su padre es igual a su hermano. También son lo mismo el padre de su padre y el hermano del padre de su padre. Luego considerará también como padre al hijo del hermano del padre del padre de su padre y como hermano al hijo de este hombre. Si, como suele suceder en las sociedades tribales, se lleva esta lógica hasta el final, todos los varones del primer escalón de la línea ascendente de un individuo son sus padres, los del segundo sus abuelos paternos, los del principal sus hermanos, y así sucesivamente.

Los primeros exploradores, misioneros, funcionarios públicos y soldados que conocieron la vida tribal creyeron que las gradaciones de parentesco eran solamente lo que aparentaban ser, gradaciones absurdas, sobre todo las de algunas tribus, como los aborígenes australianos, que las habían llevado hasta el extremo de que los etnógrafos no podían comprenderlas si no hacían uso de fórmulas matemáticas complejas. Un europeo no podía entender que eran formas de organización política, pues se lo impedía su propia presencia. Un soldado, un funcionario gubernamental o un misionero no podían hallarse entre nativos si no era porque antes se les había impuesto una organización estatal extraña, por cuya causa las nomenclaturas de parentesco habían quedado reducidas a meras supervivencias desgajadas del pasado, como un miembro separado del cuerpo que le da vida. Pensar, como algunos pensaron, que los primitivos no sabían quién era el padre biológico de cada cual porque desconocían cómo se engendran los hijos, fue sólo una muestra de estupidez propia de quienes no entendieron nada.

Lo importante es que la lógica expansiva de los linajes da lugar a una especial integración, a un conjunto de reglas y costumbres útiles para decir de qué individuos y grupos cabe esperar colaboración y de cuáles no, y para indicar quién puede sobresalir por encima de los demás en honores y autoridad y quién no. En una tribu cada grupo puede normalmente apañárselas por sí mismo sin contar con los demás. Se recurre a ellos en caso de emergencia. Los Tiv de Nigeria incorporan más de 800.000 personas a una genealogía común que se remonta a un único antepasado por línea paterna. Los linajes que proceden de dicho antepasado y pertenecen al mismo escalón se oponen entre sí, pero forman una unidad superior solidaria frente a otros grupos cada vez que hay conflictos y guerras. La pertenencia a la línea directa de descendencia del ancestro fundador suele servir para que un individuo goce de prestigio ante los demás. Lo mismo sucede entre los Tanala de Madagascar, que otorgan más honor a quienes se hallan más cerca del ancestro. Ese honor dura toda la vida. En otros casos, como el de los indios Comanches, se reconoce autoridad y honor a los varones que están en la plenitud de su fuerza viril y a las mujeres que están en la plenitud de su fecundidad. Cuando pasa ese momento pierden honor y autoridad. Los comanches tienen también una organización parental, lo que no impide que se ponga por delante un principio militar. El parentesco es una estructura flexible. Puede favorecer indistintamente los principios militares, los religiosos, los económicos, etc.

B.     La civilización

Las sociedades civilizadas son el último adelanto en complejidad y riqueza cultural. En ellas no tienen ya vigencia las agrupaciones parentales, que quedan desplazadas a un segundo término, siendo ocupado su lugar por las agrupaciones profesionales, que, una vez que existen, tienden a extenderse y diversificarse.

1.     Origen de la sociedad civilizada según Platón

Platón ha explicado mejor que nadie cómo sucede esto. Los pasajes 369 b á 374 e de La República presentan a Sócrates procurando convencer a Glaucón y Adimanto de que es inevitable que la pólis crezca al ritmo de la satisfacción de las crecientes necesidades de los individuos. El punto de partida es que un hombre no se basta a sí mismo, por lo que tiene que tomar a uno para cubrir una necesidad y a otro para cubrir otra. De ahí nace la comunidad humana. Si se supone que el alimento, el vestido, el calzado y el cobijo son las necesidades más elementales, hay que conceder que la comunidad más simple constará de un labriego, un tejedor, un zapatero y un albañil, cada uno de los cuales habrá de dedicar todo su tiempo a los demás, excepto si es factible que el labrador, por ejemplo, dedique una cuarta parte de su tiempo a su alimento, otra a su vestido, otra a su calzado y otra a construir su casa. Adimanto dice que no es posible, debido a que cada hombre trabajará mejor dedicando todo su tiempo a un solo empleo, y Sócrates concluye que en ese caso la diversidad en el trabajo es inevitable, pues cada hombre tendrá que ordenar sus aptitudes con vistas a una sola ocupación. Ahora bien, los cuatro oficios elementales exigen algunos más, porque si cada uno de los hombres que los ejercen tienen que dedicarles todo su tiempo, necesitarán que alguien les prepare las herramientas con que han de trabajar en ellos y será preciso que haya, además de los elementales, otros dos más, el del carpintero y el herrero; pero entonces habrá tres más, el del ovejero, el del boyero y el del pastor, porque los labradores necesitan bestias de carga, los zapateros cuero para zapatos y los tejedores lana para vestidos.

La comunidad ha crecido pero aún no llega a satisfacer las necesidades propuestas como elementales. Sócrates encuentra que hace falta todavía importar productos de otras poblaciones, cercanas o lejanas, lo que no puede hacerse si no se exportan otros, por lo que el número de oficios debe aumentar de nuevo, pues ha de haber navegantes, comerciantes, mercaderes, gentes que conduzcan caravanas, asalariados, etc.

Esta multitud de oficios sólo alcanza, sin embargo, para que la población disponga de trigo, vino y pescado, para que nadie vaya desnudo o descalzo ni tenga que vivir a la intemperie. Sócrates defiende esta clase de vida por su austeridad, pero Glaucón objeta que no sería una vida de hombres, sino de cerdos, en lo cual acierta, añadimos nosotros, porque la alimentación o el vestido no son para los hombres una simple satisfacción del hambre o una simple defensa del frío. Un humano cualquiera exige siempre comida superior a la de Imo y ropa bien tejida. La satisfacción de la mera necesidad le aproxima peligrosamente al animal. Sócrates aparenta resignarse a la exigencia de Glaucón y responde que entonces hace falta más, mucho más, porque habrá que darles muebles de todas clases, alimentos apetecibles, perfumes, cortesanas y otras cosas, lo que no puede hacerse si no se traen orfebres, músicos, poetas, bailarines, maestros, peluqueros, médicos y otros oficios. El resultado es que el país quedará pequeño para tantas cosas como habrá que producir y habrá de apoderarse de otras tierras para más cultivos y más pastos, por lo que tendrá que prepararse para la guerra, porque los vecinos no cederán de grado esas tierras que se les exijan. Y la ciudad tendrá que ser otra vez más grande para dar cabida en ella a los ejércitos, cuyos hombres habrán de ser guerreros también todo el día y no dedicar una parte de él a la alimentación, otra al calzado, otra al vestido y otra al calzado. ¿O acaso este oficio puede desempeñarse en los ratos que dejen libres las demás ocupaciones y será el único que no exige una dedicación completa?

2.     La civilización como productora de desorden

Hasta aquí Platón, que acierta en lo fundamental. La austeridad, o vida de cerdos, como él la llama, es propia de la vida salvaje. Solamente hemos de borrar de su descripción ese insulto y comprender que aquella sociedad supo mantener una excelente integración política, de la que han carecido las que han venido después, para apreciarla en su verdadero valor. Como contrapartida, apenas desarrolló lo que nosotros ahora vemos como complejidad cultural. Las civilizaciones han actuado en sentido contrario. Las técnicas neolíticas de producción acabaron con el nomadeo e impusieron el sedentarismo, lo que contribuyó decisivamente al aumento poblacional, que se había mantenido relativamente estable durante la Prehistoria. El sedentarismo y el aumento poblacional trajeron consigo la diversificación profesional. Y todo junto provocó la estratificación social. La igualdad paleolítica se perdió para siempre y se ganó un desorden siempre latente. La propiedad estimuló el robo. Los oficios decorosos propiciaron la envidia. El ascenso de unos trajo el descenso de otros. La sociedad ya no pudo dejar de producir diferencias internas. A los restos de las antiguas afinidades y exclusiones del parentesco añadió las de las ocupaciones, las tendencias políticas, las creencias religiosas, los intereses individuales, etc., en el interior, y, en el exterior, siempre tuvo que estar preparada para la guerra.

La civilización no puede subsistir si no regula el desorden. Por ser tan grande, estratificada, internamente dividida y externamente acosada, debe poseer algún medio eficaz de integración, pues el parentesco ya no basta. Cuando se permite que cada grupo y cada individuo disponga a su gusto de todo aquello a que llega su fuerza, el sistema se fragmenta en facciones enfrentadas y desemboca en la guerra civil. Donde todo está permitido nada está permitido.

3.     La ley, esencia de la civilización

En un estado de total libertad para disponer de la propia fuerza y el propio poder no podría existir ninguno de los oficios mencionados por Platón. La riqueza cultural propia de la civilización exige que el derecho se imponga sobre el poder, porque éste, dejado a su sola tendencia, destruye la sociedad y, con ella, la vida de los hombres. Civilización y guerra son contrarias. La civilización es un tipo de organización humana obligada a someter a control la fuerza de la sociedad mediante la fuerza de la ley. Pero someter a control no es suprimir ni erradicar, sino canalizar y dirigir. Es la ley, no la escritura, la técnica, la vida ciudadana, etc., lo que diferencia a una banda o una tribu de una civilización. La diferencia esencial, en definitiva, no es otra que el Estado.

En una civilización existe siempre un gobierno:

1.– auténtico o público,
2.– soberano,
3.– territorial y
4.– separado del resto de la población.

  1. Es auténtico o público porque se admite por todos que es el único órgano social capacitado para dictar órdenes. No hace al caso que ese reconocimiento exista de grado o por fuerza.
  2. Es soberano porque la acción gubernativa es detentada por una minoría que se sitúa por encima de la mayoría y viene obligada a la defensa de los intereses comunes. La mayoría le presta su consentimiento, pues no puede haber gobierno donde ésta, que es la que realmente posee la fuerza, no consiente ser mandada por aquélla. Es corriente, por otra parte, que las minorías se hallen enzarzadas en luchas, a menudo sangrientas, por el poder, pero esto, lejos de debilitarlas, contribuye más bien a fortalecerlas, como ha sucedido siempre en el despotismo oriental. Soberanía significa, por tanto, apropiación exclusiva y legal de la fuerza por un cuerpo social organizado, de manera que los demás sólo puedan disponer de ella si éste se lo permite o se lo ordena.
  3. Es territorial porque el dominio se ejerce sobre los individuos que habitan un territorio, sean de donde sean. Esta es la diferencia existente entre Alarico, rey de los godos, y Felipe II, rey de España.
  4. Por último, el gobierno está separado del resto de la población porque ésta pasa a convertirse en la masa de los súbditos.

Lo mismo que el sistema nervioso central con respecto a los demás órganos es el Estado con respecto a los demás cuerpos de la sociedad. Tiene que estar compuesto de individuos especializados en la acción política y administrativa, a la que dedican todo su tiempo, con el fin de garantizar la seguridad de la sociedad en el interior y de asegurar sus fronteras contra el exterior. Esta peculiar organización de los hombres no pudo aparecer hasta que en las sociedades humanas no se dio un grado de complejidad superior a la del Paleolítico y los primeros tiempos del Neolítico. Lo mismo sucede en la biología, donde el sistema nervioso central sólo es posible cuando la evolución produce cierta complejidad en la conformación de los seres vivos.

4.     Diferencia entre la sociedad primitiva y la civilizada

Las sociedades primitivas mantuvieron un índice estable de fecundidad, crearon organizaciones políticas que tendían a la permanencia y se dotaron de una vida modesta, más cercana incluso a la satisfacción de las necesidades animales de lo que Glaucón observó en la pólis elemental propuesta por Sócrates, pero que tenía la virtud de no empujarles a destruir los recursos naturales. Su modo de vida fue un mecanismo ideado para que no sucediera nada nuevo o para que, si sucedía, quedara integrado en lo viejo y no alterara el orden. Como las estructuras biológicas de los dinosaurios, eran organismos sociales que poseían medios para existir durante todo el tiempo a condición de que no hubiera variaciones en el entorno exterior. Su tendencia intrínseca era la preservación de su ser. Eran, en fin, extraordinariamente conservadoras. El orden social del presente fue siempre para ellas una herencia del pasado más remoto, al que había pertenecido el antepasado fundador, rememorado en sus mitos y leyendas. Sus creencias y costumbres, que les hablaban del orden del mundo y de la sociedad instaurados desde el principio del tiempo, eran suficientes para interpretar todo acontecimiento nuevo e integrarlo en su orden propio de modo que éste no sólo no se alterara sino que, más bien al contrario, saliera fortalecido. Estas sociedades, que fueron siempre jóvenes, no se extinguieron por envejecimiento, sino por el enorme poder de absorción y destrucción de las civilizaciones.

Cierto es que no ha existido una sola sociedad sin cambios. En todas ellas ha habido hombres que han vivido, han trabajado, han luchado, han sufrido, han gozado y han amado durante decenas de miles de años. Desde esta perspectiva todas son igualmente antiguas y ninguna se ha detenido en el tiempo ni es infantil o atrasada. Lo que sucede es que unas no conservan recuerdo del pasado y otras sí, que unas han dejado pasar su tiempo sin acumular hallazgos e invenciones para edificar civilizaciones poderosas y otras no, que unas han puesto en la quietud su ideal de vida y otras en el cambio. Pero todas han cambiado.

C.    El universal humano

El conservadurismo de las sociedades antiguas reposa sobre el particularismo más extremo. Cada una de ellas se piensa como humana en sus ritos, costumbres, mitos y formas de ser y concibe a la otra como bárbara o extranjera. Dado que el animal nunca es un extranjero, ha de suponerse que todos los hombres pertenecen a un solo plano en la creencia y en el ser de cada sociedad, pero esta pertenencia no se traduce nunca en un reconocimiento universal de la humanidad. La naturaleza igual de los hombres ha estado siempre diseminada en innumerables culturas, cada una de las cuales ha optado igualmente por encerrar el universal en los estrechos límites de su religión, su lenguaje, su costumbre, etc. Pero dicha naturaleza igual no ha existido nunca. Más allá de la diversidad nunca se ha manifestado un elemento común que haya dado a los hombres el mismo ser, por lo que hay que pensar que este universal, perteneciente a todos los hombres por igual, se reduce hasta el día de hoy al ser del animal que ha resultado de la evolución natural de las especies.

Ahora sabemos que este universal es una genuina Idea filosófica. En la práctica real humana no hay nada universal, excepto la animalidad del primate. El Hombre es solamente una abstracción sin realidad. En unas pocas ocasiones se ha mostrado como aspiración de algunas religiones e ideologías políticas, pero en cuanto tal aspiración es utópica, se refiere a un ser inexistente y, en cuanto inexistente, carece de fuerza para guiar el curso de los acontecimientos humanos.

1.     Particularismo real frente a universalismo ideal

El desarrollo real de las sociedades civilizadas también ha sido siempre el desarrollo de unidades sociales empeñadas en la diferenciación, en lo cual siguen siendo salvajes. Hoy, como ayer, no se es hombre en abstracto, sino español, chino o turco. Es indudable que las civilizaciones han creado unidades muy superiores en tamaño a las prehistóricas, pero a costa de producir oposiciones entre unas y otras y entre los mismos grupos de que están compuestas, oposiciones que han impedido y siguen impidiendo que aparezca algún elemento universal a todos los hombres. El universal humano sigue siendo una abstracción sin contenido real, insuficiente para hacer girar las aspas del molino de la historia. El viento de este molino no es el sueño n la fantasía de los hombres, sino sus intereses reales. Por este motivo no se deben tener en cuenta meramente los deseos de universalidad que algunos hombres sienten, sino las realizaciones prácticas universalistas que han existido en la historia.

El estoicismo fue la primera filosofía que postuló una naturaleza humana universal. Todos los hombres, decía el esclavo estoico Epicteto, tienen en común la razón y la palabra, que les ordena lo bueno y les prohibe lo malo, lo cual es suficiente para considerarlos como miembros de un solo Estado mundial, regido por la eterna ley de la naturaleza, la única digna de seguirse, pues es la única acorde con la esencia humana. En el Estado universal no hay distinción entre hombres y mujeres, libres y esclavos, emperadores y mendigos, sino que todos poseen una naturaleza igual, que les manda ayudarse mutuamente y no perjudicarse nunca. En ese Estado las cosas están ordenadas a los hombres y los hombres a sí mismos. El emperador Marco Aurelio, también estoico, dejó dicho que en cuanto Antonino su ciudad y su patria era Roma, pero que en cuanto hombre era el mundo. Zenón de Citio, el fundador de la escuela, había dicho antes que lo mejor de todo sería que los hombres no estuvieran gobernados por estados o naciones particulares, sino que todos formaran una sola unidad, de manera que la vida humana, que es una sola, estuviera regida por un solo orden.

2.     Primer universal real: Alejandro Magno

Estas ideas son bellas, sin duda, pero no producen realidad, porque les falta todavía lo más importante, una fuerza en acción capaz de hacer que nazca lo que no existe más que en el pensamiento y que necesariamente ha de consistir en que una de las partes de la humanidad impone a las demás su idea de humanidad. En la historia de la humanidad esa fuerza apareció por vez primera en la empresa imperial de Alejandro Magno, según advirtió el mismo Zenón de Citio, para quien lo importante de las conquistas de aquél fue que quiso ser un juez y no un déspota para las naciones sometidas, lo que equivalía a poner por delante la ley y el derecho y a presentarse como el ejecutor de las tendencias más profundas de la filosofía política griega, las de Platón y Aristóteles, que crearon la noción de Estado justo como Estado sometido a la ley, a la “razón desprovista de pasión”. La idea de una ley común a todos, ya fueran griegos, macedonios o persas, convertía a los individuos en ciudadanos del mundo y miembros de una comunidad universal, en hombres desligados de grupos particulares cerrados, en seres libres para construir los cimientos de su propia autarquía individual.

El imperio de Alejandro Magno, que quiso ser un tránsito de la pólis griega al Estado mundial, empezó después de que la filosofía hubiera descubierto que en cada hombre habita el mismo dios escondido, el dios capaz de despertar el amor por la humanidad y desarraigar a su portador del suelo de la raza, de los ancestros y del grupo de pertenencia, de aquella estupidez que huele a rebaño, y llevarlo a conquistar su individualidad libre y universal. Un desapego semejante era la ruptura de las ataduras tradicionales, de las leyes impuestas por el antepasado fundador de la grey, y fue también la búsqueda de otras leyes que impidan toda diversidad entre hombres y entre grupos de hombres.

A la muerte de Alejandro, el día 13 de Junio del año 313 a. d. J. en Babilonia, se fragmentó su Imperio en varios trozos, que se repartieron los diádocos, o herederos: en Egipto los Ptolomeos, en Macedonia los Antigónidas, en Mesopotamia los Seléucidas, etc. Los diádocos constituyeron una clase de griegos y macedonios que gobernó al resto de la población, de composición pluriétnica. Fue la clase que continuó en cada reino la obra civilizatoria emprendida por Alejandro. Este había unificado el sistema monetario, favoreciendo con ello la aparición de una enorme área comercial, había fundado unas setenta ciudades para albergar guarniciones y extender la civilización griega, había construido muchas carreteras y obras de riego, había concedido igualdad de derechos a los persas y a los griegos, había impuesto el griego, enriquecido por la adquisición de palabras orientales, como lengua común (koiné). De la mano de los soldados, los comerciantes y los artesanos, que habían marchado a Oriente, reemplazó el antiguo localismo de la pólis griega por su opuesto, el cosmopolitismo helenístico. Los diádocos heredaron y continuaron, con mayor o menor fortuna, la empresa civilizatoria. Crearon organismos públicos docentes, reunieron a los sabios en la Biblioteca de Alejandría y en la de Pérgamo, favorecieron el arte, la poesía, la elocuencia, la filosofía y la ciencia. En torno a las instituciones creadas y mantenidas por ellos aparecieron hombres como Eratóstenes (280–200 a. d. J.), que calculó correctamente el diámetro terrestre, Euclides (200 aprox.–?), que sistematizó las matemáticas griegas, Arquímedes (280–212), que determinó el peso específico de los cuerpos, Aristarco de Samos (320–250), que propuso el heliocentrismo y los movimientos de rotación y traslación de la Tierra, Hiparco de Nicea (190–120), que creó la trigonometría, etc.

3.     Segundo universal real: Roma

El periodo helenístico transcurrió sin que el esfuerzo civilizatorio emprendido por Alejandro penetrara en la masa de la población, por lo que cada vez que las castas gobernantes se debilitaban crecía la amenaza de retornar al localismo étnico. El Imperio romano apareció entonces como fiador de la civilización, unificando de nuevo el mundo bajo un solo dueño. Según Polibio (203–120 a.C.) , un griego que había viajado a Roma en calidad de rehén después de la batalla de Pidna y perdió al instante su patriotismo local, la organización política de Roma era perfecta y tenía una técnica militar inigualable, lo que hacía de ella una nación privilegiada, la única capaz de incluir las historias de las demás en una sola. Roma, no los diádocos, fue, según él, la auténtica heredera de Alejandro, la única que podía aspirar no solamente a la supremacía militar y política, sino también a la universalidad. Dicha unificación universalista no se produjo, sin embargo, sin grandes conflictos internos, porque los romanos antiguos despreciaron, en primer lugar, a los extranjeros y luego provinciales romanizados, los griegos se tenían por superiores a los asiáticos y muchos pueblos sometidos odiaban a Roma, la bestia del Apocalipsis, la ciudad corrompida por los vicios y el pillaje. Pero hubo una clase social, fuertemente penetrada del estoicismo, étnicamente diferente, pero culturalmente homogénea, que se extendió por todo el territorio, asegurando su unidad y la universalidad de sus gentes. La justicia, el orden y la paz asegurada por la lex romana constituyeron la base imprescindible sobre la que desarrolló sus actividades. El Imperio de Roma representó para los espíritus del momento toda la tierra habitable, que, interpretada a la luz de la filosofía estoica, equivalía al único mundo existente para los hombres, mundo que tenía que ser gobernado, por tanto, por una sola potencia. El civismo cosmopolita, reforzado posteriormente por la religión cristiana, perpetuó durante siglos la creencia en la unidad del género humano, hasta que el patriotismo étnico vino a fragmentarlo nuevamente.

La admiración que sentía Polibio por la constitución política romana no debe ocultar que el Imperio era en realidad un Imperio esclavista que extorsionó y explotó a centenares de miles de hombres y se dedicó a extraer sistemáticamente de las regiones dominadas las materias primas que la Ciudad necesitaba. Ciertamente la grandeza de Roma no consistió en esto, sino en que para cumplir sus objetivos hubo de construir vías de comunicación a lo largo de un inmenso territorio, edificar por todas partes ciudades que eran una fiel réplica de la propia ciudad de Roma e imponer una sola ley, hecha ciertamente a medida de los dueños del Imperio, pero que sirvió de racionalización de la justicia y de superación de los particularismos tribales para las gentes que habitaban las tierras sometidas. Estos tres factores convirtieron pronto a las colonias en provincias, que fueron en poco tiempo el punto de partida de movimientos políticos que afluían hacia el centro, lo que explica, por ejemplo, que un hispánico de Itálica, Marco Ulpio Trajano, fuera primero gobernador de la Alta Germania y luego emperador, entre los años 98 y 117, o que Adriano, también oriundo de la Bética, le sucediera entre el 117 y el 138, después de haber sido gobernador de Siria. El derecho de ciudadanía concedido por Caracalla en el año 212 a todos los provinciales libres consagró una situación de hecho que venía de más atrás.

Roma nunca se propuso, como Alejandro, rodear la Tierra entera, sino sólo limitarse o ponerse fronteras alrededor de lo que para sus ciudadanos era la tierra conocida y habitable, la de los países de las riberas del Mediterráneo. Fueron las iglesias cristianas las que, una vez convertidas en sólidas instituciones del Imperio, particularmente a partir del Edicto de Milán, promulgado por Constantino el año 313, se propusieron llegar a todos los hombres del planeta, una tarea que, por supuesto, no habrían podido ni siquiera pensar en poner en práctica si no hubieran contado con aprovechar y extender las vías de comunicación del Imperio y la protección jurídica que su poder les otorgaba. Eusebio (260–337), obispo de Cesárea, se encargó de proporcionar las ideas políticas y teológicas que la situación requería. El Dios del Universo, decía, impone a la historia del mundo la racionalidad universal a través de su Hijo, el Verbo, Lógos o Razón, que ejerce su reinado a través del Emperador. El Imperio es, pues, reflejo del universo entero y no ya un mero habitáculo que circunda el Mediterráneo, y en manos de la Iglesia, es el instrumento eficaz de una pedagogía universalista.

Esta teología política, que salvaguarda la autoridad imperial mucho mejor que el paganismo anterior, sustituye las corrientes estoicas y neoplatónicas y prepara una línea de pensamiento político que habrá de tener hondas repercusiones en la historia posterior de las naciones europeas. La teología política ha sido el  fundamento doctrinal del poder político hasta que la Revolución Francesa introdujo en ella una profunda renovación al cambiar la fuente del poder: en lugar de situarla en Dios, como empezaron haciendo Eusebio y, antes que él, San Pablo, los revolucionarios franceses ponen la fuente de toda soberanía en la Nación, entendida como el Pueblo Francés, constituido por todos los individuos que habitan en el interior de las fronteras del Estado, independientemente de su origen. Por causa de esta asociación religiosa gozan el Pueblo y la Nación del respeto y la sacralidad que hoy se les atribuye. Con todo, fue un cambio fundamental, pues dio origen a las naciones políticas, que se diferencian por estos conceptos de las étnicas.

4.   Tercer universal real: España

Después de Roma, el siguiente Imperio de finalidad universal que ha brotado en suelo europeo ha sido el español, el cual, después de un largo periodo de ocupación de los dominios del Imperio islámico, adquirió forma, contenido y expansión definitivas, a la vez que mostró los primeros síntomas de decadencia, en los siglos XVI y XVII. Los restos del reino visigodo, recluidos en Asturias y hostigados sistemáticamente por los musulmanes que habían invadido la península desde el año 711, se vieron en el dilema de desaparecer o pasar a la ofensiva para seguir existiendo. Fue el nacimiento del primer reino hispánico, el embrión de España, cuyo impulso primero, dadas las circunstancias, no podía ser otro que el de enfrentarse a una fuerza contraria para excluirla y ocupar su lugar. Con él nace una nueva entidad política, que ya no es romana ni visigótica, y que llega al punto álgido de su ideal expansionista y universal, católico, durante el reinado de Fernando e Isabel. Que los Reyes Católicos culminaron el movimiento que había empezado en el siglo VIII se observa en su decisión de tomar Granada con el fin de “lanzar de todas las Españas el señorío de los moros y el reino de Mahoma”, según la Crónica de Fernando del Pulgar (V. Bueno, G. España, p. 44), de expulsar a los judíos y de enviar la expedición de Colón a las Indias Orientales, no a América, una vez que había fracasado la empresa africana, buscando atacar al Imperio turco por la retaguardia. La sustitución del “señorío de los moros y el reino de Mahoma” por un Imperio universal católico era ya un hecho consumado en aquellos años, pero, en cuanto empresa de propósito universal, no podía fijarse límites por sí misma, sino que debía tender a un fin imposible, infinito, el de extenderse por toda la Tierra, organizando el mundo según la ley de Dios, que es válida, según el catolicismo, para todos los hombres, sin distinción de origen.

La conquista de América y la organización de sus tierras según los mismos principios aplicados a la organización de los territorios peninsulares era sólo un corolario de este proyecto. Nunca se dividieron las tierras de América en colonias, sino en virreinatos, provincias, capitanías generales, municipios, arzobispados, obispados, etc., y se crearon allí las primeras universidades en muy poco tiempo: en Santo Domingo en 1538, el mismo año que se introdujo la imprenta, en Lima en 1551, en México en 1553, en Bogotá en 1592, en San Antonio Abad – Cuzco en 1598, en Caracas en 1642. Se estimularon los matrimonios mixtos, de lo cual es una prueba el actual mestizaje de Hispanoamérica, que está ausente en América del Norte, y se prohibió la esclavitud de los indios por la Junta de Teólogos de Burgos en 1512, etc.

Todo lo cual no sucedió, desde luego, sin que al mismo tiempo se dieran grandes y frecuentes episodios de pillaje y explotación favorecidos por las circunstancias. Como muestra de ello valga decir que no se prohibió la esclavitud de los negros, por lo que empezó a afluir a América desde las fortalezas costeras portuguesas en Africa un río de personas que no cesó hasta el siglo XIX. Según algunos cálculos, durante todo ese tiempo los portugueses, ingleses y franceses exportaron a América unos 22 millones de individuos, la mitad de los cuales murió en las bodegas de los barcos antes de llegar a la otra ribera del Atlántico. Esta y otras atrocidades no oscurecen la comprensión de la realidad. Una cosa es el objetivo interesado que se formulan los particulares y otra muy diferente lo que se acaba cumpliendo, muchas veces a través de esos mismos objetivos e intereses particulares. De la misma forma que el universal humano sólo puede existir cuando una parte impone a las demás su idea de humanidad, tampoco puede hacerlo sin que los individuos hagan entrar en escena sus acciones, las cuales están movidas siempre por su interés. Al margen de estas actuaciones no hay una humanidad que pueda decirse que es real. En verdad la humanidad universal no es nunca sujeto ni objeto de acciones, sino sólo las culturas particulares.

5.     Discusión sobre otros universales

Después de la extinción del Imperio romano en el año 476 no volvió a existir en Europa ningún otro Imperio hasta el siglo XVI. El Imperio Romano de Oriente mantuvo sus dominios e incluso sus propósitos, nunca logrados, de reconstruir la unidad anterior, hasta el 25 de junio de 1453, día de la toma de Constantinopla por los turcos. El Sacro Imperio Romano Germánico, nacido en la Navidad del año 800, cuando el Papa León III coronó a Carlomagno y le dio el título de Romanum gubernans Imperium, fue durante toda la Edad Media un Imperio fantasma, que se recluyó pronto a los actuales territorios alemanes y nunca llegó siquiera a unir bajo un mismo mando a sus habitantes, hasta su desaparición final por obra de Napoleón en 1806. Exceptuando el efímero Imperio de Napoleón, hay que esperar hasta el siglo XX para que aparezca de nuevo algún Imperio con pretensiones sobre Europa, el III Reich (reino) nazi, pero éste no merece nuestra consideración, porque en sus propósitos no estaba el interés de los hombres en cuanto tales, sino el de los alemanes en cuanto arios. Algo semejante debe decirse de los Imperios extraeuropeos de Inglaterra y Holanda, que fundaron colonias en América o Africa con el fin de servir exclusivamente a los ingleses o a los holandeses, no a los hombres en general. El régimen de la extinta Unión Soviética, por el contrario, debe encuadrarse entre las entidades imperiales con propósito universalista, pues su finalidad no fue edificarse como “patria del proletariado”, sino hacer que se realizara la sociedad humana sin distinciones de clase. Otra cosa es que realmente llegara a ser tal y no una continuación del antiguo Imperio zarista.

6.     El universal humano y las naciones actuales

Las unidades políticas europeas que sustituyeron al Antiguo Régimen son naciones en sentido político, no étnico, racial, religioso, lingüístico, etc. Son una superación práctica y real de los particularismos presentes en las sociedades humanas. Los hombres no pertenecen a una nación política en virtud de su origen, militancia, pertenencia familiar, etc. Todas esas diferencias existentes entre ellos son políticamente irrelevantes. Cada hombre es un ciudadano, lo que significa que cada uno es igual que cualquier otro en dignidad, derechos y deberes, y que esta igualdad está consagrada en el derecho y respaldada por él. El Estado nivela las diferencias impidiendo que encuentren expresión política y relegándolas a la vida privada de los individuos y los grupos. Un negro es lo mismo que un blanco, un musulmán lo mismo que un cristiano, un indio navajo lo mismo que un hispano, y así sucesivamente. Todos tienen el mismo ser político. La existencia del ciudadano es la realización de la igualdad y de la libertad. Esta es la concreción que ha tomado la Idea filosófica de hombre en nuestro tiempo.

Se reproduce a continuación una lista con el nombre de los distritos representados por los diputados que firmaron el acta de aprobación de la Constitución de Cádiz el día 18 de marzo de 1812. No existe otro documento en la historia de Europa que muestre con tanta claridad en qué consiste pasar de ser súbdito de una monarquía a ser ciudadano de una nación política. No hay otro en que se muestre mejor la superación de las desigualdades de origen.

Distritos:

Teruel, la provincia de La puebla de los Angeles, Galica, Valencia, Gadalajara, capital del Nuevo reino de la Galicia, serranía de Ronda, reino de Murcia, Valencia, Cuba, Valencia, Valencia, Sevilla, Galicia, Panamá, Canarias, Extremadura, Cádiz, Canarias, Tlaxcala, Galicia, Nuevo reino de Granada, provincia de Zacatecas, Murcia, Costa-Rica, principado de Asturias, ciudad de Palma, serranía de Ronda, Junta de Asturias, Segovia, Cuenca, Murcia, provincia de Soria, Álava, Granada, la Mancha, Junta superior de Burgos, Galicia, Nicaragua, Galicia, Galicia, Galicia, Galicia, Extremadura, Extremadura, León, reino de Granada, provincia de Cádiz, reino de Jaén, provincia de Cádiz, León, Canarias, principado de Asturias, Méjico, Junta de Mallorca, León, Santo Domingo, provincia de Valladolid, Guanajuato, Nueva-España, Durango, capital del reino de la Nueva-Vizcaya, Cuenca, Aragón, león, Murcia, Valencia, Valencia, Valencia, Valencia, Valencia, la Mancha, Ciudad de Peñíscola, Valencia, Junta superior de León, Burgos, Tabasco, Montevideo, Junta de Sevilla, Cataluña, la Habana, Goatemala, ciudad de Cervera, Asturias, Zamora, Galicia, provincia de Cuenca, Junta de Cádiz, Querétaro, San Salvador, Nueva-España, Veracruz, Nueva-España, Valencia, Palencia, Aragón, Extremadura, la Mancha, Cataluña, Filipinas, Guipúzcoa, Valencia, Sevilla, Murcia, Perú, Buenos-Aires, Nueva España, la Mancha, Maracaibo, ciudad de Gerona, Perú, Valencia, Perú, Trujillo del Perú, Navarra, Mallorca, Extremadura, Extremadura, Junta superior de Aragón, Cataluña, Extremadura, Cataluña, provincia de Ávila, provincia de Salamanca, Córdoba, Molina, mallorca, Galicia, ciudad de Mérida, Mallorca, Junta de Cataluña, Yucatán, Buenos-Aires, Perú, Perú, Guayaquil, Honduras, Coahuila, ciudad de Badajoz, Vizcaya, Chile, reino del Perú, Toledo, Perú, Cádiz, Junta de Murcia, las siete ciudades del reino de Galicia, Orense en Galicia, Cataluña, Asturias, Cataluña, Cataluña, Guadalajara, Gran-Canaria, Cataluña, Cataluña, Junta de Extremadura, Cataluña, Galicia, Valencia, ciudad de Valencia, principado deAsturias, Cuenca, Toro, Venezuela, Nuevo reino de Granada, Chile, Venezuela, Buenos-Aires, Chiapa, provincia de Valladolid de Mechoacán, Nueva España, Perú, Madrid, León.

D.    Actualidad de la Idea de Hombre Universal

El universal humano no ha existido nunca, pese a las tres notables aproximaciones mencionadas más arriba. Pero, por ser una Idea filosófica, es práctica, activa. Está presente en la mente y en la actividad de muchas personas y grupos. Unas veces son filósofos, como Ortega y Gasset, que se muestran convencidos de que se trata de una situación real que aguarda al final del camino que han recorrido todas las sociedades. Según él, las generaciones acumulan sus experiencias en una memoria común, la memoria de la Humanidad. Otras son teólogos, como Theilard de Chardin, que se esfuerzan por probar que todos los cambios habidos en las sociedades humanas habrán de confluir en un punto cercano a Dios. Otras, en fin, es el común de la gente, de cuya boca brotan espontáneamente palabras y expresiones tales como “desarrollo”, “modernidad”, “estancamiento”, “avance”, “retraso” y otras muchas de la misma índole y significado, todas las cuales manifiestan la misma creencia ¿O no demuestra todo aquel que hace uso de estas categorías su creencia en que las sociedades están situadas en una misma senda que asciende a lo alto de una montaña y que unas están más arriba y otras más abajo con respecto a la cima? Lo corriente es, por ahora, poner a los Estados Unidos de Norteamérica cerca de la cumbre, a Europa un poco más abajo, a Japón unos pasos atrás, o tal vez a la misma altura, a Rusia bastante más allá, mucho más lejos a la India, a Africa en la lejanía casi invisible, etc. Otras veces, por último, está presente en solemnes declaraciones políticas, como la Virginia Bills of rights o la de la ONU en 1948.

Pero las razones alegadas en defensa de la realidad futura de esta idea no tienen la fuerza de convicción que cabría esperar de ellas. Es necesario examinar y refutar con algún detenimiento dichas razones, para lo cual es preciso además hacerse una idea aproximada del mecanismo real de cambio de las sociedades.

1.     Fundamento real de la creencia en la realidad de la Idea filosófica de Hombre Universal

La Idea ha nacido y crecido en el Cristianismo, de donde se ha expandido a toda la civilización occidental. Esta civilización se distingue de las sociedades prehistóricas y de otras civilizaciones, como la china o la islámica, en un rasgo principal, que podría enunciarse diciendo que ha erigido el futuro en norma de vida. Esto es sobre todo algo que vive en su carne toda la población: que la introducción de innovaciones tecnológicas revoluciona sin cesar las aptitudes humanas y acelera la aparición de nuevos oficios, que ya no se agregan a los antiguos, como había pronosticado Sócrates para su pólis imaginaria, sino que los desplazan o los destruyen, para ser a su vez desplazados o destruidos por los oficios venideros. “Mira los pies de los que te han de enterrar”, se dicen unos a otros, como en los Hechos de los Apóstoles. Esta huida real del pasado se manifiesta con claridad, como decimos, en el registro tecnológico, pero está presente asimismo en las ideas políticas y morales, en la religión, en las costumbres y hasta en el vocabulario común. Ser anticuado o conservador equivale a estar en un error.

La esencia de la actual civilización occidental es un ávido deseo de cambio que induce al olvido de las reglas de funcionamiento que siempre habían asegurado la estabilidad. Durkheim llamaba “pasión de infinito” a este desarreglo que Europa ha convertido en regla. El pasado ha perdido la veneración que había merecido en las sociedades anteriores, sociedades que solamente cambiaban por acontecimientos externos, como la guerra o el hambre, en tanto que la civilización occidental ha hecho del ímpetu transformador de sí misma su orden propio. Esta sociedad cree que subsiste en la medida en que se transforma y que si no se transforma se extingue: “o cambias o mueres”.

Este proceder ha obligado al Viejo Continente a desarrollar al máximo sus potencialidades y ahora parece estar forzando a toda la humanidad a seguir la misma vía. El éxito está asegurado, según creen muchos, porque la industrialización se está extendiendo por todo el globo y con ella se imponen por todas partes las mismas convicciones políticas, idénticas formas de gobierno, iguales normas éticas, los mismos o parecidos gustos musicales, la misma indumentaria, las mismas diversiones, las mismas inclinaciones, etc. Parece que estamos a un paso de la universalización de lo humano.

2.     Error de algunas filosofías de la historia

Dos grandes cuerpos de razones sostienen la creencia en esa marcha hacia la universalidad. Uno es la confianza en el progreso técnico; otro, que acompaña al anterior, es el cúmulo de ideas presentes en algunas filosofías de la historia, como la de Hegel o la de Francis Fukuyama. La enseñanza de la historia se ha hecho eco muchas veces de estas filosofías. Cuando se hace una historia universal no es fácil obrar de otro modo. El relato del pasado no es ni puede ser espontáneo u objetivo. La cantidad de hechos sucedidos antes de ahora es inmensa e inabarcable, lo que hace que, en lugar de la imposible tarea de hacer memoria igual de todos ellos, se seleccionen solamente aquellos que permiten ser colocados a lo largo de una línea continua que conduce sin interrupciones, o con interrupciones que son superadas a la larga por la supuesta marcha ascendente de la humanidad, hasta la propia sociedad del historiador, es decir, hasta la Europa actual, la cual se utiliza, sin más razones que ese alineamiento arbitrario de sucesos, como justificación moral de todo lo que ha pasado. Así se concluye explícitamente en lo que no era sino la premisa implícita: que lo sucedido ha valido la pena con tal de llegar hasta el presente.

Este proceder sirve de paso para justificar moralmente el mundo presente. Es un servicio prestado por la historia a la convicción etnocéntrica europea. No se percibe como una idea fantástica que la sociedad europea del siglo XX sea el fin universal al que han estado tendiendo desde siempre todas las sociedades pretéritas, a contar desde las miles de sociedades salvajes que han existido desde hace por lo menos 50.000 años, pasando por las tribales del Neolítico desde hace 10.000, muchas de las cuales han subsistido hasta el siglo XX, en que se han contado unas 4.000 o más, y por otras civilizaciones, como China, la India, Egipto, el Islam, etc., hasta el tiempo en que escribe el historiador. Quien mire este proceso más de cerca observará, no que la humanidad del primate humano se está elevando hacia el Hombre Universal, sino que nuestra sociedad civilizada se asemeja profundamente a la salvaje porque, igual que ella, se concibe como humanidad única y completa, para lo cual ha tenido que negar esa cualidad a las demás. Identificar es excluir; así ha sido siempre y así parece que seguirá siendo. La identificación es brindada en nuestro tiempo por la historia, que urde líneas de sucesión de las sociedades, y por la religión y la filosofía, que proponen utopías como final del movimiento general de las sociedades. Los salvajes hallaban su identificación en sus mitos, pero el resultado es el mismo, la afirmación de sí mismo negando al otro.

3.     Las razones del progreso técnico

Las razones del progreso técnico tampoco avalan de forma indiscutible la realización del universal en la civilización occidental. Suele pensarse que, dado que los progresos actuales han aparecido en Occidente, este solo hecho debería ser suficiente para probar que Occidente tiene algo de lo que carecen las demás, que en ello consiste su esencia propia y que, dado que sus innovaciones se han extendido a todo el planeta, es justo pensar que están borrándose las diferencias que hasta hoy separaban a las sociedades. Esta es la forma de decir que todas las sociedades están convergiendo en un tipo común, el de la civilización europea.

A lo que se debe responder que la primera parte de la objeción contiene algo de verdad, pero no así la consecuencia que pretende extraerse de ella. Es evidente que en el orden técnico–industrial la superioridad está de parte de Occidente y procede de Europa, pero sólo si tal superioridad se mide por la cantidad de ingenios y máquinas de que dispone el hombre medio de esta civilización. Si, en lugar de ello, se midiera por la diferencia entre la energía invertida y la obtenida, entonces estaría por debajo de sociedades de cazadores como la de Folsom, y si se midiera por la cantidad media de energía que la producción técnico–industrial pone a disposición de cada individuo, estaría junto a las sociedades del Neolítico, porque los avances logrados por ellas fueron decisivos para Occidente. La Revolución Industrial, que tuvo lugar después de más de 2.000 años de estancamiento técnico, supo agregar a la Revolución Neolítica algunos inventos importantes, como la escritura, la matemática y la ciencia natural, que hicieron crecer la antigua semilla, pero tales avances no habrían tenido lugar sin el Renacimiento del siglo XVI y el desarrollo científico del XVII. Ahora bien, esos dos siglos cruciales fueron una extraordinaria combinación de elementos procedentes de la antigüedad greco–romana, del Islam, de China, la India, los descubrimientos geográficos de los españoles y los portugueses y las tradiciones germánica y anglosajona. La ciencia clásica, por ejemplo, tiene su origen más claro en el siglo XVI, con Copérnico, Kepler y Galileo, experimentó a continuación un extraordinario empuje en Italia, se desarrolló casi exclusivamente en Inglaterra durante el siglo XVIII y posteriormente en Francia durante el XIX, para pasar más tarde a los Estados Unidos de América, después a la Unión Soviética, Japón, Corea, etc. Además, no podría haber nacido si durante la Edad Media y el Renacimiento no se hubiera recuperado la tradición científica de la antigua civilización griega, que había sabido integrar los conocimientos adquiridos en Egipto, Asia Menor y el Lejano Oriente, y si no hubiera recibido el álgebra de los árabes, que también habían transmitido a la Europa medieval muchos conocimientos procedentes de China y la India. La Revolución Industrial ha sufrido una suerte parecida: vio la luz en Europa, pasó pronto a los Estados Unidos, a la Unión Soviética, a Japón, al Sudeste Asiático, etc., y, según es de esperar, aparecerá pronto en otros puntos del planeta.

No ha sido, pues, la evolución aislada de una pretendida esencia europea negada a las demás sociedades lo que la ha convertido en portadora de un progreso que ahora se estuviera extendiendo a toda la humanidad.

4.     Dinámica civilizatoria real

Los progresos no se generan porque una sociedad particular siga una línea de cambios diferente de las demás, sino porque en algún momento confluye en ella una serie casual de elementos que proceden de otras, por lo que no puede admitirse que existen sociedades que por sí mismas sean más avanzadas que las demás, puesto que ellas solas nunca habrían conseguido sus avances, avances que, por otra parte, suelen ser asimilados prontamente por el resto de las sociedades, lo que acaba por hacerlas tan iguales que apenas tiene importancia saber por dónde empezaron. Carecería de sentido atribuir el mérito de la Revolución Neolítica a una sociedad cualquiera porque ahora se descubriera que empezó en ella 200 años antes que en las demás, pues es seguro que si no hubiera empezado en ella habría empezado en otra.

Que cada progreso sea el resultado de una conjunción de culturas no implica que hayan de aparecer progresos siempre que hay conjunción de culturas. Esto sólo ocurre cuando cada una de ellas contiene algunos elementos que puedan formar con los de las demás el conjunto adecuado para que se produzca el avance, lo cual es obra del azar.

Parece claro que la necesaria confluencia de elementos procedentes de culturas distintas será más rica cuanto más diferentes sean las culturas de origen. Las diferencias pueden ser internas, como ocurrió en las dos revoluciones que venimos mencionando, la Neolítica y la Industrial, pues con la primera aparecieron los estados, las castas y las clases, que eran desigualdades desconocidas por las anteriores sociedades, y con la segunda apareció el proletariado y la explotación del trabajo humano; quienes creen que el progreso técnico es un progreso moral deberían tener en cuenta esta circunstancia. Otras veces son externas, como sucedió en la Grecia clásica, cuyas técnicas procedían en su mayor parte de Asia, como también algunas de sus creencias religiosas. En cualquier caso, es difícil concebir que sin ellas se dé un progreso.

Este hecho entraña una contradicción. Siempre que se produce una feliz coincidencia de ciertos elementos, la diversidad cultural conduce a un progreso, pero los progresos conducen tarde o temprano a una homogeneización de las culturas participantes, y la homogeneización, por último, hace que los progresos sean menos probables e incluso inexistentes. Todo aquel que defienda la igualdad esencial de los seres humanos y crea simultáneamente que la diversidad de culturas es preferible a la homogeneización tendrá que oscilar entre un particularismo erróneo, que atribuye siempre a una cultura o una raza determinada la supremacía sobre las demás, y un universalismo imposible, que se cree autorizado para ampliar a toda la humanidad las soluciones que sólo valen para una parte de la misma.

Bibliografía

  1. Arsuaga, J. L., y Martínez, Y., La especie elegida. La larga marcha de la evolución humana, Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1998.
  2. Beneyto Pérez, J., Historia de las doctrinas políticas, Aguilar, Madrid, 1950.
  3. Bueno, G., “España”, en El basilisco, nº 24, abril–junio de 1998.
  4. Clastres, P., Investigaciones en antropología política, trad. de E. Ocampo, Gedisa, Barcelona, 1987.
  5. Harris, M., Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, trad.de H. G. Trejo, Argos, Barcelona,1978.
  6. Hippel, E. von, Historia de la filosofía política en sus capítulos señeros. I., trad. de F. F. Jardón, revis. de A. de Asís, I. E. P., Madrid, 1962.
  7. Holstein, G., Historia de la filosofía política, trad.de L. L. Lacambra, prólogo de L. D. del Corral, I. E. P., Madrid, 1969.
  8. Lévi–Strauss, C., Race et histoire, (suivi de L’oeuvre de Claude Lévi–Strauss, par Jean Pouillon), Editions Gonthier, Unesco, 1961.
  9. Sahlins, M., Economía de la Edad de Piedra, trad. de E. Muñiz y E. R. Fondevila, Akal, Madrid, 1977.
  10. Service, E., Los cazadores, Labor, Barcelona, 1973.
  11. Service, E., R., Los orígenes del Estado y de la civilización, trad. Hidalgo, M-C R. de E., Alianza, Madrid, 1984.

Share
Comentarios desactivados en Unidad y diversidad culturales