Ética y moral

A. Significado de los vocablos “ética” y “moral”

La filosofía se divide en teórica y práctica. Esta última recibe el nombre de “filosofía moral” y tiene como objeto las conductas humanas. Otras veces se le llama “ética”, pero este vocablo puede prestarse a confusión si no se aclara debidamente su significado.

En griego, que es el idioma en que empezó a hacerse filosofía, existen dos nombres emparentados entre sí a los que se ha asignado la sola voz española “ética”. Uno es eethos” y el otro ethos”. Según el diccionario de Pavón y Echauri, el primero vale por “morada o lugar habitual, morada, habitación, residencia, patria; de animales, cuadra, establo; guarida; de los astros, lugar por donde salen o aparecen // hábito, costumbre, uso; carácter, sentimientos, manera de ser, pensar o sentir, índole, temperamento…”. El segundo por “costumbre, hábito, uso”. Como este último está próximo a éthnos”: “banda, grupo, cuerpo, escuadrón, rebaño, enjambre, pueblo, raza, linaje, nación, clase, casta…”, parece que ha de pensarse que se refiere a las costumbres del grupo más bien que a los hábitos individuales, de donde se infiere que la voz “ética” debería cubrir en español dos sentidos, uno para la conducta personal y otro para la grupal o comunitaria.

El vocablo “moral”, por su lado, ha hecho fortuna en el lenguaje filosófico desde que lo introdujo Cicerón. En De fato, I, avisa al lector de que ellos, los romanos, suelen llamar doctrina de las costumbres a lo que los griegos llaman eethos, pero que él, con el fin de enriquecer la lengua latina, propone que en adelante se le llame moral (mos=costumbre), y desde entonces así se viene haciendo en los idiomas que, como el nuestro, proceden del latín.

De lo cual resulta la existencia de dos vocablos, “ética” y “moral”, con los que designar aquella parte de la filosofía que se ocupa de las conductas humanas. Pero en gracia a la precisión el primero designará en adelante lo que tenga que ver con lo individual y el segundo lo que tenga que ver con lo grupal. Así será casi siempre, pues habrá que entender también que, dado que el concepto del primero es más general que el del segundo, al cual incluye dentro de sí, en más de una ocasión se hará uso de él para referirse a cuanto tenga que ver con la conducta humana general, prescindiendo de que sea individual o grupal. Algo semejante ocurre en nuestra lengua con las palabras “hombre” y “mujer”. La segunda nombra siempre a los individuos pertenecientes al sexo femenino, en tanto que la primera se una unas veces para englobar a ambos sexos y otras solamente para el masculino. Entendemos perfectamente que el libro de Darwin, El origen del hombre, se refiere a los antecesores del ser humano en general, y no pensamos que debería titularse El origen del hombre y de la mujer.

Baste, pues, con lo dicho para comprender que esa parte de la filosofía que se llama “filosofía moral” y se ocupa de las conductas, por oposición a otra, que se llama “filosofía teórica”, consta por ahora de dos secciones, que la primera recibirá el nombre de “ética” y tendrá por objeto todo lo que se refiera a las conductas individuales y que la segunda recibirá el de “moral” y su objeto será lo que se refiera a las conductas grupales.

B. Objeto material de la ética

De los significados incluidos en la etimología de la voz “ética” no debe prestarse atención por ahora más que a tres: las conductas, los hábitos y el carácter.

a)  Actos humanos

No todas las conductas humanas interesan por igual a la ética, sino solamente aquellas que se llaman “actos humanos”, que son los ejecutados de manera consciente y voluntaria. Un acto humano es, pues, aquel que se ejecuta sabiendo y queriendo, es decir, sabiendo lo que se hace y queriendo hacerlo. Si falta una cualquiera de estas dos condiciones, o las dos a la vez, el acto no es humano y, por tanto, carece de interés para la ética.

Los que no cumplen ninguna estas condiciones se llaman “actos del hombre” y son los ejecutados por la naturaleza física o biológica del hombre, sin que éste tenga poder sobre ellos, pues no son realizados por él como sujeto responsable. Hacer la digestión, parpadear si se siente una molestia en los ojos, sentir hambre y muchos otros actos de esta clase son conductas que los hombres realizan cotidianamente, pero, aun siendo conscientes de ellos, no suceden porque ellos los quieran, sino por la necesidad de la naturaleza y, en consecuencia, no revisten carácter ético alguno.

Los actos humanos, por el contrario, proceden de la voluntad, que exige un conocimiento previo por parte de la inteligencia. No es posible querer algo si no es antes conocido. La inteligencia y la voluntad son, pues, requisitos indispensables de la ética.

No todos los actos voluntarios son iguales. Unos caen inmediatamente bajo el poder de nuestro querer y otros no. A los primeros se les llama “actos elícitos”, a los segundos “actos imperados”.

Un acto es elícito cuando es producido directa e inmediatamente por nuestro querer, sin que intervenga nada más que él. Así sucede con la volición, que es el simple acto de querer algo, como cuando uno goza por el simple hecho de desearlo sin haber puesto todavía los medios para conseguirlo. Sea ejemplo de ello el enamoramiento, que produce complacencia en la imaginación antes y al margen de la realidad. Otro es la intención, en que la voluntad se ha decidido ya a poner los medios para lograr lo que quiere. Otro la elección, en que se inclina por unos determinados medios, eliminando otros. Y otro el consentimiento, en que acepta conjuntamente el objeto de deseo y los medios y los medios para alcanzarlo.

Un acto imperado, o acto que no cae inmediatamente bajo el poder de nuestro querer, es el ejecutado por otras facultades, las cuales pueden o no depender completamente de la voluntad. Las fuerzas motrices de nuestro cuerpo que comprenden los movimientos de manos, pies o cabeza, están completamente sometidas al control del querer. En efecto, la mano no se mueve por sí misma, sino porque uno quiere. Y no puede quedarse quieta cuando uno no quiere, a no ser por una enfermedad o algún otro accidente físico. No sucede así con la imaginación, pues el dominio de la voluntad sobre ella es incompleto. Hay ocasiones en que uno puede imaginar escenas bajo la guía de su deseo, pero hay otras en no es posible apartar otras de la imaginación, sobre todo si le han causado una fuerte excitación. Cuando alguien ha presenciado un asesinato horrible no podrá seguramente dejar de recordar la escena durante muchos días. Parece evidente que en estos casos uno no actúa voluntariamente y, en consecuencia, no tiene responsabilidad moral alguna.

Tampoco es perfecto el dominio de la voluntad sobre el entendimiento. Ciertamente uno puede esforzarse o no por entender un asunto. Esto depende de que quiera o no quiera. También es cierto que puede guiarse al entendimiento sobre la orientación general de problemas prácticos relacionados con la fe, el derecho o la política. Así, es posible inclinarse por una ideología u otra o por una religión u otra. Esto depende de la voluntad. Pero no depende de ella el entender o no algo, sobre todo si es evidente. Si se ha comprendido, por ejemplo, que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y desde el mismo punto de vista, no es posible negarlo ante sí mismo de manera convincente.

b)   Trabas o impedimentos de los actos humanos

Si un acto humano solamente lo es cuando está acompañado de conciencia y voluntad, es decir, cuando el sujeto sabe lo que hace y quiere hacerlo, entonces no lo será cuando algo impida o disminuya cualquiera de estos dos factores. Entre estos impedimentos cabe destacar como los más importantes los siguientes la ignorancia, la pasión y el miedo.

Ignora algo quien lo desconoce teniendo capacidad de conocerlo. No llamamos ignorante a un animal por no saber leer, sino a un hombre, pues el primero no es capaz de aprender y el segundo sí. Pero no toda ignorancia es igual, pues hay una de la que se es responsable y otra de la que no. Si un juez que desconoce las leyes penales por no haberlas estudiado en la facultad condena injustamente a un reo no puede alegar en su defensa esa ignorancia, pues estuvo en su mano superarla y tuvo la obligación de hacerlo.

Hay ignorancia culpable e ignorancia no culpable. Una existe bien porque el sujeto la ha querido o bien porque no ha querido superarla, debiendo hacerlo. La otra porque no ha sido posible superarla bien porque no estaba en poder del sujeto hacerlo o bien porque éste si siquiera sabía de su existencia.

La pasión es la tendencia que arrastra al sujeto hacia un objeto que ha afectado su sensibilidad. La tendencia suele poner en movimiento las fuerzas corporales para conseguir el objeto. Un hombre que está hambriento, por ejemplo, puede sentir un fuerte impulso hacia un trozo de carne asada que acaba de oler. A continuación puede dominar su impulso o, por el contrario, puede abalanzarse sobre la carne.

La pasión enciende la voluntad, pero no es voluntaria. Aunque ocurre muy rara vez, puede darse el caso de que sea tan violenta que destruya la voluntad de tal manera que ésta no puede resistirse. También puede en algún caso extremo destruir la conciencia, haciendo que el sujeto actúe como un autómata inconsciente. La acción de un hombre en estas circunstancia ya no es un acto humano y no debe imputársele. Pero, eliminada esta circunstancia por presentarse en muy contadas ocasiones, lo normal es que la pasión no destruya la voluntad, sino que disminuya.

El miedo, por último, es la conmoción del ánimo por un mal probablemente inminente. Siempre sucede por causa de un mal, pero no de un mal posible, pues el número de los males posibles es seguramente infinito, sino por uno probable e inminente. Y, desde luego, no es voluntario.

En determinadas circunstancias, el miedo también puede encender la voluntad de manera que ésta ponga en movimiento las fuerzas corporales para provocar una acción. En este caso el acto habrá dependido finalmente de la voluntad y será, en consecuencia, un acto humano. Pero si el miedo llega a hacer que se extinga totalmente la voluntad, lo que casi nunca sucede, entonces no lo será y no podrá imputarse al hombre que lo haya ejecutado.

Lo corriente, sin embargo, es que el miedo no destruya las condiciones de la responsabilidad por no destruir las que hacen que un acto sea humano.

c)  Los hábitos

Solamente los seres activos, como el hombre, tienen hábitos, pues éstos no existen donde no hay actividad. No decimos, en efecto, que el agua tiene el hábito de discurrir siempre por el mismo cauce o que el olivo tiene el de dar aceitunas en invierno.

Por esto deben distinguirse los hábitos de las acciones innatas, por más que éstas son también repetitivas en muchas ocasiones, pues aquéllos no son innatos, sin adquiridos. Se agregan así a lo innato y natural, formando una segunda naturaleza. En el hombre son la parte más importante de su estructura psicológica y moral, pues el hombre es un ser eminentemente activo.

Todo ello hace que el hábito se defina como una disposición permanente, agregada a las conductas innatas inamovibles, a obrar de una determinada manera.

Se dice que es una disposición porque la repetición de actos, cuando hace nacer el hábito, inclina al hombre a seguir repitiendo dichos actos y hacerlo además con agrado. Cada cual disfruta, en efecto, en aquello a lo que se habitúa.

Es permanente porque una vez adquirido resulta difícil removerlo, incluso cuando es perjudicial para su portador, como el beber, el fumar, el tener un lenguaje soez, etc.

Los actos impulsados por el hábito son siempre actos concretos, determinados, no cualesquiera actos. Quien tiene el hábito del alcohol no se inclinará por ello a la lectura, sino a tomar bebidas alcohólicas, y quien tiene el de hacer ejercicio físico no por ello sentirá inclinación al cine, sino a hacer deporte, gimnasia, etc.

Los hábitos son, por último, algo agregado a los automatismos naturales del hombre. Pueden ir a favor de la corriente generada por éstos, lo que es común en los animales. En los hombres, en cambio, pueden orientarse además en contra de esa corriente, pues ellos son capaces de contener sus inclinaciones naturales, como el deseo sexual, la ira o el miedo y ser castos, pacientes o valerosos.

Podría parecer que el hábito, por producir un cierto automatismo en la conducta, disminuye y hasta destruye el querer, de manera que el acto dejaría de ser humano y el actor no sería responsable de él, pero no es así, sino al revés. Lo que se consigue con él no es eliminar el querer sino hacer con más agrado y menos esfuerzo lo que se quiere, incluso cuando es malo o perjudicial. En lugar de disminuirlo, lo potencia.

d)  El carácter

Los hábitos adquiridos imprimen su marca sobre el hombre, dotándole de un carácter peculiar, según el cual obrará en adelante. Es decir, el hombre obra según su propio ser, que él construye activamente. El ser humano es fabricado de la misma manera que un animal hace su guarida para guarecerse en ella. Este es uno de los sentidos de la palabra “ética” que aquí recogemos.

Habida cuenta de que el carácter se hace con hábitos, un hombre de buen carácter será aquel que ha adquirido buenos hábitos y de malo el que los haya adquirido malos. De aquí se sigue que nadie nace bueno o malo, con buen o con mal carácter, sino que todos pueden ser buenos o malos, dependiendo de cada cual el llegar a ser una cosa u otra.

No basta, pues, ser hombre y tener tendencias propias de hombre para ser bueno. La bondad no sigue al ser que se nos da en el origen, sino al que elabora cada uno. Un hombre puede por esto ser el mejor de los seres, pero también la peor de las bestias. De él solamente depende. Ha de rechazarse, por tanto, la doctrina filosófica según la cual basta seguir las tendencias naturales para obrar bien.

Conclúyese asimismo de estas ideas que los niños no son buenos ni malos todavía, pero que los adultos son por fuerza una cosa u otra, puesto que han formado ya su carácter.

C. Objeto formal de la ética

Los actos humanos no interesan solo a la ética. También a la psicología, la sociología, el derecho o la etología. En esto coinciden todas estas ciencias y otras que podrían mencionarse. Se diferencian en el punto de vista desde el que toman en consideración tales actos. El aborto, por ejemplo, interesa al derecho por la necesidad de regularlo legalmente, a la medicina por el perjuicio físico que puede ocasionar y a la sociología por la incidencia que pueda tener en la tasa poblacional. Estas ciencias tienen, pues, un mismo objeto material, el aborto, pero diferente objeto formal, por la diferente perspectiva adoptada por cada una para estudiarlo.

e) Las normas morales

El objeto formal de la ética es el acto humano en cuanto referido a una norma ética. Si está conforme con dicha norma, se dirá que es bueno, y malo en caso contrario. La norma está presente en todo hombre, de manera que todo hombre es consciente de estar obrando bien o mal cada vez que realiza un acto humano.

Puede suceder que por una ineptitud biológica o por una degradación moral haya quien sea incapaz de reconocer las normas de la ética, como puede suceder que por una grave deficiencia mental, económica, etc., o por falta de dedicación haya quien no puede reconocer normas matemáticas. El que se encuentre en el primer caso no será responsable de ello, pero sí el que se encuentre en el segundo, pues por su sola decisión le sucede lo que le sucede. Un terrorista que comete crímenes horrendos por una causa delirante es un sujeto de esta clase, un imbécil moral.

Dicho lo cual, puede definirse la ética diciendo que tiene como objeto formal el definir el bien y el mal determinando cuáles son las normas éticas y extrayendo de ellas el orden al que deben ajustarse lo actos humanos.

f)  Fuentes de la ética

Como solamente puede haber ética si se sabe y se quiere lo que se hace, solamente los actos humanos pueden ser éticos. Solamente ellos pueden, por tanto, ser buenos o malos, según que se ajusten o no a las normas éticas. Los objetos no pueden ser una cosa ni otra, a no ser por analogía.

Decimos que la gimnasia es sana, pero no en sí misma. ¿Cómo podría estar sana o enferma la gimnasia? Es una cosa o la otra por referencia al sujeto que la practica, el único que puede estar sano o enfermo. Si lo aplicamos a la cosa es porque extendemos a ella por analogía el concepto que solamente puede aplicarse en rigor al sujeto.

Una vez que lo ético se circunscribe al acto humano, es necesario analizar cómo debe producirse éste. La condición general es que lo que se va a hacer, el objeto de la acción, sea primero pensado y después querido. Y tiene que ser las dos cosas, pues la voluntad no quiere las cosas tal como son en sí, sino tal como le son presentadas por el pensamiento. La voluntad, en cuanto tal, no entiende, por lo que no puede saber qué es lo que quiere, sea bueno o malo, favorable o perjudicial. Ha de intervenir la inteligencia para ello. Estas son las fuentes principales de lo ético en nuestras acciones. Lo demás es circunstancial y puede solamente acrecentar o disminuir lo malo o bueno de lo que hagamos.

Una circunstancia es el quién. No es lo mismo, por ejemplo, que una mala acción, como robar, sea realizada por un hombre de recursos escasos que por un policía. Otra es el qué, que se refiere a la cantidad y la cualidad de lo que se hace. Así, no es lo mismo ayudar a alguien con una pequeña cantidad de dinero que hacerlo con una grande. Otra el modo, que es la manera en que se lleva a cabo la acción. Alguien puede hacer algo sin completa conciencia de lo que hace, o en público y no en privado, por sí mismo o ayudado por otros cómplices, etc., lo que disminuirá o agravará el mal que hace. Otra, por último, es fin o propósito con vistas al cual se hace algo. El fin no justifica un acto malo, aunque sí hace bueno un acto indiferente.


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Abdicación de Amadeo I

Izqda.: Escudo de Carlos V. Dcha.: Escudo desde Felipe II hasta Carlos II

Izqda.: Escudo de Carlos V. Dcha.: Escudo desde Felipe II hasta Carlos II

 En el escudo de Felipe VI no faltan el yugo y las flechas, que no han estado presentes en el de ningún monarca español, a excepción del de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. Se parece mucho al de Amadeo I de Saboya, un rey constitucional («Acepto la Constitución –de 1.869- y juro guardar y hacer guardar las Leyes del Reino») que abdicó, según dijo él mismo, por causa de las desavenencias entre partidos españoles.


Abdicación del rey Amadeo I

“Al Congreso: Grande fue la honra que merecí de la Nación española eligiéndome para ocupar el trono, honra tanto más por mí apreciada, cuanto que se me ofrecía rodeada de las dificultades y peligros que lleva consigo la empresa de gobernar un país tan hondamente perturbado.

Alentado, sin embargo, por la resolución propia de mi raza, que antes busca que esquiva el peligro; decidido a inspirarme únicamente en el bien del país y a colocarme por cima de todos los partidos; resuelto a cumplir religiosamente el juramento por mí prestado ante las Cortes Constituyentes y pronto a hacer todo linaje de sacrificios para dar a este valeroso pueblo la paz que necesita, la libertad que merece, y la grandeza a que su gloriosa historia y la virtud y constancia de sus hijos le den derecho, creí que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar sería suplida por la lealtad de mi carácter, y que hallaría poderosa ayuda para conjurar los peligros y vencer las dificultades que no se ocultan a mi vista en la simpatía de todos los españoles amantes de su Patria, deseosos ya de poner término a las sangrientas y estériles luchas que hace tanto tiempo desgarran sus entrañas.

Amadeo_Felipe

Izda.: Escudo de Amadeo I de Saboya. Dcha.: Escudo de Felipe VI

Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos años largos ha que ciño la corona de España y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación, son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.

Lo he buscado ávidamente dentro de la ley, y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla.

Nadie achacará a flaqueza de ánimo mi resolución. No habría peligro que me moviera a desceñirme la Corona si creyera que la llevaba en mis sienes para bien de los españoles; ni causó mella en mi ánimo el que corrió la vida de mi augusta esposa, que en este solemne momento manifiesta como yo el que en su día se indulte a los autores de aquel atentado.

Pero tengo hoy la firmísima convicción de que serían estériles mis esfuerzos e irrealizables mis propósitos.

Estas son, Señores Diputados, las razones que me mueven a devolver a la Nación, y en su nombre a vosotros, la Corona que me ofreció el voto nacional haciendo de ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores.

Estad seguros de que al desprenderme de la Corona no me desprendo del amor a esta España, tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía.

Amadeo. Palacio de Madrid, 11 de febrero de 1873”

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Historia de la filosofía

El año 2003 publicó la Editorial Penta un manual de Historia de la filosofía. 2 Bachillerato, del que Felipe Giménez Pérez y Emiliano Fernández Rueda eran autores. Ahora se presenta a la venta en Amazon en formato electrónico Kindle. Siguiendo este enlace se dará fácilmente con él e incluso se podrá adquir:

http://www.amazon.com/dp/B00L314GRS

No estará de más traer a colación un pasaje de la reseña que en su momento hizo D. Antonio Muñoz Ballesta sobre esta obra en el número 28 de El Catoblepas:

"El lenguaje es accesible y técnico a la misma vez. La filosofía domina en la mayoría de las páginas pues como entendía Ortega y Gasset la misma filosofía es historia de la filosofía, pero la ciencia no se olvida, por ejemplo en el capítulo dedicado al nacimiento de la física matemática en la página 111: «La ciencia moderna tuvo éxito porque impuso la visión del geómetra a la naturaleza material» y en la página 113 «Galileo había dejado de construir hipótesis, como Copérnico. Sus enunciados eran enunciados de realidad». Y «el Santo Oficio… condenó a Galileo a la cárcel, aunque no cumplió la sentencia». No se van por las ramas los autores cuando relacionan la nueva ciencia con la filosofía moderna de Descartes y Hobbes: «Faltaba todavía poner en lenguaje filosófico aquella metafísica que ya estaba sirviendo de fundamento a la ciencia. De ello se encargaron después autores como Descartes y Hobbes, en cuyos escritos se plasmó el mecanicismo moderno, una tesis metafísica que considera a la máquina como modelo explicativo. El reloj es el modelo o metáfora. El aristotelismo concebía teleológicamente la substancia. La explicación mecánica o mecanicista, por el contrario, sólo recurre a la materia extensa y al movimiento mecánico. Los precedentes eran Demócrito y Platón, uno por su materialismo y otro por su insistencia en la necesidad de contar con las matemáticas para que una actividad mental cualquiera pudiera ser tenida como científica. Newton (1642-1727) consolida la revolución científica iniciada por Galileo. En 1687 publica su gran obra Philosophiae naturalis principia matemática(Principios matemáticos de filosofía natural). Su gran descubrimiento fue la teoría de la gravitación universal, que permitía considerar la atracción de la Tierra como si la atracción ejercida por todas sus partículas se concentrara en su centro geométrico». (Antonio Muñoz Ballesta, El Catoblepas, número 28, junio 2004, página 22)

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Tiranía de las castas

Ni sustituyendo el voto universal por el de unas élites doctas -ni el gobierno de ignorantes por el de doctos- se solucionan los graves problemas de las democracias de masas. Sobre ello habla también Gustave le Bon en su Psicología de masas:

¿Hemos de suponer entonces que un sufragio restringido -restringido a los capaces, si se quiere- mejoraría el voto de las masas? No puedo admitido ni por un instante y ello por los motivos antes señalados y relativos a la inferioridad mental de todas las colectividades, sea cual fuere su composición. En masa, y lo repito, los hombres se igualan siempre y, por lo que respecta a cuestiones generales, el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores. No creo que ninguna de las votaciones tan reprochadas al sufragio universal, como la que restauró el Imperio, por ejemplo, hubiese sido distinta con votantes reclutados exclusivamente entre sabios y letrados. El hecho de que un individuo sepa griego o matemáticas, sea arquitecto, veterinario, médico o abogado no le dota de particulares luces en cuestiones de sentimientos. Todos nuestros economistas son gentes instruidas, en su mayoría profesores y académicos. ¿Están acaso de acuerdo en cuanto a una sola cuestión general, al proteccionismo, por ejemplo? Ante problemas sociales, llenos de múltiples incógnitas y dominados por la lógica mística o la lógica afectiva, todas las ignorancias se igualan.
Así pues, si el cuerpo electoral estuviese exclusivamente compuesto por gentes llenas de ciencia, sus votos no serían mejores que los de ahora. Se guiarían sobre todo con arreglo a sus sentimientos y al espíritu de su partido. No contaríamos con menos dificultades que ahora y tendríamos, además, la pesada tiranía de las castas.

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La república federal

Fue una expresión talismán: en los años de la primera república española se era partidario de la república federal o se era un criminal, un estúpido, etc. Pero cada cual entendía por "república federal" lo que se le antojaba. Así lo explica Gustave le Bon en la obra citada en la ficha anterior:

Los radicales habían descubierto que una república unitaria es una monarquía disfrazada y, para agradarles, las Cortes proclamaron unánimemente la república federal, sin que ninguno de los votantes hubiera podido definir aquello que acababa de ser votado. Pero dicha fórmula encantaba a todo el mundo, fue un delirio, una embriaguez. Se acababa de inaugurar en la tierra el reino de la virtud y de la felicidad. Un republicano al cual rehusaba su enemigo el título de federal se ofendía por ello como si se tratase de una mortal injuria. La gente se saludaba por las calles diciendo: ¡Salud y república federal! Se entonaban himnos a la santa indisciplina y a la autonomía del soldado. ¿Qué era la república federal? Unos entendían por ella la emancipación de las provincias, instituciones parecidas a las de Estados Unidos o la descentralización administrativa; otros pretendían la anulación de toda autoridad, una próxima liquidación total social. Los socialistas de Barcelona y Andalucía proclamaban la soberanía absoluta de las comunas, querían dividir a España en diez mil municipios independientes que no se rigiesen más que por sus propias leyes, suprimiendo al mismo tiempo el ejército y la policía. Muy pronto se vio, en las provincias del Sur, propagarse la insurrección de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo. En cuanto una comuna había realizado su pronunciamiento, lo primero que hacía era destruir el telégrafo y los ferrocarriles, a fin de cortar todas sus comunicaciones con sus vecinos y con Madrid. No había aldea, por pequeña que fuese, que no quisiera hacer rancho aparte. El federalismo se había convertido en un cantonalismo brutal, incendiario y asesino y por doquier se celebraban sangrientas saturnales.

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Tiranía de los comités

La aparición del hombre masa propio de las democracias parlamentarias actuales fue un fenómeno que causó sorpresa a los filósofos desde la última mitad del siglo XX. He aquí cómo expresa Gustave le Bon, en Psicología de las masas, publicada en 1895, su opinión acerca de los comités, sindicatos, etc., que se encargan de organizar la acción de las masas:

Los comités, sean cuales sean sus nombres: clubs, sindicatos, etc., constituyen uno de los temibles peligros del poder de las masas. Representan, en efecto, la forma más impersonal y en consecuencia más opresora de la tiranía. Los directivos de comités que hablan y actúan en nombre de una comunidad están liberados de toda responsabilidad y pueden permitirse todo. Ni el más feroz de los tiranos habría soñado jamás las órdenes impartidas por los comités revolucionarios. Los comités, dice Barras, diezmaron y metieron en cintura a la Convención. Robespierre fue el amo absoluto mientras pudo hablar en nombre de ellos. El día en que, por cuestiones de amor propio, el temible dictador se apartó de ellos, marcó la hora de su ruina. El reino de las masas es el reino de los comités y, en consecuencia, de sus líderes. No cabe imaginar despotismo más duro.

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Utrum Deus cognoscat se

En las operaciones que pasan al exterior el objeto de la operación es extrínseco, pero en las que están en el operante el objeto permanece en él. Por eso dice Aristóteles en De anima, III[1], que lo sensible en acto es el sentido en acto y lo inteligible en acto el entendimiento en acto. Como Dios es acto puro, lo entendido y el entendimiento son lo mismo. No puede suceder como en nuestro entendimiento, que cuando está en potencia le falta algo de la especie y cuando está en acto es distinto de ella. En el caso de Dios la especie inteligible es el mismo entendimiento. Luego se conoce a sí por sí.

1. El que conoce su esencia retorna del todo a su esencia, se dice en De causis. Como Dios no sale de su esencia no retorna a ella ni, en consecuencia se conoce. Esto dice una objeción que se pone a la tesis de este artículo. Pero no es correcto lo que dice, pues retornar a la propia esencia es subsistir en sí; las facultades cognoscitivas no subsistentes en sí, como los órganos de los sentidos, no se conocen a sí mismas y no son, por tanto, subsistentes en sí mismas; eso es lo que se dice en De causis: que el que conoce su esencia retorna a su esencia. Como Dios subsiste por sí en sumo grado retorna a su esencia y se conoce a sí mismo.

2. Otra objeción dice que en De anima, III[2], consta que conocer es una especie de sentir y cambiar, que es asemejarse a lo conocido y que lo conocido perfecciona al que conoce, de donde se sigue que, como nada cambia, siente, se perfecciona por sí mismo ni es imagen de sí mismo, Dios no se conoce. A esto se debe responder que el entender y el sentir, de que se habla en De anima, III, son un determinado cambiar solo en sentido equívoco, porque entender es acto de lo perfecto que se da en un mismo agente y no un movimiento como acto de lo imperfecto que pasa a otra cosa. Cuando está en potencia, el entendimiento puede ser perfeccionado por lo inteligible o asemejarse a ello, pues estando en potencia se diferencia de lo inteligible y al mismo tiempo se le asemeja por la especie inteligible, que es imagen de lo entendido y por ella se perfecciona, como la potencia por el acto. Ahora bien, el entendimiento divino, que no está en potencia en modo alguno, no se perfecciona por lo inteligible ni a ello se asemeja, sino que él mismo es su inteligible y su perfección.

3. Se objeta en tercer lugar que, puesto que somos semejantes a Dios sobre todo por el entendimiento, pero, dado que el entendimiento no se conoce a sí mismo a no ser conociendo otras cosas, como se dice en De anima, III[3], tampoco Dios se conoce a sí mismo a no ser conociendo otras cosas. A lo que se responde que, lo mismo que la materia prima, que no pasa a ser un objeto natural más que cuando pasa a estar en acto por la forma, nuestro entendimiento posible, que está en potencia con respecto a lo inteligible como la materia prima con respecto a la forma, no puede tener operación inteligible alguna más que al perfeccionarse por la especie inteligible de alguna cosa. Así es como se entiende a sí mismo, conociendo su mismo conocer por conocer lo inteligible y conociendo por el acto la facultad intelectiva. Dado que Dios es acto puro, tanto en el orden de la existencia como en el de la inteligibilidad, se entiende a sí mismo por sí mismo.


[1] Recapitulando ahora ya la doctrina que hemos expuesto en torno al alma, digamos una vez más que el alma es en cierto modo todos los entes, ya que los entes son o inteligibles o sensibles y el conocimiento intelectual se identifica en cierto modo con lo inteligible, así como la sensación con lo sensible. Veamos de qué modo es esto así. 
El conocimiento intelectual y la sensación se dividen de acuerdo con sus objetos, es decir, en tanto que están en potencia tienen como correlato sus objetos en potencia, y en tanto que están en acto, sus objetos en acto. A su vez, las facultades sensible e intelectual del alma son en potencia sus objetos, lo inteligible y lo sensible respectivamente. Pero éstos han de ser necesariamente ya las cosas mismas, ya sus formas. Y, por supuesto, no son las cosas mismas, toda vez que lo que está en el alma no es la piedra, sino la forma de ésta. De donde resulta que el alma es comparable a la mano, ya que la mano es instrumento de instrumentos y el intelecto es forma de formas así como el sentido es forma de las cualidades sensibles. Y puesto que, a lo que parece, no existe cosa alguna separada y fuera de las magnitudes sensibles, los objetos inteligibles —tanto los denominados abstracciones como todos aquellos que constituyen estados y afecciones de las cosas sensibles— se encuentran en las formas sensibles. De ahí que, careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. De ahí también que cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen: es que las imágenes son como sensaciones sólo que sin materia. La imaginación es, por lo demás, algo distinto de la afirmación y de la negación, ya que la verdad y la falsedad consisten en una composición de conceptos. En cuanto a los conceptos primeros, ¿en qué se distinguirán de las imágenes? ¿No cabría decir que ni éstos ni los demás conceptos son imágenes, si bien nunca se dan sin imágenes.

[2] De otra parte, es obvio que lo sensible hace que la facultad sensitiva pase de la potencia al acto sin que ésta, desde luego, padezca afección o alteración alguna. De ahí que se trate de otra especie de movimiento, ya que el movimiento —como decíamos— es esencialmente el acto de lo que no ha alcanzado su fin mientras que el acto entendido de un modo absoluto —el de lo que ha alcanzado su fin— es otra cosa. Así pues, la percepción es análoga a la mera enunciación y a la intelección. Pero cuando lo percibido es placentero o doloroso, la facultad sensitiva —como si de este modo estuviera afirmándolo o negándolo— lo persigue o se aleja de ello. Placer y dolor son el acto del término medio en que consiste la sensibilidad para lo bueno y lo malo en cuanto tales. Esto mismo son también el deseo y la aversión en acto: las facultades del deseo y la aversión no se distinguen, pues, realmente ni entre sí ni de la facultad sensitiva. No obstante, su esencia es distinta. (De anima, 431a, 5)

[3] Ahora bien, si el inteligir constituye una operación semejante a la sensación, consistirá en padecer cierto influjo bajo la acción de lo inteligible o bien en algún otro proceso similar. Por consiguiente, el intelecto —siendo impasible— ha de ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin ser ella misma y será respecto de lo inteligible algo análogo a lo que es la facultad sensitiva respecto de lo sensible. Por consiguiente y puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mezcla —como dice Anaxágoras— para que pueda dominar o, lo que es lo mismo, conocer, ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma potencialidad. Así pues, el denominado intelecto del alma —me refiero al intelecto con que el alma razona y enjuicia— no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir. De ahí que sería igualmente ilógico que estuviera mezclado con el cuerpo: y es que en tal caso poseería alguna cualidad, sería frío o caliente y tendría un órgano como lo tiene la facultad sensitiva; pero no lo tiene realmente. Por lo tanto, dicen bien los que dicen que el alma es el lugar de las formas, si exceptuamos que no lo es toda ella, sino sólo la intelectiva y que no es las  formas en acto, sino en potencia. Por lo demás y si se tiene en cuenta el funcionamiento de los órganos sensoriales y del sentido, resulta evidente que la impasibilidad de la facultad sensitiva y la de la facultad intelectiva no son del mismo tipo: el sentido, desde luego, no es capaz de percibir tras haber sido afectado por un objeto fuertemente sensible, por ejemplo, no percibe el sonido después de sonidos intensos, ni es capaz de ver u oler, tras haber sido afectado por colores u olores fuertes; el intelecto, por el contrario, tras haber inteligido un objeto fuertemente inteligible, no intelige menos sino más, incluso, los objetos de rango inferior. Y es que la facultad sensible no se da sin el cuerpo, mientras que el intelecto es separable. Y cuando éste ha llegado a ser cada uno de sus objetos a la manera en que se ha dicho que lo es el sabio en acto —lo que sucede cuando es capaz de actualizarse por sí mismo—, incluso entonces se encuentra en cierto modo en potencia, si bien no del mismo modo que antes de haber aprendido o investigado: el intelecto es capaz también entonces de inteligirse a sí mismo. (De anima, 429a, 10)

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En Dios hay ciencia

Para probar que en Dios hay ciencia ha de tenerse en cuenta que no es lo mismo un ser que tiene conocimiento, al que es connatural poseer la forma de otra cosa además de la propia, y otro que carece de él y solo posee su forma propia. La naturaleza de uno es más reducida que la del otro, como dice Aristóteles en II De anima[1].  De ahí que las formas se aproximen tanto más a lo infinito cuanto más inmateriales sean, porque la limitación de la forma se debe a la materia. Luego si algo puede conocer es en la medida en que es inmaterial. Por eso no conocen nada las plantas, como se dice también en De anima, II[2]. Si los sentidos, que pueden recibir especies inmateriales, son capaces de conocer, mucho más lo es el entendimiento, que está más separado de la materia, como consta De anima, III[3].

De donde se sigue que Dios, siendo inmaterial en sumo grado, tiene el sumo grado de ciencia.

1. Parece que, pues la ciencia es un hábito, no debería corresponder a Dios, pero no es así, porque no se le puede atribuir como hábito, sino como sustancia.

2. Parece también que, puesto que la ciencia lo es de conclusiones, causadas por los principios, pero en Dios no hay nada causado, no hay ciencia en Él, pero tampoco es así, porque lo que en las cosas es múltiple en Él es uno; el saber humano puede ser de conclusiones, de principios, de práctica política, etc., pero en Él es uno, como se ha dicho.

3. Por último, podría quizá decirse que la ciencia es de lo universal o de lo particular, pero en Dios no hay ni una cosa ni otra y por tanto no tiene ciencia, pero se olvida que la ciencia está en el que sabe, acomodada a su ser, y como la esencia divina es más sublime que la humana la ciencia no está en ella acomodada como en los humanos, en los que es universal, particular, en acto, en potencia, etc.


[1] Recapitulando ahora ya la doctrina que hemos expuesto en torno al alma, digamos una vez más que el alma es en cierto modo todos los entes, ya que los entes son o inteligibles o sensibles y el conocimiento intelectual se identifica en cierto modo con lo inteligible, así como la sensación con lo sensible. Veamos de qué modo es esto así.
El conocimiento intelectual y la sensación se dividen de acuerdo con sus objetos, es decir, en tanto que están en potencia tienen como correlato sus objetos en potencia, y en tanto que están en acto, sus objetos en acto. A su vez, las facultades sensible e intelectual del alma son en potencia sus objetos, lo inteligible y lo sensible respectivamente. Pero éstos han de ser necesariamente ya las cosas mismas, ya sus formas. Y, por supuesto, no son las cosas mismas, toda vez que lo que está en el alma no es la piedra, sino la forma de ésta. De donde resulta que el alma es comparable a la mano, ya que la mano es instrumento de instrumentos[1] y el intelecto es forma de formas así como el sentido es forma de las cualidades sensibles. Y puesto que, a lo que parece, no existe cosa alguna separada y fuera de las magnitudes sensibles, los objetos inteligibles —tanto los denominados abstracciones como todos aquellos que constituyen estados y afecciones de las cosas sensibles— se encuentran en las formas sensibles. De ahí que, careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. De ahí también que cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen: es que las imágenes son como sensaciones sólo que sin materia. La imaginación es, por lo demás, algo distinto de la afirmación y de la negación, ya que la verdad y la falsedad consisten en una composición de conceptos. En cuanto a los conceptos primeros, ¿en qué se distinguirán de las imágenes? ¿No cabría decir que ni éstos ni los demás conceptos son imágenes, si bien nunca se dan sin imágenes[1]. (Aristóteles, De anima, 431b – 432 a, según traducción de T. Calvo en Gredos, Madrid, 2003)

[2] Queda claro también por qué las plantas no están dotadas de sensibilidad a pesar de que poseen una parte del alma y a pesar de que padecen bajo el influjo de las cualidades sensibles, puesto que se enfrían y calientan: la razón está en que no poseen el término medio adecuado ni el principio capaz de recibir las formas de los objetos sensibles (sin la materia), sino que reciben el influjo de éstas unido a la materia. (Aristóteles, op. Cit., 124 b.)

[3] Por lo que se refiere a aquella parte del alma con que el alma conoce y piensa —ya se trate de algo separable, ya se trate de algo no separable en cuanto a la magnitud, pero sí en cuanto a la definición— ha de examinarse cuál es su característica diferencial y cómo se lleva a cabo la actividad de inteligir. Ahora bien, si el inteligir constituye una operación semejante a la sensación, consistirá en padecer cierto influjo bajo la acción de lo inteligible o bien en algún otro proceso similar. Por consiguiente, el intelecto —siendo impasible— ha de ser capaz de recibir la forma, es decir, ha de ser en potencia tal como la forma pero sin ser ella misma y será respecto de lo inteligible algo análogo a lo que es la facultad sensitiva respecto de lo sensible. Por consiguiente y puesto que intelige todas las cosas, necesariamente ha de ser sin mezcla —como dice Anaxágoras— para que pueda dominar o, lo que es lo mismo, conocer, ya que lo que exhibe su propia forma obstaculiza e interfiere a la ajena. Luego no tiene naturaleza alguna propia aparte de su misma potencialidad. Así pues, el denominado intelecto del alma —me refiero al intelecto con que el alma razona y enjuicia— no es en acto ninguno de los entes antes de inteligir. De ahí que sería igualmente ilógico que estuviera mezclado con el cuerpo: y es que en tal caso poseería alguna cualidad, sería frío o caliente y tendría un órgano como lo tiene la facultad sensitiva; pero no lo tiene realmente. Por lo tanto, dicen bien los que dicen que el alma es el lugar de las formas, si exceptuamos que no lo es toda ella, sino sólo la intelectiva y que no es las formas en acto, sino en potencia. Por lo demás y si se tiene en cuenta el funcionamiento de los órganos sensoriales y del sentido, resulta evidente que la impasibilidad de la facultad sensitiva y la de la facultad intelectiva no son del mismo tipo: el sentido, desde luego, no es capaz de percibir tras haber sido afectado por un objeto fuertemente sensible, por ejemplo, no percibe el sonido después de sonidos intensos, ni es capaz de ver u oler, tras haber sido afectado por colores u olores fuertes; el intelecto, por el contrario, tras haber inteligido un objeto fuertemente inteligible, no intelige menos sino más, incluso, los objetos de rango inferior. Y es que la facultad sensible no se da sin el cuerpo, mientras que el intelecto es separable. Y cuando éste ha llegado a ser cada uno de sus objetos a la manera en que se ha dicho que lo es el sabio en acto —lo que sucede cuando es capaz de actualizarse por sí mismo—, incluso entonces se encuentra en cierto modo en potencia, si bien no del mismo modo que antes de haber aprendido o investigado: el intelecto es capaz también entonces de inteligirse a sí mismo (Aristóteles, op. cit., 413 b – 414 a)
En otro pasaje del De anima dice además Aristóteles:
Ahora bien, en cuanto a si cada una de estas facultades constituye un alma o bien una parte del alma y, suponiendo que se trate de una parte del alma, si lo es de tal manera que resulte separable únicamente en la definición o también en la realidad, no es difícil discernirlo en el caso de algunas de ellas, si bien el caso de algunas otras entraña cierta dificultad. En efecto: así como ciertas plantas se observa que continúan viviendo aunque se las parta en trozos y éstos se encuentren separados entre sí, como si el alma presente en ellas fuera —en cada planta— una en entelequia pero múltiple en potencia, así también observamos que ocurre con ciertas diferencias del alma tratándose de insectos que han sido divididos: también, desde luego, cada uno de los trozos conserva la sensación y el movimiento local y, con la sensación, la imaginación y el deseo: pues allí donde hay sensación hay también dolor y placer, y donde hay éstos, hay además y necesariamente apetito. Pero por lo que hace al intelecto y a la potencia especulativa no está nada claro el asunto si bien parece tratarse de un género distinto de alma y que solamente él puede darse separado como lo eterno de lo corruptible. En cuanto al resto de las partes del alma se deduce claramente de lo anterior que no se dan separadas como algunos pretenden. Que son distintas desde el punto de vista de la definición es, no obstante, evidente: la esencia de la facultad de sentir difiere de la esencia de la facultad de opinar de igual manera que difiere el sentir y el opinar; y lo mismo cada una de las demás facultades mencionadas. Más aún, en ciertos animales se dan todas estas facultades mientras en otros se dan algunas y en algunos una sola. Esto es lo que marca la diferencia entre los animales (por qué razón, lo veremos más adelante). Algo muy parecido ocurre también con las sensaciones: ciertos animales las poseen todas, otros algunas y otros, en fin, solamente una, la más necesaria, el tacto (Aristóteles, op. cit., 429 a – 429 b)

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Traducción de De ente et essentia

El texto latino que ha servido para la traducción del De ente et essentia que se ofrece en esta publicación electrónica en Amazon es el que se halla entre las páginas 369 y 381 del tomo XLIII de edición leonina de las obras completas de Santo Tomás, Editori di San Tomasso, Roma, 1976.

De ente et essentia es un breve tratado que su autor escribió antes de cumplir los treinta años. En él muestra en trazos concisos y directos los más importantes conceptos de su metafísica. Un preámbulo, un corto capítulo para definir algunos términos, un apartado para tratar de las sustancias y otro para tratar de los accidentes, componen un total de doce páginas en la edición citada. Esas pocas páginas son un compendio de la realidad entera, incluyendo el universo material, los ángeles y Dios. Fue compuesto socaire del aristotelismo griego y árabe que sirvió para abrir paso a una revolución filosófica por parte de quien no tenía otra intención que ser fiel a su propia tradición filosófica y teológica y estaba queriendo entenderla. Un joven dominico, meditari intra se jam incipiens taciturnus, estaba ya recogiendo los frutos de Roma, Grecia y el Islam, y los estaba utilizando para componer una síntesis de argumentaciones bien trabadas y visibles, donde cada elemento sustentaba a otro y éste al siguiente, etc., como las catedrales góticas del momento.

Después, sobre todo en las dos Summae, habría de desarrollar las ideas de este breve tratado, que gira por entero alrededor de los conceptos de esencia y existencia, con los que da cuenta de los diferentes grados de realidad y de lo que los caracteriza:

1.     En la Realidad Originaria, es decir, en Dios, la esencia y la existencia se hallan perfectamente completadas, perfectas, y por ello son idénticas entre sí, pues Dios no puede ser compuesto.

2.     Las dos son distintas, por el contrario, en el resto de las sustancias. En las simples incorpóreas, como los ángeles, son independientes la una de la otra.

3.     En las sustancias corporales, o compuestas, no solo son distintas e independientes, sino que la esencia es también compuesta, de lo que se sigue que puede descomponerse. Éste es el motivo de que sean perecederas.

4.     En los accidentes, ya sean materiales, como una sonrisa, o espirituales, como un pensamiento, tanto la existencia como la esencia derivan de la sustancia en que ellos se dan.

(Para comprar la obra sígase este enlace)

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Dios es uno en grado sumo

Para que algo sea uno en grado sumo debe ser indiviso en grado sumo. Dios es el ser en grado sumo, pues ninguna naturaleza lo recibe, sino que es el ser mismo subsistente. También es el más indiviso, pues no se divide en acto y potencia, como ya se vio. Luego es uno en grado sumo.

En contra de esto se aduce que:

1. Uno es privación de división, lo que admite más y menos, luego Dios es uno como cualquier otro ser. Esto no es cierto, porque se dice que la privación es mayor o menor no por sí, sino según lo sea su contrario. Por esto se dice que en cuanto un ser sea más o menos divisible, esté más o menos dividido o no sea divisible en modo alguno será más o menos uno o lo será en grado sumo.

2. Algo es tanto más uno cuanto más indivisible sea; luego Dios no es más uno que la unidad y el punto. A esto hay que responder que la unidad y el punto no tienen ser si no es en otro y, por tanto, no son indivisibles en grado sumo.

3. Además, como lo que es bueno por esencia es bueno en grado sumo, así lo que es uno por esencia es uno en grado sumo, como se dice en Metafísica, IV; luego toda cosa es uno en grado sumo. Esto es también un error, pues aunque toda cosa es una por su sustancia, no todas las sustancias causan la unidad del mismo modo, pues algunas son compuestas y otras no.

(Vid. Tomás de Aquino, Summa theologiae, q. 11, a. 4)

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