Izquierda e Imperio

El proyecto revolucionario no se engendró en el mundo roussoniano habitado por buenos salvajes, desprovistos de tradiciones legales, familiares, políticas, religiosas, etc., sino en un punto del planeta en que había entidades políticas cuyos miembros, pese a ser hombres, igual que los revolucionario franceses, por pertenecer a la especie homo sapiens, eran distintos de ellos por su pertenencia a esas unidades. Luego la revolución, si pretendía lograr sus fines, tenía que aplicar la racionalización analítica también a esas unidades políticas lo mismo que la estaba aplicando en al interior de Francia a los estados, las familias, los estamentos, etc.

El proyecto era doble: había que imponer la igualdad hacia dentro, venciendo las resistencias que muchos franceses estaban dispuestos a oponer, y hacia afuera, venciendo a los ejércitos que las potencias extranjeras estaban preparando en contra de la revolución. A la guerra civil se sumaba la guerra contra el exterior.

Napoleón fue el fruto maduro de esta dialéctica. Él fue el encargado de  impedir que las células libres e iguales del interior se movieran a su antojo y de someter a unos mismos principios a las potencias enemigas. A ello se debieron sin duda alguna sus incursiones por Europa y Egipto. Algunos, queriendo creer que el imperio y la revolución son conceptos contrapuestos, siguen interpretando las campañas napoleónicas como una vuelta a la derecha, siendo así que es precisamente lo contrario: una continuación literal, decidida y eficaz, del primer programa de la izquierda. Pensar lo contrario es pensar según un model alejado de la realidad, casi teológico.

La constitución del año VIII (1799), bajo el consulado de Napoleón, una constitución en la que se inspiraría la de Bayona, fue votada y aprobada por 3.011.107 sufragios frente a 1567. Esa constitución reforzó al estado como única manera de mantener los logros de la revolución. No era una vuelta el Antiguo Régimen. Más atinado es pensar que abría el paso a poderes mucho más terribles, toda vez que ponía en manos del estado la sangre y la hacienda de los ciudadanos, una para nutrir los ejércitos, la otra para pagar los impuestos necesarios para mantenerlos. Luis XIV no habría podido soñar con tanto.

Hacia afuera las campañas de Bonaparte fueron una consolidación del proyecto de la primera izquierda revolucionaria, y un intento de extenderla al menos a Europa, ya que no al mundo entero por medio de la conquista de dos grandes imperios: el español y el ruso. El intento tuvo gran éxito, pese a que el imperio napoleónico fue efímero, en Europa y en América Hispana. La mayoría de estas sociedades, organizadas según los principios del Antiguo Régimen, hubieron de sufrir una metamorfosis que las convirtió en naciones políticas modernas, en sociedades políticas compuestas de ciudadanos libres e iguales. En lo cual tuvo un destacado papel el código civil napoleónico aprobado en Francia en 1804.

Está de más decir que las sociedades metamorfoseadas en naciones políticas eran sociedades preparadas ya para el cambio, como fue el caso de España.

En aquel juego de fuerzas la presión sobre Francia fue irresistible y Napoleón hubo de abdicar. Sobrevivió la monarquía, se iniciaron grandes empresas, empezó a cobrar fuerza un proletariado que habría de ser absorbido por la extrema izquierda cuando ésta apareció, etc.

Cuando la versión bonapartista de la primera izquierda se extinguió, una versión suya encontró su continuación, como izquierda radical, en la III República (1875). Pero para entonces habían aparecido ya otras izquierdas en muchas partes de Europa. Resulta interesante recordar que fuera de Francia el fascismo italiano se consideraba heredero de aquella izquierda. En España obtuvo el poder durante muy poco tiempo en la Primera República. En la Segunda fueron continuadores suyos el partido de Azaña y el primer Lerroux. Estos entendían la República Española como referida a la Nación. Para marcar más aún su identidad con la izquierda primera hicieron que las Cortes Constituyentes, nacidas de las elecciones del 28 de junio de 1931, coincidieran con el 14 de julio, fecha de la toma de la Bastilla. Incluso se había cantado la Marsellesa por las calles de Madrid y Barcelona el 14 de abril.

La unión de estas izquierdas españolas con otras como la CNT, los sindicatos, etc., fue una unión de solidaridad contra los monárquicos. A la primera de cambio la unión se deshizo, lo que prueba que no había una izquierda, sino varias, enfrentadas entre sí. Los anarquistas veían en la República un medio para instaurar el colectivismo, los sindicatos una herramienta para la lucha de clases, los comunistas un paso intermedio para el internacionalismo proletario, los separatistas eran indiferentes ante una España republicana o monárquica, lo que ellos querían era segregarse, etc.

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La primera izquierda

La primera izquierda, la que toma su nombre del lugar en que sus miembros estaban sentados en la Asamblea de 1.789, a la izquierda de la presidencia, es la que se opone a la alianza del Trono y el Altar del Antiguo Régimen. El Régimen mismo se convierte retrospectivamente en Antiguo por virtud de los própositos revolucionarios, que buscan subvertir la estructura socio-político entonces existente. La acción analítica empezó a romper los moldes en que habían estado contenidos hasta el momento los franceses con el fin de que todos quedaran libres y fueran iguales entre sí, como libres e iguales son los átomos de un gas contenido en un globo. La manera de conseguirlo fue transformar en ciudadanos a los que habían venido siendo súbditos. La diferencia entre unos y otros estriba ante todo en que los primeros responden a un proyecto universalista y los segundos no pueden ser pensados al margen de la Monarquía. El proyecto de la ciudadanía tiene la vista puesta en la humanidad que habita el planeta Tierra. A ese proyecto responde, por ejemplo, el que se dotara a todo el mundo, y no a los franceses en exclusiva, de un sistema universal de pesas y medidas en la Academia de las Ciencias en 1792. Como es sabido, algunos países, como Inglaterra o Estados Unidos, no entraron en aquel plan.

En vista de lo cual debe afirmarse que si la defensa de los grupos del Antiguo Régimen y la alianza del Trono y el Altar fue lo que definió a la primera derecha, la cual existió solo como resultado de la acción de la primera izquierda, es una traición a todas las clases de izquierda generadas desde entonces un proyecto como el de Blas Infante, que pretende subordinar nuevamente lo político a lo religioso, la Nación al Altar, si bien a un altar musulmán. Algo semejante hay que decir de los partidos que propugnan la vuelta a los reinos medievales, incluso del PSOE cuando participa, promueve o “comprende” los propósitos de éstos. Pero este asunto no debe ocuparnos ahora.

Las partes anatómicas del Reino de Francia desaparecieron como tales. El clero, el estado llano y la nobleza se disolvieron en sus partes componentes y todos fueron igualmente ciudadanos. El proceso tuvo dos momentos clave: el 17 de junio de 1789, cuando el estado llano, considerando que representaba al 96% de la Nación, se constituyó en Asamblea Nacional, y el 27 del mismo mes, cuando el clero y la nobleza se integraron en la Asamblea. La Asamblea recibió el 23 del mismo mes la orden real de disolución, pero ésta se negó. Era el punto de no retorno. La Nación no podía recibir órdenes del rey, pues no había ya otro soberano que ella.

Los girondinos, sin embargo, no querían que se disolvieran los tres estados hasta llegar a los individuos y pretendieron mantener como unidades los departamentos. Pero fracasaron. Muchos fueron guillotinados y otros huyeron a las regiones. En resumen, aquella primera izquierda radical se define por transformar el Antiguo Régimen Francés en un estado nacional nuevo. Se define, pues, políticamente, no económicamente.

P. S.: Para la recta comprensión de estos hechos es de suma utilidad la lectura de Marx, El 18 brumario de Luis Bonaparte.

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Izquierda en sentido propio

Un movimiento es de izquierdas o de derechas en sentido político si tiene que ver con el Estado, con su fortalecimiento y debilitamiento. Si no tiene nada que ver con él, entonces no es una cosa ni la otra. G. Bueno llama a los primeros definidos e indefinidos a los segundos. Estos últimos, queriendo acogerse al prestigio que da el poderse llamar “de izquierdas”, se tienen por tal, pero están lejos de serlo. Se trata de las vanguardias artísticas, de algunos movimientos rebeldes, los perroflautas, las ONGs que se sitúan contra la globalización, algunos movimientos anticulturales, religiosos etc., que en muchas ocasiones se sostienen sobre las subvenciones que los propios Estados les otorgan. Si acaso son izquierdas en un sentido impropio. Se parecen a las izquierdas en sentido propio en que, lo mismo que éstas se oponen a la derecha conservadora, ellas se oponen a la tradición o a lo que juzgan como tal. En todo caso, lo que hacen casi nunca tiene nada que ver con la acción política, sin perjuicio de que algún partido político lo aproveche para sus fines. ¿O habrá que aceptar que la música de Stravinski y la pintura de Dalí, que eran ambos de derechas, ha contribuido en algo a los objetivos de la izquierda porque se trate de actividades artísticas de vanguardia?

Puesto que aquí se toman en consideración las izquierdas en sentido propio y no figurado o impropio, se dejarán por ahora de lado esas agrupaciones que se dan a sí mismas un nombre que no las designa para, una vez establecidos los límites de las primeras, señalar el terreno que resta para las segundas. No serán pertinentes, en consecuencia, aquellos casos en que a alguna izquierda se le quieran añadir rasgos como la tolerancia, la mirada hacia el futuro, el pacifismo, la salud, la preferencia por unas fechas históricas, la manera de vestir, los modismos del habla, las preferencias culinarias, etc.

Hay que empezar mostrando la primera izquierda, la que se configuró a la par que se formó la primera idea filosófica de Nación política y en referencia inexcusable con ella, de paso que por oposición y contraste se formó la primera derecha. De ahí surgió la segunda generación de izquierda. Es lo que habrá de mostrarse a continuación. El proceso es, pues, histórico, hasta llegar a la sexta y última generación.

También son históricos los estilos musicales y artísticos, lo que hace que solamente puede comprender un cuadro o una sinfonía quien tiene una idea adecuada del proceso que ha conducido hasta ellos. Del mismo modo, solamente comprende adecuadamente una generación de izquierda quien conoce el proceso que ha llevado hasta ella.

Debe advertirse además que el hecho de que una generación proceda de otra no significa que la anterior sea aniquilada por la posterior. Varias generaciones pueden coexistir, formar seres híbridos, etc. Esta coexistencia de varias generaciones, a la que se puede añadir la hibridación entre ellas y con otras izquierdas indefinidas, es lo que ha dado lugar a la permanente confusión mental de la que son incapaces de salir muchas personas en nuestro tiempo.

Es una confusión a la que contribuye el hecho de que mientras algunas o todas las izquierdas indefinidas reclaman para sí el nombre de izquierda, algunas definidas no se lo quieren aplicar, como fue el caso de Lenin. A la derecha le pasa lo mismmo, pues, por ejemplo, los fascistas y los nacional-socialistas no querían ser llamados de derechas e incluso en bastantes ocasiones se llamaban de izquierdas. Hoy sigue ocurriendo que la derecha rechaza el nombre, a veces porque en algunos asuntos ha rebasado por la izquierda a sus adversarios. En todo caso, prefieren el nombre de “centro derecha” o simplemente “centro”.

Estas denominaciones pueden tener más importancia en países de tradición católica, como Francia, España, Italia y Portugal. En Estados Unidos e Inglaterra no las utilizan.

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¿Izquierda nihilista?

Aunque la primera tarea emprendida por la izquierda (tarea que la constituyó como la primera izquierda que ha existido) fue la trituración del orden político existente, aunque la finalidad (finis operis) implícita en su empresa era la aniquilación de todas las estructuras hasta llegar al átomo inexistente del hombre desprovisto de atributos, aunque su empeño destructivo fue sin duda llevado adelante sin hallar obstáculos que lograran impedirlo, no por ello ha de calificarse como nihilista aquel impulso. La primera izquierda empezó destruyendo cuanto encontraba a su paso, pero su propósito no era la destrucción misma, en lo cual consiste el nihilismo, sino un orden más justo que el que había habido hasta entonces.

El nihilismo es más propio de los movimientos milenaristas, que comenzaron ya en el alba del cristianismo y continúan vivos en la actualidad, y suele aparecer asociado a creencias religiosas que propugnan la destrucción a sangre y fuego de los malos con el fin de que empiecen la era definitiva de bienaventuranza para los buenos. Ni siquiera Bakunin y otros anarquistas deberían ser entonces calificados de nihilistas, pues, según ellos, la destrucción es creadora del nuevo orden.

La asignación del nihilismo a la izquierda es obra de quienes quedaron desplazados a la derecha por el viento de la historia, tras comprobar que aquella fracasaba una y otra vez en sus intentos de alcanzar una vida más justa. No debe extrañar que en ocasiones la misma izquierda se haya aprobado esta acusación y se haya visto a sí misma como nihilista. Es, entre otros, el caso de Kolakowski. No obstante, el hecho de que lo sea en algunos rasgos importantes no debe servir para identificar sin más ambos movimientos. El hecho cierto es que el nihilismo no está vinculado al Estado, por lo que no debe ser aceptado propiamente como movimiento político, y la izquierda sí.

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Siete conclusiones provisionales

Antes de seguir adelante, expongamos las siguientes siente conclusiones provisionales:

1. La primera es que la Nación política es esencialmente republicana. Solamente si se derrotaba a las potencias enemigas se detenía la disolución de la Nación en el agua del Reino Absoluto, que podría haber adquirido la forma de una República Universal de Primates. Las potencias enemigas, no se olvide, apoyaban a la derecha reaccionaria o conservadora del interior. No es una casualidad que el mismo día en que el ejército prusiano era vencido en la batalla de Valmy, el 20 de septiembre de 1792, cuando las tropas de Kellerman gritaron “¡Viva la Nación!”, en vez de “¡Viva el rey!”, como hasta entonces habían hecho, se proclamara la República por una Asamblea de 750 diputados, cada uno de los cuales contaba con el atributo de la soberanía que antes había correspondido al rey.

“En este día y en este lugar nace una nueva época de la historia del mundo, y bien podréis decir que habéis presenciado su nacimiento”, dice Goethe, que asistió a la batalla de Valmy.

Aquella victoria confirió realidad a la nueva sociedad política. A partir de entonces hubo que tomarla como referencia. Pero nótese que no fue la nación, étnica o de cualquier otra clase, la que se dio un Estado, sino que fue el Estado, el Estado Monárquico, el que se hizo Nación, Nación Republicana. A partir de entonces la izquierda, que se estaba haciendo al tiempo que hacía la Nación, hubo de definirse en relación a ella.

2. La segunda es que, pese a la “Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano” de 1948, no puede pensarse que el género es anterior a sus especies, entendiendo por género la humanidad y por especies las distintas sociedades en que se halla repartida. En la segunda de estas Declaraciones se presenta a los hombres despojados de sus lenguas, su religión, sus costumbres, sus leyes, etc., es decir, se presenta a los átomos individuales o individuos humanos obtenidos por un proceso de análisis llevado al extremo, tanto que termina en un ser inexistente. Pese a todo el énfasis que se quiera poner en la idea de que esos individuos nacen libres e iguales, lo cierto es que todos sin excepción nacen en sociedades políticas concretas, no en el seno de una humanidad inexistente. Y se hacen lo que son en el seno de esas sociedades. Dicho de otro modo: el género no es antes que las especies, la humanidad general no es previa a las sociedades políticas, ni los individuos existen en aquélla, sino en éstas. En el curso de la historia, la humanidad no es algo de lo que se parte, sino algo a lo que algunos proyectan llegar, aunque nunca lo logran. Pero eso solo es posible pensarlo cuando una determinada sociedad está en un cierto punto de su desarrollo histórico, no antes.

3. La tercera tiene que ver con Rousseau y su pretensión de haber alcanzado la primera forma humana de vida, anterior a toda sociedad, por atomización de las sociedades europeas del siglo XVIII. Rousseau pretendió que los individuos presociales hablaban y eran capaces de contratar antes de decidirse a formar la primera sociedad, lo cual era una petición de principio, pues si el habla y la obligatoriedad de cumplir la palabra dada son cosas que los hombres adquieren en sociedad; ¿cómo podrían ser capaces de establecer contratos y cumplirlos antes de ser sociales? Él mismo advirtió además que el átomo humano al que había llegado, el buen salvaje ajeno a toda sociedad, era una construcción semejante a la del principio de inercia y que el hombre natural, libre y “suelto”, como un cuerpo sin roce alguno en un espacio vacío, es un figuración de algo inexistente. Creyó, sin embargo, que era necesario admitirlo como principio explicativo de la conducta social de los humanos, lo cual es completamente gratuito. Es como admitir que las células existen antes que el organismo, y que, libres y conscientes de sí, acuerdan formarlo mediante un contrato al que todas se obligan.

Si la construcción roussoniana es falsa no es por ser ideal, sino por ser contradictoria, pues aquellos individuos presociales del Contrato social portan ya rasgos que solamente existen en sociedad: el habla y la capacidad de contratar. Y cuando se deciden a formar sociedad ¿qué clase de sociedad es la que fundan? Una, dice Rousseau, con la que se ha logrado preservar lo natural. Ésa es al menos la finalidad fijada en el inicio de su obra:

Encontrar una forma de asociación capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la persona y bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada uno de estos, uniéndose á todos, solo obedezca á sí mismo, y quede tan libre como antes.» Este es el problema fundamental, cuya solución se encuentra en el contrato social. (El contrato social, Capítulo VI, “Del pacto social”)

Es un todo social que no puede componerse con los votos de todos, pues la voluntad de todos es un sin sentido. Rousseau se contenta con postular un ser transfísico, la voluntad general, que no es la de todos y cada uno, sino la del cuerpo social, la del todo. ¿Cómo se construye este todo? ¿En qué consiste? ¿Cuáles son sus límites?

La voluntad general efectiva, traducida a la acción política real, solamente puede tener el peso que le den las minorías y las mayorías resultantes de la elecciones. Pero no hay ninguna razón por la que hayan de contratar que tiene ese peso. En todo caso dependerá de un acto voluntarista que las mayorías y las minorías se vean como representando al todo social.

Siendo anterior, no es el contrato el que se regula por la voluntad general, sino ésta la que nace del contrato y se regula por él. Luego nadie está obligado por esa supuesta voluntad a mantener el contrato. Y, si esto es así, ¿cómo puede constituirse en un todo?

Sencillamente no puede. Rousseau habría sido más coherente si hubiera predicado lo que los antiguos cínicos y los epicúreos: la huida de la vida social. Habría tenido alguna razón si se hubiera esforzado por destruir la vida social, porque con sus átomos humanos es imposible construirla.

4. La cuarta tiene que ver con el problema de si al arrasar las agrupaciones históricas vigentes aún en el Antiguo Régimen no se habrán disuelto los individuos en una especie de estado natural rousseauniano, lo mismo que al arrasar los órganos de un cuerpo se produce una mezcla química indiferenciada.

La única respuesta posible es que era necesario detener aquella devastación en ciernes, encontrar un límite, que fue la Nación política. La Nación fue una Idea construida a partir del Estado anterior, una Idea que se enfrentó al resto de los hombres, organizados en otras clases de comunidades. Los hombres se hicieron ciudadanos de Francia y, en cuanto franceses, se distinguieron de otros hombres, que fueron también convirtiéndose en ciudadanos de España, Austria, etc., conforme iba apareciendo también entre ellos la Idea de Nación a partir de sus respectivas organizaciones estatales anteriores. Era la tensión entre el Hombre y el Ciudadano, que se inclinó forzosamente por el segundo, pues el primero no puede existir, como queda dicho. De otro modo los hombres habrían quedado disueltos en un imposible estado natural.

5. La sexta tiene que ver con la destrucción de los patois. No se puede reconstruir por síntesis ningún todo humano desde un estado natural humano inexistente, pero tampoco se puede arrasar todo rasgo procedente del Antiguo Régimen porque se podría entonces llegar a hacer polvo el jarrón y no poder modelar nada con él. Habrá, pues, que detener en algún punto la tarea de devastación analítica, que tendrá que ser, como punto límite, en aquel lugar en que la figura de las partes empiece a hacerlas irreconocibles como partes del jarrón. Justo un momento antes habrá que detenerse.

Puesto que los revolucionarios franceses se vieron forzados a construir la nación política francesa, hubieron de detener su tarea de análisis no en el hombre en general, que no estaba a su alcance, sin en el hombre francés, que se lo había proporcionado la anterior monarquía borbónica. La Idea de Nación no englobaba, pues, al Género Humano. Antes bien, éste, que estaba dividido en reinos, tribus, etc., le oponía resistencia. Había, por tanto, que contar con la homogeneidad interna, que habría de llamarse dos siglos después “identidad nacional” por causa de la heterogeneidad externa. Los hombres asumieron entonces en Francia la condición de ciudadanos franceses. El hombre como zoón politikón de Aristóteles, o como zoón koinonikón de Panecio, el único hombre real, se vio realizado en una nación, la nación francesa.

Esta contradicción fue muy clara en el terreno lingüístico, como había de serlo más tarde, si bien en otro sentido, en la Unión Soviética de Stalin. Al principio la Revolución decidió publicar sus leyes en todos los idiomas de Francia con el fin de llegar a todas partes, según Decreto de 14 de marzo de 1790, pero pronto se vio lo inviable del procedimiento, porque el bajo bretón, el bearnés, el vascuence y otros patois no se prestaban a traducir las fórmulas abstractas de la nueva legislación y eran utilizadas por los contrarrevolucionarios para volver contra la Revolución a los que no entendían el francés. Entonces se decidió utilizar solamente esta lengua, prohibiendo el alemán y declarando la guerra a los patois, utilizando con ese fin la guillotina cuando fue preciso.

Lo cual no impidió a los revolucionarios comprender que la imposición del francés como lengua de la Revolución encerraba a ésta en el interior de las fronteras de Francia en tanto no apareciera una lengua universal o se universalizara el francés mismo. En su informe a la Convención del 2 de Termidor del año II, Gregoire lo dijo con toda claridad: “Con treinta patois diferentes, en lo relativo al lenguaje, estamos aún en la torre de Babel, mientras que en lo relativo a la libertad formamos la vanguardia de las naciones… El estado del globo destierra la esperanza de conducir a los pueblos a una lengua común…, pero al menos se puede uniformar la lengua de una gran nación de forma que todos los ciudadanos que la componen puedan sin obstáculo comunicarse sus pensamientos”. Así se planteó la necesidad de una lengua universal y los que se pusieron a la tarea recibieron por primera vez el nombre de ideólogos o ideologistas.

6. La sexta tiene que ver con una conclusión que ha de extraerse de todos estos hechos y consideraciones, y es que la Nación es en realidad una transformación del Antiguo Régimen. No podía surgir de la nada. No fue, pues, una recuperación de los tiempos antiguos. Tal proyecto de recuperación, cuando ha existido, no pasa de ser un proyecto mítico y delirante. Lo cual no quire decir que no posea fuerza para arrastrar a muchos individuos.

La nación política francesa no fue una creación de la burguesía ascendente ni del pueblo francés. Fue una invención de los filósofos, particularmente de los filósofos mundanos, de los matemáticos, los albañiles, científicos, masones, etc.

Fue un proceso análogo a la constitución de la Iglesia Católica como “Cuerpo de Cristo”: ya no hay judíos, ni gentiles, ni griegos, etc. De la misma manera se dirá que ya no hay francos, galos, burgundios o normandos, sino solo franceses.

7. La séptima se refiere a la necesidad de no definir a la izquierda por el progresismo. El origen de la izquierda política está relacionado con el origen de la Nación política. No se puede aprovechar este vínculo y, dado que la primera derecha política quedó definida como la actitud de aquellos que se resistían a abandonar el Antiguo Régimen, definir para siempre a ésta como conservadora y a aquélla como progresista. Las pretensiones de mejora de la sociedad han sido asumidas por la derecha.

Aquella izquierda, por otro lado, deshizo el régimen feudal, pero dio origen a una sociedad más injusta, una sociedad en la que como denunció Marx en aquellas fechas, la igualdad de los ciudadanos era el disfraz de una explotación de los obreros como no se había visto antes. La libertad era una abstracción legal que encubría unas profundas diferencias de clase, etc.

La idea de progreso necesita además de un parámetro concreto y bien precisado de referencia. Pueden progresar las listas de espera de la Seguridad Social, la rapidez de los ordenadores, la curación de la viruela, etc. Pero es obvio que no puede hablarse de un progreso global de la sociedad y menos aún de la humanidad. Esto es un sin sentido.

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La Idea de nación

El curso del nacimiento de una Nación política se parece al curso de la constitución del Cuerpo Místico de Cristo. En palabras del Apóstol San Pablo: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28). De un modo semejante, se pudo decir (y Danton lo dijo casi literalmente) cuando se instauró la Nación francesa: “ya no hay normandos, ni corsos, ni burgundios, ni galos, pues somos todos franceses”. También cuando se instauró la Nación española: “ya no hay castellanos, catalanes o navarros, sino solo españoles”. En cierto modo lo dejó dicho el poeta portugués Luís Vaz de Camões o Camoens (1524 – 1580): “portugueses y castellanos, todos españoles”.

Estas reminiscencias teológicas en el terreno político no son casuales, pero no deben ser tratadas ahora. Quede claro en todo caso que para que naciera la Nación francesa había que dejar de lado los orígenes galos, normandos, etc., de los habitantes de Francia. La Nación política ofrecería a todos ellos un terreno nuevo, el terreno de una sociedad política de nuevo cuño de la que todos, clérigos, campesinos, burgueses, nobles, etc., todos los que luchaban contra el rey como soberano, contra la soberanía del rey, fueran miembros por igual.

La nueva sociedad política debería serlo de todos, al menos en proyecto. Tendría que recoger el pasado, pero no se resignarser a él, como la nación étnica, sino que se debería proyectar hacia adelante. Y no debería conservar las divisiones de la anterior sociedad, escindida en naciones étnicas como las de los castellanos, los navarros, los aragoneses, etc., sino que habría de borrar las fronteras entre ellas.

Esta nueva clase de sociedad política no se entiende solamente a partir de una Idea teológica, a la que ciertamente está vinculada a través de los escritos de Mariana, Suárez o Belarmino. Ni siquiera se entiende como opuesta a ella. Su novedad no tiene que ver con el hecho de haber dejado atrás la Idea de Dios como fundamento u origen del poder, poniendo en su lugar al pueblo. Ya en otras ocasiones habían pasado cosas semejantes en la historia. Fue así, por ejemplo, en la democracia ateniense de Solón, Clístenes, Efialtes e incluso Pericles. Allí se entendió que el origen del poder estaba en el demos, pero esto no bastó para pensar que Atenas era una Nación, porque allí subsistieron las diferencias tribales, las de clase, las habidas entre los atenienses y los metecos, entre los esclavos y los libres, entre los hombres y las mujeres, etc. Estos no eran ciudadanos, politai. La República de Platón también asigna el poder a una clase con exclusión de las demás, lo que no era otra cosa que seguir el modelo reinante en la realidad.

La Nación política es diferentes de éstas. Es novedosa por otros motivos, porque, mientras en las demás sociedades el poder político ha sido propiedad de un grupo, casta, familia o clase, con exclusión de todas las demás, que aceptaban y veían como algo natural esta exclusión, y no se les pasaba por la cabeza -ni siquiera a Espartaco, los Gracos, etc.,- subvertir ese ordenamiento, en una Nación política se niega el monopolio del poder político por parte de una sección de la sociedad. La novedad de una Nación política está en negar las aristocracias de sangre o de dinero y en afirmar a todos los individuos como sujetos únicos de la soberanía. Todos tienen, por tanto, derecho a ejercer esa soberanía, que no es de nadie más que de ellos.

Puede admitirse que fueron las burguesías ascendentes las que, para granjearse el apoyo de todas las demás clases, particularmente las más desprotegidas, en su lucha contra la nobleza y el rey, extendieron a todos por igual el derecho a la soberanía. Puede admitirse también que este derecho no garantizaba la igualdad, la libertad y la fraternidad de los miembros de la Nación más que sobre el papel de la ley. También que durante mucho tiempo los que carecían de renta quedaron excluidos por principio. Pero si llegaban a adquirirla podían participar con pleno derecho. También quedaron excluidas las mujeres hasta el general De Gaulle. En España hasta la Primera República (uno de octubre de 1931, con oposición de las izquierdas, que pensaron que las mujeres votarían en masa a la derecha)

Se trataba de limitaciones evidentes, pero de limitaciones que la propia comunidad política, la Nación, tenía que combatir mediante la escuela y el empleo si había de permanecer fiel a su proyecto original.

En todo caso, estas nociones, estos planes y programas podían servir, y sirvieron de hecho, para enmascarar una explotación de los débiles más despiadada que la del Antiguo Régimen, como Marx se encargó de demostrar.

Pero, pese a todo, la Idea de Nación no pertenece al grupo de las ideologías, pese a Marx, porque la exclusión de las aristocracias y la inclusión de todos los ciudadanos en el cuerpo político es más que un mero juego de disfraces. De ello es prueba, por ejemplo, el hecho de que los términos en que el Manifiesto comunista había dibujado la lucha de clases hubieron de ser reformulados cuando se comprobó que la unión entre proletarios apenas existía frente a la unión de proletarios y burgueses de una sola Nación.

La Nación política, en fin, es la refundición de las naciones étnicas, tribus, familias, etc., en una estructura superior. Y, pese a esto, esta nueva entidad podrá ser asimilada a una especie de tribu cuando se reintroduzca en ella la idea de raza, lo cual sucederá con las naciones fragmentarias (o con el nacionalsocialismo)

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Nacimiento de la nación

La nación política francesa no surgió de una inexistente humanidad constituída por individuos universales desprovistos de tradición, lengua, religión, etc., sino de la monarquía borbónica, cuyos súbditos eran católicos, hablaban francés, estaban ordenados en grupos como familias, gremios, estados, etc. Lo que sucedió fue que, una vez que la tarea de análisis destruyó las paredes de estos grupos y puso a los individuos frente a frente como iguales entre sí, hubo que emprender la de síntesis, es decir, la vuelta a la composición de tales individuos en unidades mayores, y se halló que la anterior entidad política del Antiguo Régimen ya no existía y no hubo más remedio que refundir el todo en otra unidad, la nación.

Pero la nación no era histórica ni étnica. Esta clase de nación, a la que pretenden volver de manera ridícula los secesionistas españoles de la periferia, no constituye una entidad de orden político. Aunque los nombres coincidan, la nación política es una entidad de nuevo cuño que brotó de la monarquía anterior. Los revolucionarios pudieron quizá pensar que estaban creando una sociedad nueva a partir de la nada, pero era una ilusión. Ni en la historia ni en la naturaleza sucede nunca nada semejante. La monarquía del Antiguo Régimen se transformó en una Nación Republicana por obra de los jacobinos. Ello no significa que fuera nueva en algo más que en la doctrina que apoyó el nuevo orden de cosas, es decir, en la doctrina sobre la fuente de la soberanía, que para el Estado del Trono y el Altar era la teología política según la cual Dios da el poder directamente al monarca y para la nueva república es el pueblo, que ocupa el anterior lugar de Dios, el que lo da a quienes dicen estar en su lugar o representarlo. Ambas doctrinas son sumamente confusas, pero han tenido fuerza suficiente como para justificar regímenes políticos duraderos. La diferencia, con todo, era importante, pero era una diferencia que no traía consigo otras. Así, el nuevo orden conservó el centralismo administrativo que Luis XIV había puesto en marcha con suma eficacia. Los revolucionarios se encontraron con un poder que no habían soñado que fuera tan grande y se dedicaron a administrarlo según su criterio.

Esa fue la primera obra de la izquierda, la que, de paso que cobró cuerpo en la realidad, dio lugar a la existencia de la primera izquierda que en el mundo ha sido. Se trataba de una entidad política nominalmente compuesta de individuos libres e iguales. Siendo así, no tenía más remedio que abandonar la monarquía.

No tenemos aquí en cuenta si la obra fue moralmente buena o mala, sino simplemente que fue. Los juicios de valor deben ser omitidos en el tratamiento de este asunto para atenerse únicamente a los hechos y a la interpretación correcta de los hechos. Ello sin olvidar que las obras de gran calado no nacen sin abundante sangre en la historia. Como dice el poeta Ángel Álvarez, la historia y las morcillas se parecen en que ambas se hacen con sangre y ambas repiten. La historia se hace con la espada, según parece.

Pero también hay que tener en cuenta otra cosa no menos importante en el quehacer de la historia, y es que en la mayor parte de las ocasiones, por no decir en todas, suele resultar algo que sus autores no se proponen, aunque es la acción de ellos mismos lo que conduce a su aparición. Quiere esto decir en el caso que nos ocupa que la Nación política no era algo que constara explícitamente en los planes que los revolucionarios jacobinos se habían propuesto llevar adelante. Fue más bien la determinación de Austria y sus aliados de poner freno con sus tropas al proceso de atomización del Reino de Francia y de volver a sentar en el trono a Luis XVI lo que hizo que la revolución, una vez comenzada con la intención de dirigirse al conjunto de la humanidad, tuviera que replegarse a los fronteras del Reino de los Borbones franceses. Así fue como la Nación francesa se convirtió en objetivo de la revolución. Algo semejante hubo de ocurrir un siglo más tarde en Rusia, cuando Stalin, reconociendo la imposibilidad de extender a todo el planeta la revolución bolchevique, merced a los ejércitos de los Estados Unidos, Inglaterra, etc., hubo de resignarse a proclamar el socialismo en un solo país, lo que es casi una contradictio in terminis.

Así fue como un proceso revolucionario de propósito universal en su fase analítica hubo de detenerse en una sociedad determinada del siglo XVIII, no por la intención de sus promotores ni por la marcha misma de dicho proceso, sino por la interacción de las sociedades políticas circundantes, por la determinación de las potencias enemigas de frenar todo el proceso. De ahí que la atomización iniciada analíticamente encontrara el lugar de su realización en una sociedad particular del género humano. Allí quedó también fijada la oposición entre la izquierda y la derecha en el ámbito europeo. A la izquierda pertenecían los defensores de la Revolución, a la derecha los del Antiguo Régimen. Antes de esto no pudo existir tal oposición y, en consecuencia, no puede hablarse de izquierda y derecha en el terreno político.

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La cuestión crucial

La Monarquía Francesa del siglo XVIII constaba de partes anatómicas que consistían en grupos, familias, estamentos, etc. La fase analítica fue la reducción de tal sistema político, que había llegado a su máxima expansión con Luis VIX, a sus partes atómicas. La finalidad era reducirlo a sus componentes o átomos humanos. Sin embargo, al llevar adelante el proceso se pensó que tales componentes no deberían ser distintos de los de cualquier otra monarquía o entidad política entonces existente. En otras palabras: una vez que el análisis hubiera llegado hasta el extremo de los individuos, tras la disolución de los grupos del Antiguo Régimen, se creyó que éstos habrían quedado diluidos en una Humanidad general, lo que tenía que impulsar a los revolucionarios no solo a eliminar las barreras entre grupos dentro de Francia, sino también las que separaban a la propia Francia de todas las demás Monarquías y Estados existentes. El camino emprendido por la Revolución no podía detenerse en los Pirineos, el Rhin o el Canal de la Mancha y tenía que extenderse a toda la Humanidad. Era la consecuencia lógica de la estructura de razón analítica propia de la Revolución, una consecuencia que hubo de plasmarse en la recliadad con las invasiones napoleónicas. Éstas no son, por tanto, otra cosa que la derivación necesaria del proyecto original de los girondinos.

La Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 26 de agosto de 1789 había descubierto a los individuos. Pero sucedía que a partir de ellos era imposible reconstruir la Francia de la que se había partido. Las partes atómicas halladas en el análisis del todo imposibilitaban la reconstrucción de éste. Sucedía con ese hallazgo lo que sucede romper una vasija llena de agua después de sumergirla en un estanque: que las moléculas de agua de su interior no pueden distinguirse de las del estanque. Si los franceses hubieran sido tratados como átomos humanos, si se les hubieran restado todos los accidentes, como la lengua, la religión, las leyes, etc., que habían adquirido a lo largo del tiempo como súbditos de la anterior organización política de Francia, y cada uno de ellos hubiera sido reducido a su mera sustancia personal de ser humano en general, entonces se habrían borrado las fronteras del mapa y los hombres de Francia no se habrían podido distinguir de los restantes hombres del mundo. Pero eso no podía suceder, porque unos hombres reducidos a tal estado ya no son hombres, sino simios, y una república universal de simios es algo delirante.

Por más que los revolucionarios pretendieran estar dominando la Historia, comenzando una nueva era, con nuevo calendario, nuevo sistema métrico decimal, nuevos códigos legislativos, etc., lo cierto es que partieron de un estado que ya existía, la Monarquía Francesa de los siglos XVII y XVIII, y que, introduciendo en el seno del mismo, en el interior de sus fronteras, el proceso de análisis, el resultado no podía ser otro que el de la reconstrucción de la vieja monarquía con otra estructura. No era posible partir de una nada simiesca y construir los nuevos tiempos según una voluntad ejercitada en la obra de Rousseau. La obra no tenía más remedio que volver a las paredes que la Historia había interpuesto entre la sociedad francesa y las demás. Lo que sí resultó fue que en el camino se halló que la entidad política ya no podía ser monárquica, pues había cambiado de soberano: los átomos mismos. Esa nueva sociedad política era la Nación. La Nación política, no étnica, racial, ni gentilicia, pues éstas no pueden tener en cuenta partes atómicas, sino anatómicas.

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Límite del análisis

Las posiciones de izquierda nunca han sido las mismas a lo largo de la historia, pues han dependido de la zona en que en cada ocasión se librara la confrontación con las partes anatómicas de la sociedad política que no se dejaban disolver. Las pertenencias étnicas, gentilicias, nobiliarias, las agrupaciones de oficios, los estamentos, etc., no desaparecen por simple convocatoria. Es preciso reducirlas a la nada superando la fuerza que oponen. Una herramiento formidable para lograrlo fue la guillotina, otra las matanzas en masa a cañonazos. Entre los años 1793 y 1795 fueron empleadas en la liquidación de los átomos que, aun siendo hombres, no podían llegar al rango de ciudadanos por negarse a abandonar las partes anatómicas a que habían pertenecido siempre.

La actuación de estas maneras de convertir a los átomos humanos en partes del todo que entonces se estaba gestando fueron ciegas al principio, pues, siendo propias de la fase analítica, no puede fácilmente tener presente el carácter que debe revestir cada parte del todo. Al romper el jarrón se puede tener el cuidado de no destruir las señales del “orden y posición” que cada trozo resultante tiene en el conjunto o bien se puede romper en trozos tan diminutos como partículas de polvo y entonces se habrá prescindido del todo inmediato y se estará pensando tal vez en un todo universal, cósmico, etc.

En el proyecto original de la izquierda revolucionaria francesa estaba presente la intención de no detener el proceso de trituración de las partes anatómicas del Antiguo Régimen hasta llegar a los átomos humanos, hasta los hombres. De ello es una prueba explícita la Declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano votada el 27 de agosto de 1789, en la que se establecía que la Naturaleza ha hecho libres e iguales a todos los hombres:

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano (26 de agosto de 1789)
… La Asamblea nacional reconoce y declara, en presencia del Ser Supremo y bajo sus auspicios, los siguientes derechos del hombre y del ciudadano:
Artículo primero.- Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.
Artículo 2.- La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Artículo 4.- La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no perjudique a otro: por eso, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos. Tales límites sólo pueden ser determinados por la ley.

Como en la Teoría Cinética de los Gases se llega hasta átomos que son libres e iguales, así también en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se llega al límite último de los hombres, que ya no serán franceses, sino simplemente hombres. El Todo de esta Declaración era la Humanidad Universal, no Francia. Más allá de ese límite no se podía ir.

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Las racionalizaciones políticas

Las racionalizaciones políticas han seguido escasas veces el canon de la holización. Nunca o casi nunca han pretendido llegar al individuo, pese a las notables incursiones del estoicismo y el cristianismo. Ambos movimientos se dirigen a los hombres en cuanto hombres. Como Antonino, soy romano, como hombre soy cosmopolita, venía a decir Marco Aurelio. Y San Pablo afirmaba que ya no hay griego, ni judío, ni gentil, decía San Pablo. En las ideas del emperador y del apóstol solo hay hombres. Pero, si bien han logrado ser la fuente de inspiración de varias doctrinas políticas, no pueden ser tenidas aquí en cuenta por no constituir el fundamento constituyente de ninguna comunidad política.

Es a finales del siglo XVIII cuando se pone en marcha la primera racionalización política según el modelo atómico, que ha expuesto Louis Dumont en Homo Æqualis I: genèse et épanouissement de l’idéologie économique, Paris, Gallimard/BSH, 1978. Hasta ese momento se había seguido siempre el modelo anatómico de partes diferenciadas y desiguales, expuesto por el mismo autor a propósito del sistema tradicional de castas de la India en Homo hierarchicus. Essai sur le système des castes, Paris, Gallimard, 1971. Aunque en la actualidad nos hallamos todos en un proceso de división atómica, se sigue conservando la nomenclatura anterior. Se dice, por ejemplo que el ejército es la columna vertebral del Estado, que la familia es la célula de la sociedad, etc.

Los revolucionarios de 1789 exigían la trituración de las partes orgánicas, o anatómicas, del “organismo político”, es decir, la disolución de la nobleza, el clero y el pueblo en un solo conjunto. Esas eran las partes del Antiguo Régimen. Se trata de un proceso que continúa vivo en la actualidad, si bien sigue colisionando con las supervivencias del anterior. Cuando, por ejemplo, se pretende instituir un salario para las amas de casa, no se tiene a éstas como madres de familia, sino como individuos sueltos, igual que cuando se condena a una madre por haber dado una bofetada a su hijo. No juzgamos aquí sobre la conveniencia de tales conductas. Solo pretendemos mostrar cómo trituración analítica no se detiene hasta llegar a los individuos, lo que se prueba en el hecho de que las familias extensas del periodo anterior han quedado reducidas a familias nucleares en la actualidad y aun éstas en ocasiones constan de un solo progenitor.

La Revolución no se entregó solo a la disolución de los lazos que ligaban al Trono y al Altar, sino también a la de los diversos órdenes del clero, las propiedades, las aristocracias, las jerarquías funcionariales, las organizaciones de hospitales, escuelas, prisiones, etc. Todas las cuales son morfologías anatómicas que no se resignarán fácilmente a su desaparición, por lo que opondrán resistencia. En torno a esas resistencias se irán configurando en cada momento las izquierdas y las derechas.

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