La nación política francesa no surgió de una inexistente humanidad constituída por individuos universales desprovistos de tradición, lengua, religión, etc., sino de la monarquía borbónica, cuyos súbditos eran católicos, hablaban francés, estaban ordenados en grupos como familias, gremios, estados, etc. Lo que sucedió fue que, una vez que la tarea de análisis destruyó las paredes de estos grupos y puso a los individuos frente a frente como iguales entre sí, hubo que emprender la de síntesis, es decir, la vuelta a la composición de tales individuos en unidades mayores, y se halló que la anterior entidad política del Antiguo Régimen ya no existía y no hubo más remedio que refundir el todo en otra unidad, la nación.
Pero la nación no era histórica ni étnica. Esta clase de nación, a la que pretenden volver de manera ridícula los secesionistas españoles de la periferia, no constituye una entidad de orden político. Aunque los nombres coincidan, la nación política es una entidad de nuevo cuño que brotó de la monarquía anterior. Los revolucionarios pudieron quizá pensar que estaban creando una sociedad nueva a partir de la nada, pero era una ilusión. Ni en la historia ni en la naturaleza sucede nunca nada semejante. La monarquía del Antiguo Régimen se transformó en una Nación Republicana por obra de los jacobinos. Ello no significa que fuera nueva en algo más que en la doctrina que apoyó el nuevo orden de cosas, es decir, en la doctrina sobre la fuente de la soberanía, que para el Estado del Trono y el Altar era la teología política según la cual Dios da el poder directamente al monarca y para la nueva república es el pueblo, que ocupa el anterior lugar de Dios, el que lo da a quienes dicen estar en su lugar o representarlo. Ambas doctrinas son sumamente confusas, pero han tenido fuerza suficiente como para justificar regímenes políticos duraderos. La diferencia, con todo, era importante, pero era una diferencia que no traía consigo otras. Así, el nuevo orden conservó el centralismo administrativo que Luis XIV había puesto en marcha con suma eficacia. Los revolucionarios se encontraron con un poder que no habían soñado que fuera tan grande y se dedicaron a administrarlo según su criterio.
Esa fue la primera obra de la izquierda, la que, de paso que cobró cuerpo en la realidad, dio lugar a la existencia de la primera izquierda que en el mundo ha sido. Se trataba de una entidad política nominalmente compuesta de individuos libres e iguales. Siendo así, no tenía más remedio que abandonar la monarquía.
No tenemos aquí en cuenta si la obra fue moralmente buena o mala, sino simplemente que fue. Los juicios de valor deben ser omitidos en el tratamiento de este asunto para atenerse únicamente a los hechos y a la interpretación correcta de los hechos. Ello sin olvidar que las obras de gran calado no nacen sin abundante sangre en la historia. Como dice el poeta Ángel Álvarez, la historia y las morcillas se parecen en que ambas se hacen con sangre y ambas repiten. La historia se hace con la espada, según parece.
Pero también hay que tener en cuenta otra cosa no menos importante en el quehacer de la historia, y es que en la mayor parte de las ocasiones, por no decir en todas, suele resultar algo que sus autores no se proponen, aunque es la acción de ellos mismos lo que conduce a su aparición. Quiere esto decir en el caso que nos ocupa que la Nación política no era algo que constara explícitamente en los planes que los revolucionarios jacobinos se habían propuesto llevar adelante. Fue más bien la determinación de Austria y sus aliados de poner freno con sus tropas al proceso de atomización del Reino de Francia y de volver a sentar en el trono a Luis XVI lo que hizo que la revolución, una vez comenzada con la intención de dirigirse al conjunto de la humanidad, tuviera que replegarse a los fronteras del Reino de los Borbones franceses. Así fue como la Nación francesa se convirtió en objetivo de la revolución. Algo semejante hubo de ocurrir un siglo más tarde en Rusia, cuando Stalin, reconociendo la imposibilidad de extender a todo el planeta la revolución bolchevique, merced a los ejércitos de los Estados Unidos, Inglaterra, etc., hubo de resignarse a proclamar el socialismo en un solo país, lo que es casi una contradictio in terminis.
Así fue como un proceso revolucionario de propósito universal en su fase analítica hubo de detenerse en una sociedad determinada del siglo XVIII, no por la intención de sus promotores ni por la marcha misma de dicho proceso, sino por la interacción de las sociedades políticas circundantes, por la determinación de las potencias enemigas de frenar todo el proceso. De ahí que la atomización iniciada analíticamente encontrara el lugar de su realización en una sociedad particular del género humano. Allí quedó también fijada la oposición entre la izquierda y la derecha en el ámbito europeo. A la izquierda pertenecían los defensores de la Revolución, a la derecha los del Antiguo Régimen. Antes de esto no pudo existir tal oposición y, en consecuencia, no puede hablarse de izquierda y derecha en el terreno político.