Digesto


Con el fin de disponer del criterio tradicional por el que se distinguía, entre otros acuerdos entre individuos o grupos, lo que hoy se llama por las entidades financieras “depósito a la vista” del “depósito a plazo”, reproduzco en sucesivas entregas, que formarán al final un solo cuerpo, el Título III del libro XVI del Cuerpo del derecho civil romano, ( a doble texto, traducido al castellano del latino, publicado por los hermanos Kriegel, Hermann y Osenbrüggen, con las variantes de las principales…) T. I, Instituta-Digesto, Primera, segunda y tercera partes, en traducción y compilación de Ildefonso García del Corral, Barcelona, Jaime Molinas Editor – Consejo del Ciento, nº. 287, 1889.


Título III

De la acción de depósito, directa o contraria

(Véase Cód. IV. 34)

-Depósito es lo que se dio a alguno para que lo guardase, llamado así por lo que se pone, porque la preposición de aumenta la significación á depósito, para demostrar que está encomendado a la fidelidad de aquél todo lo que pertenece a la custodia de la cosa.

&1.- Dice el Pretor: “Por lo que ni por causa de tumulto ni de incendio, ni de ruina, ni de naufragio se haya depositado, daré acción contra el mismo depositario por el simple importe, mas por alguna de estas cosas, que arriba se han comprendido, en el duplo; contra el heredero del que haya muerto, por lo que se dijere que se hizo con dolo malo de él, en el simple importe, y por lo que con el de él mismo, en el duplo”.

& 2.- Con razón separó el Pretor estas causas de depositar, que contienen la causa fortuita del depósito, dimanante de necesidad, no proveniente de la voluntad.

& 3.- Mas se ha de entender “que deposita por tumulto o incendio” o por las demás causas, el que no tiene alguna otra causa para depositar, más que un inminente peligro por las causas sobredichas.

& 4.- Pero esta separación de causas tiene justa razón, porque cuando alguno eligió la fidelidad de otro, y no se devuelve el depósito, debe contentarse con el simple importe; mas cuando deposite habiendo necesidad, crece el delito de la perfidia, y se ha de castigar la pública utilidad para vindicar la causa pública; porque es inútil quebrantar la fidelidad en causas de esta naturaleza.

& 5.- Las cosas que son accesorias de las depositadas no están depositadas, por ejemplo, si se depositara un esclavo vestido; porque el vestido no se ha depositado, ni tampoco si un caballo con cabestro, porque solo se depositó el caballo.

& 6.- Si se convino que en el depósito se preste también la culpa, es válido el pacto; porque los contratos reciben su ley de la convención.

& 7.- Si se hubiere convenido que no se ha de prestar el dolo, no lo aprobarás; porque esta convención es contra la buena fe y las buenas costumbres, y por esto no se ha de observar.

& 8.- Si se perdieron los vestidos dados a un bañero para que los guardase, si verdaderamente no recibió retribución alguna por guardar los vestidos, se obliga por el depósito, y opino que solamente debe prestar el dolo, pero si la recibió, por la acción de conducción.

& 9.- Si alguno para custodiarlo hubiere metido acaso en una tahona a un esclavo, si verdaderamente medió retribución por la custodia, opino que hay la acción de conducción contra el tahonero, pero si yo recibía retribución por este esclavo, a quien él admitía en la tahona, puedo ejercitar la acción de locación. Mas si el trabajo de este esclavo se compensaba con la custodia, media cierta especie de locación y de conducción; pero como no se entrega dinero, se da la acción de lo expresado verbalmente; y si no daba otra cosas que los alimentos, y no se convino nada respecto al trabajo, hay la acción de depósito.

& 10.- En la conducción y en la locación, y en el negocio por el que hemos dicho que se ha de dar la acción de lo expresado verbalmente, responderán también del dolo y de la culpa los que recibieron el esclavo, mas si daban únicamente los alimentos, tan solo del dolo. Pero observaremos, como dice Pomponio, también lo que tuvieron prohibido, o lo que se hubiere convenido, con tal que lo sepamos, y si se prohibió alguna cosa, habrán, sin embargo, de responder del dolo los que recibieron al que solo fue para el depósito.

& 11.- Si yo te hubiere rogado que lleves a Ticio una cosa mía, para que él la guarde, pregúntase Pomponio de qué acción puedo usar contra ti. Y opina, que contra ti, de la de mandato, pero que contra el que hubiere recibido las cosas, de la de depósito; mas si las hubiere recibido en tu nombre, tú ciertamente me estás obligado por la de mandato, y él a ti por la de depósito; cuya acción me cederás demandado por la de mandato.

& 12.- Pero si te di una cosa, para que, si Ticio no la hubiese recibido, tú la guardases, y él no la recibió, se ha de ver, si tan solo la acción de depósito, o también la de mandato. Y Pomponio duda, pero yo creo que hay la acción de mandato, porque fue más pleno el mandato teniendo también la obligación de la custodia.

& 13.- Pregunta el mismo Pomponio, si yo te hubiere mandado, que custodies una cosa recibida de otro en mi nombre, y lo hubieres hecho, ¿estarás obligado por la acción de mandato, o por la de depósito? Y más bien aprueba que haya la acción de mandato, porque este es el primer contrato.

& 14.- El mismo Pomponio pregunta, si me hubieres mandado que deposite en poder de un liberto tuyo, queriendo yo depositar en tu poder, ¿podré ejercitar contra ti la acción de depósito? Y dice, que si en tu nombre, esto es, cual si tú hubieras de custodiar, hubiese yo depositado, tengo contra ti la acción de depósito; pero que si me hubieres persuadido de que preferentemente deposite en su poder, no tengo contra ti acción alguna. Contra él hay la acción de depósito, y no estás obligado por la de mandato, porque fue gestor de mi propio negocio. Pero si me mandaste que a tu riesgo depositara en tu poder, no veo por qué no haya la acción de mandato. Mas si por él fuiste fiador, dice Labeon, que de todos modos se obliga el fiador, no solamente si obró con dolo el que recibió el depósito, sino también si no obró con él, pero está la cosa en su poder; porque ¿qué, si estuviera loco aquel en cuyo poder se haya depositado, o si fuera pupilo, o no quedase ni heredero, ni poseedor de los bienes, ni sucesor de él? Luego quedará obligado a responder de lo que suele responderse por la acción de depósito.

& 15.- Pregúntase si se dará la acción de depósito contra el pupilo en cuyo poder se depositó sin la autoridad del tutor. Pero debe aprobarse, que si hubieres depositado en quien ya era capaz de dolo malo, puede intentarse la acción, si cometió dolo; porque también se da acción contra él por cuanto se hizo más rico, aun si no medió dolo.

& 16.- Si se devolviera deteriorada la cosa depositada, puede intentarse la acción de depósito cual si o se hubiere devuelto; porque cuando se devuelve deteriorada, puede decirse que no fue devuelta por dolo malo.

& 17.- Si mi esclavo hubiere depositado, tendré no obstante la acción de depósito.

& 18.- Si yo hubiere depositado en poder de un esclavo, y reclamara contra él, manumitido, dice Marcelo, que no obliga la acción, aunque solemos decir, que cualquiera debe estar obligado aun por el dolo cometido en esclavitud, porque así los delitos, como los daños siguen al agente; así, pues, se habrá de recurrir a otras acciones competentes.

& 19.- Esta acción compete a los poseedores de los bienes, y a los demás sucesores, y a aquel a quien fue restituida la herencia por el Senadoconsulto Trebeliano.

& 20.- En la acción de depósito se comprenderá no solamente el dolo pasado, sino también el futuro, esto es, después de contestada la demanda.

& 21.- Por lo cual escribe Neracio, que si la cosa depositada se hubiera perdido sin dolo malo, y fuese recuperada después de contestada la demanda, esto no obstante con razón se compele al reo a la restitución, y no debe ser absuelto, si no restituyera. El mismo Neracio dice, que aunque se haya ejercitado contra ti la acción de depósito, cuando no tuvieras facultad de restituir, acaso por estar cerrados los almacenes, sin embargo, si antes de la condena tuvieras posibilidad de restituir, has de ser condenado, si no restituyeras, porque la cosa está en tu poder; porque entonces se ha de investigar, si hayas obrado con dolo, cuando no tienes la cosa.

& 22.- Mas hallase escrito también en Juliano al libro décimo tercero del Digesto, que el que depositó una cosa puede ejercitar desde luego la acción de depósito; porque por esto mismo obra con dolo el que la recibió a su cargo, por no devolverla al que reclama la cosa. Mas dice Marcelo, que no siempre puede entenderse que obra con dolo el que no la devuelva al que la reclame; porque ¿qué, si la cosa estuviera en una provincias, o en almacenes para cuya apertura no hubiera facultad al tiempo de la condena, o si no se ha cumplido la condición del depósito?

& 23.- No debe dudarse que esta acción es de buena fe.

& 24.- Y por esto se ha de decir, que se comprenden en esta acción así los frutos, como toda causa, y los partos, de suerte que no se comprenda nuda la cosa.

& 25.- Si vendiste la cosa depositada, y después la redimiste para la causa del depósito, aunque después hubiere perecido sin dolo malo, quedas obligado por la acción de depósito, porque ya una vez obraste con dolo malo vendiéndola.

& 26.- También en la acción de depósito se jura para el litigio.

& 27.- Será muy justo que, no solamente si mi esclavo, sino también si el que de buena fe me prestara servidumbre hubiere depositado una cosa, se me de acción, si depositó cosa que me pertenecía.

& 28.- Del mismo modo, también si yo tuviera el usufructo sobre un esclavo, podré ejercitar la misma acción, si lo que depositó fue del peculio que me pertenecía, o si fue cosa mía.

& 29.- Asimismo, si hubiere hecho el depósito un esclavo de la herencia, compete la acción al heredero que después la ada (¿haya?)

& 30.- Si un esclavo hizo el depósito, ya si viva, ya si hubiere fallecido, el señor ejercitará útilmente esta acción; pero manumitido este mismo esclavo no podrá ejercitarla, mas también si hubiere sido enajenado, compete todavía la acción a aquel de quien fue el esclavo cuando hiciera el depósito, porque se ha de atender al principio del contrato.

& 31.- Si fuera de dos el esclavo, que depositó, a cada uno de los dueños le compete por su parte la acción de depósito.

& 32.- Si la cosa depositada por un esclavo la hubieses restituido a Ticio, a quien creíste su dueño, no siéndolo, dice Celso, que no quedas obligado por la acción de depósito, porque no medió dolo alguno; pero el dueño del esclavo reclamará contra Ticio, a quien fu restituida la cosa. Mas si la hubiere exhibido, será reivindicada, pero si la hubiere consumido, sabiendo que era ajena, será condenado, porque hizo con dolo de modo que no la poseyera.

& 33.- Pregúntase discretamente Juliano, si un esclavo depositó dinero en mi poder, para que por su libertad se lo diese yo a su señor, y yo se lo hubiere dado, ¿estaré obligado por el depósito? Y escribe en el libro décimo tercero del Digesto, que si verdaderamente yo se lo hubiere dado de este modo, cual si para esto hubiera sido depositado en mi poder, y yo te lo hubiere hecho saber, no te compete la acción de depósito, porque lo recibiste sabiéndolo; así, pues, estoy exento de dolo; mas si como mío yo lo hubiere entregado por su libertad, estaré obligado. Cuya opinión me parece verdadera, porque este no tan solo no lo devolvió sin dolo malo, sino que ni aun lo devolvió; porque una cosa es devolver, y otra dar como de lo suyo.

& 34.- Si desde un principio se hubiera depositado dinero en tu poder con esta condición, que si quisieses usaras de él, antes que uses, estarás obligado por el depósito.


 

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El impuesto de la inflación

Es creencia común que la inflación, o encarecimiento de los bienes y servicios, se debe al flujo normal de la economía, pero no es así. La inflación es en realidad un impuesto que antiguamente recibía el nombre de señoreaje, porque consistía en la ganancia que el príncipe obtenía de la manipulación de la moneda. Seguiré a Bernanke y Abel –Macroeconomics– para ilustrarlo.

Supóngase que un presidente de gobierno desea gastar 5.000 millones de euros en la financiación de un cierto proyecto -ponga aquí cada lector el que mejor le cuadre. Como las arcas del Estado están vacías y él no puede gravar con más tributos a la población, porque teme una reacción que le restaría votos en las próximas elecciones, recurre a la vieja solución de imprimir billetes.

Pero las cosas no se hacen así, dándole a una manivela que pone en funcionamiento la máquina de imprimir. El primer paso tiene que darlo el Tesoro, que autoriza al presidente a solicitar un préstamo por valor de 5.000 millones, los cuales se anotarán en el déficit presupuestario. Luego se imprimirán bonos del Estado, que no se habrán de vender al público, sino al Banco Central, a requerimiento del Tesoro. El Banco Central pagará esos bonos con 5.000 millones imprimidos para el caso y se los dará al Tesoro a cambio de los bonos. El presidente podrá disponer entonces de su dinero y lo empleará en su proyecto, con lo cual hará correr más liquidez de la existente hasta el momento.

Al haber más dinero del que había, pero no más productos que comprar con él, es obvio que el valor del primero tiene que descender en relación con los segundos. ¿Cuánto? Exactamente en el porcentaje que representen los 5.000 millones del presidente con respecto al total de la liquidez existente antes de que esos millones salieran al mercado.

El presidente habrá extraído así una parte de la propiedad de los súbditos sin que éstos se enteren y podrá presentarse a las elecciones enarbolando la realización de su proyecto y justificándolo en aras de la solidaridad, el Estado de Bienestar, la lucha contra esto o lo otro, etc. Los propietarios expoliados atribuirán la merma de sus dineros al encarecimiento de la vida, la inflación, el I.P.C., etc., sin percibir que habrán pagado un impuesto medieval llamado señoreaje. Y todos tan contentos.

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El sueldo del legionario

En sus Discursos políticos (1), “Discurso tercero. Sobre el dinero”, Hume se apoya en el libro IV de los Annales de Tácito para traer a colación que un soldado de Roma cobraba un dinero al día, lo que equivale a algo menos de ocho sueldos de su tiempo en Inglaterra. Un emperador mantenía normalmente unas veinte y cinco legiones, que a cinco mil hombre por legión suman un total de ciento veinticinco mil. Había también legiones auxiliares, pero, siendo variables su número y la paga de de sus legionarios, no es preciso tenerlas en cuenta aquí. Si se cuentan solo los soldados rasos, la paga de las veinticinco legiones no iban más allá de 1.600.000 libras esterlinas de la época de Hume, lo que es bien poco en verdad, pues, como él dice, el Parlamento Inglés había concedido para la última guerra 2.500.000 libras. Hay 900.000 de diferencia, que podrían haber bastado para pagar a los oficiales y atender otros gastos de las legiones de Roma. Y habría sobrado a buen seguro, pues en estas legiones había muy pocos oficiales en comparación con los que hay en los ejércitos modernos. Además la paga de aquéllos era muy exigua. Un centurión, por ejemplo, solo cobraba el doble que un solado, según dice Tácito en el libro I de sus Annales. A esas soldadas hay que descontar además el coste de la tienda, las armas y la ropa, que el emperador se cobraba del sueldo del legionario. Luego resultó muy barato mantener un ejército tan poderoso como el de Roma y extender los dominios del Imperio a todo el mundo conocido. Roma no dispuso de grandes cantidades de dinero ni siquiera después de la conquista de Egipto.


Hume, D., Discursos políticos del señor David Hume, caballero escocés, Imprenta de González,  Madrid, MDCCLXXXIX

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Newton y la bolsa

Newton se sabía capaz, según él mismo dijo, de calcular los movimientos de los astros en el cielo, pero no la locura de la gente en la tierra. Confiado en que las trayectorias de la insania tienen alguna regularidad, el año 1720 vendió sus acciones en la Compañía de los Mares del Sur y ganó 7.000 libras, el 100% de lo que había invertido, pero, yendo en pos de su buena estrella, volvió a tentar su suerte en un momento posterior de máxima efervescencia de la bolsa, lo que le llevó a perder unas 20.000, que equivalen a más de tres millones de dólares actuales. Después de aquel descalabro prohibió que se nombrara en su presencia la Compañía de los Mares del Sur.

El coeficiente intelectual de Sir Isaac Newton ha debido ser uno de los más elevados de la especie. Sin embargo, al dejarse contagiar del entusiasmo bursátil de la gente se portó como un estúpido. Entre la sabiduría y la necedad hay un corto paso que muy pocos son capaces de no dar.

Por esto es la necedad una de las fuerzas más poderosas que rigen la conducta humana y ni siquiera el gran físico inglés calculó su momento. Más bien se dejó arrastrar por ella. Pero no se debe insistir en ello más de lo necesario. Los humanos somos animales de normas y tenemos que ajustarnos al grupo. Ello no obliga, sin embargo, a pensar que el calor del grupo sea una guía invariable para el que se haya propuesto alguna finalidad.

En la bolsa el grupo acierta a menudo, especialmente cuando la nave es movida por un fuerte viento de popa. Ahora bien, cuando más elevadas son las valoraciones de las compañías cotizadas, cuando con más pasión se entrega la masa a la compra de acciones con la esperanza de obtener beneficios rápidos, cuando por causa de esto suben más aún todos los valores bursátiles, más cerca está la catástrofe y más desprevenidos encuentra a todos.

La secuencia es más o menos como sigue. Primero se introduce un nuevo producto, como una innovación tecnológica, farmacéutica, etc. Es cuando entra en escena el dinero inteligente o smart money. La novedad viene acompañada de publicidad convincente y convencida. En ella participan los medios de comunicación de masas con un empeño digno de mejor causa: el medicamento definitivo contra el cáncer, la red que cambiará el mundo, etc. El segundo momento es el alza del valor, acompañada muchas veces de dinero a crédito. El tercer paso es el de la euforia. Una gran cantidad de personas se tiran de cabeza a la piscina sin saber si hay agua en ella. Pocos se esfuerzan en entender los riesgos y casi nadie se deja guiar de la lógica. La cuarta fase pertenece de nuevo a los dueños del dinero inteligente, que empiezan a vender cuando todos compran porque comprenden que la buena racha no puede durar mucho. Ellos obtienen grandes beneficios, pero los precios caen. Quinta fase: los que antes fueron presa de la euforia se retiran bruscamente y todo se hunde ante sus ojos. Sobrevienen los discursos políticos y económicos sobre lo que debiera hacerse, se producen muchas reuniones y muchas decisiones de los gobernantes, pero las cosas siguen su marcha sin que nadie sepa muy bien a qué obedecen.

Ahora es muy fácil saber que Sir Isaac Newton perdió 20.000 libras porque compró acciones de la Compañía de los Mares del Sur en la cuarta fase. Su dinero no fue smart money, por más que su dueño fuera una de las más elevadas inteligencias de la especie humana.

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Salvemos el euro

Los bancos centrales, tanto en Europa como en Estados Unidos, se dedican en gran parte a permitir y fomentar la expansión ilimitada del crédito sin respaldo en el ahorro real, lo cual, alentado por grupos de interés, como los partidos políticos, los sindicatos y las entidades financieras dedicadas a la especulación, tiene que conducir de forma recurrente a que la institución financiera en su conjunto se halle al borde del colapso, a que quiebren muchos bancos y cajas de ahorro y a que se desplome la producción económica. Ésta es la dolorosa lección que estamos aprendiendo en estas fechas. Un sistema financiero así es fuente constante de inestabilidad económica.

Es, por otra parte, un grave atentado contra el derecho de propiedad el hecho de que los bancos no estén obligados por la ley a mantener el cien por cien del coeficiente de caja, lo cual entra en el terreno de la ética. Esto se evitaría volviendo al patrón oro, pues entonces habría una base monetaria que los poderes públicos no podrían manipular y sometería a una disciplina estricta a muchos agentes sociales y sus tendencias inflacionistas. También disciplinaría a los ciudadanos particulares, que no encontrarían el medio de endeudarse y dejar pender su futuro y el de sus hijos del hilo del crédito fácil.

Cuando la moneda depende de los gobernantes, cuando está en su mano fijar el cambio de la misma, la dejan flotar, provocando la inflación. Así se ahorran la impopular decisión de subir impuestos y recortar el gasto público, porque la causa real del empobrecimiento consiguiente de la población se oculta a los ojos de ésta. De esto saben mucho en Alemania. Un ciudadano de la República de Weimar, que tenía en el banco una pequeña fortuna, recibió una carta del mismo en que se le rogaba que la retirara porque, debido a la vertiginosa escalada de la inflación, al banco le resultaba más caro el franqueo de la carta de lo que valía el depósito de aquella persona. La devaluación del marco había conducido a una expropiación brutal de gran parte de la población. No es de extrañar que la constitución germana actual limite estos excesos. Y con razón lo hace, sobre todo desde el punto de vista de la moral, pues del precio de la moneda depende la propiedad de todos. Tienen algo de repugnante las razones de quienes, recordando los años del nacionalsocialismo, achacan hoy la postura germana en la crisis a sus supuestas inclinaciones al dominio de Europa.

Por esto es absolutamente necesario no salir del euro. Aunque no cumple a la perfección las funciones del patrón oro, sí impide que los políticos hagan fluctuar la moneda, pone al descubierto su arbitrariedad y frena la mentira y la demagogia. No es un modelo perfecto, pero es una aproximación muy superior a las monedas nacionales. Si España volviera a la peseta, su devaluación sería inmediata, volvería probablemente a fluir el crédito sin respaldo en el ahorro, la moneda estaría otra vez al servicio de los agentes sociales y políticos, se reanudaría el despilfarro a costa de la renta de la población y todos seríamos más pobres todavía.

Esto parece evidente porque cuando aún no existía el euro los gobiernos actuaban de la misma forma cada vez que había una crisis: aumentaban la liquidez, dejaban fluctuar la moneda y retrasaban sin fin las reformas que pudieran poner fin realmente a la crisis. Pese a sus defectos, el euro no permite esta irresponsable huida hacia adelante. Quienes nos gobiernan no tienen ahora otra salida que gobernar, es decir, reformar lo que hay que reformar para encauzar las cosas como es debido atendiendo al bien general. La alternativa más probable a ésta no es otra que un marasmo político, social y económico mucho mayor aún que el que padecemos ahora.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez, el día 06-06-12)

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La voluntad popular

El sentido de los movimientos revolucionarios que eclosionan en Francia el año 1792 y en Rusia el 1917 es el mismo: destrucción de los diques que impiden la expansión sin freno del poder. La lucha contra las fuerzas centrífugas venía de lejos y algunos habían intuido vagamente la marcha auténtica de la historia. En Francia es Felipe el Hermoso el primero en convocar al pueblo llano a los estados generales porque se había percatado del impulso profundo de las aspiraciones plebeyas. En Rusia fue Iván IV, llamado el Terrible por sus enemigos, quien se alió con el pueblo contra los boyardos. Varios monarcas se habían apoyado también en España en el pueblo contra los nobles y los territorios.

Luego será el pueblo el que complete la tarea. En Francia sin Luis XVI, en Rusia sin Nicolás II. Lo que no se había atrevido a hacer la realiza, suprimir los privilegios de antaño, lo hace la asamblea revolucionaria en unas pocas sesiones.

Los estados territoriales, combatidos desde antiguo por el rey, caen de pronto. Los cuantiosos bienes del clero son incautados por un decreto. Los parlamentos son derogados. Queda una sola clase de ciudadanos.

Los miembros de las asambleas revolucionarias proclaman a los cuatro vientos sus intenciones. Pero es en vano. Es inútil perderse en la maraña de sus ideas para tratar de entender lo que pasa. Dicen que el poder debe dividirse en ejecutivo y legislativo. Que los municipios deben tener autoridad propia. Pero la realidad es otra, pues nada queda fuera del alcance del poder revolucionario.

La marcha de los acontecimientos conduce al engrandecimiento sin límites del dominio por medio de las acciones de quienes dicen combatirlo. Estos son como Edipo: al enfrentarse a su destino lo cumplen. Se declaran siervos y representantes de la voluntad general. Se enfrentan al poder real y dejan a éste la ejecución de la ley, reservándose para sí la promulgación de la misma. Como representantes de aquella voluntad fantástica tienen el derecho y el deber sacrosanto de hacerlo así. Actúan en su nombre. ¿Y el rey? El rey no es elegido, luego no la representa. ¡Gran contradicción! Entonces lo liquidan y asumen sus funciones. Acumulación de poder. Estaba escrito que así sucediera.

Robespierre lo afirma con su característica crudeza. El poder que nos oprime debe ser dividido, pero el nuestro nunca será demasiado grande, dice.

La asamblea deviene soberana. Ella es la voluntad general. ¿Habrá de obedecer a sus electores? De ninguna manera. En los primeros días de su existencia decreta que no se halla sujeta a mandato imperativo. Y así sigue siendo.

A partir de ahora ya no es la voluntad popular la que impera, sino la voluntad de poder de un puñado de individuos reunidos en asamblea. El soberano es único y se contiene dentro de las paredes del Parlamento. Todos los demás son súbditos. Nunca había ocurrido nada igual.

La fantasmal voluntad popular se forma en la asamblea. El resto asiente en virtud de una de las más atrevidas ficciones de la historia de las formas políticas. Y la asamblea es en realidad el puño de hierro de unos pocos energúmenos que, igual que los milenaristas medievales estaban seguros de seguir el dedo de Dios para conducir al pueblo a la Nueva Jerusalén, así también ellos están impregnados del impulso profundo de la nación para conducirla por el camino de su delirio. Obsérvese cómo en las dos grandes revoluciones que se han alzado con el triunfo, la francesa y la rusa, ocuparon el primer puesto una cuadrilla de sujetos de cuya conciencia moral se había borrado hasta el último resto de contención.

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Materialismo e idealismo

 

Introducción

El término “idealismo” fue utilizado por vez primera en el siglo XVII para caracterizar la filosofía platónica en cuanto ésta había establecido que la realidad consiste en Ideas, una tesis que trajo consigo el espiritualismo, o doctrina que sostiene la existencia de entidades simples, inmateriales y trascendentes como el alma, los ángeles y Dios.

Según el idealismo, lo que verdaderamente existe puede ser comprendido por el entendimiento, pero no percibido por los sentidos, pues es inmaterial. De esta manera se reduce la realidad a pensamiento, pero no a una clase de pensamiento que no fuera más que una representación subjetiva, sino a existencias reales, incorpóreas e invisibles, pero no ininteligibles.

El término “materialismo” apareció también en el siglo XVII. Con él se dio nombre a las doctrinas filosóficas que solamente reconocen la existencia de sustancias materiales y niegan, en consecuencia, la de las espirituales e ideales. Como decía Fichte, el idealismo ve que la realidad deriva de la conciencia, la Idea o el Espíritu y el materialismo que la conciencia, la Idea o el Espíritu derivan de la materia.

El materialismo es la doctrina ontológica según la cual la materia es la realidad fundamental o verdadera y lo inmaterial no existe o puede reducirse de un modo u otro a la materia.

Pero el idealismo y el materialismo no son dos sistemas filosóficos que hayan evolucionado en paralelo, sin tocarse el uno al otro. Mas bien se han entrecruzado a lo largo de la historia de ambos, como se verá en lo que sigue.

1. Materialismo e idealismo en la Antigüedad

La Edad Antigua osciló entre el idealismo de Platón, el primer filósofo que postuló la existencia de las Ideas, y el materialismo de Demócrito, que afirmó la existencia única de la materia y redujo a ésta todo lo demás.

Platón (427-347 a. C.) presenta la Idea, o esencia inteligible que se sustrae al cambio, contra todo lo material, mutable y múltiple. Idea fue para él la especie universal, el modelo y fundamento ontológico de las múltiples cosas individuales. Que haya un ser que es más o menos que otro se debe a que hay un tercero que no es ni más ni menos, sino absoluto, en comparación con el cual los otros dos son más o menos. De otro modo no sería posible comparar entre sí dos cosas cualesquiera. Así es como Platón convierte la Idea en modelo.

¿Cómo conocer las Ideas? Por recuerdo, o anámnesis, dice Platón. El alma no debe salir de sí para encontrarlas, pues en una vida anterior las pudo contemplar de frente. Si las ha olvidado ha sido porque fue condenada al encierro del cuerpo y ahora tiene que usar los sentidos de éste a modo de señales que las traigan a su memoria. El uso de los sentidos es, pues, imprescindible para comprenderlas, aunque sólo sea porque hacen ver la apariencia sensible como mera apariencia de la verdad. Si el filósofo les agrega el uso de la dialéctica, puede estar seguro de entender las Ideas cuanto es posible hacerlo en esta vida.

Demócrito, por su lado, negó la existencia de seres inmateriales y redujo la realidad a dos únicas entidades, los átomos y el vacío. Los átomos son partículas materiales sólidas, impenetrables, duras, eternas e invariables. Solamente tienen figura, orden y posición, cualidades de las que derivan todas las propiedades de los objetos. El vacío es un cierto no-ser necesario para posibilitar el movimiento rectilíneo de los átomos. La realidad material no puede conocerse por los sentidos, sino solamente por la razón.

Aristóteles incorporó a su teoría metafísica de la sustancia la materia de la tradición jónica y la forma trans-física de la filosofía de Parménides, que había sido continuada por Platón. Este dualismo se prolongó en otro mucho más explícito cuando sentó la tesis de que el mundo de las sustancias naturales, corpóreas o materiales, tiene necesidad del Ser inmaterial, el Acto Puro, para imprimirle movimiento.

El estoicismo y el epicureismo defendieron posteriormente la materialidad y unicidad del cosmos, tratando de refundir el Acto Puro en la materia eterna para dotarla así de movimiento propio. De este modo procuraron sortear el dualismo aristotélico por medio de la instauración de un monismo materialista. En lo cual sólo en parte siguieron la metafísica de Demócrito.

2. Materialismo e idealismo en la Edad Media

La filosofía escolástica medieval heredó el idealismo y el espiritualismo de origen platónico, pero no desdeñó la materia, que por influjo directo de la religión cristiana fue dotada de una dignidad que los anteriores idealismos no habían podido reconocerle. Santo Tomás es sin duda alguna el filósofo que logra de modo más acabado una síntesis bien fundada de las corrientes materialistas e idealistas presentes tanto en la filosofía como en la religión.

La oposición máxima a toda doctrina materialista fue seguramente la del neoplatonismo del siglo III d. C., según el cual la materia es el momento de máxima decadencia del Uno, el momento en que el Ser se aproxima más a la Nada y al Mal.

La interpretación neoplatónica de las Ideas como contenidos de la mente del Uno habría de ser heredada por toda la filosofía medieval, sobre todo a partir de San Agustín. Las Ideas de Dios, que siguieron siendo eternas para los cristianos, como habían pensado Platón y Aristóteles, fueron durante la Edad Media paradigmas de la creación, modelos que Dios tuvo en su mente antes de que existieran las cosas.

El Acto Puro o Primer Motor Inmóvil de la metafísica aristotélica se identificó con el Dios de la religión revelada, en la demostración de cuya existencia llegaron a su cumbre más alta el espiritualismo y el idealismo medievales. Las pruebas más célebres son las de San Anselmo y Santo Tomás. La del primero ha recibido el nombre de argumento ontológico, o demostración a priori, por partir de la esencia de Dios para concluir en su existencia. Las de Santo Tomás fueron llamadas por él mismo vías per effectum (por el efecto) porque parten de experiencias comunes. Actualmente se conocen como demostraciones a posteriori.

El insensato debe convencerse, pues, de que existe, al menos en el entendimiento, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, porque cuando oye esto, lo entiende, y lo que se entiende existe en el entendimiento. Y, en verdad, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si sólo existe en el entendimiento puede pensarse algo que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse, existe sólo en el entendimiento, aquello mayor que lo cual nada puede pensarse es lo mismo que aquello mayor que lo cual puede pensarse algo. Pero esto ciertamente no puede ser. Existe, por tanto, fuera de toda duda, algo mayor que lo cual nada puede pensarse, tanto en el entendimiento como en la realidad. (San Anselmo, Proslogion)

Las vías de Santo Tomás son cinco. Esquemáticamente dicen lo que sigue:

1ª.- Del movimiento. Hay cosas que se mueven. Todo lo que se mueve es movido por otro. Puesto que sería absurdo que hubiera una serie causal infinita, debe admitirse que existe un primer motor inmóvil, al cual llamamos Dios.

2ª.- De la causa eficiente. Nada puede ser causa eficiente de sí mismo. La causa de algo o bien es incausada o bien tiene otra causa. Si tiene otra, ésta a su vez tendrá otra, y así hasta el infinito. Pero es absurdo que haya una serie causal infinita. Luego hay una causa incausada, una causa eficiente primera, a la cual llamamos Dios.

3ª.- De la contingencia. Encontramos algunas cosas que son contingentes, es decir, que pueden existir y no existir. Si todo fuera contingente, alguna vez no hubo nada, porque lo que es posible que suceda sucede necesariamente en un tiempo suficiente. Pero entonces no habría nada ahora mismo, porque nada empieza a existir si no es por algo que existe ya. Pero es falso que ahora nada exista. Luego no todo es contingente y hay algo que es necesario. Lo necesario puede ser por sí o por otro. Si fuera por otro, éste sería por otro y así hasta el infinito, lo cual es imposible. Luego existe un ser necesario por sí, al cual llamamos Dios.

4ª.- De la perfección. Observamos que hay grados jerárquicos de perfección entre las criaturas. Pero el más y el menos exigen lo absoluto. Luego hay un ser absoluto y perfecto que es causa de todos los demás seres y al que llamamos Dios.

5ª.- Del orden. Todas las cosas tienen una teleología, un fin. Su movimiento está ordenado a conseguir algo. Luego hay un orden del mundo. Pero no podría haberlo sin una inteligencia ordenadora, a la cual llamamos Dios.

Pese a las apariencias, el espiritualismo de los medievales no les impidió examinar el concepto de materia con una profundidad desconocida hasta entonces. En su metafísica estuvo siempre presente el neoplatonismo, que hubo de chocar frontalmente con las consecuencias del creacionismo: si la materia es obra de Dios, si Dios mismo se ha hecho carne, si ha resucitado y ascendido corporalmente a los cielos y si su cuerpo está presente en la Eucaristía, entonces no puede admitirse que la materia sea una aproximación al Mal y a la Nada.

Luego es necesario pensar en ella sin las restricciones metafísicas y morales impuestas por el neoplatonismo y la filosofía helénica. La materia no puede seguir siendo pensada como fuente de maldad. Tampoco pueden aceptarse sin más las propiedades que el propio Aristóteles le había impuesto, propiedades como la impenetrabilidad, o imposibilidad de que un cuerpo ocupe el lugar de otro, y la locación restrictiva, o imposibilidad de que un cuerpo esté en dos lugares a la vez.

Si, por ejemplo, dos cuerpos no pudieran estar simultáneamente en el mismo sitio, observa Santo Tomás, entonces Cristo no podría haber ascendido a los cielos cuando resucitó, pues tendría que haber traspasado las esferas celestes, lo cual habría sido imposible. Si esto sucedió fue porque el cuerpo de Cristo fue un cuerpo glorioso. Ésta es una noción religiosa, pero una noción que abrió la posibilidad de ser utilizada por vía naturalista. Tal es el caso, por ejemplo, del éter electromagnético de Maxwell, que los astros atraviesan en sus órbitas.

3. Materialismo e idealismo en la Edad Moderna

Por todo ello la escolástica medieval señaló las tres vías que habrían de seguir los siglos posteriores:

a) El dualismo, que respetó la propia tradición escolástica, admitiendo la entidad propia de los dos mundos, el material y el espiritual.

c) El idealismo, que tendió a suprimir la diferencia entre los dos mundos, llegando a concebir la materia como emanación del ser incorpóreo.

b) El materialismo, que llegó a suprimir la diferencia entre ellos en beneficio de la materia corpórea.

a) El dualismo

Descartes (1596-1650), fundador del racionalismo, mantuvo la convicción de que existen dos mundos, el de la materia y el del espíritu. Las ideas, que la filosofía medieval había colocado en la mente de Dios, fueron situadas por él en la del sujeto. Este no puede conocer directamente las cosas, sino solamente las ideas que tiene de ellas, ideas que proceden de la sola razón y que él llamó innatas por este motivo. De la realidad extramental no hay noticia directa. Si la filosofía acepta su existencia es porque, después de haber probado la de Dios, comprende que, dado que Él no es capaz de engaño, pues es bueno, ha hecho que las ideas se correspondan con el mundo.

La realidad de las cosas finitas se distribuye, en consecuencia, entre dos clases de sustancia netamente diferenciadas, la mente espiritual e inextensa y la materia inerte y extensa, quedando en entredicho la posibilidad de comunicación entre ambas.

Los filósofos del momento prestaron su adhesión a este dualismo y al subjetivismo idealista implícito en él. Unos defendieron la tesis central de Descartes, a saber, la de la existencia de las ideas innatas en la razón. Otros la negaron y sostuvieron que todas las ideas proceden de la experiencia sensible. Los primeros fueron llamados racionalistas, los segundos empiristas.

Entre los primeros destacan Nicolás Malebranche (1638-1715), para quien las ideas están solamente en Dios, que las pone en nosotros, y Godofredo Guillermo Leibniz (1646-1716), para quien el mundo está compuesto de mónadas o sustancias individuales espirituales, cerradas sobre sí de tal manera que nada penetra en su interior y son independientes unas de otras. Según él, los cuerpos son fenómenos bien fundados, no existencias reales. Cada mónada, por otro lado, es un punto de vista sobre el universo.

Entre los segundos sobresalen Hobbes (1588-1679), Locke (1632-1704), Berkeley (1685-1753) y Hume (1711- 1776).

John Locke continuó manteniendo el dualismo cartesiano, pues creyó todavía que existen la sustancia mental y la material, pese a lo cual él mismo abrió la puerta del empirismo al idealismo.

Argumentó que las ideas son representaciones de cosas exteriores, por lo que solamente es posible conocer ideas y no cosas. En efecto, estas últimas no son para el sujeto más que ideas compuestas por la mente a partir de los datos de la sensibilidad, datos que el propio sujeto agrega a un sustrato que desconoce.

Una flor, por ejemplo, es un dato de color, otro de olor, otro de figura, etc. Esto es lo único que puede percibirse. La flor en sí misma es un supuesto sobre el cual se sostienen los datos, pero no puede saberse qué es al margen de éstos. La idea de sustancia, concluyó Locke, es por todo esto un no sé qué, una idea confusa.

De los restantes empiristas, Hobbes se inclinó por el materialismo, en tanto que Berkeley y Hume recorrieron la senda del subjetivismo idealista, o subjetivismo fenomenista, que había trazado Descartes a su pesar. También la siguieron los filósofos idealistas alemanes del siglo XVIII y XIX: Kant (1724-1804), Fichte (1796-1879), Schelling (1775-1854) y Hegel (1770-1831).

b) El idealismo

El subjetivismo idealista de Descartes, Malebranche, Leibniz y Locke es relativo, pues siguen manteniendo el dualismo y, con él, la existencia de entidades exteriores al sujeto. El de Berkeley y Hume, por el contrario, son absolutos, como habrá ocasión de ver en seguida, porque, según ellos, la estructura de los cielos, la tierra y todo cuanto hay no tiene más existencia que las percepciones del sujeto.

Berkeley dio el primer paso. En la experiencia inmediata, dijo, sólo cuentan las percepciones, no los objetos, que nunca son conocidos al margen de ellas. Es una contradicción seguir creyendo que hay cuerpos aparte de las ideas de nuestro espíritu.

David Hume se encargó de conducir el subjetivismo idealista a su desenlace lógico final, que no consistió solamente en la negación del mundo, sino también en la del propio sujeto que siente las percepciones.

Contra la existencia del mundo arguyó que ésta debería poderse demostrar a través de la razón o de los sentidos. Pero lo primero es imposible, porque puede pensarse sin contradicción que los cuerpos no existen y, en consecuencia, su existencia es indemostrable. Lo segundo también, pues los sentidos deberían presentarnos simultáneamente las percepciones y los cuerpos representados en ellas, lo cual es absurdo.

Contra la existencia del sujeto dijo que no existe percepción sensible alguna de la que pueda proceder la idea del propio yo. Si hubiera alguna debería permanecer invariablemente idéntica durante toda la vida, pues así se supone que es el yo. Pero no hay una sola que cumpla ese requisito.

Solamente una cosa es segura y todo lo demás es dudoso, concluye Hume: que hay percepciones empíricas de no se sabe qué a no se sabe quién y que, por fortuna para nosotros, la naturaleza nos ha hecho antes hombres que filósofos, pues seríamos escépticos si siguiéramos la filosofía, lo que sería un grave obstáculo para la vida.

Kant, comprendiendo que el subjetivismo idealista conducía a la ruina de la metafísica, acometió la tarea de volver a refundarla, aunque lo hizo también sobre supuestos idealistas. La idea es, según él, cada uno de los objetos de la razón pura anterior a toda experiencia. Tales objetos son básicamente los tres de la metafísica especial de Wolff: Dios, el Mundo y el Alma.

Al idealismo material de los racionalistas, así llamado por él porque está referido a la materia o contenido del conocimiento, opone su idealismo formal o trascendental, referido a la sola forma del conocer. Existen, según dice, formas ideales que, no procediendo de la experiencia, se aplican a ella cada vez que se produce un acto de conocimiento. Estas son, entre otras, el espacio y el tiempo. Ambos pueden ser pensados y existir sin cosas, pero éstas no pueden ser pensadas ni existir sin espacio y tiempo. Luego lo que es condición del pensar es también condición del existir. El espacio y el tiempo son anteriores al objeto conocido y no proceden de él. Proceden, en consecuencia, del sujeto. Son moldes a priori en que se vacían los datos de la sensibilidad.

Los objetos conocidos, o fenómenos, resultan de la experiencia y las formas a priori, o trascendentales. Este es el aspecto idealista de la filosofía kantiana. Lo cual no conduce forzosamente a negar que existan cosas en sí, cosas que no necesitan de las formas a priori del conocimiento, pero sí a afirmar que, si existen, permanecen desconocidas para el sujeto. En efecto ¿qué clase de cosa sería una que no sucediera en algún momento y lugar?; ¿qué sería algo que no revistiera las formas trascendentales de espacio y tiempo?

Después de Kant el idealismo cierra su trayectoria negando la cosa en sí. La filosofía de Johann Gottlieb Fichte es el primer caso en que se muestra al Yo, o sujeto, oponiendo a sí mismo el No-Yo, o naturaleza, con el fin de ejercer su libertad, es decir, el espíritu absorbiendo al mundo. El segundo es la filosofía de Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, que propone superar la separación entre opuestos de la filosofía de Fichte estableciendo lo que él llamó un idealismo objetivo. Según Schelling, lo absoluto se muestra en el proceso de la Naturaleza, que va de lo inorgánico a lo orgánico y desemboca en la conciencia humana, donde se da la identidad entre el Yo y la Naturaleza.

El idealismo de Hegel, culminación de la corriente kantiana y, según pretende él mismo, de toda la historia de la filosofía, que es a la vez culminación de la historia humana y la evolución de la naturaleza, fue llamado idealismo absoluto.

Aristóteles atribuía a un dios separado del mundo, situado lo más lejos posible del hombre, la inmóvil perfección del pensamiento que se piensa. La única acción del Dios aristotélico es el Eros que él mismo inspira y cuya expresión adecuada es el movimiento circular del cielo. Para Hegel, Dios es también pensamiento que se piensa, pero este pensamiento es inquietud, movilidad, negatividad infinita. Únicamente el hombre manifiesta y realiza la vida divina. Incluso los crímenes del hombre -dice Hegel, oponiéndose a Platón y a Aristóteles-, incluso las peores aberraciones de la humanidad representan “algo infinitamente más elevado que el curso regular de los astros, porque el que así yerra es siempre el espíritu”. Dios no es, como en Descartes o en Kant, la fuente primera y la garantía inquebrantable del sistema de ideas por medio del cual el sujeto comprende y domina al objeto. Para Hegel, Dios es el movimiento mismo del que proceden a la vez las categorías del pensamiento, las leyes de lo real físico y las fuerzas creadoras de la vida histórica. Dios es la verdad y la realidad de la naturaleza y de la historia, reunidas éstas en una sola hipóstasis, cuya inquieta perfección se expresa a través del cielo, el cual es al mismo tiempo figura cerrada e inmóvil y línea infinitamente cambiante. (Papaioannou, K., Hegel)

Idea es, para Hegel, lo absoluto mismo, la unidad dialéctica de subjetividad y objetividad, finitud e infinitud, realidad y concepto. La Idea es lo primero en sí. Después es Idea fuera de sí, o Naturaleza, y por último Idea para sí, o Espíritu. El Espíritu empieza siendo Espíritu Subjetivo en la percepción de lo concreto. Después es Espíritu Objetivo en el derecho, la moral y la eticidad o moralidad concreta, que se despliega en el interior de las instituciones en que se desarrolla la vida de los hombres, como la familia, la sociedad civil y el Estado. Finalmente es Espíritu Absoluto, después de que la Idea, en cuanto devenir de lo real, a través de sus sucesivas y progresivas contradicciones, culmina en el arte, la religión y la filosofía. En este último punto, en la filosofía, alcanza la manifestación de sí misma como Espíritu Absoluto.

c) El materialismo

Thomas Hobbes prestó atención casi exclusiva al lado materialista del dualismo cartesiano. Identificó la noción de sustancia con la de cuerpo, con lo que resultó carente de sentido la idea de sustancia espiritual. A continuación amplió el mecanicismo a la vida psíquica del hombre, interpretándola como resultado de los movimientos materiales.

Siguiendo su estela, el materialismo del siglo XVIII y XIX quiso borrar la diferencia entre lo espiritual y lo material mediante la concepción del mundo como un todo material en que la materia se mueve por sí sola y la conciencia está determinada por ella. Entre ellos merecen mencionarse La Mettrie (1709-1751), Diderot (1713-1784), Helvetius (1715-1771), D´Holbach (1723-1789) y, por último, el marxismo.

La Mettrie empezó creyendo que la materia es una máquina que se pone en movimiento por sí sola y que, en consecuencia, no siente ni piensa. Luego abandonó esta posición radical y le atribuyó automovimiento y capacidad de pensar. Dado que, según dijo, el pensamiento es solamente una prolongación de la sensibilidad, los animales también piensan, pues son sensibles como el hombre. Incluso los niveles más bajos de la materia son capaces de sentir.

Diderot, el principal materialista de la Ilustración, se inclinó por la tesis de la materia sentiente, pensando que contiene en su seno principios vivos que la hacen evolucionar. Algo parecido pensó también Claude Adrien Helvetius, que añadió la idea de que toda la vida psíquica de los hombres se halla determinada por las condiciones naturales y sociales del entorno.

D´Holbach concibió un materialismo sistemático que aplicó a todas las regiones del Ser. Escribió el Sistema de la naturaleza, la Biblia del ateísmo. La naturaleza, la sociedad y el hombre individual son mostrados en esa obra como partes de una concepción rigurosamente materialista y atea. Con el fin de excluir toda causa sobrenatural de los eventos físicos, D´Holbach mantuvo que la materia no es pasiva, sino activa. Todo ente natural está dotado de un movimiento propio, que sólo si es obstaculizado por alguna causa externa más fuerte es desviado o interrumpido.

La acción humana se explica del mismo modo, dado que el hombre es un ser natural a todos los efectos. Su naturaleza individual, el temperamento, es el resultado de causas físicas y químicas que empiezan a actuar ya desde la vida prenatal; las pasiones, el carácter, la voluntad, no son más que determinaciones del temperamento originario.

El último de los sistemas materialistas que aquí tendremos en cuenta, el marxismo, dio lugar a un sistema filosófico bifurcado en dos explicaciones de índole materialista, una que versa sobre la naturaleza y recibe el nombre de materialismo dialéctico (diamat) y otra que versa sobre la historia y recibe el de materialismo histórico (histomat).

Las leyes del materialismo dialéctico habrían sido, según sus fundadores, anticipadas por Hegel, pero este filósofo las habría aplicado solamente al pensamiento. Había que rescatarlas de allí para aplicarlas a la realidad. El trabajo de transformación fue empezado por Marx (1818-1883) y seguido por Engels (1820-1895), Lenin (1870-1924), Stalin (1879-1953), etc.

El materialismo dialéctico, que fue finalmente una reinterpretación de la teoría darwiniana en términos de la filosofía de Hegel, entiende en clave optimista y utópica la evolución del mundo y el hombre. El materialismo dialéctico cree que el hombre, levantado por encima del animal por el uso de herramientas, habrá de cerrar su trayectoria merced a la organización de la producción según un plan, lo cual habrá de hacerse en la sociedad comunista.

El materialismo histórico especifica la dinámica de la historia humana. Según esta teoría, el hombre no es pensamiento, sino acción, pero no acción ciega. La diferencia entre el peor arquitecto y la mejor abeja, dice Marx, es que el arquitecto piensa su obra antes de hacerla. Un hombre es trabajo y en la realización de su ser, en el trabajo, establece relaciones con la naturaleza y con otros hombres, relaciones cambiantes que van transformando tanto a los hombres como a la naturaleza.

Las relaciones entre el hombre y la naturaleza son llamadas fuerzas productivas: herramientas, formas de utilizarlas, conocimientos técnicos, inventos, tecnología, capacidad de trabajo, etc. Las existentes entre los hombres son llamadas relaciones de producción. Las primeras son el motor de la historia. Normalmente se desarrollan sin problemas en el interior de las relaciones de producción, pero siempre llega un momento en que éstas se convierten en un obstáculo. A partir de ese momento se inicia un periodo de revolución social que acaba destruyéndolas y sustituyéndolas por otras nuevas, con lo que la humanidad habrá abandonado un periodo de la historia para entrar en otro.

4. Final: el materialismo filosófico

Los distintos materialismos confluyen actualmente en sistemas de filósofos como Ferrater Mora (1912-1991), Mario Bunge (1919- ) o Gustavo Bueno (1924- ). El materialismo profesado por este último, denominado materialismo filosófico, ofrece, a nuestro juicio, un sistema de coordenadas ontológicas capaz de traducir a sus términos el núcleo esencial de la filosofía clásica, que consta de elementos tanto materialistas como idealistas, según ha habido ocasión de ver.

Este sistema filosófico vuelve a considerar que la estructura básica de la filosofía es la ontología, o saber cuyo objeto es la Idea de Ser. Reconoce además que la ontología adquirió su más lograda expresión académica en la obra de Wolff, cuya Metaphysica specialis abarcaba los tres tipos o géneros de Ser: Mundo, Alma y Dios. Y descubre que casi toda la tradición filosófica ha dado por supuesta esta partición trimembre, si bien unas corrientes han mostrado inclinación por alguno de los géneros en detrimento de los demás y otras por otro, como ha podido verse en las páginas precedentes.

El idealismo alemán posterior a Kant, por ejemplo, ha tendido a identificar el Alma con Dios, dando como resultado la oposición entre los dos géneros restantes, el Mundo y Dios, o la Naturaleza y el Espíritu, entendido este último casi siempre como Cultura en sentido metafísico, o como Historia, etc. El reino psicológico fue así elevado a la dignidad del Ser Supremo. El extremo del idealismo, con todo, no ha sido la filosofía de Hegel, sino la de Berkeley, que llegó a identificar la materia con las ideas de la psique y pensó que Dios es la única fuente de éstas.

El materialismo posterior a Demócrito, por su lado, ha seguido el camino contrario, identificando a Dios con el Alma y dando como resultado la oposición entre los otros dos géneros de Ser, el Mundo y el Alma, o lo natural y lo psicológico, entendido esto último a veces como cultura en sentido subjetivo. El extremo del materialismo fue la doctrina de Demócrito, que identificó a Dios con el Alma y a ésta con el Mundo. En efecto, todo cuanto no fuera cuerpo material o vacío no era para este filósofo más que convención y apariencia.

Pero tanto el idealismo como el materialismo han tenido siempre presente el triángulo wolffiano, aunque no haya sido más que para negar uno o más de sus lados. Luego al recobrar dicho triángulo no se hace otra cosa que recobrar el sentido que ha tenido hasta el día de hoy toda filosofía, por lo que se impone recuperar explícitamente tanto el ser tomado en sentido ontológico general como el tomado en sentido ontológico especial.

La modificación principal introducida en este punto por el materialismo filosófico de Bueno consiste en entender que la Idea de Ser es equivalente a la Idea de Materia. Con ello no se pretende reducir toda la realidad a una suma de cuerpos, como había hecho Demócrito. Para comprenderlo es preciso tener en cuenta la materia determinada, o especial, y la materia general.

Materia determinada para un alfarero es la arcilla que utiliza en su taller. Se trata de una materia que él transforma mediante operaciones hasta obtener varias ánforas de diferentes proporciones. Tres momentos se entretejen en el taller: la arcilla, las operaciones del alfarero y las proporciones entre las ánforas obtenidas. Los tres momentos son materiales y los tres están interconectados entre sí, no constituyendo ninguno de ellos un reino aparte. Ninguno, por tanto, se puede sustancializar o hipostatizar, como si fuera posible que uno pudiera subsistir sin los otros.

Tres son, en consecuencia, los géneros de materialidad, denominados M1, M2 y M3:

M1: entidades constitutivas del mundo físico exterior, tales como arcilla, rocas, organismos, campos electromagnéticos, explosiones nucleares, edificios o satélites artificiales.

M2: fenómenos subjetivos de la vida interior etológica, psicológica e histórica, tales como operaciones de los sujetos, un dolor de muelas, una conducta de acecho o una estrategia bélica.

M3: objetos abstractos tales como las proporciones entre objetos, el espacio proyectivo reglado, las rectas paralelas, el conjunto infinito de los números primos, la lengua de Saussure, las instituciones sociales, las líneas de una gráfica que expresa los movimientos del precio del petróleo, etc.

Pero materia determinada y materia general no son lo mismo, como tampoco lo son el ser en cuanto tal de la ontología y el ser determinado de la metafísica especial. Lo esencial del ser en cuanto tal, o materia en sentido ontológico-general, es que no se refiere a las realidades que constituyen el mundo entendido como entretejimiento de M1, M2 y M3. La materia ontológico-general no se reduce a las tres materialidades mundanas.

La ontología del materialismo filosófico distingue, en consecuencia, dos planos:

a) La ontología general, cuyo contenido es la Idea de materia ontológico general.

b) La ontología especial, cuya realidad positiva son tres géneros de materialidad, que constituyen el mundo, es decir Mi=M1,M2,M3.

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Metafísica (varios enfoques)

 Introducción

El nombre “metafísica” fue inventado por Andrónico de Rodas, escoliarca del Liceo entre los años 78 y 47 a. C., que reunió catorce libros de la obra aristotélica bajo el nombre metá tá phisicá (más allá de lo físico), una denominación que podía denotar los escritos aristotélicos que deben ordenarse académicamente tras los estudios de física o las cosas que están más allá de lo físico. Otro posible significado del nombre podía referirse a una simple ordenación bibliotecaria.

No obstante, ha sido corriente entender el nombre en sentido temático, por lo que se ha pensado con frecuencia que aquellos libros tratan sobre lo que está después o más allá del mundo físico, sobre algo que sólo se alcanza superándolo y comprendiendo su base o fundamento. Esta interpretación, como es obvio, presupone la existencia de dos mundos, el físico y el trans-físico, entendiéndose el segundo como la clave del primero. Aquí radica la causa de que la metafísica haya oscilado siempre entre dos saberes diferentes que Aristóteles llamó “filosofía primera” y “teología”, pues se podía concebir como la ciencia de la realidad total, o filosofía primera, que no puede ser bien comprendida si no es como ciencia de las últimas causas.

1. Metafísica antigua: Aristóteles

a) Sentidos de la metafísica de Aristóteles

El despliegue del concepto de metafísica en Aristóteles pone de manifiesto la evolución de su pensamiento filosófico. Al principio sigue a Platón, para quien el ser es la Idea inmutable y eterna. La metafísica es entonces ciencia de lo suprasensible.

Posteriormente el sentido de la metafísica se ajusta a la doctrina gnoseológica del propio Aristóteles, para quien el conocimiento de lo suprasensible debe partir del de lo sensible. Puesto que, pese a todo, se concibe lo primero como causa de lo segundo y, en consecuencia, es el concepto de causa lo que liga ambos planos, la metafísica se concibe ahora como la ciencia de las causas. Lo cual plantea el problema de asignarle contenidos diversos y de dividirla consecuentemente en dos, quedando así en entredicho.

La solución fue el tercer sentido, que consistió en comprenderla como la ciencia del ser en cuanto ser, extendiendo su dominio a todo cuanto es, mas sólo en cuanto es, no en cuanto posee alguna de las particularidades que pueden afectar a los seres.

De aquí se sigue que la ciencia del ser en cuanto ser engloba la ciencia de los principios de los seres y la de los seres suprasensibles y divinos. Luego hay en ella una tensión entre la ciencia del ser en cuanto ser, o estudio de la realidad total según las leyes del ser comunes a toda ella, y la ciencia de lo suprasensible y lo divino, estudio del origen de todo ser. Por lo primero tiene que estudiar los principios últimos del ser, pero entonces se eleva a teología. Por lo segundo tiene que estudiar lo divino en cuanto origen de todo ser, por lo que desciende a ontología. Así quedaron ligadas una y otra para la historia posterior.

La metafísica tiene, pues, dos campos de estudio: el ser en general, del que se ocupa la ontología, y el ser en particular de lo suprasensible y lo divino, que carece de materia y es eterno, del cual se ocupa la teología.

b) Teoría de la sustancia

Aunque Aristóteles admite, con Parménides, que el ser es uno, observa que hay varios modos de ser, pues se dice de varias maneras. No es, por tanto, un término unívoco; tampoco es equívoco, pues entonces no podría admitirse que hay un solo ser; es análogo, lo que significa que las varias formas de nombrarlo coinciden en parte y en parte se distinguen. Decir, por ejemplo, que la cabellera de la amada es negra como la noche de la despedida (Mil y una noches) no es utilizar el adjetivo “negro” en sentido unívoco, pues no significa lo mismo en los dos casos, ni equívoco, pues tampoco significa algo totalmente distinto, sino análogo, pues una cabellera negra en parte es lo mismo que la noche de la despedida y en parte es diferente.

Las maneras de decirse el ser son las categorías, en número de diez: sustancia, cualidad, cantidad, relación, acción, pasión, lugar, tiempo, situación y hábito. La primera y principal de ellas, la sustancia, hace siempre de sujeto en una predicación cualquiera y las demás hacen de predicados. Cuando se dice, por ejemplo, que Eduardo estudia, se utiliza la categoría de sustancia, Eduardo, para predicar de ella una acción, la de estudiar. Las categorías que nombran hechos que suceden a la sustancia y que, en consecuencia, se utilizan como predicados, reciben el nombre de accidentes.

La sustancia o sujeto es la categoría principal del ser. Es en sí y por sí, algo que existe separadamente. Los accidentes, por el contrario, son en ella y por ella y no pueden existir separadamente. Parece, en efecto, absurdo pensar que el estudiar, ser alto, estar en un lugar, etc, puedan darse por sí, sin alguien que estudie, sea alto, esté aquí o allí, etc.

Luego aunque el ser se predica de varias maneras, una para la sustancia y otra para los accidentes, el de aquélla es el primordial y el de éstos siempre está referido al de ella. La sustancia es la categoría esencial, donde reside propiamente el ser de la cosa, por lo que cuando preguntamos qué es, cuando preguntamos por su esencia o quididad (de quid, qué), hay que responder con ella, con el sujeto individual determinado y concreto.

c) El hilemorfismo

Aristóteles sostiene además que el individuo concreto es en realidad un compuesto de materia (hylé) y forma (morfé). Esta última es en rigor la quididad o esencia de la sustancia, lo que debe ser tenido en cuenta a la hora de definirla. La definición, por su lado, ha de hacerse según el género y la diferencia específica. Dado que ambos son universales, la forma lo es también.

En efecto, cuando decimos que La Piedad, de Miguel Ángel, es de mármol, nombramos el objeto por la forma, no por la materia, entendiendo que en aquélla reside el ser. Y cuando decimos que Temístocles fue un general victorioso admitimos que la realidad de Temístocles reside en lo universal, en la forma, que corresponde a la Idea de Platón.

La diferencia entre Aristóteles y Platón reside en que aquél ve la forma como estructura permanente y repetida en todos los individuos de una misma clase, sin que pueda darse por sí sola, al margen de la materia. El mármol pudo no ser estatua y Temístocles pudo no ser general victorioso, pero el general victorioso y la estatua no pueden existir sin alguna materia en que realizarse.

Si la forma define a los individuos por lo que tienen de igual, la materia los individualiza. Pero, siendo la forma el ser de los mismos, la materia no puede ser otra cosa que un elemento neutro, indiferenciado y amorfo que tampoco puede darse por sí sola, al margen de la forma, ya que sería seguramente absurdo que existiera algo sin ser algo. Se concluye, pues, que la materia es el principio de individuación y la forma el principio de inteligibilidad.

Los individuos existen por la materia y son lo que son por la forma. Puesto que la primera es ininteligible en sí misma y se vuelve inteligible por la segunda, no hay más ciencia que la que pueda obtenerse acerca de ésta, pero de los individuos en sí mismos no puede haber ciencia alguna.

Es evidente que Aristóteles confiere una clara prioridad ontológica a la forma al considerarla como la esencia y naturaleza de la cosa. La materia, de la que están afectados los individuos, es en ellos la posibilidad, o potencia, de llegar más o menos logradamente a la forma, a su propia esencia, de ser en acto lo que son en potencia. A un hombre particular le corresponde ser hombre de pleno derecho, pero si vive en un lugar en que las circunstancias políticas, económicas, etc., le son contrarias, nunca lo será.

d) El Primer Motor Inmóvil

Si hubiera algún ser que fuera plenamente él en cada momento de su existencia, un ser para el cual fuera imposible abandonar su esencia, carecería de materia. Un ser así sería Acto Puro sin mezcla de potencia, Forma Pura inmaterial. Este ser es Dios, Primer Motor Inmóvil o inteligencia motriz de los cielos. He aquí cómo el estudio del ser en general, que lo es de la sustancia, conduce en Aristóteles al de la sustancia suprema. Así se desenvuelve la ontología en teología.

Un ser sin materia carece de cantidad y cualidad, no está aquí o allí, es intemporal. No puede tenerse por sujeto de ninguna de las categorías o accidentes. La ciencia de esta sustancia inmóvil, eterna y separada de las cosas sensibles es la teología, la más excelsa de las ciencias, el saber a que todas ellas están referidas, porque es saber de Dios, el principio supremo del que depende el movimiento del universo entero y de la physis, un principio que a todo mueve pero no es movido por nada, un Primer Motor inmóvil requerido como causa primera de la naturaleza.

Este Primer Motor Inmóvil mueve al mundo como el amado al amante. El movimiento de la naturaleza es eterno porque es movimiento que tiende a un fin nunca alcanzado, aspiración nunca lograda a la realización de su propio ser. Si hubiera adquirido su forma esencial definitivamente, absorbiendo todas las posibilidades de la materia, no estaría en movimiento.

La causa final mueve, pues, a la realidad entera. Hacia ella tienden los movimientos regulares de las esferas, los movimientos más complejos de las estaciones, el ciclo biológico de las generaciones y de las corrupciones, las vicisitudes de la acción y del trabajo del hombre. Esa causa final es Dios, realización última de una naturaleza que no puede consumarla porque nunca deja de estar compuesta de materia, porque siempre hay en ella nuevas posibilidades que no se cumplen.

La causa final no es natural ni material, sino sobrenatural e inmaterial, por lo que debe decirse que no es de este mundo, sino de más allá y que, por ello mismo, la teología de Aristóteles es en verdad trans-física, pues trata de seres situados más allá de los seres físicos.

2. Metafísica medieval

El doble sentido de la metafísica de Aristóteles se prolonga durante el periodo medieval. Así en Santo Tomás de Aquino, quien, seguramente por subordinar la filosofía a la “sagrada doctrina”, o teología revelada, que es también una ciencia de pleno derecho, supera a Aristóteles. También él distingue tres aspectos en la metafísica, los correspondientes a la teología, la ontología y la filosofía primera. Corresponde a la primera el conocimiento de Dios y los seres suprasensibles, a la segunda el del ente en cuanto ente y todo lo que le es esencialmente propio y a la tercera el del fundamento de las causas primeras de las cosas.

Esta variedad de contenidos pone en juego la unidad de la metafísica, igual que en Aristóteles, pero Santo Tomás responde que, siendo el ente en cuanto ente el objeto inmediato de la metafísica y debiendo toda ciencia preguntarse por los fundamentos de su objeto, solamente hallará una respuesta cumplida indagando en la última y suprema causa de todo ser, es decir, en Dios. Luego la comprensión plena del ente en cuanto tal exige orientarse hacia el ente absoluto como su origen y, en consecuencia, la metafísica es a la vez ontología y teología.

Aunque esta delimitación de la metafísica se mantuvo durante mucho tiempo, siendo continuada por Francisco Suárez (1548-1617), ya en el siglo XIV hubo de sufrir serias objeciones por parte de Juan Duns Escoto (1266-1308) y Guillermo de Occam (1285-1349). El primero negó que la teología fuera una ciencia, pues su objetivo no es teórico, sino práctico, a saber, la salvación por medio del buen querer y el buen hacer. El segundo criticó los conceptos principales de la metafísica, como los de sustancia, causalidad o finalidad, anticipando el empirismo inglés posterior. Ambos coincidieron, en contra de Santo Tomás, en que el ser se predica de Dios de modo unívoco y no análogo.

3. Metafísica moderna

El desarrollo de la metafísica durante la Edad Moderna sigue haciéndola oscilar entre los dos polos de la definición aristotélica, pero desemboca en su tratamiento sistemático por Christian Wolff (1679-1754), quien populariza entre el público el término “ontología” y conduce a la definitiva separación entre la doctrina del ser y la doctrina de Dios. En su división de las ciencias filosóficas, Wolff identifica metafísica con filosofía teorética (en contraste con la ética, como filosofía práctica), y distingue entre una Metaphysica generalis y una Metaphysica specialis. La primera, denominada también “ontología”, es la ciencia filosófica básica del ente en cuanto tal. La metafísica especial, por su lado, se divide en tres ramas, que Wolf denomina “cosmología”, “psicología” y “teología”. Estas tres disciplinas teóricas no son empíricas ni reveladas, sino racionales.

Esta división wolffiana, que se ha mostrado en la lección primera, amplía el concepto de metafísica hasta incluir la cosmología y la psicología, a la vez que separa la ontología de la teología. La metafísica general es a partir de entonces solamente una doctrina universal del ser.

Mientras tenía lugar la sistematización wolffiana, otras corrientes filosóficas, sobre todo las de corte empirista, empezaban a ver en la metafísica una dedicación inútil y perjudicial. Oponiéndose a esta corriente destructora, Manuel Kant (1724-1804), que seguía el esquema tripartito wolffiano, trató de refundar la metafísica instaurándola como “conocimiento racional puro por conceptos”, creyendo distinguirla de este modo de los otros conocimientos existentes, el matemático y el físico, ambos conectados con la experiencia, según él. Ahora bien, un conocimiento racional puro por conceptos, que no se aplica a ningún material empírico se desliga de todo objeto y se convierte en subjetivo. Dado que no puede haber experiencia de los tres objetos de la metafísica especial wolffiana, éstos reaparecen en la kantiana como Ideas de la razón pura, es decir, como Mundo, Alma y Dios, por lo que este sistema ha sido llamado “idealismo trascendental”.

La metafísica consta sólo de Ideas de la razón y, por carecer de toda referencia al material empírico, deja de ser vista como una ciencia. En efecto, ni el mundo externo en su totalidad, o Idea de Mundo, ni la experiencia interna en su totalidad, o Idea de Alma, ni la totalidad de ambas totalidades, o Idea de Dios, pueden son objeto de experiencia posible alguna. Pese a todo, no puede renunciarse a tales Ideas, pues, según dice Kant, aunque no pueden servir de objeto a ninguna ciencia, aunque no pueden ser conocidas, sino sólo pensadas, son el fundamento de todas las ciencias y, en el hombre, una disposición natural que no puede abandonar.

No pueden conocerse los seres de la metafísica, pero sí pueden pensarse. Y el pensamiento de los mismos, las Ideas de la razón, constituyen la directriz y regulación de los conocimientos y las prácticas humanas.

4. Metafísica contemporánea

Los sucesores de Kant continuaron el propósito de comprender la realidad total a partir de su fundamento absoluto, pero pusieron otros nombres a su intento.

Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), por ejemplo, la llamó “teoría de la ciencia” y le asignó como objeto el puro saber de la razón, encargado de proporcionar los principios de todas las ciencias. El Yo no tiene que habérselas solo con sus Ideas, quedando la cosa en sí misma, el No-Yo, lejos de su alcance, como ocurría en Kant. El Yo es quien pone al No-Yo. Pero, siendo el Yo un nuevo nombre para lo Absoluto, Fichte no traspasa los límites de la metafísica u ontología en sentido clásico, pues lo que afirma equivale a decir que Dios crea el mundo.

La culminación del idealismo alemán, nombre que se aplicó a las filosofías de Fichte, Schelling y Hegel, que siguieron y rebasaron la vía kantiana, tuvo lugar en la obra del tercero, de Hegel (1770-1831), que pretendió realizar la idea de una ciencia pura de la razón como ciencia absoluta. Su punto de partida fue la totalidad de la experiencia de la conciencia, no entendida como conciencia de un solo sujeto individual, sino como un proceso de acumulación de la experiencia helénica, estoica, escéptica, cristiana, moderna, etc., hasta llegar al presente; después de que el panorama que se tiene ante sí es la negación de cada periodo por el siguiente y su recuperación en un estrato más alto de la realidad, se produce por fin el saber absoluto.

La obra de Hegel es metafísica, por cuanto este saber absoluto, o saber de lo divino, abarca todos los contenidos, la realidad entera como un despliegue que ha conducido hasta dicho saber. En ese despliegue el ser comienza siendo Idea, a continuación pasa por ser naturaleza y, por último culmina en el espíritu absoluto. Así vuelve a recuperarse, de un modo que muchos han calificado de panteísta, la tríada de la metafísica especial de Wolff y Kant.

Después de Hegel, la metafísica resucita en la “vuelta a las cosas mismas” de Edmund Husserl (1859-1938) y, sobre todo, en el existencialismo de Martin Heidegger (1889-1976), o bien perece en el neopositivismo lógico, que continúa las críticas de Hume.

Martín Heidegger (1889-1976), el primer existencialista, acusa a toda la metafísica occidental que va de Platón a Nietzsche de haber investigado los entes en su esencia y haber olvidado el ser como fundamento suyo. La metafísica ha procurado siempre afirmar su dominio sobre los entes, sea a través del conocimiento, sea a través de la técnica. Desde Aristóteles se ha entendido el ser como trascendental, como lo más universal de todo. Pero este sentido, con ser aparentemente el más claro de todos, es sin embargo el más oscuro.

Todo el mundo comprende frases como “Platón es ateniense” o “Cervantes es el autor de Don Quijote”. Pero este hecho oculta algo que nadie entiende: la relación del ser trascendental con el ente. Por esto hay que preguntarse por el sentido del ser. Este es el tema fundamental de la ontología, según Heidegger.

El ser se manifiesta en el ente humano. Mas no lo hace en la esencia del hombre, una esencia que, guardada en una definición, sea el contenido propio de una ciencia, sino en el existir de cada hombre. El existir exige siempre un pronombre personal: “yo soy”, “tú eres”, etc. Ahora bien, el existir sucede en el tiempo. Luego la temporalidad es el horizonte de comprensión del ser.

Esto explica que el ser del existir sea fundamentalmente posibilidad, en cuanto hay que elegir y ganarse o perderse. Todo lo cual se produce en la historia, donde el ser aparece y se oculta (destino del ser), dándose en el lenguaje (casa del ser) la comprensión de este proceso.

Los neopositivistas, por último, reproducen con otras razones la crítica de la metafísica que en su momento hizo Hume. Según su idea una proposición solamente tiene sentido si es verificable en la experiencia. Las proposiciones de la metafísica no lo son. Luego es un saber imposible que trabaja con proposiciones faltas de sentido.


 

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Ascenso del poder real

El rey antiguo no disponía del poder que la demagogia actual le atribuye con el fin de justificarse a sí misma. Es verdad que su autoridad había crecido, pero con mucha lentitud y penetrando de forma desigual en los diferentes estratos de su reino. Basta leer la biografía de un monarca tan esforzado como fue la reina Isabel de Castilla para comprender las limitaciones de la realeza.

Los impuestos del rey tenían que ser refrendados por las cortes. Su justicia no se aplicaba igual en todas las regiones y provincias de su reino. Venía obligado a guardar respeto en público y en privado a los usos y derechos de los territorios. No tenía más remedio que entenderse con los representantes del clero para los asuntos más importantes. La adjudicación de Brasil a la Corona de Portugal y del resto a la de Castilla hubo de tener lugar por un veredicto papal, que causó profundo disgusto, entre otros, al rey de Francia. Es fama que este rey pidió que se le mostraran las cláusulas del testamento de Adán que daban ese derecho a ambas coronas y privaban del mismo a las del resto de Europa. Con todo, el rey francés acató el dictamen de Tordesillas y las Bulas Alejandrinas.

Lo que en rey ordenaba en un sitio tenía que comprarlo en otro y en un tercero se veía obligado a discutirlo con nobles que en la práctica eran sus iguales. Éstos se mostraban dispuestos, llegado el caso, a aliarse con potencias extranjeras para no verse privados de sus prerrogativas.

El gobierno real era una difícil tarea en medio de tantas fuerzas centrífugas. Los funcionarios del rey hallaban obstáculos por doquier entre la nobleza, ávida de cargos. Para que se mantuvieran fieles a la autoridad real, tales funcionarios tenían que proceder de la plebe, como ya habían comprendido bien los emperadores de Roma, que fundaron siempre en el pueblo llano su fuerza contra los patricios. El pueblo es el verdadero partido del rey. El pueblo odia a los poderosos y a los hacendados. Siempre ha preferido a Pedro el Justiciero sobre Enrique el de las Mercedes.

El pueblo será por eso el encargado de remover los obstáculos que impiden el ascenso del poder real. Siempre que se le abren las puertas de la revolución arremete contra los nobles, la Iglesia y los poderes territoriales que se interponen entre él y el rey. Barrunta que la opresión de estos poderes es mayor que la del centro porque se hallan más cerca y contribuye con toda su fuerza al triunfo del centro sobre la periferia. Así es como levanta sobre sus espaldas un dominio superior que no dejará por ello de oprimirle, pero que le resulta siempre menos indeseable que el otro.

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Las falacias

Las falacias, llamadas también paralogismos si se deben a ignorancia, falta de luces o dificultad del asunto, y sofismas si nacen de la mala fe o del deseo de engañar, han sido siempre tenidas en poco o abiertamente despreciadas por la lógica. La razón de ello es que desde el punto de vista de la lógica binaria tradicional son razonamientos formalmente falsos, pero aparentemente verdaderos. Juan de Santo Tomás (1589-1647), reputado como el más completo comentarista de Santo Tomás y uno de los más destacados impulsores de la lógica proposicional hasta el siglo XIX, las definió como defectos de la consecuencia y las agrupó en falacias de la dicción y falacias materiales o de la cosa significada.

a) Falacias de la dicción

1. Homonimia o equivocación: es la confusión debida al uso de un solo vocablo con distinta significación, como en “los males son bienes, pues las cosas que deben ser son bienes y los males deben ser”, donde el verbo “deber”  indica en un caso que es deseable moralmente que existan bienes y en otro que es inevitable que existan males.

2. Anfibología: es el sentido ambiguo producido por la unión de palabras que tienen un sentido preciso cuando están separadas, como en “amor fue el hijo primero que tuvo naturaleza” (Lope de Vega, La boba para los otros y discreta para sí), donde no se sabe si el amor fue el primer ser que engendró la madre naturaleza o si fue el primer hijo –de la naturaleza o de quien fuere– que tuvo ser , es decir, que poseyó una naturaleza determinada.

3. Falsa conjunción: consiste en afirmar reunidas cosas que no tienen sentido si no es separadas, como en “dos y tres son par e impar, ahora bien, dos y tres son cinco, luego cinco son par e impar”. La conjunción de la primera premisa no puede significar que el dos y el tres son par e impar ambos. Por haberse deslizado esa confusión se extrae después una conclusión disparatada.

4. Falsa disyunción: es afirmar separadas cosas que no tienen sentido más que cuando van juntas, como en “es imposible que ande quien está sentado, Tomás está sentado, luego es imposible que Tomás ande”. La primera premisa sólo es verdadera si se entiende que es imposible andar y estar sentado a la vez. Si ambas expresiones conservan el significado que se seguía de su unión, a saber, la imposibilidad de andar, es inevitable que surja el malentendido.

b) Falacias materiales o de la cosa significada

1. De accidente: adscribir el atributo esencial de un ser a cada uno de sus accidentes, como en “si Corisco es otra cosa que un hombre entonces es distinto de sí, pues Corisco es un hombre”. El que sea hombre no le impide ser también moreno, bajo, bizco…, sin dejar por ello de ser hombre.

2. Confusión de lo relativo con lo absoluto: extraer de algo que se usa en sentido restringido una conclusión universal, como en “es lícito matar en defensa propia, luego es lícito matar”. La generalización de la conclusión no tiene fundamento, pues la premisa de la que parte es particular.

3. Ignorancia de la tesis cuestionada o ignoratio elenchi: tomar como opuestas cosas que no lo son, como en “la casa está cerrada durante la noche, y no está cerrada durante el día; luego está cerrada y no está cerrada”. La conclusión se desentiende de la premisa y se pone a hablar de otra cosa.

4. Petición de principio o círculo vicioso: tomar un enunciado no evidente como prueba de sí mismo, si bien bajo otros vocablos, como en “ando averiguando cuál fue primero, la mentira o el sastre, porque si la mentira fue primero, ¿quién la pudo decir si no había sastres? Y si fueron primero los sastres, ¿cómo pudo haber sastres sin mentir?” (Quevedo, Los sueños…) La circularidad consiste en identificar sastre y mentira.

5. Confusión de la causa con lo que no es causa: relacionar como causa y efecto cosas que nada tienen que ver entre sí, como en “si no hubiera tiempo alguno no habría noche, si no hubiera noche habría día, si hubiera día habría algún tiempo, luego si no hubiera tiempo alguno habría algún tiempo”.

6. De (negación del) antecedente: creer que porque una cosa se sigue de otra no sucederá aquélla si ésta no se da, como en “si ando estoy en movimiento; no ando; luego no estoy en movimiento”. Se olvida que la condición expresada en el antecedente es suficiente y no necesaria para que suceda lo dicho en el consecuente.

7. De (afirmación del) consecuente: creer que porque una cosa se sigue de otra, esta última es verdadera porque aquélla lo es, como en “si corro me canso; estoy cansado; luego he corrido”. No es verdad, pues puede estar cansado por otros motivos.

8. De la múltiple interrogación: reunir varias preguntas en una sola, de manera que no es posible dar una respuesta uniforme, como en “¿son buenos o malos los vicios y las virtudes?”. Una pregunta de esta índole no tiene respuesta.

9. Ad baculum: apelar a la fuerza como razón concluyente para establecer una verdad.

10. Ad hominem: pretender refutar una opinión censurando a quien la sostiene.

11. Ad populum: invocar hechos o circunstancias que exciten los sentimientos del auditorio para que adopte el punto de vista del hablante en lugar de aportar razones.

12. Ad verecundiam, o apelación a la autoridad: recurrir al sentimiento de respeto que se tiene por una autoridad para conseguir el asentimiento. No sería raro encontrar ensartadas las cuatro últimas en una sola frase: “Como sigas por ahí te vas a enterar (ad baculum), reacionario, que eres un reaccionario (ad hominem). Nadie con dos dedos de frente piensa esas cosas que piensas tú (ad verecundiam). Y no es que lo diga yo, lo dice todo el mundo (ad populum).

13. Ad ignorantiam: pretender que algo es verdadero porque no se ha probado que es falso. “¿Que no existen extraterrestres? Pruébalo. ¿Que no puedes? Entonces has de admitir que existen”.

14. Tu quoque, o “tú también”: devolver la acusación al acusador en lugar de dar argumentos. “Cómo voy a dejar de fumar si mi médico no lo hace”?


 

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