De la propagación de la especie humana y del misterio de la prehistoria

De cómo la atracción de la pregunta por los orígenes nos sume en la más completa oscuridad.

En edades que exceden toda medida y en tiempos cuya duración se disuelve en la bruma de lo incalculable, tuvo lugar la expansión de la especie humana sobre la redondez del orbe. Esta propagación, sin embargo, no fue uniforme ni continua, sino que se dio de modo fragmentario, en territorios limitados, multiplicados y diversos. Los acontecimientos sucedían por separado, y cada grupo humano vivía su desenvolvimiento en una suerte de clausura geográfica. Pero, al mismo tiempo, bajo esa multiplicidad inabarcable, se producía un fenómeno de unidad silenciosa: el lento y vasto proceso por el cual se fueron configurando las grandes razas, los idiomas, los mitos, las técnicas¹.

Nada de ello acontecía con conciencia de su alcance. Se trataba, más bien, de movimientos profundamente humanos, sí, pero aún íntimamente adheridos a la Naturaleza. El hombre, en estos primeros milenios, no era aún plenamente histórico: vivía, actuaba, creaba, pero sin saberse autor de su tiempo ni artífice del destino².

Y, sin embargo, en medio de esa dispersión, los hombres comenzaron a mirarse. Surgieron asociaciones humanas al contacto de otras asociaciones humanas. Las tribus sabían unas de otras, se observaban, quizá se temían. Lo que estaba desparramado se reunió en ocasiones decisivas: en la guerra, en la migración, en la confluencia. Así surgieron formas más amplias de unidad, no por fusión mecánica, sino por confrontación y cohabitación³. Es en este momento cuando se perfila el tránsito de la prehistoria a la historia propiamente dicha.

El signo distintivo de este paso es la escritura. Con ella, el hombre no solo actúa, sino que fija lo actuado; no solo imagina, sino que transmite lo imaginado. El tiempo deja de ser puro fluir y se convierte en memoria durable⁴. La historia comienza donde el hombre se vuelve legible a sí mismo.

La prehistoria, por tanto, no es un mero preludio, sino una realidad colosal. En ella aparece el hombre como tal. En su transcurso se forman los lineamientos esenciales de nuestra especie: el lenguaje, el símbolo, la técnica, la comunidad, el rito. Pero es también una realidad velada, que se nos escapa en cuanto pretendemos penetrarla con precisión. La arqueología excava huesos, utensilios, rastros; pero no encuentra el alma que los animó⁵. Y si preguntamos, como hombres, qué somos en esencia, no podemos sino volver la mirada hacia este origen nebuloso, hacia ese umbral de humanidad donde comenzamos a ser.

Mas cuanto más se busca ese origen, más se ahonda el misterio. La prehistoria ejerce sobre nosotros una atracción legítima: nos seduce con el deseo de saber quiénes fuimos para comprender quiénes somos. Pero esa misma atracción nos expone al desencanto, pues en el fondo nada sabemos con certeza. Entre el asombro y el silencio se mantiene la más antigua de nuestras preguntas.


Notas

  1. Cf. Leroi-Gourhan, André, La préhistoire, PUF, Paris, 1961; y Le geste et la parole, vol. II: La mémoire et les rythmes, Albin Michel, 1965.
  2. Gehlen, Arnold, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993, pp. 41–49.
  3. Testart, Alain, Crítica del don, Katz, Madrid, 2013, cap. II.
  4. Goody, Jack, La lógica de la escritura y la organización de la sociedad, Paidós, Barcelona, 1987.
  5. Eliade, Mircea, Lo sagrado y lo profano, trad. de Luis Echávarri, Guadarrama, Madrid, 1967, pp. 10–14.

 
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La eutanasia: ¿vida indigna de vida?

Había una brisa leve, casi imperceptible, como si la historia respirara por entre las rendijas de los años, trayendo consigo un susurro, un aviso apenas audible. En las páginas de este libro[1] los autores abren ventanas a una habitación mal cerrada del pasado, y el aire que entra es frío, viejo, punzante. Comparan, con manos temblorosas pero firmes, el movimiento contemporáneo por la eutanasia con ciertas sombras alargadas del nacionalsocialismo. Algunos podrían decir que exageran. Que una cosa fue matar por desprecio a la vida ajena y otra es hoy dejar morir, o incluso ayudar a morir, por compasión hacia uno mismo. Pero no todo lo que parece distante lo está.

Porque la pendiente es resbaladiza. Primero se habla con la voz del enfermo. Luego, con la del médico. Después, con la del sistema. Y en algún momento ya nadie sabe quién habla. En Holanda, dicen los autores, esa cuesta abajo se ha andado ya, paso a paso. Y en el aire flota la figura recia del obispo von Galen, que desde Münster alzaba la voz contra la muerte disfrazada por los nazis de piedad. Pero su voz, como la de un profeta en el desierto, se ahogaba entre las rúbricas legales y las batas blancas.

Todo comenzó, si es que todo no comienza siempre igual, con una idea. Una idea que se desliza como serpiente por entre palabras bien intencionadas: hay vidas que no valen. Vidas sin luz, vidas que duelen, vidas que pesan. Se las mide, se las clasifica. ¿Consciencia? ¿Utilidad? ¿Sufrimiento? Y con el dedo se señala, y con una firma se elimina. Primero fueron miles. Luego millones. Judíos, gitanos, locos, tristes, enfermos. Todos mezclados en un silencio espeso.

Después, como siempre, vino el consuelo del lenguaje. Se dijo: no es muerte, es compasión. No es horror, es amor. El cine ayudó. Una película —¡una película!— con música melancólica y luz suave, donde una mujer, vencida por la esclerosis, suplica a su esposo que le dé descanso. Se llamaba Ich klage an, Yo acuso. Y era el canto dulce y amargo del veneno.

Finalmente, se alzó el argumento supremo: la autonomía. El derecho. El yo. “Si tengo razón, decía un personaje, sacerdote vencido por su propia lógica, tengo derecho a decidir
sobre mi final.” Y lo decía en nombre de Dios. Porque también Dios, cuando conviene, se pone del lado de la razón calculadora.

Así fue como la autonomía, esa palabra brillante como cuchillo nuevo, no fue, como algunos creen, el sello de la modernidad, sino la moneda ya gastada de otros tiempos, la que ya sirvió para justificar la muerte vestida de libertad.

Y el libro, que parece hablar del pasado, habla del presente. Y quien lo lee, sin quererlo, empieza a oír pasos detrás de la puerta. Pasos lentos, legales, comprensivos. Pasos que vienen a preguntar si uno aún desea vivir, como le ocurrió a Randy Stroup, un hombre con cáncer, que en 2008 escribió al sistema de salud pública del estado de Oregón (Oregon Health Plan) pidiendo ayuda para pagar una quimioterapia. La respuesta fue un portazo de cortesía: no cubriremos su tratamiento, pero sí estaríamos encantados de financiar su suicidio médicamente asistido.

Uno imagina ese momento como el plano cerrado de una película: la carta en la mesa, el silencio denso en la habitación, la mirada fija de un hombre que lee dos veces una frase que no debería existir. Y sin embargo existe.

La historia no es simplemente la de un contrato frío entre cliente y aseguradora. Es un signo, una grieta en la forma en que hemos comenzado a imaginar qué es una vida digna, qué es una muerte ofrecida y qué precio se le pone a cada una. En una economía de mercado, hay cosas que se compran y cosas que no. Pero en una sociedad de mercado, todo tiene precio. Todo es vendible. También la muerte.

Ya no hablamos de un mercado que intercambia tomates y televisores. Hablamos de una lógica que ha extendido sus dedos a lo más íntimo del ser. A la enfermedad. Al dolor. Al sentido. Si vivir cuesta, y curarse cuesta más, entonces la muerte se ofrece como rebaja, como oferta de fin de temporada. Con carta certificada, membrete y firma.

Y uno se pregunta: ¿en qué momento el sistema se volvió tan cortés con la desesperanza? ¿Cuándo aprendimos a llamar «servicio» al acto de abandonar a alguien? ¿Cuándo el verbo cubrir dejó de significar protección para convertirse en lápida?

Y la carta, tan blanca, tan correcta, tan limpia, reposó un tiempo sobre la mesa.


[1]
Spaemann, R.; Oduncu, F.; Hohendorf, G..
Sobre la buena muerte: Por qué no
debe haber eutanasia
.


 
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Sobre la cosa y el ente

Entre las certidumbres humanas, pocas hay tan arraigadas como la persuasión de que hay cosas. No es esta creencia fruto de un razonamiento o una conclusión demostrativa, sino un asentimiento inmediato, tan constante y eficaz, que no puede no tenerse sin que con ella vacile el mismo fundamento de la vida. El hombre vive entre cosas, de cosas y por medio de ellas; por consiguiente, negar su existencia no es solo absurdo, sino suicida, como si se pretendiese respirar negando el aire.

Esta convicción, pues, no está en el hombre como algo que él posea, sino que más bien le posee. No es tanto una opinión que se tenga, sino una evidencia que nos tiene. Y ni siquiera el filósofo, cuando se recoge en su gabinete para interrogar la estructura de lo real, puede desprenderse de ella sin violencia. Mas, dado que su oficio es precisamente indagar, ha de suspender por un instante el asentimiento espontáneo para examinar aquello mismo en lo que todos convienen sin saber por qué.

Entonces advierte que la voz “cosa” es, en efecto, universal. Denomina el leño y el pensamiento, el suceso y el afecto, el cuerpo visible y el espíritu invisible. Puede referirse a lo tangible y también a lo que meramente se imagina o recuerda. Así, lo mismo se dice de un mueble que de una idea, de un accidente que de un hijo. Tal elasticidad semántica hace preciso depurar su significado.

Pasando de la lengua común al entendimiento filosófico, se repara en que una cosa se distingue de otra por su ser propio. Un cántaro no es un árbol, ni el árbol un monte, aunque todos existan. Tal es el principio de individuación que ya enseñaban los antiguos: unumquodque est individuum quia est in se indivisum et ab aliis divisum. Pero ¿es esta distinción tan evidente como parece?

Consideremos un ejemplo: un prado en cuyo borde fluye un arroyo, al fondo una montaña, y en medio un cordero que pace mientras un hombre repara la cerca. He aquí una diversidad manifiesta: tierra, agua, animal, hombre. Sin embargo, la hierba se nutre de la tierra y el agua; el cordero, de la hierba; el hombre, del cordero. Hay, pues, una continuidad en la sustancia, una cadena de transformaciones. No en vano pensó Anaxágoras que en todas las cosas hay una porción de todas las demás.

Esta observación nos impele a preguntarnos si las cosas que distinguimos por el lenguaje y la percepción son en realidad seres diversos o solo apariencias diversas de una misma realidad. La necesidad de afirmar las diferencias no ha de hacernos olvidar la posibilidad de una unidad profunda. Afirmemos, con todo, que cosa es lo que se distingue de otra cosa por algún principio de identidad, y que la individualidad consiste en esta distinción.

Pero la historia de la filosofía ha oscilado entre extremos. Para Demócrito, lo único verdaderamente individual son los átomos, realidades últimas, indivisibles y materiales. Para Espinosa, por el contrario, no hay más que una sustancia, infinita y única, de la cual todo lo demás son modos o afecciones. En ambos casos, lo que percibimos como cosas distintas son meras configuraciones del entendimiento o de los sentidos, no realidades autónomas.

Ahora bien, estas doctrinas no provienen de la experiencia común, sino del uso de la inteligencia. Porque el intelecto humano opera por dos movimientos: análisis y síntesis. Analiza cuando descompone lo complejo en elementos más simples, y sintetiza cuando compone los elementos en un todo inteligible. Esta operación, que es doble, constituye el juicio, y es en el juicio donde reside la verdad o la falsedad.

Un concepto aislado, como el de centauro, no es ni verdadero ni falso. Solo adquiere verdad o error cuando se le une a otro en una proposición, como “Quirón fue sabio” o “Quirón existió”. Lo mismo acontece en la especulación ontológica: Demócrito descompuso lo real hasta hallar los átomos; Espinosa lo unificó todo en una sustancia. Ambos emplearon el juicio, aunque en dirección contraria.

En lo que sigue, nuestra intención no será presuponer la existencia de las cosas como verdad incontestable, sino tomar tal supuesto como punto de partida para su examen. Procederemos, pues, según el consejo de Platón, que instaba a elevarse desde las cosas al ente, y del ente a su naturaleza. El presupuesto se compone de dos afirmaciones: que hay cosas, y que esas cosas son algo. Ambas serán objeto de análisis.

Y como es costumbre en la buena filosofía, sustituiremos desde ahora la palabra “cosa” por el término más riguroso de “ente”, conforme al uso de la tradición escolástica, sin incurrir por ello en neologismos innecesarios. Aclararemos su sentido en cuanto convenga, y nos serviremos de él para plantear dos preguntas fundamentales: una acerca de la existencia, y otra acerca de la esencia.

Estas dos cuestiones, una que versa sobre el que “hay” y otra sobre el “qué es”, abrirán por necesidad la senda hacia otras muchas, que iremos desgranando a medida que se presenten. Tal será el modo de proceder de este tratado, humilde en sus comienzos, pero riguroso en sus fines, conforme al arte que los antiguos llamaron philosophia prima, y nosotros, más llanamente, ciencia del ente en cuanto ente.

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Nadie quiere morir, y sin embargo…

Había una vez un mundo, el nuestro, dicho sea de paso, en el que los cuerpos humanos, casas hechas de carne y temblor, avanzaban como viejos tranvías por rieles de tiempo, mientras en su interior, en los pasillos oscuros, chispeaban aún los fuegos fatuos de la memoria, del deseo y de la ilusión. No era un mundo de relojes perfectos ni de vidas armoniosas. Era un mundo en que la vista se apagaba antes que el oído, y la fuerza de los brazos duraba más que la agudeza del juicio. Nada moría al unísono. Y sin embargo, nos soñábamos máquinas celestes, engranajes sin óxido, simetrías puras que se detendrían todas al mismo tiempo, con un último suspiro coral.

Pero no. La biomedicina avanza, sí, como un niño que juega a construir un hombre con retazos de ciencia y parches de esperanza. Aquí y allá cura, remienda, prolonga, aunque rara vez transforma. Y mientras alarga los días, los llena de noches. Porque uno puede vivir más, pero no siempre vive mejor. A veces, simplemente permanece, oxidado, decrépito, sin inteligencia ni memoria.

Y en ese permanecer, todo se va cuarteando en el cristal de la conciencia. Hay, empero, una forma especial de deterioro, más sutil y más cruel. No es del cuerpo, sino del alma pensante: esa rigidez de ideas como barro que se ha secado al sol. Uno se vuelve entonces prisionero de sus certezas primeras. Se es liberal o conservador, audaz o temeroso, no por razón, sino por inercia neuronal. Las avenidas del pensamiento, que antaño se bifurcaban como ríos juguetones, se vuelven canales rectos y estancados.

El recambio de generaciones, ese misterioso tic-tac de la historia, se ralentiza. Ya no mueren los viejos para que los jóvenes construyan su mundo. Y el mundo se atrasa. La economía, como bromeaban los viejos economistas, avanza a ritmo de funeral. Pero si los funerales escasean, ¿qué será de la economía, del arte, de la música, del amor?

Los libros, como viejos profetas, lo habían anunciado. Uno de ellos, “El Cuarto Giro”, veía en cada siglo cuatro estaciones humanas, como en los cuentos de hadas. Otro, “Tiempos Finales”, hablaba de élites que se multiplicaban como las sombras al caer la tarde. En ambos, el motor era el cambio de rostros, de voces, de esperanzas. ¿Y qué pasará cuando esos rostros no se vayan nunca, cuando los ancianos no suelten la batuta, cuando el mundo sea una sinfonía sin crescendo?

Un día, el narrador de esta historia, un sabio que ya ha visto el reloj avanzar más allá de lo que su linaje permitió nunca, discutió con un entusiasta de la inmortalidad. “¿Para qué vivir cien años más, dijo, si vas a repetir, como un loro incansable, tus mismas antiguas tonterías?”

La historia se vuelve tragicomedia cuando la vida se prolonga sin renovación. La juventud empuja, quiere espacio, pero la ancianidad no se mueve. Las generaciones se superponen como capas de pintura mal dadas. Los jóvenes exigen nuevas formas, pero los mayores insisten en los viejos marcos. Y mientras tanto, la tecnología vuela, salta, rompe moldes. La brecha se abre. El vértigo acecha.

El oriente ya vive esta distopía callada: Japón, Corea, copas de vino invertidas en vez de pirámides vitales. Y los cuidadores vienen de lejos, cruzan mares y fronteras para asistir a quienes un día les cerraron las puertas. La paradoja se vuelve cotidiana: los jóvenes de los países pobres sostienen a los viejos de los ricos. Como Atlas, pero con contrato temporal.

¿Por qué no vivimos eternamente? Porque la vida eterna detiene la evolución, lo paraliza todo. Porque la muerte, con todo su luto, es la madre del cambio, por extraño que parezca. Y sin cambio, el mundo se pudre. La longevidad, ese deseo íntimo de cada individuo, puede ser la condena del conjunto.

Al final, el narrador, el anciano, el testigo, el hombre de ciencia y memoria, se confiesa. Ha vivido más de lo que sus genes prometían. La biotecnología le ha dado años. Pero no le entusiasma la idea de vivir veinte más, arrastrando consigo no el cuerpo, sino las ideas. “Decía lo mismo en hace sesenta años”, susurran a su espalda.

Y él, acaso con una sonrisa melancólica, responde en silencio: Es hora de seguir adelante.

 
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De la primacía del ente en la especulación filosófica

Así como en la ciencia médica se parte del cuerpo vivo y sentido, y no de meras quimeras ideales, del mismo modo en filosofía ha de comenzarse por aquello que de suyo se presenta a la mente como ineludible: el ser. No hablo aquí del ser supuesto en fórmulas, ni del ser lógico, ni tampoco del ente matemático abstraído de la extensión o la figura, sino del ser en cuanto tal, esto es, en cuanto presupuesto común de toda cosa, de toda experiencia, de todo conocimiento, de toda praxis humana. Y, por eso mismo, la indagación sobre el ente no puede hacerse bajo el dictado de ningún sistema preconcebido, sino que debe intentarse sine præjudicio, como dicen los jurisconsultos, es decir, sin juicio anticipado.

Mas no se infiera de aquí que la ontología sea cronológicamente la primera entre las disciplinas. Así como el niño siente antes de entender, y vive antes de reflexionar, también el filósofo ha vivido y sentido, ha creído y ha obrado antes de reducir a examen los principios de su saber. Lo que se exige en el ejercicio ontológico no es una tabula rasa, sino más bien una remoción de las imágenes y opiniones particulares, a fin de elevarse a una mirada más general, capaz de abarcar el conjunto de lo real sin perder la distinción de sus partes.

Fue, a mi entender, yerro notable de Descartes el haber querido establecer un fundamento del saber en la pura autoconciencia del sujeto pensante, dudando de todo lo demás, porque así como el ojo no se ve sino en el reflejo de otro, tampoco la mente puede pensarse sino en la medida en que piensa algo. No hay pensamiento sin objeto, ni conciencia sin término al que referirse. Pensar es siempre pensar algo, y querer pensar en la mente misma, como si fuese el primer objeto, es caer en un círculo o, peor aún, en el vacío.

La misma experiencia demuestra que allí donde cesan los estímulos externos o internos, como sucede en el sueño profundo, la anestesia o ciertos estados mórbidos, cesa también la conciencia de uno mismo. Pues el yo no se experimenta sino entre las cosas, entre luces, sonidos, figuras, resistencias, y si se priva de ellas, se extingue como luz sin materia que la reciba. Ser sujeto, por tanto, es estar entre otros entes, y no al margen de ellos. Y quien quiera ser centro, ha de tener en torno una periferia, pues lo uno se define por lo otro.

Todo obrar humano, toda deliberación, todo juicio práctico o teórico supone una cierta experiencia del ser, ya sea como medio, como obstáculo o como fin. No hay voluntad que no se mida con las cosas, ni inteligencia que no se oriente por ellas. Hasta las ideas más abstractas, como las de número, justicia o infinito, requieren del entendimiento una cierta conversión hacia lo concreto, hacia imágenes sensibles, sin las cuales se torna estéril su especulación. El entendimiento humano indiget phantasmate, decía el Aquinate, y con razón.

Así, lo primero en el orden del conocer no es el concepto, ni la conciencia de sí, ni tampoco una estructura a priori del entendimiento, sino la sensación viva, el encuentro con algo que no soy yo, y que sin embargo me afecta. De ahí que los primeros entes conocidos sean entes sensibles, concretos, determinados. Solo a partir de ellos se eleva el alma humana, por un proceso de abstracción, a los universales, a las esencias, a los géneros y especies, y finalmente al ser en cuanto ser.

Mas si se pretende un saber verdaderamente universal, no puede fundarse sino en aquello que se dice de todo ente en cuanto ente. Lo que hay de común entre el árbol y la casa, entre el dolor y la memoria, entre el número y el hombre, no es sino esto: que son. Y sobre esto trata la ciencia que Aristóteles llamó filosofía primera y nosotros llamamos ontología.

Erró, pues, no solo Descartes, sino también sus sucesores modernos: el inglés que todo lo remitió a la experiencia interior; el alemán que hizo del sujeto trascendental el origen de los objetos; el otro que divinizó la Idea, y aquellos que en nombre de la existencia, de la vida o del arrojo al mundo, quisieron abolir la primacía del ser. Todos, a su modo, derivan de aquella inversión primera por la cual el yo se antepuso al ente. Pero todos, también, han de reconocer que incluso su yo, su vida, su existencia o su voluntad, en tanto son, participan de ese ser que pretendían relegar.

Por eso, y para concluir como conviene, digamos con el antiguo Eleata: hay el ser. Que haya un algo, eso es lo primero. Y todo lo demás, sea pensar, dudar, querer o vivir, no hace sino suponerlo. Así lo comprendió ya el Tomás de Aquino antes que Descartes formulase su célebre ego cogito, ego sum: nadie puede pensar que no existe y aceptarlo. Nadie puede pensar que no existe sin ser. Y con esto basta para comenzar de nuevo, no por la ruta del yo, sino por la del ente.

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De los orígenes ignorados y de los signos esenciales de la humanidad

Los momentos originales más importantes del espíritu humano nos son desconocidos.

Ninguna noticia cierta poseemos de los momentos primigenios en que el espíritu humano comenzó su andadura histórica. Aquellos instantes en que lo humano se elevó sobre la pura vida natural están envueltos en sombras tan espesas que apenas si podemos aventurar conjetura. El curso mismo de los progresos interiores del alma —la evolución de la conciencia, del sentido, del símbolo— nos es tan desconocido como el instante del primer alba. Solo los resultados, dispersos y mudos, nos son dados, como frutos de un árbol cuyo tronco se halla sumido en las tinieblas del tiempo. Y es de estos frutos, de estas obras, de estas huellas, de donde debemos inferir las raíces invisibles de la humanidad¹.

Preguntamos, pues, por lo esencial: ¿qué fue aquello que en la noche de la prehistoria hizo del hombre hombre? ¿Qué impulso le llevó a producir y articular su propio mundo, a crearlo en lugar de habitarlo meramente? ¿Qué inventó, qué descubrió al enfrentarse al peligro, en la lucha, en el miedo o en la osadía? ¿Cómo se forjaron los vínculos entre los sexos, la relación con la madre, con el padre, con la muerte y el nacimiento? La historia calla. Pero el alma filosófica interroga, y acaso los siguientes signos nos aproximen a lo esencial:

1. El dominio del fuego y del instrumento.

No puede llamarse propiamente hombre aquel viviente que no se sirve del fuego ni fabrica herramientas. En ambos casos se trata de una prolongación de su cuerpo por medio del arte. El fuego —que transforma, cuece, ilumina y protege— representa el primer pacto del hombre con los elementos². Y el utensilio, su brazo alargado, manifiesta una inteligencia que modifica el mundo para sí³.

2. La palabra articulada.

No es mero signo lo que el hombre profiere, ni simple gesto expresivo. A diferencia de los animales, cuya comprensión mutua reposa en la exteriorización instintiva, el hombre introduce el logos: sentido objetivo, pensamiento comunicable, que da nombre a lo invisible y se hace reflejo de lo que hay⁴. El lenguaje es la manifestación eminente de su espíritu⁵.

3. La represión formativa.

El hombre no se limita a seguir sus impulsos, sino que los contiene, los modula, los somete a norma. Así surgen los tabúes, los ritos, las formas. Esta capacidad de artificio —de interponer una figura entre el deseo y su objeto— es signo de su diferencia⁶. El hombre no es solo naturaleza; es, sobre todo, quien puede no serlo. Su esencia es su artificiosidad⁷.

4. La comunidad consciente.

No está edificada la sociedad humana sobre el instinto, como en los insectos, ni sobre la jerarquía efímera, como en muchos mamíferos. La humanidad funda su convivencia en el sentido, en la elección, en la memoria. La camaradería varonil, que vence la rivalidad sexual sin abolir la sexualidad, permitió la constitución de grupos estables que hicieron posible la historia⁸. El varón que se alía a sus semejantes, no por necesidad biológica sino por voluntad de orden, da lugar a la polis⁹.

5. El mito originario.

Finalmente, el hombre habita en imágenes. Su existencia se halla guiada por narraciones, por visiones, por símbolos que articulan familia, trabajo, sociedad, combate. Estas imágenes, aunque puedan interpretarse infinitamente, no son invenciones arbitrarias: conllevan conciencia del ser y de sí, y brindan orientación y seguridad¹⁰. Desde los albores hasta el presente, el hombre vive en ese mundo de mitos. Y aunque las hipótesis de Bachofen sobre el matriarcado puedan discutirse en lo histórico, no por ello dejan de haber tocado algo verdadero y profundo: que el hombre es un ser simbólico, y que sus estructuras no se entienden sin sus relatos fundacionales¹¹.


Notas

  1. Cf. Leroi-Gourhan, André, Le geste et la parole, vol. I: Technique et langage, Paris, Albin Michel, 1964.
  2. Véase Eliade, Mircea, El mito del eterno retorno, trad. de J. A. Bravo, Madrid, Alianza, 1991, cap. I.
  3. Gehlen, Arnold, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993.
  4. Cassirer, Ernst, Filosofía de las formas simbólicas, vol. I: El lenguaje, FCE, México, 2001.
  5. Portmann, Adolf, Biología y estructura. Ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, Herder, Barcelona, 1965.
  6. Lévi-Strauss, Claude, El pensamiento salvaje, Fondo de Cultura Económica, México, 1993.
  7. Gehlen, El hombre, op. cit., pp. 53–59.
  8. Girard, René, La violencia y lo sagrado, trad. de R. Resina, Anagrama, Barcelona, 2005.
  9. Vernant, Jean-Pierre, Los orígenes del pensamiento griego, Ariel, Barcelona, 1992.
  10. Cassirer, El mito del Estado, trad. de J. Gaos, FCE, México, 2005.
  11. Bachofen, J. J., El matriarcado, Akal, Madrid, 2013 (ed. resumida y anotada por G. Jung).

 
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Del modo y justicia en hacer pagar a Moscú su agresión

Donde se examina si conviene y es conforme a Derecho la aprehensión de los haberes rusos en pro de la defensa de Ucrania

W. Adeyemo y D. Shimer vienen a coincidir en su opinión con la proposición común entre de los prudentes y jurisconsultos de que la guerra se sostiene tanto con caudales como con armas (pecunia nervus belli, como bien sentenció Cicerón, Philippicae, V, 12). Y siendo así que la Federación Rusa, movida de ambición expansionista, ha desencadenado contra la Ucrania libre una guerra de exterminio, quebrantando con ello los sagrados preceptos del Ius gentium, es lícito inquirir si los Estados europeos pueden, sin violentar la equidad, incautar los bienes soberanos del agresor, hoy inmovilizados en su jurisdicción, y aplicarlos a la justa causa del agredido.

Comenzó esta nueva invasión en los días de febrero del año 2022 del Señor, y con diligencia no común, los Estados Unidos y los del G-7 congelaron cerca de trescientos mil
millones de dólares del tesoro del Estado ruso, la mayor parte de los cuales yacen aún en bancos europeos. Mas hasta ahora, no se ha dado el paso ulterior: convertir esos bienes no en símbolo de censura, sino en instrumento de justicia activa.

Los reparos de ciertos legistas —quienes invocan el principio de inmunidad soberana— no pueden prevalecer cuando se trata de una agresión flagrante, que ofende al conjunto de la comunidad internacional, erga omnes (cf. Francisco de Vitoria, Relectio de Indis, n. 15–16). La Asamblea General de las Naciones Unidas declaró ya en 2022 que la invasión rusa quebranta el ius cogens que prohíbe el uso de la fuerza salvo en defensa legítima. ¿No ha de concederse entonces a Europa, como tercero perjudicado, el derecho a usar los haberes del agresor, conforme a la doctrina de las contramedidas proporcionadas (legitime punitur qui peccat)?

Obsérvese también que Moscú no busca sólo una hegemonía geográfica, sino una victoria psicológica: apuesta al cansancio moral de Occidente, esperando que el socorro cese por desgaste. Esta es estrategia ya conocida de los imperios tardíos, que se valen de la pasividad ajena para consolidar su dominio, como hiciera Cartago antes de la tercera guerra púnica, según refiere Polibio (Historias, XXXVI, 9).

Si Europa diese el paso
de activar estos bienes —que yacen como monedas inertes en cofres sin uso—
trastocaría el cálculo del tirano. Mostrará así el Viejo Continente que aún
conserva virtud política y no ha perdido la noción de lo justo, conforme a aquella
máxima de Ulpiano: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum
cuique tribuens
(D. 1.1.10).

Algunos alegan que tal acción podría ahuyentar a los gestores de fondos soberanos de otras naciones. Mas es temor más aparente que real: ya se congelaron tales bienes hace tres años sin que hubiese estampida alguna de capitales. Además, como enseñó el sagaz Maquiavelo, los Estados se gobiernan no por escrúpulos temerosos, sino por razones eficaces (El príncipe, cap. XVIII). La amenaza mayor no es el uso de estos haberes, sino el colapso ucraniano, con su secuela de refugiados, desorden y guerra latente en el flanco oriental de la cristiandad.

Hay también precedentes en el Derecho de los pueblos: tras la invasión de Kuwait por Irak en 1990, los Estados Unidos y sus aliados organizaron el uso de fondos iraquíes para pagar
compensaciones. No se hizo por revancha, sino por necesidad, y con sujeción a normas internacionales (cf. Consejo de Seguridad, Res. 687/1991). Lo mismo puede ahora intentarse, con la debida forma, respecto a Rusia.

Así pues, es menester que la Unión Europea promulgue una ley semejante al REPO Act americano, que faculta al Ejecutivo para disponer de tales activos. Y si la unanimidad fuere
impedida por la habitual parsimonia de Bruselas, actúen los Estados por su cuenta, como hizo la antigua Liga Etolia cuando Roma demoraba en acudir contra el invasor (cf. Tito Livio, Ab Urbe condita, XXXIII, 14).

El provecho de tal medida
no es sólo económico, sino también diplomático y moral. Hará ver a Moscú que no puede, como antaño Persia en los días de Darío, imponer por la fuerza su ley a los pueblos libres. Y animará a Ucrania a perseverar, con esperanza fundada en la razón de los hombres, y no sólo en el coraje de su ejército.

Porque si, como dijo Séneca, in bello aequitas inter arma silent, es ahora cuando la equidad debe alzar su voz. Que no se diga que Europa fue muda cuando el Derecho clamaba, ni ciega cuando la Justicia pedía una acción proporcionada.

Hoy, cuando declina el auxilio de América, y Moscú persiste en su empresa con el auspicio de Pekín, Teherán y Pyongyang, toca al continente europeo —depositario de una tradición de razón y ley— jugar su carta. Y esa carta es la justa aprehensión de los haberes del agresor. Jueguémosla, pues, antes que sea tarde.


 
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Oportunidad para Estados Unidos en Oriente Medio

Desde la atalaya de la historia, observamos cómo las potencias ascienden y declinan, cómo las oportunidades se presentan y, si no se aprovechan con sabiduría, se desvanecen en el torbellino del tiempo. Philip H. Gordon, con la mesura de un experimentado consejero de seguridad nacional, nos invita a contemplar el presente de Estados Unidos en Oriente Medio no como una carga ineludible, sino como una coyuntura propicia para la acción prudente y estratégica.

I. La herencia de un pasado tumultuoso

En America Has a Historic Opportunity in the Middle East: Trump Has Leverage, but He Must Use It Wisely, publicado en Foreing Affairs en febrero de 2025, Gordon inicia su análisis recordando las sucesivas decepciones que han marcado la política estadounidense en Oriente Medio desde la presidencia de George H. W. Bush. Los intentos de Bill Clinton por lograr la paz entre israelíes y palestinos, la invasión de Irak bajo George W. Bush, las aspiraciones democratizadoras de Barack Obama durante la Primavera Árabe y la retirada de Donald Trump del acuerdo nuclear con Irán son episodios que, lejos de estabilizar la región, han contribuido a su volatilidad.

II. Una oportunidad estratégica sin precedentes

A pesar de este legado, Gordon identifica una serie de factores que configuran un escenario inédito:

  • Debilitamiento de Irán: Las sanciones económicas, la pérdida de aliados regionales y la ineficacia de su defensa aérea han mermado significativamente la capacidad de disuasión de Teherán.
  • Cambio de liderazgo en Siria: La sustitución de Bashar al-Ásad por una coalición anti-iraní ha alterado el equilibrio de poder, reduciendo la influencia de Irán en la región.
  • Crisis interna en Irán: La elección de Masoud Pezeshkian como presidente en 2024, con una plataforma centrada en la mejora económica, sugiere una mayor disposición a negociar con Estados Unidos.

Estos elementos ofrecen a la administración Trump una posición de ventaja para renegociar un acuerdo nuclear más restrictivo y duradero, que incluya límites al enriquecimiento de uranio, restricciones al programa de misiles balísticos y una reducción de la injerencia regional de Irán.

III. La encrucijada de Gaza

El conflicto en Gaza, exacerbado tras los ataques de Hamas en octubre de 2023 y la respuesta militar israelí, ha sumido a la región en una crisis humanitaria sin precedentes. No obstante, el alto el fuego y el acuerdo de liberación de rehenes alcanzado en enero de 2025, con la mediación del equipo de Trump, abren una ventana para la estabilización.

Gordon subraya que la continuación de este proceso requerirá decisiones difíciles, incluyendo la liberación de prisioneros y la definición del futuro político de Gaza. Si Trump logra consolidar la paz y avanzar hacia la normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudita, podría sentar las bases para una transformación duradera en la región.

IV. La necesidad de una diplomacia prudente

A pesar de las oportunidades, Gordon advierte sobre los riesgos de una política impulsiva. La tentación de imponer soluciones unilaterales o de buscar cambios de régimen podría desestabilizar aún más la región. En cambio, aboga por una estrategia que combine firmeza y flexibilidad, que aproveche la posición de fuerza de Estados Unidos para fomentar acuerdos sostenibles y beneficiosos para todas las partes involucradas.

En conclusión, el análisis de Gordon nos recuerda que, en la compleja danza de la geopolítica, las oportunidades deben ser reconocidas y gestionadas con prudencia y sabiduría. Estados Unidos se encuentra en un momento crucial en Oriente Medio, con la posibilidad de redefinir su papel y contribuir a la estabilidad regional. Pero, como bien señala el autor, el éxito dependerá de la capacidad de la administración para ejercer su influencia con mesura y visión estratégica.

 
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Del origen de la duda ontológica, y de cómo nace de ella la filosofía

No hay en el común de los hombres perplejidad sobre el ser de las cosas, ni agitación del ánimo al oír decir que hay números reales, partículas elementales, almas espirituales o naciones soberanas. Cada cual discurre por su arte y profesión, y si sabe mucho o poco, lo tiene por suficiente. Mas cuando un espíritu de índole más contemplativa tropieza con ciertas dudas primeras, que no se resuelven en la experiencia ni en los métodos propios de las ciencias particulares, entonces se despierta en él una sospecha —tan antigua como Sócrates— de que acaso lo esencial le es desconocido. Tal es el nacimiento del filósofo que se pregunta por la realidad.

En ese momento, oye nuestro hombre al matemático discurrir sobre infinitos, al físico razonar sobre protones, al gramático ponderar desinencias, al teólogo hablar de ángeles, y al político del cuerpo místico de la nación. Y de todo ello se pregunta: quid est quod vere est? ¿Qué es lo que verdaderamente hay? ¿Qué es lo que, al margen de las disciplinas y sus convenciones, existe con entidad real?

Así como el sabio de la antigüedad, empujado por la aporía, buscaba los principios de todas las cosas, así también este moderno filósofo se distancia de las certidumbres vulgares y se dispone a examinar los fundamentos últimos de los saberes. Y no por vana curiosidad, sino por necesidad de rigor en el pensamiento.

Dícese comúnmente que la filosofía es amor al saber. Mas tal definición, si se toma al pie de la letra, lleva en sí una nota de impotencia, pues, como enseñó Sócrates en el Banquete, solo se ama lo que no se posee. Y así, los filósofos, por amorosos del saber, serían perpetuos indigentes de él.

Añaden otros que la filosofía quiere abarcar el todo. Pero ¿puede acaso existir un saber que no se delimite por un objeto propio? La medicina trata de la salud, la astronomía de los astros, la jurisprudencia de las leyes. Un saber que pretendiera ocuparse de todo sería un monstruo, un arca de Babel en la que se mezclarían la química y la política, la psicología y la retórica, sin orden ni concierto.

Mejor nos será seguir a los sabios antiguos y recordar la parábola de Pitágoras, referida por Cicerón en sus Tusculanas, cuando, interrogado por el tirano de Fleunta acerca de su oficio, respondió que no era ni político ni mercader, sino filósofo, es decir, amante del conocimiento por sí mismo, sin apetencia de utilidad ni poder. Estos hombres raros y nobles —decía— no buscan ni el lucro ni la gloria, sino que desean conocer la naturaleza de las cosas, lo que son y si realmente son.

No se detienen las ciencias particulares a averiguar si aquello de lo que tratan existe realmente o no; lo dan por supuesto. El geómetra no se pregunta si el espacio es real, ni el teólogo si Dios es, ni el jurista si la ley tiene existencia fuera del acuerdo social. Presuponen sus objetos, como se presuponen los cimientos de un edificio, y sobre ellos construyen teorías.

Pero ocurrió en el siglo XIX que ciertos matemáticos insignes —Bolyai, Lobachevsky y otros— descubrieron que el espacio euclidiano, tenido por verdad inconcusa desde los tiempos de Euclides, podía ser reemplazado por otros espacios igualmente coherentes, pero de estructura distinta. ¿Qué venía a decir esto sino que lo que se creía realidad era, tal vez, pura construcción de la razón?

Y si esto sucede en la geometría, ciencia tenida por modelo de certeza, ¿qué no sucederá en las demás? En todas ellas se apoya el saber en creencias tácitas: que hay espacio, que hay tiempo, que hay alma, que hay sociedad. Pero una cosa es creer y otra saber. Todos creen; pocos saben. Y esos pocos son los filósofos en el sentido primero y más digno de la palabra.

La filosofía, entendida rectamente, no posee principios propios como los tienen las ciencias; su principio es examinar los principios de los demás saberes. De aquí nace su carácter crítico, y a veces destructivo, como quien prueba la firmeza de una estructura forzándola hasta sus límites. No es que desprecie la creencia —la vida humana es imposible sin fe en el prójimo, en el médico, en el arquitecto—, sino que se reserva el derecho de poner a prueba tales creencias cuando el entendimiento se aplica con rigor.

Esta operación se verifica, como enseñó Sócrates, en dos tiempos: primero la ironía, que consiste en mostrar que no se sabe lo que se creía saber; luego la mayéutica, que procura extraer una definición verdadera y universal. Porque todo conocimiento digno de tal nombre ha de ser universal, y no mera experiencia de un caso.

No trata aquí la filosofía, al menos en su primer momento, de los dioses ni de las almas ni de las leyes políticas, sino del ser mismo de las cosas. Tal como lo enseñó Pitágoras, el filósofo busca la natura rerum, la estructura inteligible de cuanto es. A esta empresa se ha llamado ontología, que no es otra cosa que el esfuerzo por conducir lo real hasta la inteligencia, y de discernir si aquello que damos por existente lo es en verdad, y en qué consiste su ser.

Aquí se halla la raíz de toda ciencia, la fuente de todo entendimiento y el fundamento de cuanto puede llamarse saber. Y quien a ello se consagra, bien puede ser tenido por filósofo en el sentido más alto y venerable que conocieron los antiguos.

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Peculiar naturaleza del hombre frente al animal

Nunca habrá conocimiento certero sobre lo que verdaderamente fue

No es pequeña cuestión la de discernir en qué se distingue el hombre de los demás vivientes, y mucho han filosofado sobre ella antiguos y modernos, sin que hasta hoy se haya dado con una resolución que contente del todo al entendimiento curioso. Unos, acudiendo a la figura, han señalado la postura erecta, la prominencia de la frente, la masa cerebral y la forma del cráneo como signos característicos del hombre; otros han notado la configuración de la mano, la escasez de pelo en el cuerpo, la capacidad de reír y llorar, en lo que no parecen hallarse sus congéneres[1]. Todas estas señales tienen su valor, pero no llegan a penetrar el fondo del misterio, ni bastan por sí solas a fundar una diferencia esencial.

Cierto es que el hombre, por su configuración, se inscribe entre las formas zoológicas de la vida animal. Mas no por ello ha de entenderse que su cuerpo es pura mecánica o instrumento ciego; antes bien, es expresión y epifanía del alma racional, que le anima y le distingue. Hay una belleza específica en el cuerpo humano que no se explica por utilidad ni por selección, y que, sin embargo, no alcanza demostración cabal en los términos de la ciencia natural[2].

El animal, por su parte, aparece dotado de órganos precisos y eficacísimos para tareas concretas, adaptados a un medio fijo y determinado. Esa especialización, que le da ventaja en algunos aspectos, le limita en su conjunto. El hombre, en cambio, se halla libre de especialización extrema: sus órganos, considerados por separado, son inferiores a los del animal; pero en su conjunto conservan una plasticidad que le permite abrirse a posibilidades nuevas, a adaptaciones múltiples[3].

Su inferioridad le constriñe, sí; pero esa misma indigencia le habilita para caminos insospechados, gracias a su conciencia reflexiva. Por ello, no es por su cuerpo, sino por su espíritu, que el hombre está dispuesto para toda región, todo clima, todo contorno[4]. Allí donde el animal vive encerrado en la estrechez de su nicho ecológico, el hombre se expande con libertad y crea su propio mundo.

Donde los animales repiten eternamente el mismo ciclo vital, el hombre irrumpe en la historia. La naturaleza tiene mudanzas, sí, pero sin conciencia, sin fin ni dirección. El hombre, en cambio, cambia con memoria, con arte, con decisión. Los actos libres del espíritu introducen discontinuidad en la repetición de la vida[5].

Algunos han querido fundar la diferencia humana en la patología misma, observando que ciertos desórdenes, como la psicosis, son exclusivos del hombre. Otros han reparado en ciertas inclinaciones morales, como una maldad peculiar que no se da entre las bestias, aunque en algunos monos se hallen signos de afecto, ternura o estupidez que recuerdan al alma humana[6]. Todo esto, empero, aunque interesante, no alcanza aún lo propiamente humano.

Entre los modernos que han intentado penetrar en esta cuestión con sagacidad filosófica y rigor biológico se halla Adolf Portmann, quien observa con agudeza que el neonato humano, a diferencia de los otros mamíferos, nace de manera prematura, impotente y menesteroso. Sus órganos están desarrollados, pero sus funciones aún inmaduras. En lo que los animales ya están completos al nacer, el hombre ha de desarrollarse durante su primer año, como si continuase la gestación fuera del vientre materno[7].

Esta condición convierte la vida temprana del hombre en una etapa donde lo biológico se halla ya penetrado por el contorno humano e histórico. Incluso en el moldeamiento de la postura erecta, no solo intervienen causas fisiológicas, sino también el estímulo del ejemplo adulto y el deseo de imitación. El cuerpo humano no madura simplemente desde dentro, sino en relación viva con el entorno[8].

Portmann resume esta doctrina admirablemente: el hombre adquiere su forma de existencia «al aire libre», en abierta relación con colores, formas y sobre todo con otros hombres, mientras que el animal nace ya encerrado en su modo de ser[9]. La peculiaridad humana, pues, no puede reducirse a la mandíbula ni al mentón, ni se descubre por la sucesión del perfil craneano.

Es el todo del hombre, su forma de vida entera, lo que ha de considerarse. En cada gesto, en cada mirada, se expresa una forma de ser que no tiene parangón en el mundo animal[10]. No sabemos cómo llamarla, pero la reconocemos con certeza en todos los fenómenos de la vida humana.

La biología, en este caso, no basta con sus medios ordinarios. Y, sin embargo, el hombre es también un ente biológico, susceptible de ser conocido en parte por las mismas categorías que usamos para plantas y animales. Solo que en él, la biología cobra nuevo sentido: no se reduce a lo fisiológico, sino que se abre al espíritu[11].

Algunos han pretendido ver en el hombre un producto de la domesticación, semejante a los animales sometidos por la mano humana. Mas Portmann lo refuta señalando, entre otros hechos:

  1. El aumento del peso del cerebro en el hombre, contra la tendencia general de disminución en animales domesticados;
  2. El retraso de la madurez sexual humana, en oposición a su adelanto en las especies domesticadas;
  3. La desaparición del celo estacional, que ya se da en primates salvajes;
  4. La pérdida del pelaje, no como deficiencia, sino como signo de mayor sensibilidad táctil[12].

Estos y otros indicios muestran que la humanidad no es fruto de domesticación progresiva, sino manifestación de una forma original y radicalmente distinta de vivir.

En cuanto a las razas humanas, la ciencia no ha podido demostrar ni una única raza originaria ni un conjunto fijo de razas elementales. Las grandes razas, blanca, negra, amarilla, aparecen como formas relativamente estables, pero siempre susceptibles de mezcla, alteración y disolución. Las razas puras son tipos ideales, no realidades efectivas. Lo que ofrece la prehistoria es un mar agitado de formas, cuyos contornos se difuminan con el tiempo[13].

Y así ha de concluirse: lo que aconteció en el abismo de los tiempos prehistóricos sobre el origen del hombre es un misterio para siempre vedado a la mirada del sabio. Podemos conjeturar, suponer, inferir, pero no sabremos jamás con plena evidencia lo que verdaderamente fue.


[1] Véanse los estudios anatómicos de G. V. Dubois, The Human Posture in Evolutionary Context, Oxford UP, 2009.

[2] Cf. Portmann, A., Biología y estructura: ensayo sobre el hombre y su posición en la naturaleza, trad. de J. M. García, Herder, Barcelona, 1965, p. 32.

[3] Ibíd., pp. 47–49.

[4] Sobre esta distinción, véase también Arnold Gehlen, El hombre. Su naturaleza y su posición en el mundo, Alianza, Madrid, 1993.

[5] Cf. Max Scheler, Die Stellung des Menschen im Kosmos, 1928.

[6] Observaciones relevantes pueden encontrarse en F. de Waal, Primates and Philosophers, Princeton University Press, 2006.

[7] Portmann, Biología y estructura, op. cit., pp. 78–82.

[8] Ibíd., p. 85.

[9] Ibíd., p. 90.

[10] Sobre la expresión corporal como signo del espíritu, véase Helmuth Plessner, Die Stufen des Organischen und der Mensch, 1928.

[11] Portmann, Formas visibles, figuras vivas, Taurus, Madrid, 1966.

[12] Ibíd., pp. 110–117.

[13] Cf. Cavalli-Sforza, L. L., Genes, pueblos y lenguas, Crítica, Barcelona, 1997.


 
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