Juan de la Cierva

Juan de la Cierva y Codorníu, un ingeniero español más reconocido fuera que dentro de nuestra patria, como es usual, nació en Murcia en 1895 y murió en Inglaterra en 1936. Inventó el autogiro, antecesor del actual helicóptero.

Intervino en el alquiler del avión De Havilland DH.89 Dragon Rapide en que viajó Franco desde Gando hasta Tetuán para ponerse al mando del ejército del norte de África.

Era hermano de Ricardo de la Cierva, miembro del partido Acción Popular, que regía Gil Robles. Ricardo fue asesinado en Paracuellos del Jarama casi en la misma fecha en que murió Juan. Había sido detenido en Barajas cuando estaba a punto de huir a Francia a reunirse con su mujer y sus seis hijos, pero fue delatado por un colaborador suyo.

Un hijo de Ricardo es Ricardo de la Cierva y Hoces, historiador. Fue ministro de Cultura en 1980. Wikipedia le llama “político español de extrema derecha”. Wikipedia sabrá por qué. Otro hijo es Juan, que fue premiado en 1969 por la Academia del Cine Americano. Inventó un aparato para registrar las llegadas de los caballos en las carreras, participó en la construcción del helicóptero C-54, cofundó Dynasciences Corporation, obtuvo el premio a la mejor contribución a la industria del cine con el dynalens, un estabilizador óptico para eliminar los efectos del movimiento en las cámaras, trabajó para el departamento de defensa de Estados Unidos, para IBM, etc. Por último, inventó el heligiro.

En la imagen: el autogiro inventado por Juan de la cierva volando sobre la isla de Manhattan en 1920. Ese aparato fue construido por ingenieros británicos que reconocieron a su inventor. Por eso le pusieron su nombre. Para reconocer la valía de algunos españoles habrá que irse a Nueva York.

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La eternidad del mundo

 


Argumentos de San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino sobre la doctrina aristotélica acerca la eternidad del mundo. Los dos aceptan por su fe que ha tenido un comienzo, pero el primero está convencido de que puede probarse con argumentos y el segundo no. Ahí está el terreno sobre el que disputan.
El siguiente texto pertenece a Copleston, F., Historia de la filosofía, tomo II, De San Agustín a Escoto, trad. de J. C. G. Borrón, dirección y revisión de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1978, páginas 218 a 221.


Si no hubiera ideas divinas, si Dios no tuviese conocimiento de Sí mismo y de lo que puede realizar, no habría creación, puesto que la creación exige un conocimiento de parte del Creador, conocimiento y voluntad. No debe sorprender, por lo tanto, que Aristóteles, que rechazó las ideas, rechazase también la creación y enseñase la eternidad del mundo, un mundo no creado por Dios. Al menos así entendieron a Aristóteles todos los Doctores griegos, como san Gregorio de Nisa, san Gregorio Nacianceno, san Juan Damasceno y san Basilio, así como todos los comentadores árabes, y, en verdad, en ninguna parte se encuentra que Aristóteles diga que el mundo tuvo un principio; en realidad, él mismo censuró a Platón, el único filósofo griego que parece haber declarado que el tiempo tuvo un comienzo. San Buenaventura no necesitaba haberse expresado de un modo tan cauteloso, pues indudablemente Aristóteles no creyó en una creación divina del mundo a partir de la nada.

Santo Tomás no vio incompatibilidad alguna, desde el punto de vista filosófico, entre la idea de creación, por una parte, y la de la eternidad del mundo, por otra, de modo que para él el mundo podía no haber tenido comienzo en el tiempo y ser sin embargo creado, es decir, que Dios podía haber creado el mundo desde la eternidad; pero san Buenaventura consideraba que la eternidad del mundo es imposible, y que Dios no podría haberlo creado desde la eternidad: ahora bien, el mundo es creado, luego el tiempo ha tenido necesariamente un comienzo. La consecuencia sería, pues, que negar que el tiempo haya tenido un principio equivaldría a negar que el mundo sea creado, y probar que el tiempo o movimiento eterno, sin principio, es imposible, equivale a probar que el mundo es creado. San Buenaventura consideraba, pues, la idea aristotélica de la eternidad del mundo como necesariamente vinculada a la negación de la creación, y esa opinión, que santo Tomás no comparte, aumentaba su oposición a Aristóteles. Naturalmente, tanto santo Tomás como san Buenaventura aceptaban el hecho de que el mundo ha tenido un principio en el tiempo, puesto que así lo enseña la teología; pero diferían en cuanto a la cuestión de la posibilidad abstracta de una creación desde la eternidad, y la convicción de san Buenaventura de la imposibilidad de ésta le hizo resueltamente hostil a Aristóteles, puesto que la afirmación por éste de la eternidad del movimiento como un hecho, y no meramente como una posibilidad, le parecía necesariamente una afirmación de la independencia del mundo respecto de Dios, una afirmación que Buenaventura creía debida primariamente a la negación del ejemplarismo.

¿Por qué razones sostenía san Buenaventura que el tiempo, o el movimiento eterno, sin un principio, es imposible? Sus argumentaciones son más o menos las que santo Tomás trata como objeciones a su propia posición. Ofrezco a continuación algunos ejemplos.

(i) Si el mundo hubiese existido desde la eternidad, se seguiría que es posible añadir algo al infinito. Por ejemplo, habría habido ya un número infinito de revoluciones solares, y sin embargo cada día se añade una nueva revolución. Pero es imposible añadir algo al infinito. Por lo tanto, el mundo no puede haber existido siempre. Santo Tomás responde que si el tiempo se supone eterno es infinito ex parte ante, pero no ex parte post, y nada puede objetarse a una adición que se haga al infinito por la parte en que es finito, es decir, por la parte en que termina en el presente. A eso replica san Buenaventura que, si se considera simplemente el pasado, entonces se tendría que admitir un número infinito de revoluciones lunares. Pero hay doce revoluciones lunares por una revolución solar. Así pues, nos enfrentamos con dos números infinitos, de los cuales uno es doce veces más grande que otro, y eso es imposible.

(ii) Es imposible recorrer una serie infinita, de modo que si el tiempo fuese eterno, es decir, si no hubiera tenido un principio, el mundo nunca habría llegado al momento presente. Y, sin embargo, está claro que ha llegado.

A eso responde santo Tomás que todo recorrer o transitus requiere un término inicial y un término final. Pero si el tiempo es de duración infinita, no hubo primer término, ni, por consiguiente, transitus; por lo que la objeción no puede presentarse. San Buenaventura replica que o hay una revolución del sol que sea infinitamente distante, en el pasado, de la revolución de hoy, o no la hay. Si no la hay, entonces la distancia es finita, y la serie debe haber tenido un comienzo. Si la hay, entonces, ¿qué debemos decir de la revolución inmediatamente siguiente a la que está infinitamente distante de la de hoy? ¿Está también esa revolución infinitamente distante de la de hoy, o no? Si no lo está, entonces la revolución que en hipótesis estaba infinitamente distante no puede tampoco estar infinitamente distante, puesto que el intervalo entre la «primera» y la segunda revolución es finito. Si lo es, entonces, ¿qué decir de la tercera revolución, y de la cuarta, y así sucesivamente? ¿Están todas infinitamente distantes de la revolución de hoy? Si lo están, entonces la revolución de hoy no está menos distante de ellas que de la primera. En tal caso, no hay sucesión, y todas son sincrónicas, lo cual es absurdo.

(iii) Es imposible que haya en existencia al mismo tiempo una infinidad de objetos concretos. Pero si el mundo existiese desde la eternidad, ahora habría en existencia una infinidad de almas racionales. Por lo tanto, el mundo no puede haber existido desde la eternidad.

A eso responde santo Tomás que algunos dicen que las almas humanas no existen después de la muerte del cuerpo, y otros mantienen que solamente permanece un intelecto (común); otros, aún, sostienen la doctrina de la reencarnación, y ciertos escritores mantienen que un número infinito en acto es posible en el caso de cosas que no están ordenadas (in his quae ordinem non habent). Santo Tomás, naturalmente, no mantiene por sí mismo ninguna de las tres primeras posiciones; en cuanto a la cuarta, su propia actitud final parece dubitativa. San Buenaventura pudo observar, pues, bastante cáusticamente, que la teoría de la reencarnación es un error en filosofía y es contraria a la psicología de Aristóteles, mientras que la doctrina de que solamente sobrevive un intelecto común es un error aún peor. En cuanto a la posibilidad de un número infinito en acto, él creía que era una noción errónea, sobre la base de que una multitud infinita no podría ser ordenada y no podría, por lo tanto, estar sometida a la providencia divina, mientras que de hecho todo cuanto Dios ha creado está sometido a su providencia.

Buenaventura estaba, pues, convencido de que puede probarse filosóficamente, contra Aristóteles, que el mundo tuvo un comienzo, y que la idea de creación desde la eternidad supone una «contradicción manifiesta», puesto que, si el mundo fue creado a partir de la nada, tuvo ser después de no-ser (esse post non esse), de modo que no pudo existir desde la eternidad. Santo Tomás responde que los que afirman la creación desde la eternidad no dicen que el mundo fue hecho post nihilum, sino que fue hecho «a partir de la nada», lo cual a lo que se opone es «a partir de algo». Es decir, la idea de tiempo no está en modo alguno implicada en la fórmula «ex nihilo». A ojos de san Buenaventura, ya es bastante malo decir que el mundo sea eterno e increado (un error que puede desaprobarse filosóficamente); pero decir que fue creado eternamente a partir de la nada es hacerse reo de una flagrante contradicción, algo «tan contrario a razón, que yo no habría creído que ningún filósofo, por pequeño que fuera su entendimiento, pudiera afirmarlo».


 

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Thomas Hobbes

Thomas Hobbes of Malmesbury vino al mundo un día cinco de abril de 1588. Fue el primero que confeccionó una teoría política no inferior a la de Aristóteles, siendo su polo opuesto. Se desligó de la teología y consiguió apoyarse solamente en el poder de la razón, siguiendo el camino trazado antes que él por Maquiavelo. No debe extrañar ese intento, que estaba presente también en hombres de religión como el P. Suárez, para quien el poder se asienta sobre los gobernados.

La filosofía política de Hobbes ve al hombre como un compuesto de dos contrarios, la pasión y la razón. Por la primera se halla en posesión de un apetito natural que le empuja a apoderarse del máximo de cosas para sí mismo. De ahí deriva, por un lado, el hecho de que la naturaleza nos ha hecho tan semejantes que incluso el más débil puede matar al más fuerte si se alía con otros o actúa con astucia. Todos los hombres son iguales, pues, en esto: en que uno puede matar a otro. Del mismo apetito deriva, por otro lado, que, deseando todos los mismos bienes, es inevitable que choquen entre sí, lo que viene agravado por la igualdad existente entre todos, pues si fueran unos inferiores y otros superiores no abrigarían los primeros esperanzas de vencer a los segundos y no pensarían en rebelarse, como no se rebelan las gacelas contra los leones.

Luego si los hombres dieran rienda suelta a su inclinación natural tendrían que estar dispuestos a atacar a los demás si tuvieran esperanzas de vencerlos y a defenderse de ellos para proteger su vida. El estado natural, estado de igualdad, es estado de guerra de todos contra todos y el hombre es un lobo para el hombre mientras permanezca en él. Le conviene abandonar esa igualdad natural, entrar en la sociedad civil y sujetarse a “aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa”.

Lejos de ser un mito cuya realización aguarda al final de la historia, la igualdad es la situación original de los hombres y la causa de su desgracia.

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El deseo de no morir

La negación de la muerte se halla en la mayoría de las formas culturales. Las etapas más antiguas de la civilización humana y del pensamiento mítico protestan contra ella con un deseo apasionado de inmortalidad. Todo hombre encuentra en sí mismo el ímpetu por romper la cadena de una existencia efímera.

Si ese ímpetu germina en el cuerpo, dice Platón, se acercará a una mujer y tendrá hijos, porque su descendencia “preservará su memoria y le traerá bendición e inmortalidad”, esa clase de inmortalidad que también prometió Dios a Abraham: “te bendeciré y multiplicaré tu simiente como las estrellas del cielo, y como la arena que está á la orilla del mar”. Si el ímpetu germina en el alma, entonces ésta habrá de concebir “lo que es propio que conciba el alma”, un saber que no ceda al paso de los días.

Esto es lo mejor que puede acontecer a alguien y es fruto a la vez de su acción y su deliberación. No solo conseguirá el saber, sino, lo que es aún más importante, logrará también que las fuerzas inferiores de su personalidad humana estén sujetas a las superiores, las pasiones a la razón y el cuerpo al alma. Esta es la mejor vida que puede vivirse.

Ese germen adoptará formas diferentes en el arte, las religiones, la historia o la filosofía. Epicuro halló en el razonamiento –“cuando estás tú no está ella y cuando está ella no estás tú, así que nunca está”, dijo de la muerte- lo mismo que las pirámides de Egipto expresaron en la piedra o Quevedo en un memorable soneto –“nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a ley severa”-. Es por todas partes el mismo empeño por rescatar la eternidad del puro fluir de las cosas.

La religión cristiana es la culminación de esa corriente que no cesa. En ella confluyen todos los siglos. Es una corriente que se rebela contra la propia naturaleza del hombre. A ésta la corresponde morir de modo necesario, como a todo organismo vivo. Pero le corresponde también resistirse a ello con todas sus fuerzas. Son dos potencia cuyo enfrentamiento no se extingue. Una es como el plomo, que arrastra hacia abajo. La otra aspira a subir a lo alto y a no apagarse nunca.

Las dos se encuentran en el libro del Génesis. Allí se concedió al hombre en su estado original el privilegio de no morir a condición de que su mente se sujetara a Dios y su cuerpo a su alma. Cuando, por su culpa y para su desgracia, el hombre se separó de Dios y lo inferior se rebeló contra lo superior dentro de sí mismo, hubo de perder el privilegio original y sobrevenirle la amenaza de muerte.

Una amenaza a la que fue necesario que se sometiera el mismo Dios para que el hombre quedara redimido de su culpa primera y retornara a la inmortalidad. Para lo cual fue necesario que se hiciera hombre, pues Dios no puede morir. Y se hizo hombre y murió. La inminencia de la muerte y su ser humano se observan en la frase que dirigió a Judas: “lo que has de hacer hazlo pronto”.

Esto es lo que se celebran las procesiones de la Semana Santa en nuestras calles. La vuelta del hombre a su ser, del que fue separado por su propia causa, la promesa cierta de inmortalidad prendida en los clavos del Crucificado. Semana grande, plena de un gozo profundo que colma la más honda aspiración de cualquier hombre.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 04/04/2012) 

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Sobre la huelga general en España y Rusia

La primera república española

De “ignominiosa insurrección” fue calificada la sucesión de actos que condujo a la proclamación de la primera república española, según Engels. Una proclamación que se produjo el día 8 de junio de 1873, después de que el “primer rey huelguista de la historia, Amadeo de Saboya, harto de la corona de España, abdicara de ella y abandonara el país”.

Acto seguido se levantó el carlismo en las Vascongadas. Luego se eligió una Asamblea Constituyente, se proclamó la República federal, se eligió a Pi y Margall, bajo cuyos auspicios se empezó a redactar una nueva constitución, excluyendo a los intransigentes o anarquistas. Éstos comprobaron que la nueva ley no iba tan lejos como les habría gustado y se dedicaron a desmembrar España en cantones. El éxito les acompañó al principio. Lograron alzarse en Sevilla, Córdoba, Granada, Málaga, Cádiz, Alcoy, Murcia, Cartagena, Valencia, etc. e instaurar un gobierno independiente en cada una de estas ciudades.

Pi y Margall siguió los pasos de Amadeo de Saboya y fue el primer presidente huelguista. Salmerón ocupó su lugar y tuvo arrestos suficientes para enviar tropas contra los insurgentes, en lugar de dedicarse a dialogar con ellos. Dicho sea de paso: afirma Cela que en España son importantes los nombres y que Salmerón no habría podido llegar a primer ministro si se hubiera llamado Salmerín.

Solo Cartagena resistió hasta el final porque era el mayor puerto militar de España, hasta que comprendió que no tenía nada mejor que hacer y se entregó. Esto sucedió el día 11 de enero de 1874. Ese día fue el último de las veleidades de aquellas fechas atrabiliarias.

Sigue diciendo Engels que toda aquella algarada fue en gran parte resultado de las granujadas con que los bakuninistas, según informe publicado por la Comisión de la Haya, pretendieron poner el movimiento obrero al servicio de sus ideas sobre la abolición de la autoridad estatal.

Al escindirse de la Internacional los partidarios de Bakunin constituyeron una Alianza a la que se adhirieron casi todos los obreros españoles. Los aliancistas comprendieron que, contando España con una industria atrasada, era preciso que pasara antes por una serie de fases antes de llegar a la emancipación del proletariado. Pensaron que la República recién instaurada les brindaba una ocasión de oro para acortar etapas y llegar a la tierra prometida antes del tiempo establecido en la sacrosanta doctrina anarquista, para lo cual era imprescindible que el proletariado español interviniera en la política del presente.

Los obreros, continúa Engels, estaban por la tarea. Pero los aliancistas llevaban demasiado tiempo predicando que no debía intervenirse en ninguna revolución que no llevara de inmediato a la completa liberación de la clase obrera, por lo que ponerse de un lado u otro en las luchas políticas partidarias equivalía a reconocer el Estado, el principio maligno de la desventura humana. Con tanto ardor creían en ello que la participación en elecciones era para ellos un crimen peor que el asesinato. De ahí su perplejidad. ¿Cómo salir de ella?

No se podía en ningún caso pensar en dar el poder a la clase obrera. No era aceptable la dictadura del proletariado que venía defendiendo la Internacional, lo que no era a sus ojos otra cosa que ambición política de los marxistas. ¿Qué hacer?

En virtud de esas zozobras y dado que ellos eran internacionales, los aliancistas resolvieron que como organización no podían tomar parte en las luchas políticas de los partidos, pero que en cuanto individuos libres y autónomos –cosa que repugnaba a los internacionales de Marx y Engels- podían inclinarse por el que fuera más de su gusto, aunque sería preferible la abstención.

Era la peor de las salidas, pues la abdicación del rey, la imposibilidad de que los alfonsinos recobraran el poder y la utilización de la guerra por los carlistas como medio para retornar al absolutismo daba al proletariado una oportunidad de oro: entrar en el Parlamento y poder decidir en las votaciones entre los bandos republicanos.

Pero los bakuninistas siguieron finalmente su evangelio y se negaron a entrar en la lucha política. En todo caso, se abstuvieron como grupo y dejaron a sus miembros libertad de voto, en lugar de disciplinarlos y ponerlos a las órdenes de una organización obrera poderosa. La consecuencia fue que votaron a los demagogos que más alto gritaron, a los que se presentaban como los más radicales.

Ante la ridícula situación en que se hallaron, los miembros de la Alianza tuvieron que buscar algún medio con el que poder demostrar a todos que no se habían resignado a ver cómo pasaban los acontecimientos ante ellos sin tratar de encauzarlos hacia alguna parte. Entonces se les ocurrió la solución: la huelga general, el instrumento bakuninista para la revolución social.

¿En qué consistía la solución? En que un buen día no acudiera a su trabajo ni uno solo de los obreros del país y, si posible fuera, del planeta entero. Si fueran capaces de sostener su actitud durante un mes, las clases burguesas tendrían que aceptar su derrota o tratarían de someter a los huelguistas por la fuerza. Si sucediera lo segundo, entonces éstos estarían en todo su derecho de defenderse y de derribar la estructura capitalista de opresión.

“La idea, añade Engels, dista mucho de ser nueva; primero los socialistas franceses y luego los belgas se han hartado, desde 1848, de montar este palafrén, que es, sin embargo, por su origen, un caballo de raza inglesa.”

La huelga general como método de lucha obrera sucedió quizá por primera vez el año 1839. Se le llamó mes santo y debía ser un paro nacional. Más tarde, en 1873, en el Congreso habido en Ginebra el día 1 de septiembre, los anarquistas de Bakunin la consagraron como método definitivo para la extirpación del Estado y el sometimiento de los capitalistas. Había un inconveniente del que fueron conscientes desde aquel mismo día: que había que contar con una buena organización de los trabajadores y con una caja de resistencia bien nutrida. En aquel entonces, como es bien sabido, el Estado no financiaba a los que luchaban contra el Estado.

Pero, como también es sabido, los gobiernos no estaban entonces dispuestos a permitir una cosa ni la otra. Con todo, si los revolucionarios hubieran contado con ellas, no habrían necesitado hacer una huelga para destruir el Estado. Les habría bastado destruirlo directamente. Es la crítica que les hicieron los marxistas.

Sea como fuere, los gerifaltes españoles del anarquismo pusieron en práctica el experimento para no tener que convertirse en políticos. Así que se pusieron a convencer a todo el mundo de los milagros que se habrían de derivar de la puesta en marcha de la huelga general y se propusieron comenzar por Barcelona y Alcoy.

La situación política se había ido pudriendo mientras tanto. Castelar y compañía cedieron el poder a un socialista, Pi y Margall, el cual pensaba que la república tenía que buscar un soporte obrero, por lo que presentó de inmediato un programa de gobierno favorable a los trabajadores, pensando llegar por ese camino a la revolución social.

Los bakuninistas, partidarios del internacionalismo y de la abstención, tenían que rechazar todas las medidas que procedieran del Estado, por muy favorables que fueran para la clase trabajadora. Cualquier cosa era preferible antes que apoyar a un ministro del gobierno.

Surgió con fuerza el cantonalismo. Hubo levantamientos en Andalucía,

Bandera de la primera república española

anarquistas de aquella primera generación no supieron hacer otra cosa que declarar la huelga general, que a nadie favorecía, ni a los socialistas de Pi y Margall, ni a los obreros, ni a los convocantes, y solo servía para aumentar la confusión general.

Invitaron a los obreros barceloneses, trabajadores en su mayoría del centro fabril que “tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo”, dice Engels, a enfrentarse al Estado, no con armas, sino con el paro, que es en realidad más opuesto a las fábricas que al Estado. Los marxistas, cuyo número era irrelevante en España, habrían preferido con mucho el enfrentamiento armado con el fin de tomar el poder y organizar la dictadura del proletariado. Así se comprende que su enemigo directo ya desde entonces era el anarquismo y no el gobierno ni los otros partidos políticos. La enemistad, lejos de desaparecer, se enconaría más tarde, durante la guerra civil de 1936-1939.

A nadie se le habrá pasado por alto que un estado marxista, una dictadura del proletariado, está forzado a eliminar toda resistencia anarquista y, de paso, sindicalista. ¿Cómo habría de aceptar la destrucción del Estado que propugna el anarquismo mediante la huelga general y la existencia de sindicatos que pretendan representar a la clase obrera cuando el representante por antonomasia de la misma sería el propio Estado? Ni siquiera sería posible una solución intermedia como la que puso en práctica el franquismo con su sindicato vertical. La idea de abrigar, mantener y financiar incluso a los sindicatos sería adoptada más tarde por los socialdemócratas.

El único resultado encomiable de la actividad anarquista de la Alianza fue que Barcelona no se declarara cantón independiente y no cayera con ello en el ridículo histórico en que cayeron todas las ciudades que lo hicieron. Su revolución permanente, un concepto que luego pasaría al falangismo, sirvió para que embrollaran permanentemente las cosas sin sacar nunca nada en limpio.

Como en Barcelona, también en Alcoy habíase declarado la huelga general. Entonces era una ciudad de unos 30.000 habitantes, con un centro fabril importante. Los obreros eran proclives al socialismo. Allí recaló la Comisión bakuninista, que empezó requiriendo al alcalde para que en veinticuatro horas reuniera a los patronos y les presentara las reivindicaciones de los proletarios. El alcalde, un hombre que al parecer sabía lo que hacía, entretuvo como mejor pudo a los comisionados mientras solicitaba a las autoridades de Alicante que le enviaran tropas. De paso aconsejó a los patronos que no cedieran a las reclamaciones de los anarquistas.

Corría el mes de julio del año 1873. Cuando los peticionarios cayeron en la cuenta de las artimañas de su alcalde le hicieron saber que o se mantenía neutral en la huelga o tenía que dimitir. La respuesta se hizo esperar poco: la fuerza pública disparó antes de que la comisión fuera recibida. Así dio comienzo la lucha. La población se aprovisionó de armas.

Las partes enfrentadas consistían en treinta y dos guardias civiles del lado del Ayuntamiento y cinco mil obreros del de los huelguistas. Había además algunos francotiradores en casas cercanas, que fueron quemadas por el pueblo.

La lucha duró poco tiempo, pues a los guardias civiles se les agotaron las municiones y hubieron de capitular. En la refriega murió el alcalde. Las bajas no pasaron de diez por el pueblo y de quince por las fuerzas del orden y gentes afines. Fue la primera batalla librada por los aliancistas: cinco mil hombres contra treinta y dos guardias y algunos otros espontáneos armados. Ello no da pie a pensar que hubo excesos de heroísmo por parte de los que alcanzaron la victoria.

Una vez que los vencedores se hicieron dueños de la situación se constituyó un Comité de Salud Pública, o sea, un gobierno revolucionario, lo que no podía ser más que una engañifa si uno se atiene al ideario anarquista de los constituyentes. La fundación de un gobierno, fuera del signo que fuera, no podía ser más que un perjuicio para el proletariado. Pese a todo, el Comité de Salud Pública salió adelante.

La primera tarea gubernamental para lograr la emancipación del proletariado consistió en prohibir que los hombres salieran de la ciudad de Alcoy y permitir que lo hicieran las mujeres que tuvieran salvoconducto. No hicieron nada más.

Como no sabían qué hacer y como el general Velarde venía desde Alicante al mando de tropas con las que sofocar la revuelta, pero sin hacer demasiado ruido, según la consigna del Gobierno, el Comité de Salud Pública cedió sus poderes, el general entró en la ciudad sin encontrar resistencia, se prometió una amnistía general y finalizó la brava revuelta de los huelguistas en Alcoy.

La épica aliancista continuó en Sanlúcar de Barrameda, donde el alcalde cerró el local de la Internacional, amenazó, según informes de la Alianza, a los obreros y provocó su ira hasta el punto de que éstos reclamaron la reapertura del local, cosa a la que accedió Pi i Margall, aunque luego no lo hizo, por lo que, al comprobar de qué manera eran objeto de burla y escarnio, destituyeron a las autoridades de la ciudad, pusieron a otras y lograron por fin que se abriera el local, declarando a continuación triunfalmente que el pueblo se había hecho dueño de la situación en Solidarité révolutionnaire. Luego se entregaron a vanas discusiones y alcanzaron acuerdos no menos vanos, hasta que el general Pavía envió unas cuantas compañías a Sanlúcar, donde entraron sin encontrar resistencia y llegó también a su fin la heroica acción de los promotores de la huelga general revolucionaria.

Después de las hazañas de las dos ciudades mencionadas los radicales se levantaron en toda Andalucía. Pi y Margal, que todavía ocupaba el poder, se enzarzó en negociaciones con ellos con el fin de formar un ministerio nuevo. La puesta en práctica de la República Federal era una esperanza segura de hacerse con una ingente cantidad de cargos que de otro modo no se podrían conseguir. Está visto que los españoles siempre hemos sido capaces de romper la tarta en mil partes con tal de que nos toque una.

La necesidad de cargos condujo a proclamar cantones soberanos por todas partes. A lo cual se unieron con ardor los bakuninistas con su prédica de la huelga general revolucionaria. Como la revolución desde arriba era para ellos algo casi criminal y había que hacerla desde abajo, no tardaron en asimilar el principio de la autonomía cantonal. Así colaboraron con los radicales republicanos. La recompensa les llegó en forma de balas.

Los mismos bakuninistas que unos pocos meses antes en Córdoba habían tomado como una traición y un engaño contra el movimiento obrero la atomización de España colaboraron luego en la atomización y formaron parte en todos los gobiernos revolucionarios que fueron naciendo por toda Andalucía. Pero, como eran los últimos en llegar, estuvieron siempre tras los radicales, que tuvieron las manos libres para hacer lo que mejor les pareciera.

Como pánfilos que eran, no hicieron otra cosa que estar a las órdenes de los radicales. Estos solo tenían que hacer de cuando en cuando alguna proclama en favor del proletariado, pero sin mover luego ni un dedo en el sentido de la proclama. Luego, cuando las cosas se pusieron feas y tuvieron que hacer frente en Sevilla a las tropas del Gobierno, no tuvieron reparos en disparar también contra ellos.

Así organizados, se apoderaron de toda Andalucía. En cada una de sus ciudades se nombró una Junta revolucionaria de gobierno. Sucedió lo mismo en Valencia, Murcia y Cartagena. En Salamanca estuvieron a punto de lograrlo. En poco tiempo tenían en su poder casi todas las ciudades de España, excepto Madrid y Barcelona. Si esta última ciudad se hubiera unido al movimiento el triunfo habría sido casi seguro, pero la declaración de huelga general por los seguidores de Bakunin, lo que fue más un pretexto que una medida de presión revolucionaria, la dejó fuera de juego.

Engels cree que, a pesar de la forma descabellada en que se dirigió el movimiento revolucionario español, a pesar de la huelga general como método de lucha y de las componendas habidas entre intransigentes republicanos y anarquistas bakuninistas, la insurrección podría haber tenido éxito. Podrían haber actuado al menos igual que los pronunciamientos militares que habían estado teniendo lugar en España: una guarnición se subleva, marcha a la plaza vecina, la arrastra y consigue que se una a ella, y así, formando un alud, llega hasta la capital. Pero no. A los insurrectos les faltó incluso esta clase de inteligencia. El federalismo y su aliado circunstancial, el bakuninismo, dejaba que cada cantón actuase por su cuenta. La fragmentación había sido en Alemania un mal inevitable que permitió a las fuerzas del Gobierno aplastar la sublevación. En España era la máxima expresión de sabiduría política.

El resultado de todo esto fue que Pi y Margall dimitió y Castelar tomó las riendas, ordenando de inmediato a Pavía que formara una división contra Andalucía y a Martínez Campos que formara otra contra Cartagena y Valencia. Cada una pudo contar con un máximo de 3.000 hombres. Pero fue suficiente. Córdoba fue la primera en caer. Le siguieron Sevilla, Cádiz, Sanlúcar, San Roque, Tarifa, Algeciras, Málaga, Granada, etc. El sometimiento de Andalucía duró unos quince días y la resistencia fue casi nula.

La conquista de Valencia duró algo más: desde el 26 de julio hasta el 8 de agosto. Luego le tocó el turno a Murcia, que cayó sin resistencia alguna. Después hubo que marchar sobre Cartagena, una fortaleza bien defendida. El cerco no se hizo esperar, pero sin necesidad de atacarla. Bastó con aguardar la descomposición de las fuerzas del interior, lo que no tardó en llegar.

Y con el final del Cantón independiente de Cartagena se acabó por un tiempo en España la insurrección de los partidarios de la huelga general. Engels dice que los bakuninistas españoles fueron el mejor ejemplo de cómo no debe hacerse una revolución.

La revolución rusa de 1917

La huelga general, de la que se burlaron Marx y Engels cuando fue utilizada en España por los aliancistas de Bakunin, fue sin embargo un medio importante para la conquista del poder por los bolcheviques, según se dice en la Historia de la revolución rusa, de León Trotsky. La diferencia residía en que los anarquistas estaban condenados por sus ideas a no disponer de una organización centralizada y poderosa y los comunistas siempre fueron conscientes de que era imprescindible. Así se puso de manifiesto en la revolución de octubre.

Cartel soviético dedicado al 5º aniversario de la Revolución de Octubre y IV Congreso de la Internacional Comunista.

El proletariado ruso, dice Trotsky, se inició en la revolución mediante huelgas ilegales, enfrentamientos con la policía y el ejército, organizaciones clandestinas, etc. Era el resultado, agrega aludiendo a las categorías marxistas, del choque del capitalismo y el absolutismo contra las condiciones de vida de las masas obreras. Si en Rusia triunfó el bolchevismo fue por haber estado durante mucho tiempo amontonados los obreros en las fábricas y haberse hecho insoportable el yugo del Estado. El proletariado ruso era joven, fácil de incendiar y bien dispuesto a las huelgas políticas a las que era mucho más reacio en el resto de Europa. Entre los años 1903 y 1917, dejando de lado las llevadas a cabo en la minería, los ferrocarriles, el artesanado, las pequeñas empresas y la agricultura y contando solo las de las empresas “sometidas a la inspección de fábricas”, la participación en las huelgas políticas fue del siguiente tenor:

Años Huelguistas
1903 87.000
1904 25.000
1905 1.843.000
1906 651.000
1907 540.000
1908 93.000
1909 8.000
1910 4.000
1911 8.000
1912 550.000
1913 502.000
1914 (primera mitad) 1.059.000
1915 156.000
1916 310.000
1917 (enero – febrero) 575.000

La curva de la participación es una medida de la temperatura política rusa ruso durante los años previos a la toma del poder por los bolcheviques y muestra que en las entrañas del proletariado se había gestado la revolución, dice Trotsky.

Cartel soviético dedicado al 5º aniversario de la Revolución de Octubre y IV Congreso de la Internacional Comunista.

Que Rusia estuviera a la cola de los países industrializados, que su proletariado fuera uno de los más reducidos de toda Europa, lo que había sido un serio inconveniente para el amanecer de la revolución según los cánones marxistas, no importó nada a Lenin ni a Trotsky. El movimiento huelguístico era el más importante del mundo y eso bastaba. Además, tenían a su favor una democracia muy débil. Bastaría, agrega el autor finalmente, con haberse fijado en la cifra de 1.843.000 lograda el año 1905 para saber con segurida que la victoria estaba al alcance de la mano.

Por eso era imprescindible que del seno del proletariado surgiera una mano de hierro que lo organizara de tal manera que nunca tuviera que dejarse llevar de la improvisación y supiera lanzar a las masas obreras a la conquista definitiva del poder.

A diferencia de los anarquistas, los comunistas rusos de principios de siglo sabían bien que la organización del partido debía encaminarse a la huelga general y, a través de ella, a la conquista del poder político.


 

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Eratóstenes de Cirene y Cristóbal Colón

El descubrimiento de que la Tierra es un mundo pequeño se llevó a cabo como tantos otros importantes descubrimientos humanos en el antiguo Oriente próximo, en una época que algunos humanos llaman siglo tercero a. de C., en la mayor metrópolis de aquel tiempo, la ciudad egipcia de Alejandría.  Vivía allí un hombre llamado Eratóstenes.  Uno de sus envidiosos contemporáneos le apodó  Beta , la segunda letra del alfabeto griego, porque según decía Eratóstenes era en todo el segundo mejor del mundo.  Pero parece claro que Eratóstenes era  Alfa  en casi todo.  Fue astrónomo, historiador, geógrafo, filósofo, poeta, crítico teatral y matemático.  Los títulos de las obras que escribió van desde Astronomía hasta Sobre la libertad ante el dolor.  Fue también director de la gran Biblioteca de Alejandría, donde un día leyó en un libro de papiro que en un puesto avanzado de la frontera meridional, en Siena, cerca de la primera catarata del Nilo, en el mediodía del 21 de junio un palo vertical no proyectaba sombra.  En el solsticio de verano, el día más largo del año, a medida que avanzaban las horas y se acercaba el mediodía las sombras de las columnas del templo iban acortándose.  En el mediodía habían desaparecido.  En aquel momento podía verse el Sol reflejado en el agua en el fondo de un pozo hondo.  El Sol estaba directamente encima de las cabezas.

Era una observación que otros podrían haber ignorado con facilidad.  Palos, sombras, reflejos en pozos, la posición del Sol: ¿qué importancia podían tener cosas tan sencillas y cotidianas?  Pero Eratóstenes era un científico, y sus conjeturas sobre estos tópicos cambiaron el mundo; en cierto sentido hicieron el mundo.  Eratóstenes tuvo la presencia de ánimo de hacer un experimento, de observar realmente si en Alejandría los palos verticales proyectaban sombras hacia el mediodía del 21 de junio.  Y descubrió que sí lo hacían.

Eratóstenes se preguntó entonces a qué se debía que en el mismo instante un bastón no proyectara en Siena ninguna sombra mientras que en Alejandría, a gran distancia hacia el norte, proyectaba una sombra pronunciada.  Veamos un mapa del antiguo Egipto con dos palos verticales de igual longitud, uno clavado en Alejandría y el otro en Siena.  Supongamos que en un momento dado cada palo no proyectara sombra alguna.  El hecho se explica de modo muy fácil: basta suponer que la tierra es plana.  El Sol se encontrará entonces encima mismo de nuestras cabezas.  Si los dos palos proyectan sombras de longitud igual, la cosa también se explica en una Tierra plana: los rayos del Sol tienen la misma inclinación y forman el mismo ángulo con los dos palos.  Pero ¿cómo explicarse que en Siena no había sombra y al mismo tiempo en Alejandría la sombra era considerable?

Eratóstenes comprendió que la única respuesta posible es que la superficie de la Tierra está curvada.  Y no sólo esto: cuanto mayor sea la curvatura, mayor será la diferencia entre las longitudes de las sombras.  El Sol está tan lejos que sus rayos son paralelos cuando llegan a la Tierra.  Los palos situados formando ángulos diferentes con respecto a los rayos del Sol proyectan sombras de longitudes diferentes.  La diferencia observada en las longitudes de las sombras hacía necesario que la distancia entre Alejandría y Siena fuera de unos siete grados a lo largo de la superficie de la Tierra; es decir que si imaginamos los palos prolongados hasta llegar al centro de la Tierra, formarán allí un ángulo de siete grados.  Siete grados es aproximadamente una cincuentava parte de los trescientos sesenta grados que contiene la circunferencia entera de la Tierra.  Eratóstenes sabía que la distancia entre Alejandría y Siena era de unos 800 kilómetros, porque contrató a un hombre para que lo midiera a pasos.  Ochocientos kilómetros por 50 dan 40 000 kilómetros: ésta debía ser pues la circunferencia de la Tierra.

Ésta es la respuesta correcta.  Las únicas herramientas de Eratóstenes fueron palos, ojos, pies y cerebros, y además el gusto por la experimentación.  Con estos elementos dedujo la circunferencia de la Tierra con un error de sólo unas partes por ciento, lo que constituye un logro notable hace 2 200 años.  Fue la primera persona que midió con precisión el tamaño de un planeta.

El mundo mediterráneo de aquella época tenia fama por sus navegaciones.  Alejandría era el mayor puerto de mar del planeta.  Sabiendo ya que la Tierra era una esfera de dimensiones modestas, ¿no iba a sentir nadie la tentación de emprender viajes de exploración, de buscar tierras todavía sin descubrir, quizás incluso de intentar una vuelta en barco a todo el planeta?  Cuatrocientos años antes de Eratóstenes, una flota fenicia contratada por el faraón egipcio Necao había circunnavegado África.  Se hicieron a la mar en la orilla del mar Rojo, probablemente en botes frágiles y abiertos, bajaron por la costa orienta¡ de África, subieron luego por el Atlántico, y regresaron finalmente a través del Mediterráneo.  Esta expedición épica les ocupó tres años, casi el mismo tiempo que tarda una moderna nave espacial Voyager en volar de la Tierra a Satumo.

Después del descubrimiento de Eratóstenes, marineros audaces y aventurados intentaron muchos grandes viajes.  Sus naves eran diminutas.  Disponían únicamente de instrumentos rudimentarios de navegación.  Navegaban por estima y seguían siempre que podían la línea costera.  En un océano desconocido podían determinar su latitud, pero no su longitud, observando noche tras noche la posición de las constelaciones con relación al horizonte.  Las constelaciones familiares eran sin duda un elemento tranquilizador en medio de un océano inexplorado.  Las estrellas son las amigas de los exploradores, antes cuando las naves navegaban sobre la Tierra y ahora que las naves espaciales navegan por el cielo.  Después de Eratóstenes es posible que hubiera algunos intentos, pero hasta la época de Magallanes nadie consiguió circunnavegar la Tierra. ¿Qué historias de audacia y de aventura debieron llegar a contarse mientras los marineros y los navegantes, hombres prácticos del mundo, ponían en juego sus vidas dando fe a las matemáticas de un científico de Alejandría?

En la época de Eratóstenes se construyeron globos que representaban a la Tierra vista desde el espacio; eran esencialmente correctos en su descripción del Mediterráneo, una región bien explorada, pero se hacían cada vez más inexactos a medida que se alejaban de casa.  Nuestro actual conocimiento del Cosmos repite este rasgo desagradable pero inevitable.  En el siglo primero, el geógrafo alejandrino Estrabón escribió:

Quienes han regresado de un intento de circunnavegar la Tierra no dicen que se lo haya impedido la presencia de un continente en su camino, porque el mar se mantenía perfectamente abierto, sino más bien la falta de decisión y la escasez de provisiones… Eratóstenes dice que a no ser por el obstáculo que representa la extensión del océano Atlántico, podría llegar fácilmente por mar de Iberia a la India… Es muy posible que en la zona templada haya una o dos tierras habitables… De hecho si [esta otra parte del mundo] está habitada, no lo está por personas como las que existen en nuestras partes, y deberíamos considerarlo como otro mundo habitado.

El hombre empezaba a aventurarse, en el sentido casi exacto de la palabra, por otros mundos.

La exploración subsiguiente de la Tierra fue una empresa mundial, incluyendo viajes de ida y vuelta a China y Polinesia.  La culminación fue sin duda el descubrimiento de América por Cristóbal Colón, y los viajes de los siglos siguientes, que completaron la exploración geográfica de la Tierra.  El primer viaje de Colón está relacionado del modo más directo con los cálculos de Eratóstenes.  Colón estaba fascinado por lo que llamaba la  Empresa de la Indias , un proyecto para llegar al Japón, China y la India, no siguiendo la costa de África y navegando hacia el Oriente, sino lanzándose audazmente dentro del desconocido océano occidental; o bien como Eratóstenes había dicho con asombrosa preciencia:  pasando por mar de Iberia a la India .

Colón había sido un vendedor ambulante de mapas viejos y un lector asiduo de libros escritos por antiguos geógrafos, como Eratóstenes, Estrabón y Tolomeo, o de libros que trataran de ellos.  Pero para que la Empresa de las Indias fuera posible, para que las naves y sus tripulaciones sobrevivieran al largo viaje, la Tierra tenía que ser más pequeña de lo que Eratóstenes había dicho.  Por lo tanto Colón hizo trampa con sus cálculos, como indicó muy correctamente la facultad de la Universidad de Salamanca que los examinó.  Utilizó la menor circunferencia posible de la Tierra y la mayor extensión hacia el este de Asia que pudo encontrar en todos los libros de que disponía, y luego exageró incluso estas cifras.  De no haber estado las Américas en medio del camino, las expediciones de Colón habrían fracasado rotundamente.

(Sagan, C., Cosmos, Madrid, Planeta, 2000, págs. 14 y stes.)

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Eratóstenes de Cirene

El modelo deductivo de ciencia apareció en Grecia cuando ya había escritura y escuelas del saber. Éstas disputaban entre sí de paso que intercambiaban conocimientos, lo que les obligaba a dotar a sus conceptos de una estructuración rigurosa. En esta acepción de ciencia se exige, como es sabido, que el hecho que ha de ser explicado, el explicandum, lo sea mediante una demostración que tenga la forma de una prueba lógica formal, para lo que es preciso que la ciencia consista en un sistema de principios necesarios de los cuales derivar conclusiones igualmente necesarias.

Un caso que se ajusta a este modelo fue la demostración de la longitud del perímetro terrestre por Eratóstenes de Cirene (276-194 a. C.), una demostración transmitida luego por el Medievo hasta el Renacimiento. Entonces la conocieron Toscanelli, los geógrafos portugueses y españoles, Colón, etc.

Eratóstenes, director de la Biblioteca de Alejandría, comprobó que en Siena, la actual Assuán, el Sol no proyecta ninguna sombra cuando se halla directamente sobre la cabeza durante el solsticio de verano; midió a continuación la inclinación de las sombras en Alejandría durante el mismo solsticio, y, habiendo encontrado que dicha inclinación sobre la vertical era de 7,2 grados, dedujo que la distancia de 5.000 estadios (unos 794 kms.) que separaba ambas ciudades cubría esos 7,2 grados de la circunferencia terrestre, concluyendo que ésta debe medir unos 22.800 estadios, equivalentes a 39.700 kms., una cifra muy cercana a los 40.071 kms. que se aceptan hoy.

El explicandum era en este caso el perímetro de la Tierra. Los principios procedían de la geometría, pues había que conocer de antemano las propiedades de los ángulos y de la esfera. La idea de que la Tierra era esférica procedía de varias escuelas griegas anteriores.


Los rayos solares forman un ángulo de 7,2º sobre un obelisco vertical en Alejandría; los mismos rayos no forman ángulo alguno en Siena el mismo día a la misma hora; conociendo la distancia que separa Alejandría de Siena y sabiendo que el ángulo del sector que hay entre ambas es de 7,2º, la conclusión se impone por sí sola.


En la imagen los elementos observacionales, o elementos de juicio, son las sombras simultáneamente proyectadas por dos obeliscos verticales, uno en Siena y otro en Alejandría, aunque Eratóstenes había ideado un artilugio que le garantizara la verticalidad: un pequeño palo sobre el centro de un cuenco semiesférico flotando sobre el agua. La observación, en todo caso, fue provocada por el propio científico.

Debe comprenderse que la demostración de la esfericidad terrestre y el cálculo consecuente de su circunferencia y su radio, no es de ninguna manera una “prueba directa”. Es muy dudoso que tal cosa ocurra alguna vez en una ciencia. Se trata más bien de la conclusión probable de una prueba lógica que, en ausencia de cualquier otro modelo, debe admitirse porque cuadra bien con los elementos de juicio y con los razonamientos geométricos, que se construyen contando con ellos.

(Ver aquí comentarios de Carl Sagan sobre este tema)

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Resurrección del cuerpo

Resucitar es levantarse un cuerpo animal caído y corrompido. Es ser promovido a algo más alto. Con la resurrección de Cristo resucitó en primer lugar para nosotros la esperanza en la inmortalidad. La certeza de la fe es la única que enseña que el hecho de que Cristo viva es una señal clara de que yo seré levantado de la tierra en el último día. Esta esperanza está fijada en los pliegues más íntimos del alma del creyente.

Es un alma que tiene por eso motivos más que sobrados para librarse del miedo a la muerte, debido a que su Salvador murió por ella. Siendo fuente de vida para todas las cosas, murió su vida humana, adquirida por propia voluntad, sin que por ello se secara la fuente de la vida. Su muerte destruyó la nuestra de un modo parecido a como el que sufre castigo por un ser querido libra a éste del castigo.

Así es como el hombre, un animal señalado por la “enfermendad original y el germen innato de la muerte”, un ser fatalmente inadecuado en su naturaleza, la cual, siendo mortal por necesidad, se empeña en no serlo, se sobrepuso a su propia naturaleza y la venció.

Por esto hubo de morir el Dios-Hombre. Si no hubiera sido así habría sido vana nuestra fe y nuestra predicación, como dice la Epístola a los corintios. “¿Qué utilidad habría en mi sangre, agrega el salmo 29,10, esto es, en el derramamiento de mi sangre, mientras desciendo, como por unos escalones de calamidades a la corrupción?”, como si se quisiera decir que no hay ninguna.

Las celebraciones de la próxima semana tienen el alto valor pedagógico de servir a los fieles como señal de que los padecimientos, muerte y resurrección de Cristo son la garantía de la resurrección integral de los hombres. Él mismo resucitó en su carne y en su sangre, pues pidió a quienes pensaron que era un espíritu cuando se les apareció que lo tocaran para comprobar que su cuerpo no era fantástico, sino real: “palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.

Un hombre no es hombre verdadero si es solo espíritu. Un ser tal no existe. Por eso su resurreción tiene que ser corporal o no es resurrección del hombre, sino de un espectro inexistente.

(Leído en La piquera, de Cope-Jerez el 28/03/2012)

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La filosofía como esclava de la teología

4. La primera solución del problema (relación del pensamiento con la realidad) ofrecida por la Edad Media fue la que se conoce como «realismo exagerado». El que ésa fuera cronológicamente la primera solución resulta manifiesto por el hecho de que los que se oponían a dicha opinión fueron conocidos durante algún tiempo como los moderni, mientras que Abelardo, por ejemplo, se refiere a aquélla como la antigua doctrina. Según la opinión antigua, nuestros conceptos genéricos y específicos corresponden a una realidad que existe extramentalmente en objetos propios, una realidad subsistente en la que participan los individuos. Así, el concepto «hombre» o «humanidad» refleja una realidad, la humanidad o substancia de la naturaleza humana, que existe extramentalmente del mismo-modo a como es pensada, es decir, como una substancia unitaria en la que participan todos los hombres. Si para Platón el concepto «hombre» refleja el ideal de naturaleza humana que subsiste aparte y «fuera» de los hombres individuales, un ideal que los hombres individuales encarnan o «imitan» en mayor o menor medida, el realista medieval creía que el concepto refleja una substancia unitaria que existe extramentalmente, en la que participan los hombres, o de la que éstos son modificaciones accidentales. Semejante opinión es, desde luego, extremadamente ingenua, e indica una muy mala comprensión del modo en que Boecio trataba el problema, puesto que supone que, a menos que el objeto reflejado por el concepto exista extramentalmente de una manera exacta a como existe en la mente, el concepto es puramente subjetivo. En otras palabras, supone que el único camino para salvar la objetividad de nuestro conocimiento consiste en mantener una correspondencia exacta e ingenua entre el pensamiento y las cosas.

El realismo se encuentra ya implícito en las enseñanzas de, por ejemplo, Fredegisio, que sucedió a Alcuino como abad de San Martín de Tours; éste mantenía que todo nombre o término supone una realidad positiva correspondiente (por ejemplo, la oscuridad, o la nada). También está implícito en la doctrina de Juan Escoto Eriúgena. Encontramos una formulación de la doctrina en los escritos de Remigio de Auxerre (841-908, aproximadamente), el cual sostiene que la especie es una partitio substantialis del género, y que la especie hombre, por ejemplo, es la unidad substancial de muchos individuos (Homo est multorum hominum substantialis unitas). Una formulación así, si se entiende en el sentido de que la pluralidad de hombres individuales tiene una substancia común que es numéricamente una, tiene como consecuencia natural la conclusión de que los hombres individuales sólo difieren accidentalmente unos de otros, y Odón de Tournai (muerto en 1113), de la escuela catedral de Tournai (a quien también se llama Odón de Cambrai, porque llegó a ser obispo de esa ciudad) no dudó en extraer esa conclusión, y mantuvo que cuando un niño llega al ser, Dios produce una nueva propiedad de una substancia ya existente, pero no una nueva substancia. Lógicamente, ese ultrarrealismo debía tener por resultado un completo monismo. Por ejemplo, tenemos los conceptos de substancia y de ser, y, según los principios del ultrarrealismo, debe seguirse que todos los objetos a los que aplicamos el término «substancia» son modificaciones de una substancia, y que todos los seres son modificaciones de un solo ser. Es probable que esa actitud pesase en Juan Escoto Eriúgena, en la medida en que puede llamarse a éste, con justicia, monista.

Como han indicado el profesor Gilson y otros, los que mantuvieron el ultrarrealismo en la más antigua filosofía medieval filosofaban como lógicos, en el sentido de que suponían que los órdenes lógico y real son exactamente paralelos, y que por ser el mismo el significado de, por ejemplo, «hombre» en los enunciados «Platón es un hombre» y «Aristóteles es un hombre», hay una identidad substancial en el orden real entre Platón y Aristóteles. Pero yo creo que sería un error suponer que los ultrarrealistas fueran exclusivamente influidos por consideraciones lógicas; fueron influidos también por consideraciones teológicas. Eso está claro en el caso de Odón de Tournai, el cual utilizó el ultrarrealismo para explicar la transmisión del pecado original. Si se entiende el pecado original como una infección positiva del alma humana, se enfrenta uno con un dilema: o hay que decir que Dios crea a partir de la nada una nueva substancia humana cada vez que un niño empieza a ser, con la consecuencia de que Dios es responsable de la infección, o hay que negar que Dios cree el alma individual. Lo que mantenía Odón de Tournai era una forma de traducianismo, a saber, que la naturaleza humana o substancia de Adán, infectada por el pecado original, es transmitida con la generación, y que lo que Dios crea es simplemente una nueva propiedad de una substancia ya existente.

No es siempre fácil calibrar la significación precisa que debe asignarse a las palabras de los más antiguos medievales, porque no siempre podemos decir con certeza si un escritor advirtió plenamente las implicaciones de sus palabras, o si estaba dando un golpe de controversia, tal vez como un argumentum ad hominem, sin pretender conscientemente que su fórmula fuera entendida según su significado literal. Así, cuando Roscelin dijo que las tres Personas de la Santísima Trinidad podrían ser justamente llamadas tres dioses, si el uso lo permitiera, sobre la base de que todo ser existente es un individuo, san Anselmo (1033-1109) preguntó cómo el que no entiende que una multitud de hombres son específicamente un hombre, puede entender que varias Personas, cada una de las cuales es perfectamente Dios, son un solo Dios2. Fundándose en esas palabras, algunos han llamado a san Anselmo ultrarrealista, o realista exagerado, y, en verdad, la interpretación natural de dichas palabras, a la luz del dogma teológico en referencia de cual se ponen, es la de que, lo mismo que hay solamente una substancia o naturaleza en la Divinidad, así no hay más que una substancia o naturaleza (es decir, numéricamente una) en todos los hombres. Sin embargo, podría ser que san Anselmo argumentase ad hominem en esa cuestión, y que su pregunta equivaliese a la de cómo un hombre que no reconoce la unidad específica de los hombres (en el supuesto, acertado o equivocado, de que Roscelin negase toda realidad al universal) podía captar la unión mucho más grande de las Personas divinas en su Naturaleza, una Naturaleza que es numéricamente una. Puede ser que san Anselmo fuera ultrarrealista, pero la segunda interpretación de su pregunta puede apoyarse en el hecho de que él evidentemente entendió que Roscelin sostenía que los universales no tienen realidad alguna, sino que son meros flatus vocis, y en el hecho de que, en el Dialogus de Grammatico, distingue entre substancias primeras y segundas, y menciona nominalmente a Aristóteles.

5. Si el principio implícito del ultrarrealismo era la correspondencia exacta entre el pensamiento y la realidad extramental, el principio de los adversarios del ultrarrealismo era que solamente existen los individuos. Así, Heurico de Auxerre (841-876) observaba que si alguien trata de sostener que «blanco» y «negro» existen absolutamente y sin una substancia a la que adhieran, no podrá indicar ninguna realidad correspondiente, sino que habrá de referirse a un hombre blanco o a un caballo negro. Los nombres generales no tienen objetos generales o universales que les correspondan; sus únicos objetos son individuos. ¿Cómo surgen, entonces, los conceptos universales, y cuál es su función y su relación a la realidad? Ni el entendimiento ni la memoria pueden captar todos los individuos, y de ese modo la mente reúne (coarctat) la multitud de los individuos y forma la idea de la especie, por ejemplo, hombre, caballo, león. Pero las especies de animales y plantas son a su vez demasiadas para ser juntamente comprendidas por la mente, y ésta reúne entonces las especies para formar el género. Hay, sin embargo, muchos géneros, y la mente da un paso más en el proceso de coarctatio, formando el concepto, aún más amplio y extenso, de usía (ο ὐσία ). Ahora bien, a primera vista eso parece ser una posición nominalista, y recordar la teoría de las notas taquigráficas de John Stuart Mill; pero, a falta de pruebas más completas, sería temerario afirmar, que fuese realmente ésa la opinión conscientemente mantenida por Heurico. Probablemente éste sólo pretendió afirmar, de una manera enfática, que únicamente los individuos existen, es decir, negar el ultrarrealismo, y al mismo tiempo prestar atención a la explicación psicológica de nuestros conceptos universales. No tenemos pruebas suficientes que garanticen la afirmación de que él negase cualquier fundamento real para los conceptos universales.

Una similar dificultad de interpretación se presenta a propósito de las enseñanzas de Roscelin (1050-1120, aproximadamente), el cual, después de estudiar en Soissons y Reims, enseñó en Compiégne, lugar de su nacimiento, y en Loches, Besançon y Tours. Sus escritos se han perdido, a excepción de una carta a Abelardo, y hemos de confiar en el testimonio de otros escritores, como san Anselmo, Abelardo y Juan de Salisbury. Esos escritores ponen, en verdad, completamente en claro que Roscelin se opuso al ultrarrealismo, y que mantuvo que solamente los individuos existen, pero su enseñanza positiva no está muy clara. Según san Anselmo4, Roscelin mantenía que el universal es una mera palabra (flatus vocis), y, en consecuencia, san Anselmo le cuenta entre los contemporáneos heréticos en dialéctica. Anselmo procede a observar que esos hombres piensan que el color no es sino cuerpo, y la sabiduría de los hombres no es sino el alma de éstos, y encuentra el principal fallo de los «herejes dialécticos» en el hecho de que su razón está tan limitada por su imaginación que no pueden liberarse de las imágenes y contemplar objetos abstractos y puramente inteligibles5. Ahora bien, es incuestionable que Roscelin dijo que los universales son palabras, palabras generales, puesto que el testimonio de san Anselmo es en ese punto perfectamente claro; pero es difícil calibrar con precisión lo que realmente entendía al decir eso. Si interpretamos a san Anselmo como un, más o menos, aristotélico, es decir, como no ultrarrealista, tendremos que decir que él entendió que la enseñanza de Roscelin suponía la negación de toda clase de objetividad del universal; mientras que si interpretamos a san Anselmo como un ultrarrealista, podemos suponer que Roscelin negaba meramente, en un estilo enfático, el ultrarrealismo. Desde luego, es innegable que, tomado literalmente, el enunciado de que el universal es un mero flatus vocis es una negación no sólo del ultrarrealismo y del realismo moderado, sino incluso del conceptualismo y de la presencia de conceptos universales en la mente; pero no tenemos suficientes pruebas para decir lo que Roscelin defendía a propósito del concepto como tal, si es que se ocupó de algún modo de esa cuestión. Podría ser que, en su decisión de negar el ultrarrealismo, la subsistencia formal de los universales, opusiese simplemente el universale in voce al universal subsistente, significando que solamente los individuos existen, y que el universal, como tal, no existe extramentalmente, pero sin significar nada acerca del universale in mente, que podía haber dado por supuesto, o en el que, sencillamente, pudo no haber pensado. Así, está claro por algunas observaciones de Abelardo en su carta sobre Roscelin al obispo de París6, y en su De divisione et definitione, que, según Roscelin, una parte es una mera palabra, en el sentido de que cuando decimos que una substancia completa consta de partes, la idea de un todo que consta de partes es una «mera palabra», puesto que la realidad objetiva es una pluralidad de cosas individuales o substancias; pero sería temerario concluir de ahí que Roscelin, si fuese convocado para definir su posición, estuviese dispuesto a mantener que no tenemos idea alguna de un todo que consta de partes. ¿No puede haber querido decir simplemente que nuestra idea de un todo que consta de partes es meramente subjetiva, y que la única realidad objetiva es una multiplicidad de substancias individuales? (De un modo semejante, parece haber negado la unidad lógica del silogismo, y haberlo disuelto en proposiciones separadas.) Según Abelardo, la aserción de Roscelin de que las ideas de todo y parte son meras palabras, corre parejas con su aserción de que las especies son meras palabras; y si puede sostenerse la interpretación anterior a propósito de la relación todo-parte, podemos aplicarla también a su doctrina de los géneros y las especies, y decir que su identificación de éstos con palabras es una afirmación de su subjetividad más bien que una negación de que haya ideas generales.

No tenemos, desde luego, ninguna razón especial importante para interpretar a Roscelin. Es, sin duda, posible que fuese un nominalista en un sentido completo e ingenuo del término, y, ciertamente, no estoy dispuesto a decir que no fuese un nominalista puro y simple. Juan de Salisbury parece haberle entendido en ese sentido, porque dice que «algunos tienen la idea de que las palabras mismas son los géneros y las especies, aunque esa opinión fue rechazada hace mucho tiempo, y ha desaparecido con su autor»7, una observación que debe referirse a Roscelin, puesto que el mismo Juan de Salisbury dice en su Metalogicus8 que la opinión que identifica las especies y los géneros con palabras desapareció prácticamente con Roscelin. Pero aunque Roscelin puede haber sido un nominalista puro, y aunque los fragmentarios testimonios relativos a sus enseñanzas, tomados literalmente, apoyan ciertamente esa interpretación, no parece, sin embargo, posible afirmar sin duda ni siquiera que tuvo en cuenta la cuestión de si tenemos o no ideas de géneros y especies, y menos aún que lo negase, aun cuando sus palabras lo sugieran así. Todo lo que tenemos derecho a decir con certidumbre es que, nominalista o conceptualista, Roscelin fue un antirrealista declarado.

6. Hemos indicado antes, que Roscelin propuso una forma de «triteísmo» que provocó la hostilidad de san Anselmo y que hizo que fuese condenado y tuviese que retractarse de su teoría en el concilio de Soissons, en 1092. Ese tipo de incursiones en el campo de la teología por parte de los dialécticos explica en gran medida la hostilidad manifestada hacia ellos por hombres como san Pedro Damián. Los dialécticos peripatéticos o sofistas, seglares que procedían de Italia y viajaban de un centro de estudios a otro, hombres como Anselmo el Peripatético de Parma, que intentaban ridiculizar el principio de no contradicción, pusieron naturalmente la dialéctica a una luz bastante pobre mediante su sofistería y juegos de manos verbales; pero mientras se limitaron a disputas verbales fueron probablemente poco más que impertinentes; fue cuando aplicaron su dialéctica a la teología, y cayeron en la herejía, cuando provocaron la enemistad de los teólogos. Así, Berengario de Tours (1000-1088, aproximadamente), al mantener que los accidentes no pueden subsistir sin la substancia que les sirve de apoyo, negó la doctrina de la transubstanciación. Berengario era un monje, y no un peripateticus, pero su espíritu de falta de respeto a la autoridad parece haber sido característico de un grupo de dialécticos del siglo 11, y fue principalmente ese tipo de actitud lo que llevó a san Pedro Damián a llamar a la dialéctica una superfluidad, o a Otloh de St. Emmeran (1010-1070, aprox.) a decir que ciertos dialécticos ponen más fe en Boecio que en las Escrituras.

San Pedro Damián (1007-1072) sentía pocas simpatías por las artes liberales (son inútiles, decía) o por la dialéctica, puesto que tales artes no se interesan por Dios o por la salvación del alma, aunque, como teólogo y escritor, el santo tuvo a su vez que hacer uso de la dialéctica. Estaba, sin embargo, convencido de que la dialéctica es una ocupación muy inferior, y que su utilización en teología es puramente subsidiaria y subordinada, no meramente porque los dogmas son verdades reveladas, sino también en el sentido de que, incluso los principios últimos de la razón, pueden no tener aplicación en teología. Por ejemplo, Dios, según san Pedro Damián, no es solamente árbitro de los valores morales y de la ley moral (san Pedro Damián habría visto con simpatía las reflexiones de Kierkegaard sobre el sacrificio de Abraham), sino que también podría lograr que un acontecimiento histórico se convirtiese en no-hecho, que dejase de haber ocurrido, y si eso parece ir en contra del principio de no contradicción, entonces tanto peor para el principio de no-contradicción: lo único que eso prueba es la inferioridad de la lógica en comparación con la teología. En pocas palabras, el puesto que corresponde a la dialéctica es el de una criada, velut ancilla dominae.

La idea de la «esclava» fue empleada también por Gerardo de Czanad (muerto en 1046), un veneciano que llegó a ser obispo de Czanad, en Hungría. Gerardo subrayó la superioridad de la sabiduría de los apóstoles sobre la de Aristóteles y Platón, y declaró que la dialéctica debe ser ancilla theologiae. Se supone muchas veces que ése

es el punto de vista tomista sobre el dominio de la filosofía, pero, dada la delimitación tomista de los distintos dominios de teología y filosofía, la idea de la «esclava» no ajusta en la doctrina sobre la naturaleza de la filosofía profesada por santo Tomás.

Tal idea fue más bien, como observa M. de Wulf, la propia de un «limitado grupo de teólogos», hombres que hacían poco aprecio de la ciencia de moda. Sin embargo, tampoco ellos pudieron por menos de valerse de la dialéctica, y el arzobispo Lanfranc (que nació hacia el año 1010 y murió en 1089, siendo arzobispo de Canterbury) hablaba con la voz del sentido común cuando decía que lo que debía condenarse no era la dialéctica, sino los abusos de la misma. 

(Copleston, F., Historia de la Filosofía. Vol II, De San Agustín a Escoto, trad. de J. C. G. Borrón, dirección y revisión de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1978, 3ª ed., páginas 118-123)

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Esclava de la teología

Decir que la filosofía debe ser esclava de la teología es decir que el raciocinio debe estar supeditado a las verdades de la fe, pero no se entiende cómo podría suceder una cosa así. No obstante, ese apotegma no ha sido nunca una doctrina extendida y aceptada por los teólogos mismos.

El aforismo apareció por primera vez en el siglo XI cuando Roscelino, llevado por su doctrina de que los universales no tienen realidad alguna, sino que son meros soplos (flatus vocis), pareció a algunos que caía en el error triteísta porque habría afirmado que las tres Personas de la Santísima Trinidad son en realidad tres dioses, debido a que todo ser existente o bien es un individuo o bien es nada.

El aquel tiempo el cetro de la filosofía estaba en manos de los que a sí mismos se llamaban dialécticos, unos filósofos cuya razón, según decía san Anselmo, se halla tan embargada por la imaginación que no son capaces de contemplar seres inteligibles.

Uno de aquellos “herejes dialécticos”, era Roscelino, que decía, por ejemplo, que la idea de que un todo consta de partes no tiene sentido, porque la realidad se compone solo de cosas individuales. Lo cual no es en verdad algo indefendible si lo que quería decir es que la idea del todo es un concepto que se halla en la mente y que en la realidad solo hay seres particulares. Pero no es fácil dilucidarlo, pues las doctrinas de Roscelino se conocen hoy por referencias de otros autores.

Lo que sí se sabe es que aquellos sofistas, o dialécticos peripatéticos, viajaban de un centro de estudios a otro alardeando de juegos florales silogísticos y faltando a la autoridad en cuanto se les presentaba la ocasión. Más de uno se burló incluso del principio de contradicción. Sus alardes no habrían pasado de ser molestos y desde luego habrían sido inofensivos si se hubieran limitado a la dialéctica y no hubieran hecho alguna que otra incursión en el terreno de la teología.

Entre ellos se contaban Anselmo el Peripatético de Parma y Berangario de Tours. Este último mantuvo que los accidentes no pueden darse sin la sustancia y que por ello la transustanciación que se opera en la Santa Misa no puede tener lugar.

San Pedro Damián, molesto por estas transgresiones, declaró, no sin razón, que la dialéctica era un entretenimiento vano de gente ociosa y superficial, un saber superfluo. Otloh de St. Emmeran se quejó también de que algunos creían más en Boecio que en la Biblia.

Pedro Damián, aunque en sus escritos y sermones tenía que hacer uso de la dialéctica, veía que ésta estaba más pendiente de las cosas mundanas que de la salvación del alma. Por eso sentía que su utilidad tiene que ser subsidiaria, no solo porque la fuerza de los dogmas procede de una fuente superior, sino porque los mismos principios supremos de la razón tienen muy escaso valor y pueden carecer de toda utilidad en teología.

Eso le llevó a caer en contradicción, como al decir que Dios puede hacer que un hecho del pasado no haya sucedido. Incluso pensó que si una verdad de fe es contraria al principio de contradicción, tanto peor para ese principio. La razón, la filosofía, concluyó, tienen que ser velut ancilla dominae (como una esclava para su señora)

La idea fue también utilizada por Gerardo de Czanad, en Hungría, donde fue obispo. Gerardo puso la sabiduría de los apóstoles sobre la de los filósofos y dio lugar a la forma definitiva del tópico al declarar que la segunda tiene que ser ancilla theologiae (esclava de la teología)

Pero la idea no pasó de ser una convicción de un muy reducido grupo de teólogos, de individuos que apreciaban en poco el saber humano, pese a lo cual tenían que valerse de la dialéctica. Y, pese a todo cuanto se ha dicho, no es compatible con el sistema filosófico de Santo Tomás.

En realidad, la síntesis tomista, así como otras grandes filosofías de los siglos siguientes, fueron herederas de las actividades de los dialécticos del XI y no de las tendencias místicas de hombres como san Pedro Damián y Gerardo de Czanard.

(V. Copleston, F., Historia de la filosofía, 2. De san Agustín a Escoto, páginas 118-123)

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