Las clases medias

Para pensar en el Estado mejor no debe pensarse en el Estado ideal, ni en el Estado justo, el igualitario, el feliz, el perfecto, etc. No se debe tampoco esperar que existan esos buenos gobernantes adornados de virtudes que de ordinario están lejos de las que tiene el común de los mortales. Esos ensueños han sido fuente de graves disturbios y desgracias cuando se han querido poner en práctica.

El mejor Estado es aquel que se ajusta a la vida que a la mayoría de los ciudadanos es dado vivir, una vida que no sobrepase los dones de la naturaleza, no aspire a construirse sobre el aprovechamiento ajeno y procure no depender de nadie, excepto de uno mismo. Una vida sabia puesta al alcance de casi todos por las potencias de este mundo.

Una vida así no es la propia de tantos ricos como se han alzado con su riqueza a costa de los demás o de las arcas pública, lo que viene a ser lo mismo. Tampoco de tantos pobres que solo saben esperar su ventura de las migajas que los primeros dejen caer de su mesa. De tantos pobres como hay para los cuales existe el derecho de mantenerse en su estado alcanzando solo a adquirir un estipendio miserable a cambio de su sumisión. Unos y otros viven degradados, los unos haciendo gala de su posición ventajosa, no lograda por su esfuerzo, sino por la incrustación de sus personas en la hacienda pública, los otros sirviendo a éstos y teniéndolos por guía y modelo.

Si no existen más clases que éstas el Estado está perdido. Será una oligarquía, una demagogia o ambas cosas a la vez, pero no una comunidad de hombres libres. La mejor de las clases para sustentarlo es la clase media, siempre que esté compuesta de propietarios que deban a sí mismos su fortuna y posición y no estén obligados con nadie, porque esa clase de obligación es humillante. Serán, pues, individuos poseídos de un orgullo por su persona que no merece más que elogio. Ellos saben ajustarse a los preceptos de la razón para vivir de manera conveniente, a las obligaciones que contraen con otros iguales a ellos mismos en sus transacciones, a sus deberes y promesas. Todo ello está muy lejos de quien es demasiado débil y tiene que vivir sumiso y de quien goza de grandes ventajas sociales, económicas y políticas por su nacimiento o su adscripción a una fuerza política dominante. Éste siente demasiado orgullo, aquél demasiada humillación, dos vicios que obstaculizan el cumplimiento de los deberes del ciudadano.

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Minoría y mayoría

Un gobierno bien ordenado no es una democracia ni una tiranía. La primera porque tiende con facilidad a convertirse en la segunda por la acción de los demagogos y la segunda porque apenas puede subsistir cuando perece el tirano. Dicho sea esto teniendo en cuenta que los gobiernos parlamentarios son democráticos solo de nombre. Esto no es una corrupción que padecieran, pues por muy poco avisado que se sea se comprenderá que el pueblo no puede gobernar en ningún caso. Él sería el gobernante y el súbdito y no habría diferencia alguna entre los ciudadanos desde el punto de vista del poder. Pero esto no es posible cuando la población excede de ciertos límites. Es muy dudoso que una democracia de todos gobernando a todos haya existido jamás. La de Atenas, que se pone a veces como modelo, no cumplió este requisito, pues la mayoría estaba compuesta por esclavos, mujeres, jóvenes y metecos que no tenían derechos políticos.

Luego un régimen bien ordenado no puede ser más que una combinación y equilibrio de fuerzas oligárquicas y democráticas, entendiendo por las primeras la tendencia de los más a asimilarse a los menos y la segunda la de los menos por permanecer distintos de los más. Los que esgrimen derechos que proceden de ambas fuerza tienen razón unas veces y otras no.

Los menos están por lo general mejor educados y son más capaces que los más. Se da a veces el caso de que, dando la misma educación a todos, todo se inclina hacia abajo y pocos son los que asoman por encima de la superficie, de manera que es muy dudoso que las proclamas liberales del siglo XIX a favor de una educación que igualara a todos en el punto de partida hayan tenido éxito. Más bien parece lo contrario y que la mayoría no aspira a la excelencia. ¿Por qué entonces hay que seguir en ello?

Los más no se quejan con justicia por ser inferiores cuando, pudiendo hacerlo, no han aprovechado la ocasión de salir de su estado. En él están por propia voluntad.

Pero eso no da derecho a los menos a abusar de su superioridad. Podrán reclamar para sí el gobierno, pero no podrán dirigirlo hacia su interés, so pena de tender a la oligarquía y con ello a la inestabilidad.

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España: el todo y las partes

Un individuo nacido en Reus el año 1850, de nombre Joaquín Bartrina, dijo lo siguiente:

Oyendo hablar a un hombre, fácil es
Acertar dónde vio la luz del Sol:
Si os alaba a Inglaterra, será inglés;
Si os habla mal de Prusia, es un francés,
Y si habla mal de España, es español.

Son versos que expresan la inclinación de muchos españoles a escarnecer su nación y su historia y a poner en solfa un día sí y otro también su unidad y su existencia. Parecería que se han tragado toda entera la leyenda negra y la están regurgitando, como los bueyes. Los alemanes, franceses, chinos, rusos y americanos tendrían muchos más motivos que los españoles para comportarse de ese modo, pero se cuidan mucho de hacerlo.

En España, por el contrario, es corriente sentir vergüenza. Se celebran las regiones, cuya estructura política actual deriva exclusivamente de la Constitución Española de 1978 –una de las muchas constituciones que ha tenido España- y no de una historia regional inexistente si se la separa del conjunto. En los institutos de bachillerato, por virtud de una leyes de enseñanza destinadas a falsear la realidad o a encubrirla, se enseña a los jóvenes la idea que España es un agregado de partes, cuando es justamente al revés. Las partes existen aquí después del todo y sin él no serían lo que son.

Hasta en el lenguaje corriente se pretende disfrazar este hecho. Se da al todo el nombre de Estado, un nombre que propuso el mes de octubre de 1936 el general Franco, no con el fin de evitar el de España, sino el de República y el de Reino.

Sucesores semánticos suyos son quienes ahora sí procuran evitar el de España y procuran convencer a otros de que lo que en realidad existe son diecisiete partes firmantes de un contrato constitucional que habría originado el Estado Español, como si éste hubiera empezado a existir después de 1978 y como si la Constitución de aquel año no fuera más que una serie de normas que habrán acertado mejor o peor a reflejar la tradición nacional más antigua de Europa.

El patriotismo se restringe según ellos a las supuestas naciones firmantes. Al patriotismo español le reserva la izquierda socialdemócrata el pedante título habermasiano de patriotismo constitucional.

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Dos fuerzas políticas

En la mente de muchos debe perdurar la idea del sistema aristocrático como sistema que pone por encima de todo la virtud de los ciudadanos superiores, porque se sigue exigiendo a los poderosos que sean sabios, honrados, eminentes, capaces y diestros en el ejercicio del poder y porque ellos mismos hacen gala de esos dones. Se espera entonces que un régimen de democracia parlamentaria sea en realidad una aristocracia, un gobierno de los mejores y a la vez que éstos procedan del pueblo llano, lo que no es posible.

Si unos y otros justifican la situación de esta manera es porque no quieren reconocer que la realidad política actual no es otra cosa que el dominio de varias oligarquías de partido. El que pretenda entender las cosas como son no pondrá su esperanza en estas falsas ideas, sino que irá a las cosas mismas.

No debe esperarse un buen gobierno de estos o aquellos hombres, sino de las buenas leyes. Y aun esto no basta, pues podría haber leyes buenas y no serlo el gobierno. Es necesario además que sean obedecidas. Así pues, no basta ni la obediencia, porque se podría estar obedeciendo leyes estúpidas, ni las leyes buenas, porque podrían no estarse obedeciendo.

Dejando de lado el gobierno de los mejores como una ensoñación que a nada conduce, es preciso fijarse en cómo pueden hacerse buenas leyes y si el cuerpo político está dispuesto a obedecerlas. Por eso importa mucho comprobar que en todas partes se admite la supremacía del mayor número, por lo que la decisión tomada por la mayoría de los que componen el cuerpo político tiene siempre fuerza de ley.

La mayoría no puede estar compuesta más que por aquellos que, por un lado, defienden los derechos de los que tienen propiedades o disfrutan de un status social que les permite adquirirlas, y, por el otro, los que defienden los de aquellos otros que carecen de ellas, bien por su propia culpa o bien por circunstancias sobrevenidas. Estas son las fuerzas que debe tener en cuenta el observador de lo político.

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El gobierno estable

Una tiranía no es en rigor un gobierno, pues es inestable y lo propio del Estado es lo contrario. Esto es lo que siempre se ha pensado, pero en nuestro tiempo existen tiranías que parecen perdurar, como China. Ello es debido tal vez a que han logrado constituir una especie de Senado capaz de renovarse. No es el caso de Cuba ni Corea, cuyos regímenes deberían quebrar en una o dos generaciones. Pero hay otros muchos países tiránicos, no obstante, cuya existencia parece contradecir este principio general que dejó sentado Aristóteles para las tiranías.

Hay que descontar por ahora estos gobiernos, si es que lo son en verdad, cosa que habría que estudiar con más detenimiento. También hay que dejar de lado por ahora las tendencias a la tiranía que se dan en gobiernos no tiránicos, como el ponerse al lado del vulgo y excitar sus iras contra el orden de la pólis, cosa que se ve en nuestros días con frecuencia.

Lo que resta ahora es decir qué es un gobierno con constitución, o gobierno constituido de manera durable.

Éste es un gobierno que se inclina a la democracia, pero no lo es. En verdad no lo es ninguno, porque el pueblo no puede gobernar en ningún lado cuando es demasiado grande. La democracia solo puede darse en pequeñas poblaciones. Si recibe ese nombre el régimen político que se da en grandes solo puede recibirlo por analogía. El que derrama una botella de buen vino en el río puede luego decir que allí hay vino y dirá verdad, pero no se le podrá creer. Así es con el que dice que hay democracia en un pueblo de cuarenta millones. Será cierto que hay algunas moléculas de ella difuminadas en la multitud. Pero el río sigue llevan agua.

Hay quien piensa que un régimen bien constituido se ha de aproximar entonces a la aristocracia, que es el gobierno de los mejores, pero también es falso. Es verdad que los ricos son más ilustrados y tienen más virtudes que el pueblo bajo, pero también que muchas veces esos dones proceden de la compra fraudulenta y que es así como obtienen una alta consideración. Dado que el sistema aristocrático es aquel en que los ciudadanos sobresalientes poseen el poder, se ha podido creer que las oligarquías están compuestas de gentes nobles y virtuosas. Lo más normal es entonces que se aproximen a esta clase de gobierno oligárquico.

Luego un gobierno bien constituido tiene que estar entre la oligarquía y la democracia.

Para situar mejor aún nuestro objeto y ajustarlo cuanto sea posible a la realidad de las cosas, no debe olvidarse que nuestros gobiernos parlamentarios son en realidad oligárquicos y que, cuando se aproximan demasiado a la multitud se están acercando a la tiranía. Es entonces cuando se justifican con cosas fantasmales, como la voluntad general y otras parecidas. Pero estas cosas no pueden existir. En efecto, una vez abstraídas las voluntades particulares, ¿habrá que admitir que todavía queda la voluntad general? Sería como decir que cuando se ha quitado uno el zapato izquierdo y también el derecho todavía queda el par de zapatos.

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Democracia fundamentalista

Lo mismo que existe un fundamentalismo islámico y otro cristiano, existe también un fundamentalismo democrático y no es menos peligroso que los otros. Para no referirme a ninguno de los muchos secuaces de esta fe política recordaré a Rousseau, su más conocido fundador.

Es opinión de este filósofo que el punto de partida y la meta de lo político es la libertad individual. Un Estado donde no haya nadie que no sea libre es un tipo de asociación en que cada uno se une a los demás por un acuerdo libre y luego se obedece a sí mismo al obedecer la voluntad general, quedando tan libre como antes del pacto. El pacto se toma por unanimidad. En todo lo que venga después la mayoría puede obligar a la minoría.

En la idea del derecho natural cristiano cada individuo es portador de un alma inmortal creada directamente por Dios, redimida por Cristo y destinada a la eternidad. Un individuo así está por encima de toda construcción política. El Estado es limitado y al individuo no se le debe limitar.

En la idea de Rousseau, por el contrario, cada uno de nosotros pone su persona y sus bienes –la propiedad no es natural, según él- en común bajo el dominio de la voluntad general, de la cual ha pasado a ser un miembro inseparable. Esa voluntad es un todo ilimitado y cada hombre algo finito dentro de ella, con lo que el derecho al mando del todo sobre las partes es absoluto, como absoluto es el dominio de uno mismo sobre sus miembros.

La voluntad general es además buena en sí. Lo mismo que lo bueno es lo querido por Dios y lo querido por Dios es bueno, así también la voluntad general es lo que debe ser por el mero hecho de existir y nunca puede cometer error: veinte millones de franceses no pueden equivocarse. La voluntad de los individuos yerra y es mala cuando se sale de ella. Ellos no pueden tener derechos inalienables.

La división del poder estatal –“Montesquieu ha muerto”, dijo el sabio sevillano- para que su peso no aplaste a los ciudadanos tiene sentido si a éstos se les concede un valor moral por el mero hecho de ser sujetos humanos y carece de él si el fantasma de la voluntad general se presenta como la única persona política existente. Y así el fundamentalismo democrático resulta ser una tiranía.

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Sobre la existencia de Dios

Cuestión 2. Sobre la existencia de Dios

Así, pues, como quiera que el objetivo principal de esta doctrina sagrada es llevar al conocimiento de Dios, y no sólo como ser, sino también como principio y fin de las cosas, especialmente de las criaturas racionales según ha quedado demostrado (q.1 a.7), en nuestro intento de exponer dicha doctrina trataremos lo siguiente: primero, de Dios; segundo, de la marcha del hombre hacia Dios; tercero, de Cristo, el cual, como hombre, es el camino en nuestra marcha hacia Dios.

La reflexión sobre Dios abarcará tres partes. En la primera trataremos lo que es propio de la esencia divina; en la segunda, lo que pertenece a la distinción de personas; en la tercera, lo que se refiere a las criaturas en cuanto que proceden de El.

Con respecto a la esencia divina, sin duda habrá que tratar lo siguiente: primero, la existencia de Dios; segundo, cómo es, o mejor, cómo no es; tercero, de su obrar, o sea, su ciencia, su voluntad, su poder.

Lo primero plantea y exige respuesta a tres problemas:

1. ¿Es o no es evidente Dios por sí mismo?

2. ¿Es o no es demostrable?

3. ¿Existe o no existe Dios?

 

Artículo 1

Dios, ¿es o no es evidente por sí mismo?

Objeciones por las que parece que Dios es evidente por sí mismo:

1. Se dice que son evidentes por sí mismas aquellas cosas cuyo conocimiento nos es connatural, por ejemplo, los primeros principios. Pero, como dice el Damasceno al inicio de su libro,el conocimiento de que Dios existe está impreso en todos por naturaleza. Por lo tanto, Dios es evidente por sí mismo.

2. Se dice que son evidentes por sí mismas aquellas cosas que, al decir su nombre, inmediatamente son identificadas. Esto, el Filosofo en I Poster. lo atribuye a los primeros principios de demostración. Por ejemplo, una vez sabido lo que es todo y lo que es parte, inmediatamente se sabe que el todo es mayor que su parte. Por eso, una vez comprendido lo que significa este nombre,Dios, inmediatamente se concluye que Dios existe. Si con este nombre se da a entender lo más inmenso que se puede comprender, más inmenso es lo que se da en la realidad y en el entendimiento que lo que se da sólo en el entendimiento. Como quiera que comprendido lo que significa este nombre, Dios, inmediatamente está en el entendimiento, habrá que concluir que también está en la realidad. Por lo tanto, Dios es evidente por sí mismo.

3. Que existe la verdad es evidente por sí mismo, puesto que quien niega que la verdad existe está diciendo que la verdad existe; pues si la verdad no existe, es verdadero que la verdad no existe. Pero para que algo sea verdadero, es necesario que exista la verdad. Dios es la misma verdad. Jn 14,6: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Por lo tanto, que Dios existe es evidente por sí mismo.

Contra esto: nadie puede pensar lo contrario de lo que es evidente por sí mismo, tal como consta en el Filósofo, IV Metaphys. y I Poster. cuando trata los primeros principios de la demostración. Sin embargo, pensar lo contrario de que Dios existe, sí puede hacerse, según aquello del Sal 52,1: Dice el necio en su interior: Dios no existe. Por lo tanto, que Dios existe no es evidente por sí mismo.

Respondo: La evidencia de algo puede ser de dos modos. Uno, en sí misma y no para nosotros; otro, en sí misma y para nosotros. Así, una proposición es evidente por sí misma cuando el predicado está incluido en el concepto del sujeto, como el hombre es animal, ya que el predicado animal está incluido en el concepto de hombre. De este modo, si todos conocieran en qué consiste el predicado y en qué el sujeto, la proposición sería evidente para todos. Esto es lo que sucede con los primeros principios de la demostración, pues sus términos como ser-no ser, todo-parte, y otros parecidos, son tan comunes que nadie los ignora.

Por el contrario, si algunos no conocen en qué consiste el predicado y en qué el sujeto, la proposición será evidente en sí misma, pero no lo será para los que desconocen en qué consiste el predicado y en qué el sujeto de la proposición. Así ocurre, como dice Boecio, que hay conceptos del espíritu comunes para todos y evidentes por sí mismos que sólo comprenden los sabios, por ejemplo, lo incorpóreo no ocupa lugar.

Por consiguiente, digo: La proposición Dios existe, en cuanto tal, es evidente por sí misma, ya que en Dios sujeto y predicado son lo mismo, pues Dios es su mismo ser, como veremos (q.3 a.4). Pero, puesto que no sabemos en qué consiste Dios, para nosotros no es evidente, sino que necesitamos demostrarlo a través de aquello que es más evidente para nosotros y menos por su naturaleza, esto es, por los efectos.

A las objeciones:

1. Conocer de un modo general y no sin confusión que Dios existe, está impreso en nuestra naturaleza en el sentido de que Dios es la felicidad del hombre; puesto que el hombre por naturaleza quiere ser feliz, por naturaleza conoce lo que por naturaleza desea. Pero a esto no se le puede llamar exactamente conocer que Dios existe; como, por ejemplo, saber que alguien viene no es saber que Pedro viene aunque sea Pedro el que viene. De hecho, muchos piensan que el bien perfecto del hombre, que es la bienaventuranza, consiste en la riqueza; otros, lo colocan en el placer; otros, en cualquier otra cosa.

2. Es probable que quien oiga la palabra Dios no entienda que con ella se expresa lo más inmenso que se pueda pensar, pues de hecho algunos creyeron que Dios era cuerpo. No obstante, aun suponiendo que alguien entienda el significado de lo que con la palabra Dios se dice, sin embargo no se sigue que entienda que lo que significa este nombre se dé en la realidad, sino tan sólo en la comprehensión del entendimiento. Tampoco se puede deducir que exista en la realidad, a no ser que se presuponga que en la realidad hay algo mayor que lo que puede pensarse. Y esto no es aceptado por los que sostienen que Dios no existe.

3. La verdad en general existe, es evidente por si mismo; pero que exista la verdad absoluta, esto no es evidente para nosotros.

 

Artículo 2

La existencia de Dios, ¿es o no es demostrable?

Objeciones por las que parece que Dios no es demostrable:

1. La existencia de Dios es artículo de fe. Pero los contenidos de fe no son demostrables, puesto que la demostración convierte algo en evidente, en cambio la fe trata lo no evidente, como dice el Apóstol en Heb 2,1. Por lo tanto, la existencia de Dios no es demostrable.

2. La base de la demostración está en lo que es. Pero de Dios no podemos saber qué es, sino sólo qué no es, como dice el Damasceno. Por lo tanto, no podemos demostrar la existencia de Dios.

3. Si se demostrase la existencia de Dios, no sería más que a partir de sus efectos. Pero sus efectos no son proporcionales a El, en cuanto que los efectos son finitos y El es infinito; y lo finito no es proporcional a lo infinito. Como quiera, pues, que la causa no puede demostrarse a partir de los efectos que no le son proporcionales, parece que la existencia de Dios no puede ser demostrada.

Contra esto: está lo que dice el Apóstol en Rom 1,20: Lo invisible de Dios se hace comprensible y visible por lo creado. Pero esto no sería posible a no ser que por lo creado pudiera ser demostrada la existencia de Dios, ya que lo primero que hay que saber de una cosa es si existe.

Respondo: Toda demostración es doble. Una, por la causa, que es absolutamente previa a cualquier cosa. Se la llama: a causa de. Otra, por el efecto, que es lo primero con lo que nos encontramos; pues el efecto se nos presenta como más evidente que la causa, y por el efecto llegamos a conocer la causa. Se la llama: porque. Por cualquier efecto puede ser demostrada su causa (siempre que los efectos de la causa se nos presenten como más evidentes): porque, como quiera que los efectos dependen de la causa, dado el efecto, necesariamente antes se ha dado la causa. De donde se deduce que la existencia de Dios, aun cuando en si misma no se nos presenta como evidente, en cambio sí es demostrable por los efectos con que nos encontramos.

A las objeciones:

1. La existencia de Dios y otras verdades que de El pueden ser conocidas por la sola razón natural, tal como dice Rom 1,19, no son artículos de fe, sino preámbulos a tales artículos. Pues la fe presupone el conocimiento natural, como la gracia presupone la naturaleza y la perfección lo perfectible. Sin embargo, nada impide que lo que en sí mismo es demostrable y comprensible, sea tenido como creíble por quien no llega a comprender la demostración.

2. Cuando se demuestra la causa por el efecto, es necesario usar el efecto como definición de la causa para probar la existencia de la causa. Esto es así sobre todo por lo que respecta a Dios. Porque para probar que algo existe, es necesario tomar como base lo que significa el nombre, no lo que es; ya que la pregunta qué es presupone otra: si existe. Los nombres dados a Dios se fundamentan en los efectos, como probaremos más adelante (q.13 a.1). De ahí que, demostrado por el efecto la existencia de Dios, podamos tornar como base lo que significa este nombre Dios.

3. Por efectos no proporcionales a la causa no se puede tener un conocimiento exacto de la causa. Sin embargo, por cualquier efecto puede ser demostrada claramente que la causa existe, como se dijo. Así, por efectos divinos puede ser demostrada la existencia de Dios, aun cuando por los efectos no podamos llegar a tener un conocimiento exacto de cómo es El en sí mismo.

 

Artículo 3

¿Existe o no existe Dios?

Objeciones por las que parece que Dios no existe:

1. Si uno de los contrarios es infinito, el otro queda totalmente anulado. Esto es lo que sucede con el nombre Dios al darle el significado de bien absoluto. Pues si existiese Dios, no existiría ningún mal. Pero el mal se da en el mundo. Por lo tanto, Dios no existe.

2. Lo que encuentra su razón de ser en pocos principios, no se busca en muchos. Parece que todo lo que existe en el mundo, y supuesto que Dios no existe, encuentra su razón de ser en otros principios; pues lo que es natural encuentra su principio en la naturaleza; lo que es intencionado lo encuentra en la razón y voluntad humanas. Así, pues, no hay necesidad alguna de acudir a la existencia de Dios.

Contra esto: está lo que se dice en Éxodo 3,14 de la persona de Dios: Yo existo.

Respondo: La existencia de Dios puede ser probada de cinco maneras distintas. 1) La primera y más clara es la que se deduce del movimiento. Pues es cierto, y lo perciben los sentidos, que en este mundo hay movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por otro. De hecho nada se mueve a no ser que en, cuanto potencia, esté orientado a aquello por lo que se mueve. Por su parte, quien mueve está en acto. Pues mover no es más que pasar de la potencia al acto. La potencia no puede pasar a acto más que por quien está en acto. Ejemplo: el fuego, en acto caliente, hace que la madera, en potencia caliente, pase a caliente en acto. De este modo la mueve y cambia. Pero no es posible que una cosa sea lo mismo simultáneamente en potencia y en acto; sólo lo puede ser respecto a algo distinto. Ejemplo: Lo que es caliente en acto, no puede ser al mismo tiempo caliente en potencia, pero sí puede ser en potencia frío. Igualmente, es imposible que algo mueva y sea movido al mismo tiempo, o que se mueva a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro. Pero si lo que es movido por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por otro. Este proceder no se puede llevar indefinidamente, porque no se llegaría al primero que mueve, y así no habría motor alguno pues los motores intermedios no mueven más que por ser movidos por el primer motor. Ejemplo: Un bastón no mueve nada si no es movido por la mano. Por lo tanto, es necesario llegar a aquel primer motor al que nadie mueve. En éste, todos reconocen a Dios.

2) La segunda es la que se deduce de la causa eficiente. Pues nos encontramos que en el mundo sensible hay un orden de causas eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es posible, que algo sea causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, cosa imposible. En las causas eficientes no es posible proceder indefinidamente porque en todas las causas eficientes hay orden: la primera es causa de la intermedia; y ésta, sea una o múltiple, lo es de la última. Puesto que, si se quita la causa, desaparece el efecto, si en el orden de las causas eficientes no existiera la primera, no se daría tampoco ni la última ni la intermedia. Si en las causas eficientes llevásemos hasta el infinito este proceder, no existiría la primera causa eficiente; en consecuencia no habría efecto último ni causa intermedia; y esto es absolutamente falso. Por lo tanto, es necesario admitir una causa eficiente primera. Todos la llaman Dios.

3) La tercera es la que se deduce a partir de lo posible y de lo necesario. Y dice: Encontramos que las cosas pueden existir o no existir, pues pueden ser producidas o destruidas, y consecuentemente es posible que existan o que no existan. Es imposible que las cosas sometidas a tal posibilidad existan siempre, pues lo que lleva en sí mismo la posibilidad de no existir, en un tiempo no existió. Si, pues, todas las cosas llevan en sí mismas la posibilidad de no existir, hubo un tiempo en que nada existió. Pero si esto es verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que lo que no existe no empieza a existir más que por algo que ya existe. Si, pues, nada existía, es imposible que algo empezara a existir; en consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente falso. Luego no todos los seres son sólo posibilidad; sino que es preciso algún ser necesario. Todo ser necesario encuentra su necesidad en otro, o no la tiene. Por otra parte, no es posible que en los seres necesarios se busque la causa de su necesidad llevando este proceder indefinidamente, como quedó probado al tratar las causas eficientes (núm. 2). Por lo tanto, es preciso admitir algo que sea absolutamente necesario, cuya causa de su necesidad no esté en otro, sino que él sea causa de la necesidad de los demás. Todos le dicen Dios.

4) La cuarta se deduce de la jerarquía de valores que encontramos en las cosas. Pues nos encontramos que la bondad, la veracidad, la nobleza y otros valores se dan en las cosas. En unas más y en otras menos. Pero este más y este menos se dice de las cosas en cuanto que se aproximan más o menos a lo máximo. Así, caliente se dice de aquello que se aproxima más al máximo calor. Hay algo, por tanto, que es muy veraz, muy bueno, muy noble; y, en consecuencia, es el máximo ser; pues las cosas que son sumamente verdaderas, son seres máximos, como se dice en II Metaphys. Como quiera que en cualquier género, lo máximo se convierte en causa de lo que pertenece a tal género -así el fuego, que es el máximo calor, es causa de todos los calores, como se explica en el mismo libro –, del mismo modo hay algo que en todos los seres es causa de su existir, de su bondad, de cualquier otra perfección. Le llamamos Dios.

5) La quinta se deduce a partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas que no tienen conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin. Esto se puede comprobar observando cómo siempre o a menudo obran igual para conseguir lo mejor. De donde se deduce que, para alcanzar su objetivo, no obran al azar, sino intencionadamente. Las cosas que no tienen conocimiento no tienden al fin sin ser dirigidas por alguien con conocimiento e inteligencia, como la flecha por el arquero. Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos Dios.

A las objeciones:

1. Escribe Agustín en elEnchiridio : Dios, por ser el bien sumo, de ninguna manera permitiría que hubiera algún tipo de mal en sus obras, a no ser que, por ser omnipotente y bueno, del mal sacara un bien. Esto pertenece a la infinita bondad de Dios, que puede permitir el mal para sacar de él un bien.

2. Como la naturaleza obra por un determinado fin a partir de la dirección de alguien superior, es necesario que las obras de la naturaleza también se reduzcan a Dios como a su primera causa. De la misma manera también, lo hecho a propósito es necesario reducirlo a alguna causa superior que no sea la razón y voluntad humanas; puesto que éstas son mudables y perfectibles. Es preciso que todo lo sometido a cambio y posibilidad sea reducido a algún primer principio inmutable y absolutamente necesario, tal como ha sido demostrado.

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Cómo ser un tirano

Lo propio del Estado

La virtud o potencia propia de un régimen político no es la justicia, la felicidad de los súbditos, el bien común, ni ninguna otra cosa parecida a éstas, que son más bien virtudes morales propias de los individuos o situaciones vitales adquiridas con el propio esfuerzo. Una consideración especial merece quizá el bien común. Si se entiende como paz social, es decir, como aquella situación en que cada persona puede dedicarse a sus actividades sin temor de ser molestado, entonces sí puede considerarse como efecto propio de la virtud del Estado.

Esto es así en la medida en que la paz social contribuye a la estabilidad y posibilidad de duración en el tiempo de un Estado. Esta es la potencia o virtud política por excelencia. Nótese que “Estado” y “estabilidad” son vocablos que parten de la misma raíz, que en latín es stare y se aplica, por ejemplo, al guerrero que aguanta a pie firme la embestida del enemigo. De igual manera, lo propio del Estado es sostenerse y perdurar.

Parece obvio que la estabilidad de un régimen se mide por lo durable que es y que, existiendo distintas clases, distintas han de ser asimismo las causas que contribuyan a su duración.

Es sumamente instructiva la lectura del libro IX de la Política de Aristóteles (traducción de Patricio de Azcárate) para el mantenimiento de las tiranías. Éstas pueden ser de dos clases: una adquirida por medio de las armas y otra por medio de la demagogia. Si una sigue con facilidad a una guerra civil, la otra puede seguir con naturalidad a una democracia. Será útil comenzar por esta última, porque su eco llega hasta el día de hoy, si bien en cierto punto de la exposición no será necesario diferenciarlas.

Consejos generales

Lo que hace que una monarquía se arruine es aproximarse a la tiranía. Por lo mismo, el aproximarse a una monarquía es lo que hace que una tiranía se afiance. Con todo, el tirano debe ser capaz de gobernar con el consentimiento de todos y, si esto no es posible, debe estar dispuesto a hacerlo contra el consentimiento de todos. De otro modo no será tirano. Una vez asegurado esto, puede comportarse como un rey o, a lo menos, aparentarlo.

Con vistas a ese fin simulará ante todo que su interés único es el bien general. No deberá entonces hacer grandes dispendios entre sus amigos y allegados de las dádivas que con tanto sudor ponen en su mano los súbditos y procurará presentarse ante ellos como administrador de la riqueza del país y no como dueño de la misma, lo que en realidad es, ya que puede disponer de ella a su antojo y no tiene motivo para temer que le falte.

Puesto que debe aparentar ser el tesorero y guardián de los bienes de la nación, nunca dirá que exige impuestos por otra cosa que por el interés público. Incluso dará el nombre de “solicitud”, “ruego”, “necesidad de servicio”, etc., a lo que no será más que un mandato que nadie podrá resistir.

Nunca debe estar el que quiera ser tirano demasiado alejado de la gente. Cuando se muestre al público debe hacerlo con semblante serio, para despertar respeto, ya que no temor. Como siempre corre el riesgo de que se le desprestigie tiene que atender a esto sobremanera, lo que requiere mucho tacto político si ha de labrarse una buena reputación. Más le valdrá esto que muchas otras cosas.

Con la vista puesta en ese fin debe cuidarse mucho de ofender a los jóvenes y de permitir que lo haga alguien que pertenezca a su círculo. También debe impedir que las mujeres de su séquito riñan unas con otras, porque las riñas femeninas han perdido a más de uno que se había alzado hasta la tiranía. Si tiene demasiada inclinación por el placer, que no disfrute de él en público y haga cuanto esté en su mano para que nadie tenga conocimiento de esa inclinación. Debe dar pruebas en este asunto de la máxima moderación, porque los defectos del que se emborracha y se entrega a la prostitución se detectan con facilidad. Es como el que duerme en comparación con el que vela.

Debe embellecer las ciudades como si fueran cosa suya, aunque no debe olvidar la máxima de mostrarse como administrador y no como dueño de las mismas. Y debe dar pruebas de piedad ejemplar con la religión del momento, sea religión auténtica o mundana, porque se teme más la injusticia del hombre irreligioso que la del piadoso y porque se confía más en el tirano que sigue la religión de los súbditos que en el que no. Con todo, no debe ser religioso hasta el extremo de ser supersticioso.

Debe premiar a quien se distinga por sus buenas acciones y debe hacerlo él mismo. Los castigos, por el contrario, deben imponerlos sus subordinados y los tribunales. Así aparecerá ante la masa de los súbditos como un benefactor y se construirá en el alma de éstos un castillo inexpugnable.

Debe asimismo procurar que nadie se eleve más de lo conveniente en el ánimo de las gentes. Si no tiene más remedio que convenir en ello, entonces lo mejor será que prodigue a otros muchos las mismas mercedes y dignidades que al que las merezca. Así mantendrá la igualdad entre quienes son buenos y quienes lo son menos. En todo caso, le será conveniente que no acceda a una posición de prestigio un hombre de coraje, porque los hombres así están dispuestos a todo. De manera que si tiene que derrocar a alguien que empiece por los que sean de esta clase. Y debe hacerlo además poco a poco y no de un golpe, para que se note lo menos posible.

Un buen tirano nunca debe permitirse ultrajar a nadie, por mucho que tenga inclinación a ello y justificación para hacerlo, y menos aún a los jóvenes, porque es algo que se sufre mal tanto si pone la mano sobre alguien de carácter codicioso, porque habrá perjudicado su interés dinerario, como si la pone sobre alguien de temple digno y honrado, porque no tolerará que se rebajen su honradez y su dignidad. Se cuidará especialmente de ofender a estos últimos.

Lo mejor será, pues, que renuncie a toda idea de venganza sobre esta clase de hombres. Y si no puede hacerlo, debe procurar al menos practicarla con ánimo paternal y sin que se note que siente desprecio por ellos.

Si el tirano se relaciona con jóvenes de uno u otro sexo es conveniente que haga parecer que cede a su lujuria antes que al abuso de poder. Y, cuando haya errado en estas conductas, que la reparación de ellas supere a la ofensa, si es que quiere seguir conservando el favor de la multitud.

Puesto que tendrá enemigos que quieran atentar contra su vida, que vigile ante todo a los más peligrosos, que son aquellos que no temen perder la propia con tal de arrebatarle la suya. Estos son los que piensan haber sido ultrajados, ellos o sus afines. No piensan en sí mismos a la hora de vengar la ofensa, porque el que obra por resentimiento siempre se cuida de otros más que de sí, como dice Heráclito: «el resentimiento es difícil de combatir, porque entonces se juega la cabeza».

Debido a que la pólis se compone de ricos y de pobres, deberá convencer a unos y otros de que todos encontrarán seguridad solamente en su poder. Si se ve precisado a elegir uno de los dos partidos con exclusión del otro, que se incline por el más fuerte, no sea que llegue a verse obligado a entregar luego las armas a quien no debe y arrebatárselas a quien le podría defender. Así podrá defender su autoridad de sus enemigos.

Consejos para el tirano demagogo

La democracia extrema, que Aristóteles llama demagogia, presenta ciertos vicios iguales a los de la tiranía. Consisten éstos en dar licencia al pueblo llano para que se sienta por encima de todo. Con tal que se le deje vivir como mejor le parezca, éste es muy partidario de la demagogia y la tiranía, de modo que quienes se han allegado estas formas de dominio nada tienen que temer de él. Incluso pueden inducir en su ánimo la ficción de creer que el pueblo es en verdad el monarca y que ellos, los tiranos, son sus aduladores, como ha sucedido muchas veces en las cortes de reyes corruptos. Lo mismo que el adulador es para el monarca así es el demagogo para el pueblo. Luego el que pretenda ser un buen demagogo, debe ponerse siempre al lado del pueblo, alabar sus gustos, los que proceden de las pasiones ligadas al alimento y la reproducción sobre todo, convenciéndole de que son buenos. Debe incluso provocar en él otros nuevos y procurar satisfacerlos, para lo cual cuenta con las propiedades de los ciudadanos, de las que puede extraer lo necesario en forma de impuestos y otras gabelas.

Es cierto, por otro lado, que un alma noble y altiva conoce el amor y desconoce la adulación y que “no hay corazón libre que se preste a esta bajeza”. Por eso el demagogo no se rodeará de hombres buenos, sino de tipos perversos. Y si los que tiene a su alrededor son buenos, o bien se corromperán, quedándose junto a él, o bien serán por él expulsados lejos de sí,

porque cree que él es el único capaz de tener estas altas cualidades; y el brillo que cerca de él producirían la magnanimidad y la independencia de otro cualquiera anonadaría esta superioridad de señor que la tiranía reivindica para sí sola.

Así es como la demagogia provocada por una democracia mal entendida y peor aplicada tiende a destruir el nivel ético y moral de la población. El efecto, no buscado quizá, pero sí logrado a la larga, es que con este abatimiento moral de los súbditos y el apego al poder de la tiranía demagógica que engendra en su ánimo es muy difícil que surjan movimientos en contra de ella, con lo que habrá conseguido consolidarse.

Consejos para el tirano militar

Dicho queda que el tirano nunca debe aparecer como déspota ni como hombre que se preocupa de su negocio particular, sino como amigo del pueblo y monarca benigno. Debe además aparentar moderación y no mostrar excesos. Siempre le vendrá bien por otra parte rodearse de ciudadanos distinguidos, de artistas, sabios y filósofos. Estos últimos deben tener reconocimiento público. De los artistas son recomendables los que se dedican a las artes escénicas, porque complacen sobremanera al vulgo y a sus ojos esas personas crecen hasta la altura de los personajes que representan; a pesar de que sus vidas no suelen sobrepasar una vulgar medianía, se las relaciona con las grandes pasiones y las personalidades sobresalientes de las obras que representan, por lo que parecen muy superiores de lo que en realidad son.

Todo esto tiene como fin ganarse el afecto de la multitud, para que su autoridad parezca bella a todos y sea querida y respetada.

En una palabra, es preciso que se muestre completamente virtuoso, o por lo menos virtuoso a medias, y nunca vicioso, o por lo menos nunca tanto como se puede ser[1].

Si observa que hay peligro de sublevación de la multitud no debe dudar en cortar las espigas más altas, como hacía Periandro de Corinto, que lo aprendió de Trasíbulo, el tirano de Mileto. En efecto, tiene que aprestarse a reprimir cualquier superioridad que se levante cerca de él, oscurecer a los hombres elevados, extender la ignorancia y procurar el decaimiento de la instrucción, impedir que los ciudadanos concurran en lugares de reunión, sea por distracción o por cualquier otra causa, porque en esos lugares es donde puede prender con facilidad la rebelión. Debe también destruir la confianza que pueda surgir entre ellos, para obstaculizar que se agavillen y conspiren contra él. Y conocer todo lo relativo a su conducta y sus haciendas. Todo lo cual irá encaminado a que se acostumbren a la pusilanimidad, la bajeza moral y la servidumbre bajo su dominio.

En suma, lo mejor es que el tirano sea bueno y si no es posible, que sea medio bueno o, a lo menos, medio malo, y que esté incluso dispuesto a ser malo del todo, pero solo para las ocasiones excepcionales.

Resumen

Los procedimientos que el tirano debe seguir para afianzar su poder se resumen en tres: primero, aparecer como tesorero o administrador de los bienes del Estado; segundo, hacer que los ciudadanos desconfíen unos de otros; tercero, degradarlos moralmente. Hará uso de unos u otros según se presenten las circunstancias.

Del primer método ya hemos hablado bastante.

El segundo es necesario practicarlo para que los ciudadanos no se unan y derroquen la tiranía. Para ello es muy útil también irritar al pueblo contra las clases altas. El tercero es complementario de éste, pues, como ha de perseguir a los hombres de bien como enemigos de su poder, ya que no solo odian como degradante todo despotismo, sino que confían en sí mismos y pueden obtener la confianza de otros, aparte de que no son capaces de traicionar a nadie, no quedarán en pie más que aquellos cuya moral se ha rebajado, y esos no se inclinarán por la rebelión.

A lo cual hay que añadir que es conveniente empobrecer a los ciudadanos para que carezcan de medios con los que oponerse a su poder.

A todos estos medios se une otro procedimiento de la tiranía, que es el empobrecer a los súbditos, para que por una parte no le cueste nada sostener su guardia, y por otra, ocupados aquéllos en procurarse los medios diarios de subsistencia, no tengan tiempo para conspirar. Con esta mira se han elevado las pirámides de Egipto, los monumentos sagrados de los Cipsélides, el templo de Júpiter Olímpico por los pisistrátidas y las grandes obras de Polícrates en Samos, trabajos que tienen un solo y único objeto: la ocupación constante y el empobrecimiento del pueblo. Puede considerarse como un medio análogo el sistema de impuestos que regía en Siracusa: en cinco años, Dionisio absorbía mediante el impuesto el valor de todas las propiedades. También el tirano hace la guerra para tener en actividad a sus súbditos e imponerles la necesidad perpetua de un jefe militar. Así como el reinado se conserva apoyándose en los amigos, la tiranía no se sostiene sino desconfiando perpetuamente de ellos, porque sabe muy bien que si todos los súbditos quieren derrocar al tirano, sus amigos son los que, sobre todo, están en posición de hacerlo.


[1] Aristóteles, Política, cap. IX


 

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Los poderes del Estado

En un Estado bien construido pueden los hombres poner en práctica su sentido del bien y del mal, algo en lo que se diferencian esencialmente de los animales, por mucho que se empeñen en lo contrario los defensores de los mismos, empezando por los promotores del proyecto Gran Simio, que difícilmente podrán probar que los gorilas y los chimpancés pueden ser ciudadanos de una pólis.

Al integrarse en la misma, los hombres realizan la moralidad, el derecho, las artes, las ciencias, la filosofía, la religión, etc. En suma, ponen en práctica una vida civilizada y se alejan de la barbarie. Por esto pertenece el Estado a la naturaleza humana y no es algo que se le agrega de manera accidental.

Aristóteles llegó a decir que los persas no eran hombres completos porque el régimen político en que vivían estaba más cerca de una familia, con el padre en forma de tirano, que de una sociedad política plena. Estaba convencido de que la pólis es lo primero en el orden ontológico humano, aunque para algunos hombres sea lo último y otros incluso nunca lleguen a alcanzarlo: lo mismo que una rama que se ha desgajado del árbol ya no es rama, sino leña para el fuego, así también el hombre que no vive en una pólis no es un hombre. Será tal vez más que hombre, un dios, o menos, una bestia, porque ni los dioses ni los animales necesitan la vida política para ser lo que son.

Pero no todo Estado permite que un hombre llegue a ser él por completo, sino solo aquel en que puede ser ciudadano y no súbdito, lo que exige no tener que obedecer a nadie, excepto a la ley. Cuando no es así, cuando los sujetos humanos se ven forzados a poner su criterio y su responsabilidad en manos de otro, entonces es éste el que impone su arbitrio sobre todos y el gobierno se aproxima al despotismo, si es que no ha llegado ya a él.

Para que esto no suceda es imprescindible que la ley rija tanto al magistrado como al súbdito, de manera que nadie esté sometido a nadie. Éste es el llamado Estado de Derecho.

Es un Estado que, por su poder legislativo, hace leyes o deroga las existentes; por el ejecutivo hace la guerra o la paz, recibe o manda embajadores, previene invasiones y vela por la seguridad pública; y por el poder judicial dirime las diferencias entre particulares y castiga los delitos.

Éste es el mecanismo con cuya puesta en funcionamiento se espera que todos sean regidos y nadie mande sobre nadie, con el fin de que se preserve la igualdad de todos, pues de otra manera se pervierte la vida civilizada o política. De aquí se sigue que el juez no toma decisiones. Eso corresponde al poder ejecutivo. Tampoco hace leyes, lo cual es misión del legislativo. El juez carece de identidad y no tiene “perfil”, en contra de quienes defienden sin saberlo el despotismo. Él no es ni más ni menos que la voz de la ley, un ser inanimado que no mitiga ni endurece el rigor de la misma. El suyo es un poder terrible,  con el que puede destruir la vida y la hacienda de cualquiera. No debe poder utilizarlo a su arbitrio.

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El mito de la Utopía

La idea de Utopía, una idea-fuerza presente aún en alguna corriente política actual, apareció mucho antes que el libro homónimo de Tomás Moro, cuyo centenario se celebró ayer día 7 de febrero. Está en el jardín de Gilgamesh, las Geórgicas de Virgilio, el mito de la Atlántida, se menciona en la Historia natural de Plinio y hasta reaparece a principios de la Edad Moderna en la Isla de Jauja y el País de la Cucaña.

Hay mitos que inducen a la claridad, como el de la caverna de Platón, y mitos que inducen a la confusión, como éste de la utopía. El hecho de que sea confuso no impide, sin embargo, que haya servido para engendrar largos sueños de justicia y felicidad, sueños que casi siempre pasan por la comunidad de bienes y la liquidación de la propiedad privada. Así habla el mismo Tomás Moro: “donde las propiedades son privadas, donde todo el peso se apoya en el dinero, es difícil y casi imposible que la república pueda ser gobernada justamente y florezca en la prosperidad”.

Sin embargo, Moro es más crítico en el siglo XVI que nuestros comunistas y socialistas, incluidos los del Partido Popular, en el XXI; pues percibe con claridad que el reparto igualitario de los bienes, llevado hoy a cabo por la vía de los impuestos, y de los honores y cargos, realizado mediante leyes de igualdad, disminuyen los estímulos para el trabajo y conducen a una crisis de autoridad.

En todo caso, él no pensó en su isla de Utopía como una comunidad realizable, sino como un modelo ideal desde la que censurar los graves defectos de la sociedad inglesa de su tiempo. Nuestros utopistas, por el contrario, descienden en su mayor parte de movimientos políticos que tomaron el poder para poner en práctica su mito y solo lograron ocasionar un enorme sufrimiento en las poblaciones que estuvieron bajo su mando. Su acción es una de las mayores irracionalidades que registra la historia. Consiste en creer en un pasado ideal y en proyectarlo hacia el futuro. A este futuro se llega o bien por evolución natural de las sociedades o bien por revolución sangrienta, como preconizó Marx. Lo que sucede es que cuando se cree que se ha llegado, nadie sabe lo que hay que hacer. No en vano el mito es confuso.

El laberinto de las ideas coloca la Utopía de Moro entre los antecedentes de estos movimientos, cuyos sucesores combaten ahora contra las ideas que defendió su autor. Éste dio la máxima prueba que puede dar un miembro de una comunidad política cuando, un poco antes de que se le cortara la cabeza por orden de Enrique VIII todavía ofreció fidelidad a su rey, “pero antes a Dios”. Éste es uno de los hechos que confirma que un cristiano es un buen ciudadano y que el Estado debe mucho a la fe católica.

(Leído en La piquera, de Cope-Jerez, el día de la fecha)

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