Soberanía indivisible

"Como no caben dos soles en el cielo no caben en la tierra Alejandro y Darío", dijo Alejandro Magno antes de eliminar a Darío y coronarse rey de Persia. Una razón parecida dio el rey de Portugal para negar asilo al rey Don Pedro, que huía de su hermano Enrique. Aunque uno de ellos haya sido destronado, no puede haber dos reyes en un solo reino. Si Isabel y Fernando gobernaron en Castilla hay que pensar que fue posible por su extremada prudencia. Cuando los romanos se veían precisados a dividir entre dos el poder ponían un tercero para que hiciera de contrapeso y vigilara a los otros, como pasó en los triunviratos de Pompeyo, Craso y César, primero, y de Lépido, Augusto y Antonio, después. En tiempos del consulado hacían que cada uno de los cónsules gobernara a continuación del otro. Alfonso X el Sabio ordenó por estos mismos motivos que en la minoría de edad de los príncipes gobernaran el reino uno, tres, cinco o siete regentes.

En el mando del Estado no hay compañeros entre los que pueda o deba dividirse porque se descompone y arruina con facilidad. Si el cuerpo de la nación es uno, uno debe ser el poder que la gobierne. El mando que no logra la unidad tiende a ser violento y a perder la paz por más que parezca a muchos que si es repartido entre varios puede servir para apaciguar a los que lo desean sin derecho a él.

La desunión de los príncipes godos, debida a la guerra entre ellos tanto como a la complacencia que unos esperaban de otros siendo generosos con ellos, permitió la entrada en Hispania de un pequeño ejército de bereberes que habría sido aplastado con poco esfuerzo en otras circunstancias. La desunión de los reinos de taifas facilitó por los mismos motivos su conquista por parte de los príncipes cristianos unidos. Y no puede verse sino como imprudencia y necedad que  Sancho el Mayor, cuyas sienes habían ceñido las coronas de casi todas las Españas, dividiera el poder entre sus hijos, porque éstos, una vez recibida la herencia, quisieron ser tratados como reyes, lo que encendió guerras civiles y dolores sin cuento entre sus vasallos.

Lo dicho por la Constitución Española de 1812 en su artículo 2, que "La nación española española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia, ni persona", es un principio inalterable de todos los regímenes políticos, tanto si apoyan en en una constitución escrita y aprobada en algún parlamento como si dependen de la sucesión.

El hijo de un rey no es su hijo, sino el heredero de su reino. El rey no es padre, ni hijo, ni hermano; no tiene familia. En cuanto que es persona individual, estará seguramente sujeto al derecho común y al natural, como cualquier otra persona física. Pero no en cuanto rey, pues entonces es una persona pública, sin herencia ni propiedad, de quien depende un bien superior.

Lo dicho del rey vale de cualquier individuo o grupo sobre el que repose el derecho al mando del Estado. A él se han encomendado la conservación y prosperidad de la nación, que no son su propiedad, sino su obligación.

Nadie hay que pueda disponer de este bien como si fuera suyo. Antes al contrario, a él se ha de subordinar toda ley, llámese constitución o ley ordinaria. Nunca debe permitirse el reparto en herencia de lo que no es un bien privado, sino público.

Share
Publicado en Filosofía práctica, Política | Comentarios desactivados en Soberanía indivisible

España

Tiene razón Cioran en que el español se tortura siempre pensando en qué consiste ser español o meditanto sobre qué es España. ¿Podría alguien preguntarse qué es Rumanía? No tendría interés hacerlo. Ciertos pueblos son un enigma histórico, un problema para la historia universal. Es preciso desentrañarlo. Otros no son problema. No hay nada que desentrañar ahí.

Ciertos pueblos, como el ruso y el español, están tan obsesionados por sí mismos que se erigen en único problema: su desarrollo, en todo punto singular, les obliga replegarse sobre su serie de anomalías, sobre el milagro o insignificancia de su suerte.Los comienzos literarios de Rusia fueron, en el siglo pasado, una especie de apogeo, de éxito fulgurante que no podía dejar de turbarla: es natural que fuera una sorpresa para sí misma y que exagerase su importancia. Los personajes de Dostoyewski la ponen en el mismo plano que a Dios, puesto que el modo de interrogación aplicado a Este lo aplican también a aquélla: ¿hay que creer en Rusia?, ¿hay que negarla?, ¿existe realmente o no es más que un pretexto? Interrogarse de tal modo es plantear, en términos teológicos, un problema local. Pero, justamente para Dostoyewski, Rusia, lejos de ser un problema local, es un problema universal, del mismo modo que la existencia de Dios. Tal proceso, abusivo y exorbitado, no era posible más que en un país cuya evolución anormal tuviera materia para maravillar o desconcertar a los espíritus. No se imagina fácilmente a un inglés preguntándose si Inglaterra tiene sentido o no, o asignándole, con fuerza, una retórica, una misión: sabe que es inglés y eso le basta. La evolución de su país no comporta ninguna interrogación esencial.

 Entre los rusos, el mesianismo deriva de una incertidumbre interior, agravada por el orgullo, por una voluntad de afirmar sus taras, de imponérselas a otros, de descargarse sobre ellos de un exceso sospechoso. La aspiración de «salvar» el mundo es el fenómeno morboso de la juventud de un pueblo.

España se inclina sobre sí misma por razones opuestas. Tuvo también comienzos fulgurantes, pero están muy lejanos. Llegada demasiado pronto, trastornó el mundo y se dejó caer: esta caída se me reveló un día. Fue en Valladolid, en la Casa de Cervantes. Una vieja de apariencia vulgar, contemplaba el retrato de Felipe III; «Un loco», le dije. Ella se volvió hacia mí: «Con él comenzó nuestra decadencia». Yo estaba en el corazón del problema. «¡Nuestra decadencia!». Así que, pensé, la decadencia es, en España, un concepto corriente, nacional, un cliché, una divisa oficial. La nación que, en el siglo XVI, ofrecía al mundo un espectáculo de magnificencia y de locura, hela ahí reducida a codificar su abotargamiento. Si hubieran tenido tiempo, sin duda los últimos romanos no hubieran actuado de otra forma; no pudieron remachar su fin: los bárbaros se cernían ya sobre ellos. Más afortunados, los españoles tuvieron plazo suficiente (¡tres siglos!) para pensar en sus miserias y empaparse de ellas. Charlatanes por desesperación, improvisadores de ilusiones, viven en una especie de acritud cantante, de trágica falta de seriedad, que les salva de la vulgaridad de la felicidad y del éxito. Aunque cambiasen un día sus antiguas manías por otras más modernas, seguirían, empero, marcados por una ausencia tan larga. Incapaces de acoplarse al ritmo de la «civilización», clericoidales o anarquistas, no podrían renunciar a su inactualidad. ¿Cómo van a alcanzar a las otras naciones, como se van a poner al día, si han agotado lo mejor de sí mismos en rumiar sobre la muerte, en embadurnarse con ella, en convertirla en experiencia visceral? Retrocediendo sin cesar hacia lo esencial, se han perdido por exceso de profundidad. La idea de decadencia no les preocuparía tanto si no tradujese en términos de historia su gran debilidad por la nada, su obsesión por el esqueleto. No es nada asombroso que para cada uno de ellos el país sea su problema. Leyendo a Ganivet, Unamuno u Ortega, uno advierte que para ellos, España es una paradoja que les atañe íntimamente y que no logran reducir a una fórmula racional. Vuelven siempre sobre ella, fascinados por la atracción de lo insoluble que representa. No pudiendo resolverla por el análisis, meditan sobre Don Quijote, en el que la paradoja es todavía más insoluble, porque es símbolo…

 Uno no se imagina a un Valéry o a un Proust meditando sobre Francia para descubrirse a sí mismos: país realizado, sin rupturas graves que soliciten inquietud, país no‑trágico, no es un caso: al haber triunfado, al haber cumplido su suerte, ¿cómo podría ser aún «interesante»?

 El mérito de España es proponer un tipo de evolución insólita, un destino genial e inacabado. (Se diría que se trata de un Rimbaud encarnado en una colectividad.) Pensad en el frenesí que desplegó en su búsqueda del oro, en su desplome en el anonimato, pensad después en los conquistadores, en su bandidismo y en su piedad, en la forma en la que asociaron el evangelio al crimen, el crucifijo al puñal. En sus buenos momentos, el catolicismo fue sanguinario, como corresponde a toda religión verdaderamente inspirada.

La Conquista y la Inquisición, ‑fenómenos paralelos surgidos de vicios grandiosos de España‑. Mientras fue fuerte, destacó en la matanza, a la que aportó no sólo su gusto por lo aparatoso, sino también lo más íntimo de su sensibilidad. Sólo los pueblos crueles tienen ocasión de aproximarse a las fuentes mismas de la vida a sus palpitaciones, a sus arcanos que calientan: la vida no revela su esencia más que a ojos inyectados en sangre… ¿Cómo creer en las filosofías cuando se sabe de qué miradas pálidas son el reflejo? La costumbre del razonamiento y de la especulación es índice de una insuficiencia vital y de un deterioro de la afectividad. Sólo piensan con método aquellos que, a favor de sus deficiencias, llegan a olvidarse de sí mismos, a no formar cuerpo con sus ideas: la filosofía, privilegio de individuos y de pueblos biológicamente superficiales.

Es casi imposible hablar con un español de otra cosa que de su país, universo cerrado, tema de su lirismo y de sus reflexiones, provincia absoluta, fuera del mundo. Alternativamente exaltado y abatido, lanza miradas deslumbradoras y morosas; el descoyuntamiento es su forma de rigor. Si se concede un futuro, no cree en él realmente. Su descubrimiento: la ilusión sombría, el orgullo de desesperar; su genio: el genio del pesar.

 Sea cual fuere su orientación política, el español o el ruso que se interroga sobre su país aborda la única cuestión que cuenta ante sus ojos. Se entiende por qué ni Rusia ni España han producido ningún filósofo de envergadura. Es que el filósofo debe atarearse en las ideas como espectador; antes de asimilarlas de hacerlas suyas, necesita considerarlas desde fuera, disociarse de ellas, pesarlas y, si es preciso, jugar con ellas; después ayudado por la madurez, elabora un sistema con el que nunca se confunde del todo. Es esa superioridad respecto a su propia filosofía lo que admiramos en los griegos. Lo mismo ocurre con todos los que se centran en el problema del conocimiento y hacen de él el problema esencial de su meditación. Tal problema no perturba ni a los rusos ni a los españoles. Inaptos para la contemplación intelectual, mantienen relaciones bastante chocantes con la idea. ¿Qué combaten con ella? Siempre llevan la peor parte; se apodera de ellos, les subyuga les oprime; mártires voluntarios, no piden más que sufrir por ella. Con ellos, estamos lejos del dominio en que el espíritu juega consigo y con las cosas, lejos de toda perplejidad metódica.

 La evolución anormal de Rusia y de España les ha llevado, pues, a interrogarse sobre su propio destino. Pero son dos grandes naciones, pese a sus lagunas y sus accidentes de crecimiento. ¡Cuánto más trágico es el problema nacional para los pueblos pequeños! No hay irrupción súbita en ellos, ni decadencia lenta. Sin apoyo en el porvenir ni en el pasado, se apoyan graciosamente sobre sí mismos: de ello resulta una larga meditación estéril. Su evolución no puede ser anormal, porque no evolucionan. ¿Qué les queda? Resignarse a sí mismos, ya que, fuera de ellos, está toda la Historia de la que precisamente están excluidos.

 Su nacionalismo, que suele ser tomado a broma es más bien una máscara, gracias a la cual intentan ocultar su propio drama y olvidar en un furor de reivindicaciones, su ineptitud para insertarse en los acontecimientos: mentiras dolorosas, reacción exasperada frente al desprecio que creen merecer, una manera de escamotear la obsesión secreta por sí mismos. En términos más sencillos: un pueblo que es un tormento para sí mismo es un pueblo enfermo. Pero mientras que España sufre por haber salido de la Historia y Rusia por querer a toda costa establecerse en ella, los pueblos pequeños se debaten por no tener ninguna de esas razones para desesperar o impacientarse. Afectados por una tara original, no pueden remediarla por la decepción ni por el sueño. De este modo no tienen otro recurso que estar obsesionados consigo mismos. Obsesión que no está desprovista de belleza, ya que no les lleva a nada y no interesa a nadie.

(Cioran, E. M., La tentación de existir, 1972, cap. III)

Share
Comentarios desactivados en España

El año 711

Historiador filósofo

Mil trescientos años han transcurrido desde la batalla que hubo de librar el rey godo Don Rodrigo contra los invasores procedentes del norte de África en las proximidades del río Guadalete. Allí debió perder la vida el rey, pues desde aquella fecha no vuelve a mencionarse su nombre como el de alguien que habitara en el mundo de los vivos.

Ninguna invasión se produce por el mero ímpetu o voluntad del invasor. Tienen que concurrir otras causas, como el debilitamiento del invadido, su desconocimiento de las intenciones del agresor y su falta de preparación para la guerra. De todo hubo en aquella ocasión y cuando los jerarcas del reino de España vieron sobre sí la tormenta comprendieron que la causa principal residía en ellos y que no podían hacer ya otra cosa que doblegarse al empuje del extranjero e implorar su clemencia o aprestarse a una resistencia desesperada con los escasos medios de que a esas alturas disponían. La mayoría optó por lo primero. Solo una minoría muy exigua eligió lo segundo.

Algunos historiadores españoles son algo más que historiadores. Son filósofos de la historia. Recogen los hechos y reconstruyen las situaciones del pasado con celo y objetividad. Son capaces, por ejemplo, de describir la vida cotidiana en el siglo X como no podría hacerlo un hombre del siglo X. Saben captar lo particular y, tratándose de la historia de España, que es una nación política y también mucho más que una nación política, elevarlo al nivel universal que es el suyo.

Uno de ellos es Don Claudio Sánchez-Albornoz y Menduiña, quien, además de cultivar la ciencia de la historia, fue rector de la Universidad Central de Madrid entre 1932 y 1934, Consejero de Instrucción Pública entre el 31 y el 33, diputado entre el 31 y el 36, Ministro de Estado en el 33, vicepresidente de la Cortes el 36 y presidente del Gobierno de la República española en el exilio desde el 62 hasta el 71. Hoy yace enterrado en el claustro de la catedral de Ávila.

He frecuentado su obra para extraer de ella algunas gotas de saber y exponerlas aquí, en “la nube”, como ha dado en  llamarse a este medio de propagación de ideas en que reina la libertad y el buen o mal hacer de cada cual. Las notas de este artículo proceden en casi su totalidad de Orígenes de la nacion española. El Reino de Asturias, (Ed. Sarpe, Madrid, 1985, páginas 69-92)

Debilidad del reino godo

El poderío militar de los godos había cedido en empuje al adueñarse de la tierra y quedar apegados a ella, como también había sucedido a los francos. Es lo que se desprende del Codigus revisus. Antes habían vencido a los bizantinos, habían doblegado a los cántabros, habían conquistado el reino suevo, habían sojuzgado a los astures, habían rechazado a los francos, habían hecho frente a los vascones y, en fin, habían llevado a cabo un sinnúmero de empresas existosas. Habían dado pruebas de una efectividad militar superior en muchos casos a la de Roma. Pero algo nuevo estaba sucediendo, pues el Liber Judicum decretaba graves castigos contra quienes no cumplieran sus deberes militares o desertaran en el combate, un signo cierto de que el vigor guerrero estaba decayendo.

¿Por qué cayó el reino de España el año 711? ¿Por qué la nobleza visigoda, antes avezada al combate y a la victoria, y la población hispana, que había resistido a las legiones de Roma durante tanto tiempo, habían llegado a tal extremo de debilidad?

Lo cierto y verdad es que la invasión musulmana coincidió con uno de los momentos de lucha entre clanes, familias y facciones por hacerse con el poder, porque el Estado era para esas gentes en discordia nada más que una posibilidad de enriquecerse, de adquirir privilegios y ascender en la escala social. Nadie conseguía detentar el poder para siempre y cada rey podía ser destronado por destitución o asesinato, lo que permitía a cada nuevo monarca humillar o desposeer de sus propiedades a los familiares y deudos del anterior, sufriendo los suyos la misma suerte cuando a él mismo le tocaba caer. Y si actuaba en sentido contrario, el resultado venía a ser el mismo. En vano advirtieron los concilios V y VI de Toledo de la insensatez de las medidas tomadas por los reyes, porque todas contribuían únicamente a destruir la lealtad debida a la institución. Los clanes en el poder no tenían otra posibilidad que conservarlo por todos los medios a su alcance. Los que lo habían perdido tenían que esforzarse por su lado en recobrarlo. Todos estaban dispuestos a luchar entre sí y ninguno bajaba la guardia.

El obispo Ataloco y los condes Granista y Vildigerno se rebelaron contra Recaredo, que reinó entre el 587 y el 601. Los condes Segga y Viterico, el obispo Sunna y el duque Argimundo se levantaron el 590. Liuva II fue muerto el 603 por Viterico, que fue asesinado el 610. Dagoberto depuso a Suíntila el 631. Chindasvinto a Tulga el 638. Contra Recesvinto, su hijo, se levantó Froia. El conde Hilderico, el obispo Gunildo, el duque Renosindo, el gardingo Hildigiso y el duque Paulo se alzaron contra Vamba, que fue después depuesto por Ervigio, que quizá no cedió el trono de forma pacífica a Vitiza, cuyos hijos pidieron ayuda a los berberiscos norteafricanos para luchar contra Roderico.

El trono era electivo, lo que alentaba la esperanza de obtenerlo para cualquier casa noble. Los esfuerzos de la Iglesia para hacerlo hereditario fracasaron. La Iglesia trataba de mantener la paz pública ungiendo a los reyes, sometiendo a reglamento la sucesión a la corona, decretando severas penas canónicas contra quienes conspiraban contra ella, etc. Sirvió al Estado, pero a cambio hubo de acceder a transacciones vergonzosas: en el Concilio IV, presidido por San Isidoro, levantó la excomunión a Sisenando por haberse levantado contra Suíntila, luego legalizó la revolución de Chindasvinto, la maniobra de Ervigio contra Vamba, la negativa de Egica a cumplir el juramento por el que se había obligado a respetar a la familia de su antecesor y también permitió que los reyes nombraran y depusieran obispos.

Las humillaciones que hubieron de sufrir los reyes por su alianza con la Iglesia no fueron menores: Sisenando tuvo que suplicar su absolución, Ervigio se vio forzado a presentar una falsa carta de Vamba en que éste pedía que se le ungiera como rey, Egica imploró que se le relevase del deber de su juramento, y así en casi todo lo que guardaba alguna relación con la adquisición del poder y su ejercicio.

La corrupción llegó a tal grado que muchos que participaban de las querellas dinásticas estaban revestidos de dignidades eclesiásticas, que pusieron al servicio de sus intereses políticos. Sus rencores, atropellos, robos y crímenes aturdieron al pueblo llano.

El respaldo de la Iglesia no podía salvar al reino de la catástrofe que se cernía sobre él. Su influencia en la vida nacional había sido grande, pero tampoco ella supo resistirse al espíritu del tiempo y se precipitó, junto a toda la sociedad, en el marasmo posterior a la invasión.

No pudiendo contar con la Iglesia como baluarte firme para la defensa del trono y teniendo frente a sí a una poderosa y levantisca nobleza ávida de poder y riqueza, algunos reyes intentaron rodearse, mediante donaciones de tierras, nombramientos para el gobierno de provincias y ciudades y otras mercedes, de un círculo de fieles que les protegieran de las añagazas de sus rivales, pero el resultado solía ser el fortalecimiento de nuevos poderes y viejas aspiraciones.

Las purgas y matanzas de nobles tampoco debilitaron a la aristocracia. Leovigildo, Chindasvinto y Egica practicaron este método, donaron a sus seguidores los bienes confiscados a sus enemigos solo para encontrarse con que habían fomentado la aparición de nuevas familias oligárquicas. El mismo o parecido efecto causaron los hijos de algunos reyes crueles y justicieros, como Recaredo, Recesvinto y Vitiza, que devolvieron sus bienes y privilegios a los desposeídos por sus padres solo para encontrarse de nuevo con que sus enemigos se hacían fuertes y volvían a conspirar contra el trono.

Además de todo esto, los reyes godos acabaron de destruir lo poco que quedaba de la vieja política imperial. Roma siempre había protegido la libertad de los patrocinados frente a sus patrocinadores, asegurándose de paso los ingresos del Estado. Por ese motivo impidió la aparición de nuevos vínculos de patrocinio y tendió a liquidar los que ya existían. Los reyes godos, por el contrario, permitieron las nuevas relaciones clientelares que fueron apareciendo y fortalecieron las relaciones entre los fideles y sus señores al librar de penas y castigos a los primeros cuando cometían delitos obedeciendo a los segundos. Conforme aumentaba la potencia del naciente feudalismo disminuía la del reino y se abría la puerta al invasor.

Los bucelarios y los sayones, que estaban bajo la férula de un señor, recibían de él las armas. Iban a la guerra a sus órdenes. Contribuían, por tanto, al debilitamiento del ejército. Ervigio legalizó esta situación, contribuyendo así a la desarticulación del poder militar del reino. Su demagogia le llevó a conceder privilegios a los magnates, a entregarles una parte de la prerrogativa real de conceder gracia en los delitos graves, a amnistiar a los que se habían rebelado contra Vamba, a entregar en propiedad a los leales muchos bienes que hasta entonces habían poseído in stipendio, etc.

Las demagógicas concesiones de Ervigio, lejos de contribuir a la estabilidad política, enturbiaron todavía más sus aguas, pues animaron a las diferentes facciones a enfrentarse entre sí por atraer a la monarquía a su bando. Tanto los que lograban su fin como los que no cejaban en su empeño, porque todos tenían esperanzas fundadas de cumplir su ambición más pronto o más tarde.

Los contendientes habían llamado en ocasiones a poderes extranjeros en su ayuda. Los bizantinos fueron llamados por Atanagildo para combatir a Achilla, los francos por Sisenando para luchar contra Suíntila. Chindasvinto llevó a cabo una terrible purga para asegurarse el trono. Su hijo Recesvinto pretendió hacer gala de pacificador y sumió su reinado en una enorme confusión. Vamba fue la rígida ley. Ervigio, su sucesor, volvió a confraternizar con las facciones concediéndoles mercedes en abundancia. Egica fue cruel y violento. Su hijo Vitiza retornó a un gobierno suave y pacificador, pródigo en regalos y privilegios a los nobles.

Era un círculo de hierro que no era posible romper. Un caudillo luchaba por el poder, vencía y perseguía a su adversario a sangre y fuego, su sucesor restituía dignidades y prebendas a los vencidos, que no olvidaban la derrota y volvían a tramar nuevas conspiraciones.

La invasión musulmana se produjo en uno de esos cruces de rencores, venganzas y sublevaciones de los derrotados contra el vencedor anterior. La monarquía, después de tantas luchas, estaba exhausta. Los aristócratas habían tenido múltiples ocasiones de comprobar que su poder, lejos de disminuir, aumentaba después de cada episodio de lucha. Habían aprendido que era posible tomar el trono por la fuerza, confiando en que, si erraban en su intento, obtendrían una amnistía y podrían volver a intentarlo de nuevo. El pueblo llano dependía de ellos más que del rey. Su status jurídico y político había sufrido una transformación radical desde los tiempos del Imperio de Roma. La Iglesia participaba de la guerra entre facciones. El ejército, antaño poderoso, estaba debilitado. La población judía, que había sido perseguida con saña durante mucho tiempo, deseaba vengarse y liberarse.

Que los hijos de Vitiza pidieran ayuda a los berberiscos del Norte de África contra Roderico era algo que podía esperarse. Otros antes habían actuado de la misma manera, llamando a los bizantinos o a los francos. La diferencia fue que éstos habían vuelto a su tierra, pero aquéllos prefirieron ocupar el reino.

Es el caso que en los años inmediatamente anteriores al 711 había en Hispania tres poderes en liza, uno en la lejanía y dos que acabaron midiendo sus fuerzas en una lucha a muerte. El primero era el bizantino, que por obra de Justiniano había recobrado la antigua Mauritania Tingitana el año 523, pero quedó reducido a unas pocas plazas  tras el avance de Uqba ben Nafi y su conquista de Sus al-Aksa, o Sus la Lejana. Entonces cobraron especial importancia esas plazas. Una era Ceuta, donde comandaba una flota poderosa un tal Olbán, o Ulián, o Alyán, o Julián, a quien los romances de la pérdida de España llamaron conde Don Julián, que tal vez era un noble godo a las órdenes de Bizancio o tal vez un jerife bereber católico aliado del rey godo. Lo que sí parece cierto es que había estado unido a Vitiza por vínculos de fidelitas.

El segundo era el de la propia monarquía visigoda, que seguía padeciendo el morbo gótico. Vitiza había muerto el año 710 y los nobles que constituían su círculo de fideles pretendieron repartir el reino entre los hijos del rey.

Pero esa pretensión encontró serios obstáculos. Desde el VIII Concilio Toledano el rey era elegido por el Senatus, un nombre tomado de Bizancio para designar la asamblea palatinos y prelados, y era confirmado por la unción solemne impuesta por la Iglesia. El Senatus se negó a legalizar el hecho extraño de que varios infantes menores de edad accedieran al trono tutelados por los fieles de Vitiza, y decidió elegir un nuevo rey. El nombramiento recayó sobre Roderico, el duque de la Bética, llamado Don Rodrigo por la tradición. Pero mientras tanto los vitizanos habían ocupado el poder y el nuevo rey hubo de desalojarlos de él por la fuerza, como el Senatus le había pedido que hiciera.

La elección de Don Rodrigo fue legal, pero es fácil adivinar que los partidarios de Vitiza tendrían fundadas sospechas de que los miembros del Senatus les eran contrarios, pues casi todos habían sufrido anteriormente las brutales represalias del padre de Vitiza, habían sido rehabilitados luego por éste y habían así tenido ocasión de volver a conspirar, como era usual entre los godos. De ahí que los partidarios de Vitiza abrigaran ahora el temor de ser perseguidos por el nuevo rey. La guerra civil volvió a enzarzar una vez más a los clanes en discordia, pero el triunfo de Don Rodrigo, hombre avezado a las armas y las batallas, fue rápido. No obstante, los vencidos no se resignaron.

El tercer poder era el del islam, que ya asomaba su faz al otro lado del Estrecho. En Ceuta les hacía frente el conde Don Julián, que en vida de Vitiza había recibido armas y provisiones de éste para ese fin, pero que capituló ante Tariq ben Ziyad, un liberto de Muza ben Nusair, gobernador del África musulmana. Tariq había llegado con sus huestes hasta la punta oeste de África y había tomado la ciudad de Tánger el año 708.

Los romances cuentan que la traición del 711 se debió a la violación de Florinda, llamada la Cava, hija de Don Julián, a manos de Don Rodrigo. Pero es seguro que esa violación sucedió solo en los romances.

Lo que sí parece cierto es algo que cuenta la crónica árabe de Isa ben Muhammad Abu al Nuhayir:

Tariq, que gobernaba Tánger en nombre de Muza, vio un día llegar unos navíos que echaron anclas en el puerto. El jefe de los que desembarcaron declaró: ‘Mi padre ha muerto. Un patricio llamado Rodrigo ha combatido a nuestro rey y nuestro reino y me ha humillado. He oído hablar de vos. Vengo para llamaros a España, donde os serviré de guía’[1].

Dice el autor de la crónica que era Don Julián, pero si lo presenta como hijo de Vitiza no podía ser el conde. Otros cronistas árabes y cristianos confirman el dato, entre ellos el Silense, que atribuye a los hijos de Vitiza el viaje a la provincia Tingitana. Sea de ello lo que fuere, queda de cierto que la lucha entre los nobles condujo a los vencidos a la traición. Tal vez pensaran que el riesgo que hacían correr a su reino no era tan grande como resultó después. Atanagildo había llamado en su auxilio a los bizantinos y Sisenando a los francos, pero unos y otros se contentaron con el botín adquirido y volvieron a su tierra. Lo mismo pensarían los vitizanos en esta ocasión, pero no tuvieron en cuenta que los francos y los bizantinos carecían de la fuerza necesaria para ocupar un territorio como el español, en tanto que el islam estaba construyendo en muy poco tiempo un imperio que llegaba hasta la India por Oriente y hasta la Tingitana por Occidente y que pocas empresas podían resultarle más atractivas que la conquista de España y la entrada en Europa por los Pirineos.

Si las fuerzas de Hispania hubieran permanecido unidas, la empresa islámica ni siquiera habría podido tener comienzo. Si lo tuvo fue por la desunión. Ahí radica la enorme magnitud de la traición de los vitizanos, aun contando con que ellos no fueran conscientes de lo que estaban haciendo.

Tariq consultó a Muza y éste al Califa, quien ordenó que se enviara un pequeño destacamento a la península para averiguar cuánto había de cierto en los informes de los de Vitiza. En julio del 710 Tarif abu Zara desembarcó con quinientos guerreros en la costa más cercana al África, en la ciudad que ahora lleva su nombre. Como la expedición no encontró ningún obstáculo y trajo noticias alentadoras, Tariq empezó a preparar sus fuerzas para la invasión.

Otro hecho que colaboró en el desastre fue que los vascones, que siempre habían aprovechado los momentos de discordia y debilidad de la monarquía para sublevarse contra ella, habían vuelto a hacerlo al mismo tiempo que en África se estaba preparando un ejército de bereberes para cruzar el Estrecho. Leovigildo había luchado antes contra ellos porque habían aprovechado la llegada de los bizantinos, Recaredo porque aprovecharon la revuelta arriana, Sisebuto porque aprovecharon la crisis que siguió a la muerte del primer rey católico, etc. Y Chindasvinto, y Recesvinto, y Vamba, etc. También se rebelaron contra Don Rodrigo, seguramente por la guerra civil que siguió a su coronación. Caro lo hubieron de pagar. Nadie conoce el mañana, pero es indudable que es siempre resultado del ahora. Durante unos trescientos años sufrieron sucesivas razzias devastadoras por parte de los sarracenos y tuvieron que soportar en muchas ocasiones que éstos se llevaran a sus hijas y mujeres a los harenes de Córdoba. Si alguna vez creyeron que su lugar no estaba al lado de las restantes comarcas de Hispania pagaron caro su error.

Combatiéndolos estaba Don Rodrigo cuando le llegaron noticias de que Tariq había puesto su pie en la roca de Calpe, llamada luego Gibraltar, cosa que había sucedido la noche del 27 de abril del 711. Había logrado transportar a unos 7.000 hombres y se había apoderado con rapidez de Carteya, en la bahía de Algeciras, tras vencer a un pequeño destacamento de vigilancia. Pidió refuerzos a Muza, que le envió unos 5.000 hombres más, y se dirigió hacia la vía romana que llevaba a Sevilla.

Don Rodrigo bajó hacia el Sur tan rápido como le fue posible. En su camino debió reunir a todo su ejército, del que también formaban parte los clanes vitizanos. El 19 de julio se enfrentó a Tariq en las orillas del río Guadalete.

Tariq sabía que la derrota significaba el exterminio para él y los suyos, por hallarse separados de su tierra por las aguas del Estrecho. El potencial de combate de la caballería visigoda era legendario. Se acogería a la esperanza de que los de Vitiza cumplieran su palabra y traicionaran a su señor.

Marcelino de Unceta, Don Rodrigo en la batalla de Guadalete

Don Rodrigo  sospechaba quizá que una parte de su ejército preparaba la traición, pero aun así no podía rehuir el combate. Los spatarios formaban su guardia más cercana y aguerrido. Combatirían formando un círculo cerrado alrededor de él. Los duque y condes estaban al mando de sectores regulares del ejército, compuestos de ciudadanos obligados a prestar servicio de armas. Habría también gardingos. Los patrocinados y los siervos que formaban el séquito de los poderosos estaban obligados a seguir las órdenes de éstos.

Los jefes vitizanos mascullaban su traición:

Ese hijo de puta ha privado del reino a los hijos de nuestro señor Vitiza y a nosotros del poder. Podemos vengarnos pasándonos al enemigo. Esas gentes de enfrente no aspiran sino a hacer gran botín[2].

Así lo ha recogido más de un cronista árabe.

Los dos ejércitos entraron en combate. El de Don Rodrigo luchó con valor, pero los vitizanos, seguidos de sus siervos y patrocinados, se pasaron al enemigo, dejando desguarnecidas las alas. El centro resistió por poco tiempo. Corrió la sangre en abundancia, incluida seguramente la del propio rey. Solo una pequeña parte se salvó, que volvió a luchar contra el sarraceno en Écija ya sin traidores, pero volvió a ser derrotada.

Éste fue el final del reino visigodo.

Ni Muza ni el califa habían arriesgado gran cosa enviando a Tariq a Hispania con un ejército. El fracaso no significaría más que la pérdida de unos cuantos miles de hombres procedentes de la Berbería, un pueblo levantisco y duro de corazón que había resistido durante más de cincuenta años el avance del islam en el Norte de África. El éxito, por otro lado, garantizaba su apaciguamiento por el botín de que pudieran apoderarse.

La victoria apenas esperada del bereber sobre las tropas de Don Rodrigo obligó a ambos a emprender una estrategia más ambiciosa. Tariq había vencido al rey en el Guadalete en el mes de julio, había aniquilado al resto de su ejército un poco tiempo más tarde y en el mes de noviembre se encontraba ante las puertas de la capital del reino, ante Toledo, de la que se apoderó el día 11 de ese mes. Para los amantes de la superstición y otros delirios la fecha no deja de ser fatídica: el 11/11/711.

Los vitizanos esperaron allí la devolución de la corona de Vitiza en cumplimiento del acuerdo a que habían llegado con Tariq, pero éste proclamó al califa, “que el traidor no es menester cuando es la traición pasada”. La diosa Némesis pagaba a los traidores con su propia moneda.

Algunos magnates godos lograron escapar de Toledo y refugiarse en la Peña Amaya, que les parecería inexpugnable, pero fue en vano. Tariq les persiguió, les puso cerco e hizo que se entregaran. La sangre fue abundante.

Muza, deseando aprovechar el rico botín logrado por su lugarteniente y vigilarlo de paso para que no se saliera de la senda de la guerra santa, que ambas cosas son en el islam complementarias, había desembarcado en Hispania por aquellas fechas con unos 10.000 guerreros.

Los dos siguieron contando con el apoyo de los de Vitiza y los judíos.

Los primeros consiguieron conservar cargos, gobiernos y prebendas colaborando don los invasores, a veces incluso con las armas. Se sabe, por ejemplo, que algunos se presentaron en la ciudad de Carmona como fugitivos de los sarracenos y a media noche les abrieron las puertas, que Oppas, el hermano de Vitiza, ayudó a Muza cuando éste llegó a Toledo, que Casius, un conde godo que daría lugar a la estirpe musulmana de los Banu Qasi, se puso también a sus órdenes cuando avanzaba por el Ebro contra los vascones.

De los judíos se sabe que habían sido maltratados y a veces perseguidos con saña por los reyes godos. Sisebuto ordenó que se convirtieran o abandonaran Hispania, Ervigio y Egica también dictaron órdenes en su contra, el XVII de Toledo les acusó de conspirar con las gentes del Norte de África contra el trono, etc. Esas medidas debieron provocar su resentimiento, pero no es creíble que ellos solos hubieran podido emprender la destrucción del reino. Sí lo es, en cambio, que cuando las huestes agarenas lograron hacerlo, vieron llegada su hora. Así se entiende que Tariq les encomendara la guarda de Toledo al mando de algún destacamento de su ejército, que sucediera lo mismo en Granada, que en Sevilla fuera Muza quien les entregara la custodia de la ciudad mientras él marchaba contra Mérida, etc. La conquista no tuvo lugar por su causa, pero sin ellos no habría sido igual.

Tariq y Muza prosiguieron sus campañas. El segundo siguió Ebro arriba. Un poco más tarde, según los cronistas árabes, vinieron los feroces y valientes vascones “como bestias” a doblar su cerviz ante él antes de que llegara a su territorio. Luego cruzó las comarcas de várdulos, cántabros y astures de más acá de las montañas. La resistencia fue casi nula. No en vano se habían ocupado ambos conquistadores de que les precediera el terror.

Muza no llegó a entrar en Asturias, pero sí llegó hasta Galicia. Sus hijos, que también batallaban en la conquista, habían tomado Málaga, Granada y Orihuela. Tariq llegó hasta Tarragona. Zaragoza había caído también. La conquista llegaba a su fin. El último territorio pudo ser Asturias, donde es probable que también penetraran grupos de berberiscos unos pocos años más tarde. Todo el territorio peninsular había quedado bajo el dominio musulmán.

Del comienzo de aquel sometimiento de Hispania se cumplen mil trescientos años éste de 2011 en que nos hallamos.


[1] Recogido en Sánchez-Albornoz, op. cit., pág. 82

[2] Sánchez-Albornoz, C., ibid., pág. 83


 

Share
Publicado en Filosofías de (genitivas) | Comentarios desactivados en El año 711

La salud

Dice Dalmacio Negro Pavón en su libro El mito del hombre nuevo (Ediciones Encuentro, Madrid, 2009, páginas 264 y siguientes), que la ideología de la salud pretende conseguir la salvación en este mundo. Sería, pues, una más de las bioideologías que tratan de reemplazar a la religión cristiana, que promete la salvación en el otro.

Esta bioideología está teniendo un éxito indudable, pues por su causa se pueblan de gimnasios las ciudades, se inclinan las gentes por la comida sana y los alimentos naturales, como si hubiera alguno que no se obtenga por medios artificiales, y nadie se olvida de visitar la consulta del médico, no tanto para combatir alguna enfermedad, sino para preservar la salud.

El europeo actual tiene cultura, lee la prensa y cuida su salud, decía Nietzsche con desprecio del tipo humano que él consideraba el último hombre. No obstante, el fenómeno era anterior. Goethe decía en su Viaje a Italia: “tengo por cierto que la humanidad trinfará finalmente (de la naturaleza). Solo temo que al mismo tiempo el mundo se convierta en un gran hospital y cada hombre en el “humano” enfermero del otro hombre”[1]. Ambos anticiparon una sociedad medicalizada. Estamos pagando el progreso de la técnica médica con un mayor control social.

La obligación ética de conservar la salud y la vida se han enseñoreado de muchas conciencias, desplazando o anulando los demás deberes éticos que todos tenemos con nosotros mismos y con los demás. Sucede por querer cambiar la curación del alma por la del cuerpo.

Un proyecto que hacen suyo los partidos políticos, presentándolo con una demagogia compasiva que les procura una buena cantidad de votos, porque ellos proponen a sus seguidores lo que éstos están deseando oír.

La Organización Mundial de la Salud, “el más potente centro difusor de esta bioideología”, no sabe decir qué es la salud, pero sí la enfermedad: “un estado completo de bienestar físico, psicológico y social”. Si ha de cumplir estas tres condiciones, advierte Imre Loeffler con sorna, uno está sano únicamente cuando tiene un orgasmo simultáneo con su pareja. El resto del tiempo, que es casi todo, está enfermo.


[1] Negro, D., op. cit., pág. 265


 

Share
Publicado en Filosofía práctica, Política | Comentarios desactivados en La salud

Antropología social y filosofía


 

1. PLATÓN Y SÓCRATES.

La filosofía ha sido siempre un empeño por vencer la resistencia de la realidad a ser racionalizada, y, en el transcurso de esa confrontación, ha sido inevitable que, al tiempo que se buscaba orden e inteligibilidad en el objeto, volviese el sujeto la mirada sobre su propio ser y tratase también de hallarlos dentro de sí, pues, en caso de que no residieran también allí, quedaba su empresa condenada en sus mismos comienzos a la contradicción. ¿Cómo justificar si no la pretensión de hallar cordura en el exterior y de imponer al mundo una razón por parte de quien permanecía en su interior oscuro y desordenado? Habría sido la razón de la sinrazón. Luego el conocimiento de sí es por necesidad uno de los propósitos centrales, si es que no se trata del supremo propósito, de los sistemas que ha alumbrado la filosofía.

Podría parecer un recurso fácil el de acudir a una historia de este tema para medir los resultados que ha ido produciendo su tratamiento, pero en modo alguno lo es. Ante todo, porque no está hecha, o no está hecha todavía, una tal historia. La hay de la filosofía política, de la metafísica, de la teoría del conocimiento…, pero no se ha escrito ninguna en la que se haya recorrido de modo suficiente la antropología filosófica, de manera que no dejaría de ser una extraordinaria empresa el empezar a hacerla; pero, aparte de que no me siento cualificado para entregarme a este proyecto, tampoco trato aquí de recurrir a las posibilidades que podría brindarme una mínima semblanza suya, sino de ofrecer algunas notas que desbrocen aceptablemente el terreno en que germina este importante asunto de la autognosis, con el fin de mostrar el enorme interés que, a mi entender, brindan a este tipo de reflexiones los temas que estudia la moderna antropología social.

El modelo de la larga sucesión de esfuerzos filosóficos por hallar este ser siempre huidizo y casi siempre desconcertante que somos los hombres ha sido Heráclito, el autor que dijo haber penetrado dentro de sí y haber hallado capas más y más profundas. Lo que parece a primera vista evidente, un yo fijo y seguro, se le diluía a él de inmediato en fluidez y cambio. Apenas es necesario decir que se trata de la siempre recurrente imagen del río: cambia toda la realidad la manera en que cambian las aguas Pero no sólo cambian ellas. ¿O no es cierto que Heráclito no podía bajar dos veces al mismo río, no tanto porque la segunda vez fuera ya distinto río cuanto porque ya no era el mismo Heráclito? En el fondo es el descubrimiento del tiempo, cuyo ser es propiamente dejar a cada paso de tener ser.

Esta corriente arrastró también a Sócrates. Una vida que no se llegue a conocer, pensaba, no vale la pena vivirla, por lo que puso tanto empeño en ese fin que empezó desdeñando, pues los consideraba lo más opuesto a su propósito, los sistemas racionales en que sus maestros pretendían exponer la racionalidad del mundo externo. Del universo, decía Sócrates, solamente nos es dado conocer su origen y consistencia, pero el hombre, un ser inevitablemente abierto al futuro, cuyo pasado es rígido e inmutable como la piedra, es decir, algo sobre lo que ya no hay nada que hacer, no puede guardar semejanza con una entidad que, en todo caso, es lo contrario de él. La razón debe ser muy diferente para el hombre y para el mundo, porque su descubrimiento puede obligar al primero a actuar y hacerse a sí mismo, mientras que en el segundo se trata de un hecho ya dado, completo, cerrado.

Estas ideas parecerán evidentes e indiscutibles. Pueden ser, además, explosivas. Concebir al hombre como algo cuyo ser más propio está en el futuro equivale a definirlo de una manera esencialmente dinámica. Equivaldrá después a ver en él un ser permanentemente insatisfecho, condenado al infinito.

Pero esta perspectiva se habrá de analizar más adelante. Lo que ahora interesa es comprobar que el procedimiento de que hizo uso este filósofo, el de reflexionar directamente sobre la propia personalidad, no es el adecuado. ¿Qué puede obtenerse por introspección? Si acaso un pequeño sector de una vida particular, pero nunca se llegará a descubrir de ose modo dónde empiezan y hasta dónde llegan los límites de la propia persona, ni podrá encontrarse la clave general de los fenómenos humanos. La experiencia interna no otorga conocimiento de las experiencias no vividas ni imaginadas por mí, las cuales también me pertenecen en un sentido importante, porque, hombre al fin, podría haber experimentado las de otros y, en ese caso ¿podría tal vez decirse que lo fundamental de mí habría variado? Sin embargo, pese a que el autoexamen solamente alumbra un cuadro mediocre de la naturaleza humana y no enseña qué es un hombre, las repetidas ocasiones en que los filósofos lo han tenido en cuenta, por más que ello sea en sí un hecho contingente, incapaz por tanto de sustentar una prueba definitiva en su favor, deben al menos hacernos sospechar que este método encierra quizá riquezas nada desdeñables. De ello pueden ser un testimonio valioso las doctrinas de San Agustín, la filosofía moderna y, desde luego, algunas clases de poesía y novela. Pero el respeto debido a estas opciones no debe hacernos olvidar una deficiencia fundamental del procedimiento: la de que el mandato religioso del oráculo de Delfos mandato que une, aunque no sea más que simbólicamente, la religión y la filosofía, que impulsó la reflexión de Sócrates, no se puede satisfacer de la manera en que lo hizo este filósofo, pues el pensar en. exclusiva sobre el individuo particular puede separar al hombre de los demás hombres en la comprensión de sí mismo.

La cuestión en que me planteo quién soy yo debe también incluir una pregunta sobre el otro. Si no, la respuesta no puede ser más que parcial. La verdad del hombre se encuentra también fundamentalmente en la diferencia, Y de ahí el que se la haya de ver asimismo en la relación. Esta es la perspectiva platónica, una perspectiva más rica que la del maestro, por cuanto concibió al hombre como miembro de la ciudad y exigió que la comprensión de ésta se incluyera en la definición de aquél. Al mismo tiempo abrió un cauce por donde discurriría después una corriente fecunda de la filosofía: Hobbes, Rousseau, Hegel, Marx, Comte…

Que el hombre racional. de Platón fuera una idea situada más allá de esta existencia, un ser extraído del flujo temporal, no se debió al capricho o a la inspiración libre de su autor, sino a una cierta suerte de necesidad lógica implicada en su herencia cultural. El traer esta idea al tiempo, por otra parte, acarrearía luego profundas consecuencias que seguramente Platón no quiso o no supo afrontar. Tal como Vernant ha mostrado magníficamente, el surgimiento de la poesía lírica hacia el siglo VII a.d. J. hizo nacer una nueva imagen del hombre que, al tiempo que arruinaba al anterior ideal heroico, exaltaba los valores afectivos y emocionales de la vida personal. Los placeres, la fuerza y vitalidad de la juventud, el amor y el sentimiento, el dolor, la añoranza…, es decir, una cadena de vivencias que solamente puede ajustarse a una línea temporal no recurrente, ocuparon el lugar que antes había correspondido a las gestas de los dioses y los hombres, que el mito situaba en un mundo sin cambio. Era el amanecer del individuo, cuya esencia tenía que ser incompatible con la antigua concepción del devenir cíclico, aplicable ciertamente a las regularidades astrales, a los cursos y recursos de la naturaleza, a la sucesión de las generaciones y, en resumen, a la inmensa fábrica del mundo externo, pero no a lo que esta nueva y diminuta entidad sentía y experimentaba como el centro alrededor del que todo empezaba a girar: él mismo (1). Hasta ese momento habían sucedido las cosas de muy distinta manera. La memoria mítica no podía estar ligada a ninguna perspectiva de tiempo lineal, sino que ella misma, fuente de omnisciencia e instrumento de liberación con respecto a la temporalidad, instauraba un tiempo divino, que propiamente era permanencia y no transcurso. ¿Qué ligazón podía allí encontrarse con el yo? El conocimiento de sí es, en este contexto, no el reencuentro de un pasado personal, de una vida propia capaz de distinguirlo de los demás, sino el esfuerzo por encuadrarse en la periodicidad cósmica, en una eternidad divina donde se dan todos los tiempos y no uno solo, donde uno se reconoce como la parte de un todo, y no como un todo.

Cuando el vendaval de la lírica derrumbó esta vieja concepción por poner en el individuo los valores de la vida, ocurrió que el simple paso del tiempo, casi una prueba incontestable de plenitud para las generaciones anteriores, se debió de convertir al instante en una amenaza de destrucción y muerte Es la enseñanza de la misma lírica y, en un grado insuperable, de la tragedia; el individuo de lado a sí mismo engendra muerte. No es casual que una mente sensible y profunda como la de Platón llegara a descubrir que la historia se reduce a un proceso continuo y desordenado de muertes y nacimientos que no tienen sentido cuando se la contempla desde el punto de vista del individuo, salvo que de una manera casi contradictoria pudiera postularse por encima o al margen de él algo cuya realización. busca aquélla, en cuyo caso el sujeto individual, no siendo fin, no es tampoco realmente sujeto del devenir de la historia. El filósofo debía elegir una visión racional del ser humano en términos de historia y así desdeñar los descubrimientos de ésta y elaborar alguna concepción que restableciese el orden antiguo. El que Platón se decidiera por esta ultima alternativa le llevó a trascender la existencia, que lo es de individuos finitos, y a tratar de integrar a éstos en el mismo orden de reversibilidad temporal en que es abarcada la naturaleza terrestre, el mundo astral y la sociedad humana. En apoyo de esta idea argumentaba que si la generación d0 las cosas sucediera en línea recta, sin que hubiera una constante correspondencia «en el nacimiento de unas cosas con el de otras, como si se movieran en círculo», y si las cosas nacieran solamente para morir y no volver a «doblar la meta» y recorrer el camino en sentido inverso, todas ellas acabarían adquiriendo la misma forma, el mismo cambio y, en definitiva, dejaran de producirse (2).

Entre la inspiración de Sócrates, que lleva a concebir a los individuos como entidades autónomas, cuyas relaciones e interacciones, sombras irreales proyectadas por aquéllos, son lo único a lo que podría denominarse sociedad, y la de Platón, que, muy al contrario, ve al individuo como una entidad sumergida en la atmósfera de la organización social, lingüística, religiosa…, de una sociedad, media un abismo. Con todo, ha sido la de Sócrates la perspectiva que más continuadores ha tenido. Como ejemplo de ello sea suficiente la filosofía moderna. Esta extrajo su primera verdad, que por mucho tiempo consideró invulnerable, de la introspección: el descubrimiento cartesiano del sujeto. Pero, al igual que sucedió a la filosofía de Sócrates, que en este terreno particular fue pronto refutada por la de su discípulo, el desarrollo de la misma filosofía moderna acabó reconociendo que la introspección no descubre nada cuando se prescinde de todo lo demás, que no es posible concebir al hombre como una sustancia que exista en sí y es conocida por sí. Ello porque en el hallazgo cartesiano hay al menos una oscuridad: si mi pensamiento fuera general podría tal vez admitir la verdad de mi mente, pero cada acto de pensamiento es puntual, pues, cada vez que pienso, mi mente recae sobre esto o sobre aquello, y, siendo así las cosas ¿de dónde podría yo extraer la certeza de que soy algo permanente y sólido cuando empiezo por estar seguro de que soy pensamiento? Ni la seguridad de mi existencia ni una idea apropiada sobre lo que yo soy pueden ser encontradas por esa vía.

II. LA ANTROPOLOGIA

Por su misma naturaleza, la antropología social no solamente ha heredado el punto de vista propugnado por Platón, sino que la experiencia etnográfica misma puede considerarse una legitimación concreta suya, porque, para comprender a los seres de otras culturas, el estudioso debe ante todo establecer un diálogo, no con los hombres considerados en su individualidad, sino con la lengua que hablan, la religión en que creen, las costumbres que siguen… Sólo en este material, que no se encuentra entre los seres particulares como uno más de ellos, puede el científico social descubrir lo que interesa a su ciencia y, en cuanto hombre que es, establecer después contado con otros hombres. Cuando se permanece dentro de la propia cultura se produce frecuentemente el error de tomar por efecto de uno mismo lo que es más bien causa. Como el pez dentro del agua, que ignora el elemento en que vive, un hombre tiene escasas posibilidades de adquirir un claro conocimiento de su propia cultura. Para conseguirlo es imprescindible salir de ella. Es lo que permite hacer la antropología, y también, aunque de otro modo, la historia. Aquélla vendría a representar una tesis inversa a la ofrecida por Descartes, toda vez que en lugar de permitir la afirmación de que uno existe porque piensa, ella pone de relieve que existimos porque se nos piensa, es decir, que en el interior de cada hombre hay una realidad de la que él no es su fuente, sino su reflejo. Que vivimos un mundo común, un trasunto de las mónadas de Leibniz y que, en definitiva, no somos un yo, sino un nosotros.

Parece, pues, inevitable aceptar que la naturaleza del hombre no es ajena a lo social. Pero no basta con ello. Para no cometer los errores e incurrir en las inoperancias de las filosofías de lo trascendente, que la situaban por encima o al margen de la vida real de los hombre, es preciso además admitir que la naturaleza humana no es anterior o posterior a las sociedades humanas.

La actual antropología ofrece al filósofo un vasto panorama de noticias e interpretaciones teóricas imprescindibles para la comprensión del hombre. Ella constituye en conjunto un monumental Tratado de la naturaleza humana en el que, pareciendo seguir el propósito que Hume se fijó para la obra a que dio este título, a saber, reducir al hombre los problemas cruciales que habían preocupado a otros filósofos, incluidos los que parecen más alejados, como los de la física y la matemática, muestra un esfuerzo denodado en la reconstrucción concienzuda de la maravillosa variedad de formas que ha adquirido la vida del hombre. Asombrosa variedad que puede pensarse desde dos perspectivas. La primera es obra del sentimiento. Lleva incluida una queja por la desaparición actual de culturas distintas de la europea y una suplica para que se haga lo posible por preservarlas. Vano intento, desgraciadamente, porque, a diferencia de las especies animales a punto de extinguirse, de las cuales siempre será posible preservar algún organismo físico mediante la acotación de territorios y la prohibición de su captura, la supervivencia de las culturas se asemeja más a la de las obras de arte. Se transforman en cuanto se entra en contacto con ellas, como el cristal, que no puede tocarse sin que quede empañado. Una cultura parece que no sobrevive ni siquiera a la admiración. que podamos los demás sentir por ella.

No es necesario extenderse más en este asunto, pues basta con lo dicho para observar que esa larga letanía de lamentos por la desaparición de otras formas, aunque está justificada por el simple hecho de que hay historia, no tiene apenas objeto alguno, pues su transformación y, en la mayoría de los casos, su pérdida irreparable, ya ha tenido lugar porque una civilización desarrollada en Europa ha aplicado contra las demás el desalojo, la conversión y muchas veces el simple y directo exterminio. Digo esto con el pesar de ver que no es fácil sentirse ajeno a la prepotencia que ha practicado nuestro mundo occidental,

La segunda perspectiva, que en modo alguno está reñida con la anterior, pues el sentimiento puede también formar parte de la comprensión del objeto, máxime cuando nosotros mismos sobre el objeto, es la de examinar al hombre por su obra, dentro de la cual debe considerarse no sólo la religión, la organización social, el parentesco…, sino también ese inmenso experimento que constituye el mundo moderno, merced al cual parece que ha de diluirse definitivamente la diversidad que siempre ha caracterizado al hombre. En otras palabras: si el hombre es finito de si' mismo, hay que entenderlo en medio de la acción por la cual se produce a sí mismo.

Es que, pese a Platón, la historia moderna de la humanidad apoya la tesis de que el hombre no es en verdad la idea que él se forja de sí mismo, sino la acción con que construye el mundo en que habita. Al hombre se le conoce por sus obras, y éstas han sido la transformación constante de la naturaleza y de si mismo. Con ellas parece haberse puesto de manifiesto que el interés que le servía de motor, interés que se ha mostrado inconmensurable, constituía una especie de fuerza todopoderosa, por causa de la cual la naturaleza ha perdido para siempre su paz de naturaleza ajena a los propósitos y planes que el impulso de cualquier ser dentro de ella pudiera forjarse. El hombre es la guerra y el tiempo que todo lo alteran ¡Qué lejos queda el individuo de vida contemplativa, reconcentrado sobre sí, el sabio platónico que escapa de la caverna!

No obstante, cabe abrigar una duda a este respecto. Es cierto que vivimos en un mundo gobernado por la acción, un mundo que se ha convertido, él mismo, en la revelación de una potencia que hasta ahora había permanecido oculta en el ser del hombre, pero ello no constituye sin más una demostración rigurosa de que el animal humano se haya emancipado definitivamente de su condición natural, de esa condición que cabría encerrar en la imagen del círculo. Si la realidad acaba por no ofrecer esta demostración, entonces habría que concebir también el desarrollo de esta potencia que manifiesta el mondo moderno como un bucle de la línea del tiempo.

Lo que sigue aspira a ofrecer la posibilidad de solucionar esta duda. Con ese fin, me propongo describir, siquiera sucintamente, las formas sociales distintas de la occidental, de las llamadas sociedades primitivas. Las denominaré con los términos al uso; primitivas, salvajes…, pero por simple comodidad terminológica, no porque esté en mi mente el que esos nombres reflejen realidad, y también para no dar la impresión de que, a' utilizar otro vocabulario, trato de disimular alguna vaga mala conciencia con palabras neutras. Admito de antemano, por otro lado, que una generalización cualquiera acerca de las sociedades primitivas, cuyo número ha sido abrumador, ha de ser por fuerza una generalización precipitada. Pero, a pesar de este riesgo, considero ineludible aquel atrevimiento, pues, de no intentarlo ¿cómo sería posible obtener por contraste alguna visión más adecuada de nuestra propia sociedad y una reflexión más certera acerca de lo que en ella es producto de las circunstancias o más bien un desarrollo necesario inscrito en la naturaleza de las cosas?

En consecuencia, demos ya comienzo a la descripción. Si, como es hoy corriente, se acepta la hipótesis básica de que la vida de algunos grupos refleja con bastante aproximación la que vivieron nuestros antepasados cazadores y recolectores del Paleolítico, entonces se ha de aceptar por lo pronto que el animal humano fue escaso durante la mayor parte de su trayectoria en este planeta. Desplazándose por el territorio en pequeñas bandas o permaneciendo durante algunos períodos en aldeas, sus grupos tendían siempre a ser reducidos, y ni siquiera los lentísimos aumentos de población que tuvieran lugar significaban por sí mismos un aumento de la densidad del grupo, sino un aumento de la cantidad de grupos. Todo lo cual pone de manifiesto que, sea por razones ecológicas o sea por algún resorte interno de aquellas agrupaciones, existía una decidida resistencia a vivir en grandes concentraciones. No era ciertamente la vida del animal solitario, libre y amoral que describe Rousseau en su Discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, pero sí tenía lugar un aislamiento de los grupos, y, por eso mismo, al no existir entre ellos las relaciones de dependencia instauradas por la posteridad, puede decirse que vivían en libertad. De esa resistencia que he mencionado y de esta libertad que suponía el carecer de instituciones jurídicas y políticas que ligasen entre sí a los grupos da idea el hecho de que el crecimiento poblacional no daba lugar a la fusión de las comunidades Por más que el horizonte geográfico de un individuo pudiera ser grande, su horizonte social, por el contrario, era restringido, al menos aparentemente. En resumidas cuentas, aquellos hombres veían transcurrir su existencia en el interior de comunidades pequeñas y aisladas, sin escritura y con un fuerte sentido de la solidaridad grupal, y viéndose a sí mismos como seres diferentes y con toda seguridad superiores al resto.

Puesto que la existencia humana se desenvolvió en estas condiciones durante un millón de años aproximadamente, hasta que la revolución neolítica transformó las cosas, podría ser licito sospechar que no se debió a algo puramente accidental y que estábamos destinados por la naturaleza a una vida muy distinta de la presente. Lo cual no equivale a proponer una utopía, para lo que parecería poderse aprovechar la información etnográfica; antes al contrario, creo oportuno señalar que no trato de defender aquí nada parecido, pues con casi total seguridad no han existido sociedades completamente buenas, como tampoco ha debido haberlas completamente perversas. El mismo criterio debe sin duda aplicarse a nuestras actuales formas de vida.

En el mundo primitivo cada comunidad debe considerarse, para nuestros fines, como un individuo. Cada una posee su propia lengua, sus dioses que la distinguen, sus costumbres, su concepción de sí como entidad diferente y, según ya he dicho, superior a las otras entidades. Puede que en la realidad no existieran tantas y tan minúsculas distinciones y que hubiera alguna trama de influencias entre muchas de ellas, debidas acaso al pasado, a la geografía…, que las volviera más semejantes entre sí de lo que ellas podrían admitir, pero el hecho de que se concibieran y actuaran como seres extraños hacía que fueran también extraños realmente y que no hubiera nada que, en principio, pudiera frenar la tensión potencial que las separaba, en caso de que ésta llegara a estallar. En otras palabras, vivían en el estado que Hobbes denominó de guerra de todos contra todos, pero un estado que no ha de juzgarse como de guerra efectiva, sino como de tendencia a ella. El que no llegase de hecho a librarse batalla, es decir, a estallar la violencia de todos, parece deberse, en primer lugar, a la evidencia de la dispersión territorial, que podía impedirla físicamente, pero, habida cuenta de que las guerras entre estados se han librado a pesar de las distancias inmensas que a veces los han separado, es necesario suponer que en el interior de las sociedades primitivas existía algún mecanismo represor de la guerra generalizada, más eficaz y primordial que el de la mera distancia espacial, porque ésta no es un obstáculo insalvable cuando hay voluntad real de librar batalla.

Es preciso, pues, desvelar el interior de las sociedades primitivas para ver qué puede haberlas dotado de esa tenaz resistencia a la guerra, qué muralla hay dentro de ellas contra la que se estrella el derecho a usar la fuerza que nada externo puede arrebatarles. Esa muralla que sirve de contención a Ja violencia que podría brotar por derecho de la misma sociedad es, por cierto, lo que mejor la distingue de la nuestra, organizada en torno a otros muros.

Nuestro interés es claramente un interés por la filosofía política. Entre otros, Sahlins ha dedicado a este asunto una parte importante de sus reflexiones, y, antes que él, Marcel Mauss. Ellos son quienes marcan los linderos de nuestro camino y dirigen nuestra atención hacia un punto principal, el de la organización económica del primitivo. De ahí el sentido de lo que sigue.

El trabajo en la sociedad primitiva se distribuye sobre los ejes de la edad y el sexo, lo que no significa que en un instante cualquiera los hombres, por su lado, y las mujeres, por el suyo, estén haciendo lo mismo. Esa afirmación indica un promedio de actividades a lo largo del año, no un horario, ni siquiera fluctuante, por jornada, e indica sobre todo que no existen especialistas a tiempo completo. Esto contribuía a volver a los hombres más cercanos entre sí, pues no los separaban las distancias que introducen entre nosotros las actividades económicas, tan grandes en la mayoría de las ocasiones que dos individuos de distintos oficios apenas pueden entrar en contacto.

La explicación definitiva es que se trata de sociedades de parentesco, en las que la actividad económica, lejos de ser un fin en si mismo, se convierte en un medio. Los individuos no buscan los bienes materiales para satisfacer directamente su interés personal, sino que tratan de adquirir, a través de ellos, bienes sociales, lo cual viene a establecer en la realidad una jerarquía de valores que puede considerarse justamente la inversa de la que ponen en práctica nuestras sociedades. Así lo ha demostrado Polanyi (3). De ese modo, los lazos económicos que ligan entre sí a las personas son solamente un pretexto, un instrumento, para la instauración de lazos morales. Puede decirse incluso que las relaciones económicas no son distintas de las morales. En estas condiciones, la sociedad primitiva no necesita instituciones políticas que protejan, estimulen, organicen…, la producción económica. Cuando existen, son escasas y simples. Las cosas que la gente hace no se deben a la necesidad de obedecer la voluntad de alguien, ni siquiera son el resultado de decisiones particulares, sino que a todos les parece tratarse de una obligación que brota de la misma naturaleza de las cosas (4). ¿Por qué habrían de necesitar instituciones políticas con las que controlar sus acciones?

Por todo ello, los vínculos que nosotros establecemos, mediatizados como están por la máquina de la producción económica y percibidos como piezas de un engranaje generalizado, no pueden servir de medida para las poblaciones primitivas. La aplicación de ese criterio solamente ha conseguido distorsionar una v otra vez su comprensión. Las sociedades modernas, a las que acaso convendría mejor el nombre de mecánicas, son sociedades en que el funcionamiento de las fábricas, la redistribución de los productos, la necesaria expansión de los mercados, las necesidades de la producción, en definitiva, constituyen una maquina que transforma las relaciones entre hombres en relaciones entre cosas, el de la obtención de beneficios o cualquier otro similar a éstos, lo cual, por trocar en fin lo que en sí debería ser medio, rebaja la naturaleza del hombre a la categoría de instrumento objetivo, de algo inferior al fin perseguido. Es que nuestras sociedades dan una importancia primordial a la economía. Ella impone la formación y consistencia de los grupos, pues necesita de la cooperación entre las personas para la obtención de los productos.

El orden técnico es grande en la civilización, pero pequeño en la sociedad primitiva. El revés sucede con el orden moral. No me propongo, sin embargo, pintar un cuadro tenebroso de la sociedad actual apoyándome en estas características. Antes la he llamado mecánica, pero no olvido que la ciencia, por ejemplo, uno de los orígenes del poder que la haría merecer tal nombre, ha significado por sí misma libertad de pensamiento, a pesar de que el pensamiento científico mismo seguramente estuvo motivado por la escritura, que fue al principio un instrumento de sujeción. El dios de la historia también debe de escribir derecho con renglones torcidos.

Pero no me interesa entretenerme en los meandros que ha descrito por todas partes el río de la historia, sino ir al fondo, a lo que nos distingue a nosotros de ellos y considerar todo lo demás como superficial y aparente. ¿Qué ha hecho que nuestra civilización haya venido a parar en desarraigamiento, producción de proletariado, explotación de minorías, especialización del conocimiento y de las funciones, heterogeneidad manifiesta por todas partes, escisión del poder en político y económico…? ¿Qué ha sido la historia frente a las sociedades sin ella?

III. EL MUNDO MODERNO

Adoptemos por un instante la perspectiva del progreso, el punto de vista que mira las sociedades como si estuvieran colocadas a lo largo de una senda que va hacia adelante y hacia arriba. ¿Qué es lo que ha progresado? No admitiremos que haya sido el arte, la religión, la moral, las costumbres… Ha habido cambios, pero eso es otra cosa. El progreso indudable ha sido el de lo tecnológico, que habremos de ver, pero solamente para preguntarnos su significado real.

Apenas tres o cuatro focos jalonan este camino. Primero fue la piedra. Su existencia fue larga. Después vino el metal, acompañado de la aparición de las ciudades, la domesticación animal y vegetal, la vida sedentaria. Y, por último… ¿la máquina, la revolución industrial? Sea como fuera, y por muchas vueltas que se le de a estos datos, será difícil producir la impresión de que la evolución de la humanidad ha seguido un curso lento, gradual e imperceptible, hasta desembocar en nuestra época (5).

No parece que haya sido así. Frente al carácter cíclico que por todas partes impera en la naturaleza, por el que también se regía la sociedad primitiva, la moderna sociedad occidental puede significar la ruptura del círculo, el inicio de un tiempo lineal irreversible que por primera vez, y de un modo rotundo inauguraría la socialización de todo lo natural. Así desvela Marx el sentido oculto de la sociedad capitalista. En el mundo natural, que es el de la casualidad, impera la tendencia al centro, el girar sobre si mismo y la repetición. Todo ello es lo mismo. Al árbol le sucede el árbol y así se mantiene el bosque, y lo mismo ocurre en el animal. Las especies son viejas porque sus individuos se suceden con rapidez. Nada nuevo hay bajo el sol de la naturaleza, dice Hegel a este propósito (6). Y con respecto al hombre, si se atiende a su existencia sobre este planeta, también habría que concluir que su suerte, ya se ha dicho, era la misma que corresponde al resto de los seres naturales, la del círculo y la repetición.

Pero he aquí que una sociedad que en principio debería haber sido una más, perdida entre la muchedumbre de sociedades, se ha entregado a un ritmo temporal que no parece tener precedentes. No se ha limitado, como las otras, y como todos los individuos que vienen a la existencia, cuya esencia es la finitud, a conformarse con sus limitaciones y, llegado el caso, a desaparecer, para que siga existiendo humanidad, como muere el árbol para que siga habiendo arboledas, sino que, muy al contrario, ha unificado y englobado a todos los pueblos bajo la misma ley, ha vuelto semejantes a sí a todos los grupos con los que ha entrado en contado, ha explorado el planeta hasta sus últimos rincones, desde las zonas polares hasta las cumbres de las montañas y los lugares más inaccesibles de las selvas, ha instaurado sistemas mundiales de dominación, ha vuelto a producir migraciones de millones de hombres, un fenómeno prehistórico que parecía superado por el sedentarismo neolítico, y ha amenazado, en fin, con hacer desaparecer una diversidad que siempre había sido la norma, pues aún aquéllos que se oponen a su avance tienen que adoptar sus métodos y su estructura, lo cual es la prueba más evidente de su poder arrollador.

Marx pone en el origen de todo esto la infraestructura económica; relaciones de producción y fuerzas productivas. Es un empuje que arrastra todo tras de sí: las leyes, las creencias religiosas, la organización social…, comportándose a la manera de un ordenador que necesitase ser cambiado con la introducción de cada nuevo programa, en lugar de admitirlos todos sucesivamente sin alterar la máquina, lo que parece ser el caso de las sociedades primitivas. La sociedad moderna cambia su estructura a cada nuevo suceso. Es tiempo de historia. Sin entrar en lo acertado o no de la explicación de Marx, en la que hay evidentemente verdades innegables y profundas, puede que, como también parece haberlo entendido Luc de Heusch (7), la versión hegeliana de esta aventura esté en condiciones de brindar, si no una explicación causa' del orden en que se mueven las ciencias físicas y pretende proporcionar cl marxismo clásico, sí una interpretación comprensiva del fenómeno, que sería suficiente para nuestro propósito. Sucede, sin embargo, que en la doctrina hegeliana se trata del devenir del espíritu, ante cuyo solo nombre parece obligado que la ciencia retroceda. Pero debe recordarse que una de las caracterizaciones del espíritu es el impulso:

Y así soy un impulso. El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface, que restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos… Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de sentirme impulsado hacia dl05, son medios de integración; esto constituye, en general, la base de la técnica y la práctica (8).

El mundo comprende lo físico y lo psíquico. Aunque la naturaleza material interviene también en la historia, su papel es subsidiario, relativo al espíritu, que es el (único sujeto de este devenir. El hombre es posterior a la naturaleza física, opuesto a ella (9). Lo natural, que es algo que se extiende en el espacio, tiende a contraerse en un punto, tiende a ser fuera de sí y a destruirse como materia.

Es inerte. El espíritu, por el contrario, que se manifiesta espléndidamente en la acción del hombre, tiende, en la dispersión de todas sus fuerzas, a sí mismo (10), y por ello ha de destruir la resistencia de la oscura materia, para trocaría en la realización de su propio ser. El espíritu es libre y consciente: tiende a sí y sabe de sí. De ahí que el hombre sea negatividad, porque, siendo identidad con su propio concepto por tener conocimiento de sí, convierte en concepto la naturaleza entera cuando da rienda suelta a su impulso. Así se realiza, volviendo espiritual la naturaleza. El hombre es trabajo. También los animales son activos, pero hay una diferencia fundamental, que Marx puso de relieve: el hombre tiene antes en su mente lo que ha de hacer y de ahí precisamente procede su fuerza de transformación, de negación de la inercia natural. Trabajar es maldecir y aniquilar cl mundo, decía Hegel, producir la noche del ser, porque el ser humano es autoconciencia y, en cuanto tal, sus actos vienen animados de un vigor capaz de trastornar la quietud e inmediatez de las cosas y de reunir en torno a sí lo que hay diseminado por el universo. Una de las obras más logradas de esta potencia es la máquina, la actividad del concepto fuera de sí, en lo natural.

La única evolución indiscutible en el transcurso de la humanidad ha sido, ya lo hemos dicho, ésta de la tecnología, la de una acción que significa la guerra contra la opacidad del mundo, la necesidad de imponer fines a lo que por su propia naturaleza carece de ellos. Pero es evidente que esta actividad no ha sido la del pensamiento que se aleja del mundo para contemplarlo, que siempre viene después, sino la del pensamiento práctico, si así puede llamársele, la del que no puede ser ajeno a las cosas, sino que cristaliza y se manifiesta en ellas. La primera aparición de este espíritu fue el artesano de la piedra, la segunda el herrero… Cada uno de ellos ocupa el centro alrededor del cual se ha tejido la malla de cada nuevo avance. Los adelantos han sido pocos, desde luego, pero decisivos con toda seguridad.

Los efectos de la técnica se vuelven transparentes cuando se los contrapone a los de la religión y el arte, porque estos últimos, que son consecuencia mas bien de la contemplación que del interés por transformar la realidad, pueden significar ciertamente una transfiguración de ésta, pero una transfiguración que tiene lugar solamente en el orden de lo especulativo, dejando el mundo tal como lo encuentra, pero la técnica, cuya energía puebla el ambiente de objetos que ya no son más objetos, es decir, cosas en sí, es una alteración afectiva y práctica de lo natural. Podría aducirse quizá que la escultura o la arquitectura son también una transformación real de objetos, pero no sería suficiente, pues siempre se trataría de seres para la contemplación, es decir, de fines en sí mismo y no de medios, mientras que en cualquier útil, por más primario que sea, alienta un impulso que no permite considerarlo como fin, sino solamente como medio. No es posible comparar sobre el mismo plano estas diferentes actividades del hombre, porque la acción desarrollada por el artesano de la piedra, el herrero o el hombre de la máquina cambian realmente el mundo y lo ajustan a los fines del hombre. Lo humanizan. En ellos encarna una fuerza que ha de atacar la reificación del objeto hasta volverlo espíritu. El mineral es en sí un ser carente de significado, y, en ese sentido, no tiende a nada ni tiene finalidad alguna, pero en cualquier instrumento que se fabrique con él hay una huella evidente de alguna intención subjetiva, de algo premeditado, que es lo que esencialmente define al instrumento. De ahí que, cuando el hombre deje de existir, el hacha de piedra, materia ofrecida por la naturaleza a fin de cuentas, dejará de ser hacha y volverá a ser piedra, Y sabemos que ni siquiera esto puede aceptarse sin más, pues para ser piedra debe también mediar un pensamiento, una palabra. Sin el hombre volverá el mundo a carecer de sentido, pero m entras tanto continúa incansable la acción que turba su paz llenándolo de objetos humanos, conformando, en fin, una nueva realidad, que es la única con la que se relaciona el hombre, pues no hay nada para nosotros más allá de nuestras máquinas y objetos manufacturados

Adviértase sin embargo que no se trata aquí de Kant, sino nuevamente de Hegel, porque no se plantea la cuestión de si cabe o no pensar en lo que es en sí la naturaleza al margen de la acción y el pensamiento humanos, sino que se insiste en mostrar que lo natural se revela como algo humano con el ascenso del hombre. Quedaría aún por dilucidar, y en esto nos apartamos ciertamente de la filosofía de la historia de Hegel, si ese ascenso tiene propiamente algún fin, si es una senda que lleva a la plenitud y la satisfacción o más bien a la ruina y la desgracia.

Por lo pronto, es indudable que nuestro mundo da la razón a Hegel: el universo no es más un ser en sí, pues ha sido registrado por la acción y la mente del hombre. Asistimos al triunfo del herrero y sus sucesores, y, entre ellos, particularmente la moderna ferretería del automóvil y el ordenador. Es la naturaleza como resultado, tendiendo a un fin, y también el hombre mismo transformado profundamente. Ya he insistido suficientemente en este último y decisivo cambio y, por lo tanto, no voy a reiterarlo nuevamente. Que lo dicho hasta aquí sirva como descripción, ya que no como explicación, de lo que ha sucedido en nuestra cultura, porque ahora es preciso avanzar un paso en nuestra argumentación, poniendo en tela de juicio precisamente el núcleo de las filosofías de la historia entre ellas la hegeliana y la marxista que hacen esperar la verdad de lo humano del desenvolvimiento de las sociedades en el tiempo, desenvolvimiento que se convierte en ellas en algo semejante a los pasos dados por el matemático en la demostración de un teorema, que se van encadenando entre sí tan rigurosamente que cada uno anuncia y prefigura el siguiente. Si dejáramos de lado esas concepciones, en las que hemos aprendido a ver la esencia de lo humano, entonces sería posible situarse en una nueva perspectiva, si no más rica y reconfortante, sí tal vez más veraz, desde la que poder observar los datos del problema bajo otra luz, de modo que ya no sea posible absorber las etapas primitivas en las civilizadas y considerar a éstas como superación y verdad de aquéllas.

Admito que esto equivale a una violencia inflexión de gran parte de lo expuesto aquí, pero, si bien se ha interpretado lo humano como un poder de negación de lo natural, con capacidad para trocarlo en espíritu, o sea, en un ser con fines y sentido, ello no nos impide pensar que una sociedad que de este modo se entrega al trastorno de la naturaleza no es por esa causa un ser aparte de ella Si solamente hubiéramos tenido en cuenta la religión, el arte o la filosofía, tal vez esta idea no habría adquirido el mismo matiz, pero, después de hacer hincapié sobre la tecnología, podemos concebir que la nuestra es una civilización en la que, según dice Lévi-Strauss a propósito de los automóviles, se ponen frente a frente «sistemas de fuerzas naturales humanizadas por la intención» de quienes las utilizan en su provecho «y a hombres transformados en fuerzas naturales por la energía física de la cual se convierten en mediadores» (11), es decir, no se enfrentan hombres y cosas, en estado puro, sino sujetos transformados en objetos por la energía física que es liberada por su intervención y a objetos transformados en sujetos por la acción de la que éstos son mediadores. Un hombre que conduce un automóvil es algo más que un hombre, pues sus reflejos, su conducta, su velocidad…, son resultado de un aprendizaje y de una energía que proceden de la naturaleza. Y cl automóvil tampoco es un mineral sin más: el fin a que está destinado, la dirección de sus movimientos… son resultado de la acción humana. Por medio de esta actuación se contemplan la naturaleza y la humanidad, cada una en la otra, como un espejo frente a otro espejo, lo cual quiere decir que la definición de lo humano ya no puede ser rotundamente distinta de la de lo natural.

Desde un punto de vista filosófico es de vital importancia el elegir una opción frente a la otra, Se trataría, en definitiva, de decidirse a abandonar la cuestión de si la historia ha impuesto o está a punto de imponer algún sentido sobre la naturaleza. ¿Tiene acaso sentido la cuestión misma? Tal vez no exista ninguna finalidad en la historia y ésta constituye solamente un inmenso círculo de vuelta a la naturaleza, aunque a los ojos de quienes la contemplamos desde nuestro minúsculo observatorio pueda parecernos la curva una recta que se prolonga al infinito. En ese caso nuestra labor no podría ser en modo alguno la de establecer grandes tipología evolucionistas en las que encajar la larga serie de sociedades que han existido antes que la nuestra y la de las que, siendo contemporáneas, están a punto de convertirse en imágenes suyas, si es que no lo son ya de hecho, sino la de confrontar los dos grandes tipos que aparentemente han existido, para buscar un análisis que muestre qué es lo fundamental de cada uno de ellos y dónde reside en verdad la diferencia.

¿Es posible entonces interpretar nuestro mundo de una manera que no contradiga, sino que, más bien, corrobore la idea de que toda la historia no ha sido más que un proceso de vuelta a la naturaleza, o, en todo caso, la demostración ¿e que no ha sido superada la situación que los tratadistas clásicos atribuían al hombre primigenio? Si así fuera, habría que ver en el proceso tecnológico, que ha conmovido tan profundamente las organizaciones humanas, solamente un suceso que ha afectado a la periferia, dejando intacto lo profundo. La humanidad habría vuelto entonces a mostrar al final el mismo rostro que tenía al principio.

En esta perspectiva ya no es válida la contraposición de dos infinitos, uno de los cuales podría atribuirse a los descendientes de Sócrates, y, que residiría en el ilusorio anhelo de la novedad permanente, y el segundo a los de Platón, que no es otro que el de la permanencia inalterable. La humanidad ya no puede considerarse exactamente como una insurgencia frente a' imperio de la casualidad. Lo que dice Hobbes con respecto al estado natural del hombre es nuevamente iluminador. La situación actual puede también considerarse como de guerra de todos contra todos, porque no se ha abandonado la arena en que los hombres se convierten inevitablemente en competidores los unos de los otros y actúan como los gladiadores en el circo, con la mirada fija en el adversario para prevenir y defendieres violentamente ante cualquier ataque, o para agredir también con violencia al contrario si puede preverse que uno mismo habrá de quedar a salvo (12). Estas son palabras pronunciadas a propósito del estado de naturaleza, pero ¿no pueden ser también verdaderas si se las aplica a la naturaleza del estado en nuestro tiempo? Tampoco ahora hay un poder común que, respaldando el derecho internacional, atemorice y obligue a todos; no hay ley que impida el uso de la muerte y mantenga a los contendientes en concordia ni, en consecuencia, hay nociones de bien y mal, de justicia e injusticia, y todo está permitido con tal de no perecer. De estos hechos dice Hobbes que emanan las dos virtudes cardinales del estado de guerra; la fuerza y el fraude (13).

Son, ciertamente, palabras del mal agüero, pero ¿puede negarse que nuestro mundo, escenario de crecimiento paralelo, disuasorio, de los contrarios, de disposición a la violencia y de capacidad, real y jurídica, para utilizarla por parte de un rival cualquiera, es decir, de un estado cualquiera, siempre y cuando pueda prever que el contrario no tendrá tiempo para responder, no queda reflejado en esas páginas de Hobbes?

Estas ideas han sido una fuente de inspiración para las reflexiones de Sahlins sobre la sociedad salvaje (14). Si ésta, argumenta él a su luz, esconde en su seno una tendencia natural a la violencia, mas la violencia nunca llega a ser efectiva, debe ser porque existen algunas instituciones que, no teniendo como finalidad aparente la represión de la fuerza y, el desorden, logran sin embargo desarrollar esa función política sin necesidad de producir organizaciones especializadas. Esto le conduce a meditar sobre la estructura política presente en la religión, el parentesco, y sobre todo, en la economía del primitivo. A. nuestro parecer, la perspectiva que mejor se ajusta a las modernas sociedades es con variaciones profundas que habría que analizar, la misma, pues también los estados modernos, instituciones especializadas en la represión de la violencia, se comportan sin embargo como los individuos naturales de Hobbes: en cuanto sujetos que se hallan en posesión de un derecho a la fuerza que en ninguna manera se les puede cuestionar, son iguales entre sí; por su disposición a la guerra y su capacidad de ponerla en práctica, son enemigos unos de otros. Luego, si la agresividad en cada uno de ellos tiende a convertirse en rea' en la medida en que prevea que él mismo ha de quedar inmune, la violencia de cada cual es copia exacta de la de los demás. Esta es nuestra situación, como un espejo que multiplica las imágenes idénticas, o, de manera menos metafórica, como el dios que Heráclito vio organizar el universo: «La guerra es el padre y el rey de todas las cosas. A algunas las ha convertido en dioses, a otras en hombres; a algunas ha esclavizado y a otras ha liberado» (15).

El papel de los productos más acabados y perfectos que la tecnología ha dado de sí es de suma importancia en este contexto, pero ha sufrido una variación radical. Puede decirse que ya no son instrumentos; la llamarada con que éstos podrían envolver todo el planeta, que es la finalidad para la que han sido creados, no pasa de ser una amenaza por el momento. Ello hace que sean instrumentos inútiles, lo cual encierra una ¿contradicción ir' terminis. Se han convertido en símbolos, como los objetos de la religión y el arte, pero su significado es distinto de ellos: el derecho a la fuerza que ninguna ley es capaz de reprimir definitivamente. No son, pues, un poder efectivo, pues no se usan, sino un símbolo de poder. Supremo triunfo ¿o supremo fracaso? de los sucesores del herrero, son la espada que ningún estado llega a empuñar, pues, siguiendo nuevamente la idea de Hobbes, ninguno es capaz de servirse de ella, de adquirir la contundencia de Leviathan, para alzarse sobre los demás y hacer que cese el derecho a la guerra. Significan la violencia generalizada que la sociedad primitiva sabía impedir, pero que en la sociedad civilizada, salvo que también ella demuestre poseer aquella sabiduría, podría desatar una brutalidad que arruinase todo orden y toda vida, y podría de ese modo ser el cierre de un círculo que parecía una línea tendida al infinito.

El progreso de la tecnología, el único progreso, no nos ha hecho ser otros, pues, a tenor de lo dicho, hemos vuelto a desembocar en lo que éramos. Al menos por esta lado la diferencia no es abrumadora ni insalvable, por mucho que se quiera aducir la abundancia de instrumentos de que gozamos nosotros frente a la carencia de que adolecen ellos. Este asunto es una meta cuestión de cantidad. Podría objetarse, dependiendo del punto de vista que se elija, que nuestras maquinas han aumentado la felicidad, o la desgracia, en este planeta, pero es pronto todavía para decidir en este tema, porque solamente se puede juzgar con seguridad teniendo ante sí un largo plazo de tiempo, y aún falta saber lo que esconden dentro de silos ordenadores, la biotecnología…

La diferencia, si la hay, debe plantearse entre lo que hemos venido llamando espíritu y la naturaleza. El primero es ansiedad, voluntad de dominio y tendencia a la dispersión. Es lo que le hace separarse de la sociedad natural, que es moderación y permanencia, y, al mismo tiempo, el material sobre el que trabaja el espíritu, introduciendo en él la finalidad. En eso consiste la historia. Pero ésta va siempre en pos de algo trascendente a ella que sin cesar se le escapa, pese a que de ello dependen su sentido y su racionalidad. Y, cada vez que el filósofo hace un esfuerzo por fijarlo, parece como si la realidad se empeñara en burlarse de él contradiciéndolo. ¿Qué persigue entonces la historia? ¿Habrá que decir que carece de fines? Aunque así fuera, sería inmoral el dejar de buscarlos. Esta es, dicho sea de paso, una de nuestras más punzantes contradicciones.

A pesar de todo, la finalidad, una característica del espíritu, es el mejor criterio que puede utilizarse para comprender lo que separa a las sociedades y para entender qué es lo que fundamentalmente las constituye. Es cierto que resulta prácticamente imposible contemplar el transcurso de la humanidad desde ese punto de vista, pero sí, como decía Aristóteles, lo que define la esencia de una cosa, ya sea natural o artificial, es el fin para el que ha sido hecha, el estudiar los fines de las instituciones centrales de la sociedad primitiva, frente a los de la civilizada, puede ser una investigación que ilumine lo esencial de ambas.

Es necesario, pues, localizar esas instituciones a que nos referimos, Respecto a la civilización, vuelve a ser útil recurrir nuevamente a la filosofía hegeliana, para reconocer en el estado lo que más la caracteriza. Este es la manifestación suprema del espíritu en la historia, «el objeto inmediato de la historia universal» (16). Pero, preciso es advertirlo; el haber abandonado la concepción de que la historia esté satisfaciendo un programa que conduce hacia algún fin, lo que implica dejar de lado una parte sustancial de la filosofía de Hegel, y dedicar ahora la atención a uno de los temas centrales de la misma, no puede considerarse un contrasentido, aun sirviéndonos de sus ideas para reinterpretar la noción de espíritu, pues el hecho de reconocer en el estado la institución máxima de la civilización occidental es algo que se encuentra en los estudiosos clásicos de la filosofía política, siendo Hegel uno más de ellos. La diferencia con respecto a él es que no consideramos dicha institución como la realización de un ser en el que encuentra por fin sentido la sociedad, sino como el instrumento con que esta procura satisfacer una demanda que también está presente en la vida primitiva: la represión de la violencia. De ese modo dejamos también de concebirla como el vértice de la pirámide social, como el bien moral que justifica y hace bueno a todo el resto. Estas ideas se verán con claridad en las líneas que siguen.

Decíamos más arriba, siguiendo a Aristóteles, que es la finalidad lo que define el ser. Según eso, la esencia de los productos que salen de la mano del hombre es el uso a que se los destina, lo que hace que entre sí sean diferentes y, por canto, no intercambiables. El asimilar una cosa a otra es un engaño producido por la moneda, cuya función radica precisamente en su capacidad de traducir los objetos entre sí. Pero no pasa de ser una ilusión social el pretender que el dinero es la medida de todos los valores. El valor mercantil de las cosas no descubre la realidad de éstas, antes al contrario la oculta. Este es el sentido de la crítica que Platón dirigía al sofista Protágoras. La idea de que el hombre es medida de todas las cosas equivalía para el pensamiento platónico a la afirmación de que la convención humana es el criterio de todo, razón por la que simbolizaba en el sofista al hombre que, en la teoría, no sabe traspasar la cáscara del no ser y, en la práctica, a un traficante entregado a ocupaciones mercantiles (17).

Si la realidad humana es una realidad de conflicto latente, tendrá valor auténtico aquello que en la sociedad de los hombres colabore al mantenimiento de la concordancia, y lo que se aleje de este fin o no tenga que ver con él será ilusorio o convencional, es decir, algo que no se relaciona de cerca con lo que es en verdad propio de la naturaleza humana, porque ésta impone como primera obligación buscar la paz. Las sociedades primitivas han obedecido este mandato de una manera peculiar. En ellas, según Mauss,

no se da término medio: o se confía o se desconfía completamente; se deponen las armas y se renuncia a la magia o se da todo, desde la hospitalidad fugaz hasta la entrega de hijas y bienes. En estados de este tipo, los hombres han renunciado a sí para entregarse a dar y devolver (18).

Pero renunciar a sí «para entregarse a dar y devolver» no es el fin que se propone intercambio económico. Entre nosotros es más bien el interés individual ¿Habrá que decir que éste está alejado de la realidad de las cosas? Ciertamente sí, pues no parece dedicado a mantener la paz, en tanto que el «entregarse a dar y devolver» ha constituido, dice Mauss, la única sabiduría que se ha dado «de un extremo a otro de la evolución humana» (19), una sabiduría profunda cuyo descubrimiento fundamental no ha sido otro que el de reconocer y sofocar el origen de la violencia, para lo que ha sido necesario poner en práctica un tipo de intercambio de bienes en que no se trata ante todo de dar rienda suelta al deseo de poseer, de adquirir riquezas, sino de poner de manifiesto virtudes morales como la prodigalidad, la grandeza, la libertad…; en que todo se da, se recibe y se devuelve por imposición de las cosas mismas, pues «todas las cosas quieren ser dadas» (20); en que, finalmente, los hombres quedan ligados entre sí por los sutiles pero indisolubles lazos del desinterés y las obligaciones recíprocas, donde no «hay más que una rueda (que gira siempre en la misma dirección)» (21). Es que, como decía Hobbes, se debe buscar la paz cuando hay esperanzas fundadas de lograrla, y, cuando no, se deben aprovechar las ventajas de la guerra (22).

No es necesario penetrar en la riqueza de ideas que encierra el Ensayo sobre los dones de Mauss. Baste decir que sus reflexiones pertenecen por derecho propio a la mejor tradición de la filosofía política, porque muestran fehacientemente que la economía del primitivo no es economía, sino política, pues su función es social, y porque enlazan en una solo cuerpo lo cognoscitivo y lo moral. De ahí que su ensayo debiera quizá considerarse más cercano a una indudable pasión por la sabiduría que a la estricta ciencia empírica.

A nuestra sociedad, loor último, parece faltarle ese saber que atribuyen Mauss y Sahlins a la primitiva. Entre nosotros tiene el máximo prestigio Ja moneda, una convención humana que no sirve, aparentemente al menos, al fin colectivo de la paz, sino al del interés particular. Nuestra manera de intercambiar cosas se ha abstraído de la realidad que le dio origen al prescindir los hombres de los lazos y obligaciones que la economía ha servido siempre para instaurar. Así han quedado todos libres, sin sentir que tienen deberes entre sí, que se deben unos a otros, y que nadie se pertenece a sí mismo, como no pertenece al deudor el dinero que adeuda. Hemos olvidado que todo, personas y cosas, ha de darse, y en ese olvido se nos ha extraviado también un concepto importante, el de la solidaridad. En conclusión, si el hombre es tiempo, cuando entrega a otro un producto en el que ha empeñado su tiempo, se entrega a sí mismo con él. Pero no puede quejarse de injusticia si a cambio de él recibe, en otro producto, el ser de otro hombre ¿No nos ha enseñado Marx a ver alienación en cualquier otro intercambio distinto de éste? No otra cosa significa el triunfo del animal económico frente al animal político.

IV. CONCLUSIÓN

Confío en que las páginas precedentes hayan bastado para mostrar la fuente común en que beben la filosofía y la antropología. No quiero decir que sea la única, ni, con respecto a ella, considero interesante tratar de establecer prioridades académicas. La reflexión solamente puede reconocer prioridades lógicas. Aunque el conocimiento de sí ha tenido una trayectoria laberíntica, espero haber contribuido a simplificar las cosas simbolizando en Platón y Sócrates las dos líneas de pensamiento que más luz han arrojado sobre este punto. El hombre socrático, un ser cuya esencia debe por fuerza consistir en búsqueda de la infinidad, es, cuando se le traspone a la vida activa, el horno oeconomicus. Su contrapartida intelectual no es aceptable, pues separa a un hombre de otro en la comprensión de sí. Lo mismo sucede en la práctica: el individuo que se dedica a sí propio, a su propiedad, con exclusión de cualquier otro interés, solamente consigue la separación y disgregación de todos los hombres. Esto es algo que sospechaban Platón y Sófocles: en el hombre dejado a sí mismo despiertan la pasión de infinito y la amenaza de destrucción.

El núcleo del saber primitivo es semejante a la opción platónica. La rueda que siempre gira en esas sociedades consiste en que nadie es abandonado a sí mismo. Ellas son la rueda, pues todo, personas y cosas, se da, se recibe y luego se devuelve. Las nuestras, por el contrario, han dejado de describir esos giros. La historia y el progreso, elevadas a categoría morales, han sido la perspectiva desde la que por mucho tiempo se ha tratado de entenderlas, pero la historia y el progreso ha acabado por arrojar una luz muy escasa La tecnología, que no propiamente la técnica, ha producido solamente una acumulación cuantitativa de productos, pero por si misma no significa un cambio radical. Es más iluminador el punto de vista político, pero planteándolo de la manera en que lo hacen Mauss, Sahlins y Hobbes. Con todo, la cuestión está muy lejos de poderse considerar acabada.

Pero, se objetará tal vez: ¿no es equivocado buscar la diferencia exclusivamente por el lado de la acción? ¿No ofrecen ningún interés a este respecto el sabio, la ciencia, el conocimiento? ¿Dónde queda la posibilidad de tomar la cultura como un proceso de liberación de la razón, como un camino que conduce a la autocomprensión? ¿No era éste acaso uno de los intereses básicos que unían al antropólogo y al filósofo?

Estas cuestiones son extremadamente importante, porque afectan no sólo al objetivo mismo de la investigación, sino al papel que corresponde desempeñar al investigador en medio de este mundo que le es revelado por su ciencia. Es un asunto esencial, frente al cual no cabe el olvido o la indiferencia. El descubrir que la historia no es lo que habíamos creído, sino algo mucho más desesperanzador, o bien el caer en la cuenta de que el saber no sirve, o no sirve todavía, para cambiar el mundo o para justificarlo no permite una actitud escéptica o nihilista. No hay motivos claros que nos obliguen a aceptar que la sociedad moderna representa la ruptura de las particularidades que hasta ahora habían sido la norma en la vida humana y, a través de esa ruptura, el acceso a una superior racionalidad que las engloba a todas en un concepto universal de humanidad; no hay razones evidentes por las que haya de pensarse nuestro mundo como el hallazgo de algún elemento fundamental en que, más allá de las figuras concretas que son las innumerables culturas que han existido, consista lo esencial del hombre. En este terreno casi todo está todavía por hacer, por lo que el escepticismo y el nihilismo deben juzgarse solamente como un abandono.

Podría pensarse que la ciencia esta contribuyendo a resolver estos interrogantes, pero aquí es necesario hacer algunas distinciones. La primera es que la ciencia no es una, Se ha solido pensar con excesiva frecuencia que su único procedimiento es la explicación mediante leyes causales lógicamente necesarias, pero, aparte ¿e que esto es muy discutible, su aceptación literal conduciría a borrar como no científicas grandes parcelas de actividad intelectual que están presentes incluso en disciplinas como la física o la química. Y es muy discutible porque, entre otras razones, si se admite que sólo hay verdad en una explicación cuando viene formulaba en términos de leyes lógicamente necesarias, entonces, puesto que en un estado cualquiera de la explicación no es posible deducir todas sus leyes y teorías de otras lógicamente anteriores, porque ello conduciría a una regresión al infinito, habría que admitir que es imposible alcanzar una sola verdad científica (23).

Por otro lado, es necesario observar que la aplicación de las categorías científicas a la vida humana da un resultado bien distinto al que producen en la interpretación de lo natural. La ciencia considera quizá como realmente existente, por ejemplo, el modelo de realidad que instauró la teoría atómica de finales del pasado siglo, o el que derivó de ahí, pero esta aceptación no es decisiva para el quehacer científico, pues, aunque se recibiera esa tesis ontológica sólo de manera provisional, no por ello se alterarían los resultados, cosa que no sucede en el terreno de lo humano, donde el aceptar como verdadero un estado cualquiera de la vida del hombre lleva consigo inmediatamente la concepción de los demás como aparentes, y así, al advertir que la racionalidad que impera en la vida social no se parece, ni siquiera lejanamente, a la científica, se corre el riesgo de definir aquélla como falsa y de buscar, desear y tener por moralmente buena otra diferente, que no existe, o no existe todavía. A pesar de todo, este procedimiento no puede jugarse sin más como un error. Lo que sucede es que urge una clarificación. de la utopía, un análisis que determine cuáles son sus limites, su poder y sus instrumentos. Así podrían también situarse las tesis científicas en el lugar que les corresponde, pues, a pesar de que la ciencia no puede ser irracional, no por ello todo lo racional es ciencia, lo cual quiere decir que las verdades que ella nos otorga, condenadas como están a mantenerse en un nivel formal -por más que se me explique, nunca viviré la vida de un nativo-, siempre dejan sin cubrir aspectos básicos de la vida práctica, que sólo pueden ser atendidos desde una más amplia racionalidad. La ciencia no es un absoluto. Ella introduce cortes dentro de lo real para ver de alcanzar el objeto, pero cada existencia concreta es un reagrupamiento especial de las partes seccionadas, de un modo que no puede ser tenido en cuenta por el entendimiento. No se puede primar la intuición personal sobre la acción del intelecto, pues las verdades de aquélla no son la verdad de lo real, pero tampoco se puede entronizar a la ciencia sobre el resto de las actividades de la razón. La filosofía sigue siendo critica de los limites y la actividad de la ciencia, y, simultáneamente, un intento por integrar lo que ésta va produciendo en la perspectiva de lo individual. Se preocupa de los frutos de la investigación, pero no se olvida del investigador.

Emiliano Fernández Rueda

Publicado en V.V.A.A., Antropología social sin fronteras, Instituto de Sociología Aplicada de Madrid, Madrid, 1988, págs. 109 a 131.


 

Notas:

1) V. Vernant, J. P., Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Ariel, Barcelona, 1973, p. 109.
2) Platón, Fedón, Trad. de L. Gil, Guadarrarna, Madrid, 1969, 72, AC.
3) V. Redfield, R, El mundo primitivo y sus transformaciones, Trad. de E. E. Aramburo, F.C.E. México, 1978, págs. 26-27.
4) V. Redfield, R., Ibid., págs 29-31.
5) V. Heusch, L. de, Estructura y praxis. Ensayos de antropología teórica, trad. de A. G. del Camino, Siglo XXI, México, 1973, págs. 185-204.
6) V. Hegel, G. W. F., Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, trad, de J. Gaos, Alianza Universidad, Madrid, 1986, pág. 73.
7) V. Heusch, L. de, Ibid., pág. 1868) Hegel, G. W. F., Ibid. F., Ibid, pág. 63.
9) V. Hegel, G. W. F., Ibid., pág. 19.
10) V. Hegel, G. W. F., Ibid., pág. 62.
11) C, Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, trad, de F. G. Aramburo, PCE., México, 1964, pág. 322.
12) Th. Hobbes, Leviathan, or the matter, form & power of a commonwealth ecclesiasticall and civill, Penguin Books, London, 1979, sec. 1ª, XIII y XIV.
13) V. Th. Hobbes, Ibid., sec. 1ª, XIII.
14) V. M. Sahlins, Economía de la Edad de Piedra, Trad. de E. Muñiz y E. R. Fondevila, Akal, Madrid, 1977, págs. 190 y ss., y M. Sahlins, Las sociedades tribales, Trad. de F. Payarois, Labor, Barcelona, 1972, págs. 16 y ss.
15) Heráclito, Fragmentos, trad de L. Farré, Orbis, Madrid, 1985, nº 53.
16) G. W. F. Hegel, Ibid. pág. 103.
17) V. J. P. Vernant, Op cit., pág. 359.
18) M. Maus, «Ensayo sobre los dones. Razón y forma del cambio en las sociedades primitivas», en M. Mauss, Sociología y antropología, trad. de T. R. de Mantin-Retotillo, Temos, Madrid, 1971, pág. 261.
19) M. Mauss, Ibid., pág. 251.
20) M. Mauss, Ibid., pág. 236.
21) M. Mauss, Ibid., pág. 240.
22) V. Th. Hobbes, Ibid., sec. 1ª., XIV.
23) V. E. Nagel, La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica, trad. de N. Míguez, Paidós, Buenos Aires, 1978, págs. 300 y ss.


 

Share
Comentarios desactivados en Antropología social y filosofía

Entre la ley y el crimen

Algunos de los simpatizantes que tiene el terrorismo etarra se han hecho la ilusión de haber hallado el término medio entre el Estado y esa banda que se llama a sí misma socialista e independentista, para lo cual tienen que otorgar a ésta la autoridad que solo corresponde al Estado y a los secuaces de la misma que han muerto por causa propia o ajena la dignidad moral que solo corresponde a sus víctimas. Al querer ponerlas en pie de igualdad no se dan cuenta de que no existe un punto medio entre la ley y el crimen.

A uno de ellos, que ha encontrado un centro de resonancia en cierta organización que pretende cosas tales como la pacificación y la resolución del conflicto y en un periódico autodenominado independiente, se le ha ocurrido que el asesinato de Lasa y Zabala tiene que producir en cualquier persona de bien el mismo sentimiento de pena y dolor que produce el de una víctima cualquiera de la banda.

A esto hay que contestar, en primer lugar, que si tal asesinato pudo ser perpetrado por servidores del Estado, no lo fue desde luego en cumplimiento de la ley que tenían la obligación de obedecer, sino en contra de ella. No hubo en aquel caso equidistancia posible entre la ley y el crimen. Los ejecutores de aquel acto estaban del lado del segundo. ¿Qué más da lo que se sienta o deje de sentir en un caso así? ¿Acaso es necesario hacer otra cosa que distinguir con precisión dónde está una y dónde el otro?

Y, en segundo lugar, hay que decir que si el sentimiento se convierte en criterio moral, entonces la moral deja de existir. Al que siente algo siempre se le puede oponer otro que siente lo contrario y ambos estarán en lo cierto. La moral excluye por eso los sentimientos y las inclinaciones individuales, porque son múltiples y contrarios entre sí, en tanto que un principio moral es universal o no es principio moral.

Mejor criterio ha tenido una juez que, dejándose llevar de su inclinación personal, ha insultado a unos etarras en pleno juicio y ha decidido después retirarse del mismo para evitar incluso la apariencia de que su sentimiento pudiera influir en su sentencia. Esa mujer sí ha dado muestras de comprender a la perfección que el recto juicio, legal o moral, tiene necesidad de prescindir del sentimiento personal.

Es así porque la juez sabe que en algunas ocasiones lo moral es lo contrario de la inclinación. Todos conservamos la vida por inclinación y no por obligación moral. Es lo corriente. El valor moral de una persona resplandece, sin embargo, cuando su vida se ha vuelto tan desventurada que tiene motivos sobrados para abandonarla, pese a lo cua sigue viviendo porque sabe que el suicidio es inmoral. Al obrar contra su inclinación una persona así manifiesta el más alto nivel moral.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez. Archivo sonoro:30-11-11)

Share
Publicado en Filosofía práctica, Moral | Comentarios desactivados en Entre la ley y el crimen

Libre albedrío

 


Breve escrito de Santo Tomás sobre el libre albedrío del que seguirán disponiendo los condenados en el infierno. Sígase la argumentación aunque solo sea como ejercicio lógico. Y entiéndase bien la conclusión: que ni siquiera los réprobos sin esperanza pierden la libertad.


 

Capítulo CLXXIV. En qué consiste el castigo del hombre con respecto a la pena de daño

Como la desdicha a que la malicia conduce es contraria a la felicidad a que conduce la virtud, necesario es que aquellas cosas que pertenecen a la desdicha, estén en oposición a las que pertenecen a la felicidad. Hemos dicho antes que la felicidad suprema del hombre, en cuanto a la inteligencia, consiste en la visión plena de Dios, y en cuanto al afecto, en que la voluntad del hombre está confirmada de una manera inmutable en la bondad primera. Por consiguiente, la extrema desdicha del hombre consistirá en que la inteligencia estará totalmente privada de la luz divina, y el afecto obstinadamente alejado de la bondad de Dios. Esta es la principal pena de los condenados, llamada pena de daño. Debemos considerar, sin embargo, una cosa que se deduce de lo que hemos dicho y es, que el mal no puede excluir totalmente al bien, puesto que todo mal tiene su Principio en algún bien. Es necesario, por consiguiente, que la desdicha, aunque opuesta a la felicidad, que estará inmune de todo mal, esté fundada en un bien de la naturaleza. El bien de una naturaleza intelectual consiste en que la inteligencia vea la verdad, y la voluntad tenga tendencias al bien. Como toda verdad y todo bien se derivan del primero y sumo bien, que es Dios, resulta de ahí ser necesario que la inteligencia del hombre, colocada en la extrema desdicha, tenga cierto conocimiento de Dios y cierto amor de Dios, en cuanto que es principio de las perfecciones naturales, que es el amor natural, no en cuanto a lo que Él es en sí mismo, ni tampoco en cuanto que es principio de las virtudes o de las gracias y bienes de todo género, por los cuales perfecciona una naturaleza intelectual, lo cual es la perfección de la virtud y de la gloria. Los hombres constituidos en este estado de desdicha, no están privados del libre albedrío, aun cuando tengan la voluntad firme en el mal de una manera inmutable, del mismo modo que sucede en los bienaventurados, aunque su voluntad esté afirmada en el bien. En efecto: el libre albedrío se extiende propiamente a la elección; y la elección se ejerce sobre cosas que pertenecen al fin. Es así que cada uno desea naturalmente el fin último; luego todos los hombres, por lo mismo que son inteligentes, desean naturalmente la felicidad como el fin último, y la desean de una manera tan inmutable, que nadie puede querer ser desgraciado, sin que esto repugne al libre albedrío, que no se extienda más que a las cosas que pertenecen al fin. En cuanto a que un hombre cifre su felicidad suprema en tal cosa particular, y otro en otra diferente, esto no conviene ni a éste ni a aquél como hombre, supuesto que los hombres difieren en sus juicios y en sus apetitos, sino que esto conviene a cada uno, en razón de sus disposiciones personales.

Digo disposiciones personales, relativamente a alguna pasión o hábito, y esta es la razón por qué si fuera transformado, le parecería otra cosa la mejor, como se observa perfectamente en aquellos que por pasión desean una cosa como, la más excelente; pero cuando la pasión desaparece, como la cólera o la concupiscencia, ya no les parece bueno, como les parecía antes. Los hábitos son más permanentes, y por eso se persevera más firmemente en las cosas que se buscan por hábito. Sin embargo, siempre que pueda mudarse el hábito cambian igualmente el apetito y el juicio del hombre sobre el fin último; pero esto no conviene a los hombres en esta vida, en la cual están constituidos en un estado de mudanza. El alma después de esta vida es intransformable, en cuanto a la alteración, porque semejante transformación no la conviene más que por accidente y relativamente a cierta transformación corporal. Después que el alma haya vuelto a tomar su cuerpo, no se seguirá un cambio de cuerpo, sino lo contrario. El alma está actualmente unida a un cuerpo engendrado, y, por consiguiente, sigue las transformaciones del cuerpo; entonces, por el contrario, el cuerpo estará unido a una alma preexistente, y, por consiguiente, seguirá totalmente sus condiciones. Sea cual fuere el fin último que el alma haya elegido, y en el que se encuentre en el estado de muerte, en ese estado permanecerá eternamente apeteciéndole como el mejor, sea bueno o sea malo, según estas palabras del Eclesiastés, XI: "Si cayere el árbol al Norte o al Mediodía, en cualquier lado que caiga, allí quedará". Por consiguiente, después de esta vida los que sean considerados buenos en el artículo de la muerte, tendrán eternamente su voluntad afirmada en el amor al bien; y, por el contrario, los que sean considerados malos, obstinados eternamente quedarán en el mal.

Sto. Tomás de Aquino, Compendio de teología, cap. CLXXIV


 

Share
Comentarios desactivados en Libre albedrío

Ecologismo

El ecologismo es una de las últimas derivaciones del artificialismo que comenzó en Hobbes. Este filósofo concebía a los hombres como cuerpos individuales moviéndose en el espacio y a la sociedad como un resultado artificial de sus intereses egoístas. Aunque el estado de naturaleza era en su obra un estado de máximo peligro que la razón aconseja abandonar cuanto antes para no perecer, las transformaciones de la idea de un pacto fundador del estado civil han desembocado en un extraño magma de convicciones sobre la sociedad como el mal que se debe extirpar y de la naturaleza como la víctima del poderío humano, como si ahora ésta fuera también producto del artificio.

No observamos buena conducta hacia ella, dice Leonardo Boff. Ella es generosa cuando nos ofrece todo lo que nuestras necesidades exigen, pero nosotros no le damos nada a cambio, la tratamos con violencia, la convertimos en un basurero, no nos esforzamos por conocer su historia, su naturaleza, su flora, las montañas, los ríos, etc. Herederos del espíritu científico moderno, la concebimos como una máquina y no comprendemos que tiene vida y conciencia. Los bosques y las selvas, los ríos y los montes, las estrellas, todo el universo canta una canción que no sabemos oír, al contrario de los poetas y los pueblos antiguos. Nuestra técnica y nuestra ciencia solo saben dominar[1].

He aquí una personalización extraña de lo que Boff y tantos otros llaman “la naturaleza”. Generosidad, abnegación, belleza… ¿Son metáforas en boca del teólogo o son descripciones realistas? En todo caso, es algo muy nuevo frente a la tradición cristiana, que logró desmitificar la naturaleza en que creía el paganismo y dejarla disponible para que el espíritu científico la abarcara. La ciencia natural es hija del cristianismo.

Con el ecologismo parece volverse al paganismo, a la divinización de la naturaleza, sea en la versión de Boff o en la de otros como James Lovelock, el autor de la hipótesis Gaia sobre la Tierra como un organismo que se regula por sí mismo con el fin de mantener la vida. Pudo tener justificación mientras fue una reacción de sentido común contra los excesos de la industria, pero la perdió al divinizar la naturaleza. Una naturaleza que, dicho sea de paso, no es más que la idea que abriga el hombre de ciudad.

Podría calificarse de ideología progresista, pero es reaccionaria. Muchos socialistas la han abrazado, olvidando que el socialismo tuvo siempre el objetivo de poner la naturaleza al servicio del hombre. Cuando Zapatero dice que la tierra pertenece al aire está traicionando los ideales tradicionales de su partido.

Lo sorprendente es que el ecologista se comporta como si el hombre hubiera creado el mundo y fuera su dueño. Promueve la producción de energías alternativas a costa de gastos inmensos, la dedicación de grandes extensiones de terreno al cultivo de biocombustibles, obliga a los estados a suscribir el tratado de Kyoto, predica la necesidad de reducir la población mundial, etc. Y, dado que acompaña sus admoniciones con razones que extrae unas veces del sentido común y otras del acervo científico, es un personaje con altas dotes de persuasión.

 


[1] http://servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=418


 

 

Share
Publicado en Filosofía práctica, Política | Comentarios desactivados en Ecologismo

La Causa Suprema

 


Se parte de lo más alto por vía de afirmación y se comienza por lo más bajo por vía de negación. Teología positiva y teología negativa. Para afirmar algo sobre un Ser al que no llega ninguna afirmación hay que apoyarse en lo más cercano a Él. Más conforme a razón será entonces atribuirle predicados como “vida”, “bien”, “entendimiento”, etc., que “piedra”, “aire”, "enfado", etc. No obstante, ambas clases de predicados coinciden en el “no” con respecto a la Causa Suprema, por lo que el camino negativo es el más adecuado para llegar a Ella.


 

CAPÍTULO IV. QUE NO ES NADA SENSIBLE LA CAUSA TRASCENDENTE A LA REALIDAD SENSIBLE

Decimos, pues, que la Causa universal está por encima de todo lo creado. No carece de esencia, ni de vida, ni de razón, ni de inteligencia. No tiene cuerpo, ni figura, ni cualidad, ni cantidad, ni peso. No está en ningún lugar. Ni la vista ni el tacto la perciben. Ni siente ni la alcanzan los sentidos. No sufre desorden ni perturbación procedente de pasiones terrenas. Que los acontecimientos sensibles no la esclavizan ni la reducen a la impotencia. No necesita luz. No experimenta mutación, ni corrupción, ni decaimiento. No se le añade ser, ni haber, ni cosa alguna que caiga bajo el dominio de los sentidos.

 

CAPÍTULO V. QUE LA CAUSA SUPREMA DE TODO LO INTELIGIBLE NO ES ALGO INTELIGIBLE

En escala ascendente ahora añadimos que esta Causa no es alma ni inteligencia; no tiene imaginación, ni expresión, ni razón ni inteligencia. No es palabra por sí misma ni tampoco entendimiento. No podemos hablar de ella ni entenderla. No es número ni orden, ni magnitud ni pequeñez, ni igualdad ni semejanza, ni desemejanza. No es móvil ni inmóvil, ni descansa. No tiene potencia ni es poder. No es luz ni vive ni es vida. No es sustancia ni eternidad ni tiempo. No puede la inteligencia comprenderla, pues no es conocimiento ni verdad. No es reino, ni sabiduría, ni uno, ni unidad. No es divinidad, ni bondad, ni espíritu en el sentido que nosotros lo entendemos. No es filiación ni paternidad ni nada que nadie ni nosotros conozcamos. No es ninguna de las cosas que son ni de las que no son. Nadie la conoce tal cual es ni la Causa conoce a nadie en cuanto ser. No tiene razón, ni nombre, ni conocimiento. No es tinieblas ni luz, ni error ni verdad. Absolutamente nada se puede afirmar ni negar de ella.

Cuando negamos o afirmamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni quitamos. Porque toda afirmación permanece más acá de la causa única y perfecta de todas las cosas, pues toda negación permanece más acá de la trascendencia de aquel que está simplemente despojado de todo y se sitúa más allá de todo.

(Pseudo-Dionisio Areopagita, Teología mística, caps. IV y V)


 

Share
Comentarios desactivados en La Causa Suprema

Multiculturalismo

Hace poco daba alguna receta para no ser facha. Pero no dije lo más importante. Y lo más importante es que hay ser contracultural y también multicultural.

Lo primero va de suyo con el victimismo y no añadiré nada por ahora. Lo segundo es la clave de todo, lo que todo buen izquierdista y progresista no tiene más remedio que ser. El multiculturalismo es la fuerza motriz del izquierdismo postmoderno. No es más que la transmisión del individualismo romántico, de aquel sentimentalismo que puso en el yo el centro generador de la vida intelectual y espiritual de la especie, a la vida política, de donde resulta el engrandecimiento de todo lo particular sobre lo general.

Diviniza algunos momentos históricos o locales de la cultura humana, momentos no sustantivos, sino adjetivos, y los presenta a la adoración de sus fieles. Está muy próximo a la estupidez. Pero tiene un cierto halo de dignidad que a los ojos de muchos lo presenta como moderno y progresista.

Cualquier delirio puede valer. Todo es bueno para reclarmar la diferencia, para exigir el reconocimiento de la identidad. Esto produce de paso una paradoja chocante. Dado que todo es multicultural, todo es individual, por anormal o perverso que haya podido parecer en otro tiempo y otros lugares, tiene derecho al mayor respeto. En esto somos todos iguales.

Este es el motivo de que el multiculturalismo haya llevado la igualdad mucho más lejos que el socialismo, hasta llegar a borrar toda diferencia entre la homosexualidad y la heterosexualidad, entre el sexo masculino y el femenino, entre la juventud y la vejez, entre lo socialmente patológico y lo normal, etc.

Al aceptar como igualmente buenas todas las conductas, este sectarismo ideológico socava las bases morales de la convivencia social y es por ello más peligroso que otras ideologías del pasado.

Share
Publicado en Filosofía práctica, Moral | Comentarios desactivados en Multiculturalismo