El ecologismo es una de las últimas derivaciones del artificialismo que comenzó en Hobbes. Este filósofo concebía a los hombres como cuerpos individuales moviéndose en el espacio y a la sociedad como un resultado artificial de sus intereses egoístas. Aunque el estado de naturaleza era en su obra un estado de máximo peligro que la razón aconseja abandonar cuanto antes para no perecer, las transformaciones de la idea de un pacto fundador del estado civil han desembocado en un extraño magma de convicciones sobre la sociedad como el mal que se debe extirpar y de la naturaleza como la víctima del poderío humano, como si ahora ésta fuera también producto del artificio.
No observamos buena conducta hacia ella, dice Leonardo Boff. Ella es generosa cuando nos ofrece todo lo que nuestras necesidades exigen, pero nosotros no le damos nada a cambio, la tratamos con violencia, la convertimos en un basurero, no nos esforzamos por conocer su historia, su naturaleza, su flora, las montañas, los ríos, etc. Herederos del espíritu científico moderno, la concebimos como una máquina y no comprendemos que tiene vida y conciencia. Los bosques y las selvas, los ríos y los montes, las estrellas, todo el universo canta una canción que no sabemos oír, al contrario de los poetas y los pueblos antiguos. Nuestra técnica y nuestra ciencia solo saben dominar[1].
He aquí una personalización extraña de lo que Boff y tantos otros llaman “la naturaleza”. Generosidad, abnegación, belleza… ¿Son metáforas en boca del teólogo o son descripciones realistas? En todo caso, es algo muy nuevo frente a la tradición cristiana, que logró desmitificar la naturaleza en que creía el paganismo y dejarla disponible para que el espíritu científico la abarcara. La ciencia natural es hija del cristianismo.
Con el ecologismo parece volverse al paganismo, a la divinización de la naturaleza, sea en la versión de Boff o en la de otros como James Lovelock, el autor de la hipótesis Gaia sobre la Tierra como un organismo que se regula por sí mismo con el fin de mantener la vida. Pudo tener justificación mientras fue una reacción de sentido común contra los excesos de la industria, pero la perdió al divinizar la naturaleza. Una naturaleza que, dicho sea de paso, no es más que la idea que abriga el hombre de ciudad.
Podría calificarse de ideología progresista, pero es reaccionaria. Muchos socialistas la han abrazado, olvidando que el socialismo tuvo siempre el objetivo de poner la naturaleza al servicio del hombre. Cuando Zapatero dice que la tierra pertenece al aire está traicionando los ideales tradicionales de su partido.
Lo sorprendente es que el ecologista se comporta como si el hombre hubiera creado el mundo y fuera su dueño. Promueve la producción de energías alternativas a costa de gastos inmensos, la dedicación de grandes extensiones de terreno al cultivo de biocombustibles, obliga a los estados a suscribir el tratado de Kyoto, predica la necesidad de reducir la población mundial, etc. Y, dado que acompaña sus admoniciones con razones que extrae unas veces del sentido común y otras del acervo científico, es un personaje con altas dotes de persuasión.