El boss

 


El jefe del partido es en los Estados Unidos de América, según dice Max Weber, un hombre gris, pero prudente. No tiene ideología política. Solo olfato para reconocer dónde están los lugares en que se crían los votos que él, a través de una maquinaria de partido bien dispuesta, puede capturar para su empresa.


El spoil system así sostenido era técnicamente posible en América porque la juventud de la cultura americana permitía soportar una pura economía de diletantes. Evidentemente, una situación en la que la administración estaba en manos de 300.000 o 400.000 hombres de partido, sin más cualificación para ello que el hecho de haber sido útiles a su propio partido, tenía que estar necesariamente plagada de grandes lacras y, en efecto, la administración americana se caracterizaba por una corrupción y un despilfarro inigualables, que sólo un posibilidades económicas todavía ilimitadas podía soportar.

La figura que con este sistema de la máquina plebiscitaria aparece en primer plano es la del boss. ¿Qué es el boss? Un empresario capitalista que reúne votos por su cuenta y riesgo. Sus primeras conexiones puede haberlas conseguido como abogado, tabernero o dueño de cualquier otro negocio semejante, o tal vez como prestamista. A partir de esos comienzos, va extendiendo sus redes hasta que logra “controlar” un determinado número de votos. Llegado aquí, entra en relación con los bosses vecinos, logra atraer con su celo, su habilidad y, sobre todo, su discreción la atención de quienes le han precedido en el camino y comienza a ascender. El boss es indispensable para la organización del partido, que él centraliza en sus manos y constituye la principal fuente de recursos financieros. ¿Cómo los consigue él? En parte mediante las contribuciones de los miembros pero, sobre todo, recaudando un porcentaje de los sueldos de aquellos funcionarios que le deben el cargo a él y a su partido. Percibe además el producto del cohecho y de las propinas. Quien quiere infringir impunemente alguna de las numerosas leyes necesita la connivencia del boss y tiene que pagar por ella, sin lo cual le aguardan cosas muy desagradables. Pero todos estos medios no bastan, sin embargo, para reunir el capital que requiere la empresa. El boss es también indispensable como perceptor inmediato del dinero que entregan los grandes magnates financieros. Éstos no confiarían en modo alguno el dinero que dan con fines electorales a un funcionario a sueldo o a una persona que tenga que rendir cuentas públicamente. El boss, con su prudente discreción en cuestiones de dinero, es por antonomasia el hombre de los círculos capitalistas que financian las elecciones. El boss típico es un hombre absolutamente gris. No busca prestigio social; por el contrario, el “profesional” es despreciado en la “buena sociedad”. Busca exclusivamente poder, como medio de conseguir dinero, ciertamente, pero también por el poder mismo. A diferencia del leader inglés, el boss americano trabaja en la sombre. Raramente se le oye hablar. Sugerirá al orador lo que tiene que decir, pero él mismo calla. Por regla general no ocupa cargo alguno, si no es el de senador en el Senado federal, pues, como constitucionalmente los senadores participan en el patronato de los cargos, es frecuente que el boss mismo acuda personalmente a esta corporación. La atribución de los cargos se hace, en primer lugar, de acuerdo con los servicios prestados al partido. También se entregan, sin embargo, en muchos casos a cambio de dinero, e incluso hay ya cantidades fijas como precio de determinados cargos. Se trata, en definitiva, de un sistema de venta de los cargos semejante al que durante los siglos XVII y XVIII conocieron las monarquías europeas, incluidos los Estados de la Iglesia.

El boss no tiene principios políticos firmes, carece totalmente de convicciones y sólo pregunta cómo pueden conseguirse los votos. No es raro que sea un hombre bastante inculto, pero generalmente su vida privada es correcta e irreprochable. Sólo en su ética política se acomoda a la moral media de la actividad política que en cada momento impera, lo mismo que muchos de los nuestros hicieron, en lo que respecta a la moral económica, en la época del acaparamiento. No le importa ser socialmente despreciado como “profesional”, como político de profesión. El hecho mismo de que no ocupe ni quiera ocupar los grandes cargos de la Unión tiene la ventaja de hacer posible, en no pocas ocasiones, la candidatura de hombres inteligentes ajenos a los partidos, de notabilidades (y no sólo, como entre nosotros, de notables de los partidos), si el boss piensa que pueden atraer votos. Precisamente la estructura de estos partidos sin convicciones, cuyos jefes son socialmente despreciados, ha permitido de este modo que lleguen a la presidencia hombres capaces que entre nosotros no la hubieran alcanzado jamás. Naturalmente los bosses se oponen con uñas y dientes a cualquier outsider que pueda representar un peligro para sus fuentes de poder y dinero, pero no es raro que, en su competencia por el favor de los electores, se vean obligados a defender candidatos que se presentan como adversarios de la corrupción.

He aquí, pues, una empresa partidista, fuertemente capitalista, rígidamente organizada de arriba abajo y apoyada también en clubs firme y jerárquicamente organizados, del tipo Tammany-Hall, cuya finalidad es la de obtener beneficios económicos mediante el dominio político de la Administración y, sobre todo, de la administración municipal, que también en América constituye el más rico botín. Lo que hizo posible esta estructura vital de los partidos fue la acentuada democracia imperante en los Estados Unidos como “país nuevo”, y es esta conexión entre ambos términos la que hace que hoy estemos presenciando la lenta expiración de ese sistema. América no puede ser ya gobernada únicamente por diletantes. A la pregunta de por qué se dejan gobernar por políticos a los que decían despreciar, los obreros americanos respondieron hace quince años diciendo: “Preferimos tener como funcionarios a gentes a las que escupimos, que crear una casta de funcionarios que escupa sobre nosotros”. Éste era el viejo punto de vista de la “democracia” americana, y ya en aquel tiempo los socialistas pensaban de modo completamente distinto. La situación se hace ya insoportable. La administración de diletantes no basta ya y la Civil Service Reform está creando continuamente nuevos puestos vitalicios y dotados de jubilación, con el resultado de que están ocupando los cargos funcionarios con formación universitaria, tan capaces e insobornables como los nuestros. Existen ya casi 100.000 cargos que no son objeto del botín electoral, sino que están dotados de un derecho a la jubilación y que se cubren mediante pruebas de capacitación. Esto hará retroceder lentamente el spoils system y obligará a modificar igualmente la estructura de la dirección del partido en un sentido que no podemos predecir.

(De la conferencia de Max Weber por invitación de la Asociación Libre de Estudiantes de Munich durante el invierno de 1919)


 

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Nietzsche y el cristianismo


No se comprende bien a Nietzsche si uno se queda únicamente con sus diatribas e insultos a la religión cristiana y sus sacerdotes, porque de su pluma han salido también los mejores elogios. Para entenderlo bien es preciso adentrarse en esa contradicción.


Ya sabemos con qué inaudita violencia ha rechazado Nietzsche el cristianismo. Un ejemplo: Basta que alguien adopte, a mi parecer, una actitud equívoca frente al cristianismo, le niego la menor partícula de confianza. No puede haber, en esa materia, más que una actitud conveniente: un no absoluto (XVI, 408) .

Cuando se propone desenmascarar al cristianismo, su lenguaje desborda de indignación y de desprecio; su estilo, sereno en el examen crítico, es entonces el del panfleto. Con una extraordinaria riqueza de puntos de vista, pone al desnudo las realidades cristianas. Adoptó los temas que han inspirado a otros críticos anteriores, y con él empieza un nuevo combate contra el cristianismo, más radical y más totalmente consciente que otro alguno.

Quien no conozca más que esa hostilidad, tendrá, al estudiar a Nietzsche, muchas ocasiones de asombrarse: hallará frases que parecen completamente incompatibles con esas ideas anticristianas. Nietzsche es capaz de decir del cristianismo: Es, a pesar de todo, el mejor ejemplo de vida ideal que yo haya verdaderamente conocido; desde que aprendí a andar, lo he perseguido, y creo que en mi corazón nunca lo he vituperado (A Gast, 21-11881). Le complace la influencia ejercida por la Biblia: Hasta aquí, de una manera general, el respeto de la Biblia se mantiene en Europa; y ése es, quizás, el primer factor de educación y de refinamiento de las costumbres que Europa deba al cristianismo (VII, 249). Más aún: Nietzsche, que procede por padre y madre de dos familias de pastores, estima que la más noble especie de hombre es el perfecto cristiano: Considero como un honor descender de una línea que ha tomado en serio al cristianismo en todos sus puntos (XIV, 358).

Recorramos uno a uno los pasajes en que habla del cristianismo: continuamente nos encontraremos —por ejemplo acerca de los sacerdotes, de la Iglesia— con apreciaciones difíciles de conciliar. Pero lo cierto es que, por su amplitud, los juicios negativos sumergen casi a los positivos.

Llama a los sacerdotes enanos pérfidos, raza de parásitos, calumniadores del mundo patentados, arañas venenosas, los más diestros de los hipócritas conscientes. pero también celebra, a menudo, la gloria del alma de los sacerdotes. Y sostiene que el pueblo tiene razón mil veces al honrar justamente a esos hombres, a esas almas de sacerdotes, tiernas, simples con seriedad, castas, que le pertenecen y que provienen de él, pero consagradas, elegidas, sacrificadas por su bien, y ante las que puede vaciar sin temores su corazón… Nietzsche considera algunos de ellos con un respeto casi tímido. El cristianismo, dice, ha burilado las personalidades quizás más sutiles de la sociedad humana: las del alto clero católico. El rostro humano, en ellas, termina por impregnarse completamente de la espiritualidad que engendran el flujo y reflujo constantes de dos especies de ventura: el sentimiento de poder y el de renuncia. En ellas reina el noble desprecio de la fragilidad del cuerpo y de la felicidad, tal como se encuentra en el soldado nato… La vigorosa belleza, la fina perfección de los príncipes de la iglesia han sido siempre para el pueblo una prueba de la verdad de la Iglesia (IV, 59-60). Aunque implacable con los jesuitas, Nietzsche admira el dominio de sí mismo que cada jesuita practica individualmente, y ha comprobado que las facilidades que sus manuales preconizan para el comportamiento práctico no están destinadas, en modo alguno, a procurarles ventajas a ellos, sino a los laicos (ii, 77).

La Iglesia le parece enemiga mortal de todo lo que hay de noble sobre la tierra. Para él, propaga una moral de esclavos, combate toda grandeza humana, es una organización de enfermos, se entrega cínicamente al tráfico de moneda falsa. Pero, aún entonces, Nietzsche respeta a la iglesia como poder, y justamente, como poder de una índole particular: una iglesia es ante todo un instrumento de dominio que asegura el más alto rango a los hombres espiritualmente superiores, y cree demasiado en el poder del espíritu para recurrir a la violencia de procedimientos groseros; lo cual basta para que la Iglesia sea en cualquier circunstancia una institución más noble que el Estado (v, 308). Nietzsche medita sobre el hecho de que la fuerza de la iglesia católica reside en esas almas de sacerdotes, numerosas afín hoy, que se forjan una vida dura y grávida de sentido (ii, 76 . De suerte que no siempre aprueba la lucha contra la iglesia; porque es también, entre otras, la de las naturalezas más groseras, más satisfechas, más confiadas, más superficiales, contra el dominio de otros hombres más graves, más profundos, más reflexivos: es decir más perversos y más suspicaces. Éstos, con una desconfianza tenaz, rumian desde hace mucho tiempo el valor de la vida y su propio valor… (v, 286).

(Jaspers, K., Nietzsche y el cristianismo, elaleph.com, págs. 3-4)


 

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El poder de la prensa


Es opinión de José Ortega y Gasset que cuando otros poderes espirituales, necesarios para regir la vida pública, han abandonado la escena, ocupa su lugar el de menor rango en la vida espiritual: la prensa. En ocasiones ni siquiera es de rango espiritual, pues está lleno de "pseudointelectuales chafados,  llenos de resentimiento y de odio hacia el verdadero espíritu".

Es muy poco verosímil que la solución que el autor propone sea la adecuada, habida cuenta de la vulgarización de la Universidad, sobre todo de la española.


Sobre este punto habría que hablar largo. Pero, abreviando ahora, baste con la sugestión de que hoy no existe en la vida pública más "poder espiritual" que la Prensa. La vida pública, que es la verdaderamente histórica, necesita siempre ser regida, quiérase o no. Ella, por si, es anónima y ciega, sin dirección autónoma. Ahora bien: a estas fechas han desaparecido los antiguos "poderes espirituales": la Iglesia, porque ha abandonado el presente, y la vida pública es siempre actualisima; el Estado, porque, triunfante la democracia, no dirige ya a ésta, sino al revés, es gobernado por la opinión pública. En tal situación, la vida pública se ha entregado a la única fuerza espiritual que por oficio se ocupa de la actualidad: la Prensa.

Yo no quisiera molestar en dosis apreciable a los periodistas. Entre otros motivos, porque tal vez yo no sea otra cosa que un periodista. Pero es ilusorio cerrarse a la evidencia con que se presenta la jerarquía de las realidades espirituales. En ella ocupa el periodismo el rango inferior. Y acaece que la conciencia pública no recibe hoy otra presión ni otro mando que los que le llegan de esa espiritualidad ínfima rezumada por las columnas del periódico. Tan ínfima es a menudo, que casi no llega a ser espiritualidad; que en cierto modo es antiespiritualidad. Por dejación de otros poderes, ha quedado encargado de alimentar y dirigir el alma pública el periodista, que es no sólo una de las clases menos cultas de la sociedad presente, sino que, por causas, espero, transitorias, admite en su gremio a pseudointelectuales chafados, llenos de resentimiento y de odio hacia el verdadero espíritu. Ya su profesión los lleva a entender por realidad del tiempo lo que momentáneamente mete ruido, sea lo que sea, sin perspectiva ni arquitectura. La vida real es de cierto pura actualidad; pero la visión periodística deforma esta verdad reduciendo lo actual a lo instantáneo y lo instantáneo a lo resonante. De aquí que en la conciencia pública aparezca hoy el mundo bajo una imagen rigorosamente invertida. Cuanto más importancia sustantiva y perdurante tenga una cosa o persona, menos hablarán de ella los periódicos, y en cambio, destacarán en sus páginas lo que agota su esencia con ser un "suceso" y dar lugar a una noticia. Habrían de no obrar sobre los periódicos los intereses, muchas veces inconfesables, de sus empresas; habría de mantenerse el dinero castamente alejado de influir en la doctrina de los diarios, y bastaría a la Prensa abandonarse a su propia misión para pintar el mundo del revés. No poco del vuelco grotesco que hoy padecen las cosas -Europa camina desde hace tiempo con la cabeza para abajo y los pies pirueteando en lo alto- se debe a ese imperio indiviso de la Prensa, único "poder espiritual".
Es, pues, cuestión de vida o muerte para Europa rectificar tan ridícula situación. Para ello tiene la Universidad que intervenir en la actualidad como tal Universidad, tratando los grandes temas del día desde su punto de vista propio -cultural, profesional o científico (3). De este modo no será una institución sólo para estudiantes, un recinto ad usum delphinis, sino que, metida en medio de la vida, de sus urgencias, de sus pasiones, ha de imponerse como un "poder espiritual" superior frente a la Prensa, representando la serenidad frente al frenesí, la seria agudeza frente a la frivolidad y la franca estupidez.

(Ortega y Gasset, J., "Misión de la Universidad", en Obras Completas (12 vol.), t. IV, pp. 313-353, Alianza, Madrid 1987)


 

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Cámara legislativa


De las leyes, las que sean necesarias no tienen que ser numerosas. Deben además ser claras y, sobre todo, duraderas, lo que sucederá con toda seguridad si son buenas. No hay, en consecuencia, motivo para que los componentes del poder legislativo lo sean mucho tiempo después de haberlas promulgado y, por tanto, la cámara debe disolverse y cada uno de ellos tiene que volver a sus ocupacones convertido en un súbdito más de esas leyes.
Esto pensaba Locke, uno de los padres de la democracia liberal. Pero no es así como parece pensar hoy esa gran cantidad de individuos que han hecho de la dedicación a la vida política una profesión.


 

143. El poder legislativo es aquel que tiene el derecho de determinar cómo habrá de ser empleada la fuerza del Estado, a fin de preservar a la comunidad y a los miembros de ésta. Pero como esas leyes (que han de ejecutarse constantemente y han de estar siempre en vigor) pueden ser hechas en muy poco tiempo, no es necesario que la legislatura haya de estar permanentemente en activo, ni que tenga siempre algo que hacer. Y como, debido a la fragilidad de los hombres (los cuales tienden a acumular poder), éstos podrían ser tentados a tener en sus manos el poder de hacer leyes y el de ejecutarlas para así eximirse de obedecer las leyes que ellos mismos hacen; y como podrían también tener tentaciones de hacer las leyes a su medida y de ejecutarlas para beneficio propio, llegando así a crearse intereses distintos de los del resto de la comunidad y contrarios a los fines de la sociedad y del gobierno, es práctica común en los Estados bien organizados (donde el bien de todos es debidamente considerado) que el poder legislativo sea puesto en manos de diversas personas, las cuales, en formal asamblea, tiene cada una, o en unión con las otras, el poder de hacer leyes; y una vez que las leyes han sido hechas, la asamblea vuelve a disolverse, y sus miembros son entonces simples súbditos, sujetos a las leyes que ellos mismos han hecho; lo cual es un nuevo y seguro modo de garantizar que tengan cuidado de hacerlas con la mira puesta en el bien común. (Locke, J.: Tratado sobre el Gobierno Civil. Alianza Editorial, Madrid 1990)


 

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La crisis

Hoy hago una excepción y pongo en esta entrada una fotografía como asunto central. Las que he puesto hasta el momento han servido para ilustrar o adornar lo que decía, pero hoy es diferente.

Los conceptos no se transmiten mediante imágenes, pues las imágenes son particulares y los conceptos generales. ¿O sería posible representar la Crítica de la razón pura de Kant haciendo mimo? Eso de que una imagen vale más que mil palabras es como creer que es posible hacerlo.

Será por la ley de asociación de ideas o por cualquier otro motivo, pero cada vez que hago uso de imágenes en este blog mi memoria trae ante mí la escena de los habitantes de las cavernas del Paleolítico Superior, aquellos sujetos en cuya cabeza no entró un solo concepto durante muchos miles de años y debían pensar que con las escasas figuras pintadas en el fondo de su cueva entraban en el Empíreo. El pensamiento por conceptos requiere mucho más que una serie de iconos que representan escenas de caza.

Pero vayamos a mi foto. Procede de mi móvil, donde entró un día de este verano que hice parada y fonda en Zamora. Estaba tomando un café en una placita de la ciudad y ni me había dado cuenta de la tienda. Al verla leí “Liquidación total” y pensé en que había demasiados centenares de miles de negocios en la misma situación; pero había algo raro. Leí mejor y entonces decidí fotografiar aquel escaparate.

Pensé que aquello era el vivo retrato de la crisis. No es posible que quien hizo el letrero confundiera “liquidación” con “aniquilación”. Lo creíble es que cambió una palabra por otra con toda la mala leche. Liquidación es palabra inexpresiva. Puede referirse a venta de todos los productos por cambio de negocio, traslado de local, etc. Aniquilación es otra cosa. Es destrucción deliberada hasta que no quede nada en pie.

Tal vez sea eso lo que está pasando.

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Coacción sindical

Todo aquel que ame la libertad tiene que defender el derecho de los trabajadores a asociarse y formar sindicatos, pero también debe oponerse a que éstos se conviertan en organizaciones cuyo poder de coacción llegue a ser tan grande que un sistema democrático pueda hacer poco por detenerlo sin dañarse a sí mismo.

Ese poder de coacción no es principalmente el que se manifiesta en forma de brigadas de choque o piquetes informativos organizados con el fin de forzar a los indecisos a que se sumen a su causa y de hacer callar a los adversarios de la misma.

La coacción es más fuerte y efectiva, aunque menos visible, en los convenios colectivos. La justificación ideológica de éstos, como de todo lo que hacen los sindicatos, es que éstos son los principales promotores del aumento del empleo y del nivel de vida de los trabajadores, lo cual es falso.

El precio de las mercancías solo puede elevarse por restricción de las mismas, por imposición legal o por ambas causas actuando de consuno. Lo mismo sucede con los sueldos, que solo pueden elevarse si se restringe la oferta, si lo ordena el Estado o por ambos motivos a la vez.

La acción de las burocracias sindicales en los convenios supone esta doble imposición. Impiden, por un lado, que algunos o muchos trabajadores accedan a un puesto de trabajo por el que estarían dispuestos a cobrar menos y fuerzan, por el otro, al empresario a contratar a menos gente porque tiene que pagar sueldos más altos. A esta doble coacción, que en realidad es el anverso y el reverso de lo mismo, se suma la autoridad de la ley, que la hace irresistible.

Podría pensarse que aquí el fin -conseguir el acceso al empleo o el aumento del mismo-  justifica los medios -la coacción sobre los trabajadores para que no acepten un sueldo inferior al estipulado por el convenio y sobre el empresario para que no lo pague-, pero es un error, pues sucede justamente al revés: a la larga no aumenta ni el número de empleos ni el nivel salarial de los mismos.

Y aunque no fuera así, aunque el aura de legitimidad de que gozan estas burocracias sindicales respondiera a los hechos, seguiría siendo un atentado contra la libertad que la ley continuara permitiendo el privilegio de que unas organizaciones privadas puedan presionar a otras personas. Una sociedad de individuos libres no puede consentirlo, porque «Donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sustituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad», según dijo Juan Pablo II en Centesimus Annus, 1 de mayo 1990

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez. Archivo sonoro : Emiliano Fernández (23-11-11))

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Discriminación sindical

Si la función real y efectiva de los sindicatos fuera, como ellos dicen y mucha gente cree, forzar el alza de los salarios, y si además lo hubieran logrado, hace tiempo que se habrían extinguido. Si no ha sucedido así ha sido por dos causas: por la financiación del Estado y porque el alza que consiguen para algunos trabajadores se contrapesa con la ausencia de contratos que se sigue para otros. La situación así generada es apenas sostenible, pero el efecto que se seguiría de su éxito sería devastador para la economía y para ellos mismos.

Siguen existiendo en la forma actual, por tanto, porque el beneficio que proporcionan a los trabajadores es selectivo: para que unos resulten favorecidos otros tienen que resultar desfavorecidos. La economía de un país no podría resistir que todos pertenecieran al primer grupo.

Admirable situación: el mito de la elevación del nivel de vida para todos los trabajadores por la acción sindical hace que los sindicatos gocen del favor de todo el mundo y contribuye a que muy pocos se opongan a su financiación por el Estado, cuando la realidad de las cosas es que sin ella solo pueden sobrevivir favoreciendo a unos trabajadores y perjudicando a otros.

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Sindicatos

La intromisión del Estado en la economía produce efectos perniciosos. También la de los sindicatos, lo que resulta intolerable, pues se trata de grupos de particulares.

A favor de estos últimos juega la opinión de que contribuyen de forma decisiva al incremento del empleo y de los sueldos, pero no es verdadera una cosa ni la otra. Se trata de un mito que justifica la coacción que ejercen.

Si los sindicatos lograran aumentar el salario nominal del conjunto de los trabajadores de un país, es decir, si lograran que en sus nóminas aparecieran cifras más altas de la moneda de dicho país, ello desembocaría o bien en un paro masivo o bien en un aumento de la inflación.

Desembocaría en un paro masivo porque las empresas tendrían que subir sueldos a condición de tener que contratar a menos trabajadores, lo que dejaría a muchos de ellos sin posibilidad de acceder a un empleo. Si éste no fuera el caso sería porque habría aumentado la inflación hasta el punto de amortiguar la subida de sueldos, pero entonces tal subida se habría reducido a cero.

Ante semejantes resultados los sindicatos no tienen más remedio que volver a la carga y tratar nuevamente de lograr un aumento de salarios, lo que habrá de conducir otra vez al incremento del paro, al de la inflación o las dos cosas a la vez.

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Belleza en las lenguas


Cierto: las lenguas sirven para comunicarse, pero están cargadas de una belleza que es preciso ver. Para ello hay que adiestrarse, pues no puede captarla más que el que tiene el hábito de gozarla allí donde se encuentra. Aquí se exponen unas palabras de Borges (Siete noches, quinta) que pueden servir de guía.


 

 He hablado de los idiomas y de lo injusto que es comparar un idioma con otro; creo que hay un argumento que es suficiente y es que si pensamos en un verso, una estrofa española por ejemplo, si pensamos

quién hubiera tal ventura 
sobre las aguas del mar
como hubo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan,

no importa que esa ventura fuera un barco, no importa el conde Arnaldos, sentimos que esos versos sólo pudieron haberse dicho en español. El sonido del francés no me agrada, creo que le falta la sonoridad de otros idiomas latinos, pero ¿cómo podría pensar mal de un idioma que ha permitido versos admirables como el de Hugo,

L'hydre-Univers tordant son corps écaillé d'astres,

¿cómo censurar a un idioma sin el cual serían imposibles esos versos?

En cuanto al inglés, creo que tiene el defecto de haber perdido las vocales abiertas del inglés antiguo. Sin embargo, ello posibilitó a Shakespeare versos como:

And shake the yoke of inauspicious stars from this worldweary flesh,

que malamente se traduce por "y sacudir de nuestra carne harta del mundo el yugo de las infaustas estrellas". En español no es nada; es todo, en inglés. Si tuviera que elegir un idioma (pero no hay ninguna razón para que no elija a todos), para mí ese idioma sería el alemán, que tiene la posibilidad de formar palabras compuestas (como el inglés y aún más) y que tiene vocales abiertas y una música tan admirable. En cuanto al italiano, basta la Comedia.

Nada tiene de extraño tanta belleza desparramada por diversos idiomas. Mi maestro, el gran poeta judeo-español Rafael Cansinos-Asséns, legó una plegaria al Señor en la que dice "Oh, Señor, que no haya tanta belleza"; y Browning: "Cuando nos sentimos más seguros ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos."

La belleza está acechándonos. Si tuviéramos sensibilidad, la sentiríamos así en la poesía de todos los idiomas.

Yo debí estudiar más las literaturas orientales; sólo me asomé a ellas a través de traducciones. Pero he sentido el golpe, el impacto de la belleza. Por ejemplo, esa línea del persa Jafez: "vuelo, mi polvo será lo que soy." Está en ella toda la doctrina de la trasmigración : "mi polvo será lo que soy", renaceré otra vez, otra vez, en otro siglo, seré Jafez, el poeta. Todo esto dado en unas pocas palabras que he leído en inglés, pero no pueden ser muy distintas del persa. Mi polvo será lo que soy es demasiado sencillo para haber sido cambiado. Creo que es un error estudiar la literatura históricamente, aunque quizá para nosotros, sin excluirme, no pueda ser de otro modo. Hay un libro de un hombre que para mí fue un excelente poeta y un mal crítico, Marcelino Menéndez y Pelayo, que se titula Las cien mejores poesías castellanas. Encontramos ahí : "Ande yo caliente, y ríase la gente." Si ésa es una de las mejores poesías castellanas, nos preguntamos cómo serán las no mejores. Pero en el mismo libro encontramos los versos de Quevedo que he citado y la "Epístola" del Anónimo Sevillano y tantas otras poesías admirables. Desgraciadamente no hay ninguna de Menéndez y Pelayo, que se excluyó de su antología.


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La admiración

 


Para indicar lo que impulsa a los hombres a la filosofía Aristóteles utiliza el mismo verbo (thaumádsein) que antes utilizó Platón para indicar las maravillas (thaúmata) que los figurantes portan sobre sus hombros tras el tabique que hay en la caverna. Según dice Aristóteles, quienes sienten admiración "ante los fenómenos sorprendentes más comunes" reconocen su ignorancia y sin ese reconocimiento no se puede aprender nada. Menos aún es posible aprender algo de la ciencia más digna de todas, la filosofía primera o metafísica.

 


 

Pues los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración; al principio, admirados ante los fenómenos sorprendentes más 15 comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna y los relativos al sol y a las estrellas, y la generación del universo. Pero el que se plantea un problema o se admira, reconoce su ignorancia. (Por eso también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo; pues el mito se compone de elementos maravillosos). De suerte que, 20 si filosofaron para huir de la ignorancia, es claro que buscaban el saber en vista del conocimiento, y no por alguna utilidad. Y así lo atestigua lo ocurrido. Pues esta disciplina comenzó a buscarse cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornato de la vida. Es, pues, evidente 25 que no la buscamos por ninguna utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma. Por eso también si posesión podría con justicia ser considerada impropia del -5 – hombre. Pues la naturaleza humana es esclava en muchos aspectos; de suerte que, según 30 Simónides, «sólo un dios puede tener este privilegio», aunque es indigno a un varón buscar la ciencia a él proporcionada. Por consiguiente, si tuviera algún sentido lo que dicen los (983a) poetas, y la divinidad fuese por naturaleza envidiosa, aquí parece que se aplicaría principalmente, y serían desdichados todos los que en esto sobresalen, pero ni es posible que la divinidad sea envidiosa (sino que, según el refrán, mienten mucho los poetas), ni debemos pensar que otra ciencia sea más digna de aprecio 5 que ésta. Pues la más divina es también la más digna de aprecio. Y en dos sentidos es tal ella sola: pues será divina entre las ciencias la que tendría a Dios principalmente, y la que verse sobre lo divino. Y ésta sola reúne ambas condiciones; pues Dios les parece a todos ser una de las causas y cierto principio, y 10 tal ciencia puede tenerla o Dios solo o él principalmente.

Así, pues, todas las ciencias son más necesarias que ésta; pero mejor, ninguna. (Aristóteles, Metafísica)


 

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