La naturaleza humana y la crisis del presente

Presentación

Procuraré defender aquí el racionalismo filosófico, que consiste, a mi juicio, en ver la realidad dividida en tres grandes sectores, uno ocupado por los seres materiales inertes, otro por los seres materiales vivos y otro por los ideales y espirituales. En este último se encuadran los principios de las ciencias, la moral, la religión, la estética, etc.

Sin embargo, hace unos doscientos años se ha dado en pensar que esta tercera región se está desmoronando, si es que no se ha derrumbado ya del todo. De ello suele acusarse a las ciencias positivas, como si éstas tuvieran suficiente vigor como para abarcar el terreno de la moral, la estética, la religión o la filosofía. Ellas son ciencias precisamente como esfuerzos de la razón dedicados a un objeto limitado: la física no estudia la salud, sino la materia y la energía, la medicina no estudia la energía, sino la salud, etc.

Si la causa del desmoronamiento del tercer sector no está en las ciencias ¿dónde se halla? En la especial naturaleza humana, que, como es sabido, consta de una parte animal y otra racional y social. Atendiendo a la primera desde la perspectiva de la selección natural, se debería comprender, a mi juicio, que el hombre en cuanto animal es incapaz de sostenerse en la vida y que para ello necesita su otra dimensión, la social y racional.

En esta última dimensión es donde se ha producido la crisis, debido a que, por un exceso de convencionalismo, o artificialismo, muchos han llegado a creer que las instituciones sociales más importantes para el sostenimiento de la vida humana, instituciones como la familia, el derecho, el Estado, la religión o la moral, son resultado de meros acuerdos o contratos entre individuos, que lo mismo que se hacen se pueden deshacer por la simple voluntad de las partes.

La crisis de estas instituciones sociales han dejado a los individuos solos ante sí mismos, obligados a echar mano de sus propias reservas para hallar alguna referencia que les sirva de guía en la vida, lo cual parece un empeño inútil, porque solamente hallan en su interior una mezcla de sentimientos e impulsos tendentes al desvarío y al caos, por lo que mal pueden encontrar en ellos algo sólido para sostener su vida de seres humanos.

I. Clasificación de las cosas reales

Me parece que conviene sobremanera a lo que pretendo decir en estas páginas que comience haciendo una defensa de lo que tal vez podría catalogarse como racionalismo filosófico, para lo cual entiendo que debo referirme a la metafísica, al estudio del ser, presentándolo a la manera de esos mapas mudos que utilizan los niños en sus clases de geografía.

La metafísica tradicional acierta cuando concibe lo real como un territorio dividido en tres regiones, asignando a la primera las cosas materiales inanimadas, a la segunda las cosas materiales animadas y a la tercera las ideas y los seres espirituales. En otras palabras: considera que son reales la materia, la vida y otra clase de seres que no son materiales, pero tampoco psicológicos, o subjetivos.

Que las cosas materiales tienen realidad es algo que parece indudable, aunque hoy no se sepa muy bien en qué consisten. Los filósofos creen que los físicos lo saben, pues se dedican a estudiarlas, pero los físicos alegan que eso no es cosa suya, sino de los filósofos y así resulta que ni unos ni otros suelen atreverse a hacer frente al problema. También parece indudable que los seres vivos están dotados de realidad, por más que persisten ciertas dificultades para saber qué es exactamente eso de estar vivo. La tercera región del mapa está habitada por los seres de la religión, la ciencia, la moral o la estética, por seres cuya naturaleza, a excepción de la del Dios Absoluto, parece conocerse mucho mejor que la de los demás, lo que no ha impedido que su existencia se haya puesto en duda de un tiempo a esta parte, a lo cual se debe uno de los problemas más graves del presente.

En la tercera región del mapa hay cosas como el teorema de Tales, que aprenden los estudiantes en las clases de geometría y aplican en las de dibujo. Es una entidad objetiva de la ciencia matemática, no una ocurrencia del maestro o del alumno. Y no es material, pues ¿de qué materia podría estar hecha? Ello no le ha impedido, sin embargo, llegar a contar en el conocimiento de los hombres con una antigüedad superior a los 2.500 años, una edad no alcanzada por ningún ser de las dos primeras regiones. Algunos dicen incluso que su edad no se mide en años, sino que se trata de una cosa eterna.

También es objetivo e inmaterial el concepto de hombre presente en las sucesivas declaraciones de derechos, desde la Bill of rights, de Virginia, dada el 12 de junio de 1776, pasando por la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 26 de agosto de 1789, hasta la Declaración universal de derechos humanos aprobada y proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el día 10 de diciembre de 1948. Tómese a modo de ejemplo el primer artículo de esta última, que dice así:

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros[1].

Parece evidente que los seres humanos de estas declaraciones no son los hombres físicos existentes, los de carne y hueso, pues entonces el artículo mencionado sería falso, pues no se comportan como se dice en él. Ello es debido a que ese artículo no se refiere a los hombres que hay, sino a los que debería haber. No menciona, pues, a los seres humanos, sino la norma moral que debe servirles de guía.

Dios es asimismo de naturaleza inmaterial y objetiva, como los objetos matemáticos, pero añade a éstos el ser un espíritu, es decir, el estar dotado de conciencia y vida. Como no pretendo agotar ahora este concepto, básteme decir ahora que es un ser personal. Esto es algo que apenas llegaron a entrever los filósofos griegos.

Esta región del mapa, que se ha tenido por real durante más de dos milenios, ha dado hoy en negarse por influjo de unas cuantas doctrinas filosóficas que han cobrado cierto vigor desde hace no más de doscientos años. Por su causa se ha extendido la especie de que han sido las ciencias positivas las que han llevado adelante la tarea de demolición, ocupando ellas ahora el lugar que antes correspondía a la religión, la moralidad, etc. Las ciencias positivas serían actualmente la religión del ateo, el hombre más piadoso y engañado que hay, según decía Nietzsche.

Pero este ataque no es sino uno más de los que ha recibido esta vieja y venerable estructura tripartita de la realidad, una estructura que ya se percibe en Platón y que, pasando por los más importantes filósofos griegos, romanos y medievales, llega a su sistematización académica con Christian Wolff (1679-1754). Cada una de las partes de que consta está cubierta por los diferentes saberes científicos, mundanos y religiosos. Cabe preguntarse quizá si ya existía cuando éstos aparecieron o si, por el contrario, se ha ido constituyendo conforme aparecían éstos. Esto último es lo cierto, sin duda alguna, si bien ha de señalarse que, llegado un cierto momento del desarrollo de los saberes, permanece fundamentalmente inmutable, como una especie de plantilla a la que se tienen que acoplar cualesquiera nuevos conocimientos o prácticas que aparezcan en escena. Esto ha sido así a pesar de los muchos intentos de desbordamiento habidos hasta la fecha por alguno de los saberes particulares. Aunque tal vez sería mejor decir que no subsiste a pesar de esos planes de conquista, sino justamente por causa de ellos, porque ha demostrado una gran fortaleza al resistirlos. Mencionaré tres de ellos, que pasan por ser los más ilustres.

El primero es el de Demócrito de Abdera, que vivió entre los siglos V y IV a. C. y fue el primer materialista de la historia de la filosofía. No se conformó con pensar que la materia es real y hubo de concluir que la materia es lo único real, que todo es átomos o vacío, materia o nada, incluidos los dioses y las almas.

El segundo es Georges Berkeley, que vivió en el siglo XVIII y defendió el inmaterialismo. Según él, la enorme maquinaria del universo se reduce a percepciones subjetivas de alguna mente o espíritu inmaterial, sea del hombre o de Dios.

El tercero es Protágoras de Abdera, el sofista que creyó poder absorber en el hombre las otras regiones del mapa:

El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son[2].

Esta sentencia pasa por ser la suprema expresión del relativismo, pero en realidad es su contrario, pues presenta al hombre como absoluto. Si el hombre es medida de todo, no queda nada para medirlo a él. Todo cuanto es real lo es en relación con él, pero él es en sí todo, independientemente de lo demás.

Estos ataques no deben ser ciegamente rechazados, sino examinados con atención. En lugar de desear inútilmente que no hubieran sucedido, es preferible mirarlos como lo que realmente son, como esfuerzos de la razón por comprender la totalidad de lo real. El hecho de que hayan tenido lugar como tales esfuerzos dirigidos a ese fin y de que no lo hayan alcanzado es además una prueba fehaciente a favor de la estructura tripartita de lo real y pueden verse ahora como una defensa del mapa que reserva una región para lo material, otra para lo ideal y lo espiritual y otra para lo biológico. De ello hay una constatación que está al alcance de casi todo el mundo. Se trata de que las explicaciones dadas en la ciencia física son netamente distintas de las dadas en biología, como cualquier bachiller puede atestiguar. Si todo fuera materia inerte, como decía Demócrito, los principios de la física harían que fueran innecesarios los de la biología y esta ciencia sería una parte de aquélla. Lo mismo cabe decir de las ciencias humanas y sociales con respecto a las naturales. El mapa, pues, sigue en pie de hecho.

Un presupuesto básico del mapa es que no hay ningún ser que no esté envuelto por otros, que ni el hombre, ni la materia ni el espíritu son capaces de reducir todos los demás a sí mismos. Que todos son relativos entre sí y que solo uno, Dios, es absoluto, pero porque no es un ser más sino el ser sin más. El absoluto, por otro lado, es una exigencia del propio sistema, como ha sido visto desde antiguo.

Pero vengamos ahora a las otras actividades de la razón, a los saberes parciales, o científicos, ninguno de los cuales está en condiciones de decir “mi mundo es el mundo”, porque éste llega siempre más allá y porque un saber parcial será tanto más saber cuanto más capaz sea de delimitar su objeto y dedicarse a él en exclusiva. Por esto hará bien la física en estudiar la materia en movimiento, pero no la salud, o la medicina en estudiar la salud, pero no la materia en movimiento.

Lo real llega más allá de lo que abarca un saber parcial cualquiera, que consistirá forzosamente en es un esfuerzo de la razón humana por explorar una parte de alguna región del mapa, sea la salud, como la medicina, la materia en movimiento, como la física, o el Ser Supremo, como la teología. Y será tanto más saber cuanto mejor haya delimitado su parte. Y no será lícito que, como hacen algunos que miran el mundo por un tubo, que el tubo es el mundo.

Pese a todo, muchos creen que las ciencias de la modernidad, las llamadas ciencias positivas, que hicieron su entrada en la república del saber en el siglo XVII y se han tenido un extraordinario éxito desde entonces en el establecimiento de relaciones entre los razonamientos deductivos y las experiencias sensibles, se han adueñado de todo el territorio y han dado al traste con la antigua metafísica. Algo han tenido que ver, sin duda alguna, pero solo en la mente de quienes ignoran el alcance real del saber científico, que es en sí mismo una actividad racional humilde y limitada.

II. Características de la ciencia

Esta idea se demuestra, según creo, exponiendo algunas de las notas más relevantes de la actividad científica[3].

Una es la menor duración de las verdades científicas en comparación con las de otras clases de conocimiento. Como el concepto de verdad se ha identificado con el de ciencia y como muchos creen que basta con que algo sea verdad para que sea permanente, se extrae la conclusión de que las verdades científicas son duraderas e inapelables, en tanto que los conocimientos comunes son pasajeros, dudosos o falsos. Pero esto está muy lejos de ser cierto.

Decir verdades es la cosa más fácil del mundo. Es casi imposible que yo me equivoque si digo que este curso suspenderé a unos alumnos y aprobaré a otros y que unos me querrán bien y otros mal. El que dice que el agua empieza a hervir cuando se caliente bastante también acierta. Como esta clase de afirmaciones son amplias e imprecisas, lo normal es que sean verdaderas. Al contrario sucede en las ciencias, donde lo más corriente es no lo sean. ¿Cuántos errores hubo que cometer hasta que se vio que el agua hierve exactamente a 100º, ni uno más ni uno menos, y bajo una presión atmosférica equivalente a la del nivel del mar? Se diría que el sentido común dispara con escopeta de cañones recortados, por lo que los perdigones se expanden y alguno tiene que dar sobre la pieza, pero que la ciencia dispara con fusil, por lo que es ciertamente raro que dé alguna vez sobre ella. A la ciencia le resulta difícil ser verdadera, pero al sentido común le resulta difícil ser falso. Esta es la realidad de las cosas.

Pero hay más. No es posible en muchas ocasiones probar que algo es verdadero, pero sí que es falso. En caso de que no sea así, los científicos tienden a rechazarlo. ¿Cómo podría probarse, por el contrario, que es falso que el agua hierve cuando se calienta bastante? De aquí se sigue que cuando se admite una conclusión como verdadera muchas veces es porque no se ha podido probar su falsedad. A los que somos legos en estas materias se nos sirve el saber científico ya acabado, o, al menos, provisionalmente acabado, pero se nos escapa lo que hay en la trastienda e ignoramos que en la historia de la ciencia hay más errores que aciertos, que éstos se han producido gracias a aquellos y que no puede ser de otra manera.

Otra característica importante de la actividad científica es lo que ha dado en llamarse método científico, que podría parecer que consiste en una especie de recetario y que bastaría que alguien lo siguiera para encontrar principios y leyes científicas, cuando lo cierto es que no hay manera de dar seguridad alguna en este terreno, como no la hay en arte. El método científico consiste simplemente en proponer juicios que estén sujetos a la posibilidad de rechazo. Los demás no son juicios científicos.

Otra es, en fin, la carencia de valoraciones, que puede ciertamente afectar a la ciencia, pero no al científico. La búsqueda de explicaciones válidas obliga en numerosas ocasiones a prescindir de los juicios de valor. Así, para poder establecer alguna hipótesis, un epidemiólogo necesita que muera mucha gente. En nuestro tiempo existen muchos conocimientos de física nuclear, bacteriología, genética, etc. El uso que se dé a esos conocimientos puede ser moral o inmoral, pero los conocimientos mismos parecen quedar al margen. Aunque el científico no puede ser amoral, su ciencia sí lo es de hecho.

No parece, en consecuencia, que los saberes parciales hayan tenido suficiente impulso como para desbordar su territorio e invadir otros que no son suyos, incluyendo la moral y la religión. Esta pudo ser la aspiración de los ilustrados franceses, pero hoy comprendemos que es algo ingenuo que solamente pudo ser pensado por quienes no comprendieron bien la naturaleza del pensamiento científico. Esperar tanto de éste sería como esperar que los ascensores llegaran al cielo. Un ingeniero sabe cómo hacer una central nuclear, pero en cuanto ingeniero no tiene autoridad alguna para decidir si es moral y políticamente bueno hacerla o no hacerla. Un médico puede aprender mucha anatomía practicando disecciones en vivo, pero eso no le evitará ser un criminal. Y el haber dirigido el Centro Andaluz de Biología Molecular y Medicina Regenerativa no capacita moralmente a nadie para implantar la eutanasia. Esos saberes se han sacralizado en contra de toda razón. Son falsos dioses y quienes los adoran sustituyen al Dios de la religión por un sucedáneo.

Por más que lo hayan pensado y querido los ilustrados franceses, la ciencia no ha sido la causa principal de la pérdida de vigencia de la religión, la moral y otras instituciones ¿Dónde está entonces la causa? Mi opinión es que está en el propio hombre, en su especial naturaleza animal y social y en los avatares que hoy le están afectando. Debo, por tanto, pasar a decir cuál es dicha naturaleza y qué le está sucediendo hoy para que pase lo que está pasando. Para ello necesito en primer lugar tener en cuenta ciertos resultados de los estudios sobre la evolución de las especies. De ahí me propongo extraer algunas notas importantes sobre la animalidad humana.

III. El hombre. Perspectiva biológica[4]

Pondré como ejemplo de adaptación al medio por parte de los seres vivos a un pequeño animal, la garrapata. Es un caso sorprendente. Ese arácnido está ciego, sordo y mudo, solamente posee un sentido de orientación vertical por la luz, otro para detectar el olor del ácido butírico que despiden todos los mamíferos, un sentido del tacto y otro de la temperatura. Dotado de estos pocos instrumentos para explorar el mundo y orientarse en él, puede esperar durante mucho tiempo encaramada sobre un arbusto al que ha podido trepar por su sentido del arriba y el abajo, para dejarse caer cuando su olfato le indique que pasa un mamífero por debajo, y guiarse entonces por sus sentidos del tacto y la temperatura hasta el lugar más caliente, donde no haya pelos, y allí perforar la piel y chupar la sangre. Después de esta primera y única comida, que no tendrá oportunidad de saborear porque tampoco tiene sentido del gusto, el animalejo pondrá sus huevos y morirá. Esos huevos, que descansan en los ovarios durante el tiempo de espera, se fecundan cuando la sangre llega a su estómago, dado que entonces se liberan las células espermáticas, que yacen en cápsulas atadas durante la época de espera.

La supervivencia de la especie está garantizada. Pocos animales podrían presumir de lograr este fin de modo tan perfecto. En la garrapata hay unos pocos instintos, los imprescindibles para su supervivencia durante el tiempo justo que necesita para reproducirse. Hay también una cierta disposición morfológica, que consiste en la estructura que forman sus patas, sentidos para orientarse, nervios, aguijón, etc. Y hay un medio físico externo al que pertenecen en primer lugar los mamíferos. En él hace funcionar sus instintos y su disposición morfológica. Estos tres factores están bien ajustados entre sí. En otras palabras: es un animal bien adaptado, lo cual es seguramente fruto del trabajo de varios millones de años de selección natural.

Amplíese esta conclusión a otros animales y se obtendrá lo siguiente.

Un tigre tiene agilidad, garras y colmillos bien dispuestas para la caza, y sentidos apropiados, como el olfato y la visión, que se conjugan perfectamente con esas armas. Está dotado además del instinto propio del cazador, sin el cual todo lo anterior sería inútil. Todo está listo para ser usado en un medio externo al que pertenece en primer lugar la gacela. El esquema es el mismo que el de la garrapata. No necesita más que aprestarse a usar esos dones para que la especie sobreviva. Lo mismo pasa con el galgo. Está hecho para la velocidad. Sus formas externas y sus sentidos no se han diseñado para otra cosa. Sus instintos no pueden ser los de un animal de huida, sino de persecución. El conjunto de formas externas, sentidos e instintos forma una estructura armónica con su medio físico, al que pertenece en primer lugar la liebre. El conjunto está orientado a la acción inmediata, en el presente, sobre el objeto al que tiende el animal.

En todos los casos se observa que el medio externo, la disposición morfológica del animal y su dotación instintiva forman una unidad cerrada y armónica.

Ahora bien, esto parece haber fallado en el caso del hombre. Su mandíbula no es la de un depredador, ni sus extremidades las de un trepador, sus manos no poseen las garras de un carnívoro ni sus sentidos son los propios de un animal de fuga, y, por si esto no bastara, su periodo de cría es desesperadamente largo y su vida se alarga mucho más allá de lo necesario para la reproducción. Biológicamente es un ser mediocre por su carencia casi total de especialización, que le ha conducido a carecer de medio externo apropiado para él. En las condiciones naturales que rigen para los demás animales debería haberse extinguido hace mucho tiempo. ¿Cómo es posible que haya logrado sobrevivir? Desde luego no ha sido a través de un círculo cerrado propio, como los demás animales, de un acomodamiento entre impulsos, órganos y medio físico.

El conjunto de nuestros impulsos apenas se corresponde con nuestros órganos y el conjunto de órganos e impulsos no se ajusta a ningún medio físico. Somos un animal desajustado. Véase si no cómo se da en nosotros un instinto que sí tiene alguna relación con algún órgano, el impulso sexual.

En el hombre es de hecho más potente que en los demás animales. En éstos suele activarse ante una señal muy concreta, como un olor, que seguramente sólo se sentirá cuando la hembra es fértil. El estímulo actúa entonces como una llave que ha de encajar en la cerradura para que ésta se abra. El animal no se estimula por otra cosa. Una vez que esto sucede actúa de inmediato con el fin de satisfacer el desequilibrio provocado por la excitación y volver al equilibrio anterior. En el hombre, por el contrario, casi todo sirve de estímulo, incluso lo más extraño. La cerradura se abre con cualquier cosa. Se diría incluso que la puerta está abierta a toda presión y que él está siempre en desequilibrio por esta causa. Todo sería más fácil si reaccionara de tarde en tarde a un único estímulo preciso que sus sentidos le presentaran.

Como además la periodicidad del instinto se ha volatilizado hay en él un exceso constante de energía. Por si fuera poco, la duración de su tendencia sexual es enorme, desproporcionada si se la compara con la del animal. En este último cumple su función aproximadamente cuando, al llegar a la edad adulta, desemboca en la reproducción. El instinto tiende entonces a extinguirse, lo mismo que la vida. Al hombre le resta todavía media vida o más, un tiempo durante el cual estará precisado a disponer de ese caudal energético inagotable y a ordenarlo y controlarlo, porque es potencialmente peligroso para él.

Este es el modelo de los instintos que habitan en un hombre. Todos ellos pueden activarse por cualquier cosa, por una imagen, un recuerdo, un olor, un sabor, una asociación cualquiera. Están sobrecargados, porque su dueño carece de ese ajuste entre instintos, órganos y medio físico que es propio de otros animales. Algunas religiones, como el budismo, han visto que su mal está en que la fuente de sus deseos es inagotable y que la única solución es desarraigarlos, porque, si no es posible satisfacerlos nunca, entonces nunca podrá reposar en paz. El cristianismo, por su lado, ha predicado siempre la templanza y la austeridad, pues la entrega a los deseos los acrecienta en lugar de apaciguarlos. Es como beber agua salada para calmar la sed.

Parece claro que un hombre no puede seguir sus impulsos, pues le conducirían al caos. Lo que enseña la biología es que el animal humano tiende al desorden, al desvarío. Su conducta no puede proceder de su animalidad. Sería demasiado peligrosa para él. Lo propio de la conducta humana no es, pues, lo que viene de la naturaleza orgánica, como sucede en el resto de los animales. Por esto no se avanza prácticamente nada cuando para estudiar al hombre se le compara con el chimpancé, las ratas o las palomas. La naturaleza biológica ha hecho seguramente de los animales lo que son, pero en el hombre se presenta como algo que hay que superar, porque es un ser sobrecargado de impulsos que difícilmente puede controlar, un ser dispuesto al extravío y al caos que en cada generación tiene que empezar desde cero, modulando su vida pulsional desde el principio. Sísifo estaba condenado en el Tártaro a empujar hasta lo alto de un monte una piedra que caía cuando llegaba arriba, y tenía que volver a subirla para repetir otra vez lo mismo. Así es la humanidad biológica.

IV. Las instituciones

Por esto es preciso que el animal se complete con las instituciones sociales. A esta otra parte de su naturaleza pertenecen cosas como la moral, el derecho, la religión, la familia o el Estado, lo que Hegel llamó espíritu objetivo y recibe ahora el nombre de cultura, si bien este último es hoy un concepto empobrecido que recoge solamente la lengua y el folclore, algo en lo que Hegel ni siquiera se molestó en pensar. Aunque es un concepto dotado de mucho prestigio, es deseable que no tarde en desaparecer. Los elementos propios del espíritu objetivo tienen la peculiaridad de cristalizar en instituciones sociales y de inspirar en los individuos reglas y normas que modelan su conducta.

Es así porque el hombre es un animal social. En ello consiste su naturaleza. La presencia necesaria de lo social se debe a que la conducta humana no puede seguir a los instintos y ha de seguir a las instituciones, con lo que salen ganando ante todo los individuos, porque por ese medio se liberan de la necesidad de seguir un número enorme de impresiones y excitaciones propias de un ser desajustado o, como se dice otras veces, abierto al mundo.

Las instituciones salvan al hombre, no lo oprimen. Lo salvan ante todo de sí mismo, de la dispersión y el desorden que anidan en su interior, porque es un animal que no encuentra acomodo en el mundo para vivir en él y volcar sobre él su interior pulsional, como hacen la garrapata, el tigre y el galgo. Si dedica tantas energías a la construcción y defensa de sus instituciones, no es más que por servirse de ellas a modo de muros de contención contra un desorden siempre presto a emerger de lo profundo. En ellas aprende a redireccionar sus impulsos y a aprovechar lo que pueda extraer de una naturaleza que ha sido poco generosa con él. El hombre se abraza a sus instituciones como el niño a la falda de su madre.

La nutrición, la defensa, la reproducción, la enfermedad, las formas en que los individuos colaboran unos con otros o luchan entre sí, las formas en que adquieren conocimientos y entran en contacto con lo sobrenatural, la educación, todas y cada una de las facetas de la vida humana adquieren a sus ojos el carácter de estructuras autónomas, pues dependen de instituciones que se les imponen desde dentro con una fuerza suave, pero irresistible, que sienten íntimamente como propia. La razón profunda de esto es que son poderes que estabilizan a un ser inseguro e inestable, que tiende al desvarío, está demasiado cargado de pulsiones y que si quedara encomendado únicamente a sí mismo no podría soportarse ni confiar en los demás. Por eso afectan a nuestras decisiones voluntarias. Por eso es por lo que nuestra vida discurre a través de las instituciones de manera natural, como el agua por el cauce del río.

Durante el siglo XX ha habido revoluciones, guerras y otros trastornos como pocas veces ha sucedido en la historia de la humanidad. Entonces se desmoronaron en muchos lugares algunas instituciones principales, como el derecho y el Estado y los individuos hubieron de sufrir lo indecible. Hubo lugares en que resistieron la religión y la familia, lo que mitigó muchos sufrimientos. Esas catástrofes pueden no haber pasado del todo. Pueden haber sido solamente la señal más dolorosa y visible de una masa de hechos que vienen sucediéndose desde hace algo más de dos siglos y que discurren en paralelo con la marcha de la industrialización mundial. Se trataría entonces de un proceso que ha desintegrado la mayor parte de los moldes de vida y los ideales y criterios del mundo anterior. Cabe también observar este deterioro como la clara señal de un tiempo de grandes cambios y, por lo mismo, también de grandes esperanzas. Parece como si nos estuviéramos jugando todo a una sola carta.

El efecto de estos hechos sobre las instituciones tradicionales, que habrá sido a veces gradual y a veces repentino, a veces lento y a veces catastrófico, ha sido el subjetivismo, un apego de tal calibre a la propia individualidad que cada uno vive de las impresiones que se forma y de las reacciones de su propia sensibilidad, como si ocuparan el centro del mundo, como si fueran la fuente de la moral, la religión, la estética… Es el tiempo en que cada cual se fabrica su propia religión, su propia moral, su propio sentido estético, como si se tratara de prendas hechas a medida. Una vez que la institución ha fallado y los individuos no tienen otra salida que volver sobre sí mismos, atribuyen validez general a lo que queda en su interior, que no es racional, sino sentimental.

Pocas veces han estado las personas tan reducidas como ahora a sus propias reservas. Pero así la vida se les hace difícil. Los roces entre ellas se suelen neutralizar cuando las instituciones funcionan bien, porque éstas son cosas externas, objetivas y dotadas de prestigio. Con ellas es posible el acuerdo. Pero si hacen mutis por el foro el acuerdo ya no es posible. Parecerá una paradoja, pero no lo es: cuando más fácil resulta expresar la propia subjetividad sin cortapisas menos confluyen los sujetos en ámbitos comunes y menos consiguen ponerse de acuerdo en lo importante. Es así porque lo importante está ligado a una institución común. Cuando, por ejemplo, se da por sentado que el matrimonio es para toda la vida, el acuerdo entre los cónyuges es mucho más sencillo y fácil de lograr que cuando se da por sentado que su duración tiene que ser limitada. La institución procura la confluencia de opiniones.

¿Es posible frenar el deterioro de las ideas morales, religiosas, filosóficas, etc., ligadas a las instituciones? Yo creo que sí, pero creo también que quienes se esfuercen en ello deben tener en cuenta que los sistemas de ideas no tienen fuerza por sí mismos, que se propagarán si responden a las necesidades de una sociedad y que esto no dependerá de la sola convicción racional de que estén dotadas. Un conjunto de ideas sobre la justicia, por ejemplo, puede ser muy convincente, pero adquirirá vigencia social solamente si pasa a ser tema de estudio en las facultades de derecho, norma en los tribunales de justicia, contenido de proyectos legislativos en los parlamentos, reglamento de las autoridades administrativas, etc. Fuera de estos lugares podrá expresarse en libros magníficamente escritos y ser una convicción profunda de individuos bien preparados, pero será visto por la mayoría de la gente como mera expresión subjetiva de ciertos grupos selectos y no merecerá confianza, por lo que no tendrá efectividad real ninguna. Una cosa es, pues, que las ideas sean convincentes y otra que tengan vigencia social.

Esta es, creo, una conclusión empírica, nada idealista y, en último término, moral: lo que importa no es solamente entender y discutir ideas, por más importante que esto sea, sino también ayudarles a que sean legítimas y duraderas, lo que solamente parece posible si van adquiriendo alguna realidad social.

V. Convencionalismo

Así pensadas, como efecto de la naturaleza humana, la moral, la religión, el Estado, la familia, etc., se presentan a cada individuo de una sociedad dada como algo digno de respeto. De este manera se han visto estas cosas durante mucho tiempo en Europa. La filosofía había sabido justificar este hecho de un modo altamente satisfactorio. He aquí como ejemplo algo que decía Santo Tomás a propósito de la naturaleza humana:

Por otra parte, como el bien tiene razón de fin, y el mal, de lo contrario, síguese que todo aquello a lo que el hombre se siente naturalmente inclinado lo aprehende la razón como bueno y, por ende, como algo que debe ser procurado, mientras que su contrario lo aprehende como mal y como vitando. De aquí que el orden de los preceptos de la ley natural sea correlativo al orden de las inclinaciones naturales. Y así encontramos, ante todo, en el hombre una inclinación que le es común con todas las sustancias, consistente en que toda sustancia tiende por naturaleza a conservar su propio ser. Y de acuerdo con esta inclinación pertenece a la ley natural todo aquello que ayuda a la conservación de la vida humana e impide su destrucción. En segundo lugar, encontramos en el hombre una inclinación hacia bienes más determinados, según la naturaleza que tiene en común con los demás animales. Y a tenor de esta inclinación se consideran de ley natural las cosas que la naturaleza ha enseñado a todos los animales, tales como la conjunción de los sexos, la educación de los hijos y otras cosas semejantes. En tercer lugar, hay en el hombre una inclinación al bien correspondiente a la naturaleza racional, que es la suya propia, como es, por ejemplo, la inclinación natural a buscar la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad. Y según esto, pertenece a la ley natural todo lo que atañe a esta inclinación, como evitar la ignorancia, respetar a los conciudadanos y todo lo demás relacionado con esto [5].

La teoría tomista expresa con toda sencillez y elegancia lo que debe entenderse por naturaleza humana y lo que se sigue en el orden moral para cada una de las partes de que se compone. Puede decirse que resumió lo que cabía pensar al respecto. Así lo creyeron muchas generaciones durante muchos siglos.

En nuestro tiempo, sin embargo, la sociedad ha dejado de confiar en sí misma y el carácter natural de sus instituciones o sistemas normativos se ha vuelto problemático. El cuerpo normativo tradicional ha entrado en crisis y ahora se ve como fruto de la mera convención. Siempre que esto sucede se empieza por discrepar de las normas más o menos abiertamente. Éstas pueden quizá seguir conservándose y obedeciéndose, pero parecen una cáscara vacía; su obligatoriedad será la propia de los acuerdos, que pueden hacerse y deshacerse cuando las partes así lo decidan. En realidad es como si ya no fueran normas.

Esto es solo el principio. Al poco tiempo suele aparecer una nueva naturalidad opuesta a la tradicional, que ha pasado a verse como algo artificial. Ahora bien, la nueva naturalidad parecerá también convencional al poco tiempo, por lo que el proceso de confrontación no se detendrá fácilmente en un punto concreto. Cada recién llegado ve pronto los pies de quienes le han de enterrar.

Este proceso se ha producido entre nosotros más o menos como sigue a continuación.

La racionalidad había sido algo natural para los filósofos y los científicos hasta el siglo XVII, en que llegó a ser un principio indiscutible entre los doctos. También los iletrados participaban de él. Piénsese en la idea de milagro tal como solía aceptarla todavía un cristiano de hace ochenta o cien años. Un hombre así estaba plenamente convencido de que los milagros se dan en muy contadas ocasiones y por intercesión directa y extraordinaria del poder de Dios y pensaba que el resto del tiempo el universo sigue un curso que nada ni nadie puede cambiar. Si alguien le decía que había presenciado un milagro, lo normal era que no lo creyera. ¿En qué creía realmente un hombre así? En el orden del mundo, sin duda alguna. Este hombre era un racionalista. Compárese con la asombrosa credulidad del presente, la de tantas personas como creen en brujas, platillos volantes, horóscopos, curanderos… Hace cincuenta años una de estas personas era todavía conducida al manicomio. Hoy la llevan a TV a contar sus experiencias. Y no es una casualidad.

Es que lo natural fue durante mucho tiempo la convicción de que el mundo físico y el moral están hechos conforme a la razón. No debe extrañar que el prestigio de la ciencia fuera inmenso.

Pero a mediados del siglo XVIII aparecen los primeros disidentes. Uno es Rousseau, que en su Discurso sobre el origen y fundamentos de la desigualdad entre los hombres dejó escrito lo siguiente:

Si la naturaleza nos ha destinado a ser sanos, yo osaría afirmar que el estado de meditación es antinatural y que el hombre que medita es un animal depravado[6].

Esta es una tesis demoledora: el pensamiento racional, visto hasta entonces como el camino propio de la humanidad, se presenta ahora como antinatural y a la sabiduría e inteligencia de quien lo cultiva se le opone un valor biológico, la salud. ¿Sería entonces Pascal, que arruinó su salud por dedicar su vida a la meditación, un degenerado? El hombre natural de Rousseau es el buen salvaje viviendo en estado animal fuera de toda sociedad, un ser que le hizo decir a Voltaire al acabar de leer el Emilio que le entraban ganas de andar a cuatro patas.

La idea pasó a uno de los grandes ilustrados, a Diderot, quien en El sueño de d´Alembert también dijo que la meditación es antinatural, añadiendo que el hombre está hecho por naturaleza para pensar poco y actuar mucho y que el sabio, en cambio, piensa mucho y se mueve poco. El hombre natural de Diderot es el agitador político. Uno u otro, el buen salvaje o el agitador político, o la mezcla de ambos, se han convertido en el hombre de toda una época. ¿Será verdad que éste es el ideal de la LOGSE, anticipado ya por aquel ministro de Franco que proclamaba “¡Menos latín y más gimnasia!”? Mucho se habría adelantado si en el preámbulo de la misma se hubiera escrito: “El muchacho que estudia es un pervertido moral. Persíganlo”.

Otra subversión del hombre natural es la de Freud. Ahora el hombre natural es el que se mueve por el instinto sexual. Lo demás es convencionalismo, incluyendo, por supuesto, al buen salvaje de Rousseau y al alborotador de Diderot. Un hombre natural, cree Freud, no padecería conflictos, porque estos proceden en última instancia de la represión ejercida por el super-yo o conjunto de normas morales de la sociedad. Como, además de esto, muchas formas de actividad sexual que son tenidas como actos antinaturales, como anomalías o perversiones, son en realidad manifestaciones naturales del impulso erótico, amorfo y multiforme, no parece sino que haya que dejarlas fluir libremente. Lo demás es represión de la naturaleza humana.

¿Hace falta decir mucho más para comprender la transmutación de los valores de que hablaba Nietzsche? ¿No estamos acaso en ese mundo que él describió? Si se añade la aportación del propio Nietzsche al poner en la voluntad de poder lo más natural del hombre y de la realidad entera se tendrá casi completo el cuadro del presente.

Una nota común a estas naturalizaciones es que en cada una de ellas la naturaleza adquiere el valor de norma y se convierte en obligatoria. Ahora bien, ¿cómo cumplir con ella? Estas ideas pueden exhibirse y llevarse hasta su máximo desarrollo sobre el papel, en los libros de los filósofos. También es posible manifestarlas en el arte, como ha pasado con todo él durante el siglo XX, dedicándose a exponer la locura como lo natural. No se olvide que muchos grandes pintores, como Munch, Gauguin, Van Gogh, etc., eran psicópatas. En el arte, la literatura y los escritos de los filósofos puede obedecerse la norma impuesta por cada uno de los sucesivos o coetáneos conceptos de naturaleza, pero no en la práctica real de nuestras sociedades industriales, que en muchas ocasiones imponen a los individuos una disciplina férrea. ¿Se puede acaso ser un hombre natural en sentido rousseauniano? ¿Es que los seguidores de Freud se entregaron a todas las prácticas sexuales comprendidas en su idea de naturaleza humana o las pudieron recomendar a los demás? Si la heterosexualidad es solamente una entre muchas opciones igualmente posibles, si es verdad que la tendencia sexual es amorfa y que nadie está inclinado por naturaleza en una u otra dirección, entonces bastaría con borrar toda restricción del super-yo para que brotaran espontáneamente todas las prácticas imaginables: sadismo, bestialismo, pedofilia, necrofilia… Pero en un supuesto así, ¿qué es lo que podría subsistir? Donde todo está permitido nada está permitido.

Una cosa parece clara: que las ideas de estos artistas y filósofos pueden haber impregnado en mayor o menor grado las ideas de las gentes, pero éstas no tienen más remedio que apartarse radicalmente de ellos. Es evidente que el convencionalismo y el subjetivismo no son aptos para una vida individual y social equilibrada.


[1] Declaración universal de derechos humanos, adoptada y proclamada por la O.N.U. en la Resolución de la Asamblea General 217 A (iii) del 10 de diciembre de

[2] Sexto Empírico, Los tres libros de hipotiposis pirrónicas, trad. de Lucio Gil de Fagoaga, Reus, (Madrid, 1926), 338 página I, 216.

[3] Para lo que sigue véase Nagel, E., La estructura de la ciencia. Problemas de la lógica de la investigación científica, trad. de N. Míguez, supervisada por G. Klimovsky, Paidós, (Buenos Aires, 1978), páginas 15-39.

[4] Para lo que sigue véase Gehlen, A., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, trad. de C. Cienfuegos, W., revisión e introd. de A. Aguilera, 1ª, Paidós, (Barcelona, 1993), páginas 87-167, y Gehlen, A., El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, 2ª, trad. de Fernando-Carlos Vevia Romero, Ediciones Sígueme, (Salamanca, 1987), páginas 385-475.

[5] Santo Tomás de Aquino: Suma teológica, parte 1ª de la 2ª parte, cuest. 94, art. 2,  B.A.C., (Madrid, 1957)

[6] Rousseau, J. J., Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, trad. de M. Bustamante Ortiz, introd. de Ll. Crespo, Península, (Barcelona, 1976), página 49.


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Sobre «Pensamientos del que está de visita»

(Emilio López Medina, Pensamientos del que está de visita, Biblioteca Andaluza de Arte y literatura, Cádiz, 2001)

Es un libro insólito. Ha adoptado la estructura de un libro de aforismos, pero no ha pretendido la seriedad y circunspección de las obras clásicas de ese género. De otro modo no se entienden algunos aparentes exabruptos, traídos a colación para inducir una descarga eléctrica en el lector más que para cerrar una idea al estilo de, por ejemplo, La Rochefoucauld . Así, sobre un asunto que a veces ocupa a los padres, la diferencia entre tener un hijo o una hija, y sobre las diversas formas lingüísticas y culturales de mentar lo mismo, contrapone el dicho de la lengua de Quevedo –“Más vale una hija puta que un hijo canónigo”– a otro irlandés que, frente a él, resulta insulso y desmayado. Otras veces, tras haber iniciado una idea inofensiva, roza lo tenebroso: en el aforismo número 670 dice que se mata a los animales porque son más débiles que los humanos o porque, careciendo de cultura, dedican su vida a las mismas tres actividades, a saber, comer, defecar y copular, a que se va reduciendo la nuestra por un exceso de cultura y técnica o por una perversa orientación de la cultura por el solo camino de la técnica, lo que con toda seguridad acabará por hacernos merecer el mismo trato. En otras ocasiones da muestras del hondo saber de los proverbios antiguos: el mayor triunfo de la juventud, viene a decir en el número 46, es salir indemne de ella. Pero casi nunca traspasa el umbral de una idea esbozada, dejando al lector que la siga por su cuenta, lo que a sus ojos se justifica en que un escrito que tiene al hombre por objeto no debe aspirar a una teoría universal y única, sino a una multitud dispersa de aforismos (número 449). No otra cosa es el arte, y muy especialmente la poesía: mirar de soslayo, no de frente, no tratar de decirlo todo, sino sólo sugerirlo. Por esto es un libro poético, que no excluye la ironía, la burla insinuada, el sarcasmo a veces. Escrito por un amante de la filosofía –que tal vez su autor rehuya el solemne nombre de filósofo–, se halla más cerca de la metáfora que de la descripción, de la sugerencia que de la denotación explícita. Es lo propio de quien entiende que pensar la realidad es jugar, hilvanar pensamientos, más que aproximarse a su masa confusa, como se encarga de afirmar en el número 12. De quien cree, además, que los pensamientos, mariposas libres, lo son hasta que son capturados en los hilos de la red lingüística. Después ya son libres. O quizá no son ya pensamientos. El amor miente al amado, lo convierte en otra cosa. Puede que pase lo mismo en el hablar y en el escribir.

Las palabras y el sugerir de las palabras son algunas de las claves del libro de Emilio. De las muchas pruebas que hay de esto, una, que acaso no sea la menos decisiva, es aquella en que, contraviniendo a Platón, afirma que una idea hablada queda fijada, indeleble y pétrea, en tanto que una escrita puede corregirse hasta hacer que diga más que dijo al principio. ¿No dejó sentado el griego que mayor maestría demostró en el arte de la escritura que la palabra escrita es una raya en el agua, pues permanece muda a las preguntas que se le hacen, y que la hablada posee la versatilidad del viento, pues puede soplar de un sitio o del otro con tal de establecer, matizar, enderezar… una razón? Emilio encuentra un motivo para afirmar lo contrario, pues asevera que lo escrito puede modificarse y que lo dicho, dicho queda. Pero se contenta con enunciarlo. Renuncia a una demostración, a un desarrollo, a extraer consecuencias de esa certera advertencia. Se limita a la feliz intuición que no aspira a tener más cuerpo que el roce del ala de una mariposa, como si dijera al lector: “Yo dejo a punto el tema. Siga Ud. discurriendo por su cuenta”.

En el sencillo laberinto que es este libro se entrelazan, de metáfora en metáfora, la escritura, el habla, la vida, la muerte…, formando un arco que cierra al final lo que ha quedado pendiente en el principio. De entre las tachaduras del papel, se dice en el número 1, emerge la obra de arte. De entre los flujos y secreciones de la madre nace el niño. Este llora porque lamenta nacer a la muerte, que le aguarda inexorable porque nace. Aquella existe para olvidarse de que hay que morir. Lo dice asimismo Lévi–Strauss, en algún lugar, de otra manera: los animales no tienen cultura porque no saben que han de morir, los hombres disponen de ella para distraerse del temor que les depara el saberlo. Por esto vale la pena que nazca la obra escrita, por más que Sócrates piense que es mejor lo que no se escribe y se extrañe de que su discípulo le haga decir esas cosas en sus legajos. Vale la pena incluso cuando se observa que todo cabalga hacia su final. Este libro así lo proclama. Y en su último aforismo, el que hace el número 1001 –¿por qué precisamente la cifra de Sherazade, la que demora la espada del sultán contando cuentos?–, permanece solo el cementerio una vez que la ciudad entera se ha trasladado a su recinto. Es lo único que permanece. Todo vuelve ciertamente a lo que es. Lo demás son cuentos, pensamientos para entretener al que está de visita y lo sabe, al que descubre que todo se extiende entre el final de una noche y el principio de la que sigue, entre el alba y el ocaso. Sí, pero ¡qué dulce y brillante el día que se alarga entre los dos extremos!

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Estado de guerra y guerra de Estado

I.- Utilidad de las armas

Las armas siempre han sido un medio con respecto a algún fin. Unas veces han procurado el dominio de unos hombres sobre otros, otras la venganza, otras tal vez la libertad… Una apresurada enumeración puede hacerlo ver. Casi con toda seguridad empezaron siendo herramientas de trabajo: los pueblos cazadores combaten con los mismos útiles con que logran su sustento. Su actividad productiva es un entrenamiento para el combate y sus acciones guerreras les adiestran, inversamente, en las técnicas de la producción. Otras épocas han podido ver algo bello en toda esa parafernalia del asesinato en masa. ¿No debieron ser hermosas, a la par que terribles, las armas que los dioses fabricaron para Aquiles? La guerra percibida como arte produjo de sí, o justificó, la literatura caballeresca medieval, la estética militar samurai del Japón…, y hasta consiguió engarzar el sentimiento amoroso en la lógica de la destrucción como en su lugar más propio: la guerra de Troya se libró por la hermosura de Helena, tras las disensiones del triunvirato romano se ocultaba la irresistible atracción de Cleopatra, en la memoria y el corazón del guerrero medieval latía la imagen de su dama mientras daba muerte a su enemigo. Por último, ha sido también posible ver las evoluciones de los ejércitos en el campo de batalla como una inmensa partida de ajedrez: satisfacción racional de la guerra trocada en juego.

Estas y acaso otras muchas utilidades han tenido las armas. Siempre mensajeras de muerte que los hombres se han esforzado en justificar, han sido siempre un artificio homicida. Nadie se engañe: la guerra y las armas son artificio, no naturaleza. Si la naturaleza nos hubiese impulsado al crimen, nos habría dado garras, colmillos y sentimientos más apropiados, pues los que tenemos son más un obstáculo que un acicate para la violencia. El fusilero que tiemble de cólera falla el tiro, el verdugo furioso no acierta el golpe y el general que olvida su arte y su serenidad pierde la batalla. La guillotina fue más eficaz que el hacha por ser mejor máquina, más artificial, por ser más humana y menos espontánea. Lo importante en la guerra es no dejarse llevar de lo natural.

II.- Utilidad del arma atómica

De ahí que pueda definirse cualquier arma como un instrumento creado por el hombre en estado social para conseguir algún propósito, ya sea éste el de la conquista de territorio, la satisfacción artística, la liberación de la esclavitud… Justificables o no, sus fines han sido múltiples. Pero, de todos ellos, ninguno es aplicable a la bomba atómica. Ni siquiera es útil para satisfacer al sádico más perfecto que quepa imaginar. Un atroz personaje de una obra de Sade se lamenta de tenerse que contentar con reducir a polvo doce o catorce organismos humanos cada año, cuando lo que él apetecería es contemplar el estallido del planeta con todos los seres dentro de él. La nueva arma satisfaría sobradamente este deseo, pero impediría la contemplación.

¿Qué utilidad tiene entonces este nuevo ser? ¿Qué es ? Ante todo, es preciso comprender que no es un ser, sino el símbolo de un ser. El animal humano cruzó el umbral que separa la naturaleza de la cultura cuando empezó a distinguir entre cosas y símbolos. La naturaleza, que es eterna y por todas partes la misma, uniforme y permanente, empezó entonces a disgregarse en trozos dispersos. El viejo y el joven se hicieron distintos, como el macho y la hembra, la luz y la penumbra, tú y yo… Innumerables pequeños abismos produjeron la ilusión de las diferencias. Es el poder del simbolismo. Con él apareció la humanidad.

En cuanto objeto, el arma atómica es la destrucción total. Tal vez el retorno a lo uniforme y lo indiferenciado en que consiste la naturaleza originaria. Pero en ese aspecto no es un objeto real, o de papel. Mientras tanto hay que ver en ella otra cosa, preguntarse a qué remite.

III.- El estado de guerra

Hobbes, que pareció ver el mundo cuando todavía cada ser estaba en su lugar, descubrió anticipadamente la solución de este problema. Según él (Leviatán. 1ª, XIII y XIV), los hombres tienen por naturaleza idénticas facultades físicas y mentales, lo que hacía que, siendo iguales sus esperanzas de gozar las mismas cosas, tengan que convertirse unos en competidores de otros y debe nacer entre todos la discordia y la sospecha. Los hombres se comportan como gladiadores que tienen la mirada fija en los ojos del contrario para prevenir y defenderse violentamente ante cualquier ataque, o para agredir también con violencia al adversario se puede preverse que uno mismo quedará a salvo. La condición humana es de guerra de todas contra todos.

Esta imagen tenebrosa, que Hobbes aplicaba al estado de naturaleza, es iluminadora si se aplica a la naturaleza del estado que nosotros conocemos, un nuevo Leviatán cuya carne es la carne de estados menores. La situación provocada pro el arma nuclear no es distinta de la guerra de todos contra todos. Pero guerra no es aquí batalla, sino disposición a batallar, que ocurre durante el tiempo en que no hay garantía de no agresión. El tiempo restante es paz. Tampoco un chubasco pasajero es un temporal, pero no puede decirse lo mismo de los nubarrones que oscurecen el día y amenazan una terrible tormenta, aunque no llegue a producirse. En un tiempo así no hay otra seguridad que la propia fuerza y la propia inventiva, pues nada puede esperarse del prójimo. Al contrario: de éste hay que temerlo todo y por eso hay que estar en constante alerta y acechanza. Todo amenaza ruina. No pueden desarrollarse ni existir las artes, las letras, ni la sociedad, sino solamente el miedo incesante y el riesgo de una muerte violenta, y “para el hombre una vida solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” (Leviatán, 1ª, XIII).

No hay un poder común que atemorice y obligue a todos. Las Naciones Unidas han fracasado en un intento similar, y U.S.A., la primera potencia, única al principio que poseyó el arma atómica, tenía que perder con el tiempo el papel de árbitro que creyó poder asegurar con ese instrumento destructor. Al no haber gobierno común a todos los estados, no hay ley que impida el uso de la muerte y mantenga a todos en concordia. Y si no haya ley tampoco hay justicia o injusticia, ni nociones de bien o de mal entre ellos. Todo está permitido con tal de no perecer. De ahí las dos virtudes cardinales del estado de guerra: la fuerza y el fraude. De ahí también el crecimiento paralelo, disuasorio, de los contendientes: la disposición a la violencia y la capacidad de utilizarla por parte de un rival es siempre copia exacta de las del otro. Es un espejo que multiplica imágenes iguales. O un dios que organiza el universo: “Padre es de todos Guerra / de todos rey, y a unos nombra dioses / a los otros hombres, a unos ha hecho esclavos, libres a los otros” ( Heráclito. 53).

IV.- El significado del arma nuclear

He aquí, pues, el significado de las nuevas armas, tal como yo he querido interpretar a Hobbes. No son cosas, según ya ¡he dicho, sino símbolos. Como el cetro de los reyes, cuyo origen más remoto debió ser una maza para golpear al enemigo, pero cuya utilidad en ese sentido es ahora nula, el arma nuclear probó su capacidad para el golpe en Hiroshima y Nagasaki, pero ahora ya no sirve para ello, simplemente porque no se ha vuelto a utilizar con ese fin. Es signo de fuerza que los estados usan para amedrentarse, porque en tiempo de guerra no existe ley que impida su utilización, pero no es fuerza efectiva. Es un nuevo cetro que todavía no llega a serlo, pero tampoco es violencia desatada. Y, como enseña también Hobbes, esta etapa de transición violenta, pues es de guerra, conduce a dos posibles alternativas. O bien se sigue una ley fundamental de la razón, que es la de esforzarse por la paz si hay esperanza fundada de obtenerla, y, si no la hay, se deben aprovechar todas las ventajas de la guerra alternativa que parece ser la de nuestro momento, o bien, por el contrario, cada rival se dispone, en la misma medida en que tenga conocimiento de idéntica actitud por parte de los demás rivales, a renunciar a su propio derecho a la violencia y a contentarse con tener para sí tan poca libertad contra los otros cuanta él concedería a los otros contra sí. Lo cual es un contrato, pues todo contrato es una transferencia de derechos, y con él el nacimiento de una nueva sociedad civil.

La primera posibilidad, en la que ahora vivimos, no puede prolongarse indefinidamente. Debe acabar en paz o en destrucción, ya sea que esta última la produzcan directamente las armas o ya sea que la produzca indirectamente la fabricación de armas. La segunda es la pérdida definitiva de la libertad y de toda esperanza de ella, porque, siendo cierto que “sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre” (Leviatán. 2ª, XVII), se vuelve necesaria la existencia de una nueva espada que obligue a los estados a cumplir el contrato. La guerra nuclear parece que aspira a convertirse en espada o cetro de ese nuevo Leviatán cuya imagen espantosa a veces se adivina en el horizonte.

En conclusión, si la amenaza nuclear se hace efectiva significará la pérdida de la vida, pero si no se hace efectiva, mas permanece hasta desembocar en un nuevo orden político, significará la pérdida de toda esperanza de libertad. Solamente hay una escapatoria de este callejón que casi no tiene escapatoria: elegir nuestro destino para que no sea él quien nos elija a nosotros.


 

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Pensamientos a principio de curso

Opino que la función del profesor, en un curso de historia de la filosofía explicado a alumnos jóvenes, es ambigua y aun contradictoria. Aparentemente no tiene más remedio que difuminarse, esconderse tras los filósofos cuyos sistemas explica, para que sólo ellos aparezcan. En ello consiste su supuesta sinceridad, pues, al actuar así obligatoriamente, parece que sólo deja traslucir, no sus preferencias,  sino lo que otros han pensado. Pero cualquier alumno llega a sospechar a lo largo del curso que su profesor bien puede estar transmitiendo conflictos, alegrías y sufrimientos propios cuando explica filosofía. Intuyo que un alumno tal está en lo cierto. Estoy además convencido de que, aparte de inevitable, es conveniente que sea así: no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra ni podemos prescindir de nosotros mismos. Que la persona del profesor se mezcle en sus propias explicaciones es deseable, porque en caso contrario el mejor profesor sería una máquina, y porque ése es el único modo de mostrar fehacientemente que la filosofía es una parte de lo vivido. El grado de éxito estribará en la pericia que se posea para particularizar o generalizar lo que tantas veces son preocupaciones y experiencias personales.

Ni escepticismo ni doctrinarismo

La propia historia de la filosofía cae en una ambigüedad semejante. En ella hay también hiatus entre lo que aparece y lo que verdaderamente es. La apariencia, la sucesión de los autores que se van exponiendo, es por sí misma variada, incoherente y contradictoria. ¿Acaso no es debido a ello el que algunos alumnos, a quienes el comienzo de curso ha parecido quizá demasiado prometedor, empiecen a desesperar poco a poco del contenido de la asignatura y acaben por hastiarse de ello? En el nivel intelectual en que ellos se mueven con sus mentes todavía poco avezadas al vértigo, unos, que piensan estar convencidos de algunas verdades, confiesan que acaban por dudar de ellas, en tanto que otro empiezan por aferrarse a las primeras doctrinas explicadas -¡las de los filósofos griegos!-, pues les parecen razonables, para ir comprobando cómo son desmentidas en las lecciones siguientes y otros en fin prefieren continuar con sus prejuicios -en el sentido literal: opiniones previas a toda razón- y se niegan a prestar oídos a cualquier cosa que los pueda desmentir. En resumen, parece que solamente embuimos en nuestros alumnos, aunque de un modo no buscado, escepticismo -que no es a priori indeseable,  pero, más que filosofía en sentido estricto, las doctrinas escépticas son    los cauces fuera de lo cuales no puede moverse la filosofía- y  doctrinarismo1 . Dejo de lado, como es obvio, a los indiferentes  aquellos a quienes sólo interesa, si acaso, aprobar la asignatura, y aun  ello a disgusto y como forzados. Como es indiscutible que están en su  derecho y como de lo que en clase oigan no harán más uso que el  estrictamente académico, opino que es conveniente sugerirles que  aprovechen para ejercitar su intelecto, olviden pronto lo que por  imposición hayan debido leer u oír y que procuren no hacer ruido.

Aquellos alumnos que vengan con el sano, o funesto, interés de aprender algo, y aquellos a quienes se les despierte, no habrán ganado poco. Si adquieren el hábito de meditar -sobre cualquier tema quizá, por nimio que sea, a cualquier hora y de cualquier manera- tal vez no consigan otra que el vicio de atormentarse con los pensamientos. Para ellos, como para otros de cuya vida personal no puede desaparecer tal manía, el pensamiento empezará a ser inevitable, aunque no colabore a hacerlos más felices. Serán más humanos, si es cierto, como dice Rousseau, que el hombre que medita es un animal depravado.

El pasado en nosotros

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el pensamiento, aunque todavía no nos haya trocado en seres felices y justos, es inevitable, como muestra la vida de los autores cuyas preocupaciones se han convertido en historia de la filosofía. De ellos se ha de aprender el arte de pensar. Aunque en su mayoría desaparecieron hace siglos y con ellos se esfumaron también las costumbres, instituciones sistemas políticos y creencias del pasado 2 , lo que sus mentes idearon para entender su entorno sigue siendo hoy el armazón de nuestras propias mentes. El pasado no es cosa pasada, pues nosotros mismos somos pasado. Nuestras ideas y sentimientos más entrañables no son nuestros, sino heredados. Si muchas veces creemos ser su origen es porque de ellos, pensamientos y emociones, hemos llegado a hacer vida y personalidad. En este sentido, si nuestro intelecto y nuestra emotividad -también ésta última, pues los sentimientos, no procediendo directamente de lo natural, sino del filtro que en un momento histórico concreto proporcionan las relaciones entre naturaleza y cultura, nunca son causas sino siempre efectos- proceden del pasado, éste es más real que el futuro, que en realidad no existe y al que no obstante sacrificamos parte de nuestras energías y deseos de vivir más íntimos.

Nuestra vida es tiempo y el tiempo todo lo arrolla incesantemente, complicándose y retorciéndose sin orden aparente. La vida es un barullo casi impenetrable. ¿Cómo pensarla? Las ideas que sobre ella se han producido, a veces sólo un pálido reflejo suyo, se han entremezclado, enrarecido y complicado de un modo casi tan inextrincable como la misma vida que pretendían penetrar; han sido ideas con que los hombres procuraban enfrentarse a la muerte, a Dios, la justicia… y que a la postre han acabado por formar un cuerpo extraño superpuesto a la acción y la vida. ¿De qué hablan? Hay quien opina, casi increíblemente, que se hablan entre sí, y utilizando a los hombres para expresarse. Otros, por el contrario, piensan que son simples sombras de una realidad más auténtica.

Es una banalidad insistir en que la vida no es clara, como nosotros tampoco somos claros ni límpidos. Llenos de impresiones contrarias y sentimientos opuestos, nadie de entre nosotros está tan exclusivamente entregado a la afectividad que alguna vez no goce resolviendo un problema lógico, y nadie hay tan intachablemente lógico que alguna vez no se haya estremecido con el roce de una caricia. Nadie es sencillo, y si alguien lo es, está cerrando los ojos a la tragedia de la vida. Es un puritano. “Quien por una inclinación nunca padeció dolor, tampoco gozó de alegría a causa de una inclinación”3, y una vida así, aunque se posea una perfecta sabiduría, no merece ser vivida.

Un filósofo llamado Luzbel

La sabiduría es una inclinación, no una realidad. Según una interpretación que un buen amigo me refirió recientemente sobre el mito de Luzbel, éste habría empezado a habitar el infierno cuando descubrió que el cielo estaba vacío. Mal filósofo sería entonces el diablo, pues tuvo demasiada prisa y por culpa de ella desesperó demasiado pronto. Pienso que una empresa similar, pero más paciente, es la que conviene a la investigación filosófica, al menos la que me propongo sugerir en este artículo, porque opino que no es difícil hacer que el sistema de ideas que ha dado en llamarse historia de la filosofía hable de los propios hombres. Con vistas a ese fin, que acaso en un exceso de soberbia convierta este empeño en similar al que proponía el oráculo de Delfos

-con lo que se le habría conseguido un preclaro precedente-, es bueno utilizar el espejo externo de quienes en el pasado elaboraron nuestra arquitectura mental, pues sobre nosotros habrán de recaer los pensamientos que paulatinamente vayamos analizando durante el año. Pero como el ser sobre el que se ha de discurrir no es ente seguro ni fiable, no ha de buscarse con demasiada premura el supuesto cielo de la verdad. Sospecho que ese paraíso no existe, carece de interés. Puede que sea preferible seguir siendo Luzbel antes de descubrir una entidad tal vez vacía, aun intuyendo previamente que el vacío es quizá el único fin inevitable hacia el que vamos deslizando nuestra vida u nuestro pensamiento. La nada, la muerte y el vacío son demasiado puros como para merecer nuestra atención. Spinoza ya decía que los hombres libres no piensan en la muerte. Mejor será, pues, pensar en la vida, la nuestra, aunque no sea más que unas horas en todo un año, para procurar aprender algo sobre nosotros mismos ahora que parecemos saber tanto sobre todo lo demás, aunque podamos advertir oscuramente que el final de todo, cuando ya nada seamos, nos aguarde la única y verdadera certidumbre de que nada somos. Pero, si la historia de la filosofía presenta un aspecto tan incoherente y contradictorio, ¿cómo podrá servir a este propósito? Unos sistemas mentales nacen de otro para destruirlos. Pretenden decir la verdad, y la verdad que cada uno predica es contraria o distinta de casi todas las demás. La presentación habitual de la historia de la filosofía sólo muestra opiniones, nunca verdades, de modo que los profesores, aceptando implícitamente la antigua distinción entre apariencia y realidad, no condenamos a la fatuidad de lo aparente si sólo mostramos lo opinable, y los alumnos solamente perciben erudición, cuardo no embaucamiento, en las explicaciones que oyen. Por este motivo, no creo conveniente insistir en ese aspecto abrumador de la historia de la filosofía, aunque más que por amor a la verdad se haga por una especie de compasión o humildad, para lo cual personalmente hago uso de la opción expuesta en líneas siguientes, que se me antoja determinante de la misma filosofía.

La sabiduría es esquiva

Ignoro si el pensamiento es útil o perjudicial. Opino que ésta es una cuestión improcedente, a pesar de la frecuencia con que se presenta. Cuestiones como ésa, al igual que aquella hermosa fórmula que dice que la vida enseña a pensar, pero que el pensamiento no enseña a vivir, se han de desdeñar desde un principio, pues relegan al pensamiento a la más pura inacción y son si no falsas, sí antifilosóficas. Acepto por el contrario como más razonable que los hombres, si nos diferenciamos de los animales en que pensamos o hablamos -que la diferencia sea cualitativa o cuantitativa es ahora irrelevante- es ante todo porque utilizamos pensamiento y lenguaje para organizar, dirigir… o justificar nuestras acciones. Luego idea y acción pueden no ser más que dos aspectos de una misma cosa. Los hombres actúan de acuerdo con los fines o justificaciones que su pensamiento les propone. Y el pensamiento propone fines o justificaciones de acuerdo con lo que considera que es verdadero. Esto último es cierto especialmente con respecto a los seres humanos que se esfuerzan en no ser contradictorios, de los que cabría decir, sin miedo a errar, que su actitud ante la vida es filosófica.

En efecto, a poco que se medite, me parece ineludible chocar alguna vez con la evidencia de que nuestras acciones, por un lado. Y nuestras ideas y palabras, frecuentemente nacidas de nuestros criterios estéticos y morales, por el otro, guardan entre sí tan escasa correspondencia y se contrarían en tantas ocasiones, que uno no tiene más remedio que pararse a pensar alguna vez se es deseable que todo siga tal como está o que se procure ver la manera de encauzarlo debidamente ¿Qué se ha de hacer? ¿Seguir las inclinaciones y deseos de cada omentoc procurar sobrevivir, sin parar mientes en otra cosa, en medio de embrosso de la vida, o acaso será mejor optar por alguna solución capaz de regular su flujo?

La segunda alternativa es la filosófica. El que por ella se decide acepta implícitamente que hay alguna organización de la realidad que, expresada en un sistema de ideas adecuado, se convertiría en explicación de nuestra persona al mismo tiempo que en nuestra norma. Otra cosa es que se posea de hecho un pensamiento claro de ese saber. Ello ni siquiera es importante, ni modifica en nada los términos en que se expresa la alternativa, pues no es el filósofo un hombre que por ella siente inclinación. Por lo que no se puede prometer, en un curso de filosofía explicado a jóvenes que por primera vez habrán de atisbar algo de su contenido, más de lo que después se va a cumplir. Ello excede los límites de lo que está permitido al filósofo.

La ciudad justa

Con todo, debe ser posible hallar un camino que conduzca a la verdad del hombre. De ella sabemos por lo pronto que su realización haría desaparecer toda violencia e injusticia del ser humano, y que, en consecuencia, no se da en ninguna de las formas actuales de existencia. ¿Podría aceptarse que la democracia americana actual, el comunismo ruso vigente o la explotación del tercer mundo son reinos verdaderamente humanos, en los que haya desaparecido toda contradicción e injusticia?

Estas últimas palabras no deben confundirse con una invitación al idealismo, por cuanto parecen situar la verdad más allá de lo empírico. Se trata de un planteamiento inicial que puede o no desembocar en ese tipo de idealismo, pues, por mostrar otro camino igualmente coherente con ese planteamiento, podría también entenderse que la verdad está apuntando en ciertos rasgos de la experiencia, en tanto que otros rasgos se sitúan en contradicción con ella. Una postura extrema, ciertamente imposible de mantener, pues contraría el principio mismo del que entiendo que parte la filosofía, consistiría en pensar que la experiencia toda es la única verdad y que vivimos un mundo humano realmente. Si el hombre no es por naturaleza libre, sino esclavo, si no es pacífico, sino violento, entonces este planeta, que se dice amenazado por la destrucción y el hambre, es el reino que nos corresponde y no podemos aspirar a más. Si el hombre es violento, rapaz y destructor, entonces nuestra existencia lleva la marca que le pertenece y de nada vale inquietarse ni rebelarse, pues sería injusto aparte de inútil.

Pero éste no es sino el discurso de la resignación y la quietud. Si existe un afán de justicia y éste no es descabellado, se impone volver a la antigua dualidad entre lo real y lo aparente, a aceptar que no todo lo que existe es real y que, por tanto, la verdad humano sobrepasa las realizaciones empíricas de los hombres. En ese caso retorna la necesidad de investigar lo que somos, el lugar que nos corresponde entre el resto de los seres… Así también se volvería a comprender que la filosofía es posible y necesaria cuando se percibe que la vida que están viviendo las personas está corrupta. De ahí la actividad de un pensamiento que trata de describir cómo debería ser la vida para que fuera realmente humano, tratando de adquirir el saber de lo humano. Es una ciencia pura, buscada para, por contraste con ella, hacer patente la injusticia del presente y también para orientar la acción hacia la transformación de dicho presente. He aquí cómo la filosofía engarza pensamiento y acción, poniendo al primero como base inquebrantable de la segunda. Ante esto, véase si no es secundario el que la ciudad justa sea o no realizable. Lo importante es que, si ella se torna imposible o desaparece de nuestro horizonte mental, nada de nosotros mismos y de nuestra vida puede ser entendido, pues ella da la medida de lo real.

Una utopía realista

Esto es lo que opino que debe entenderse fundamentalmente por filosofía. Este criterio es aplicable tanto a Platón y a los filósofos cristianos como a Hegel y a Marx, pese a la disparidad en el contenido de sus pensamientos. Ellos coincidieron, a pesar del diferente valor dado a cada uno de los términos, en proponer el mismo fin al deseo de saber y a la acción política.

Más arriba hablé del futuro y su no existencia, refiriéndome a que el pasado es más real que él, pues estructura nuestra propia personalidad. Esta cuestión cobra ahora una nueva luz, porque, después de lo dicho, si la opción filosófica es justificada, el empeño por el futuro no es inútil y él mismo no es fantasma irreal. También él queda justificado como lugar de realización de la utopía negada en el presente. En caso contrario, más vale legitimar la vida actual y dejar las quimeras sobre la justicia y la utopía, pues quien se preocupa por lo que no es corre el peligro cierto de perder lo que es.

He aquí que volvemos de nuevo al dilema propuesto como principio de la filosofía: ¿ qué se ha de elegir, la razón o la sinrazón, el caos o el orden…? Pero la intención de estas palabras no era presentar una opción como la única necesaria -lo cual es imposible, pues razonar cuál de las dos alternativas es válida es ya situarse dentro del orden impuesto por el lenguaje, por el pensamiento, dentro de la filosofía-, sino algo menos ambicioso y más académico: mostrar un posible enfoque coherente de un curso de historia de la filosofía. Este vendría a ser, según todo lo dicho, un esfuerzo por hacer ver que cada sistema filosófico es una ciencia sobre la experiencia del momento, una utopía seguramente extraída de ahí, y unas normas prácticas cuya función no sería otra que salvar el abismo entre lo que es y lo que debería ser, o bien, en otras palabras, una descripción del deber ser, de la naturaleza real del hombre y el universo, una crítica de la experiencia del presente y una doctrina política.

En lo que a mí respecta, como profesor que soy de esta asignatura, tendré que proceder más como traidor a la filosofía que como verdadero filósofo: aun vislumbrando que lo que he escrito tiene visos de verosimilitud, no explicaré- aunque quisiera, no podría- verdades, pues de ellas me hallo desnudo, al menos oficialmente, sino solamente haré lo posible por conseguir un aceptable recuento de la apariencia que se ajuste lo más posible a esos criterios. Más que filosófica creo que ésta es una intención de tipo histórico o antropológico. Y, por último, acerca de lo que los alumnos aprendan u olviden, acerca de la decisión que deberían o no tomar, ¿qué podría yo hacer? Ya he advertido que razonar sobre una u otra opción es elegir ya una de ellas. Sólo a ellos toca decidir. Sin razonar.

Publicado en la NUEVA REVISTA DE ENSEÑANZAS MEDIAS, 1984, nº5, páginas 75-79


1 No pongo en duda que éstos son dos polos, nunca demasiado reales, entre los que oscilan todos nuestros pensamientos y que, por tanto, no es una novedad aplicar ese esquema a los alumnos. Lo que quiero decir es que ellos, que por ser todavía jóvenes se inclinan a pensar todo en términos de sí y no, encuentran base a esa tendencia en las explicaciones de COU.
2Pienso que esta afirmación no es en modo alguno exagerada: aunque la democracia de la ciudades antiguas se pudiera concebir como origen lejano de la actual, no se puede aceptar que sea la misma, y lo mismo cabría decir sobre el cristianismo de los primeros tiempos o el medieval con respecto al de nuestro tiempo. Pero no es éste el momento de tratar el tema. El mundo clásico, el cristiano medieval y el moderno son universos distintos. Sin embargo seguimos utilizando un tipo de pensamiento que, habiendo nacido en esos universos ya pasados, parece haberlos trascendido.
3 STRASSBURG, G. Tristán e Isolda. Madrid. Editora Nacional 1982. p. 43.


 

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Sobre hechos y teorías a propósito del dolmen de Alberite

1.-Hechos científicos.

La primera parte de este libro consta de una exposición exhaustiva de datos que constituyen, en conjunto, un hecho: la excavación del dolmen de Alberite. La mirada inexperta del profano podrá tal vez verlos como una colección de rasgos inconexos surgidos por azar y no percibir que no se habrían producido sin la intervención y supervisión efectivas del científico (me refiero, claro está, a losdirectores de la investigación: Francisco Giles y José Ramos) Su función, sin embargo, no acaba ahí. Más bien empieza, pues es precisamente a partir de ahí cuando debe dar la interpretación del hecho, como queda de manifiesto por los capítulos que siguen al presente.

Con todo, éste no es más que el proceder corriente en una investigación científica. Pero hay investigadores para quienes la ciencia brota espontáneamente de los hechos. Es una convicción que halló una defensa no exenta de cierta solidez en el positivismo del siglo pasado y en las varias epistemologías que lo han sucedido. La defensa de esa idea ha solido usarse como un baluarte frente a las oleadas de la especulación. Su mención más explícita y de más amplia repercusión de dicha postura se halla en el Curso de filosofía positiva de Comte. En la página 38 de la edición española de Aguilar se lee que, desde Bacon, todos los espíritus serios admiten “no haber más conocimiento real que aquel que se basa en los hechos observados” (COMTE, A. 1973). También que la madurez de juicio necesaria para acceder a tal conocimiento se ha visto siempre impedida por una cierta suerte de primitivismo que ha obligado mucho tiempo a los humanos a postular seres imaginarios o principios inobservables con los que coordinar entre sí las observaciones sensibles.

La doctrina es conocida: la humanidad, como cada hombre particular, ha pasado por un largo período infantil durante el que acudía de manera recurrente a las fantasías de la imaginación para superar las limitaciones del conocimiento sensible. Pero este período se dejó atrás una vez que se llegó al tiempo del hombre adulto, que es un ser realista, desdeñoso hacia la pretensión del conocimiento absoluto y satisfecho con el relativo, logrado a través de las observaciones y de las teorías extraídas con el casi exclusivo fin de limpiarlas de incoherencias.

Pero, en contra de lo que cree Comte, la confusión no deriva de una supuesta humanidad infantil. Antes al contrario, es la arbitraria negación de objetos teóricos no directamente contrastables el error que lo conduce a él a la falsa suposición de la infancia de la humanidad. No es que la confusión en el conocimiento proceda de un estadio infantil, sino que la confusión en que Comte incurre le lleva a postular un estadio que sólo existe en su imaginación. La prueba es que la ciencia del XIX y el XX no ha seguido la senda que él quiso señalarle. De hecho, la biología y la física no podrían entenderse hoy sin la presencia de objetos inobservables, como los genes y los átomos. Y los ejemplos podrían multiplicarse, pero no es preciso hacerlo.

Podría parecer que no es del todo justo despachar a Comte con estas escuetas palabras. En su escrito hay una matiz menos extremoso, pues expresa la obligación de aceptar la existencia de entidades teóricas cuando se ajusten rigurosamente a la experiencia. Luego no parecen tan rotundas la negación de lo inobservable y la afirmación de los hechos sobre cualquier otra consideración. Pero es precisamente esto lo que debe conbatirse con más empeño. Las categorías del positivismo, que giran en torno a esta doctrina, no resisten el parangón de la ciencia constituida. Lo advierte con claridad W. O. Quine cuando la compara con una figura geométrica cuyos ángulos se hundieran en la experiencia, quedando todo el resto alejado de ella. El sistema en su conjunto, exceptuando las partes ancladas en los hechos, no sólo no guarda relación directa con ellos, sino que establece ciertas prioridades frente a ellos: cuanto más fundamental sea un principio para la estabilidad del conjunto, tanto menos dispuestos estarán los científicos a modificarlo, incluso en el caso de que los embates de la experiencia parezcan contradecirlo (QUINE, W. O., 1.969, págs. 19-23). Esta actitud no es más que un sano procedimiento de sentido común, toda vez que no es sensato destruir un edificio de conceptos, que pone al científico al abrigo de la ignorancia o la duda, a causa de una o dos experiencias que no tengan cabida en él. La demolición es a sus ojos una catástrofe de tal magnitud que siempre pensará que es preferible hacer lo que se pueda por evitarla. Con ese fin suele procurar, y lograr, que las oposiciones procedentes de la experiencia se integren en la explicación teórica y sirvan para confirmarla más que para refutarla.

Dentro de ciertos límites, la ciencia hace cuanto puede para mantenerse indemne frente a los mentís de la experiencia. No avanza a través de ellos, sino a pesar de ellos, haciendo lo posible por integrarlos en su esquema previo. De ahí la obviedad de que un cuadro teórico es tanto más resistente cuantas más pruebas empíricas soporte en su contra.

No quiere esto decir que deban abrirse las puertas de par en par a la actividad vacuamente especulativa. La fuerza del conservadurismo, traída aquí a colación únicamente con el fin de poner lo fáctico en su lugar, que no es el de juez que quiso darle el positivismo, no es la única que rige el desenvolvimiento de la ciencia. Hay otra, que es su contraria, en virtud de la cual una modificación en el núcleo del sistema de conceptos puede servir para simplificarlo y para dar cabida en él a nuevas interpretaciones de hechos que hasta entonces habían sido díscolos. Baste esta constatación sobre esta otra tendencia, que debería ser tenida por elemental.

Viene todo esto a colación porque me he propuesto colaborar con mis parcas fuerzas a poner en evidencia la inanidad del positivismo en Arqueología, el cual, so capa y nombre de Reformismo Pragmático, Positivismo Modificado, o simplemente la genérica y multivalente designación de cientificismo, entiende que la realidad consta exclusivamente de una sucesión lineal de hechos pertenecientes a un único nivel, razón que le conduce a predicar la necesidad de que el registro arqueológico los vaya descubriendo hasta conseguir la totalidad de ellos, en la creencia de que cuando ese fin se logre brotará de ellos por sí sólo el conocimiento científico, sin necesidad de lectura o interpretación que le den sentido. Es la máxima de esta posición: ¡Los hechos desnudos, sin teoría: eso es la ciencia! (MARTÍNEZ NAVARRETE, Mª Isabel, 1.989, págs. 20 y ss).

A esta opinión cabe oponer otra de Ortega, más lúcida y certera:

“Es posible que en la historia no llegue nunca el núcleo a priori, la pura analítica, a dominar el resto de su anatomía como ciencia, según acontece en física; pero lo que parece evidente es que sin él no cabe la posibilidad de una ciencia histórica. Querer reducir ésta a su elemento inferior, a la descripción de meros hechos y acumulación de simples datos, por tanto, a lo que aislado y por sí no es ciencia en la ciencia, empieza ya a parecer un error demasiado grave para no reclamar correctivo. El mero acto de llamar “histórico” a cierto hecho y a tal dato introduce ya, dese o no cuenta el historiador, todo el a priori historiológico en la masa de lo puramente facticio y fenoménico. “Todo hecho es ya teoría”, dice Goethe”(ORTEGA Y GASSET, J., 1.983, pág. 73)

Aceptar que la realidad consta de hechos no obliga a aceptar que el conocimiento riguroso es una mera representación de su devenir. La tarea, por otro lado, sería imposible, además de inútil. Una historia verdaderamente tal, una historia cuyo único fin fuera reconstruir “desde dentro” los sucesos vividos, debería considerar todas las perspectivas posibles. Una guerra civil, suceso que es una multitud innumerable de sucesos, se tendría que contar según las experiencias de cada bando, y, dentro de cada bando, según fue vivida por cada uno de su sectores, y, dentro de cada sector, por cada individuo… ¿Dónde detener el análisis? Y, si se detiene en algún sitio, ¿qué lo hace privilegiado frente a los demás? Una historia así conduce al caos. Rememora el deseo de aquel emperador que quiso un mapa exacto de su imperio. Tan exigente era que sus cartógrafos hubieron de confeccionar un mapa tan grande como el imperio, sólo para que comprendiera que era totalmente inservible.

El fin de la teoría no es reproducir la realidad punto por punto. Pero algunas tendencias historiográficas, como las que bebieron sus ideas en el neokantismo de la escuela de Marburgo, parecen olvidar esta sentencia elemental. Esa escuela clasificó las ciencias en nomotéticas e ideográficas y atribuyó a las primeras un método generalizador, que aplica la ley y desdeñando lo irrepetible y lo vivido, y un método comprensivo a las segundas, por el cual se puede penetrar en las vivencias tenidas por los partícipes de un suceso dado. Binford ha continuado esta división en Arqueología. Ha declarado irrelevante, por no humanística, la perspectiva “desde fuera”, y ha definido como propia del historiador la perspectiva “desde dentro”. El objetivo de éste, según él, no es otro que presentar los sucesos como si hubiese estado allí y los hubiese vivido él también.

Pero de este modo la historia se transforma en mito, no sólo porque los conocimientos se vuelven narraciones, sino porque las narraciones no pasan de ser un mecanismo para suministrar categorías susceptibles de volverse sobre el presente para inspirar la acción. No otra cosa es la historia ideológica. Puede privilegiarse el período de la Guerra Civil Española para que una persona de nuestro tiempo clasifique todo el territorio político y social y obre en consecuencia, o puede destacarse por encima de él el de la Revolución Francesa, con el mismo fin, y, antes aún, si el mito agota su potencia, el Renacimiento… Esa clase de historia sólo alcanza a revelar verdades de situación, contingentes en su totalidad, que, por estar inscritas en el orden del tiempo, están llamadas inexorablemente a desaparecer (V. entre otros MARTÍNEZ NAVARRETE, Mª Isabel , o. C., págs. 44-48, REMOTTI, F., 1.972, págs. 163-171, LÉVI-STRAUSS, C., 1962, cap. IX).

El centro de este debate lo ocupa la noción de hecho científico, a cuyo respecto se debe empezar por admitir que no será posible salir de él hasta que no se deje de confundir entre observación y experimentación. Se olvida lo fundamental cuando se está en la creencia de que los hechos de la ciencia gozan de espontaneidad y que lo propio del investigador es examinarlos con el fin de comprobar sus causas, efectos, fenómenos concomitantes… Así no actúa ningún científico, por más que él mismo esté seguro de lo contrario. Se haría entonces acreedor de la crítica que Binford hace a la cientificidad de la Prehistoria: no es posible, dice, observar directamente los hechos del pasado, por lo que los historiadores han de estudiar datos contemporáneos producidos por su propia actividad de investigadores (MARTÍNEZ NAVARRETE, o. c., pág. 44). De estas dos proposiciones es cierta la primera y falsa la última. Es falsa también la conexión causal que se establece entre ellas:

            Es verdad que no se pueden ver los sucesos de la Prehistoria.

            Es verdad que los únicos datos con que cuenta el arqueólogo son los producidos por sus técnicas y procedimientos de investigación.

No es verdad que 1. sea causa de 2., pues no se trata de sustituir una objetividad real por otra adulterada.

El error reside en la noción de objetividad y en la de hecho científico que de ella se infiere. Binford parece pensar que una explicación es objetiva sólo cuando representa una realidad previa, estructurada y sensible. No piensa que la ciencia pueda ser responsable de lo que dicen los datos tanto como de la producción de los datos mismos. Cuando Mendel, después de haber procedido, según una idea previa, a una selección de semillas, pólenes, condiciones de humedad y aislamiento…, y después de haberse propuesto ciertas expectativas, resultantes también de conjeturas previas, planta o recolecta guisantes en el huerto de su convento, asiste ciertamente a un hecho o a una serie de ellos. Pero no guardan parecido alguno, a no ser el meramente externo, con otros a los que simultáneamente asiste otro hortelano. La mente de Mendel va de lo que ella supone a priori que son efectos a lo que ha supuesto a priori que son causas, con el fin de obtener una explicación coherente de la producción de aquéllos. Pero este especial proceder no puede verse como una demostración directa, por contraste con la realidad fáctica, ni como una reproducción en paralelo, en la inteligencia de Mendel, de un curso supuestamente natural de los sucesos. Y sus ideas no guardan una conexión directa con sus impresiones sensibles. Antes al contrario, siguen su propio cauce, obedecen su propia ley y después se aplican a los fenómenos. Tras haber deslindado por un proceso de análisis el objeto de su atención, el hecho científico, el hombre de ciencia abre una brecha entre la experiencia vivida y la que es propia de la ciencia constituida. Y, pese a las apariencias, ya no se trata de los mismos datos en uno y otro caso. La brecha no puede volver a cerrarse. En otras palabras: la ciencia no se dedica en ningún caso a recolectar y estudiar los hechos que encuentra, como si éstos brotasen por sí solos del suelo fértil de la realidad, sino que los produce ella misma de acuerdo con procedimientos que le son propios (SEBAG, L., 1.964, pág. 237).

Admitir que la expresión “hecho científico” remite a un foco fijo en el cielo del entendimiento, en torno al cual tienen que girar los conceptos con la única finalidad de expresarlos adecuadamente, no pasa de ser una ingenua adscripción al realismo ingenuo y un desconocimiento consecuente de una discusión que, como mínimo, se remonta al siglo XVI, a los comienzos de la conversión de la teoría del conocimiento en el núcleo de la filosofía. Ya entonces defendía Zabarella que esta cuestión debe resolverse desde los recursos y condiciones de la lógica pura, y no de la metafísica, pues nada tiene que ver con la realidad de las cosas. Que todo conocimiento científico parte del intelecto y al intelecto mira, no a la naturaleza:

“Utraque demonstratio a nobis et propter nos ipsos fit, non propter naturam” (Citado en CASSIRER, E., 1.986, pág. 168).

Excepto en la contundencia de los términos, el contenido y validez de la tesis no han variado gran cosa desde que fue formulada.

2.-Sistemas de ideas.

Luego no se dan los hechos sin mezcla de conceptos. Pero la relación entre unos y otros no es siempre la misma. Atendiendo a la amplitud que le es propia, un sistema de conceptos cuya finalidad sea contribuir al conocimiento puede adquirir la forma de una filosofía, una teoría científica o una ley experimental. Una generalización empírica del sentido común, como la de que la lluvia es beneficiosa para la germinación del trigo, puede tener una universalidad más reconocida que la de cualquier principio de la ciencia. Se, con mucho, más importante desde un punto de vista práctico, vital. Pero no pertenece a un sistema: no está, junto con otras proposiciones, inscrita en una jerarquía lógica, de modo que pueda deducirse de alguna, servir para la deducción de otras, ser compatible con las demás… Éste es el motivo de que se la excluya de la presente lista. Como también se excluyen las nociones religiosas u otras creencias que, pese a ser tal vez sistemáticas, no están orientadas al conocimiento.

Creo que esta simple catalogación, hecha según el criterio de la mayor o menor proximidad entre ideas y hechos, es completa. Por tanto, perfecta. La lejanía entre filosofía y fenómenos es, desde Kant, incuestionable. Pero eso no la hace sin más irrelevante, como dentro de poco procuraré mostrar. La de las teorías científicas (NAGEL, E., 1.978, 84 y ss) debería ser también evidente, puesto que las relaciones que ellas postulan no son directamente observables en los objetos. Entre otros, el principio de inercia es una prueba palpable de esa separación entre concepto y empiría. Einstein dice de él que es “una interpretación teórica, hasta cierto punto arbitraria, de lo observado”, “un experimento ideal que jamás podrá verificarse, ya que es imposible eliminar toda influencia externa” (EINSTEIN, A., E INFELD, L., 1.969, págs. 14-15). Las leyes experimentales, por último, son directamente falsables. Que los hijos de padres de ojos azules tienen también ojos azules, que el peso del oxígeno que entra con el hidrógeno en la formación de agua es aproximadamente ocho veces superior al de éste, o que en los períodos de crisis ecológica los humanos hacen un uso mayor de métodos anticonceptivos, son proposiciones de esta índole, pues son susceptibles de contrastarse en la experiencia.

3.-Antropología filosófica.

La crítica ejercida por la filosofía contra sí misma, que ha sido demoledora en los últimos siglos, ha enseñado a muchos que no es posible satisfacer la ambición de hallar fuera de la experiencia una posición desde la que sea posible dominarla en su totalidad. Como Arquímedes, la especulación filosófica del pasado quiso un punto de apoyo para mover el mundo. Ahora se acepta que ese objetivo es inalcanzable. Pero de ello no se infiere que sólo tengan valor para el conocimiento los enunciados que hablen de hechos. Como otras veces se ha dicho, es preciso también elucidar los supuestos del pensamiento científico. Y no solamente eso. En el asunto que nos atañe, faltaría aún lo más importante: construir la imagen de sí que puede razonablemente formarse el hombre, imagen que habrá de servir no solamente para dar coherencia a enunciados teóricos o fácticos, sino para inspirar hipótesis o sugerencias que puedan ser útiles para el control empírico.

El caso humano es seguramente el mayor foco de atracción para categorizaciones de toda índole. En el extremo, ha sido corriente oponer la opción que lo presenta como hijo de Dios, hecho a su imagen y semejanza, con la que ve en él un primate  que ha triunfado. Esta contraposición no es otra cosa que una de las múltiples formas adoptadas por el dualismo. Descartes, su iniciador, pensó que el hombre consta de naturaleza y libertad y aceptó en él dos series de actos que discurren en paralelo, una interior y otra exterior. De ahí no podían surgir, como así fue, más que disquisiciones estériles. Para no sumirse nuevamente en ellas debería adoptarse una concepción capaz de evitar a la vez los sinsentidos del dualismo y los excesos de los dos reduccionismos en que inevitablemente incurrieron sus sucesores.

La equivocación residen en la pretensión de definir al hombre, limitarlo de una vez por todas en conceptos rígidos. Así sucede cuando se dice de él que procede de un primate o que es una semblanza divina: se le remite a un animal o a un dios, no a sí mismo. Con ningún otro ser se procede de manera semejante, no se echa mano de cosas que no son él para entenderlo. Con el hombre se mantiene esta actitud porque al enfrentarlo directamente no se halla nada concreto, universalmente válido, que lo delimite. Puesto que se siente que el hombre es el animal no fijado, se mira para otro lado cuando se le quiere comprender.( GEHLEN, A., 1.987, pág. 10).

Leroi-Gourhan propone una simple caracterización física:

“Posición de pie, cara corta, manos libres durante la locomoción y posesión de útiles son verdaderamente los criterios fundamentales de la humanidad” (LEROI-GOURHAN, A., 1.971, pág. 23).

Incluso la posesión de un cerebro muy capaz se considera aquí algo secundario, un mero efecto del bipedismo. Todo se reduce a verticalidad y útiles, que no son dos rasgos inconexos. ¿No debería decirse que la verticalidad es verticalidad para la técnica, incluso ya en un estrato biológico, universal a todos los seres humanos?

Esto se aviene bien con la idea de que el hombre no es estable. Ontológicamente es el ser que no tiene ser, el que no está dado de una vez por todas. Es cierto que tiene sus propias cualidades distintivas, las dos antedichas, como tienen las suyas el cocodrilo y el caballo. Como ellos, es un ser natural. Y no se distingue de ellos porque se haya instalado en su interior un universo de ideas, propósitos, expectativas… En realidad no tiene interior. El llamado espíritu no es algo alojado en su materia y enfrentado a lo externo. Es su propia actividad corporal. Cuerpo y espíritu no son contrarios. Ni siquiera son distintos. Espíritu corporal, materia activa… deberían ser lo términos que reflejaran esta idea. Pero es aconsejable eludirlos para no volver a caer en las ambigüedades propiciadas por una larga cadena de equívocos.

Que el hombre no tiene ser significa que, a diferencia de los otros animales, su existencia consiste en conseguirlo. Es también lo que se indica cuando se dice que es activo. En la medida en que hace cosas, se hace también a sí mismo y, por esa razón, si nos atenemos a la tradición instaurada por Rousseau, Hegel y Marx, en ese proceso puede forjarse o corromperse.

Para no dar cabida en este concepto a conjeturar románticas extravagantes, procuraré explicitarlo un tanto más. La diferencia entre el hombre y otros animales no tan desguarnecidos como él procede del hecho de que la naturaleza da a éstos sus productos acabados, que ellos toman y consumen tal cual los reciben. Y, lo que es también importante para nuestro propósito, ellos mismos son productos acabados de la naturaleza. Quiero decir que sus deseos, necesidades, pautas de conducta… están dados de antemano. Pero en el hombre casi nada se da previamente. Los objetos con los que satisface necesidades y deseos, así como estas mismas necesidades y deseos, todo es para él algo que tiene que lograrse, con lo que no se cuenta desde el principio. Esto no es accidental, una característica que podría ser de otro modo o que pudiera dejarle indiferente. El hombre es en sí mismo un ser de doma y adiestramiento. Si se prefiere, es artificial, siempre que bajo este vocablo se incluya que el mundo que habita es producto de su acción en la misma medida en que también lo es el conjunto de sus necesidades y deseos, de sus aspiraciones y proyectos, todo cuanto es.

Podría objetarse que este cuadro no tiene en cuenta el pensar. Nada más erróneo, sin embargo. Se deja de lado, ciertamente, la racionalidad, el lenguaje o capacidad de formar conceptos que tanto impresionó a los antiguos, pero sólo en cuanto algo separado de la acción de los seres humanos. Un animal y un niño se confunden con la situación a la que pertenecen. A sus propios ojos no son nada que ella no sea. El hombre constituido, por el contrario, es aquél que aprende a distanciarse de su ambiente, incluso a no tener nada que ver con él. Es como si diera unos pasos atrás para calibrar lo que tiene ante sí. El herbívoro no se cuestiona la hierba que come. No se cuestiona nada en realidad. La encuentra, la come…, ¿qué más hay para él?. El hombre, por el contrario, pone en marcha una acción en la que por vez primera se le presenta algo que, no siendo él, está ante él, incluyendo su propia individualidad, sus temores, necesidades, inclinaciones… Antes de ser racional es consciente de sí. De este modo lo definió Hegel. Así es el nacimiento de la humanidad en el animal y así existe por primera vez un ser vivo que no se limita a desear o aborrecer. Ahora es además capaz, por esa idea de sí y de lo otro que ha nacido en su distanciamiento, de querer lo que aborrece y de no buscar lo que desea.

La Arqueología ha debido de tener siempre presente, aunque haya sido de modo implícito, esta noción. No en vano atribuyó al primero de los restos humanos que diferenció del trasfondo animal el rasgo habilis. Ha de entenderse por ella que el hombre es hacedor en un sentido en que ningún animal lo es, en cuanto es instrumento y fin de sí. Los humanos satisfacen sus necesidades organizándose, colaborando unos con otros. Al hacerlo desarrollan cualidades que dormitaban en ellos y adquieren nuevos deseos y nuevas necesidades. Las ideas que se hacen, de sí y de lo que les rodea, al tiempo que forman parte de los elementos activos en ese proceso de satisfacción de necesidades y deseos, van siendo, igual que ellos, profundamente afectadas (PLAMENATZ, J., 1.986, págs. 109 y ss.) Luego no son anteriores ni posteriores a las actividades, sino inherentes a ellas. Por ser hombres sus portadores constituyen una parte necesaria de ellas, ya se trate de las actividades propias del intercambio de bienes materiales, las de la existencia social, las de la producción, las de la superestructura… Esto hace que, aparte de inútil, sea casi imposible separar la idea de la cosa, la teoría de la práctica. Son dos aspectos de la acción humana que se afectan recíprocamente de una forma harto intrincada y sutil. Ni siquiera Marx intentó nunca establecer una distinción clara entre ambos, como tampoco Hegel lo hizo. Esto hace que sea poco verosímil cualquier teoría que introduzca relaciones causales entre ellos.

En conclusión, más que un sujeto pasivo de deseos y necesidades, el hombre es un sujeto activo, hacedor de sí y de su mundo gracias a que tiene voluntad, a que puede forjarse propósitos conscientes en virtud de las ideas que tiene sobre sí como individuo social.

4.-El materialismo histórico.

Hasta aquí la antropología filosófica. Lo que resta es ofrecer una interpretación del materialismo histórico que podría ser no solamente una lectura correcta de lo que Marx mismo propuso bajo esa designación, sino además una teoría correcta de la historia. Para empezar, hay varias razones que permiten denominarlo como teoría. Expondré primero éstas para analizar a continuación sus componentes y las relaciones que guardan entre sí.

Independientemente de que sea verdadero o falso, el materialismo histórico es una teoría científica por tres motivos (NAGEL, o. c. págs. 84-111):

1.- Una ley experimental o generalización empírica suele constar de un solo enunciado, mientras que el materialismo histórico se expresa en un sistema de enunciados vinculados entre sí. Esto hace que su poder explicativo sea más vasto y que, al poner de manifiesto las conexiones habidas entre sus enunciados, sirva de fuente de inspiración para nuevas generalizaciones.

2.- Los términos de que consta no se han establecido por ningún procedimiento experimental explícito, lo que impide que pueda ser sometida a falsación. Esto la diferencia de las conclusiones que el prehistoriador extrae de su trabajo de campo, que serán verdaderas o falsas según obedezcan o no a los hechos que le ha dictado su técnica de investigación.

3.- Por último, no es una generalización inductiva, pues no ha nacido de las relaciones observadas en los datos. Lo mismo que han dicho autores como Heisenberg y Einstein a propósito de otras parcelas del pensamiento científico, esta teoría es también una libre creación de la mente. Pero libertad no es aquí capricho o arbitrariedad, sino independencia de los hechos. Brinda contenidos propios a las generalizaciones científicas para explicar éstas por medio de aquéllas. Pero entiéndase bien: las generalizaciones son inteligibles por sí mismas y por su referencia a los hechos. El papel de una teoría no es explicar lo que se explica por sí mismo, sino explicarlo en relación consigo misma.

Antes de entrar en el contenido del materialismo histórico deben hacerse dos advertencias. La primera es que, según suelen admitir los estudiosos de Marx, sean o no marxistas, el texto donde se halla expuesta es el Prefacio de 1.859 a la Crítica de la Economía Política. Será el que aquí se habrá de someter a análisis. Ahora bien, ese escrito asigna a las fuerzas productivas el papel de motor del cambio social, no al aumento de la población ni a la lucha de clases, por lo que no me referiré a ninguno de estos dos factores. Es dudoso además que puedan introducirse en la teoría sin volverla incongruente. El mismo Marx contribuyó a esa confusión con las primeras palabras del Manifiesto Comunista (MARX, K., Y ENGELS, F., 1.977, pág. 23) y con su explicación del paso del feudalismo al capitalismo. En mi opinión, una teoría no gana nada señalando un mecanismo de producción de los sucesos y añadiendo luego otros según cada caso lo vaya requiriendo. La segunda es que el texto en cuestión es, pese a las apariencias, extraordinariamente denso, sugerente y oscuro, por lo que no deben atenderse los malentendidos en que han caido algunos autores. Sea ejemplo de esto lo que dice I. Moreno, quien, aparte de encontrar el texto sencillo, reprocha a L. White no haber coincidido con Marx al dividir la cultura en tres subsistemas (el tecnológico, el sociológico y el ideológico), lo cual está más cerca de Marx que la división hecha por el mismo I. Moreno en tres estructuras “regionales”: la económica, la jurídico-política y la ideológica, añadiendo a continuación que es la estructura económica la que determina, en última instancia, eso sí, el total. Y lo dice a pesar de citar in extenso el Prefacio de 1.859, donde la estructura económica aparece como determinada, no como determinante (MORENO, I., 1.979, págs. 182 y 225) En las líneas que siguen se analizarán de cerca esas páginas para desentrañar lo que ellas realmente dicen y aportar coherencia y claridad a la teoría. Con ese fin haré uso de un amplio apoyo en las explicaciones dadas por G. A. Cohen (COHEN, G. A., 1.986). El texto empieza así:

“En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, ya a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social” (MARX, 1.980, Prefacio).

Es útil representarse el contenido de estas líneas según la metáfora arquitectónica a que ellas mismas aluden:

 

Superestructura

 = Fundamentalmente el Estado y el derecho.

Estructura económica

 = Base real, relaciones de producción.

Infraestructura

 = Fuerzas productivas.

 

Los hombres se producen a sí mismos al producir los objetos que satisfacen sus deseos y necesidades. Y, al hacerlo, dan lugar a estos tres segmentos de que se compone la cultura, cada uno de los cuales goza de una cierta preeminencia sobre los demás. Las relaciones de producción dependen de las fuerzas productivas y son la base sobre la que descansa lo jurídico, lo político y “determinadas formas de conciencia social”. Las plantas del edificio parecen ser cuatro en lugar de tres, pero eso no obliga a modificar la figura. Bastará con examinar en qué consiste cada una de sus partes y comprobar después qué preeminencia tiene cada una sobre las demás.

i)Infraestructura.

Tomadas en conjunto, las fuerzas productivas son la capacidad de producción que tiene una sociedad particular, tanto si se le hace generar el máximo de bienes como si sus hombres se conforman con una mínima cantidad de ellos. Que no pertenecen a la estructura económica es claro, pues en sí mismas no son relaciones, sino cosas. Además, se dice que las relaciones corresponden a las fuerzas, lo cual, aparte de implicar una distinción entre ellas, atribuye a las segundas una primacía explicativa que no se reconoce a las primeras. En este sentido son fundamentales las fuerzas productivas. Sin embargo, no se deduce de ahí que sean primarias. Podría quizá objetarse que no es aceptable que algo sea fundamental en el orden de la explicación y no esté incluido en la estructura económica o base real. A ello hay que responder que el fundamento de un objeto puede o no formar parte de dicho objeto: las raíces de un árbol son también árbol, como las ramas o los frutos, pero el pedestal de la estatua no es estatua. Así, si se dijera solamente que la estructura económica sirve de base a lo político y a “determinadas formas de conciencia social”, seguiría siendo legítimo preguntarse cuál es la causa por la que la estructura económica tiene la forma que tiene. Ésta es precisamente la cuestión que el texto resuelve volviendo su atención a las fuerzas productivas. En consecuencia, éstas están debajo de la base económica, pero no forman parte de ella: la capacidad de producción de una sociedad es el soporte de todo lo demás, como sucede con el pedestal respecto de la estatua.

Las fuerzas productivas son un grupo limitado de elementos:

1.- Medios de producción, (que pueden ser instrumentos para la producción, tales como herramientas, máquinas, locales, materiales instrumentales) y

Materias primas.

2.- Fuerza de trabajo de los individuos (que engloba sus habilidades, conocimientos, resistencia física y psíquica, capacidad de innovación…)

 

El catálogo no es exhaustivo, pero sí suficiente para dar luz a este asunto. Todos los elementos incluidos en él comparten una cualidad: la de poder ser usados con vistas a la producción. Se excluyen por ello los que no cumplen ese requisito. Un hombre armado que vigile las cercas de un poblado calcolítico para que otros trabajen sin riesgo de incursiones hostiles, es imprescindible para la producción, pero no es una fuerza productiva, pues su actividad no es un medio que se usa con el fin de producir. Si lo fuera, habría que incluir también las creencias religiosas, que pueden llevar a los individuos a construir un dolmen o infundir en ellos una cierta confianza y aceptación del estado de cosas capaces de servirles de estímulo para el trabajo productivo. Definir las fuerzas productivas por su uso aporta el beneficio inmediato de excluir de su dominio una pléyade numerosa de seres cuya presencia introduciría confusión en la teoría más que bienes en la realidad social. El propio Marx ironiza sobre este punto: ¿habrá que tener a los ladrones, dice, como agentes de producción por haber contribuido decisivamente a la fabricación y perfeccionamiento de las cerraduras? (COHEN, G. A., o. c., pág. 37)

Un examen superficial del catálogo basta para percatarse de que todos los seres de que consta son personas o cosas. No quiere decirse con ello que hayan de quedar fuera las relaciones entre personas o entre personas y cosas, siempre que se usen para la producción y no sean relaciones de propiedad, pues éstas pertenecen a la estructura económica. Por eso deben contarse en este género relaciones como la organización de los agricultores para la simienza, la cosecha, la domesticación de animales…

La capacidad para el trabajo que las personas tienen es una fuerza productiva porque se usa en la producción y porque es el factor que introduce intencionalidad en ella. Esto hace que sea la más importante de las fuerzas productivas. Adviértase bien, sin embargo, que es esta capacidad del hombre, no el hombre mismo, lo que se ha de tener aquí en consideración. La razón de esto es la ya aludida, a saber, que es el factor que dota de intencionalidad a la producción. Si se elimina ésta, el hombre deviene objeto físico, sea materia prima o sea medio de producción. Por citar un caso siniestro, esto describe lo que hicieron los nazis cuando usaron a los judíos para producir jabón.

Una vez aclarada la diferencia general que puede establecerse entre medios de producción y fuerza de trabajo, debe especificarse ahora en qué consiste cada una de ellos.

1.- Instrumentos de producción. Ya se trate de una herramienta lítica o de una plataforma petrolífera controlada por ordenador, un instrumento de producción es algo con lo que se trabaja, en tanto que una materia prima es algo en lo que se trabaja. A esto debe añadirse que el propósito de la producción es siempre modificar (aunque sea del menor modo posible, como sería elcaso de un cambio de lugar) una materia prima, pero no un instrumento. Un chopper olduvayense ha sido antes materia prima, objeto natural sobre el que ha venido a recaer una actividad humana, pero pasa a ser instrumento de producción cuando se usa para despedazar un animal que se ha cazado.

2.- Materias primas. Los escritos de Marx no eliminan toda confusión acerca de lo que debe entenderse bajo esta denominación. Según uno de ellos (MARX, K., 1.976, 240-242), una cosa sólo es materia prima cuando ya ha sufrido alguna transformación por el trabajo humano. Pero entonces habría que pensar que el mineral, el pez, los árboles, los animales…, no son materias primas para la minería, la pesca, la industria maderera o la caza, incluso después de haberlos trasladado de lugar. Una noción más precisa debe definir como tal todo lo que el proceso de trabajo haya tenido como objetivo transformar, por más que todavía no lo haya transformado de hecho. Según esto, el cobre fue materia prima en el Calcolítico, pero no en el Paleolítico Inferior, pues entonces nadie pudo proponerse extraerlo de la tierra y fabricar objetos con él. Así se identifica este factor por su relación con la intencionalidad de la fuerza de trabajo, con lo que la teoría gana en coherencia.

3.- Fuerza de trabajo. Es el centro neurálgico de las fuerzas productivas. Según indica el Prefacio de 1.959, éstas tienen una tendencia propia a desarrollarse, tendencia que no e explicaría si no fuera por la posibilidad de que aumente el conocimiento y el control de los productores sobre el funcionamiento y efectividad de los medios. La evolución de la fuerza de trabajo pasa, pues, por el pensamiento, si bien no por el pensamiento abstracto, separado de la acción. Más arriba se ha indicado que el animal actúa sobre las cosas, pero no sabe en qué consisten su acción ni las cosas debidas a su acción. El hombre, por el contrario, sabe todo esto. Es lo que hace que su acción sea distinta de la del animal y se llame trabajo. Mientras que un castor hace diques sin planificar sus actividades ni saber lo que es un dique, o una abeja construye colmenas hexagonales desconociendo los hexágonos y no proponiéndose los procedimientos propios para lograrlos, el hombre se conoce y conoce el mundo cuando actúa. Luego no tiene objeto pararse a diferenciar lo que hace de lo que piensa. Ésta es una idea de Marx que tiene un indudable trasfondo hegeliano: el hombre no es nada aparte de sus obras. Es lo que hace. Los demás animales están al principio; él está al final. Esta noción de práctica no debe olvidarse para no caer en las confusiones mencionadas al principio de este capítulo.

Supóngase que por los efectos de una barbarie devastadora se perdiera todo el conocimiento actual, pero permanecieran milagrosamente todos los artilugios que amueblan hoy nuestro mundo. Los hombres que quedaran serían afortunados si su productividad descendiera a los niveles del Paleolítico. Esto no sucedería si la catástrofe fuera la inversa, si la destrucción afectara a las máquinas y no al conocimiento de su fabricación y manejo. Si no faltaran las materias primas, el retorno a la situación anterior al cataclismo sería fácil. En consecuencia, el desarrollo de las fuerzas productivas es esencialmente desarrollo del conocimiento de los medios para transformar la naturaleza.

Esto es aceptar los conocimientos relevantes para la producción, sean los más antiguos que el hombre ha podido tener, como la talla de la piedra, o los más modernos, como los amplios dominios de la ciencia actual, entre las fuerzas productivas. No obstante, hay quienes afirman que no debería ser así. Argumentan que las fuerzas productivas son materiales y el conocimiento no lo es. Pero no es un argumento válido. ¿Habría que decir entonces que la ciencia pertenece a la ideología, por constar de ideas? No, pues el marxismo clásico dice que la ideología es acientífica.

La cuestión es importante, porque se relaciona directamente con lo que haya de entenderse por materialismo. Si “material” es lo mismo que “tangible” o “extenso”, entonces debería admitirse que solamente son materiales las personas y los objetos físicos, pero no las relaciones, de producción o de cualquier otra clase. Luego la base económica, que está constituida por relaciones de producción entre individuos, y no por los individuos mismos, no sería material. Y de las fuerzas productivas serían materiales las máquinas, herramientas, locales, materias primas…, pero no la fuerza de trabajo. Lo cual daría al traste con las tesis del desarrollo y primacía de las fuerzas productivas, debido a que, según acabo de decir, los medios de producción no pasan de ser objetos inútiles, así como tampoco pueden evolucionar, si no se sabe fabricarlos y usarlos.

Habrá que convenir en que el término “material” y su derivado, “materialismo”, no tienen el contenido vulgar que suele asignárseles. Que no se puede oponer lo material a lo espiritual como lo tangible a lo intangible o lo extenso a lo inextenso. Y que, si se hace, las habilidades y los conocimientos dejan de ser fuerzas productivas. Pero, en ese caso, ¿cómo podrían éstas cumplir el papel que les asigna la teoría?

Este problema, que nunca debería haberlo sido, se resuelve en cuanto se entiende que el antónimo de lo “material” es social”, lo que permite concebir que lo mental sea parte de lo material y evita las confusiones que ha provocado el haber llamado materialista a una teoría que tanto se diferencia de los materialismos de los siglos XIX y XX. Si se aplican estas distinciones al caso del hombre armado que protege los trabajos agrícolas de posibles ataques se obtiene lo siguiente. La actividad de ese individuo, probablemente dictada por su pertenencia a una organización militar, no es una fuerza productiva ni una relación de producción. Pertenece, pues, a la superestructura. Pero los conocimientos que los trabajadores ponen en práctica, aunque parecen ser menos materiales que las armas de nuestro personaje, sí son una fuerza productiva material. Así es la oposición entre lo material y lo social.

ii)Estructura económica.

Está formada por las relaciones de producción, que son de propiedad real y efectiva sobre la totalidad o parte de las fuerzas productivas. Debe entenderse que la propiedad es aquí ejercicio eficaz de dominio, esté o no reconocido legalmente, que éste se ejerce sobre personas o sobre cosas y que, en cuanto tal, lleva aparejados los derechos de usar, impedir que otros usen, destruir, donar, explotar… el medio de producción o fuerza productiva que son objeto suyo. Pero, puesto que las relaciones no son personas, por más necesarias que sean para su existencia, éstas no constituyen la estructura. No son, por tanto, lo primario, o no lo son desde el punto de vista de la explicación, que se sitúa a un nivel diferente al de las pulsiones y necesidades de los individuos. Éstos no pueden aducirse como causas para entender el mecanismo que rige la cultura en su conjunto. Puede aceptarse que todo existe en virtud de ellos o que sin ellos no habría nada que pudiera ser explicado, pero el materialismo histórico no parece extraer la consecuencia de que las estructuras que se construyen con las relaciones que ellos mantienen entre sí adquieran formas determinadas según las formas determinadas de ser y actuar de los individuos. Probablemente la teoría sea acertada en cuanto se refiere al papel desempeñado por los individuos, pero no quiero dejar pasar esto sin advertir que como mínimo es discutible. Según ella, las relaciones no son como son porque ellos tengan una u otra predisposición, sino que, una vez que las relaciones alcanzan una forma concreta, siempre habrá personas dispuestas a servirse de ellas del modo que mejor les cuadre. No existe el capitalismo porque existan personas dominadas por su ambición, su falta de escrúpulos, su capacidad de innovación o cualesquiera otros vicios o virtudes, sino que el capitalismo es un buen terreno para la acción de los individuos que se hallan adornados con esas cualidades y para el desarrollo de ellas.

El entramado de las relaciones de poder dirigidas a la producción será casi forzosamente relaciones de subordinación, de modo que la noción de clase social, más todo lo que la acompaña (fragmentación de la totalidad social, explotación de unos grupos por otros, dominio político…) debe estar ligada a esta otra. Esto no significa que el hecho de que existan relaciones de producción conduce necesariamente a la aparición de las clases sociales y al dominio de unas sobre otras. Puesto que no es posible que no haya relaciones entre hombres para producir, se deduciría de ahí que no es posible que no exista el dominio de unos sobre otros, lo que constituiría una seria incongruencia con la presentación de la utopía comunista como una sociedad sin clases y consecuentemente libre de la explotación de unas por otras y del dominio político. Lo que parece que debe defenderse a este respecto es que, dadas tales determinadas relaciones, que corresponde al historiador poner de relieve, se seguirán probablemente tales otras formas de división y de explotación. Lo cual no pasa de ser una sugerencia para el trabajo del investigador, pero no una verdad evidente por sí misma ni una consecuencia incontrovertible de la teoría general.

Debe señalarse, por último, que es la posición real y efectiva en que se halle un individuo por contraste con otros en esa estructura de relaciones para la producción, y no la idea que él se haga acerca de ello, lo que indicará su pertenencia a una u otra clase. Su idea puede ser falsa. Es posible que una convicción política, por ejemplo, le haga creer que él, además de independiente, es dueño de su capacidad de trabajo, y no ser en realidad ni una cosa ni la otra. Lo que uno es, su verdadero papel en el juego de las actividades sociales, puede ocultarse a sus ojos. No otra es la distinción de Marx entre la clase en sí y la clase para sí.

iii)Superestructura.

Pocos conceptos han sido motivo de tanta controversia como éste. Muchos seguidores de Marx entienden que se refiere en exclusiva a la ideología. También muchos antimarxistas están convencidos de que esto es verdaderamente lo que Marx dijo. Los primeros han creído defender el materialismo histórico afirmando que su contenido no es otro que la doctrina de la producción causal de lo ideológico por la estructura económica. Los segundos han creído refutarlo al dar pruebas de que esa doctrina es falsa. Unos y otros han logrado solamente fabricar una teoría a la medida de sus posibilidades de ataque o defensa. Además de éstos, hay quienes han pensado que todas las instituciones sociales de carácter no económico deben contarse como superestructurales y quienes han querido limitar esa pretensión aduciendo que únicamente hay que aceptar aquellas que, no siendo económicas, deben su forma a otras que sí lo son.

Es difícil reducir esta variedad semántica. El texto de 1.859 ayuda bien poco y en los escritos de Marx no se encuentra ningún otro que permita tomar una decisión terminante sobre esto. Por otro lado, no debería aceptarse una opción que es la peor de todas: definir como superestructurales todos los elementos citados y aun otros que pudieran presentarse en el futuro. No se adelanta nada retornando a las imprecisiones del sentido común, que es lo único que se logra al otorgar a un término una definición múltiple.

El Prefacio es claro en un punto: sobre la base real en que consiste la estructura de las relaciones de producción de la sociedad, dice, “se alza un edificio jurídico y político”. No se dice que lo jurídico y lo político sean los únicos componentes de este nivel, pero al menos parece indiscutible que éstos lo son de una manera preferente. La teoría gana coherencia si adoptamos esta interpretación, pues la utilización de términos como “propiedad”, “poder”, “control” o “dominio, en lo dicho sobre las relaciones de producción encaja a la perfección con el significado legal o político que puede en buena lógica darse a los mismos términos en la superestructura. Siempre es posible distinguir entre el poder real que se posee sobre una cosa y el poder que le ley otorgue sobre ella, además de que es también plausible la búsqueda de razones de lo segundo en lo primero. Un proletario actual es legalmente dueño de su fuerza de trabajo. Nadie puede obligarle a trabajar si él se niega. La ley protege su libertad en ese dominio. Un esclavo de la antigua Roma, por el contrario, no podía negarse a obedecer al amo si éste le ordenaba trabajar. La ley no le reconocía como dueño de su fuerza de trabajo. El amo podía, en consecuencia, llegar a matarlo si desobedecía. Esta confrontación entre proletario y esclavo es verdadera, pero solamente en un registro legal. En la realidad sólo queda de ella que, a diferencia del esclavo, el trabajador actual no depende de un dueño concreto, pero tiene que trabajar a las órdenes de algún empresario, desprovisto ya de poder legal sobre su vida, si no quiere morir de hambre. Una cosa es la formalidad legal y otra bien distinta la materialidad real.

iv)Primacía de las fuerzas productivas.

Todo lo expuesto hasta aquí puede no ser suficiente para situar sin lugar a dudas cada uno de los muchos rasgos de una cultura dada en alguno de los tres cortes efectuados por el materialismo histórico. Tampoco en este aspecto he procurado ser exhaustivo. Pero habré logrado mi propósito fundamental si estas páginas sirven para identificar con algo de claridad cada uno de los tres. En tal caso, sólo resta especificar de qué modo las relaciones de producción “corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales”. Sería necesario también examinar cómo se alzan el derecho y el Estado sobre dichas relaciones de producción, pero aquí no es posible hacerlo. La investigación de Alberite, que está en sus comienzos, tampoco lo requiere por ahora: aún no puede tenerse una idea suficientemente justificada sobre las formas políticas y legales adoptadas por los constructores de ese dolmen, porque no hay todavía suficientes hallazgos capaces de permitir una lectura unívoca sobre su organización para la producción. Este asunto, más otros matices importantes de la teoría, habrán de esperar, en consecuencia, posteriores investigaciones.

Las tesis de la primacía y del desarrollo de la infraestructura material están indisolublemente ligadas, pero deben ser diferenciadas. La primera aparece en el texto con el verbo “corresponder”, que se presta a interpretaciones variadas y contrarias. Hay algo, sin embargo, que se desprende de él con una razonable seguridad: que no señala una causalidad directa y unilineal, que parte de las fuerzas hacia las relaciones. Esto es lo que usualmente se quiere denotar al decir que la relación entre ambos niveles es dialéctica. La segunda no puede consistir en que las fuerzas se desarrollan de hecho incesantemente, pues en ese caso sería una tesis falsa: hubieron de pasar varios centenares de miles de años desde la tosca fabricación de choppers olduvayenses hasta la del bifaz achelense (RENFREW C., y BAHN , P., 1.993, pág. 289), y varios milenios desde el inicio de la agricultura hasta el uso de la herradura del caballo, de un arnés efectivo para el mismo, del yugo múltiple para bueyes…, lo cual sólo sucedió en el siglo X (MUMFORD, L., 1.963, cap. 9). Lo que la tesis dice es que las fuerzas tienden a desarrollarse y que esa tendencia puede ser de hecho frenada, alterada, dirigida… por las relaciones. Lo cual no es negar la primacía de aquéllas, como afirmar dicha primacía tampoco es defender que todos los rasgos de las relaciones se originan en las fuerzas. El uso del molino a brazo pudo ocasionar la estructura económica feudal, como dice Marx, pero no la exigencia señorial de pagar tributos en forma de trabajo.

Las fuerzas productivas, que se hallan en un cierto momento de su desarrollo, exigen, para pasar a un momento superior, que en ese paso las relaciones adquieran un cierto carácter. El desarrollo de las fuerzas solamente se cumple cuando las relaciones son adecuadas, y éstas lo son solamente cuando adquieren ciertas formas y no otras. Lo cual no implica que pueda verse afectado el curso, pero sí el ritmo, del desarrollo de las fuerzas. Como también puede verse afectada su dirección. Lo mismo que el carácter del entorno afecta al carácter de una especie y explica, por ejemplo, que esté dotada para el camuflaje, pero no que los colores del camuflaje sean verdes o rojos, las fuerzas productivas condicionan la forma general que habrán de adoptar las relaciones de producción, pero no sus características particulares. Tampoco gana mucho una teoría cuando se pretende que todo, absolutamente todo, sea explicado por ella. Ésta es la tesis de la primacía.


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El espíritu de la máquina

1.- El labrador y el herrero.

(El espíritu de la máquina."La técnica frente a la naturaleza. Comunicación a las Jornadas de "Diálogo Filosófico")

Hoy sabemos que la primera filosofía griega no nació oponiéndose al mito ni continuándolo. Ambas tesis encubren un mismo desconocimiento: que  el pensamiento religioso y el racional llevan en su interior idéntico contenido, apenas oculto tras expresiones diferentes. El contenido es el que labora por sí mismo. Unas veces se expande, otras se contrae y otras se relacionan entre sí sus componentes de nuevos modos, dando a la luz otros sistemas, que pueden recibir, según los casos, el apelativo del mito o el de la filosofía. Lo cual no es un obstáculo para admitir que la emergencia del pensamiento positivo y abstracto imprimió un sentido propio al desarrollo general del intelecto cuando trocó los mitemas en filosofemas. Pero la innovación no fue creación. Tampoco tuvo una magnitud tan grande como creyeron algunos estudiosos clásicos de la historia griega. De lo contrario no se entendería la frecuente reproducción del mito en la filosofía. El pensamiento es una sola raiz con una sola savia, de donde emergen brotes con más o menos fortuna.

Dice el Diccionario de la Mitología Clásica, de Falcón Martínez et. al., en el vocablo Zeus (1), que el dios de este nombre lo es "del cielo luminoso y de los fenómenos atmosféricos, como el relámpago, el rayo, la acumulación de nubes, el trueno y la lluvia", que por este poder sobre los meteoros tiene a su cargo la fertilidad natural y es "protector de la casa y la familia, purificador, garante del matrimonio, guardián del orden social, sustentador de los linajes reales, defensor del derecho…, inspirador de los códigos o protector de los huéspedes". En suma, que "dirige el universo como un todo armonioso que incluye las relaciones entre los hombres y entre los dioses". El principal título del poderoso Zeus, padre de hombres y dioses, el que reune todos esos atributos, es, pues, el de garante del orden y guardián de la naturaleza.

Adviértase cuánto dista el contenido de este tratamiento de la dignidad que atribuye el Cristianismo a su Dios. Este no se limita a conservar la naturaleza; además la crea. Delega, sí, en los hombres cosas tales como la construcción de naves y la producción del derecho positivo, pero reserva para sí la creación de los océanos y la definitiva noción de lo justo en el derecho natural. En cambio, el trono vuelve a Zeus realmente servidor de una naturaleza que extiende su poder espontáneamente al reino humano. Es patente la diferencia: el ser primordial de la religión griega no es un dios personal ni una prole numerosa de ellos, sino el orden de lo que siempre es, el lecho por donde discurre el río de las generaciones animales, humanas y divinas. En efecto, se dice que Zeus nació en Creta. Que empezó, pues, a existir. No así el mundo. Y lo mismo que a Zeus sucede a Cronos, a los Titanes… Por el contrario, el orden natural permanece inalterable.

Importa sobremanera atender a lo que se comprende bajo el rótulo de naturaleza para hacerse una idea cabal de lo que significó el nacimiento de la filosofía. En oposición a García Bacca (2), para quien la naturaleza es "lo dado de manera inmediata, de buenas a primeras, al alcance de manos, al golpe de ojos", observa F. Duque con razón que nada se nos da de manera inmediata y que, si así fuera, lo natural sería para nosotros el cepillo de dientes y no la flor, la ciudad y no el campo. Realmente no hay escisión entre naturaleza y hombre, como si aquélla, por ser el reino de lo espontáneo e inmediato se opusiera a las obras de éste, que, siendo social, representaría el de lo mediato. Una nítida confrontación en este campo incluiría la estéril obligación de pensar un punto cero: el momento en que el rayo de la razón, del lenguaje, de la mutación genética, del utensilio…, o de cualquier otra cosa semejante, habría iluminado el umbral sagrado, pecado original o alba esperanzada de las confusas mitologías todavía sustentadas por nosotros, que traspasó la humanidad naciente. Pero en esto no hay origen; el transcurso de la historia no tiene un principio, pues debería entonces estar dentro del transcurso, lo cual es inadmisible. F. Duque  (3) recuerda a Hegel para advertir que "quien señala un límite está de algún modo más allá y más acá" de él. Nosotros somos el límite. Lo que decimos sobre lo que había antes es en todo caso una proyección nuestra: unas veces el establecimiento, científico o mítico, de nuestra genealogía, otras el de nuestras ventura o desventura.

Nuestro entendimiento no penetra en esa naturaleza anterior  para mostrárnosla pura y limpia. En verdad el entendimiento nunca penetra; construye. Y lo mismo la mano del hombre. Todo el paisaje, que con agrado llamamos natural, es en gran medida producto de la actividad cazadora del Paleolítico Superior. Y cuando no, es el agricultor quien ha establecido en él las simetrías del arado. La naturaleza es siempre producto. Evoluciona junto a la técnica, a su travís. Por eso no son distinguibles. Es el entendimiento el que, según sea el estadio tecno-natural de que se trate, introduce distinciones y produce diversos conceptos sobre lo natural. Hacia el siglo VI a. d. j., el mundo griego se hallaba en el punto Álgido de una serie de transformaciones que partían de la agricultura y desembocaban en una sociedad de artesanos y comerciantes. Podría parecer que el mito y lo que después convino en llamarse filosofía se hacían cargo de ese devenir haciendo ver que, en general, la sociedad anterior trataba de guarecerse en la naturaleza, en tanto que la nueva buscaba un fundamento cultural. Es algo a lo que les habría conducido la concepción de la naturaleza como desecho; en el estadio tecno-natural anterior, superado y a punto de olvidarse, si no desdeñado, temido, añorado o sentido simplemente como un poder capaz de amenazar la consolidación del nuevo, se veía la naturaleza originaria. En el nuevo, que utilizó sus instituciones políticas, económicas, intelectuales y artísticas para instaurar otro orden, la técnica, la cultura. Nada más fácil que oponerlas, como hemos hecho nosotros. Nada más deseable, sin embargo, que integrarlas en el pensamiento, como procuraron hacer Jenofonte, Platón, Aristóteles… Pero, puesto que solamente puede unirse aquello que previamente se haya separado, cabe decir que, en un sentido profundo, la filosofía conservó, a través de estos autores, la preocupación más importante del mito: restablecer la unidad, guardar el orden.

El labrador de Hesíodo se somete a la dura ley de la tierra cuando, imponiendo un estricto rigor moral a su vida, cree contentar a los dioses y contribuir a que su granero se llene de trigo. En su mente no se distinguen el  plano del esfuerzo, que riega de sudor sus   campos, del teológico y el ético (4). El está seguro de que así se pliega a las exigencias de la naturaleza. Desprecia el taller del  herrero porque allí no hay  aire libre, ni esfuerzo, ni el vasto silencio de los campos. No de otro modo se comporta la inteligencia de Aristóteles en el libro II de la Physica, cuando presenta la construcción de la casa como un movimiento esencialmente igual al de la germinación y maduración del grano. La semilla es en potencia la espiga dorada, y en ésta tiene su eidos, pero necesita una causa externa para llegar a él, si bien nunca lo alcanza de manera completa. Ahí reside también su fin, su télos. En esto estriba el ser de lo natural. El fin de la casa, sin embargo, no es la ganancia del albañil, que por bastarda es antinatural, sino el servir de cobijo al ciudadano. Para llegar a él también es precisa una causa externa: el propio albañil, que, si ha de ser natural, no cobrará por ello. ¿ste es el esclavo (5). Persiste con todo una diferencia, pero es ínfima: el fin de los objetos naturales es su forma, en tanto que la forma de los artefactos existe en función de la finalidad a que los destine el hombre de la pólis, pues en ella sobreviene la división del trabajo en los oficios del artesano.

¿Naturalización de lo humano o humanización de lo natural? Aristóteles tal vez pensó que contribuía a lo primero, pero ahora no podemos dejar de ver en su intención un camino a lo segundo. ¿Cómo entenderlo si no cuando dice que a la naturaleza le saldrían casas de las manos, como las que hace el albañil, si se pusiera a hacer cobijos para hombres, o que lo propio de la técnica es llevar a la perfección lo que por accidente no hace la naturaleza? (6) Si ésta se lo propusiera, nacerían del suelo los palacios de los reyes, las trirremes que surcan el ancho mar, las armas de Aquiles… Pero no se lo propone por un simple accidente que la técnica tiene por misión corregir. Podría tal vez decirse, con García Bacca, que la técnica complementa la actividad natural, pero no es menos acertado concluir que ésta es un artesano en la mente de Aristóteles y que si este filósofo naturaliza la técnica es porque previamente ha tecnificado la naturaleza.

Así también el mito. A los ojos del labrador las obras del artesano son productos antinaturales del artificio. Por eso desprecia al herrero. El, sin embargo, ajusta su vida a la tierra, al viento, al agua y al calor, a los dioses mismos, que protegen su piedad con los frutos inciertos de la agricultura. Se siente un ser natural y no ciudadano, en armonía con un universo estable y regido por leyes, por más ocultas que estén a su mirada, porque antes ha proyectado sobre él las sombras de su acción. La naturaleza es para él la tierra de labor.

He aquí, pues, cómo la naturaleza, desgajada del mito y transformada por el cambio habido en las actividades humanas, deviene también  objeto central del pensamiento filosófico. Con un movimiento de vaivén, retornará unas veces a  las perspectivas anteriores del mito y otras se enfrentará a su directa sucesora, la decadente religión de los dioses olímpicos. Anaximandro describió, con la lucidez nocturna del pesimista, casi desde más allá de la filosofía, la razón profunda del desarrollo de la physis. Sus ideas, que venían de muy antiguo, fueron plasmadas por él en una frase solemne e inquietante que no es preciso citar aquí. En ella se describe sumariamente el paso del ser que en realidad no es, de la totalidad informe, a su fragmentación infinita en los individuos. De modo semejante, la physis se habría de transformar, en las obras de los filósofos, en un número interminable de destellos que habitan el interior de cada planta, animal, persona o cosa, cuando había sido  un único  aliento en que se resolvía la totalidad del ser: el alma, el mundo exterior, la divinidad…

La filosofía continuó viendo en la naturaleza un ser suprasensible, lo que no impidió verla también extensa y material. La pensó además animada, divina. Fue la entera realidad concebida  unitariamente. El sabio que la contemplaba no podía permitir la aparición de divisiones en su saber y reducía, en consecuencia, las múltiples diferencias del ser a unidad. La epistemología y la ontología se penetraban como consecuencia de un vitalismo organicista para el que lo real nunca fue adición de partes. Lejos del mecanicismo, por más que en algunos aspectos decisivos fuera su inevitable antecesora, la filosofía de los pensadores milesios creía que el alma de un hombre es un trozo cortado del tejido de lo natural, cuyas trama y urdimbre son la divinidad, y que el movimiento de que dicha divinidad está animada es el nacimiento y la muerte de todas las formas concretas de vida.

No importaba que este principio vital, natural y divino a la vez, encarnara en el aire, el agua o el fuego: el filósofo lo pensaba intangible, pero necesitaba retener en él alguna consistencia material, la mínima indispensable para aprehenderlo y representarlo. Era lo que el alma con respecto al cuerpo, por lo que, no habiéndose forjado todavía la noción de espíritu, necesitó recurrir a lo que más se le aproximara. De ahí el desdén por la tierra, que es demasiado concreta y pesada. Herederos directos de los antiguos dioses, entre quienes había repartido la Moira el dominio del mundo, los elementos recibieron de ellos sus poderes activos, divinos, naturales y eternos, pero perdieron su personalidad al franquear el umbral de la filosofía. Realmente no fueron otra acosa que los antiguos dioses, pero, perdida toda su concreción al rebasar las fronteras del mito, ya no se presentaron a la imaginación bajo la forma humana que les había prestado la decadente religión olímpica, sino que adoptaron cualidades abstractas como lo seco, lo húmedo, lo caliente, lo frío…

Pero en este camino aguardaba la paradoja, el atomismo materialista, la conversión de la naturaleza en un ser inerte, maquinal, contrario al de la concepción vitalista mantenida por una de las vertientes del mito y por los primeros sistemas de la filosofía. Las pertinentes observaciones de Aristóteles en De Anima prohiben un retorno ingenuo a los orígenes. Tales de Mileto, aduce, defendió que el todo rebosa de dioses porque creyó en un alma universal, cometiendo así una incongruencia.  En efecto, ¿Por qué no hay seres vivos de agua y sí de su mezcla con otros elementos, que es menos pura? Y lo mismo puede objetarse si se acepta que el principio vital  reside en el aire o el fuego. Pero, por otro lado, ¿quí hace que la vida presente en el agua,  el aire o el fuego, sea más simple y menos mortal que la que habita en el interior de los animales? Y es que cualquiera de las dos posiciones es absurda: es un despropósito hablar de un elemento como de un ser animado, pero también lo es no hablar así cuando se ha empezado por aceptar que el todo es homogéneo con sus partes y que los seres vivos lo son por el alma que los rodea.

Estas razones cortaron definitivamente el paso al ayer original, pero no impidieron al autor de ellas esforzarse por el sistema más admirable y logrado a cuyo través se restauró el antiguo equilibrio. Su énfasis en la organización jerárquica y en la mutua dependencia de los seres fueron la mejor defensa que pudo hallar el alma universal de los milesios. Fue nuevamente -no es preciso decirlo- la acción del filósofo  procurando  preservar el orden natural.

Por todo esto, el trayecto seguido por la filosofía puede condensarse en los siguientes hitos. Primero se aceptó que el alma y el mundo son de la misma esencia. Luego se pusieron a un lado las propiedades de la vida y al otro las de la materia inanimada. En ese punto hubo que elegir: la realidad última había de ser inerte o vital, pero no ambas cosas a la vez. La opción por lo segundo perfiló la tradición  mística, que se dedicó durante un largo período a desentrañar los misterios del tiempo y la justicia. Halló su mejor representante en la personalidad de Heráclito. La otra concibió lo real como una estricta maquinaria geométrica, restituyó el antiguo imperio de la Moira bajo la forma de un atomismo profundamente penetrado de la exterioridad espacial y alcanzó su cima en Demócrito. Heráclito prescindió resueltamente de todo lo que significara cantidad y pluralismo cuando echó a un lado la rígida división territorial que acompañaba a la Moira y defendió que no hay final que no sea principio ni nacimiento que no sea muerte. Demócrito, por su parte, logró expurgar de la physis el alma y la divinidad, la moralidad y el movimiento vital, para retornar a una arcaica teología fatalista, pluralista y geométrica. Excluyó a Dios y al alma, pero no la inmutabilidad del primero ni la movilidad de la segunda, que trocó en eternidad de los átomos y cambio de posición espacial: sustituyó  physis y díke, por anánke y moira.

Así se expresaron las viejas razones del mito en los conceptos que circulaban en la pólis, heredando la filosofía la antigua naturaleza. En particular, la obra de Platón y Aristóteles significó la pugna por asentar la pólis, surgida al socaire de la actividad del artesano y de la concurrencia de sus productos en el mercado, en el seno de la naturaleza. Ello a pesar de los sofistas y sus nítidas distinciones entre nómos y physis.

2.- El espíritu de la máquina.

Podemos percibir ahora que la naturaleza del labrador tuvo su cantor épico en Homero y su expresión teológica en Hesíodo. Después, en Atenas como en Roma, fue sustituida por la del artesano, que sin embargo no tuvo su eclosión en el mundo anatiguo, sino en el medieval cristiano. Religión de esclavos que habían devenido artesanos, comerciantes y burócratas durante el Imperio, el Cristianismo no amaba la agricultura. Extrañó al habitante del pagus, al pagano, porque percibió en él un ser refractario a las nuevas creencias. Con razón: su actividad inclinaba al gricultor a una fe antigua y al poco aprecio por las nuevas formas de organización a que los hombres se estaban entregando.

Mas también al artesano le llegó su hora y se convirtió en un hombre tradicional o arcaico. Fue visto como naturaleza por las nuevas técnicas. Es la escisión, que siempre opera del mismo modo. Al pensar en la capacidad técnica y sus productos abrimos una zanja que separa al hombre del resto de los seres,  que pasan a ser naturales. En general, pensamos que cuando el río pule la piedra arrastrándola actúa como causa, no como sujeto, puesto que él no se propone modificar la forma de la cosa. Por el contrario, creemos que el hombre, incluso el más primitivo, es ya sujeto, como lo declara el guijarro tallado por él, donde se muestran evidentes los vestigios de una intención. Es ésta, la intención, la que impide a la piedra ser objeto a secas, exterioridad pura y simple, y la convierte en naturaleza humanizada. Así es como  la técnica prolonga la voluntad y espiritualiza la materia. El mundo con el que ella se encuentra no está para que se le entienda, sino para que se le transforme. Nada hay en él capaz de oponer resistencia a la acción del hombre. La técnica interrumpe el reposo del ser. En una de sus formas lo automatiza. Pero esto no sucede antes de que el hombre haya mecanizado su propia alma, para que posteriormente puedan sus manos trasladar el espíritu de la máquina a la resistencia exterior.

Esta manera de ser de las cosas deja de lado al sabio, al alma bella que goza con la sola contemplación de la realidad. Este es un ser puro que, si ha existido alguna vez, no pasa de constituir un subproducto de la historia humana y carece de influjo directo en su decurso.

Pero volvamos a lo que aquí nos ocupa. Se comete error al creer que las costumbres y métodos que acompañan a la máquina son efectos suyos, porque no se advierte que, antes de su instauración y aceptación, es indispensable el lento y persistente trabajo del pensamiento aplicando un orden cuantitativo al espacio, al tiempo, a la vida, a la naturaleza, a su estudio…, a la configuración entera del mundo. Y tiene que haber además en la comunidad alguna tensión por reglamentar de modo preciso la actividad cotidiana, lo que se consigue sometiéndola a las pautas de los horarios y los calendarios. Mumford sostiene (9) que los monasterios cristianos del Occidente medieval se aplicaron concienzudamente a la tarea de dejar extramuros la irregularidad y el capricho, "las fluctuaciones erráticas de la vida mundana", con el fin de dar forma a sus deseos de poder; que trajeron la reglamentación sagrada de la vida cotidiana para poner en práctica un sentido del dominio que les diferenciaba netamente del legado por la debilidad de los hombres de armas.

Esto requiere una aclaración. El deseo, el sentimiento, la pasión… son fuerzas naturales que residen en los hombres. También lo es su satisfacción. Pero si siguen su impulso por el camino más corto, se satisfacen de inmediato y agotan del todo su potencia. Como el aguacero, pueden dar lugar a devastaciones, a manifestaciones temibles de energía liberada. Pero a la tormenta desatada sigue siempre un tiempo bonancible. Si, en lugar de ello, el agua derramada por los campos se somete a una rigurosa reglamentación de pantanos, canales y tuberías, su presión,  aparte de ser mayor, estará siempre a punto. La tensión de lo natural, así  sometida a la razón, es la tensión del arco a punto de disparar la flecha. Anverso y reverso de una sola medalla, la técnica y la naturaleza son aspectos de la misma realidad.  El interés del hombre es también un elemento natural. Cuando es debidamente  encauzado, genera monasterios medievales. Y cuando, trocado en afán de ganancia, se sujeta a previsión y planificación, hace que se propague el capitalismo. Después ya no es posible distinguir lo que pertenece a cada cara de la medalla, como no puede extraerse del emplazamiento del embalse, de su utilización para la obtención de energía eléctrica y el regadío aguas abajo, la pacífica vida ribereña que anteriormente pudo discurrir con el antiguo cauce del río.

La actividad más general del intelecto es la de introducir distinciones: en el mundo externo y en el propio ser del hombre. Cuando el monje construye los muros del monasterio y cuando adopta una vida reglada hasta en sus ínfimos detalles, está dando forma a la misma intención de dibujar los contornos de lo otro con el fin de apartarlo de sí. Declara sagrados su espacio y su tiempo y arroja el resto a lo profano para dar realidad a su idea del orden. Este es el que tiene lugar en los límites de su vida  y  su habitáculo y lo demás es desorden, frente al cual solamente caben la supresión o la resignación. Durkheim enseña que lo sagrado y lo profano no pueden siquiera coexistir en una sola unidad de tiempo, que a cada uno de ellos se asignan momentos o períodos de los que ha sido completamente expulsado el otro y que toda sociedad utiliza la religión para, entre otros fines que le encomienda, poner en práctica esta oposición.

No es necesario decir que la forma concreta que haya de adoptar la oposición viene impuesta por cada cultura particular. Entre nosotros, la causa ha residido en una cierta noción del tiempo, merced a la cual ha funcionado la necesidad social de alternancia entre los dos polos contrapuestos. A ella hemos ajustado toda nuestra vida; nos ha conducido, hace ya varios siglos, a organizarla con vistas a la producción y al comercio. Sólo una vez que se ha utilizado como semilla ha hecho  su aparición  la máquina, como viene la espiga dorada luego de haber depositado el grano en una tierra cuidadosamente preparada y abonada.

Sin embargo, nada hacía predecir para esta idea del tiempo un protagonismo social tan decisivo. En las discusiones de los filósofos es algo inasible. Así en San Agustín, que lo expone con admirable acierto. El tiempo, dice, va de lo que aún no es, pasando por lo que carece de extensión, a lo que no es ya (10). Nótese que fluye extrañamente del futuro hacia el pasado, lo que exigiría más atención de la que aquí se le puede prestar. En lugar de ello, propongo atender al otro punto: aunque el tiempo necesita de alguna extensión para ser medido, ninguna puede sin embargo avenirse a ese propósito, porque no discurre por lo extenso. Ha habido épocas que han creído cerrar esta cuestión por recurso a la estela imaginaria que dejan tras de sí los cuerpos celestes. Han identificado el tiempo con el tránsito de éstos, pero, como arguye el santo, han incurrido en un serio error, ya que entonces no podría decirse que la rueda del alfarero giraría más o menos lentamente una vez que todos los astros hubieran detenido su revolución por la cúpula del cielo. Las luminarias celestes, concluye, pueden ser signo de los días, pero no son los días. Estos son una cierta distensión en que los cuerpos se mueven, pero no son el movimiento de los cuerpos.

Newton por su parte indica que, aun pudiendo suceder que no existiera movimiento uniforme alguno con el que poderlo medir, porque todo movimiento real fuera de hecho acelerado o retardado, o que no hubiera movimiento de ninguna clase en el universo infinito, no por ello dejaría el tiempo de fluir uniforme y sin término (11). El tiempo es absoluto; nada tiene que ver con los objetos, que pasan por él sin ser él.

¿No deberíamos decir, empero, que estas respuestas de un teólogo que filosofa y de un aprendiz de teólogo que hace ciencia y también filosofía no bastan para distraernos de la convicción de que las preguntas mismas son un falso problema y que el tiempo absoluto, indiferente a todo devenir, es un mostruo inabordaable por nuestra razón? Comoquiera que sea, esto parece permanecer indiscutible: que el tiempo humano no es distinto ni separable de los hombres, que acumula sus instantes y es el propio de un animal que nace, crece, llega a su madurez, envejece y desemboca en la muerte: una vía de un solo sentido, un proceso jalonado de estados que conservan, uno tras otro, la huella de los anteriores y anticipan el contenido de los posteriores. En consecuencia, el tiempo de los hombres debería ser el ámbito de lo que está en germen, en donde el hoy estuviera preñado del mañana y la sucesión no fuera mera sucesión, sino desarrollo.

Pero ésta es solamente la apariencia de las cosas, pues, en contra de esta supuesta evidencia, en contra de todo sentido animal de la realidad, gravita sobre los hombres el cómputo aritmético de las horas bajo  la  presunción de que la vida se desliza inexorable a lo largo de una pendiente dividida en secciones numeradas. En contra también de la lógica porque, si el tiempo real es matematico, entonces es infinitamente mensurable y, vista desde ese imposible horizonte infinito, cualquier edad tiende a cero. Parecería, en consecuencia, que nunca se habría de admitir a este gris emisario del reino abstracto de las secuencias numéricas. Estaba en contra de ello además la errónea creencia de que la síntesis de los fenómenos se opera por medio de una forma pura universal ajena a la cultura.

Esa creencia es errónea porque, aunque poseemos una aptitud general  a priori para conectar hechos según un antes y un después, los nexos específicos y variados con que los ponemos en relación proceden del medio social. En él se fragua nuestra capacidad sintética y en él se impone, con la fuerza insensible, pero efectiva, que le da el actuar como ideas de la mente del individuo y deseos de su voluntad. La cultura es general y actúa por sí sola, tejiendo una intrincada madeja que pocas veces pueden desenredar los particulares, a cuyo través se teje sin embargo, con el hilo de sus pensamientos y emociones. Que un raro azar o una eventual necesidad logren a vece que un hombre se haga cargo de esta inmensa obra, de modo que parece apropiarse de toda la tradición y alumbrar un nuevo universo en su cabeza, como ocurrió con Aristóteles, Descartes, Kant o Hegel, es  sólo la apariencia de las cosas, pues en realidad sus ideas no son sino culminaciones de largos procesos anteriores.

Luego no puede causar sorpresa el triunfo del tiempo irreversible, de momentos entre sí indiferentes, como el que nos sugiere insidiosamente el reloj prendido en la muñeca. Su aceptación presupone haber reglamentado y compartimentado la vida toda al compás de los monótonos latidos de ese diminuto artilugio eléctrico: presupone el surgimiento de una fantasmal franja dividida en años, días, horas, minutos…, en moldes que pueden pasar ante nosotros inexplicablemente llenos o vacíos de experiencia: presupone finalmente la satisfacción o la ansiedad por los minutos ganados, por los minutos perdidos,por los minutos ahorrados… Es el tiempo lineal por fin vivido, es la vida del tiempo, que no es sino la nuestra propia.

Este raro artefacto intelectual, cuya admisión paracía inverosímil, adquiere así el rango de naturaleza íntima para los que hemos aprendido a ver el desararollo como sucesión, los nacidos en una era que puede ser rigurosamente llamada matemática. Ahora graduamos por igual, con el mismo tic-tac nervioso e inaudible, las convulsiones y cataclismos de la historia o su lenta y rutinaria cadencia de períodos irrelevantes.

La humanidad ha necesitado un dispendio de varios cientos de generaciones para el simple paso que hay entre dormir cuando se está cansado y sentir cansancio cuando ha llegado la hora marcada para el sueño. Ha sido un largo período de domesticación del impulso animal. Al principio medía los sucesos un reloj fisiológico. Al final actúa con rigor otro patrón del tiempo, cuya sola presencia atestigua una urgencia social, la de comprimir las actividades humanas en los estrechos cauces que ha fijado una programación previa.

El nuevo patrón lo ha impuesto finalmente el capitalismo al enseñar a los hombres a pensar en términos de peso y número, a hacer de la cantidad un criterio de valor y no una mera indicación suya. Y lo ha enseñado obligando a los trabajos sujetos a horario, a los contratos minuciosamente medidos, los pagos en fecha fija, las comidas cronometradas, las viviendas simétricamente iguales, los contactos sexuales sincronizados, la actividad general reglamentada…; es la mecanización del hombre moderno, la instrumentalización de su ser y su sometimiento a la regla de la cantidad, que encarnan de modo evidente la entraña de la máquina. Su precedente, dice Munford (12), fueron los esclavos egipcios arrastrando las piedras al ritmo restallante del látigo, los remeros, también esclavos, de las galeras romanas, que estaban limitados a simples y exactos movimientos…Toda institución social que haya tendido a la previsión y la reglamentación debe ser contada entre los antecesores de la máquina: la moneda, el comercio, la industria, la política democrática, los monasterios medievales…

Las concepciones de la naturaleza son también concepciones del tiempo. En la historia europea se ha pasado de un modelo biológico, presente en la tierra del antiguo agricultor, en algunas ideas importantes del mito y en otras de la filosofía, a otro mecánico, que asimismo participa por igual de la producción económica, la religión y la filosofía. Entre ambos, el interludio artesanal. La técnica, por su lado, ha sido la encargada de plasmar en la práctica el modelo de que se tratara en cada caso. Ella es siempre el demiurgo que origina nuevos seres en la masa informe del mundo externo. Las formas en que fija su atención pueden estar dispersas por todos los lugares de la cultura. Pueden ser imprevistas. Tal vez contribuya a mostrarlo un ejemplo no mencionado todavía:  cuando, en el siglo  VII a.d.J.,a el vendaval de la lírica arrasó el anterior ideal heroico, dejó el campo libre para la germinación de un nuevo ser, el individuo, que apareció así bruscamente, mostrando con una intensidad hasta entonces desconocida los valores de la experiencia. Pero los placeres, las emociones, el amor, la melancolía…, trajeron consigo una nueva noción del tiempo, porque el hombre que cifra en ellos lo mejor de su vida aprende pronto a aterrorizarse por la destrucción inevitable a que está destinada la individualidad. En efecto, el tiempo eterno de los dioses no es, como para los héroes, el lienzo donde se pintan los sentimientos humanos. Si es cierto que la cultura ha sido hecha para que los hombres se olviden de la muerte, parecería que  la lírica sirvió para abrir una brecha en la memoria por la que asomarse a la negrura espesa de la nada. Esta clara conciencia de destrucción, germen a la vez de la lírica y la tragedia griegas, estuvo presente en amplios sectores de la filosofía. Algunos se esforzaron en negar esa maldición del tiempo humano y acceder de nuevo a una existencia divina desde la que exorcizar toda duración (13). En otros persistió la tendencia  traida por el individualismo. De ella se extrajo por último el tiempo lineal, que paradójicameante fue también irreversible e inacabable cuando se consideró que fluye indiferente a los esfuerzos y sentimientos humanos.

Los antiguos griegos, que presenciaron esas convulsiones, pertenecían a una sociedad que pretendía instalarse en un ayer siempre recobrado, adueñarse del devenir y volverse de espaldas a él a través de sus mitos fundacionales. La filosofía suplantó al mito cuando el pensamiento tuvo que enfrentarse a las actividades artesanales para integrarlas en lo natural. Por esto mismo puede estimarse también  que lo continuó. No ha sido la última vez que ha tenido lugar un proceso semejante, como puede descubrirse en los tiempos modernos. Con una diferencia: que ahora no son el artesano y su actividad los que han sobrevenido, sino la máquina y la suya. La oposición entre lo natural y lo artificial simplemente se ha trasladado de lugar.

3.- Resumen:

En sentido estricto, la filosofía griega ni se opone al mito ni lo continúa. Se ocupa, igual que él, de la naturaleza, pero, al tratar de profundizar en ella, la construye. Esto que sucede en el plano espiritual, sucede también de modo paralelo en el práctico. Sin embargo, ambos registros no se limitan a superponerse, reflejarse o causarse. Solamente la investigación puede determinar el papel que corresponde a cada cual. Por un lado, se pasa de la religión a la filosofía, si bien la primera no desaparece, sinoque sigue otro camino, con otros desarrollo y otros contrastes. Por el otro, se pasa de la técnica agrícola a la artesanal, pero tiene además lugar la introducción y extensión de la moneda, la política democrática y el comercio, que son procesos concomitantes. En un lugar y en otro tiene un puesto de privilegio la naturaleza. A los partícipes del momento histórico se les presenta como una oposición entre ésta y la técnica y a través de la oposición, inclinándose por una u otra de las alternativas o tratando de integrarlas, procuran resolver el conflicto. Pero realmente no hay tal conflicto, porque la naturaleza nunca existe para el hombre en estado puro, sino que es siempre producto de la acción humana, sea de la acción instrumental, sea de la simbólica. La naturaleza es resultado.

Un paso semejante se ha dado con la revolución industrial europea del siglo XVIII. Desde el punto de vista del sentido, aunque no de la finalidad, el escalón es superior. La naturaleza artesanal,que se originó en la antigua ciudad-estado, culminó en el sistema gremial de la Edad Media  y fue sustituida por la mecánica en el período ilustrado. Sus antecesores filosóficos, entre otros que se le podrían asignar, son las reflexiones sobre el tiempo que van desde San Agustín hasta Newton. Su antecesor social más evidente es el capitalismo, pero también lo ha sido toda institución que haya tendido a reglamentar la acción humana.

En consecuencia, la oposición entre lo natural y lo artificial tiene una función que cumplir en la interpretación de lo sucedido en la Grecia antigua, pero también la tiene en lo sucedido en un tiempo reciente. Solamente hay una variación importante: que dicha oposición se ha trasladado de escenario.  Esta es una lectura integradora de los hechos que seguramente podría sustentarse en Aristóteles, el filósofo que entendió que la naturalización de la técnica pasa por la tecnificación de la naturaleza.


NOTAS

1) Falcón Martínez, C. y otros, Diccionario de la Mitología Clásica, Alianza Editorial, Madrid, 1980, vol. II, pág. 630.
2) Citado en Duque, F., Filosofía de la técnica de la naturaleza, Tecnos, Madrid, 1986,  págs. 22, 23.
3) Duque, F., op. cit., pág. 62.
4) V. Vernant, J. P., Mito y pensamiento en la Grecia antigua, trad. de J.D. López Bonillo, Ariel, Barcelona, pág. 256.
5) V. Duque, F., op. cit., págs. 249 y ss.
6) Aristóteles, Physica, II, 8.
7) Citado en Cornford, E., De la religión a la filosofía, trad. de A. P. Ramos, Ariel, Barcelona, l984, págs. 154, 155
8) Mumford, L., Técnica y civilización, trad. de C. A. de Acevedo, Alianza Universidad, Madrid, l971, págs. 29 y ss.
9) San Agustín, Confesiones, XI.
10) Koyré, A., Del mundo cerrado al universo infinito, trad. de C. Solís Santos, S. XXI, Madrid, 1979, pág. 152.
11) Mumford, L., op. cit., ibid.
12) Vernant, J. P., op. cit., págs. 109-110


 

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Particular y universal, aparente y real

El neokantismo histórico de Cassirer impulsó en su momento a muchos estudiosos a convencerse de que la vida de los hombres se desenvuelve en el interior de una envoltura de símbolos. Todo conocimiento de la realidad no era, para quienes adoptaron la doctrina, otra cosa que interpretación de la misma a la luz de las convenciones culturales heredadas y, dado que al hombre no le está permitido siquiera abrigar la sospecha de que lo real carece de orden, y menos aún ponerla en práctica, pensaron que las formas simbólicas que la tradición le impone representan a sus ojos la verdadera faz del mundo: si los símbolos son la trama y la urdimbre del universo, lo son también, en consecuencia, de la forma en que cada hombre organiza su acción sobre él para mantener su vida, de manera que le es imposible romper la cáscara que es su defensa y su luz para contemplar abiertamente el ser. En rigor no habría para él otro mundo que el de los símbolos, de lo que se infiere que no puede compararse un original estable con una copia fluctuante; el mito platónico de la caverna, que venía aparejado con sus teorías de la reminiscencia, la participación, la separación de lo sensible y lo inteligible…, no tiene aplicación consecuente en esta concepción. El prisionero no puede salir de la caverna porque no hay caverna de la que salir. Lo que existe en su lugar es una tupida red de valoraciones morales, estéticas, políticas, empíricas, causales…, que solamente tienen vigor en el seno de cada cultura y que devienen por esto un conjunto cerrado y completo cuyas partes son comprensibles únicamente en la peculiar relación que guardan unas con otras, lo que vale tanto como decir que cada conjunto es una unidad aislada, única e irrepetible cuyo sentido depende sólo de sí. Se comete error si se extrae de ahí una parte cualquiera con el fin de cotejarla con otra procedente de otro lugar: aislar es abstraer y abstraer es privar de sentido, condenarse a no entender.

Este relativismo extremo, extraído de las ideas de Cassirer más que contenido explícitamente en ellas, es verdadero en parte y en parte falso. Lo primero porque el hombre, sistema complejo de funciones biológicas por un lado, es por el otro indudablemente el resultado de alguna tradición cultural y su existencia no sería humana si se hallara desligada de entidades como la religión, los sistemas de parentesco y de organización política, los valores, las reglas de conducta…, que constituyen su ambiente [1], y lo segundo porque, si bien es indiscutible que cada uno de esos objetos adquiere sentido solamente en relación con otros objetos adyacentes, razón por la que el estudioso debe cuidarse de toda generalización o comparación precipitadas, a las que fue tan proclive la primera antropología, no lo es menos que la tesis de la unidad de cada una de las culturas no puede llevarse hasta el extremo de pensarlas como esferas cerradas, pues ello constituiría la más eficaz negación de la misma antropología, por cuanto tendría entonces que diluirse en una serie inacabable de monografías particulares e inconexas. Pero debe advertirse asimismo que el recurso a una pretendida humanidad supracultural o extracultural en que se cifraría la identidad de todos los seres humanos al margen de sus diferencias reales es un recurso ilícito cuyo lugar corresponde exclusivamente a la ideología universalista occidental y es propiamente una abstracción. Admitir además que es real es cometer una falacia. Según dice Malinowski[2] con verdad manifiesta, un niño negro criado en Francia habría sido un francés por haber adquirido una herencia cultural distinta de la de su jungla natal, y, según dice asimismo Marx[3] en uno de los momentos en que se inclina más por la especificación social de la tecnología que por la especificación tecnológica de la sociedad[4], afirmar que un negro es un negro o que una hiladora de algodón es una máquina para hilar algodón es querer dar cuerpo a una idea vacía, porque en sus condiciones reales el negro es un esclavo y la hiladora es una cantidad más o menos grande de capital. La verdad y el ser de cada cosa son lo que son en las condiciones determinadas en que la cosa existe, y, dado que la vida de los hombres transcurre sólo en circunstancias determinadas y particulares, la esencia de cada uno de ellos, así como la de todos los seres humanizados por ellos, no dependerá de ellos mismos, sino del juego de relaciones en que estén incluidos, razón más que suficiente para percibir que el negro es esclavo porque el blanco es amo, o viceversa, y que las conjeturas sobre la libertad o la ausencia de dominación del hombre universal de que tantas veces se echa mano para poner nombre a los humanos son sólo deseos más o menos infundados del alma bella. Mas no se deben confundir registros diferentes. El concepto puro y nudo de hombre sin más, fruto de una concepción moralmente progresista de la historia, carece de referente. Pretender fijarlo en la forma de un ser natural que trascienda toda cultura es una confusión del contractualismo que ha calado hondamente en nuestra ideología, y ha solido servir para olvidar que el mundo humano no es definitivo sino cambiante, y que, al contrario del resto de los sistemas naturales, como el sistema solar, por ejemplo, que han adquirido la estabilidad que ahora se admira en ellos después de un largo período de mutaciones, el hombre sigue siendo un proceso cuyo dudoso final no nos es dado percibir y tal vez ni siquiera sospechar. La materia sobre la que se construyen las culturas es la misma por todas partes, tanto si adquiere existencia en la jungla como si la adquiere en la ciudad, pero la simple consignación de esta verdad no confirma la creencia en una humanidad idéntica a sí misma independientemente de las diferencias originadas en el tiempo y el espacio, porque una tal humanidad es solamente la materia prima a partir de la cual se hacen los humanos y, en cuanto tal materia prima carente de toda cualificación e identidad, no puede concebirse portadora de un género humano definido, sino sólo de un taxón zoológico de escaso o nulo contenido.

Sólo me comprometo con esta terminología aristotélica hasta donde es necesario para denunciar ese idolum theatri de nuestra edad que es la fabricación idealista del ser humano siempre idéntico a sí mismo. ¿Cómo podría poseer esa cualidad lo que, por no haber recibido todavía determinación alguna, es algo irracional e impensable? En otras palabras: ¿puede alguien ser hombre y no ser francés, español, zuñi, aranda, bosquimano, sioux…, es decir, sin haber adquirido una u otra de las formas de ser hombre que existen realmente? El concepto de humanidad se reduce a la nada si es pensado fuera de esas formas en que se plasma lo humano a lo largo del tiempo y del espacio y no hay cosa alguna que pueda tomarse fuera de dichas formas como punto de referencia con respecto al cual valorarlas adecuadamente. Luego a nadie puede coger desprevenido el que, por carecer de una vara de medir que las trascienda, cada una de ellas se tome a sí misma como realización excluyente de lo humano, de lo cual puede valer como prueba meramente fáctica el que, por ejemplo, los Guaraníes se den a sí mismos el nombre de Ava, "los hombres", los Guayaki el de Aché, "las personas", los Waika el de Yanomami, "la gente", los esquimales el de Innuit, "los hombres"[5]… La lista completa mostraría únicamente que en cada sociedad los hombres se piensan como los hombres y conciben a los demás como algo menos -y ocasionalmente como algo más[6]– que hombres. Luego no debe ser causa de maravilla el hecho de que todas las culturas sean etnocéntricas, pues los seres humanos tienen que comprender la realidad con las categorías mentales de cada una de ellas, lo que no sería posible si, de paso que aprenden éstas, aprendieran también que son dudosas, ineficientes, menos valiosas que las de sus vecinos… De ahí procede otro hecho: que cuando las culturas entran en contacto suelen segregar conceptos y valoraciones que, más que expresar a las otras con un imparcialidad y objetividad mínimas, muestran su propio reverso, positivo unas veces y negativo otras, con el único fin de mirarse a sí mismas, lo que se demuestra fehacientemente cuando se atiende al proceder que ha tenido siempre nuestra sociedad occidental, la cual, pese a ser la única que ha dedicado considerables esfuerzos a conocer científicamente a las otras, no les ha ido a la zaga en este afán de concebirse como un centro alrededor del cual gira todo lo demás. Acaso baste traer a colación algunas opiniones mantenidas por estudiosos de la religión primitiva para refrescar la memoria: Tylor creyó que los aborígenes australianos, incapaces como son de creer en dioses de características morales mínimamente elevadas, tenían forzosamente que haber aprendido su religión de los misioneros o de algún otro visitante ajeno a su cultura, Dorman que los amerindios no habían llegado al monoteísmo antes del descubrimiento de América, Avebury que los australianos, tasmanianos, esquimales, andamaneses, hotentotes, bambara… no tenían culto alguno ni fe en los dioses, Frazer que los pueblos menos desarrollados carecen totalmente de religión… Algunas otras opiniones casi rozan el delirio: Spencer, que estaba convencido de que los primitivos en general apenas saben pensar y casi sólo son capaces de percibir, creía que los indios zuñi en particular tienen que recurrir constantemente a contorsiones de cuerpo y gestos de rostro para hacer inteligibles sus palabras, y que, por la misma o parecida razón, los bosquimanos no pueden hablar en la oscuridad; Max Müller, pasando por alto que los veddas de Ceilán hablan una lengua indoeuropea, pensaba que se ven en la necesidad de hacer uso constantemente de señas y visajes para hacerse entender; Darwin tachó de bestias infrahumanas a los fueguinos, que después han sido vistos como amables y hospitalarios; Galton dijo en una ocasión que su perro era más inteligente que un damara con quien se había encontrado… Todas estas son opiniones aptas para iniciar una colección de ideas disparatadas acerca de la visión etnocéntrica de Europa, o, lo que es más grave, para expresar sus intereses colonialistas, la justificación de la esclavitud de los negros en Norteamérica… [7], pero inútiles para comprender a los habitantes de comunidades pequeñas sin estado. Dígase lo mismo, pero invertido, de la fantástica figuración del buen salvaje y se tendrá un esquema que ordene esta manera de proceder. La satisfacción y el orgullo por lo que somos, seguramente bien sustentados en algunos logros culturales, o la desesperanza y tristeza por lo que no podemos ser, aumentadas por las atrocidades cometidas periódicamente por Occidente, buscan en otras culturas un espejo cóncavo o convexo que reproduzca estos sentimientos, no un estado de cosas que pueda valer la pena conocer.

Pero todo esto es una cuestión de hecho incapaz de erigirse en dificultad insuperable para el análisis del antropólogo, análisis que solamente puede adquirir rango científico "abstrayendo y comparando los rasgos observables de muchos fenómenos tal y como se presentan…" [8], es decir, mediante la búsqueda de alguna cualidad que no lo sea de cultura alguna particular, sino que caracterice a todas por igual y sea, en consecuencia, de índole natural. Se arriba así a uno de los puntos cruciales de la antropología social, la relación entre la naturaleza y la cultura.

De la misma manera que la física clásica postuló con éxito probado el movimiento inercial, cuyo mero enunciado se revela contrafáctico en virtud del principio de gravitación universal, con el fin de hallar alguna norma general útil para entender el movimiento real de los cuerpos y no por el de descubrir una existencia imposible, la antropología social podría tal vez abrigar la esperanza de alcanzar, si no un principio de tanto alcance como el de inercia para la comprensión de los objetos materiales, sí al menos una mínima base sobre la que poner el cimiento de ulteriores explicaciones de los objetos culturales. No otro es el sentido que da Lévi-Strauss a la doctrina contractualista de Rousseau acerca del tránsito de la naturaleza a la sociedad, al postular que todo ha debido suceder como si los humanos, recién estrenada su existencia como tales humanos, hubieran tenido que actuar bajo la necesidad de someterse a las normas que ellos mismos habrían dispuesto, para sentir así la seguridad y comodidad de un mundo ordenado y acorde con sus propios intentos, toda vez que, al faltarles el abrigo y apoyo en que la naturaleza les había guarecido, hubieron de abandonar el instinto y entrar en la sociedad, en la razón y en el lenguaje, que son la misma cosa a fin de cuentas, y que por esta causa se entregaron todos ellos, repartidos a lo largo y ancho del planeta, a la fabricación de universos distintos o, lo que es igual, a las múltiples comprensiones de lo humano y lo no humano que llamamos culturas, viniendo a ser imposible que a partir de ese instante pudiera tomarse alguna de ellas como la única y verdadera, como la natural, frente a las demás. Otra cosa bien distinta es que los portadores de esos universos simbólicos, creyendo que pueden otorgarse a sí mismos  aquella seguridad perdida en el escalón prehumano que, vuelvo a decirlo, nunca existió, pretendan considerar alguno de ellos como universalmente válido, lo que es inadmisible. Ahora bien, el que las formaciones culturales sean todo cuanto se ofrece a la mirada del etnólogo y el que las prácticas, creencias y valores de las sociedades se sitúen todas ellas en un mismo plano, sin que a ninguna de ellas corresponda sobre las demás otra superioridad o inferioridad que las que dicte un sentido práctico bien entrenado, no son hechos que obliguen a concluir que son diferentes en todo absolutamente, porque muy bien podría suceder que, no habiendo discontinuidad entre la naturaleza y la cultura, algo de aquélla haya permanecido en ésta y, en consecuencia, debería ser posible hallar lo universal en lo particular, la unidad en la diferencia. El paso de la naturaleza a las culturas, que aquí se trae a colación metodológicamente y que por esto mismo no puede considerarse que haya supuesto una escisión rotunda entre lo animal y lo humano[9], ha tenido que consistir, a tenor de lo dicho, en reordenamientos peculiares de objetos naturales, lo que los ha convertido en símbolos. Quiere esto decir que los objetos naturales dejan de serlo cuando forman parte de sistemas y que es ese peculiar tránsito de ser objeto natural a ser objeto simbólico el que permite pensar en reencontrar la unidad entre las diversas formas humanas y entre éstas y el resto de los seres naturales. De modo más claro y preciso:

"Pues aunque los fenómenos sociales deban ser aislados provisionalmente del resto y tratados como si pertenecieran a un nivel específico, sabemos bien que de hecho, e inclusive de derecho, la emergencia de la cultura seguirá siendo un misterio para el hombre hasta que éste no alcance a determinar, en el nivel biológico, las modificaciones de estructura y de funcionamiento del cerebro de las cuales la cultura ha sido, simultáneamente, el resultado final y el modo social de aprehensión" [10]

Luego si son las "modificaciones de estructura y funcionamiento del cerebro" las que han dado origen a la cultura, si éstas son además las mismas para toda la especie, lo cual debe ser admitido como principio inamovible, y si, por último, el modo cultural de ser del hombre es un modo social de aprehensión de las funciones cerebrales, es obvio que el impulso manifestado en esas palabras de Lévi-Strauss no es otro que el de estudiar el mecanismo general del cerebro analizando sus manifestaciones culturales. He aquí por qué este proyecto de investigación impide que lo que haya de universal en la naturaleza humana pueda identificarse con una etapa cultural cualquiera: por no ser exclusivo de una unidad social limitada y concreta, y por ser a la vez el centro de todas ellas, el llamado espíritu humano, que no es otra cosa que un suceso relacionado con las circunvoluciones de la masa encefálica, es el responsable de la unidad y la diversidad de las culturas. Es el elemento natural que está en el origen de los símbolos a cuyo través el hombre organiza y reorganiza su entorno y su propio ser, el sustrato cuyo proceder básico tiene que poderse descubrir mediante el análisis de sus producciones culturales.

Podrá parecer que estas ideas perfilan una metafísica materialista sin relación con lo empírico, pero Lévi-Strauss insiste en que es precisamente en el análisis de lo concreto, que él conduce a veces hasta las pormenorizaciones más extremadas, donde el método demuestra su validez. Existe una multitud de términos, procedentes del terreno natural, a los que el medio cultural dota de una forma que en principio les es ajena, y, aunque son arbitrarios o, mejor, contingentes, lo que significa solamente que su sistematización es distinta para cada una de las sociedades, no puede aceptarse sin embargo que sean productos del mero azar, pues entonces se estaría admitiendo inadvertidamente la tesis fuerte del relativismo cultural, con el lastre añadido de inoperancia científica que comporta. Claro está que las agrupaciones de elementos naturales en sistemas, sean los de los sonidos, los alimentos, los parientes…, tienen inevitablemente un cierto grado de arbitrariedad, debido a que no son universales, pero de ahí no se extrae la conclusión de que obedezcan al capricho y no exista una regla subyacente cuyo hallazgo podría explicarlos.

La antropología social debe dar al olvido algunas teorías que, como la de Lévy-Bruhl sobre la mentalidad prelógica del salvaje, dividían los productos del espíritu en compartimentos estancos y adjudicaban al de los primitivos la carencia de lógica, cuando no la desobediencia abierta al principio de contradicción; en otras palabras, debe aceptar que existe un solo espíritu para todo el género humano, y que, como consecuencia de ello, las producciones del pensar tienen que mostrar algún grado de similitud, por muy profundo y poco accesible que pueda llegar a ser.

Debe postularse, pues, algún tipo de racionalidad en las culturas humanas, racionalidad que la investigación habrá de desvelar, pero no sin tener en cuenta que la ciencia no se contenta con cualquier tipo de orden si antes no ha discernido adecuadamente si éste es real o aparente. En la vida social, así sea la más elemental, es posible distinguir al menos dos planos a los que en principio es imposible aplicar las mismas categorías: están por un lado las acciones concretas de los hombres y los grupos particulares, que constituyen un mundo abigarrado en continuo flujo, y por el otro están los diferentes sistemas en que las prácticas se van engarzando. Por más que en la realidad no puedan darse por separado ambos campos, pues uno es el de lo empírico y el otro no puede tampoco trascender la experiencia, en la teoría sí es imprescindible hacer esa distinción. Parecería que lo que interesa al científico ante todo es comprender lo que los hombres hacen realmente, pero ése es un tráfago de particularidades y variaciones imposible de delimitar. Pero si se pueden establecer con claridad los sistemas, sean lingüísticos, religiosos, ideológicos…, en que esas acciones se integran, entonces ha de ser posible comprender también, desde la comprensión de aquellos, si no cada motivación particular de cada conducta concreta, sí el plan general de todas ellas. La relación existente entre los dos planos es un problema arduo en torno a cuya solución batallan todavía las teorías mejor formuladas de la filosofía y la antropología social. Para abordarlo habría que indagar si hay leyes diversas para cada uno de los dos ámbitos y existe una lógica propia de las ideologías, o bien si, como defendían las soluciones clásicas, incluyendo entre ellas al marxismo y algunas derivaciones de la escuela de Durkheim, existe algún tipo de nexo causal entre ambos. Por lo que toca al estructuralismo de Lévi-Strauss, su doctrina mantiene una postura que sería aproximadamente la mencionada en primer lugar.

Recogiendo el hilo de lo dicho, parece que puede darse por sentado que existe una diferencia entre lo que los hombres hacen y saben que hacen, que bien puede llamarse lo consciente de su vida socio-cultural y que equivale a acciones concretas tales laborar la tierra, el mar o la industria, participar activamente en disputas, tener amistades y enemistades, esforzarse más o menos por conseguir los propios intereses…, y otro terreno que, por oposición a éste, debería llamarse lo inconsciente y que vendría a ser el orden más o menos oculto de aquél: trátase de que los hombres no saben, o no tienen necesidad de saber, que al hablar ponen en funcionamiento las leyes de la gramática, que al contraer matrimonio ponen en práctica ciertas pautas que especifican con qué mujeres pueden casarse y con cuáles no, que en el cumplimiento de sus obligaciones religiosas existe un nivel teológico racional subyacente, que los cuentos y leyendas que se narran unos a otros conforman un cuerpo bien estructurado… Este es el nivel del orden, el nivel en donde el hombre de ciencia, prescindiendo de las ilusiones de la conciencia, halla las reglas que trascienden la diversidad cultural.


[1] V. entre nosotros Bueno, G., El sentido de la vida. Seis Lecturas de filosofía moral, Pentalfa Ediciones, Oviedo, 1996, página 403.
[2] Malinowski, B., en Kahn, J.S., (intr. y sel.) El concepto de cultura. textos fundamentales, trad. de J. R. Llobera, A. Desmonts, y M. Uría, rev. de J. R. Llobera, Anagrama, Barcelona, 1975, página 85. 
[3] V. Marx, K., Trabajo asalariado y capital, Ricardo Aguilera, Madrid, 1977, página 37.
[4] La expresión es de Sahlins, M., Cultura y razón práctica. Contra el utilitarismo en la teoría antropológica, trad. de G. Valdivia, Gedisa, Barcelona, 1988, página 134.
[5] V. Clastres, P., Investigaciones en antropología política, trad. de E. Ocampo, Gedisa, Barcelona, 1987, página 5.
[6] Unos correos indios capturados en cierta ocasión por los soldados de Pizarro llevaban al señor de su ciudad un mensaje de otro señor en que se decía que que los españoles no eran mortales. ¿Qué habían estado creyendo hasta entonces? (V. Fernández Buey, F., La barbarie. De ellos y de los nuestros, Paidós, Barcelona, 1995, página 104 y siguientes).
[7] V. Evans-Pritchard, E. E., Las teorías de la religión primitiva, trad. de M. Abad y C. Piera, Siglo XXI, Madrid, 1976, páginas 168-173.
[8] Murdock, G. P., en Harris, M., El desarrollo de la teoría antropológica. Historia de las teorías de la cultura, trad. de R. V. del Toro, Siglo XXI, Madrid, 1978, página 545.
[9] Pues puede decirse que también en la escala animal se halla presente. Hablar de las sociedades de hormigas, abejas… no es un modo metafórico de hablar.
[10] Lévi-Strauss, C., Antropología estructural, trad. de E. Verón, Eudeba, Buenos Aires, 1968, página XXXI.


 

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Formas de la oposición entre naturaleza y técnica

1.- El pasado.

El optimismo que la técnica infunde en muchos ánimos es sólo equiparable a la repulsa que provoca en otros. Ambas actitudes, empero, carecen por igual de fundamento, lo que no les impide representar la forma actual de un contraste de cuya presencia es posible hallar indicios en todos los tiempos y lugares. Uno evidente puede documentarse en la antigüedad clásica, donde se fraguaron las categorías de lo natural y lo artificial que han dejado su huella indeleble en la mente del hombre moderno. Los griegos descubrieron numerosos ingenios: bombas aspirantes, ballestas de aire comprimido, máquinas de guerra, clepsidras, autómatas, turbinas, catapultas, hodómetros, taxímetros…[1], pero todo indica que los concebían como instrumentos útiles para el entretenimiento, no para la satisfacción de necesidades. De hecho, el uso que de ellos hicieron apenas rebasó nunca los límites del ocio.

Eruditos ilustres han aducido explicaciones minuciosas sobre este supuesto extraño hecho. ¿Cómo entender que los griegos no desarrollaran una tecnología que tenían tan a la mano? Una respuesta plausible apunta a otro hecho: la esclavitud, fuerza de trabajo abundante y barata, habría vuelto inútil y costosa la construcción de máquinas que la reemplazaran. Este argumento tornaría a su vez sobre sí, puesto que la ausencia de máquinas habría logrado que nadie pudiera pasarse sin siervos. Así, una circularidad de causas habría encadenado fatalmente el crecimiento de la técnica en la Grecia clásica. Otra explicación, no menos digna que la anterior y tal vez complementaria de ella, apta por tanto para acompañarla y justificarla, es la eclosión de los sentimientos de superioridad propios de una sociedad dividida en hombres libres y esclavos. Aristóteles no habría expresado su inclinación personal, sino el estado moral de su tiempo al decir que

"en la ciudad mejor gobernada y que posee hombres justos en absoluto y no según los supuestos del régimen, los ciudadanos no deben llevar una vida de obrero ni mercader (porque tal género de vida carece de nobleza y es contrario a la virtud) ni tampoco deben ser labradores los que han de ser ciudadanos, porque tanto para que se origine la virtud como para las actividades políticas es indispensable el ocio"[2].

El filósofo divide la vida en trabajo y ocio, en guerra y paz; las acciones en necesarias, útiles y nobles; y la razón en práctica y teórica. Y, puesto que es superior lo que es fin en sí mismo sobre lo que es medio con respecto a él, el último término de cada una de estos grupos, o sea, el ocio, la paz, las acciones nobles y la razón teórica, equivale a la práctica de la virtud, que es exclusiva del hombre libre: "El político deberá, pues, legislar teniendo en cuenta todo esto"[3] y no ceder al ejemplo de las ciudades griegas, cuyos legisladores no las enderezaron a la práctica de las mejores virtudes, sino de las más lucrativas y útiles. El otro término, aun siendo necesaria su práctica, es de menor valor y debe ejercerse solamente si no puede evitarse.

Las ideas de Platón al respecto no son menos explícitas. No debe permitirse, dice, que

"ningún hombre natural del país ni ningún servidor suyo se dedique a ningún arte profesional; el ciudadano, en efecto, tiene ya una profesión propia necesitada de mucho ejercicio y muchos conocimientos en la consecución y mantenimiento de la organización pública de la ciudad, que no es cosa para practicada como accesoria… Mantengan, pues, con todo ahínco esta ley en la ciudad los reguladores de ella y si un indígena cualquiera muestra mayor inclinación a un determinado arte que al cultivo de la virtud, castíguenlo con dicterios y degradaciones hasta que lo enderecen por el buen camino"[4].

Es posible que esas explicaciones, juntas o separadas, más otras que se les podrían añadir[5], sirvan para esclarecer ese notable misterio que es la carencia de máquinas por parte de quienes podrían haberlas tenido. Pero mi interés no es colaborar en esa tarea, sino poner de relieve ciertos modelos ideológicos de que se ha venido echando mano para encarar la técnica. Para empezar, sugiero que no se pase por alto que el contenido de las citas de Platón y Aristóteles, harto elocuente por otro lado, es signo de una aversión que carecería de sentido sin el objeto mismo contra el que se dirige, que no es otro que el florecimiento de los oficios artesanales ante sus mismos ojos. Que ellos juzgaran toda ocupación manual como una degradación, como un asunto de moral y buenas costumbres que debe incluso estar tipificado en un código penal, significa, como mínimo, que estaban siendo testigos de ese hecho que habrían querido impedir. Y significa también, inversamente, que otros se entregaban sin reparos a su poder de atracción. En esa oposición, lo digno y elevado era, a juicio de ambos, todo lo que contribuyera a la actividad política propia del hombre libre. Aristóteles defendió que la esclavitud es conforme a la naturaleza. Si la naturaleza de una cosa es su fin y si la del hombre es la libertad, resulta paradójicamente inevitable que haya esclavos: mientras los arados, las lanzaderas de los telares, los remos de las naves… no funcionen por sí solos, son el medio adecuado y necesario para ese objetivo natural. Con razón percibían él y su maestro en los oficios del artesano un riesgo de subversión del orden de medios y fines dispuestos por la naturaleza humana.

Al pensar en estas cosas se echa de ver cuán lejana se halla la actitud de cualquiera de nosotros ante lo natural, lo técnico, el trabajo…, de la de estos filósofos y de todos aquellos aristócratas cuyo sentir quedara plasmado en sus escritos. El hombre del siglo XX no puede ver más que una aberración en la pretensión de que la ley castigue con la degradación pública a quien se empeñe en ejercer un oficio artesanal, ¡con el fin de que vuelva al buen camino! Platón no podía ver en la técnica más que un pasatiempo improductivo: él mismo inventó un despertador de agua, que con toda seguridad nunca utilizó. Y Aristóteles consideró la esclavitud como una institución necesaria, justa incluso para el esclavo y, sobre todo, no degradante. Otros griegos creerían firmemente que un hombre se envilece, o que un griego al menos se envilece, cuando pone el afán de acumular riquezas por encima de cualquier otro. En ellos era espontáneo el desprecio por la ejecución de un oficio. Lo habían adquirido con la leche materna. Las actividades lucrativas cuadraban bien a un persa o un egipcio, gentes con amos y sin virtud, pero no a ellos.

Esta clase de hombres siguió existiendo, si bien sufrió algunas transformaciones profundas. Todavía Séneca, con otra noción de virtud, despreció a Dédalo y sus invenciones. No es posible, decía, estar curvado sobre el suelo y ser noble[6] porque la tierra y sus trabajos son del cuerpo, ese animal que no cesa de desear, pero el hombre libre alza su alma a lo alto, pues la sabiduría no reside en el goce y dominio de las cosas, sino en la indiferencia frente a ellas. Y el caballero medieval, tan lejano en muchos rasgos esenciales de aquellos antiguos, también hacía gala de su desprecio por el trabajo manual, por la técnica y hasta por la ciencia pura:

Le vrai sire
Châtelain
Laisse écrire
Le vilain,
Sa main digne,
Lorsqui’il signe
Egratigne
Le parchemin..[7]

Todo lo cual es una muestra evidente de una antigua concepción que, pese a algunas importantes matizaciones que podrían agregársele[8], enfrenta como contrarias la naturaleza y la técnica. Esa concepción se mantuvo prácticamente invariable hasta el amanecer final del homo technicus, en el siglo XVII, momento en que se extinguieron brusca y definitivamente las figuras anteriores. Fue entonces cuando esta oposición cambió de signo.

Con todo, es posible defender que el hecho extraño fue el que se produjo a partir de ese siglo, no el que venía sucediendo desde antiguo y que acaso no deba juzgarse accidental, pues la actitud que lo acompañó no parece ser exclusiva de aquellos paganos antiguos que aprovecharon la ocasión de vivir su vida rodeados de esclavos que atendieran a la satisfacción de sus poco numerosas necesidades. Antes bien, parece haber sido la clase de existencia que siempre ha pertenecido a los humanos. Éstos existen desde hace varios centenares de miles de años y durante todo ese largo periplo han necesitado poco y no han deseado más. Si se acepta, como viene haciéndose, que las sociedades del Paleolítico no son distintas de las bandas de cazadores-recolectores estudiadas por la Antropología Social, entonces una extensa bibliografía fundamenta esa conclusión. Me permitiré sólo una sencilla referencia a ella si traigo a colación la turbación que embargó a Laurens van der Post al despedirse de sus amigos salvajes:

“Este asunto de los regalos nos costó a muchos de nosotros un momento de ansiedad. Nos sentíamos humillados por la comprobación de lo poco que podíamos darles a los Bosquimanos. Según todas las apariencias, era probable que casi todos nuestros presentes les hicieran la vida más difícil, aumentando el desorden y la carga de su vida cotidiana. Ellos mismos no tenían prácticamente pertenencias: una correa a la espalda, una manta de piel y una bolsa de cuero. No había nada que no pudieran reunir en un minuto, envolverlo en sus mantas y llevarlo sobre los hombros durante toda una jornada en la que recorrieran cientos de millas. No tenían sentido de la posesión”[9].

Donde tiene lugar la institucionalización positiva de la escasez los objetos no sirven para valorar el rango de su propietario.

Frente a todos ellos, primitivos salvajes o griegos civilizados, los europeos modernos han devenido seres a quienes la legalidad define libres e iguales, pero a quienes la realidad trueca en máquinas de producir objetos, hombres esclavizados a las pautas rígidas del calendario, al incesante incremento de la energía mecánica, a la imparable ambición por acaparar bienes, a la uniformización hasta la náusea de los productos de consumo, a las actividades rutinarias y alienantes, a la incomparable interdependencia…[10].

Es un error creer que los hombres de ayer practicaron el ascetismo. Éste es un esfuerzo consciente para dominar el deseo no disfrutando de cosas que se poseen o se espera poseer. Puesto que no practicaban esa renunciación, los antiguos no eran ascetas. Les caracterizaba la espontaneidad en el disfrute de cosas cuya posesión, sin embargo, desdeñaban. La verdad que hay en esa creencia errónea señala a otro lado. El civilizado actual ha heredado de la religión cristiana los valores de la libertad, la igualdad, el progreso, el humanitarismo… Los ha secularizado y puesto a la base del derecho y el orden social. Pero ha rechazado el ascetismo, que ocupaba un puesto tan importante en el Cristianismo, como un contravalor, y no ha querido ver que con su adopción se habría procurado el remedio para muchas de sus desgracias[11]. Estando tan lejos del salvaje, esta virtud religiosa le habría servido al menos para contener su ambición ilimitada.

Pero esto habría sido sólo una mera aproximación a la sensatez, la medicina que habría aliviado los síntomas del enfermo sin alcanzar a desarraigar la enfermedad que padece. De las dos clases de riqueza que existen, la del que desea poco es superior a la del que tiene necesidad de todo, porque la primera troquela un hombre satisfecho para siempre con lo mucho que ya tiene y la otra un hombre siempre codicioso de lo mucho de que carece. Ésta domina a un ser al que empuja por la senda interminable de una pasión inútil, aquélla es dominada por otro que desconoce los tormentos del primero, tormentos que pueden, como mucho, ser mitigados por el ascetismo, un mal sucedáneo de la riqueza que no es suya. ¿Cómo podría el salvaje practicar esta virtud?

Esta contraposición de valores debería representar la contraposición auténtica, si la hubiera, entre la naturaleza y el artificio: a un lado la existencia primitiva, muro imperturbable contra el que chocan en vano las invenciones del artesano habilidoso o las del ingeniator inteligente, al otro la de la técnica y la máquina, para cuyo advenimiento ha sido preciso que antes se corrompan los valores que acompañaron y justificaron la distribución social de ayer. Acaso no fuera una oposición enteramente justificada, pero al menos sería la más acreditada para ese título. Una vez admitida, dejaría de ser legítimo indagar cosas tales como los motivos que impidieron a Grecia o Roma traspasar la puerta de acceso al capitalismo, la ciencia moderna, el maquinismo industrial…, pues siempre cabría replicar: ¿no es estrictamente irreal e imaginaria esa puerta del progreso ante la cual se han detenido las sociedades del pasado, llegando apenas a percutir su aldaba sin poder penetrar en el recinto que se halla tras ella? Lo procedente sería, por el contrario, inquirir por qué han aparecido esas cosas en el occidente cristiano; no por qué no ha cambiado la vida durante un largo tiempo, sino por qué ha podido transformarse de manera tan radical en otro mucho más breve. ¿Qué otra hipótesis sugiere el tiempo transcurrido para la especie humana si no es la de que ésta nació para permanecer siendo la misma en lugar de arrojarse a los avatares del tiempo y dejarse llevar sin rumbo por los vientos de la historia?

Esta inversión del problema induciría por fin al estudio de lo que hay, no de lo que no hay, es decir, no de la causa irreal, introducida subrepticiamente por la confusión etnocéntrica del siglo XX, gracias a la cual una sociedad tradicional no habría dejado de ser lo que siempre fue, sino del motivo real por el que una sociedad particular, la europea del XVII, empezó a ser algo que nunca antes había sido y continuó en ello porque no supo ponerse límites a sí misma.

Pero el registro de la creencia es muy otro del de la acción. Así es siempre con los mitos: suelen ser falsos en relación con las cosas y verdaderos en relación con las personas que los piensan. La mitología actual sobre la naturaleza y la técnica apenas puede ser más contraria a la práctica de los hombres que la conciben. El contraste entre ambos términos, usado por el europeo contemporáneo para hacerse cargo de su mundo y de su persona, se reduce a atribuir espontaneidad a lo natural y mediación a lo técnico. Revive con ello una antigua concepción a la que el romanticismo del siglo XIX ha dado su penúltimo ropaje conceptual y tras ese velo trata de ocultar a sus ojos lo evidente: que él es la más depurada manifestación conocida del homo technicus o, si se prefiere, del hombre-máquina. Por más que de labios afuera se siga esgrimiendo la preeminencia de lo natural, por más que se diga preferirlo, sería absolutamente imposible vivir sin esos excesos de la técnica tan farisaicamente denostados. Lo cierto es que la naturaleza no es ahora más que papel de envolver: hay que exigir que el objeto que se compra tenga una apariencia bonita. No bella, sino bonita. Light. A ese fin colabora la ideología que contrapone la naturaleza y el artificio, a presentar lo segundo, que es lo real, bajo el aspecto de lo primero, que es el fruto de una imaginación utópica venida a menos. Ésta es la mediocre consecuencia real de una oposición entre ideas, terreno en el cual, sin embargo, parece seguir librándose una batalla incruenta, académica, cuyo desenlace debería ser obvio a estas alturas, pues es obvia ya la situación en que, no por casualidad, sino por la necesidad de las cosas, se halla, y siempre se ha hallado, el animal humano. A ello me referiré en las líneas siguientes, no antes de dejar constancia de que este proceder ideológico del que vengo haciendo mención no pasa de ser un intento de salvar en el mito lo que definitivamente se ha perdido en la vida real -mejor sería decir que nunca se ha tenido: ¿cómo entonces podría haberse perdido?- y de que, a modo de símbolo, se podría haber desatendido a Platón y optado por Descartes a la hora de montar una explicación ideológica de las circunstancias actuales, puesto que el primero se resistió a abandonar el vitalismo, en tanto que el segundo se acogió al mecanicismo. Lo que uno repudió al otro le pareció ser la constitución íntima de la realidad. Su actitud ante la técnica fue, pues, contraria: la de Platón fue el rechazo, la de Descartes la mímesis. Pero este tiempo nuestro, pese a serle más cercano el mecanicismo cartesiano, persiste en una oposición que sitúa al hombre en un lugar contrario al de sus acciones reales.

2.- El contrato

El dogma fundacional de esta oposición da por sentado que un primate inerme frente a la inclemente naturaleza habría devenido hombre por su necesidad de amparo. Con el fin de protegerse de la naturaleza, incluida la propia, el animal humano hubo de recurrir en el Paraíso Terrenal a una hoja de parra y en este final de siglo a lo que para muchos es ya saturación tecnológica. Idéntico cometido habría animado ambos polos: separar a su portador de las condiciones originarias de su existencia, sean externas o internas. Que Adán y Eva oculten su sexo -¿de las miradas de quién?- con un vegetal al que ni por descuido hubiera podido el omnisciente Creador encomendar una misión tan lamentable, y los actuales europeos posean ordenadores y automóviles con los que, siguiendo la comparación, no harían otra cosa que ocultar alguna impudicia cuya exhibición pudiera ruborizarles, serían entonces diferencias mínimas, detrás de las cuales se escondería una igualdad esencial, la de definir un más acá y un más allá. La técnica no se revelaría entonces exactamente como un ser que se opone a otro, sino que habría sido su nacimiento mismo el que hubiera establecido la emergencia de la oposición: al sobrevenir al hombre como protección frente a lo natural, que es también protección frente a sí mismo, habría inaugurado una brecha insalvable.

Esta convicción manifiesta una vez más cuán hondo han penetrado en nuestra interpretación de esta realidad las raíces del contractualismo, que unas veces consigue que se entienda lo natural como un estado prístino de inocencia y bienaventuranza, lo que convierte entonces a los utensilios y destrezas del hombre en otras tantas puertas por donde se nos expulsa repetidamente de algún paraíso, y otras que se vea en la naturaleza una madrastra voraz y en la técnica el carruaje encantado que nos conduce desde las penurias del trabajar entre fatigas y del dormir en el frío tibio de las cenizas hasta el cálido y brillante palacio de lo artificial. De una u otra manera, el modelo utilizado para la comprensión de estas cosas es el mismo, el de la visión de la técnica a la luz de una cierta derivación de la doctrina del contrato social, que, en Hobbes o en Rousseau, fue el medio por el que los hombres trascendieron su vida natural original. Que el contrato sea técnico apenas introduce novedad alguna en lo esencial, pues sigue pensándose como una brusca interrupción de la existencia que funda algo distinto, o, mejor, contrario, con respecto a lo que hasta ese instante fluía imaginariamente por un cauce que era el suyo.

En sus varias versiones, el mito coincide aquí con la filosofía. El Génesis muestra el tránsito de una humanidad inmaculada y feliz, que no se sabe desnuda, a otra que se halla tan sólo en posesión  del conocimiento, el vestido y la desdicha, y Platón cuenta en el Protágoras[12] que, cuando los dioses resolvieron crear a los seres mortales, repartieron fuerza, velocidad, garras, alas, tamaño, astucia… entre ellos, de modo que todos tuvieran medios para no perecer aniquilados, y que, por la imprevisión de un dios mentecato, Epimeteo, a quien tocó repartir todos esos dones, no quedó nada para uno de ellos, el hombre, que así se halló "desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme"[13] , por lo que Prometeo tuvo que arreglar el desaguisado haciéndole donación de las artes y el fuego.

El modelo de interpretación, prodigado largamente por la historia de las ideas, se quintaesencia en la razón moderna, que es ante todo escisión. Ésta empieza pensando en sí con la filosofía de Descartes y, al hacerlo, se pone frente a sí. En ese acto también se niega. Sujeto y objeto a la vez, más acá y más allá del pensar, la razón ya no es más unidad, pese a lo cual pretende encarnar el entendimiento propio del hombre, por cuanto conocer una cosa es siempre distinguirla de otra, o, dicho de otro modo, definirla es atribuirle positivamente cualidades, lo que no es más que negar esas mismas cualidades al resto de las cosas. Hay algo que se niega siempre que algo se afirma. Por eso se deduce que en la definición de la técnica tiene que mostrarse su oposición con respecto a otro ser, el cual pasa así a convertirse, ocupando el lugar vacío de lo negado, en lo natural. También, inversamente, suele afirmarse la naturaleza cuando es ella el objeto definido, lo que implica entonces consecuentemente la negación de lo artificial.

Desde un punto de vista lógico, el procedimiento es el mismo, y en lo que aquí nos ocupa es un resultado de la inclinación inevitable de la razón moderna por el dualismo. De él no puede menos que seguirse la consideración de la técnica como lo negativo del animal cuyo portador es, es decir, como deshumanización. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando se parte de entender lo artificial como lo opuesto al verdadero ser del hombre? Pero, si se miran bien las cosas, ésta no es la conclusión, sino la premisa: puede atribuirse la desnaturalización de lo humano a la propia idiosincrasia de la técnica o puede atribuirse a sus efectos perversos, pero sólo para cambiar un error por otro, pues en un caso ya se concibe lo técnico como deshumanización y en el otro, cuando se ve que los instrumentos del artificio se usan entre sí y para sí, faltando a su supuesta finalidad original, se dice que la expresión de la deshumanización se cifra precisamente en sus consecuencias; lo primero es una tautología y lo segundo una petición de principio.

A pesar de que carece de una justificación racional sólida, esta convicción es compartida actualmente por muchas personas, para quienes lo artificial es la encarnación de la destrucción, incluso física, de la naturaleza. Con ella se sitúa al hombre real del lado de allá y se predica la necesidad imperiosa de volver a identificarse con él, bien aboliendo el estado técnico, bien mitigando la perversidad circunstancial de sus efectos. Hace unos años fueron las comunidades hippyes, que huyeron del paisaje urbano con el fin de reencontrar los orígenes, y ahora son los productos del mercado los que pretenden alcanzar el mismo objetivo, pero, aparte de que esta vez no escapan de la ciudad al campo, sino que procuran, y consiguen, embaucar al campo y a la ciudad, encomiendan contradictoriamente a la técnica la realización del mismo propósito, de lo cual es una prueba, ciertamente anecdótica, pero significativa, que el adjetivo "natural" sea uno de los más usados en la publicidad comercial. ¡Que a unos y otros los asista Rousseau, uno de los padres de esta convicción, para quien la vuelta a la naturaleza, abandonando el estado de razón y de sociedad, era un vano sueño!

En tantos mitos cruciales se halla este convencimiento que se ha acabado por creer que no es posible que sea falso.

3.- La metafísica del escorpión

Mi intención no es detenerme en la crítica de esta ingenuidad, cuya existencia obedece empero a intereses poco ingenuos, sino en el hecho de que, al comprobar la indudable destructividad de la técnica actual, se vuelva la mirada hacia otro lado mascullando la palabra "deshumanización". No se deshalconiza el halcón cuando, actuando según los dictados de su instinto, destruye a su presa, ni es menos tigre el tigre cuando desata su ferocidad, ni actuó de un modo contrario a su ser el escorpión de la fábula cuando hundió su uña en el lomo de la tortuga que le trasladaba a la otra orilla del río, aunque de hecho se disculpó ante ella, que quiso hacerle ver lo absurdo de su acto, diciendo que no podía evitarlo, que clavar el aguijón siempre que pudiera estaba en su naturaleza, aun sabiendo que en aquella ocasión ese acto devenía inexorablemente absurdo por arrojarle también a él a la muerte… Se trata de una inquietante lección de filosofía de la que se debe tomar nota cuidadosamente: ¿qué puede la razón de la tortuga, y hasta la del propio escorpión, frente al impulso que induce al segundo a inocular su veneno?

¿Por qué solamente el hombre habría de ser distinto de las obras de sus manos y no habrían de estar éstas inscritas en lo profundo de su naturaleza?

Al hombre se le conoce por los frutos de su acción, pues él es acción. He aquí la verdad segura. No vale protestar, como hace la tortuga, pero es lo que se hace cuando, retrocediendo ante los efectos devastadores de la técnica, se dice que no es racional permitir que hunda su negro aguijón en el lomo de la humanidad y, en vez de mirarla de frente, de reconocer en las cosas técnicas un reflejo del ser del hombre, se quiere ver el reflejo como cosa independiente de su dueño y se opta por reducirla al absurdo. Vano empeño sin embargo, táctica inútil del avestruz, pues la cosa seguirá actuando tanto si hay decisión de comprenderla como si no, como sigue el escorpión su naturaleza, en contra de la lógica de la tortuga, que debería haber sido también su propio interés en aquel momento. Con todo, la expresión es visiblemente incorrecta. Mejor sería comprender de una vez que la actuación de la cosa no es ajena a la inclinación real de su hacedor, que no tiene fuerza para ejercerse por sí sola si aquél no pone en ella su alma. Como la ciencia es manifestación de la inteligencia del hombre, la técnica lo es de su voluntad. Luego es preciso afrontar esta ingente masa en que consisten los productos de sus manos y su cerebro, aun a riesgo de tener que aceptar, si llega el caso, que el potencial aniquilador de la técnica forma parte esencial de la criatura humana y no le ha sido añadido por la corrupción de su propia naturaleza o por la estulticia de un dios.

Y no es aceptable el consuelo de acudir a la otra versión del modelo contractualista, la de presentar lo natural como un pozo de oprobio y maldad para así justificar la necesidad de lo técnico. Ese recurso legitima el abandono de la naturaleza por los peligros ciertos que amenazan en ella y siempre se puede echar mano de él para explicar los males causados por la técnica y desentenderse de su responsabilidad por ellos: el hombre es feroz por naturaleza, la sociedad tiene la misión de ponerle freno, si no lo consigue no es por causa de la sociedad, sino de una irreprimible y peligrosa tendencia natural… A configurar ese cuadro han contribuido también diversas versiones del modelo, desde el relato del Génesis hasta el Leviatán de Hobbes.

4.- Inutilidad del modelo

Por dividir al hombre en naturaleza y sociedad, en inmediatez espontánea y mediación artificial, la interpretación contractualista de la técnica se ve forzada a recurrir a valoraciones morales -bien sea la maldad, natural cuando el énfasis positivo se pone en lo social, y social cuando se pone en lo natural, bien sea la bondad, cuando el esfuerzo del énfasis es simétrico- para explicar el hecho de la técnica. Que -¿será preciso decirlo?- no es propiamente un hecho, algo accidental sucedido a la humanidad con la misma posibilidad que su contrario, sino algo necesario, inscrito en su propio ser desde el comienzo, por lo que carece de justificación, a los efectos del entendimiento de este asunto, la visión de un hombre demediado, seccionado en una parte esencialmente natural y otra que no lo es. El hombre es definitivamente un ser carencial, caracterización en la que, dejando al margen otras consideraciones que ahora no nos incumben, coinciden doctrinas como las de Gehlen, Ortega y, de modo tan inesperado como premonitorio, la narración del Protágoras, sólo que, por la prosaica mitología científica de nuestro tiempo, ya no es preciso buscar la causa de nuestra carencia constitutiva en Epimeteo, sino en la teoría de la evolución natural, para comprobar que la tecnicidad es algo tan humano desde siempre que, en su origen, fue un rasgo zoológico más de los que componían el bagaje de la evolución física de los homínidos. ¿Cómo podría entenderse si no cuán pronto apareció y cuán lentamente se desarrolló entre nuestros ancestros? La selección natural fue más previsora que Epimeteo. Y no fue avara como él lo fue con otros seres, a los que dotó de alas, tamaño, fuerza o velocidad, dones todos excesivamente particulares, encaminados en consecuencia a limitar a sus portadores a las pocas funciones aparejadas a ellos: para defenderse del peligro, la gacela recurre a su velocidad, que, pese a superar con mucho a la de otros animales y ser, por tanto, un medio excelente para ese fin, es sin embargo lo único que posee; y así todos los demás. Al hombre, por el contrario, la naturaleza le entregó útiles. Del mismo modo que unos animales tienen alas y otros garras, unos velocidad y otros fuerza, él tiene herramientas, máquinas…, técnica[14], en definitiva, un don con el que la naturaleza ha prolongado el poder del organismo entero. Un hecho particular así lo revela: sus manos, a cuya aparición y desarrollo contribuyó la evolución de su esqueleto y cuya función no puede entenderse si no es porque la selección natural las ha producido para la fabricación y uso de instrumentos. Pero persiste todavía una diferencia fundamental en comparación con otros animales: que no fueron éstos o aquéllos utensilios concretos, sino cualesquiera utensilios indeterminados, los que la naturaleza le dio, abriendo así de par en par las puertas de lo ilimitado a este único animal, que, por no estar en adelante sujeto a las cadenas de lo particular, emprendió, si bien al principio con una lentitud exasperante, biológica, una segunda vía de evolución por cuya intermediación, partiendo de las técnicas nacidas del cuerpo del primer australántropo que pergeñó un chopper, se vino a desembocar, reproduciendo en una vertiginosa cadencia el transcurso de varios millones de siglos de evolución geológica[15], en la creación de sistemas nerviosos y pensamientos artificiales, en el control electrónico de la población, en la fecundación in vitro o la exploración espacial.

En sus comienzos, la técnica no está fuera de la biología. Posteriormente se libera de su vinculación genética y, a partir de la organización agrícola, hasta el día de hoy, sigue un desarrollo vertical, lo cual no significa que dicho desarrollo tenga alguno de los sentidos que las doctrinas bienpensantes han querido imprimir a esta procesión irregular de habilidades y artefactos, ni siquiera que tenga sentido alguno por el que pudiera justificarse moralmente, excepto uno que nada tiene que ver con ese propósito: por no ser en el fondo otra cosa que ausencia de fines, es decir, de limitaciones, la tecnicidad ha sido siempre la forma real que han adquirido los sueños, los terrores y las insanias del hombre. Al haber devenido prolongación y producto de su voluntad, lo libera de la imposición, que sigue en vigor hasta nueva orden para los demás animales, de aceptar el mundo y a sí mismo tal y como los encuentra. En adelante, pues, no hay más inmediatez para él. En rigor, ésta nunca ha existido. Envidia del ave que vuela, miedo del dolor, la enfermedad y la temprana vejez, sensación inevitable de inseguridad por la cosecha, recelo y sospecha del enemigo…, dondequiera que el hombre vuelve los ojos halla motivos para desear ser de otro modo. A continuación trata de conseguirlo. No otra cosa es la falta de inmediatez, la no inclusión en el estrecho horizonte en que se sigue devanando la vida del animal, el don que una naturaleza poco epimeteica hizo al hombre.


[1]V. Schuhl, P. – M., Maquinismo y filosofía, trad. de H. Crespo, Galatea – Nueva Visión, Buenos Aires, 1955, pgs. 23-26.
[2]Aristóteles, Política, ed. bilingüe y trad. de J. Marías y M. Araujo, I.E.P., Madrid, 1970, 1329, a, IV, 9, p. 126.
[3]Aristóteles, ibid. 1333, a, IV, 14, págs. 138-139.
[4] Platón, Las leyes, ed. bilingüe, trad. notas y estudio prelim. de J. M. Pabón y M. Fernández-Galiano, I. E. P., Madrid, 1960, 2 vols., 251 y 271 págs. respectivamente, 846 d-847 b, págs. 88-89.
[5] Una exposición interesante es la de Koyré, A. Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, cap. 2 y 3.
[6]V. Séneca, L. A., Cartas morales a Lucilio, trad. del latín y notas prologales de J. Bofill y Ferro, pgs. 88-89
[7]Koyré, A., Pensar la ciencia, introd. de C. Solís, Paidós, trad. de A. Beltrán Marí, Barcelona, 1.994, p. 108.
[8] Me refiero, entre otras, a la originalísima teoría que mantiene Aristóteles al respecto en el libro II de La Física.
[9]Citado en Sahlins, M., Economía de la Edad de Piedra, trad. de E. Muñiz y E. R. Fondevila, 337 págs., Akal, Madrid, 1977, p. 25.
[10] V. Mumford, L., Técnica y civilización, trad. de C. Aznar de Acevedo, Alianza Editorial, Madrid, 1992, p. 304.
[11] V. Gehlen, A., Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, trad. de C. Cienfuegos,W., revisión e introd. de A. Aguilera, 1ª, Paidós, Barcelona, 1993, p. 85.
[12]Platón, Protágoras, 320c-323c
[13]Platón, ibid. 321c
[14] No he creído necesario tener aquí en cuenta la distinción entre técnica y tecnología. Pero sí quiero aludir, más para evitar esta obligación que para cumplirla, a la forma en que distingue ambos términos  J. Ellul en V.V.A.A.,  (selec. y coment. de Z. W. Pylyshyn) Perspectivas de la revolución de los computadores. Trad. de L. G. Llorente, revis. de E. Sánchez, Alianza Editorial, Madrid, 1975, “La sociedad tecnológica”, donde considera la técnica como procedimiento para introducir la tecnología en la sociedad, como un método, pues, para vencer la resistencia de las relaciones de producción ante la presión de las fuerzas productivas.
[15]V. Leroi-Gourhan, A., El gesto y la palabra, trad. de F. Carrera, 394 págs., Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1971, pgs. 172-173.


 

 

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Noción de cultura en Lévi-Strauss. Opción ontológica

Lévi-Strauss afirma que la misión de la Antropología Social es hacer un inventario general de las diferentes sociedades, en el que los datos brutos obtenidos por el observador en una cualquier de ellas siempre ocuparán el lugar que en otra distinta corresponden a otros datos. O, lo que es lo mismo, que dichos datos serán siempre resultado de una serie de elecciones efectuada por algún grupo concreto entre un conjunto de otras múltiples posibilidades. Puesto que lo que hace que una cosa sea un signo es su aptitud para reemplazar alguna otra cosa para alguien, se concluye que la cultura es para este autor un sistema de signos.

Aunque Lévi-Strauss insiste en que no puede separarse la cultura material de la espiritual, porque en el estudio del arte, de la religión, de los ritos, de las reglas sociales…,  donde todo es signo, no puede prescindirse de los medios materiales, sean las imágenes, las sustancias y objetos que el oficiante utiliza, las personas…, ello no parece suficiente para liberar a la antropología estructuralista de la acusación de idealismo, pues todavía queda por explicar cuál es el papel que lo material desempeña en su relación con lo simbólico. Podría introducirse por este lado la noción del acontecimiento en la de estructura, con lo que se abriría una puerta verdadera a la ciencia de la historia, desdeñada por el doctrinarismo positivista de los antropólogos anteriores. Lévi-Strauss parece admitirlo. Incluso dice aceptar la idea de Durkheim, quien, a pesar de atribuir más estabilidad a los fenómenos estructurales que a los funcionales, no vio entre ellos sino diferencias de grado y afirmó que la estructura misma se halla en el devenir, donde se hace y se deshace, pues es la vida misma con algo de estabilidad, que no puede disociarse de la otra vida de que deriva… Pero concluye que es preferible ocuparse del orden de la estructura porque, aparte de no disponer de medios para alcanzar la perspectiva histórica sino en última instancia, el número de sociedades humanas permite considerarlas como instaladas en el presente. Luego el método no será histórico, sino de transformaciones.

Traduciendo esta opción a los términos de la lingüística de Saussure, es fácil determinar la preferencia por la norma y la gramática en detrimento del suceso y la diacronía. El antropólogo estructuralista entiende a todas las sociedades como entidades situadas en la intemporalidad y las analiza como transformaciones de una sola estructura fundamental, dejando para otros investigadores el comportamiento empírico, las descripciones del habla. Luego la estructura de que se ocupa no se halla entre lo empírico.

Con otras palabras. El hombre juega con símbolos. Si atendemos a los que sirven de base a las ciencias, hallamos que las matemáticas y la lógica, localizadas en el centro de los enunciados científicos, deben gran parte de su eficacia, si no toda, a que una proposiciones son capaces de generar otras nuevas que en todo rigor corresponden a las primeras, pero abren el camino a la comparación con otras distintas que, en un principio al menos, no se consideraban pertenecientes al mismo campo. Generalizando ahora esta tesis, cabe decir que el hombre juega con símbolos porque se halla en posesión de unas reglas que, como las de las matemáticas y la lógica, le enseñan cómo manejarlos. Que existen unos códigos capaces de transmitir mensajes traducibles a los términos de otros códigos a la vez que de expresar en su propio sistema los mensajes recibidos por el canal de códigos diferentes. En consecuencia, si hay una ciencia que interpreta lo social como un sistema de comunicación, una semiología que se ocupa de los signos y los símbolos, es inevitable que se dedique al estudio de las transformaciones, en vista de que los símbolos y los signos solamente pueden desempeñar su función en cuanto pertenecientes a sistemas y de que tales sistemas se caracterizan ante todo por ser traducibles a los lenguajes de sistemas diferentes.

En este punto parece inevitable inferir que la decisión del antropólogo no es solamente metodológica, pues ya no se dice que la sociedad debe entenderse a la manera de un sistema de signos, sino que lo es en realidad. No hay aquí analogía sino descripción. En realidad, antes ya tuvo lugar una opción semejante, pero de signo naturalista, en el momento de máximo auge del positivismo empirista de Malinowski y Radcliffe-Brown, cuando, pese a los reparos puestos por este último a la identificación entre la vida orgánica y la vida social, se admitió que la sociedad era de hecho un sistema natural y como tal se la estudió, para extraer leyes generales por el método inductivo.


N. B.: Omito deliberadamente la procedencia de algunas de las ideas expresadas en este escrito, porque opino que los comentarios de una tertulia no deben cargarse con referencias bibliográficas o citas literales, pero debo advertir que las más importantes vienen de libros de Lévi-Strauss y Durkheim. Otras vienen de Quine, Evans-Pritchard…

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Ideologías

Las ideologías llamadas progresistas y de izquierdas, presentes en todos los partidos, que hoy compiten en el mercado de los votos, no son ideologías políticas, sociales o económicas. Las ideologías políticas aspiraban a la mejora de la pólis, del Estado, las sociales procuraban reformar la sociedad y las económicas pretendían transformar la economía para ponerla al servicio de los desheredados de la fortuna.

En los últimos ciento cincuenta años han sido el liberalismo, el marxismo, el anarquismo, el socialismo y la socialdemocracia los depositarios de esas ideologías. Pero en el presente han fenecido todas ellas. Si ahora se pregunta, por ejemplo, qué es el socialismo, la respuesta dependerá de quién la dé y del día en que la dé. Es una señal clara de que ha se ha extinguido.

Hasta ahora se había pensado que la estructura política, social y económica debe ajustarse a la naturaleza humana con el fin de que ésta se desarrolle del mejor modo posible. Ahora lo que se busca es cambiar la naturaleza humana sin preocuparse gran cosa de las estructuras. Y esto cuando se cree que existe una naturaleza humana, lo que no siempre sucede.

Si creen que existe, están convencidos de que es moldeable a voluntad y si creen que no piensan que los humanos somos asimilables a otros animales y que debe darse rienda suelta a nuestros instintos e inclinaciones, que ven como derechos. En ambos casos se concluye en lo mismo. Los derechos humanos no se atribuyen a sujetos jurídicos, sino a sujetos vivos en cuanto vivos, es decir, en cuanto animales. Por eso pueden extenderse también a los simios.

Frente a la religión, que admite una sola naturaleza humana universal, se propone una moral sin contenido de la que, dicho sea de paso, forma parte la educación para la ciudadanía. Frente a la familia se propone el derecho al propio cuerpo, que rompe los lazos y arrastra a las personas al individualismo. Frente a la nación política, que considera a cada hombre igual a cualquier otro, se propone la nación étnica, que los distingue según su nacimiento.

Por lo demás, los herederos de las ideologías del pasado conviven hoy muy bien con las estructuras que sus ancestros combatían. Se sienten muy a gusto en el hipercapitalismo, amasan riquezas y se olvidan de la pólis.

Por suerte para todos hay una mayoría de la población cuyo modo de vida hunde sus raíces en la moral católica, la fortaleza de los lazos familiares, la exigencia de que la ley sea la misma para todos, y ello a pesar de que cuando expresan sus convicciones lo hacen en los términos de la fraseología progresista e izquierdista del presente. Es una mayoría que salva los Estados, las sociedades y la economía. Que Dios nos la conserve.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 16/11/2011: Sonido16-11-11))

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