Adán y el diablo

En un hermoso libro de Germán Sánchez Espeso, de título Paraíso, se menciona el primer encuentro entre Adán y el diablo. Yo me permito rememorarlo de la siguiente manera:

Recién creado por Dios, todavía fresco, pero en plena posesión de una capacidad mental poco común -era por aquel entonces el hombre más inteligente del planeta-, Adán sentía una curiosidad insaciable hacia todo lo que le rodeaba. La verdad es que tenía muchas cosas que aprender y poco tiempo para ello: Dios lo había creado con 30 años, así que tenía que darse prisa.

Deambulaba un día por el Edén preguntándose para qué servirían las bellotas. Todavía no les había puesto nombre, por lo que le resultaban más extrañas aún si cabe y tampoco sabía lo que es un jamón. Embebido en su meditación, casi se dio de bruces con un individuo que apareció de pronto. Era un ser siniestro, medio animal, renegrido como si viniera de limpiar una chimenea, y tenía pezuñas, cuernos y cola de cabra. Su cara esbozaba una malévola y algo diabólica sonrisa y, para colmo, despedía un insoportable hedor a azufre.

Adán no esperó a que se lo presentara nadie:

– ¿Quién eres tú?

– Yo soy el diablo. -repuso aquel sujeto.

– Eso es imposible -dijo Adán- El diablo siempre miente. Si tú fueras el diablo, me habrías contestado que no lo eres. Pero me has dicho que sí. Luego no eres el diablo.

– Tienes razón, no soy el diablo.

Adán, orgulloso de su silogismo, se convenció de que su conclusión era correcta. Pero ¿lo era realmente?

Obsérvese que no es lo mismo mentir que decir falsedad. De una persona que siempre dice falsedad es extremadamente fácil obtener verdades. Para ello sólo es preciso saber que siempre está obligado a decir lo que no es. Supongamos que un señor está en estas condiciones. Si se quiere conocer su nombre, bastará con irle preguntando: ¿se llama usted Juan, Pedro, etc.? Invariablemente irá diciendo que sí. Cuando conteste que no, entonces conoceremos su nombre con total certeza.

Una persona así dice falsedades, pero no miente. Ahora bien, el diablo miente. Luego no puede responder a Adán, cuando éste le pregunte quién es, otra cosa que la verdad, es decir, que él es el diablo. Si dice lo contrario, o sea, que no lo es, entonces Adán podría haber concluido que sí lo es, con lo que no habría conseguido mentirle. Pero diciéndole la verdad, puede propiciar el razonamiento del primer hombre, que es correcto, pero incompleto, para, una vez construido, decir la falsedad con el único fin de confirmarlo y así lograr su objetivo: mentirle.

De todo esto no se concluye todavía que el interlocutor de Adán sea el diablo, sino que si lo hubiera sido habría actuado de la forma antedicha. Podría haber sido un bromista disfrazado que, sorprendido por Adán, habría decidido mentirle para burlarse de él, pero que, una vez descubierto por la sagacidad del primer hombre, no hubiera tenido más remedio que decir la verdad. Pero eso no es posible, porque Adán fue el primer hombre, porque Eva no existía aún, los animales no hablan y ni Dios ni los ángeles pueden mentir.

Volvamos a nuestro hilo. Si mentir es distinto de decir falsedad, si lo opuesto de decir falsedad es decir verdad y lo opuesto de mentir es no mentir, entonces podría suceder que alguien mintiera diciendo verdad y que alguien no mintiera diciendo falsedad.

Mentir es inducir a alguien a creer lo opuesto de lo que es, a dar su asentimiento a lo que no es. Con vistas a ello puede utilizarse cualquier procedimiento, incluido el de decir la verdad. Una prueba de todo lo anterior sería el siguiente acertijo:

Un preso está en la cárcel, en una celda con dos puertas, una de las cuales conduce a la calle y otra a una celda de la prisión. Se presentan dos individuos, uno de los cuales dice siempre la verdad y el otro siempre la falsedad. Con una sola pregunta, dirigida a cualquiera de ellos, el preso puede saber qué puerta conduce a la libertad: ¿qué me respondería tu compañero si le preguntara cuál es la puerta buena? Es obvio que, sea quien sea el que conteste, la respuesta será falsa, porque:

a. Si pregunta al que siempre dice verdad, la dirá también ahora. Por eso tendrá que decir la falsedad que contestaría el otro.

b. Si pregunta al que siempre dice falsedad, también dirá falsedad en este caso, pues sabe que el otro nunca la dice.

Luego los dos indicarán la puerta falsa. El preso sabrá que la otra es la que da a la calle.

Complíquese un poco más la situación. ¿Cuál sería la respuesta a esa misma pregunta en el caso de que los dos mintieran siempre? Tanto uno como otro contestarían lo mismo: la verdad. Esto es así porque, sabiendo cada uno que el otro miente, cuando tenga que decir lo que contestaría su vecino, diría lo contrario de la mentira que el otro tendría que verse obligado a decir. Es decir, contestaría la verdad.

De lo que se sigue que para mentir, para lograr que una persona sea engañada, no basta con decir falsedad. Cuando la ocasión lo requiera, hay que decir verdad, como en el caso último que hemos tratado.

Conclusión: el individuo que Adán encontró en el Paraíso era el diablo.

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La venganza

Hablan de venganza y no saben lo que dicen. Más les valdría callar. Ese nombre le viene bien a lo que se llamó “venganza catalana”: el asesinato de Roger de Flor y de cien de sus almogávares de la Gran Compañía Catalana el cinco de abril de 1305 a manos de Miguel IX desencadenó un feroz ataque contra los bizantinos y el saqueo de toda Grecia a los gritos de “Aragó, Aragó”.

Grandes debieron ser la mortandad y las calamidades infligidas por los almogávares para que todavía hoy persista en algunos países balcánicos un monstruo imaginario sediento de sangre llamado Katalan y para que cuando un griego maldice a otro haga uso de un proverbio de su lengua: “así te alcance la venganza de los catalanes”.

Esto fue una venganza en toda regla. La ley del Talión –“ojo por ojo, diente por diente”-, que pasa por ser su prototipo, no lo es en absoluto. Es más bien lo contrario.

Como también fue una venganza en toda regla la que desencadenó Ulises contra los pretendientes. Después de que Eurímaco, uno de ellos, ofreciera una sastisfacción harto generosa, le respondió “mirándole torvamente”:

Eurímaco, aunque me dierais todos los bienes familiares y añadierais otros, ni aun así contendría mis manos de matar hasta que los pretendientes paguéis toda vuestra insolencia. Ahora sólo os queda luchar conmigo o huir, si es que alguno puede evitar la muerte y las Keres, pero creo que nadie escapará a la escabrosa muerte.

Eurímaco comprendió entonces que el brazo del vengador no es capaz de detenerse por sí solo:

Amigos, no contendrá este hombre sus irresistibles manos, sino que una vez que ha cogido el pulido arco y el carcaj lo disparará desde el pulido umbral hasta matarnos a todos.

Y a todos los mató:

como los buitres de retorcidas uñas y corvo pico bajan de los montes y caen sobre las aves que, asustadas por la llanura, tratan de remontarse hacia las nubes ‑éstos se lanzan sobre las aves y las matan, ya que no tienen defensa alguna ni posibilidad de huida y se alegran los hombres de la captura‑, así golpeaban éstos (Ulises y los suyos) a los pretendientes corriendo en círculo por la sala

Habría matado incluso a los familiares y deudos de los pretendientes si Atenea, por orden de Zeus, no lo hubiera detenido:

Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, contente, abandona la lucha igual para todos, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que ve a lo ancho, Zeus

Así finaliza la Odisea, un canto que, como la Ilíada, es un canto sobre los tiempos anteriores al Estado, sobre la situación social en que cada uno debe atender a sus asuntos con su fuerza y su ingenio propios, porque la organización de la sociedad reposa sobre las normas del parentesco. En esa situación la venganza de sangre es un derecho. ¿Quién cuidará de sí mismo y de los suyos a no ser el que tenga la misma sangre?

Pero donde impera la venganza de sangre se vuelve difícil o imposible contener la violencia. Es preciso arrebatar ese derecho a los particulares. Eso es lo que han hecho los estados desde su nacimiento. El código de Hammurabi, dado por el dios Samash al rey de Babilonia en el siglo XVIII a. C., cuenta con el siguiente precepto:

Si un hombre ha reventado el ojo de un hombre libre, se le reventará un ojo.

Un ojo, no los dos, ni el asesinato de toda su familia o el saqueo de sus propiedades. El código protege en realidad al agresor deteniendo el brazo vengador de la víctima para que haya paz. No otra es la función primordial del Estado. Y la víctima debe darse por satisfecha. El código penal no es por tanto un listado de castigos, sino la puerta que se abre al que ha cometido delito para que, una vez que ha dejado de ser persona moral por haber atacado la paz en que consiste la aplicación del derecho, vuelva a serlo y pueda convivir con los demás. Y donde no es así, donde no se aplica el código penal y el delincuente no cruza la puerta que le abre, se abre la otra puerta, la del derecho de venganza.

Dicho lo cual, se comprenderá que es una horrible infamia decir que las víctimas del terrorismo etarra claman venganza. Que la verdad es la contrario está tan claro como la luz del Sol: claman justicia, aplicación de la ley, en lo que consiste la paz del Estado llamado España. Su decisión de portar banderas nacionales y escuchar el himno de la nación excluye cualquier partidismo y simboliza su adhsión al derecho.

Ante lo cual, una persona de bien no puede menos que decir en voz bien alta: “¡Honor a nuestros muertos y a sus familiares y amigos!”

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La maldad

He visto en la red varios textos de Ayn Rand sobre el expolio de los impuestos, pero ninguno como el siguiente, que versa sobre la maldad humana. Se trata de algo que muy pocos esperarían, pues hay socialistas en todos los partidos, como dijo Hayek. Se trata de un pasaje en que Dagny, una empresaria animosa y valiente, se encuentra con Ivy Starnes, una rica heredera que junto con su hermano había emprendido un experimento socialista. La novela de Rand, La rebelión de Atlas, presenta a esta última “sentada sobre un almohadón, igual que un Buda panzón”, quejándose de la avaricia humana, que ha arruinado su noble propósito de favorecer a los desheredados de la fortuna aprovechando las habilidades de los más capacidades. Se trata del lema del socialismo del siglo XIX, presente en Proudhon, Marx, etc.: “a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades”. Así expone el Buda panzón el fracaso de este noble propósito:

-No me es posible contestar sus preguntas, jovencita. ¿El laboratorio de investigación? ¿Los ingenieros? ¿Por qué debería recordar todo eso? Era mi padre quien se encargaba de esas cosas, no yo; pero mi padre era un malvado que no se preocupó de nada, excepto de sus negocios. No tuvo tiempo para el amor; sólo para el dinero. Mis hermanos y yo vivíamos en un plano diferente. Nuestro propósito no era producir beneficios, sino hacer el bien. Hace once años elaboramos un novedoso e importante plan, pero fuimos derrotados por la codicia, el egoísmo y la bajeza animal de las personas. Era el eterno conflicto entre espíritu y materia; entre alma y cuerpo. No quisieron renunciar a sus cuerpos, que era todo lo que queríamos de ellos. No me acuerdo de ninguna de esas personas, ni me importa. ¿Los ingenieros? Creo que fueron ellos los que provocaron la hemofilia. Sí, digo bien, la hemofilia, esa paulatina hemorragia, esa pérdida de jugo vital imposible de detener. Fueron los primeros en huir, desertaron unos tras otro. ¿Nuestro plan? Pusimos en práctica el noble precepto histórico: de los más capaces a los más necesitados. Todos los trabajadores de la fábrica, desde el personal de limpieza hasta el presidente, recibían el mismo salario, el mínimo que cubriera sus necesidades diarias. Dos veces al año nos reuníamos en asamblea, y cada uno de nosotros presentaba sus reclamos. El voto de la mayoría determinaba las necesidades y las capacidades de cada uno, y las utilidades de la fábrica eran distribuidas según esa modalidad. Las recompensas se basaban en la necesidad, y los castigos, en la habilidad. Quienes, según la votación, tenían mayores necesidades, recibían las cantidades más elevadas, y quienes no habían producido lo señalado por nuestras normas, eran obligados a pagar una multa, trabajando horas extra. Tal fue nuestro plan, basado en el principio del altruismo; requería hombres que actuaran no por la ambición de beneficios, sino por amor a sus hermanos.

Y éste es el juicio moral que merecen estas palabras:

Dagny escuchó una voz fría e implacable que murmuraba en su interior: "Recuérdalo… recuérdalo bien, no es habitual encontrarse frente a la maldad pura. Fíjate bien y recuerda que algún día encontrarás las palabras para denominar su esencia".

Ayn Rand, cuyo verdadero nombre era Alisa Zinovievna Rosenbaum, había nacido en San Petersburgo en 1905 y conoció la revolución bolchevique de 1917, que instauró en Rusia los principios del Buda panzón. Consiguió salir del país en 1925 y le fue dada la ciudadanía norteamericana en 1931. Murió en 1982, cuando ya se conocía con suficiente aproximación la ruina moral, social, económica y política a que había dado lugar con el tiempo el régimen comunista.

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Terrorismo etarra

El año 2002 la Conferencia Episcopal Española publicó una Instrucción Pastoral en que daba una valoración moral del terrorismo de ETA. En ella se argumentaba que la maldad del terrorismo es en sí mayor y más profunda que sus propios actos criminales, pese a ser éstos horrendos. Lo peor, pues, no es lo que hace el etarra, aun siendo horrible. Lo peor es el hecho de ser etarra, terrorista.

Es así porque su conciencia no es como la del delincuente común. La de éste es ciertamente inmoral, pues le impulsa a cometer sus malas acciones para conseguir un bien, real o supuesto, como el dinero o la venganza. La del terrorista impulsa a su dueño a cometer sus malas acciones con el fin de que los españoles en cuanto españoles vivan aterrorizados pensando que también ellos pueden ser asesinados. Por eso no matan a hombres en cuanto tales, sino a hombres en cuanto españoles, para que todos se sientan amenazados y se dobleguen a sus imposiciones. No agreden o matan a este o aquel individuo para lograr algo, sino que atentan contra el bien común, entendido como el conjunto de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa”, según lo definió Pío XI.

Así entendido, el bien común no es otra cosa que seguridad o paz social: una situación social tal que los hombres puedan entregarse a sus actividades sabiendo que están protegidos contra la violencia. El Derecho es el que tiene la función de garantizar dicha protección y allí donde no lo hace la situación es de guerra.

Esto es lo que busca el terrorista. Y no se argumente, como hacen muchos que lo comprenden , justifican o apoyan, que la violencia de éste es una respuesta a la violencia que ejerce el Derecho para mantener la paz social, pues esta última es necesaria para la protección de todos, porque a todos considera inocentes, y aquella trata de agredir a todos, porque a todos considera culpables de los males que su delirante imaginación ha pergeñado. Es una argumentación miserable que expone a sus defensores a una calificación moral semejante a la que merece el terrorista. Pueden estar también oscureciendo su conciencia. Contra gentes así dijo el profeta Isaías: ¡Ay de los que almal llaman bien, y al bien llaman mal, que de la luz hacen tinieblas, y de las tinieblas luz.

Por lo dicho, más otros motivos que no es momento de exponer aquí, el terrorista no puede pertenecer a una sociedad humana, pues es un disolvente de la estructura moral de cualquiera de ellas. Su conciencia está tan corrompida que no distingue las normas imprescindibles que sustentan la vida en sociedad. Mientras el delincuente común puede quedar satisfecho cuando ha cometido un mal que ha afectado a uno o varios particulares, el etarra no se satisfará hasta haber destruido la paz social de todos, la cual no es otra cosa que la sociedad política que para los españoles nació en las Cortes de Cádiz y que se llama nación española.

(La piquera, de Cope-Jerez el 26/11/2011. Archivo sonoro: Terrorismo-etarra)


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ETA: el miedo y el odio

El terrorismo no es solo un conjunto de actos criminales y una banda de individuos que los cometen. Significa también la perversión de la sociedad en que germina esta mala hierba. Inocula en sus miembros el miedo a convertirse en víctimas y con el miedo llega la cobardía y la aceptación resignada e incluso complaciente del terror. También su justificación. “Por algo habrá sido”, se decía con frecuencia ante un asesinato de un guardia civil o de un policía en los años de plomo de la ETA, cuando había que oficiar el funeral a escondidas y sacar el ataúd por la puerta trasera de la iglesia. Nadie confesará nunca que es un cobarde. Su conciencia se retorcerá hasta presentarle la maldad de modo aceptable y convincente, hasta que la vea como un bien o, cuando menos, como un mal necesario.

La sociedad se va corrompiendo poco a poco y el terrorista toma sin oposición la dirección civil, política y moral. Nadie habla en público de lo que a todo el mundo interesa. Pocos españoles son tan reservados en España sobre asuntos de política como los vascos y los navarros.

Es el miedo, que vuelve mansa a la gente. Luego es también el odio. Sobre un rebaño de hombres que aman la verde quietud del pasto es fácil extender el odio a todo lo que quiere destruir el terrorismo. La estratagema es harto conocida: consiste en presentarse como víctima. La verosimilitud de los agravios importa poco. Lo más normal es que sean inventados. Y tienen un efecto sobrecogedor, porque al dibujar un enemigo en el que volcar el miedo y el odio sirve para unir a todos contra alguien. Ese alguien, supuesto enemigo del “pueblo vasco”, que a estas alturas tiene únicamente la consistencia y entidad de un fetiche ensangrentado en la mente de muchos, es, por supuesto, el español, cualquier español. Él es el culpable. Es el enemigo a destruir.

Si el español reacciona en contra de esos sentimientos habrá caído también en la trampa del terror. Su reacción será uno más de los efectos de la estrategia terrorista. También si se siente culpable de ser español y aboga por “el fin de la violencia venga de donde venga”, olvidando que la violencia ejercida por el Estado para la salvaguarda de todos es legítima y moral. La locura es contagiosa. Hay que permanecer alerta y no caer en un sentimiento ni en el otro. Hay que mantener el juicio claro.

Tan claro como lo están manteniendo en el momento presente las víctimas, que están dando muestras de discernir dónde están el bien y el mal.


 

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Etarras y mediadores

En el artículo 1, 2 de la Convención de Ginebra por la Prevención y la Represión del terrorismo de 16 de noviembre de 1937 y en la Declaración de la ONU del 18 de diciembre de 1972 se entiende por actos de terrorismo los “hechos criminales dirigidos contra un Estado con el objetivo o naturaleza de provocar el terror contra personalidades determinadas, grupo de personas o en el público». Tales hechos deben ser perseguidos incluso en los conflictos armados, guerras o actos de guerrilla de los que se distingue el terrorismo. La guerra o la guerrilla pueden ser justificables en alguna ocasión por causa de legítima defensa, pero nunca el terrorismo, que amenaza a todos y a todos declara culpables de aquello por lo que dice luchar.

Estos últimos días se reunieron en una localidad de España, país que lleva más de cuarenta años sufriendo el zarpazo de un grupo terrorista, Kofi Annan, ex secretario general de la ONU1, Gro Harlem Bruntland, ex primera ministra de Noruega, Gerry Adams, jefe del Sinn Fein, Pierre Joxe, exministro francés de Interior y Defensa, y Jonathan Powell, jefe de gabinete de Tony Blair, para reclamar a ETA el “cese definitivo” de la violencia. No por casualidad esta banda de terroristas ha utilizado esta misma expresión en su comunicado. El grupo citado apoyó además que negociase con el gobierno las “consecuencias del conflicto”. Así lo ha exigido también la banda, pretendiendo negociar también con el Estado francés sus condiciones.

Si el grupo encabezado por el anterior secretario general de la ONU piensa que la ETA es un grupo terrorista, ¿por qué no pide su disolución sin condiciones en atención a la Convención de Ginebra y a la declaración de la ONU mencionadas? Y si piensa que es un grupo que mantiene una lucha armada, sea de guerra o de guerrilla, contra un Estado, ¿por qué no pide que se juzgue a sus componentes por crímenes de guerra, por captura y asesinato de rehenes, por matar a civiles, etc.?


 

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La inexistencia de la lógica

He aquí una extraña afirmación de Wittgenstein hallada en Deaño, A., Introducción a la lógica formal, 2ª ed., Alianza Editorial, Madrid, 1980:

"Si de la inexistencia del mundo no se siguiera la inexistencia de la lógica, entonces la inexistencia de ésta se seguiría de la existencia de aquél".

Es verdadera con toda evidencia, pues si el consecuente no se sigue de A se tendrá que seguir de no-A. Así se formaliza:

Y así se resuelve, siguiendo la notación de Deaño en la obra mencionada:

Luego es cierto (Q.E.D.): tanto si el mundo existe como si no existe, la lógica no existe.

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Sofistas

Protágoras, que había acordado con Euatlo no cobrarle las clases hasta que ganara su primer juicio, lo llevó a los tribunales porque pasaba el tiempo y éste no se decidía a emprender ningún pleito. Así argumento el maestro:

-Si ganas el juicio, tendrás que pagarme, pues es lo acordado; también si lo pierdes, pues los jueces te obligarán a ello.

A lo que respondió Euatlo:

-Si gano, no tendré que pagarte, pues los jueces no me obligarán; si pierdo, tampoco, pues va en contra de nuestro acuerdo.

No se conoce la sentencia de los jueces. Lo que sí se sabe es que los dos razonaron igual, pues el argumento de Protágoras, una vez formalizado, queda así:

Y así queda el de Euatlo:

Otro sofista había acordado con su discípulo que sólo le cobraría las clases si no era capaz de enseñarle argumentos con los que demostrar cualquier cosa que quisiera. Al acabar las clases, dijo el discípulo:

-Si no me enseñas un argumento en el que se pruebe que no debo pagarte, no te pagaré, por lo acordado; pero si me lo enseñas tampoco, pues me habrás demostrado con él que no debo hacerlo.

Tampoco se sabe si pagó o no las clases. Pero se sabe igualmente que el discípulo razonó igual que Protágoras y Euatlo. La formalización de su argumento, en efecto, es la siguiente:

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El etarra

Tiene que ser un vida de perros. Eso de dedicarse a obedecer ciegamente a unos matones iluminados y convertirse uno en un iluminado matón es seguro que resulta satisfactorio al principio, cuando se entra en la banda, te dan la primera pistola, aspiras con gozo el olor de la cuadra, después de que te hayan metido en tu cabeza hueca unas cuantas ideas delirantes sobre el pueblo vasco, la revolución socialista -¿todavía la revolución socialista?- y también nacionalista, sobre la necesidad de derramar sangre por tan altos fines, etc. La sangre convence mucho a los depredadores. A veces también a quienes les sufren. Así son las cosas por estos predios.

Esos delirios tienen una fuerza irresistible en la personalidad de un mentecato. Para él debe ser muy gratificante haber dado ese paso.

Pero una vez que se ha entrado en el corro selecto de los caníbales se aprende con dolor muchas cosas nuevas que no encajan con la gloria que se creía haber hallado. Hay que aprender a vivir escondido, a relacionarte solo con quien se te mande, a guardar silencio, a no conocer a tus jefes, que mandan sobre ti en todo. Es esencial no conocer a los jefes, por si te pilla la policía. Así no podrás denunciarlos. Eso indica que no esperan mucha lealtad de tu parte. Es un desprecio que tendrás que sobrellevar por el alto fin a que te has entregado.

También tendrás que aprender a alegrarte por el asesinato de un profesor que prepara una clase en su despacho, de un médico en su consulta, de un niño que pasaba por la calle. Hay que doblegar mucho la propia naturaleza para no sentir náuseas por esas acciones, para considerarlas una victoria sobre el enemigo -¿sobre qué enemigo, si no es el que ha fraguado la mente calenturienta de los sucesores de aquel tronado que fue Arana?-, para creerte de verdad que eres un valiente gudari mientras el personal sanitario te lleva al hospital tapándose las narices porque has ensuciado tus pantalones con tus propios excrementos, que no has podido contener por el miedo de la buena gente que te perseguía por la calle aquella de Sevilla, gente desarmada y tú con pistola, ¿te acuerdas?

¡Qué perra y arrastrada vida la del que se ha convertido a fin de cuentas en matón a sueldo para que ahora vengan esos señoritos de Bildu y se cuelguen las medallas, para que se aprovechen de lo que hemos hecho otros y adquieran buenos puestos y mejores sueldos! Y mientras tanto tú pudriéndote en la cárcel o escondido dentro de una capucha bajo el siniestro símbolo del hacha y la serpiente. La vida, que es injusta.


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El templo de las musas

En la Antigüedad había templos de las musas, pero no museos. No al menos como los hay en la actualidad.

El culto a estas divinidades, que empezaron siendo ninfas de las fuentes para irse convirtiendo poco a poco en diosas inspiradoras de la música, la poesía, la tragedia, etc. habría nacido en las proximidades del monte Helicón, en la región de Beocia. Allí había un museo con sus estatuas. Un macedonio llevó más tarde la adoración de estas deidades desde Tracia a Tespis, donde se les erigió también un templo; una vez al año se celebraba un solemne festival en honor de las diosas. También les estaba consagrado el monte Parnaso.

Una musa. Metropolitan Museum of Arts.

Pitágoras mandó construirles un templo en Crotona para que propiciaran la concordia entre sus habitantes. Los atenienses elevaron otro para su culto cerca de la Academia de Platón. Los espartanos les ofrecían sacrificios antes del combate. Posteriormente contarían con adoradores en Roma, donde compartieron altar con Hércules, y también en Ambracia.

Muchos cantos célebres invocan la inspiración de las musas. Desde el primer verso de la Ilíada – “canta diosa la cólera del Pelida Aquiles”- hasta Virgilio, Dante, Milton, o Shakespeare. Homero dijo que las hermanas eran nueve y Hesíodo fijó ese número para siempre. Plutarco recuerda que en algunos lugares se las llamaba mneiae, que tanto puede significar “hijas de Mnemosine” como “recuerdos”:

Calíope, de la épica, Clío de la historia, Erato de la lírica, Euterpe de la música, Melpómene de la tragedia, Polimnia de los himnos, Talía de la comedia, Terpsícore de la danza y Urania de la astronomía.

Los sacrificios que se les ofrecían eran libaciones de leche y miel. La biblioteca de Alejandría, cuyos últimos años fueron regidos por Hipatia, se levantó cerca de un museo y de la tumba de Alejandro Magno. Por ese motivo se llama museo el centro aquel, pese a no ser un templo de las musas ni un museo en el sentido actual.

Buscando tal vez algún origen mítico para sus ideales, muchos ilustrados volvieron a invocar a las musas. Antes de la Revolución de 1789 se hallaba en París la logia masónica de las Nueve hermanas. En ella se dieron cita personajes como Franklin, Voltaire, Danton, etc.

Esto era un museo en la Antigüedad. Hoy es algo distinto. En los actuales museos también se rinde culto: a la Historia y a la sociedad propia.

Museos de ahora

Ni el templo de las musas del monte Helicón, ni el de Tespis, ni el de Crotona, erigido por Pitágoras, ni el que habia en las cercanías de la Academia, ni los museos que existieron en Roma, fueron propiamente museos en el sentido moderno de la palabra. Tampoco el Museo de Alejandría dirigido por Hipatia, que últimamente ha recordado una película española. Y no fueron museos porque era imposible que los griegos y los romanos antiguos tuvieran museos.

British Museum

El mero hecho de que exista un museo exige una noción del tiempo dividido en tres edades, Antigua, Media y Moderna, de la que carecieron los antiguos. Con esa noción se pretende conservar la memoria del pasado… y algo más. Para eso hace falta tener un calendario. Pero los griegos contaban los años teniendo como referencia las olimpiadas, lo que era un recurso erudito del que el pueblo hacía caso omiso porque no necesitaba saber lo que había ocurrido en el pasado y le bastaba y sobraba con guardar algunos recuerdos difuminados en sus leyendas sobre sus antecesores. Además, la cronología de las olimpíadas anteriores al 500 a. C. es pura invención, como también lo es la de los arcontes de Atenas. Un ejemplo bastará tal vez para comprender la noción del tiempo de los antiguos. El texto de un contrato anterior al año 500 a. C. dice que el acuerdo debía estar vigente durante cien años, lo que significa que sería obligatorio para los descendientes de las partes que habían firmado el contrato, pero no se hace constar el año en que se toma el acuerdo, de manera que en cuanto hubo pasado algún tiempo es seguro que nadie recordaría cuándo se había establecido y, por tanto, dejó de ser obligatorio.

Esta ausencia de preocupación por el pasado y por el futuro no era debida a la incapacidad de los antiguos, sino a su despreocupación. Se habría tenido por indecoroso que alguien se hubiera esforzado en poner fecha a la guerra de Troya. Eso es algo que solamente quiso hacer nuestra sociedad en el siglo XIX, por obra de Schliemann. El desinterés llegaba al extremo de que en tiempo de Aristóteles no se estaba seguro de que hubiera existido Leucipo un siglo antes.

En consecuencia, no fue posible que los griegos antiguos hicieran el mínimo esfuerzo por construir un museo en que conservar una colección de objetos dispuestos a lo largo de una línea temporal que hubiera apuntado a su propia época, como hacemos nosotros.

Los antiguos no tenían diarios, biografías, historia académica. No tenían nada que se asemeje a nuestros análisis psicológicos de individuos y sociedades. En realidad no tenían memoria, carecía de órganos para la reconstrucción del pasado y no tenía interés alguno en proyectar el futuro. No tenían más que tiempo presente. En realidad negaban el tiempo. Sófocles, Herodoto, Polibio, Temístocles o un cónsul romano eran individuos para los que el pretérito se esfumaba en una imagen intemporal. A algunos les damos ahora el nombre de historiadores, pero no lo son, porque un historiador actual bucea en un pasado ya extinguido que tiene, para él, una enorme profundidad. Ellos indagaban su presente con el espíritu práctico de un hombre de Estado, como Tucídides, que era general, y cuando se adentraban en el pretérito traían noticias confusas y poco fiables. Polibio, Tácito y el mismo Tucídides no conocían el pasado de su sociedad tan bien como lo conocemos ahora que han transcurrido más de dos mil años.

Nosotros no somos así. Nosotros tenemos una visión de siglos, de milenios, que narramos con toda precisión en las escuelas a los niños para que vayan comprendiendo que ocupan la cúspide actual de un movimiento que se dirige a ellos en línea más o menos recta desde “el comienzo de los tiempos”. Un griego, un romano, es. Nosotros estamos siendo. Nosotros tenemos museos, ellos no.

Carencia de historia

Un historiador antiguo no “historia” hechos del pasado, que para él carecen de importancia, sino que relata el presente con el sentido práctico de un hombre de Estado o de un general. Un hombre antiguo, aunque hoy se le llame historiador, carece de sentido histórico. No sabe mirar las sociedades con la perspectiva de unos cuantos siglos, lo cual es para nosotros el elemento principal del historiador. Tucídides, Polibio o Tácito yerran con facilidad cuando se refieren a lo ocurrido varios decenios antes del momento en que lo están narrando. Alguno de ellos llega incluso a decir que antes de su presente no han ocurrido en el mundo cosas de importancia.

Por esto la historia antigua tiene por fuerza la figura de los mitos. Licurgo, por ejemplo, es una invención fantástica y fue casi con seguridad una divinidad silvestre. Que Bruto expulsara a los Tarquinos es pura invención, como los nombres de los reyes de Roma, que se les pusieron por imposición de algunas familias plebeyas que se habían enriquecido en tiempos de César.

De ese mismo estilo era la historia que había entre los antiguos, por lo que cabe decir que toda ella era una invención si se refería a algún hecho anterior al año 250. Lo poco que nosotros sabemos hoy con certeza lo ignoraban los romanos de aquel tiempo. Cuando Varrón, con quien polemiza San Agustín en su Ciudad de Dios, quiso recomponer la religión de Roma, que iba desmoronándose en el sentir del pueblo, se vio obligado a dividir las divinidades en dioses ciertos y dioses no ciertos, porque de algunos de ellos solo quedaba el nombre, que afortunadamente ha recogido Agustín en la obra mencionada.

Dios hindú: Brahma

Los romanos eran, pues, un pueblo, ahistórico. No menos lo eran los indios, cuya concepción del nirvana es tal vez la mejor expresión de la negación del tiempo. Entre ellos no existen la astronomía ni el calendario. Lo que se puede saber de su cultura es casi nada, a pesar de que hubo de asistir a acontecimientos muy importantes entre los siglos XII y VIII a. C. Lo que se ha conservado se parece más a los sucesos de un sueño que a los hechos reales.

Los libros indios no forman una serie de obras de autor que pueda colocarse en un hilo temporal, sino una cantidad confusa de textos en los que cada autor ponía lo que le parecía bien, sin que para nada hubiera conciencia de época intelectual o evolución de pensamiento. Forma completamente anónima de escribir, la filosofía india es todo lo contrario de la europea, que está elaborada con toda clase de detalles sobre sus autores y el tiempo en que vivieron, sobre las influencias que unos ejercieron sobre otros y sobre los acontecimientos que promovieron sus ideas.

El pensamiento indio, por el contrario, lo olvida todo. El romano hace casi lo mismo. Pero el europeo trata de retener todo. Unos cuentan con el tiempo como elemento fundamental. Otros parecen esforzarse todo lo posible por negarlo. Para estos últimos es inconcebible la existencia de un museo.


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Publicado en Filosofías de (genitivas) | Comentarios desactivados en El templo de las musas