La cultura contra Esperanza Aguirre

 Se llaman a sí mismos profesionales de la cultura y firman un manifiesto en defensa de los profesores y en contra de Esperanza Aguirre. A los profesores habría que decirles que con estos amigos no necesitan enemigos y a Esperanza Aguirre que corrija sus errores y no ceje en su empeño contra estos señores de la ceja, no contra las buenas tareas que puede desempeñar un profesorado digno.

Son especialistas en sembrar sombras. Solo que sus sombras son muy poco densas y hasta un cegato intelectual es capaz de ver a través de ellas. El “periódico independiente de la mañana” dice que es un manifiesto de intelectuales. Ellos sin embargo no se llaman así, sino “profesionales de la cultura”. La tarea de examinar otra vez ambas denominaciones es ya monótona, pero no hay más remedio que hacerlo de nuevo.

¿Por qué “intelectuales”? ¿Será porque usan el intelecto? Pero eso es algo que hace todo individuo perteneciente a la especie humana. Hasta se sabe que los antropoides superiores no andan nada mal de inteligencia.

Un buen albañil alza un tabique. Sigue su plomada con atención, no se sale ni un centímetro de la línea que ha trazado sobre el suelo, pone cada rasilla sobre la anterior en el lugar exacto con una rapidez asombrosa, justo sobre la mitad de cada una de las dos inferiores. Tiene la precisión de un cirujano. Sus movimientos son los que deben ser, ni un poco más ni un poco menos de lo correcto. En toda esa tarea utiliza su intelecto, es decir, una prodigiosa madeja de neuronas que constituye la masa gris de su cerebro, para coordinar sus músculos, brazos, manos, ojos, oídos, enfocando todo ello hacia su obra. ¿Habrá que decir por eso que nuestro hombre es un intelectual de la albañilería?

Mucha menos actividad neuronal requiere, según Almudena Grandes, la segunda intelectual que firma el manifiesto -¿habrán firmado por orden de llegada?- para hallar la solución de un cierto problema. Escuchémosla a ella misma:

Ejercicio de economía recreativa. Fácil, limpio, instructivo, para cualquier edad. No precisa más que una calculadora, un cuaderno, un lápiz y una goma. El experimento consta de tres fases, y la primera es una simple división, 775.000 millones entre 6.700 millones. Si la realiza, obtendrá como resultado 115, con una serie de decimales que despreciaremos para simplificar. ¿Y dónde está la gracia?, se preguntará usted. La gracia está en que el dividendo representa los 775.000 millones de dólares del plan de reactivación económica diseñado por Obama. El divisor somos los 6.700 millones de personas que existimos en este planeta. Y el resultado son los 115 millones de dólares que nos tocarían a cada uno si los repartiéramos entre todos. ¿Lo prefiere en euros?, 84 millones por barba.

 

¡Ochenta y cuatro millones de euros para cada uno de los habitantes de este planeta! Te pido que leas todo lo que escribió el doce de diciembre de 2009. Junto con la rectificación, lo tienes en este enlace que aquí te pongo. ¿No hubo una mano amiga que impidiera a la muy intelectual señora barrenar de ese modo tan ridículo en su empecinamiento anti-capitalista o sí la hubo pero prefirió respetar su libertad de opinión? Los muertos que vos matáis gozan de buena salud, señora, sobre todo si los matáis con esas armas.

La segunda denominación es la de “profesionales de la cultura”. En cuanto tales dicen actuar contra Esperanza Aguirre y sus supuestos planes de privatización de la enseñanza pública. Por lo que ellos mismos dicen, han hecho de la cultura su profesión, como otros de la enseñanza o la albañilería. Ahora bien, dado que, según es común opinión, todo es cultura, desde el macramé o encaje de bolillos hasta las investigaciones en física nuclear que desembocaron en la bomba atómia, pasando por la bomba misma y otras mil cosas más, habrá que preguntarse si no son profesionales de todo. Pero esto no puede ser. La cultura musteriense, por ejemplo, ¿no comprende las hachas de piedra del Hombre de Neandertal y poco más? ¿No es un tractor un artefacto cultural? ¿Será entonces un tractorista también un profesional de la cultura? ¿Lo fue acaso el Dr. Guillotin, el médido y diputado francés a quien se atribuye erróneamente la invención de aquel dispositivo mecánico que despenaba a los reos de muerte con mucha mayor rapidez que la horca o el hacha? ¿No será que todos somos profesionales de la cultura, igual que los abajo firmantes?

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esRadio

En el fondo de las conciencias hay una pantalla sobre la que proyectan sus apariencias de realidad los actuales titiriteros. Estos fabrican sombras chinescas que los chiquillos toman como auténticas entidades en un espectáculo cuya única finalidad es disfrazar u ocultar la realidad. El que quiera saber algo de las cosas no tiene más remedio que darse cuenta en primer lugar de este juego y, en segundo, entrar en la trastienda donde tendrá que distinguir qué cosas tienen bulto material y qué otras son sombras y nada más.

Lo que está pasando estos días con los profesores es un ejemplo de ese juego que se libra a tres bandas, la de los propios profesores, la de quienes dicen apoyarles y la de quienes quieren que se sometan al dictamen de la Junta madrileña.

Entre estos últimos se cuentan las autoridades de la región de Madrid y un formador de opinión, esRadio.

Doña Lucía Figar, consejera de educación de la mencionada región y responsable primera de las dos horas lectivas adicionales que se trata de imponer a los profesores, es portadora de la más extendida sombra chinesca de que hacen uso los detentadores del poder. Casi no es necesario detenerse en su análisis para que esta sombra se esfume. El gobernante siempre muestra como petición o ruego lo que no es otra cosa que orden o mandato. “Hemos pedido a los profesores…” decía una y otra vez Doña Lucía en la entrevista concedida por la emisora o acaso solicitada previamente por ella misma. También Zapatero presentó como petición de solidaridad lo que no fue más que una exacción cuando rebajó el sueldo a los funcionarios.

En su afán por defender la posición de Doña Esperanza Aguirre, el entrevistador y los tertulianos hicieron uso de argumentos toscos, de los que mencionaré solo tres.

El primero versó sobre las materias afines que muchos profesores tendrán que impartir para completar su horario de veinte clases lectivas. Se mencionaron como afines el latín y la cultura clásica o la filosofía y la ridícula “educación para la ciudadanía”, pero no la lengua española y el inglés, la filosofía y la historia, el francés y la ética, la historia y la música, etc.

El segundo fue expuesto por un asistente a la tertulia cuyo nombre no recuerdo. Varios profesores amigos suyos, dijo, se quejan hace mucho de no tener tiempo para acabar los programas de sus asignaturas, cosa que ahora podrán hacer por disponer de dos horas más.

Esto es ignorar el asunto de que se trata (ignoratio elenchi). Un profesor de filosofía, por ejemplo, debe impartir clase a seis grupos de alumnos, a tres horas semanales por cada uno, para tener dieciocho horas lectivas. Para llegar a veinte será necesario asignarle un grupo de ética, que tiene dos asignadas. Con ello habrá visto cómo ha aumentado en unos treinta el número de sus alumnos, más el tiempo necesario para preparar clases, poner y corregir exámenes, asistir a reuniones de evaluación, etc. Pero no dispondrá de una sola hora más para completar el programa de ninguna asignatura.

Y así se llega al tercero. Si cada profesor tiene que aumentar un grupo o algo menos –lo que importa es el promedio estadístico-, en un instituto de cien profesores habrá unos ochenta o noventa módulos para los que no será necesario contratar a nadie. Son ochenta o noventa horas que antes cubrían los interinos. Dividiendo por dieciocho arroja una cifra que se mueve entre el cuatro y el cinco. Ahí está el recorte, Doña Esperanza: un cuatro o un cinco por ciento.

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Profesor de secundaria

Día primero

El profesor ha tenido que hacer guardia nada más empezar la jornada. Era un grupo de segundo de ESO (Educación Secundaria Obligatoria para quienes no estén al tanto de esta nomenclatura). Ha sido un comienzo duro, pero podía haber ido peor. Su método suele funcionar. No tendrá nada de pedagógico, pero es eficaz, que es lo que importa. Consiste en mostrarse como un energúmeno. El griterío era ensordecedor cuando entró en la clase, pero estas bestezuelas se aquietan ante un profesor que tenga físico imponente, voz grave y cara de mala leche. En cada aula puede haber cuatro o cinco de estos incorregibles, pero son los dueños del corral. Los demás, veintitantos o treinta y tantos, no se atreven a otra cosa que a secundarles.

Pueden verte dispuesto a la cólera si representas bien el papel que te has impuesto, pero debes tener cuidado, porque no acaban de creérselo. Escudriñan tus gestos para detectar el más leve asomo de fingimiento. Si lo consiguen, porque tu faz ha mostrado el temperamento afable que es el tuyo, estás perdido. Ese momento es crucial. Una leve sonrisa puede ser suficiente para que pierda la partida y se desate de nuevo una algarabía de todos los demonios, más grande todavía que al entrar porque sabrán que han vencido. Hay que mantener la tensión durante una hora. Si te vencen, te dolerá luego la cabeza durante el día entero, así que debes velar por tu salud.

Al final de aquella hora el profesor se había salido con la suya. Había logrado vencer a aquellas bestezuelas.

Luego fue la clase de filosofía con segundo de Bachillerato. Entró algo cansado por causa de la guardia anterior, pero no sin ánimo. Le gustaba lo que tenía que explicar: la teoría política de Aristóteles. Ya sabes, aquello de que los inferiores quieren ser iguales y los iguales superiores, con lo que no hay régimen político que pueda durar mucho, pues eso es causa segura de inestabilidad y revolución.

Con los alumnos de ese nivel no hay que hacer grandes esfuerzos para mantenerlos callados y atentos. En unos cinco minutos logró empezar la clase. Comenzó la explicación siguiendo el libro de texto que todos tienen. Después de un cuarto de hora dio comienzo a una ronda de preguntas sobre las ideas que había expuesto para comprobar que las habían comprendido y que no estaban poniendo cara de atención, pero estaban en realidad en las Batuecas. Empezó por el primero y llegué hasta el número catorce de la lista. Solo dos se habían enterado de algo. Era un éxito. Por lo menos estaban en silencio, que es lo que importa.

Estos alumnos han adquirido el arte de ver sin mirar. Están a lo suyo, pero parecen atentos. Le ha sucedido en alguna ocasión que al preguntar a uno de ellos que tenía la mirada clavada en su persona y parecía estar absorbiendo sus palabras como una esponja ha continuado exactamente con la misma expresión sin pestañear hasta que toda la clase estalló en una carcajada unánime porque no se estaba enterando siquiera de que le hacía una pregunta. Es el arte del disimulo y la distracción voluntaria.

Después de esta clase tocaba repetir lo mismo con otro grupo del mismo nivel. La misma o parecida explicación de la política aristotélica y los mismos o parecidos resultados, con una excepción: en ese grupo hay tres alumnos, dos chicas y un chico, en cuyos ojos brilla a veces la luz de la inteligencia. A éstos hay que ponerles freno, porque así lo manda la pedagogía constructivista, no sea que se eleven un palmo sobre los demás, lo que es desigualdad intolerable. Así que todos a bailar al mismo ritmo. Con ellos no hay que repetir nada. Por eso se aburren tantas veces, pues tienes que hacerlo con los demás. A ellos casi no sería necesario explicarles nada. Tienen el libro, lo leen y lo entienden bien sin ayuda alguna. Las explicaciones llueven sobre mojado. Pese a todo, esa comunión de los intelectos te resulta sumamente grata, aunque dure solo unos minutos. Es un goce que no podrá conocer jamás quien no haya practicado este oficio.

Llega luego el recreo. Media hora de asueto. “Segmento de ocio” le llama la estupidez pedagógica. Tomas café con otros colegas y recuerdas la hora de tutoría que tienes que hacer a continuación. Otro profesor bromea diciendo que es un privilegiado, porque le ha tocado ser tutor de coeducación. Su tarea consiste en pasar encuestas a alumnos y profesores, encuestas que le mandan a él desde el Centro de Profesores. Hay que detectar los logros de la igualación entre chicas y chicos.

-Es una pérdida de tiempo –le digo
-No creas –responde.
-¿Dónde está la utilidad de esa tutoría?
-La medida no puede ser más apropiada para los intereses del Partido. Piensa que hay un tutor de coeducación por cada instituto, cuya misión es pasar encuestas y enviarlas al Centro de Profesores, donde hay alguien que se ha librado de la tiza y se encarga de recibirlas, analizarlas, estudiarlas, sacar conclusiones, etc. Sí, ya sé que es lo de siempre, que el papel inútil produce papel inútil. Pero a un profesor liberado por cada Centro de Profesores sale una cantidad de más de cien en esta comunidad autónoma. ¿Vas entendiendo? El Partido ha liberado este año a más de cien de los suyos.

Inteligente medida para mantener la red clientelar. No se te había ocurrido.

Fin del descanso y vuelta a la tarea. Cuarta hora de trabajo, destinada a la acción tutorial. Si no viniera nadie buscarías un rincón donde corregir exámenes, por más que sabes que eso no es posible y que siempre acabas corrigiéndolos en casa durante el fin de semana. Ahora tienes noventa y siete esperando en la cartera y todavía no has podido ver uno solo.

Habrá que dejarlo para más tarde. Te llaman desde la conserjería para decirte que ha llegado una madre y pide entrevistarse conmigo. Es una señora de mediana edad. Dice que se divorció hace dos años y que ahora trabaja en una oficina de seguros. Que tiene otro hijo.

-Una gloria de hijo, mire usted. No me da ni un disgusto. Lo hace todo bien y de buen humor. Hasta me ayuda en la cocina. Y los estudios ¡para qué contarle! Todo notables y sobresalientes. No sale de casa nada más que el sábado. Siempre en su cuarto estudiando y leyendo. Pero este que tengo aquí, en el instituto, es todo lo contrario. No le gusta leer, no le gusta estudiar, ni ver programas culturales en la televisión, que yo le digo: ¡ay, hijo, qué poco te gusta el trabajo! Te pareces a tu padre, que es más vago… Pero me callo en seguida sobre su padre, usted me entiende, no hablo mal más que cuando se me escapa, que es que este hijo ha salido clavado a él y no gana una para disgustos…

Era una cháchara torrencial. Toda la hora estuvo sin que pudieras despegar los labios y sin saber para qué habrías de hacerlo. Estaba claro que aquella señora no buscaba información, sino desahogo. Necesitaba que se le escuchara. Lo comprendías, pero ¿qué puede hacer un profesor de Secundaria en estos casos? Hay mucha gente desorientada y la marcha de las cosas te ha encomendado el papel de cura laico, un papel que no te cuadra y que no quieres desempeñar, pero haces lo que puedes.

Acabó la entrevista sin que tuvieras que decir nada, excepto lo consabido y rutinario: su hijo no va tan mal señora, estamos en el primer trimestre, con un poco de esfuerzo y perseverancia –“¡esfuerzo y perseverancia!”; podrías haber añadido: “¡y disciplina!”, pero entonces te habría hecho reo de delito- mejorará, ya verá usted. De todas maneras, daba igual lo que dijeras. Aquella mujer solo esperaba gestos, no palabras, de empatía.

Siguiente hora: otro curso de Segundo de Bachillerato y la misma explicación de la política de Aristóteles. A la tercera va la vencida. Entras en clase y mientras llegas a la mesa pides que abran el libro por la página 132. Algunos se extrañan de que hayas retenido el número de página. Dices a un alumno que empiece a leer y a otro que esté atento para explicar lo que haya entendido. Pero el primero se equivoca en algo. Le rectificas. Como todavía no has abierto tu libro, algunos preguntan si lo sabes de memoria. Respondes que sí, pero que eso no tiene mérito alguno, porque es la tercera vez que tienes que explicar lo mismo en un solo día y porque el libro lo escribiste tú y un amigo tuyo. ¿Cómo no ibas a memorizarlo?

La clase discurrió con normalidad. Unos cuantos alumnos entendieron bastante bien lo que allí se leyó y explicó.

Y llegó la última hora de la mañana. Ahora tenías que explicar los principios de la evolución darwiniana en un grupo de Primero de Bachillerato. El contenido de la lección es muy fácil, pero se les hace difícil porque casi todo el mundo confunde evolución con progreso y cree, en consecuencia, que las especies animales y vegetales avanzan hacia su perfección. Como si no avanzaran la mayoría de ellas hacia su desaparición y sustitución por otras. ¡Hasta qué punto está todo ideologizado!

Pusiste la poca energía que te quedaba a esas horas y te empeñaste en deshacer el equívoco. Pero no lo conseguiste. De esto estás seguro. No se puede luchas contra los idola tribu.

Día segundo

Primera clase del día siguiente. Debes dar otra vez la explicación sobre la política de Aristóteles. Y va la cuarta. Este curso te han asignado cuatro grupos de Segundo de Bachillerato y uno de Primero. A tres horas semanales cada uno dan un total de dieciocho. Más cuatro guardias, más tres tutorías, más una reunión de dos departamento, más no sé cuántas de preparación de material didáctico, más algunas otras de horario irregular –sesiones claustrales, reuniones de equipo evaluador para resolver problemas imprevistos pero usuales para quien lleve trabajando en esto unos diez años, sesiones de preevaluación, sesiones de evaluación… Y no sabes cuántas cosas más. No cuentas las dedicadas a las excursiones “culturales” –cómo no, las excursiones son siempre culturales-, porque son todas las del día y de la noche. Pero dejemos eso.

A lo que iba: la primera clase de la mañana. Ayer tarde, en casa, te propusiste muy seriamente corregir unos cuantos exámenes, pero cayó en tu mano el Manual de zoología fantástica, de Borges, y no te fue posible cumplir tu propósito. No obstante, te vino bien, porque un alumno catalán nos ha recordado a todos que hoy es la fiesta de San Jorge en su tierra natal y tú le has tomado el hilo para contar que el dragón suele ser una serpiente larga, gruesa, resplandeciente y casi siempre negra que echa humo y fuego por las fauces. Observas algún gesto de extrañeza en varias caras, pero continuas diciendo que, según Plinio, al dragón le gusta la fría sangre del elefante, a cuyo cuerpo se enrosca para sorberla y con ese acto alcanza la muerte, pues el peso del elefante, al caer, lo aplasta. También que, según otros autores de la Antigüedad, puede conseguirse un brebaje que vuelve invencible a un hombre si se toman su cabeza y su cola, las uñas de un perro, el sudor espumoso del caballo que haya ganado la carrera y la médula y el pelo de un león.

Añades que el escudo de Agamenón lucía la efigie de un dragón azul de tres cabezas. Una chica te interrumpe: ella ha visto hace poco la película Troya, se fijó muy bien y está segura de que no era así. Le respondes que no sería Agamenón o no sería su escudo. Sonríe y sigues contando que los romanos usaban al águila como insignia de la legión y al dragón de la cohorte y que de ahí vienen los regimientos de dragones de otros ejércitos modernos. También que siempre fue un ser maligno y muy poderoso y que por ello magnificaron su figura muchos héroes por enfrentarse a él, como Hércules, Sigurd, San Miguel, San Jorge, etc.

Y, hablando de San Jorge, le dices al alumno catalán que ya vale de cuentos, que abra el libro por donde se quedó ayer y empiece a leer para todos. Obedece resignado, porque es más grato dejarse llevar por la leyenda que abrirse paso entre los laberintos del razonamiento.

Lee el primer párrafo a toda prisa. Le corrijes advirtiéndole de que leer filosofía es algo que se parece mucho a lo que hacen los gorriones cuando beben agua, que agachan la cabeza, capturan algunas gotas con su pico y en seguida la suben hacia arriba para que caiga hacia adentro.

Vuelve a leer el mismo párrafo, deteniéndose en cada idea nueva que aparece y no solo en las pausas marcadas por los signos de puntuación. Bien, esto va bien, piensas. Si lee así es que entiende lo que lee. Le pides que lo explique a todos y demuestra que no te has equivocado.

La clase siguió el mismo ritmo hasta que el turno de la lectura llegó a un alumno que todavía no habías tenido ocasión de conocer. Le pediste que leyera el siguiente párrafo:

Los fines de la vida ética no son suficientes para un hombre. Necesitan completarse en la vida política, necesaria para él porque no puede vivir en soledad. Todo hombre nace en alguna clase de comunidad.

No hay una sola palabra que no sea común. Lo dices porque en cuanto oíste cómo leía aquel muchacho comprendiste que no iba a entender nada. He de admitir que conoces tu oficio. El chico silabeaba. No captaba palabras como un todo, sino sus componentes, que iba juntando en un trabajoso proceso de vocalización. Y resultó, en efecto, que era incapaz de comprender algo.

Le pediste que te dijera lo que significaba la primera oración –“los fines de la vida ética no son suficientes para un hombre”-, y se limitó a repetir algún tópico de los que abundan tanto en la nebulosa de ideas que hoy aturde las conciencias: que tenemos que ayudarnos unos a otros, ser solidarios, etc.

Insiste en este hecho porque siempre he creído que exageras. Y, como otras veces, vuelves a repetir lo mismo: que en cada grupo ¡de Segundo de Bachillerato! hay no menos de cinco o seis alumnos como éste de que hablas. En una ocasión pregunté uno tras otro a unos diez seguidos sobre el significado de una frase similar a la de referencia y todos respondieron que no la entendían. Seguí adelante con la lista hasta que una chica que se sentaba al final de la clase interrumpió a todos y con cara de sorpresa y enfado soltó:

-Pues qué va a significar ¡joder!, que para ser hombre no basta tener virtudes éticas y que es necesario completarlas con las políticas, porque nadie nace solo.

Y se quedó callada, arrepentida de haber mostrado públicamente que el texto no tenía dificultad ninguna para ella. Pasaste por alto la palabrota que había utilizado. Incluso la diste por bienvenida. Pero a lo largo del resto del curso aquella chica no volvió a intervenir más que cuando tú la interpelabas directamente. Procuraste, sí, que las ocasiones no fueran muchas. Seguramente los demás se percataron de aquella complicidad y no les gustó. Pero ¿qué podías hacer tú?

Tienes que admitir que esto es un grave fracaso de tu profesión. En el antiguo bachillerato, el que cursaron la mayoría de los que ahora tienen cincuenta años o más, se exigía una prueba de ingreso que constaba, entre otras cosas, de un dictado en que no podían cometerse más de tres faltas de ortografía y en el actual hay alumnos que están a punto de acabarlo y no saben leer. Ciertamente es un fracaso.

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Igualdad

 Lo peculiar de nuestro tiempo es la interacción entre los gustos de la masa y una gran eficiencia lograda por las técnicas para satisfacerlos. Pero las técnicas, las únicas que gozan de prestigio ante la masa, en cuanto tales carecen de principios. A un físico o un ingeniero se le puede encomendar el diseño de una central nuclear, a un genetista el de un clon humano, y seguramente sabrán hacerlo. Pero la decisión sobre si se debe o no hacer tales cosas no pertenece a su especialidad. Las técnicas no poseen principios morales. No quiere esto decir que sean inmorales. El problema se complica porque en el presente los principios no son principios, sino valores, y por tanto son convencionales y pueden por eso subir y bajar, como los valores de la bolsa, de donde parecen haber cogido el nombre. En estas condiciones la educación moral se sustituye por el condicionamiento.

Así las cosas, no puede esperarse que la buena educación sea universal. Nada impide, empero, que uno decida cultivar su propio jardín, como Epicuro, y buscar para sí mismo al menos la excelencia. Esto creo que sigue siendo una obligación para una minoría, una vez que la mayoría no intenta siquiera saber que existe este camino. Tampoco puede esperarse que éstos –los mejores- accedan a la dirección de las masas. Ni siquiera es bueno desearlo. A ese grupo reducido de los mejor educados pertenecieron Marx y Nietzsche, el padre del comunismo y el abuelo del nazismo respectivamente. La buena educación no debe separarse de la prudencia si no se quiere correr el riesgo de repetir los terremotos que sacudieron el siglo XX. No se debe despreciar la política ni esperar imposibles de ella, como pretender introducir en su interior directrices visionarias y utópicas, lo que no sería propio del hombre prudente y bien educado.

El diagnóstico es poco esperanzador, pero es necesario mantener la esperanza. Ganar en el juego cuando se tienen buenas cartas es fácil. Si las cartas que nos han repartido son malas podemos lamentarnos y abandonar la partida o bien poner más inteligencia y más pasión para ganar.

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Leyes de enseñanza

Las leyes y los profesores son los medios indispensables para alcanzar los fines que se propone la enseñanza reglada por el Estado. Aquellas deberían establecer cómo se alcanzan dichos fines, y éstos deberían ejecutar lo que aquellas dictaran. Pero en la dialéctica habida ambas partes se sitúa la causa de lo que ha empeorado nuestro presente.

La leyes españolas de instrucción, que después fueron de enseñanza y más tarde aún de educación, lo que da idea del sesgo ideológico que iban cobrando, empiezan a gestarse hace unos doscientos años, cuando al Antiguo Régimen le suceden las naciones políticas actuales y se ponen en marcha planes de instrucción general. Puede hallarse su origen en el Informe Quintana, firmado en Cádiz el 9 de Septiembre de 1813, un informe que debe su nombre al poeta Manuel José Quintana, que participó en la comisión que lo redactó. En él se tomaban las directrices que el Marqués de Condorcet había presentado a la Asamblea Nacional Francesa en su Rapport sur l’instruction publique el año 1792. Tales directrices básicas eran:

a) que una instrucción pública general es el único instrumento capaz de garantizar la igualdad real de los individuos ante la ley,

b) que la enseñanza tiene que ser gratuita y no obligatoria, porque el saber es un bien tan grande que en cuanto se abran sus puertas todo el mundo las franqueará entusiasmado por su propio pie, y

c) que la enseñanza tiene que ser pública y la educación privada, pues las familias tienen el derecho y el deber de inculcar en sus miembros sus propios principios morales

Las ideas del Informe Quintana tuvieron un digno sucesor en el Duque de Rivas, Ángel de Saavedra, quien en 1836 presentó el Plan de Instrucción Pública. El plan solamente duró unos días, pero fue el fundamento del Plan Pidal de 1845, en el gobierno de Narváez, y de la Ley Moyano en el de O’Donnell.

Al principio de este documento se muestran las convicciones principal de estos liberales en un asunto que hoy nos concierne:

"El pensamiento es de suyo lo más libre entre las facultades del hombre; y por lo mismo han tratado algunos gobiernos de esclavizarlo de mil modos; y como ningún medio hay más seguro para conseguirlo que el de apoderarse del origen de donde emana, es decir, de la educación, de aquí sus afanes por dirigirla siempre a su arbitrio, a fin de que los hombres salgan amoldados conforme conviene a sus miras e intereses. Mas si esto puede convenir a los gobiernos opresores, no es de manera alguna lo que exige el bien de la humanidad ni los progresos de la civilización. Para alcanzar estos fines es fuerza que la educación quede emancipada; en una palabra, es fuerza proclamar la libertad de enseñanza." (Alicia Delibes en La ilustración liberal, Nº 29, “La desaparición del pensamiento liberal en la educación”)

Estos principios liberales, apoyados en una idea de libertad bien entendida, son correctos. La pregunta que hay que hacerse es por qué hubieron de abandonarlos los mismos liberales en aras de una igualdad mal entendida? ¿Por qué a finales del siglo XIX y principios del XX tuvieron que abrazar las doctrinas de la Institución Libre de Enseñanza, doctrinas que eran más propias de los detractores de la libertad y defensores de una idea mal entendida de igualdad, como el PSOE de aquellos días y el de éstos? La respuesta es clara: por su ciego anticlericalismo, que les llevó a apoyar todo lo que a su juicio pudiera debilitar a la Iglesia.

Pero se dirá: ¿acaso no es la igualdad un fin de la enseñanza? Sí, pero es necesario entender bien el concepto. Antes de decir que somos iguales es preciso decir en qué, pues de lo contrario se habla por hablar. El padre dirá que para él sus hijos son iguales y seguramente será así, pero hay que precisar que lo son en cuanto hijos, pues en todo lo demás no lo serán, y el profesor que para él son iguales todos sus alumnos, pero solo en cuanto alumnos, pues en todo lo demás no hay siquiera dos que lo sean. Dicho sea de paso: ¿a qué se dedica un ministerio de igualdad? ¿En qué pretende que seamos iguales? ¿En sexo, en renta, en oportunidadades de ocio, en vestimenta?

El origen de estas ideas confusas se halla en las doctrinas de Rousseau, que dejó sentado que todos los hombres son iguales por naturaleza (también Hobbes lo dijo, pero añadió que lo son en que cada uno puede matar a otro). Esto es falso si se toma como un hecho y verdadero si se toma como un principio moral. Es falso porque somos desiguales en fuerza física, talento, sensibilidad estética, inclinaciones, etc. Es verdadero en que en todos se nos debería reconocer la misma dignidad de seres racionales –lo cual deja fuera a los chimpancés, bonobos, orangutanes y gorilas, pese a los promotores del Proyecto Gran Simio-, una dignidad que, ésta sí, no depende de las cualidades físicas y psicológicas que nos distinguen a unos de otros y sí de nuestras acciones morales.

La finalidad de la educación no consiste en corregir esas desigualdades. ¿Cómo podría hacerse por otro lado? Se trata de desigualdades que en sí no son buenas ni malas. ¿Por qué habría que corregirlas entonces? La finalidad de la educación debería consistir en hacer lo posible para que cada cual las desarrollara de la mejor manera posible sin que su posición social y económica se lo impida. Si así fuera, la educación sería uno de los bienes más preciados que puede dar el Estado a los individuos. Si se aproximara a la perfección permitiría al que tiene sentido musical que fuera un buen músico, al que tiene inteligencia para el cálculo que fuera un buen matemático, etc.

Pero, lejos de creerlo así se parte de la idea de que todos tienen desde que nacen las mismas cualidades. Cuando unos demuestran tener más capacidad que otros se pone la causa en su posición social y económica. Es de esperar, se dice, que los ricos estén mejor preparados que los pobres porque tienen más medios. ¿Y qué sucede cuando el pobre obtiene mejor rendimiento? Que es un traidor a su clase. En vez de negar la premisa, se refuerza en contra de toda experiencia. Todo menos dejar a cada cual con sus aspiraciones y diferencias propias con tal de encauzarlo por el mismo redil de todos los demás.

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Procul a Iove, procul a fulmine

 Es casi inevitable en nuestro tiempo que los individuos que se dedican a la política vivan también de ella. Esto no quiere decir que sean más egoístas que los de otros tiempos. Es seguro que nunca ha existido un grupo humano que no haya hecho uso del poder político para beneficiar su situación económica. Que lo haya hecho de manera directa o indirecta es irrelevante.

Las camarillas de consejeros que rodeaban al rey en el Antiguo Régimen recibían a veces el nombre de partidos, pero eran algo muy distinto de lo que ahora se nombra con ese vocablo, porque eran muy reducidas y no necesitaban seguidores fuera de la corte. ¿Con qué motivo habrían de buscar Floridablanca, Aranda o Jovellanos el apoyo popular en un tiempo en que el pueblo llano no tenía ninguna posibilidad de intervenir en política? Los jefes de esas camarillas son vistos hoy por algunos como personalidades altruistas y patrióticas. Es indudable que en algunos casos así fue. Pero lo cierto es que también ellos procuraban que el agua de la economía corriera hacia su molino. Al menos procuraban la seguridad en la salvaguarda de su fortuna, ya que ésta era muchas veces suficiente como para no tener que vivir de su actividad política.

Ahora las cosas han cambiado. Los gobernantes necesitan el apoyo de la masa del pueblo. Necesitan además reclutar a individuos que ocupen puestos dirigentes cuando ellos conquisten el poder. Ahora bien, una vez que la actividad política se abre a gentes no adineradas es imprescindible que ésta sea una actividad pagada. La formas de pago pueden revestir diferentes formas.

La más evidente es la percepción de un sueldo, que seguramente irá seguido de una pensión, vitalicia o no, cuando tenga que abandonar su puesto. Es la más corriente y la que el dirigente tiene más a mano, pues dispone de innumerables cargos en las múltiples administraciones –municipios, regiones, diputaciones, empresas públicas, medios de comunicación, etc.  Otra es recibir remuneraciones en ciertos momentos a cambio de prestaciones de servicios, lo que puede fácilmente transformarse en cohecho y corrupción. Una tercera es la que consiste en que el prestador de servicio se presenta como empresario independiente que logra ciertos contratos con la administración estatal, pese a que ha fundado su corporación exclusivamente con el fin de atender las solicitudes del poderoso y las suyas propias.

Esta situación es inseparable de la democracia de masas y la acompañará mientras ésta dure. Lo que importa no es que exista, sino cómo debe hacerse para que su carga no sea excesiva para la población, no solo desde el punto de vista económico, sino también desde el político, porque puede ser ciertamente una carga muy pesada si se mide en dinero, pero será más pesada todavía si se mide el libertad ciudadana, debido a la excesiva cercanía de los seguidores del dirigente. Los romanos antiguos lo sabían muy bien: procul a Iove, procul a fulmine (lejos de Júpiter, lejos del rayo)

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El dilema del funcionario de partido

 Un funcionario de partido dirá que sus objetivos son políticos. Un funcionario independiente que los suyos son su profesión. Los del primero se sitúan, pues, más allá de su actividad diaria. Los del segundo en su propia actividad. Pero ambos tienen que vivir de lo mismo, de la administración del Estado.

No es fácil establecer una separación rígida entre ambas actividades. El que se aprovecha del puesto que ejerce por una finalidad política podrá decir seguramente con verdad que tiene la conciencia tranquila, pues ha puesto su capacidad al servicio de algo importante, el programa de su partido, y se creerá con derecho a exigir que el “ministro del altar viva del altar”.

Sin embargo, no es ésta la actitud de quien pretende hacer de su funcionariado de partido una fuente permanente de ingresos. La finalidad de un hombre así ya no es política, sino monetaria. Eso es lo que le diferencia de quien dedica de manera altruista su vida a los fines de su partido y vive ocasionalmente de ello.

Lo ideal sería este último fuera un hombre económicamente independiente, pero solo puede serlo el que recibe rentas sin tener que ocuparse de ellas. Pero esta figura es muy poco probable que exista en nuestro tiempo. Ni el empresario ni el obrero cumplen esa condición. El primero no puede dejar su negocio, so pena de ir a la ruina. El segundo no puede dejar de asistir a su trabajo, so pena de perderlo. Tampoco son independientes en este sentido aquellos que practican una profesión liberal, como la de médico o abogado, pues la consulta y el bufete exigen una dedicación ininterrumpida.

Los políticos profesionales, en conclusión, no pueden ser hoy más que hombres que, aun dedicándose a la política por vocación, tienen que vivir de ella. Más tarde o más temprano esto les situará ante la disyuntiva de elegir entre los programas o las remuneraciones y no será raro que se inclinen por estas últimas. No son ricos terratenientes, ni viven de sus rentas. Tampoco ejercen por lo corriente profesiones liberales. Luego puede suceder que olviden que viven para el altar y se dediquen a vivir de él.

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Clases de funcionarios

 Los cambios que han tenido lugar en la posesión y administración del poder han transformado la actividad política en una empresa. Los que se dedican a ella deben conocer y manejar a conveniencia los métodos que conducen a la conquista del poder, métodos tales como la presentación adecuada de imágenes en televisión, la desacreditación del adversario, la utilización de fraseología apta para ser utilizada en cualquier ocasión, etc. Esa es su especialización.

Esto condujo a su vez al fraccionamiento de los funcionarios del Estado en dos clases que deberían ser diferentes pero que en muchas ocasiones se confunden. Una clase es la de los funcionarios de profesión y otra los funcionarios de partido. Estos últimos no necesitan capacitación alguna, al menos en España, donde se está dando el caso de que dicha capacitación se mide muchas veces por los cargos que ha desempeñado, como si la valía de alguien procediera del puesto y no fuera un requisito previo para desempeñarlo. En otros países no sucede así. Por otro lado, estos funcionarios no son fijos ni vitalicios y pueden ser colocados en diferentes puestos, según el criterio del jefe de filas. Pueden ser también destituidos en cualquier momento si el trabajo que desempeñan no satisface a dicho jefe.

La oposición con los de la primera clase no puede ser mayor. Esta está compuesta de individuos cuya capacitación ha tenido que ser previamente demostrada y su actividad se rige por reglamentos establecidos con anterioridad, no por el criterio personal de individuo alguno. No pueden ser destituidos ni trasladados si no es en virtud de dichos reglamentos y siempre tienen la ocasión de reclamar si juzgan que se les ha sancionado indebidamente. Su actividad, pues, no obedece a otro criterio que al de su entrega a la función que se le ha asignado: la aplicación de la ley, la enseñanza según programas establecidos, el orden público, la sanidad, etc. De esta disparidad entre ambas clases han derivado no pocos conflictos en la administración pública, pues muchas veces se exige a los funcionarios de profesión una fidelidad partidaria a la que no están obligados.

La esencial dependencia de los funcionarios políticos se manifiesta en que tienen que abandonar sus puestos cuando cae el partido por el que han sido designados. No obstante, los jefes del partido se suelen preocupar por hacer cuanto está en su mano para lograr convertirlos en funcionarios vitalicios, pues de esa manera no solo logran que la administración les sea fiel una vez que abandonan el poder por haber perdido las elecciones.

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Funcionarios

 Muchos periodistas y políticos que critican con demasiada facilidad a los funcionarios o bien no saben lo que dicen o bien abrigan propósitos y objetivos perversos. Para no caer en estos errores y para comprender algunas voces que dicen lo que dicen pensando en la mano que les da de comer es preciso tener en cuenta el papel del funcionario público independiente.

Los partidos políticos no son otra cosa que organizaciones para conseguir el poder. Esto es evidente. Lo que no es tan evidente para algunos -y otros tratan de ocultarlo- es que, tras ese objetivo primero hay otro no menos real: la distribución de cargos. Muchas tensiones habidas en el interior de cada partido, tensiones que son con frecuencia mayores que las habidas entre partido y partido, se deben únicamente a la lucha por los cargos y prebendas que otorga el poder. En la práctica cotidiana no es el programa ideológico lo que dirige la acción política, sino la mejor o peor posición de los individuos para copar un puesto bien remunerado. Esto es suficiente casi siempre para postergar los fines ideológicos que esgrimirá la propaganda para arrastrar al electorado, fines que habitualmente son mera fraseología.

En España esto es perfectamente visible para cualquiera. Con la proliferación de puestos estatales que ha traído consigo el régimen del 78 esta tendencia ha aumentado casi hasta el delirio. No es de creer que en tiempos de Cánovas y Sagasta, cuando el sistema de elecciones era un procedimiento organizado por el Ministerio del Interior –que siempre ganaba las elecciones, según se decía entonces- para turnarse pacíficamente en el reparto de cargos, sucediera igual que ahora. El espectáculo que podremos ver si finalmente el PSOE sufre una catástrofe el 20N será aleccionador para quien no haya comprendido esta forma normal del funcionamiento de los partidos políticos por causa de alguna venda ideológica que le tape los ojos.

Para la estabilidad y eficacia de la administración de la pólis, esta tendencia de los partidos debería haber tenido su opuesto en la evolución de una clase funcionarial libre e independiente compuesta de un número suficiente de trabajadores especializados y capaces que hubieran accedido a su puesto después de un largo periodo de preparación y sin depender de ningún partido o sindicato. Una clase de funcionarios entregados a su trabajo sine ira et studio, con dedicación e imparcialidad, como señaló Max Weber, sería la única salvaguarda frente a la enorme corrupción e incompetencia que hoy se cierne sobre todos nosotros, porque, mientras el valor predominante de los miembros del partido es el triunfo de éste y el saqueo consecuente de los puestos del Estado, el de los funcionarios libres, independientes e inamovibles solo puede ser la integridad. Estos no deben nada a nadie y su estabilidad depende del buen funcionamiento de la administración. No tienen, pues, motivos para obedecer consignas partidarias, que solo pueden entorpecer su trabajo y rebajar su función.

Si el Estado se llena de aficionados y servidores del partido de turno no solo se resiente la gestión de los asuntos de los ciudadanos, sino también la economía y la misma organización social. Cuando la educación pública, la justicia, la milicia, las finanzas o la aplicación de las nuevas tecnologías al gobierno de la pólis caen en manos de aficionados y diletantes todo corre el riesgo seguro de arruinarse.

Acabo con un ejemplo: la Junta Andaluza, se dice, ha colocado a treinta mil individuos sin otra cualificación que la de moverse en los aledaños del partido que la gobierna. Esa clase de acciones es la que perjudica gravemente a los ciudadanos, no tanto por el hecho de que un número tan alto de sujetos haya conseguido a su costa un puesto de trabajo vitalicio, sino porque sus asuntos serán gestionados por gente de partido.

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Adoctrinamiento

 Los marxistas alemanes decían, según Mises, que si el socialismo y la naturaleza humana son contrarios, entonces hay que transformar la naturaleza humana. El problema es que si se transforma ésta lo que resulta ya no es un ser humano, sino otra cosa. Un sistema burocrático cuyo referente más o menos deliberado sea el de A brave new world o 1984 consigue hacer que los hombres sean cosas mediante estimulaciones y adoctrinamientos adecuados y, cuando esto no es suficiente, mediante refuerzos negativos atroces. En un mundo así no son humanos ni los adoctrinadores ni los adoctrinados.

Los elementos básicos del sistema son una oligarquía política imbuida de ideología behaviorista, una burocracia funcionarial bien dispuesta y una masa de súbditos sin otros valores que los del alma concupiscible. Si hay acuerdo entre los dos primeros sectores y el tercero se torna objeto inerme de la manipulación de éstos, la política se transforma en economía y tecnología, dejando de ser dirección de la pólis, y la educación, ayudada por la propaganda, deviene determinación y encauzamiento de las conductas.

Oligarquía política, burocracia funcionarial, educación y propaganda son, pues los elementos básicos del sistema. Si la máquina funciona bien, pocos serán los que dispongan de medios intelectuales con que criticarla. Esto último es decisivo. No se trata de que se prohíba que sea puesta en cuestión. Antes al contrario, se propalará en la propaganda que es bueno y conveniente hacerlo. Lo que habrá ocurrido será que nadie sabrá decir algo en su contra una vez que el adoctrinamiento haya absorbido el alma de todos y en ella hayan adquirido un lugar sagrado los fetiches del sistema.

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