Drogas y aborto

Drogas

Se me pregunta si debe o no legalizarse la droga y respondo que antes de responder es preciso pararse a pensar sobre la libertad y sobre la ley.

  1. Sobre la libertad

Un hombre libre decide por sí mismo lo que ha de hacer, lo hace y luego se responsabiliza de lo que ha hecho, cargando sobre sus espaldas y no sobre las de otro las consecuencias de su acción. Un hombre libre se comporta con rectitud, pues traza un camino recto entre su voluntad y su objetivo y a continuación lo sigue sin salirse de él, a no ser que se lo impida una fuerza imprevista que no puede vencer. Un hombre libre es fuerte y decidido.

Un hombre pusilánime es lo contrario. No decide lo que ha de hacer. En su lugar lo hace alguien cercano a él o, con más frecuencia, un demagogo o un hacedor de opinión. Después tiene miedo de tener que responder de lo que ha hecho. Como un barco a la deriva, está a merced de los vientos. Un individuo así es un siervo del Estado.

  1. Sobre la ley

La ley no debe obligar a nadie a ser bueno, no debe impedir a nadie ser malo y solo debe intervenir cuando alguien perturbe la paz social. No debe, por ejemplo, prohibir la mentira ni la embriaguez, excepto cuando alguien quiera vender una propiedad que no es suya engañando a otro, interrumpir el tráfico tras haberse emborrachado y otras cosas semejantes. La ley debe impedir estas conductas y castigar a quienes las cometen. Pero la prohibición no debe hacerse en atención a quienes actúan así, sino en atención a quienes pueden padecer tales prácticas y sus consecuencias.

Tampoco debería entonces prohibirse la droga. En una sociedad de hombres libres sería una afrenta, pues cada uno sabría bien si debe drogarse o no y actuaría en consecuencia, sin ser una carga para los demás. En una sociedad de siervos será tal vez necesario prohibirla por el perjuicio que los sujetos se causen a sí mismos y el que ocasionen a otros. Pero entonces la ley debería castigarlos haciendo que respondieran por el daño causado. Ellos, con su demanda de estupefacientes, son los principales causantes del tráfico de drogas y de la delincuencia que le acompaña. La perturbación de la paz social es inmensa. Deberían ser obligados a reparar el daño causado en la medida de lo posible.

Aborto

Se me pregunta también si debe liberalizarse el aborto y si en esto debe pensarse lo mismo que sobre la droga. Contesto que es un problema idéntico al de ésta en un aspecto importante. Nuestra legislación se dirige en uno y otro caso a hacer irresponsables a las personas, pues les viene a decir que no tienen por qué hacer frente a las consecuencias de su conducta, lo cual es un grave y pernicioso engaño, pero un engaño aceptado por la mayoría, lo que hace cierto aquello de que quien quiera mentir siempre encontrará alguien que se deje engañar.

«No temas, ingiere drogas, que nosotras, las leyes, te cuidaremos en nuestros hospitales cuando seas un adicto», es el consejo implícito que se da al drogadicto. «No temas, ten relaciones sexuales con quien quieras y cuantas veces quieras, que nosotras permitiremos que abortes gratuitamente si es preciso», se viene a decir sin apenas tapujos a las adolescentes.

En los dos casos se trata de la misma perversión moral: evitar que el individuo tome por sí las decisiones que le conciernen y sea responsable de ellas. Permitiendo el consumo de drogas y permitiendo el aborto se consigue que disminuya el número de personas libres y que aumente el de los siervos del Estado.

Pero aquí se acaba el parecido entre los dos casos. La gran diferencia entre ellos es que, mientras que las drogas deberían liberalizarse en una sociedad de hombres libres, el aborto no debe permitirse. La razón es sencilla. La drogadicción no tiene por qué alterar en principio la paz social, pues es posible que afecte solo a quien consume drogas, pero el aborto afecta a otro ser humano vivo que es necesario proteger.


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Deseducación española

En un seminario organizado por el MEC el año 2005 sobre la formación de los profesores de Bachillerato a propósito del sistema LOGSE, dijo lo siguiente la señora doña Pilar Benejam Argimbau, catedrática de Didáctica dela Universidad Autónoma de Barcelona:

«La reforma iniciada en la década de los años 80 y concretada en el 90 con la LOGSE (…) representó una respuesta a las nuevas exigencias democráticas y sociales de igualdad, integración, atención a la diversidad y preparación para el ejercicio de la ciudadanía. Tales iniciativas, acordes con una visión política socialista, también fueron vistas positivamente por el mundo del trabajo, dado que la economía reclamaba más formación para trabajadores y usuarios en un mundo tecnificado y en cambio acelerado. Esta ley vino arropada por una teoría educativa actualizada acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje, pero olvidó la formación inicial del profesorado que había de hacer posible todos esos cambios. Los estudios de magisterio dieron cabida a nuevas especialidades pero no renovaron sus planteamientos, mientras la formación inicial del profesorado de secundaria se abordó tarde y mal y no pasó de decreto. De manera inexplicable, gran parte de los profesores, los políticos y la sociedad en general siguió confiando en que para enseñar a nivel de secundaria lo realmente importante era una buena preparación académica.»

La misma señora Catedrática “a nivel de” Didáctica añadió por si no se le había entendido bien:

«Recientemente, la fugaz Ley de Calidad de la Educación (del Partido Popular) modificó las políticas educativas inspiradas en el estado del bienestar y dio paso a lemas como la excelencia, la calidad, la competitividad, el esfuerzo, la selección y la cuantificación.”

Pero una sociedad que tienda al bienestar necesita ser productiva económicamente y en esto tiene un papel de primera importanciala educación. Laaptitud para el aprendizaje, la mejor disposición para el cambio y para la solución de problemas, la capacidad de entender, producir y manejar tecnología de última generación, de introducir innovaciones en la producción, el mercado, los servicios, todo lo que, en suma, se llama capital humano, es el primer activo económico de un país, superior incluso a la abundancia de materias primas, a la riqueza agrícola del suelo y a la posición geográfica. La buena preparación de los ciudadanos en la educación pública es por esto un pilar económico de primera magnitud y una condición indispensable del bienestar de la sociedad o de la sociedad de bienestar. Lo corrobora el Informe de la Unión Europea de 2007, según el cual “para que aumente la productividad –en España-, debería incrementarse la cantidad y calidad del capital físico, humano y de conocimiento”.

Pero en esto está fracasando la instrucción pública española en general, como ya mostró el informe PISA (evaluación de 20.000 alumnos españoles, de 686 centros) (Programme for International Student Assessment o Programme international pour le suivi des acquis des élèves) de la OCDE, un organismo que agrupa a treinta países miembros y veintisiete asociados. Según dicho informe, el nivel de conocimientos científicos de los muchachos de quince años es inferior a la media de la OCDE. Este organismo establece en 500 puntos un nivel aceptable, pero España está en 488 (Andalucía a la cola de España, con 474, la primera comunidad española es Castilla-León, La Rioja, Aragón, Cantabria, Asturias, Galicia, País Vasco y Cataluña), la media de la OCDE está en 491. Estamos en el puesto 20 de los países de la OCDE y en el 31 en el total. En matemáticas en el 24. En comprensión lectora a los nueve años de edad solamente están por detrás de España tres países: Grecia, Turquía y México.

¿Y la universidad? La Universidad JiaoTongha publicado un baremo de calidad investigadora que sitúa a España en el decimonoveno lugar del mundo, sin una sola universidad entre las 20 más destacadas, solamente una entre las doscientas mejores y nueve entre las quinientas. Los resultados publicados por The Times son similares.

Nuestro sistema educativo ha estado dejando pasar el tiempo desviándose por el camino equivocado. Y no se trata solamente de invertir dinero en él, sino de encaminarlo hacia los fines adecuados, para lo que es imprescindible considerar que es uno de los grandes problemas de Estado, extraerlo de las luchas partidarias y no ceder ante las presiones disgregadoras de los nacionalistas de diversa laya que hoy todo lo corrompen.

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La educación en España

No hace mucho tiempo que el Sr. Rodríguez Zapatero aseguró que España no necesita más reformas educativas y que solo falta impulsar un plan de convivencia escolar que lleve la disciplina y el respeto al profesorado. Este señor, que sigue siendo el secretario general de un partido que prácticamente ha destruído la enseñanza española, se ha apartado con esas palabras de la tradición que él mismo encarna y culmina por ahora, pues el mero hecho hecho de pronunciarlas bastaban hasta hace poco para tachar de franquista, reaccionario y cavernícola a quien lo hiciera. De hecho, las leyes de educación socialistas siempre han preferido hablar de normas de convivencia y no de disciplina, para lograr una enseñanza democrática, pero lo único que han conseguido ha sido la indisciplina y la desautorización y menosprecio de los profesores.

Pero no es justo atribuir toda la causa a las leyes ni al partido que encabeza el Sr. Rodríguez Zapatero. Toda ley se alimenta de una cierta opinión extendida entre la población y todo partido llega al poder solo si esa misma población lo vota en las urnas.

Es la población la responsable, aunque no lo sean todos sus miembros por igual. Muchos profesores lo son, pues participan con entusiasmo de la nueva pedagogía comprensiva y procuran ser colegas de sus propios alumnos. Muchos maestros de la antigua EGB contribuyeron al mismo desafuero cuanto vieron y aprovecharon la oportunidad de equiparar su sueldo al de los profesores de Instituto, dedicándose con empeño a la tarea con la ayuda inestimable de los sindicatos. Éstos últimos, por su lado, supieron organizar las grandes protestas que en los albores de la democracia, cuando gobernaba la UCD, desembocaran en la obtención del título de funcionario para muchos miles de interinos de enseñanza media y universidad prácticamente sin filtro alguno. Como botón de muestra valga que entonces se comentara que un tribunal de acceso a la universidad había dado como publicación aceptable una carta publicada en la sección de “Cartas al director” de un periódico de Albacete, y también el que una profesora de griego de Bachillerato había sacado su oposición sin conocer siquiera el alfabeto de esa lengua. No digo que todo el mundo que accedió al puesto fuera así. Lo que digo es que cuando los agujeros de la criba son demasiado grandes cae mucha paja junto con el grano y que todos aquellos que accedieron de este modo no era por un año o dos, sino por unos treinta o cuarenta.

Aquellos sindicatos que tan eficazmente contribuyeron a este estado de cosas son hoy burocracias a sueldo del Estado que difícilmente protestarán por la presente situación. Muchos de sus miembros, liberados de la tiza y la pizarra para sus tareas representativas no han visto un alumno en más de veinte años. Los maestros de enseñanza primaria que buscaron equipararse a los profesores de Instituto no solo lo consiguieron, sino que les entregaron además los dos últimos cursos de la EGB, los más conflictivos. Otros que también quisieron superar su status social y consiguieron la equiparación fueron los dela antigua FP, la formación profesional. Y no podía faltar un ejército de nuevos psicopedagogos, que lograron encontrar un puesto de trabajo permanente en las instituciones de enseñanza.

Profesores, maestros, sindicatos, gobernantes, etc., más otros sectores que ahora no es el momento de enumerar, son el trasfondo de la legislación que ahora aflige a la enseñanza de los jóvenes. Las leyes no han hecho otra cosa que plasmar, negro sobre blanco, el espíritu que ha guiado estos acontecimientos en el Boletín Oficial del Estado. España tiene la educación que quiere tener.

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Pueblo santo democrático

El problema de la educación de los electores en un sistema democrático es un problema grave. Una vez que la educación religiosa del pueblo ha entrado en decadencia, una vez que también ha decaído peligrosamente la moralidad de amplios sectores de la población y el nihilismo ha ocupado la conciencia de tanta gente, ahora que los mejores han abandonado la res publica, hay que preguntarse si es posible llenar el vacío de principios morales dejado sobre la educación, que, recuérdese, para los gobernados era religiosa y para los gobernantes liberal, es decir, extraída de las materias liberales.

En este punto se ha dado un viraje de 180 grados. Después del entreacto ilustrado, durante el cual se creyó que la educación de los mejores podía trasladarse a los peores por medio de instituciones educativas encargadas de transmitirla de arriba abajo -etapa del despotismo ilustrado-, se pasó a pensar que los no educados tenían sobre los educados la ventaja de la naturaleza, que se muestra a ellos sin las sofisticaciones y engaños de los libros. De pensar que el pueblo debe ser virtuoso para sostener la democracia se pasó a pensar que ya lo es y que la democracia es el único medio político en que puede moverse, como el pez en el agua. El pueblo es desde entonces sumamente bueno, recto e inteligente, incapaz de equivocarse, etc. El ens summus realis.

Pero ésta es una idea que no puede defenderse. Se trata de un mal sucedáneo de Dios, que en la teología política del Antiguo Régimen se decía que daba directamente el poder al rey. Ahora se piensa que es el pueblo el que lo da. De ahí le viene el enorme prestigio que se le atribuye. Se trata de una convicción errónea heredada de Rousseau.

Podrá parecer una idea angelical, pero es realmente siniestra, pues está en el origen del terror jacobino, los tribunales populares y otras barbaridades a que ha asistido Europa en los últimos doscientos años.

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Democracia de mercado

El estado de ánimo de la sociedad actual inclina a la mediocridad general. La masa de los electores vive hoy días de gloria gracias a una alianza entre sus deseos y la tecnología aplicada a la producción de bienes y servicios, una alianza que ha introducido en cada hogar el equivalente a cuatro o cinco esclavos en forma de máquinas. Los hombres libres de la Grecia Clásica son hoy mucho más numerosos. Tienen que seguir trabajando y en ello cifran su vida, pero son poseedores de mano de obra mecánica, lo que les ha liberado de muchas tareas enojosas.

La libertad para estos individuos consiste en seguir el impulso del momento, cosa que pueden hacer por lo general: el consumo absorbe las conciencias. Por eso priman los valores biológicos. Por eso estorban los niños y los ancianos y por eso, en fin, se promueven el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, la droga… Todo es seguir lo que se desea, lo cual exige un mercado repleto de bienes y unos bolsillos bien surtidos. La crisis actual es más dolorosa justamente porque retira muchos bienes del mercado y vacía muchos bolsillos.

El principio fundante de las democracias del momento no es la libertad entendida como la ejecución de una voluntad fuerte, de una voluntad capaz de sobreponerse a los impulsos del momento y seguir un plan fijado con el único fin de ser superior a uno mismo. Es la libertad entendida como posibilidad de seguir el deseo que aparece de pronto.

Hoy no existe democracia sin economía de mercado, aunque sí puede haber economía de mercado sin democracia, como en China. En realidad se ha trasladado a la segunda la estructura de la primera. La democracia se construye sobre el mercado, la política sobre la economía. Es notable la satisfacción expresada por la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en 1955, tras la demostración del alcance arrollador de la televisión como medio de comunicación de masas: “los dos partidos políticos hicieron la publicidad de sus candidatos y de sus programas según los métodos que ha elaborado el comercio para vender su mercancía; comportan una elección científica de los sentimientos a los que se hace llamamiento, una sabia repetición”.

Esto no es fruto del azar. El principio de la democracia no es la virtud, pese a Montesquieu. La democracia es el gobierno de los no educados, de los inferiores. Los superiores ni siquiera se ofrecen para ser elegidos. Y si alguna vez lo hacen tienen muy pocas probabilidades, pues provocan sospechas en los inferiores. El caso de Arístides el Justo es suficientemente ilustrativo: en la asamblea en que se decidía su condena al ostracismo se le acercó un ateniense analfabeto que, sin saber a quién hablaba, le pidió que escribiera en su tablilla el nombre de Arístides. Éste le preguntó si lo conocía y qué mal le había hecho para merecer ese voto de condena, a lo que el otro respondió que no lo conocía ni le había hecho ningún mal, pero que le daba igual, pues no soportaba que todo el mundo dijera que era el más justo. Arístides puso su propio nombre en la tablilla, se la entregó a aquel hombre y se marchó sin decir nada.

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Francisco Pizarro

Es fama que los exploradores y conquistadores de América eran aves de rapiña, pero es una fama urdida en nuestro tiempo gris y no debe ser seguida. De todos ellos tal vez el extremeño Francisco Pizarro, precedido sin duda por el vasco Lope de Aguirre, sea quien haya llegado a mayores cotas de crueldad, traición y avaricia, según esa negra fama. Con todo, las noticias sobre sus gestas son en ocasiones oscuras y las interpretaciones sobre las mismas difieren mucho entre sí.

Pizarro en la Plaza Mayor de TrujilloAlgo queda de cierto, pese a todo: que contribuyó como pocos a la extensión de la civilización. Si una civilización es una sociedad estatal y si ésta es una agrupación de hombres regidos por el derecho y no por las normas parentales de las tribus, entonces la empresa de Pizarro fue una empresa civilizadora como pocas.

Trujillo, el pueblo que le vio nacer, le ha erigido una estatua que se aleja cuanto es posible de la sobriedad. Muchas localidades extremeñas –más de ciento treinta- tienen iguales motivos para lo mismo, pues son hijos suyos y deben reconocerlos como hombres que han sobresalido del común. Deben sentir orgullo por ello.

Quede claro lo dicho: son los grupos los que deben sentir orgullo si alguno de sus miembros destaca sobre la media, pero no al revés. No son Pizarro o Hernán Cortés los que debieron sentir el orgullo de su pueblo, sino su pueblo el orgullo de ellos. El mérito, cuando existe, no pertenece al grupo, sino al individuo. Otra cosa es moral de rebaño y equivale a pretender ser merecedor de algo por el mero hecho de haber nacido en algún lugar, lo cual es deleznable.

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Irresponsabilidad política

Defender la igualdad de los hombres es poner a los esclavos a la altura de sus señores, a los desiguales al nivel de los iguales. La persecución de este objetivo adquirió un gran impulso histórico, primero en la religión cristiana, luego en la actividad política, que en esto fue su heredera. En la actividad política tiene especial relieve desde hace unos doscientos años en dos asuntos estrechamente ligados entre sí: la instrucción pública y la elección de gobernantes.

Respecto a lo segundo, se ha establecido hoy que si la igualdad ha de ser real cada hombre tiene que valer un voto y el voto no debe restringirse por razones de pobreza, raza, sexo, religión, etc. El conjunto de los votantes se erige entonces en pueblo soberano, pero sin responsabilidad alguna. La responsabilidad de los electores, en efecto, no puede concretarse en las leyes. ¿Podrían acaso ponerse multas o penas de cárcel a todos los individuos de una nación? Sin embargo, es algo esencial: si el pueblo está compuesto por la clase de los inferiores en carácter, conocimiento, gusto e inclinaciones, o simplemente, si es corrupto, no elegirá a los mejores, a los que tienen más sabiduría y prudencia para gestionar la cosa pública y él será entonces el principal culpable de los males que puedan acaecerle, pero no tendrá que sufrir castigo por haberlo hecho. Sufrirá, sí, las consecuencias de su mala elección, pero nada impedirá que vuelva a repetirla.

Si el censo electoral no responde de lo que hace y tampoco los representantes elegidos entonces nadie obra con responsabilidad y peligra la estabilidad del conjunto. Este es un problema derivado de la introducción de la igualdad en política.

Algunos clásicos de la democracia, como Locke, confiaron en la educación religiosa del pueblo. Tal educación debería convencer a los electores de que son responsables ante Dios de las graves decisiones que tienen que tomar al elegir a los gobernantes. Parece evidente que en este asunto no cabe confiar en una educación filosófica racional basada en principios morales dirigida a la masa de los electores. La racionalidad filosófico-moral no tiene fuerza suficiente, por mucho que se presente como asignatura de ética, de educación para la ciudadanía, etc., para enderezar la conducta de la gente. Nada es en este terreno comparable a una buena religión política.

La educación filosófica racional sustentada en el derecho y entretejida de principios morales debería reservarse a los más selectos para que, una vez comprendidos rectamente los principios del gobierno, estuvieran capacitados para poner todo en orden.

Esto, que ahora parece un ideal utópico, creyeron los fundadores europeos del sistema democrático.

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La idea de Dios-amor

De nuevo debe recordarse a Aristóteles y su noción del alma. El hombre, dice el filósofo, es un animal como otros. Por eso tiene alma sensible. Es también un vegetal. Por eso se alimenta, crece, etc. Como planta y como animal tiene el fin de producir seres iguales para que la especie permanezca. Pero hay una diferencia entre ambos: el animal tiene sensibilidad, y, habiendo por fuerza dolor y placer donde hay sensibilidad, forzoso es que haya también deseo, pues se quiere tener uno y evitar otro (De Anima 1, 2, 8–9.) Esto es la voluntad.

Luego en el hombre no hay solo sensibilidad para sentir y razón para discurrir. Hay también hay voluntad para querer, para creer y para ser libre. Lo cual, dicho sea de paso, tiene relación directa con la moralidad, pues un hombre es moralmente bueno cuando ajusta su voluntad a la ley moral. No es lo que hacemos lo que nos hace buenos, sino lo que queremos cuando hacemos algo.

El mundo griego clásico valoró tanto el pensar que tendió a olvidarse del querer. Tuvo que ser el mundo cristiano el que lo restableciera. En su seno se equilibró la voluntad con la razón y ambas se proyectaron sobre la idea de  Dios. Se palpa con claridad luminosa en San Agustín, que no pierde frescor mil quinientos años después. En él hay una profunda relación entre el querer y el razonar.

Benedicto XVI es el último eslabón por ahora de esa cadena. Por serlo no se cansa de repetir que Dios es también querer, voluntad, amor, además de razón.

La idea de Dios mostrada una y otra vez por él se compone de esos dos elementos principales. Tal idea representa la confluencia de Atenas y Jerusalén, de la racionalidad de Grecia y de una religión de Oriente. Y todo ello en Roma, en el centro de la civilización antigua. El Papa de Roma representa, pues, la confluencia de tres tradiciones. Su persona es el símbolo de Atenas, Jerusalén y Roma. Simboliza lo que somos. Estos días, rodeado en Madrid de jóvenes que enarbolan banderas de todo el planeta, se ha convertido en el centro del pasado y del presente. Madrid es estos días la ciudad universal.

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Sócrates y el caballo

Que una finalidad de la educación sea la libertad es decir algo muy general. Un griego antiguo podía pensar lo mismo, pero al ponerlo en práctica se alejaba mucho de nuestras ideas. El modelo de hombre libre que quiso alcanzar la educación en la Antigua Grecia, la paideia, tiene en verdad poco que ver con el nuestro.

Según aquel modelo es libre el que no se tiene que dedicar a un trabajo productivo y no sirve a nadie. Un hombre libre es lo contrario de un esclavo, que vive para otro y no se pertenece. Ser libre es ser rico, pero la administración de la riqueza propia no debe ocupar demasiado tiempo. Además, hay que vivir en la ciudad, no en el campo, pues es preciso cultivar la filosofía, la política y otras actividades propias de su rango. Estas cosas no se aprenden entre higueras y nogales. El hombre libre tiene, por último que gobernar a los inferiores o, como mucho, puede ser temporalmente gobernado por sus iguales, porque de otro modo su vida estaría a merced de otros menos dignos que él.

Un hombre así tiene bien formados el carácter y el gusto. Ha estudiado a los poetas y teólogos, conoce la cosmología, las matemáticas y la astronomía, sabe administrar con prudencia su casa, sabe combatir a pie o a caballo, dirigir una batalla, regir la pólis, etc. Sabe también hacer discursos bellos y convincentes y administrar con nobleza los asuntos públicos. Es, en suma, un hombre bien educado. Esto exige tener todo el tiempo libre. ¿Cómo podrían un pobre o un rústico llegar a ser así?

Sócrates, perteneciente a la clase los mejores, encontró algún inconveniente en estas ideas. En cierta ocasión vio que mucha gente se agrupaba para admirar un buen caballo y preguntó si el caballo era rico, a lo que alguien, extrañado de la pregunta, le respondió que cómo podía tener propiedades un animal. Él no respondió. Pensó que tal vez se puede ser bueno, libre y pobre.

¿Quién no es socrático ahora? Nadie. Esto es debido a que entre los griegos antiguos y nosotros ha mediado la cristiandad. Ésta ha dado por bueno lo que Sócrates pensó a propósito de un caballo, lo que equivalía a dudar de que fuera justo que en sociedad haya quienes gobiernen por derecho propio. Se puede responder que no es injusto que así suceda, pero entonces habría que probar que los mejores son los únicos capacitados para no dañar a nadie siguiendo su propio interés. Y también habría que responder de manera convincente a otra pregunta: si la justicia exige tratar a los iguales como iguales y a los desiguales como desiguales, pero estos últimos no son inferiores a los otros por naturaleza, sino por educación, ¿no se les debe dar también a ellos la misma educación para abolir la injusticia? Parece que de esa manera se eliminarían las desigualdades y todos estarían capacitados igualmente para el gobierno.

El problema de si la libertad debe ser el fin de la educación es, como se ve, inseparable del problema de si debe serlo también la igualdad.

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Dios y Alá

La idea de Dios como razón empieza a perfilarse en Jenófanes, uno de los primeros en demoler el panteón griego, continuó en Platón, que pensó acertadamente que la existencia del dios único no podía revelarse a las gentes so pena de destruir los cimientos de la pólis, y culminó en Aristóteles.

Según esta idea, Dios no está por encima de la razón, pues él mismo es razón. En esto hay una neta diferencia con el islam, pese a los esfuerzos de algunos filósofos, como Averrores (1126-1198), que fue condenado a prisión en Lucena y Marrakesh por causa de su sistema filosófico y teológico después de quemar sus libros en Córdoba. En el islam triunfó la idea que pone a Dios por encima del hombre, de su razón, su voluntad y su acción, por encima de todo.

Avenhazam de Córdoba había dejado sentada la doctrina un siglo antes de Averroes. Si Dios obra, dijo, es porque quiere, si no obra es porque no quiere. No hay razón que lo limite. Si algo es bueno es porque quiere, pero lo malo podría ser bueno si así lo quisiera. Es cierto que los hombres son libres, pero esto no significa nada ante la voluntad irresistible de Dios, que destina a los buenos a la felicidad y a los malos a la condenación por el mismo motivo por el que podría haber hecho lo contrario, es decir, por su libre voluntad, que no conoce sujeción. Es cierto que los buenos serán premiados, pero esto sucederá porque Dios ha decidido ordenar todo para que así suceda.

Como puede observarse, es una solución que anticipa la que daría Calvino quinientos años más tarde.

El cristianismo, por el contrario, ha mantenido desde el principio la convicción de que obrar en contra de la razón es obrar en contra de Dios. De lo cual se sigue que si la violencia va contra la razón entonces la violencia va en contra de la religión. Especialmente va en contra suya cuando se utiliza como medio para doblegar a las personas imponiéndoles la fe. Esta tiene que ser decisión del creyente, ayudado por la gracia de Dios. De otra manera no es meritoria.

El principio de la racionalidad encuentra su primera expresión en el comienzo del evangelio de San Juan, que significa una evidente continuación del pensamiento griego. La fe bíblica entronca de este modo con la tradición griega, poniéndose a sí misma en el lado opuesto incluso de los soberanos helenísticos que, como Alejandro Magno, quisieron imponer por la fuerza la civilización griega.

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