La idea de Dios como razón empieza a perfilarse en Jenófanes, uno de los primeros en demoler el panteón griego, continuó en Platón, que pensó acertadamente que la existencia del dios único no podía revelarse a las gentes so pena de destruir los cimientos de la pólis, y culminó en Aristóteles.
Según esta idea, Dios no está por encima de la razón, pues él mismo es razón. En esto hay una neta diferencia con el islam, pese a los esfuerzos de algunos filósofos, como Averrores (1126-1198), que fue condenado a prisión en Lucena y Marrakesh por causa de su sistema filosófico y teológico después de quemar sus libros en Córdoba. En el islam triunfó la idea que pone a Dios por encima del hombre, de su razón, su voluntad y su acción, por encima de todo.
Avenhazam de Córdoba había dejado sentada la doctrina un siglo antes de Averroes. Si Dios obra, dijo, es porque quiere, si no obra es porque no quiere. No hay razón que lo limite. Si algo es bueno es porque quiere, pero lo malo podría ser bueno si así lo quisiera. Es cierto que los hombres son libres, pero esto no significa nada ante la voluntad irresistible de Dios, que destina a los buenos a la felicidad y a los malos a la condenación por el mismo motivo por el que podría haber hecho lo contrario, es decir, por su libre voluntad, que no conoce sujeción. Es cierto que los buenos serán premiados, pero esto sucederá porque Dios ha decidido ordenar todo para que así suceda.
Como puede observarse, es una solución que anticipa la que daría Calvino quinientos años más tarde.
El cristianismo, por el contrario, ha mantenido desde el principio la convicción de que obrar en contra de la razón es obrar en contra de Dios. De lo cual se sigue que si la violencia va contra la razón entonces la violencia va en contra de la religión. Especialmente va en contra suya cuando se utiliza como medio para doblegar a las personas imponiéndoles la fe. Esta tiene que ser decisión del creyente, ayudado por la gracia de Dios. De otra manera no es meritoria.
El principio de la racionalidad encuentra su primera expresión en el comienzo del evangelio de San Juan, que significa una evidente continuación del pensamiento griego. La fe bíblica entronca de este modo con la tradición griega, poniéndose a sí misma en el lado opuesto incluso de los soberanos helenísticos que, como Alejandro Magno, quisieron imponer por la fuerza la civilización griega.