Tomás de Aquino y los tontos

Sé que has decidido leer a Tomás de Aquino y que para empezar has comprado la Summa contra gentiles. Como sabes que tengo afición al buey mudo y que he dedicado largas y gratas horas al estudio de algunas obras suyas, quiero hoy enviarte unas breves consideraciones sobre algo que es de tu interés. Yo las he hallado al pasar. No las echarás en saco roto, habida cuenta de que, socrático como eres, te has mostrado muchas veces convencido de que no hay tonto bueno, aforismo que tú aplicas a toda esa multitud que lucha denodadamente por el poder, entre los que, según tú, abundan ambos géneros de tontos y de malos.

El sistema del Aquinate, como sabes, es lo más parecido a una catedral gótica. Todos los elementos de sustentación -arcos, arquitrabes, arbotantes, etc.- están a la vista. Construye su obra con piezas procedentes de griegos, romanos, judíos, cristianos y musulmanes. A todos respeta, con ningún transige y a todos integra en su magna síntesis, que, como la catedral de Burgos, deja que la luz inunde el recinto interior y nada permanezca en la oscuridad.

Pero vayamos a eso de la tontería, en cuyo análisis, distraído y como de paso, brilla también el genio del santo doctor. Un asunto en que hace también honor a aquello que dijo Unamuno de los escolásticos: que son capaces de cortar en tres un pelo y de hacer una trenza con los trozos resultantes. Es la finura y la sutileza intelectuales que tan raras se hacen a veces.

Aquino divide el género tonto en muchas especies, de las que yo te pongo aquí sólo veintidós: asyneti, cataplex, credulus, fatuus, grossus, hebes, idiota, imbecillis, inanis, incrassatus, inexpertus, insensatus, insipiens, nescius, rusticus, stolidus, stultus, stupidus, tardus, turpis, vacuus, vecors (asno, romo, crédulo, fatuo, bruto, aburrido, idiota, imbécil, vano, espeso, inexperto, insensato, necio, rústico, estólido, estulto, estúpido, tardo, torpe, vacuo, demente)

Como incurriría en prolijidad si trajera a este artículo las explicaciones de estas solas especies, mencionaré sólo una cuantas, elegidas al azar, en la esperanza de que será suficiente para que te hagas una idea del esprit de finesse de nuestro filósofo y teólogo.

La primera es la del asyneti, la del asno. Se aplica al individuo que, estando dotado de razón, en lo que consiste su honor, abdica de razón y honor y se niega a ser regido por esa luz. Es el tipo rudo que, como un jumento, rebuzna y da coces cuando siente algo y dimite de su raciocinio. Asno es lo mismo que insensato. El buen Rocinante decía que se es asno de la cuna a la sepultura. No tiene remedio, según parece. Uno no debe hacerse como él ni como sus parientes, el caballo y el mulo, de los que ha huido el entendimiento.

Hombre insensato es el que carece de sentido, que en latín es sensus, vocablo asociado a la sensibilidad, por lo que el asno debe ser calificado de tal, pues le falta esa propiedad que es exclusiva de animales racionales. Es decir, insensato es el que no tiene sentido en su edad adulta, que el apelativo no debe aplicarse a los niños. Con una diferencia, agrego yo: que el asno es asno y ya no puede convertirse en lo que es, en tanto que el hombre, siendo hombre, puede volverse asno para su desdicha y la de los demás. No menos insensata, por carencia de sensibilidad, es la oveja, aunque no por su culpa, pero el hombre puede también comportarse como tal y debe ser llamado stolidus. Volveré a ello más abajo.

Otra especie de tonto es el cataplex, que vale por romo y no señala la tontería con menor claridad, porque una nota esencial suya es la parálisis. Es lo que pasa al estúpido, stupidus, que sufre estupor -tan distinto de la admiración que mueve a la filosofía, según Aristóteles- y pasmo tan grandes ante alguna fruslería que se torna incapaz tanto de juzgar el presente como de indagar el futuro. San Isidoro ya hizo proceder el vocablo de stupor, como recuerda Tomás. No es correcto, pero está bien traído, así que vale el yerro. La parálisis es enfermedad de tontería que afecta también al torpe.

¿Qué decir de la descripción del fatuo, fatuus, que, a diferencia del estulto, un tipo que posee juicio, pero embotado, carece absolutamente de él? El fatuo y el buen juicio son como el agua y el fuego, porque donde está uno no puede estar el otro. Como el gusto distingue los sabores y se goza en ellos, así el sabio distingue los saberes y los saborea, pero el obtuso no puede hacer tal cosa. No tiene juicio, sutileza ni perspicacia.

Como ves, el santo doctor y místico, que se elevó a las cumbres más altas de la espiritualidad, no desdeña comparar lo elevado con lo sensible. Un criterio suyo esencial tiene que ver con el gusto y en él cifra una idea importante sobre la tontería. Quien tiene un gusto bien afinado distingue bien lo amargo de lo dulce. Quien es débil cree que lo más ligero es pesado. Del mismo modo, pero a la inversa, el que es tonto, no discierne bien lo real y lo irreal. Ahí reside una causa principal de su dolencia, pero quien tiene un juicio recto está rectamente dispuesto hacia las cosas. Esto sólo sucede al hombre espiritual, porque sólo él juzga bien sobre ellas.

Lo cual requiere separar la estulticia especulativa de la estulticia práctica. El pecado sucede entre tinieblas porque el entendimiento está embotado. Eso no impide reconocer que hay muchos malos que poseen una gran inteligencia. Pero es inteligencia teórica. La dirigida a la acción es la que se ha vuelto torpe e ignorante de manera voluntaria. Sumamente peligroso será quien tenga una gran dosis de la primera y otra escasa o nula de la segunda, como advirtió Platón cuando dijo que los malos más malos son sumamente inteligentes.

Una nota distintiva del insipiente, ¡ay!, es que juzga que todos son de su condición, como se dice entre nosotros del ladrón. Desprecia por eso el conocimiento de lo divino y a quienes aspiran a él.

El hebes, por su lado, tiene la tontería del obtuso, opuesta a la inteligencia aguda capaz de penetrar en lo interior de la realidad. Un hombre dotado de agudeza visual percibe su objeto a gran distancia. La inteligencia se dice aguda también cuando llega a lo más profundo de lo real. Añádase que lo obtuso aún puede corromperse, declinar y llegar a ser pecado. Cuando la razón está embotada y es débil no puede ver el brillo de la luz divina. Entonces no reconoce lo recto y lo bueno y pierde la sindéresis. Se le llama también imbecilidad, que puede ser intelectual y también moral. En un momento en que san Agustín habla del mal reafirma esta definición cuando dice que el alma se hace más imbécil por el pecado y que entonces disminuye el bien de la propia naturaleza.

Oves, la oveja, es también metáfora animal de tonto excelso, llamado estólido. Tomás sigue a Aristóteles, para quien esta especie puede denominarse locura, como se dice de los celtas, que son estólidos. Ignoro por qué aludieron Aristóteles y santo Tomás a los celtas de este modo tan políticamente incorrecto, pero no soy yo quién para corregir a uno ni a otro.

Otro aspecto no menos importante es que, lo mismo que hay grados en la inteligencia, los hay en la tontería. El que mira con un intelecto elevado ve mucho más que el que, no disponiendo de él por falta de práctica, apenas ve algo y no puede captar las sutiles razones de la filosofía. Hay, pues, una escala entre la suma inteligencia y la suma carencia de la misma.

Y en esa escala hay que colocar al idiota. Aunque Tomás dice en un primer momento que es idiota el que sólo conoce su lengua materna, extiende su significado al que no se esfuerza. El idiota es un tonto que no se entrena para salir de su estado. Lo cual hace pensar que quizá todos seamos idiotas en un sentido u otro.

Por este último motivo, y ya termino, dejando que tú descubras otros tesoros secretos del Aquinate, pero no antes de avisarte de que no me parece prudente repetir aquello de que el número de los necios es infinito. Según se cree, pertenece al texto bíblico, pero yo no lo he hallado ahí. Por dos razones debe uno abstenerse, a mi juicio, de decir algo así. La primera es que esa versión, que se dice proceder del Eclesiastés, fue corriente mientras rigió la Vulgata de san Jerónimo (la frase procedería de Cicerón), pero que las traducciones más modernas dejan como “Lo torcido no se puede enderezar y lo que falta no se puede contar”. Lo cual es un adagio espléndido por sobrecogedor. La segunda es que si es verdad que es infinito el número de tontos, entonces uno también está dentro. Aunque en esto último podría residir la verdad profunda. Siendo entonces tontos todos, los que cayeran en la cuenta de lo fácil que resulta hacer tonterías aprenderían a cuidarse. Esos serían los sensatos. La diferencia entre ellos y los demás estaría en que ellos lo saben.

Sigue bien. Y cuídate.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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