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Archivo de la categoría: Filosofías de (genitivas)
Polibio de Megalópolis
Nació entre el 210 y el 200 a. C. Murió el 127. Entre el 190 y el 180 tomó parte en la defensa de Pérgamo, en la batalla de Magnesia y en la guerra contra los gálatas. Debió estar presente en la marcha de los jóvenes aqueos, bajo la guía de Licortas, pretor de la Liga, contra los mesenios, obligándoles a reconocer la supremacía de los aqueos.
Polibio era oriundo de Megalópolis, una ciudad de la Arcadia. Parece irónico que la mítica región de los poetas haya visto nacer en Polibio, un historiador y filósofo de la historia, a su hombre más sobresaliente. Era hijo de Licortas, que siempre mantuvo una política de neutralidad hacia Roma. Su escuela política fue de primera mano. Pero no solo sabía de política. Según consta por los escritos antiguos que hacen referencia a su persona, había estudiado música, el arte de la guerra, la medicina, la cirugía, la astronomía, la geometría, la geografía, además de conocer bien a Homero, Píndaro, Eurípides, Hesiodo, Herodoto, Tucídides, Jenofonte, etc.
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Las hijas paren a las madres
El mañana es oscuro como la noche. No es posible decir nada sobre él con conocimiento cierto. Tampoco se puede decir gran cosa del pasado; solo un poco de aquellos hechos que hayan dejado estela sobre la superficie de la mar. Los que no la han dejado no están ante la mirada del navegante y no forman parte del pasado para él. Ello no significa que su mirada no sea objetiva. Todo lo contrario, pues tiene ante ella lo que en el transcurso del tiempo es resultado. Lo demás no cuenta ni puede contar. Si trata de saber algo de ello es por el afán del polimatés, no del filósofo. No se pueden recorrer los documentos antiguos con afán turístico, para decir «yo he estado allí». ¿Qué interés tiene hacer algo así?
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Promesa de futuro
“Vivir no importa. Lo que importa es navegar”, decía un refrán de la Grecia antigua. En un escrito de Platón consta que hay tres clases de hombres: los vivos, los muertos y los que van sobre la mar. La pasión de navegar arrastraba a los individuos de aquel pequeño pueblo antiguo. De ella están tomadas muchas metáforas que hoy hallamos en sus libros. No parecerá demasiado pretencioso que hoy haga yo uso de una comparación semejante para mostrar lo que es la historia, una dedicación que ellos apenas cultivaron, y cuando lo hicieron no fue por el afán de conocer el futuro.
Hay que imaginar un barco que navega de noche, no lleva luz alguna en su proa y sí en su popa, de manera que el marinero que está de guardia en esta parte no ve nada cuando mira hacia adelante y solo un poco y con esfuerzo cuando mira hacia atrás. La linterna de popa arroja un haz de luz débil e imprecisa, pero a veces suficiente para que el marinero se haga una idea del rumbo que lleva el barco. Sin embargo, casi nunca le sirve de mucho, porque la mar se altera con excesiva frecuencia, la nave cabecea a menudo y cambia muchas veces su dirección de manera imprevista, de manera que la estela que va dejando apenas sirve para saber por dónde ha pasado el barco y, desde luego, no para adivinar por donde irá. Para mayor confusión, hay ocasiones en que no llega a dibujarse estela alguna, de manera que entonces ni siquiera le es dado saber lo que ha sucedido antes del momento justo en que se halla y no puede hacer más que conjeturas y trazar posibles derrotas en su imaginación o bien echar mano de mitos y leyendas que él sabe que un hombre sensato no debe nunca tomar en serio.
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Milenaristas españoles
No faltaron en nuestro suelo las fantasías mesiánicas y milenaristas que han culminado en el siglo XX con los teologías políticas de comunistas, nacionalsocialistas, anarquistas, etc. En el año 1352 un tal Nicolás de Calabria predicó en Barcelona las siguientes tesis delirantes: que un tal Gonzalo de Cuenca era el hijo de Dios, que era inmortal, que el Espíritu Santo se habría de encarnar en un futuro no muy lejano y entonces todo el mundo sería convertido a la fe verdadera por el tal Gonzalo, el cual rogaría a su Padre el Día del Juicio para que salvara a todos, pecadores y condenados, y que así se haría, que en el alma humana se dan tres naturalezas, a saber, el alma, creada por el Padre, el cuerpo, por el Hijo, y el espíritu, por el Espíritu Santo.
De estas tesis insanas abjuró en Santa María del Mar de Barcelona, pero sin convicción, pues en 1357 fue denunciado de nuevo, de lo que resultó que el Eymerich y Arnaldo de Busquets, inquisidor y vicario capitular, entregaron a aquel sujeto al brazo secular. El Virginale, un libro escrito el de Calabria y su maestro, el supuesto Hijo de Dios, Gonzalo de Cuenca, y que había sido escrito bajo la inspiración del demonio, según Eymerich, fue entregado a las llamas.
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Herejía de los begardos
Cuando Jorge Manrique dice que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” se equivoca. Con él se equivocan también los cristianos que creen, por ejemplo, que los siglos que median entre la caída de Roma y el Renacimiento fueron siglos de acendrada fe religiosa y estabilidad de la Iglesia, tiempos en que las gentes seguían las normas de la moral y la religión y, temerosas de los castigos de la Inquisición, tenían una conducta más recta que la de hoy.
El siglo XIV, por ejemplo, que siguió a la instauración del Santo Oficio para atajar las herejías de albigenses, insabattatos, etc., fue un siglo de barbarie, un salto hacia los tiempos más duros de la Historia. El siglo X, el siglo de hierro, no fue tan malo. El papa estaba cautivo en Aviñón, las herejías crecían sin cesar, la lujuria estaba a la orden del día, los cismas en la Iglesia aparecían por todas partes, hubo un fervor apocalíptico como nuna antes había tenido lugar, apareciero falsos profetas predicando el fin del mundo, hubo guerras feroces que ensangretaron media Europa, los reyes empobrecían a sus súbditos, los campesinos se levantaban contra los nobles y por todas partes se producían devastaciones de regiones enteras. Se recurría a la violencia con la mayor facilidad, decaían las órdenes religiosas, los grandes teólogos y filósofos se sumían en la oscuridad. Al siglo anterior, el de los reyes Fernando III, Jaime I, San Luis, el de los filósofos y teólogos Tomás de Aquino, Buenaventura, etc., sucedió el de Felipe el Hermoso, Pedro el Cruel, Carlos el Malo, Juan Wiclef. En lugar de la Divina Comedia hubo el Roman de la Rose.
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Fernando III el Santo
En los procesos inquisitoriales del reino de Aragón el juez podía suavizar la pena si los arrepentidos eran muchos, pero no estaba en su mano librar de la prisión a los predicadores y heresiarcas. Si alguno admitía en confesión su herejía antes de iniciarse contra él un proceso podía quedar libre de pena temporal si el confesor mismo lo declaraba y si éste le había impuesto una penitencia pública el reo tenía que justificar que la había cumplido aportando dos testigos.
El hereje que no se arrepentía era entregado al brazo secular. Si era un heresiarca o predicador de la herejía, le correspondía la pena de prisión perpetua. Los simples herejes afiliados a la secta tendrían que hacer penitencia solemne y asistir descalzos y en camisa –in braccis et camisia- a los actos religiosos del día de Todos los Santos, el primer domingo de Adviento, el día de Navidad, el de la Circuncisión, la Epifanía, Santa María de Febrero, Santa Eulalia, Santa María de Marzo y los domingos de Cuaresma para allí ser reconciliados y sometidos a disciplina por el obispo o por el párroco de la iglesia. Los jueves tenían que asistir a la iglesia, de donde se les expulsaba durante la cuaresma, debiendo asistir a los oficios desde la puerta. Estaban obligados a hacer esta penitencia toda su vida.
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Jaime I el Conquistador
Jaime el Conquistador, hijo de Pedro II y sucesor de éste, apenas participó en los disturbios del Languedoc provocados por los herejes, en lo cual mostró poseer mejor juicio que el padre. Y no le faltaba valor, pues su nombre estará para siempre ligado a las gloriosas hazañas que emprendió contra los moros. Ni siquiera hizo caso de los trovadores que le animaban a vengar la muerte de Don Pedro. Su sentido de la política era mucho más elevado que el de los que le rodeaban. [caption id="attachment_2413" align="aligncenter" width="376" caption="Jaime I el Conquistador. Fachada del Palacio Real de Madrid."][/caption] Era español y sabía dónde había que librar batalla. No contra los de la Francia Meridional, sino contra los enemigos de la civilización cristiana. Por esto atendió poco los asuntos relacionados con las herejías. Se limitó a dictar algunas constituciones contra los herejes, como las de Barcelona y Tarragona, dando algunas instrucciones que vendrán bien para comprender el tenor de lo que en el tiempo se trataba a propósito de estos problemas. Se empezaba excluyendo a los herejes de la vida normal y se ordenaba a las gentes católicas que rehuyeran su trato y los delataran. Se prohibía después a los legos discutir con ellos sobre la fe; nadie podía tener la Biblia en lengua romance; ningún hereje podía ser baile o vicario; cualquier casa de alguno de ellos debía ser destruida o entregadas a su señor; solo el obispo diocesano o alguien con jurisdicción para ello podía decidir en causas de herejía; quien permitiera que en sus dominios habitara algún hereje los perdería para siempre. Del documento en que se guardan estos dictámenes salió la Inquisición española. En él se observa el carácter mixto, político y religioso, del tribunal. Un clérigo era el encargado de declarar la herejía, si la hubiere, y el magistrado aplicaba el castigo que correspondiera. Las providencias del rey no bastaron para contener la herejía. El año 1242 se celebró en Tarragona un concilio contra los valdenses con el que se quiso someter a procedimiento regular las penitencias que habían de seguir y las fórmulas de abjuración que debían pronunciar quienes fueran reos de herejía. Se consultó con ese fin a varones doctos como San Raimundo de Peñafort. Allí se hizo la primera diferencia entre herejes, fautores y relapsos: «Hereje es el que persiste en el error, como los insabattatos, que declaran ilícito el juramento y dicen que no se ha de obedecer a las potestades eclesiásticas ni seculares, ni imponerse pena alguna corporal a los reos.» «Sospechoso de herejía es el que oye la predicación de los insabattatos o reza con ellos… Si repite estas actos será vehementer y vehementissime suspectus. Ocultadores son los que hacen pacto de no descubrir a los herejes… Si falta el pacto, serán celatores. Receptatores se apellidan los que más de una vez reciben a los sectarios en su casa. Fautores y defensores, los que les dan ayuda o defensa. Relapsos, los que después de abjurar reinciden en la herejía o fautoría. Todos ellos quedan sujetos a excomunión mayor.» (Menéndez y Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, tomo I, Editorial católica, Madrid, 1978, pág. 399) A estas tipificaciones seguían las penas que habían de aplicarse según los casos, de lo que se dará cumplida cuenta en una ficha posterior, así como de las consecuencias que de su aplicación se siguieron. Sigue leyendo
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La batalla de Muret
Los cátaros no se limitaban a disquisiciones teológicas. Muy al contrario, en Provenza, donde habían adquirido un gran predominio, se dedicaban a saquear iglesias y a perseguir a sacerdotes católicos, así que no bastaron contra ellos las predicaciones de los dominicos, por lo que los inquisidores Guido y Reniero y el legado papal Pedro de Castelnau decidieron excomulgarlos. Pero esto no les importó gran cosa. El conde de Tolosa, Raimundo, que militaba en las huestes de los herejes, atacó iglesias y monasterios. El legado lo excomulgó también a él, pero un vasallo suyo lo mató.
El papa, Inocencio III, dispensó a los vasallos del conde del juramento de obediencia y ordenó una cruzada contra los albigenses. Cincuenta mil guerreros acudieron a la llamada. Muchos procedían de la Francia norteña, que deseaba redondear su territorio más que ganar una contienda teológica. Raimundo comprendió que era imposible resistir. En camisa y con una soga al cuello, pidió perdón. Lo obtuvo con la obligación de luchar junto a los cruzados. La sangre de los albigenses corrió abundante. Al lado de ellos guerreaba el conde de Foix. Raimundo, juzgando que la penitencia que se le había impuesto era excesiva, acudió a Roma a pedir su revocación. Como no se le concedió, se unió a los herejes y fue excomulgado de nuevo.
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Pedro II contra los valdenses
En el siglo XIII aparecen la Inquisición y la orden de los dominicos. El primer propósito de ambas era combatir a los herejes del momento, entre los que destacaban las varias ramificaciones de los albigenses y los insabattatos. El comunismo de estos últimos decayó con las predicaciones y el ejemplo de los franciscanos y fue un problema menor. La batalla contra los otros fue mucho más ruda y duradera. Era necesario que hubiera monjes de mente clara y dispuestos a la acción, que la Orden de Predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán, nacido en Caleruega, de la provincia de Burgos.
Él mismo había extendido sus predicaciones con notable éxito por la Provenza y el Languedoc, que por entonces pertenecían a la corona de Aragón, lo que debió impulsarle a fundar una orden compuesta de hombres sabios y doctores que entendieran bien las doctrinas heréticas, supieran distinguirlas de las que no lo fueran y combatirlas con conocimiento.
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Patarinos, cátaros o albigenses
En los días finales del siglo XII y durante el XIII coexistieron varias herejías de diverso linaje que no conviene confundir. Los patarinos, cátaros o albigenses procedían de una rama del casi extinto maniqueísmo, en el que había militado ocho siglos atrás uno de los más egregios padres de la Iglesia. Me refiero a san Agustín. Pero los valdenses, insabattatos o pobres de León eran de otra clase. Puede decirse que los primeros eran más dados al intelecto y los otros a la acción revolucionaria. O que los unos heredaban las tendencias teológicas de la Iglesia Oriental de los primeros siglos y los otros las inclinaciones a la acción social que caracterizaron siempre al Occidente, empezando por Prisciliano, el primer hereje mártir, reivindicado ahora por los secesionistas gallegos.
El maniqueísmo había seguido vivo en Oriente. Se cuenta que el emperador Anastasio, que rigió los destinos de Bizancio desde el 491 hasta el 518, en que murió, así como Teodora, la mujer de Justiniano, emperador desde el 527 hasta el 565, favorecieron a los maniqueos, como también hizo el emperador Nicéforo, hasta el punto de que llegaron a fundar ciudades y a levantarse en armas contra el poder imperial cuando éste comprendió que se habían hecho demasiado fuertes. Luego se refugiaron entre los musulmanes, volviendo a fines del siglo IX, en tiempos de Basilio el Macedónico.
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