Esquema de De ente et essentia

Esquema de De ente et essentia de Santo Tomás de Aquino

Capitulo I: Significado de ente y esencia.

Ente: se dice de dos maneras:

  1. a) La que lo divide en diez géneros. Modos de realidad, denominados predicamentos o categorías. El primero de estos, la sustancia, que existe en sí. Los nueve restantes: cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, situación, acción y pasión, existen en una sustancia concreta.
  2. b) Designa todo ente del cual pueda formarse una proposición afirmativa, aún cuando sea el caso de que no ponga nada en la realidad. Es decir, todo lo que pueda ser sujeto de una proposición afirmativa. Así se dice que la ceguera está en los ojos.

Escolio

  1. a) Con la primera acepción, se designa un ente que pone algo en la realidad, señalando así un compuesto de esencia y existencia. Por eso debe tomarse el nombre de esencia de este primer significado.
  2. b) Con la segunda acepción, no se designa un ente que tenga esencia, pues como se expresa en el ejemplo citado la ceguera no añade, sino mas bien se trata de una negación, carencia de visión.
  3. c) El ente dicho del primer modo, se divide en diez géneros en consecuencia, es necesario que la esencia signifique algo común a todas las naturalezas, y de esto resulta asimismo la diversificación en géneros y especies.

Entramos ahora en otro concepto, la quididad. Término similar al de esencia pero distinguiéndose de ésta, en la precisión de la existencia. Lo que una cosa quede constituida dentro de un género propio o una especie, es lo que viene significado por medio de la definición que indica qué es la cosa.

También se le dice forma, o naturaleza, según la definición clásica de Boecio: todo aquello que de una manera o de otra pueda ser captado por el entendimiento, siendo así que es inteligible en virtud de su definición y esencia. Este significado de naturaleza parece afirmar la esencia de la cosa según presente orden a su operación propia, ya que ninguna naturaleza puede ser destituida de la operación que le es propia.

Diferencia entre esencia y quididad: la esencia se dice según que por ella y en ella tiene existencia el ente. Mientras que la quididad se toma de lo que es significado por medio de la definición.

Capítulo II: Esencia de las sustancias materiales o compuestas.

El ente se dice en primer lugar de las substancias, que existen in se. Y en segundo lugar de los accidentes, existentes in alio. La esencia reside propiamente en las substancias y solo de modo derivado o secundum quid en los accidentes. Pero hemos de afirmar que ambos son ente, distinguiéndose en el modo de poseer la esencia, la substancia en si y los accidentes de modo derivado o secundum quid.

Entre la substancias que conocemos (en mi opinión solo las compuestas y con dificultad), existen unas que son simples y otras que son compuestas. En ambas hay esencia, pero de modo más verdadero en las simples, que son causas de las compuestas.

En las sustancias compuestas se observan la materia y la forma. La materia no es la esencia ni tampoco lo es la forma, consideradas ambas aisladas. El hombre, compuesta de alma y cuerpo no se dice que su esencia sea el alma, ni mucho menos el cuerpo.

La materia no es la esencia de algo porque en razón de ella un ente no se inserta ni en un género ni en una especie. Por ello no es principio de conocimiento, ni tampoco se determina a un género o a una especie. La materia no hace que algo pase de potencia a acto, eso es función de la esencia, que estando en acto una causa extrínseca a ella la hace pasar en potencia y por ello nos es inteligible.

Tampoco la forma sola puede llamarse esencia, pues la esencia es la definición de la cosa, pero la definición de las sustancias naturales no solo contiene la forma sino también la materia, de lo contrario no habría diferencia entre las definiciones naturales y las matemáticas: la definición de un objeto matemático no comprende la materia, mientras que la de las sustancias materiales si la comprende.

En la definición de estas sustancias naturales, no debe entenderse a la materia como algo advenido a la forma, agregado a su naturaleza o esencia. Esto es propio de los accidentes, que no poseen en sí la esencia y reciben de este modo en su definición un sujeto exterior a su género.

Sirvamonos de un ejemplo: Cuando defino un león, digo de él que es un ser vivo. Este enunciado no precisa que determine que es un cuerpo, pues en su misma definición lo contiene, de otro modo qué sería lo que estuviera vivo sino un cuerpo. Pero sí debo precisar si se trata de un macho o una hembra, esto es accidental y sobrevenido a la definición.

Conclusión: El nombre de esencia en las sustancias compuestas se aplica o incluye materia y forma.

Boecio nos dice que la ousía es el compuesto. Ousía es para los griegos lo que para nosotros esencia. En la misma línea Avicena recoge que la quididad de las sustancias compuestas es la misma composición de materia y forma. El comentador afirma a propósito del libro VII de la Metafísica de Aristóteles: La naturaleza que tienen las especies en las cosas nacidas es algo intermedio, esto es, un compuesto a partir de la materia y la forma.

La existencia del compuesto no es solo la de la forma ni la de la materia, sino la del compuesto mismo. La esencia dice lo que es la cosa, hace que algo sea un ente. Por esta razón es preciso que la esencia recoja materia y forma, aunque la forma sola sea a su modo la causa de la existencia y de la esencia.

Escolio

Siendo la materia principio de individuación se sigue que la esencia que comprende materia y forma sea sólo particular y no universal, de lo que se deduce que los universales no tienen definición, pues como se dijo la esencia es aquello que se significa por medio de la definición.

Sólo es posible definir las esencias de las substancias naturales, éstas son particulares, luego no es posible definir las los universales universales. Este error se soluciona del siguiente modo:

  1. La materia es sólo principio de individuación cuando se encuentre signada, particularizando un ente. Considerada bajo unas dimensiones determinadas.
  2. Esta materia no es la que entra en la definición de esencia, sino aquella que no está signada. La idea de materia en general.
  3. Así cuando definimos a Sócrates no definimos esta materia no signada, sino la signada, que no es la que pondríamos en la definición de hombre como tal. Por tanto al definir un particular utilizamos la materia signata quantitate, mientras que en la definición universal de hombre utilizamos aquella no signada, la idea de materia. Así salvamos las esencias de los particulares y la de los universales.

Capítulo III: Diferencias de las esencias en las sustancias materiales.

  1. La esencia de hombre y de un hombre particular: Sócrates, difieren como lo no signado y lo signado. Del mismo modo difieren la esencia del género y la de la especie. La designación del individuo respecto de la especie se da por medio de la materia signada, pero la especie respecto del género se da por medio de la diferencia constitutiva, que se extrae de la forma de la cosa, esto es la diferencia específica.

Explicación:

La designación que se da en la especie respecto del género no se da por algo que se encuentre en la esencia de la propia especie . Ni tampoco en la esencia del género. pues todo elemento de la especie se encuentra en el género, sólo que de forma indeterminada. Así es lícito predicar del hombre que es animal, pues lo es todo él, no una parte suya. De lo contrario, la especie sería algo ajeno al género y el hombre no sería todo él animal y hombre, sino una parte hombre y otra animal.

El cuerpo tomado en sentido de parte animal difiere si lo tomamos en sentido de género.

Cuerpo puede tomarse con varios significados:

1º) En cuanto que es predicamento de la sustancia. El primer predicamento es la substancia, el segundo y primero de los accidentes es la cantidad. En este sentido cuerpo es una naturaleza que tiene dimensiones mensurables. (La res extensa cartesiana. Lo primero que advertimos al observar una sustancia corporal.) Estas dimensiones mensurables son tres: ancho, largo y profundo. Y constituyen el cuerpo entendido en el género de la cantidad.

2º) Entre las cosas sucede que algunas que poseen una perfección pueden alcanzar otra superior. Así ocurre con el hombre que teniendo una naturaleza sensitiva, tiene otra mayor, la intelectiva. La perfección de la forma en el cuerpo es que tiene tres dimensiones, pero a esa naturaleza puede añadirse otra perfección no advenida de la forma estricta del cuerpo. Así resulta que el cuerpo es parte integral y estricta de lo animal y el alma será algo sobrevenido al cuerpo. Resultando así un compuesto de alma y cuerpo como partes integrantes del mismo compuesto.

3º) Este cuerpo, entendido como forma perfecta: poseedora de las tres dimensiones. Puede adquirir una ulterior perfección. Un primer grado, la sensibilidad, y otro mayor la racionalidad. El último incluye el primero, pero el primero no incluye este último grado. Observamos que estas perfecciones son diferencias según la especie, implícitas en el género, pero no en acto, pues de lo contrario todo cuerpo sería sensible y racional. Cosa absurda pensarla. Así el género incluye la forma, que es lo propio, y también sus posible diferenciaciones.

El género significa de modo indeterminado todo el contenido de la especie y no solo el de la materia. Del mismo modo que la diferencia especifica significa todo el de la especie y no sólo el de la forma, pero de modo distinto la expresión del todo por parte del género indica la determinación de la materia sin contar con la determinación propia de la forma. Por eso es de la materia de donde se toma el género, pese a que éste no es materia. Lo contrario sucede con la diferencia que es una determinación generada en la forma por la que se excluye toda materia determinada.

A favor de esto expresa Avicena que el género no está en la diferencia como una parte de la esencia de éste, sino como un ente externo a la quidididad o la esencia. Por ello no se predica el género de la diferencia. Pero la definición o especie comprende una y otra a saber, una materia determinada que viene nombrada por el nombre de género y una forma determinada que se nombra con el de diferencia.

Conclusión: el género, la especie y la diferencia están relacionadas proporcionalmente con la materia, la forma y el compuesto existentes en la naturaleza, pero no son lo mismo que ellos, pues ni el género es la materia sino que se toma de ella para designar el todo, ni la diferencia es la forma, sino que se toma de ella para designar el todo. Ejemplo: el hombre es un compuesto: animal racional y no está hecho de un animal y un racional, pero sí decimos que está compuesto de un alma y un cuerpo. Resulta así como una tercera cosa diferente de sus dos componentes, pero no es ni alma ni cuerpo.

El género expresa la esencia entera de la especie, pero no por ello ha de admitirse que hay una sola esencia para las diversas especies que caen bajo el mismo género, porque la unidad de éste viene de su propia indeterminación o indiferencia. Tampoco lo expresado por el género es una naturaleza dividida en especies a la que sobreviene una cosa distinta, la diferencia que lo determina, como determina la forma a la materia, que es numéricamente una, sino que el género expresa la forma, pero no esta o aquella determinada, sino la que expresa de manera determinada por la diferencia, la cual no es otra que la expresada de modo indeterminado por el género.

Lo mismo que el género en cuanto se predica de la especie lleva implícito en su significado de manera indeterminada todo lo que de manera determinada hay en la especie, también la especie en cuanto se predica del individuo expresa de manera indeterminada todo lo que hay en la esencia del individuo.

Escolio: La determinación de la especie respecto del género se produce por medio de las formas y la del individuo respecto de la especie se produce por medio de la materia signada.

Capítulo IV: Relación de las esencias con las intenciones lógicas.

La noción de género, especie o diferencia, se predica de un particular señalado, en consecuencia es imposible que la noción de género o especie, convenga a la esencia según que se signifique a modo de parte, como el nombre de humanidad o animalidad. Por lo mismo dice Avicena que la racionalidad no es la diferencia, sino principio de diferencia, y la misma de humanidad no es la especie, ni la animalidad es el género.

No es posible decir que la razón de género o especie o diferencia convenga como aquello que es existente fuera de los singulares, como ponían los platónicos, ya que género y especie no se predican de este individuo. Así el concepto de género o especie o diferencia que convienen a la esencia, según aquello que se es significado del todo, como el nombre de hombre o animal, en cuanto que implícita e indistintamente contiene todo aquello que está en el individuo.

La esencia así comprendida puede ser considerada de doble manera:

  1. Un modo, según su naturaleza y su razón propia es decir según su contenido, consideración absoluta. Nada es verdadero de ella sino lo que le conviene en sí según que es su contenido: por lo mismo cualquier otra realidad que se le atribuya, es falsa. Ejemplo: al hombre, en aquello que es hombre, conviene lo racional y lo animal y todo aquello que caiga bajo su definición; blanco o negro o cualquier modo de este tipo que no es su razón de humanidad, no conviene del hombre en aquello por lo que es hombre.
  2. Un segundo modo es considerar según que esté en sí en éste o en aquél individuo y así se trata de la predicación accidental en razón del sujeto en que se halla, como cuando se dice que el hombre es blanco, ya que Sócrates es blanco, aún cuando esto no convenga del hombre en cuanto es hombre.

Esta misma naturaleza posee un doble ser: uno en los singulares, otro en la mente, y en ambos casos se enuncian accidentes a la naturaleza. En los singulares la existencia es múltiple según la diversidad de los singulares, pero la existencia de éstos no pertenece a la naturaleza considerada en sí misma, en sentido absoluto. Pues es falso decir que la naturaleza del hombre, en cuanto hombre, exista en este singular, pues si su ser en este singular conviniera del hombre, en cuanto hombre, nunca podría estar fuera de este singular; si conviniera del hombre, en cuanto hombre, no ser en este singular, nunca sería en él. Sin embargo el hombre, en cuanto hombre, no tiene existe en este singular o en otro. Es evidente por tanto que la naturaleza del hombre absolutamente considerada hace abstracción de cualquier existencia pero no hasta el punto de no incluir algo de ellos. Esta naturaleza así considerada es la que se predica de todos los individuos.

Objeción:

  • Más no se puede afirmar que se trata de una noción universal, pues lo propio del concepto es que convenga tanto la unidad como la comunidad.
  • Igualmente también no es posible decir que la noción de género está en la naturaleza humana del mismo modo que en los individuos. Pues que no se encuentra en los individuos la naturaleza humana única y a la vez que se aplique a todos, como si la unidad conviniera a muchos, tal como lo exige el carácter de noción universal.

La noción de especie se aplica a la naturaleza humana en tanto que existe en el entendimiento. Esto es porque la naturaleza humana tiene en el intelecto una existencia separada de toda nota individualizadora y se aplica de modo uniforme a todo individuo particular.

La naturaleza considerada en absoluto conviene al predicarse de un particular, pero no le conviene la noción de especie, sino es sólo por los accidentes que se sigue de tal naturaleza. Por eso no decimos que Sócrates es una especie o su especie. Pero si es cierto que cuanto conviene al hombre en cuanto es hombre se predica de Sócrates.

Aunque esta naturaleza intelectual es universal en tanto que es aplicable a las cosas existentes fuera del intelecto, sin embargo no es concepto particular según que existe en este o aquel intelecto.

Es errónea entonces la conclusión en el libro tercero de el Comentarista, quien pretendió deducir la unidad del entendimiento en todos los hombres de la universalidad de la forma en el entendimiento, porque la universalidad de esa noción no proviene del existir que posee en el entendimiento, sino de la relación que guarda con las cosas como imagen de ellas que es.

El género puede ser predicado del individuo por cuanto integra su definición. Dado que la predicación es una función del entendimiento que analiza y sintetiza teniendo como fundamento la cosa, la unidad de elementos relacionados. Por consiguiente, la predicabilidad puede incluirse en la noción de género y la acción correspondiente es completada por el entendimiento. Sin embargo, lo que el entendimiento considera como predicable, al compararlo con otro no es el género sino más bien aquello a lo cual el entendimiento atribuye la función de género, como ocurre con el término «animal». De esta manera queda de manifiesto la relación de la esencia o naturaleza con la noción de especie, a saber, que la noción especie no se origina en los elementos pertenecientes a la esencia absolutamente considerada ni en los accidentes que la acompañan en su existencia individual fuera del alma (tal es el caso de la blancura y la negrura), sino en función de las características accidentales que la acompañan por el hecho de tener una existencia en el entendimiento. Y de una manera similar corresponden a la esencia o naturaleza las nociones de género o diferencia. (Este capítulo no estará del todo bien redactado porque me ha costado mucho trabajo comprenderlo y he preferido ser fiel al texto)

Capítulo V: La esencia en las sustancias separadas.

  1. Es indispensable que toda sustancia inteligente tenga plena inmunidad respecto a la materia, de manera que la materia no entre a formar parte de ella, ni sea forma impresa en la materia, como ocurre con las formas materiales.
  2. No cabe afirmar que no toda materia impide la inteligibilidad sino sólo la materia corporal. Si el impedimento de la inteligibilidad de un objeto proviniera tan sólo de su materia corporal, Habría que decir que la materia impide la inteligibilidad debido a la forma corporal. Y esto no es así porque la forma corporal se hace actualmente inteligible como las demás formas, es decir, las que están abstraídas de materia. Por consiguiente el alma o inteligencia no está compuesta de materia y forma, entendiendo por materia lo que constituye las sustancias corporales, sino por la composición de forma y existencia. Por eso Aristóteles afirma que la inteligencia tiene forma y existencia, entendiendo por forma la misma quididad o naturaleza simple.

Explicación:

Cuando de dos cosas entre sí relacionadas, una es, respecto a la otra, causa de su existencia, la que ejerce función de causa puede existir sin la otra, pero no a la inversa. Tal es el caso de la relación entre materia y forma: la última es causa de la existencia de la primera, por eso es imposible que exista materia sin forma y en cambio no lo es que exista forma sin materia. La forma en cuanto tal no depende de la materia, y si hay formas que sólo pueden existir en la materia, esto proviene de su distancia respecto al primer principio, que es el acto puro y primero. (Creo que es un poco platónico en este punto) De modo que las formas próximas al primer principio son formas que subsisten sin materia, ya que, como se ha dicho, la forma, en todo su género, no necesita de la materia. Estas formas son las inteligencias y, por lo tanto, no es necesario que sus esencias o quididades sean otra cosa que su forma misma.

Diferencia entre sustancia simple y compuesta: la esencia de la sustancia compuesta no sólo es forma sino también materia, en cambio la esencia de la sustancia simple es sólo forma. De ahí derivan otras dos diferencias:

1º) La primera consiste en que la esencia de la sustancia compuesta puede ser tomada como todo o como parte, lo cual se da debido a la posibilidad de señalar la materia. Por eso la esencia de la cosa compuesta no se puede predicar de cualquier manera.

Pero la esencia de la realidad simple, que es su forma, no puede ser expresada sino como totalidad, puesto que ella contiene su forma como recipiente de la misma forma; por lo tanto, de cualquier manera que se tome, la esencia de la sustancia simple siempre se puede predicar de la propia cosa simple. Avicena dice que la quididad de la sustancia simple es la propia sustancia simple, porque no tiene otro elemento para contener su esencia.

2º) La segunda diferencia consiste en que las esencias de las cosas compuestas, se multiplican según la multiplicación de la materia, y así puede ocurrir que coincidan en la especie y difieran en el número. La esencia de las sustancias simples, no se individualiza en la materia, por lo tanto en esas sustancias no hay pluralidad de individuos dentro de la misma especie, sino que tantos son los individuos cuantas las especies.Si bien estas sustancias son formas sin materia, en ellas la simplicidad no es toda como para ser acto puro, sino que son mezcla de potencia. Cualquier cosa que no entra en la noción de esencia, proviene desde afuera y entra en composición con ella, porque ninguna esencia puede concebirse sin sus partes. En cambio, toda esencia puede concebirse sin que a su noción se incorpore nada de su existencia; por ejemplo, puedo entender qué es un Ave Fénix e ignorar si existe. Por lo tanto es claro que la existencia difiere de la esencia, a no ser que exista alguna cosa cuya esencia sea su propia existencia; esta cosa no puede ser sino una y la primera. Hay un ser que es existencia pura de tal manera que su existencia no puede devenir, ese ser no es propio el agregado de una diferencia, pues entonces ya no sería existir puro, sino su existir más una forma; mucho menos podría padecer adición de materia, pues entonces sería un ser material y no un existir subsistente.

En conclusión un ser que sea su propio existir, no puede ser sino único.

En las inteligencias es necesario que, además de la forma haya existencia.

Todo lo que corresponde a una cosa, o surge de los principios de su naturaleza, como la risa en en el hombre. Pero no es posible que el existir mismo sea causado por la forma o quididad de la cosa, si se entiende por causa la causa eficiente porque entonces una cosa sería causa de sí misma, dándose el ser a sí misma, lo cual es imposible. ( De aquí resulta denominar a Dios como causa de sí mismo = juicio ilógico) Por lo tanto es necesario que, para toda cosa cuyo ser sea distinto de su naturaleza, el existir provenga de otra. Es necesario que exista algún ente que sea causa de todas las cosas, siendo él solamente ser, pues de lo contrario habría una sucesión infinita de causas, por cuanto toda cosa que no es existir puro exige una causa de su existir. ( Me parece este un razonamiento muy fino, en el sentido de muy sútil y bien hilado).

Resumiendo: la inteligencia es forma y existencia y recibe el ser del ser primero, que es existir puro. Este ser es la causa primera, que es Dios. Pero todo ser que recibe algo de otro, está en potencia respecto a él, y lo recibido es para él su acto. De esto se sigue que la inteligencia que es forma debe estar en potencia respecto del ser que recibe de Dios, y el ser recibido debe ser acto.

La quididad de la inteligencia es la inteligencia misma, y su ser recibido de Dios es aquello que la hace subsistir en el mundo de las cosas reales. Por este motivo algunos autores afirman que una sustancia tal está compuesta «de aquello por lo cual es y de aquello que es» o, como dice Boecio»de lo que es y de su existencia«. Admitiendo que en las inteligencias hay potencia y acto, no hay dificultad para aceptar una multitud de inteligencias, lo cual sería imposible si en ellas no hubiera ninguna potencia. De ahí que el Comentarista afirme que si nos fuera desconocida la naturaleza del entendimiento potencial, no podríamos descubrir la multiplicidad de las sustancias abstractas, las cuales se distinguen por el grado de potencia y acto, de suerte que la inteligencia superior, que está más cerca del ser primero, posee más acto y menos potencia, y lo mismo ocurre con las demás. Esto se cumple también para el alma humana, la cual ocupa el último peldaño en la escala de las sustancias intelectuales. Por eso el entendimiento potencial tiene a las formas inteligibles como la materia prima, la cual ocupa el último lugar en la escala de los seres sensibles junto a las formas sensibles. Por esta razón el Filósofo la compara a una «tabla rasa» en la que nada hay escrito aún. Y por tener más potencia que las demás sustancias inteligibles resulta más cercana a lo material, de manera que esto entra a participar de su existencia y de la unión de ambos, alma y cuerpo, resulta un solo ser compuesto, aunque este ser, por ser del alma, no dependa del cuerpo.( Creo que aquí puedo encontrar la razón para afirmar que el alma cuyo principio fundamental es la actividad racional sigue con esta función en la vida ultraterrena y que por ello, aunque no está completa no necesita el cuerpo para entender).

Por exigencia de las jerarquías, después de esta forma que es el alma, existen otras cuya potencia es mayor y se hallan más cerca de la materia, de tal suerte que sin la materia no pueden existir. Y en estas formas también hay un orden y gradación hasta llegar a los elementos, las formas más próximas a la materia.

En esta última parte recoge el doctor angélico, las distintas almas de la doctrina aristotélica: alma vegetativa, alma sensitiva y alma intelectiva. Y en ésta última parece haber unas que están más cerca del principio puro intelectivo, las cuales se encuentran sin materia por razón de su naturaleza, éstos seres son los ángeles. Que como se observa se distinguen por sus especies.

Capítulo VI: Clases de esencia y relaciones con las intenciones lógicas.

En las sustancias la esencia se puede hallar de tres maneras:

1) En primer lugar, hay una sustancia que es Dios, cuya esencia es su propia existencia, por ello algunos filósofos señalan que Dios no tiene quididad o esencia. Por ello Dios no puede ser incluido en ningún género, ya que todo ser incluido en un género debe tener quididad además de existencia.

El ser que Dios es, es de tal condición que no se le puede hacer agregado alguno, de manera que por su suma simpleza es un ser distinto de todo otro ser. Por Aristóteles afirma que la individuación de la causa primera, que es existencia pura, se produce en razón de su propia bondad.

Aunque Dios sea tan solo existencia, no por ello carece de otras perfecciones o noblezas sino que posee cuantas pueda haber en los diversos géneros. Pero Dios posee las perfecciones en modo más excelente que todas las demás cosas, porque en Él son unidad mientras en ellas son diversidad. Y esto es así en razón de la simplicidad de su ser.

2º) En segundo lugar, la esencia se halla en las sustancias intelectuales creadas, en las cuales una cosa es el ser y otra su esencia. Por lo tanto la existencia de estas sustancias no es absoluta sino recibida y por ello finita y limitada a la capacidad de la naturaleza que la recibe, pero su naturaleza o quididad es absoluta, es decir, no es recibida en ninguna materia. No existe multiplicidad individual dentro de una especie a no ser en el caso del alma humana, debido al cuerpo al cual se une: materia signata quantitate. Y, aun cuando su individuación depende del cuerpo en cuanto a su comienzo, pues el alma no adquiere su ser individual sino en el cuerpo del cual es acto, no se concluye que pereciendo el cuerpo pierda el alma su individuación, pues teniendo el alma un ser absoluto gracias al cual adquirió su ser individual, al ser forma de este cuerpo particular, aquel ser permanece.

Dado que en estas sustancias la quididad no es lo mismo que la existencia, ellas son denominadas en categorías, y por eso en ellas se encuentra género, especie y diferencia, como sus diferencias propias nos son desconocidas, por eso se las expresa mediante las diferencias accidentales que tienen su origen en las esenciales. Así la causa se manifiesta por su efecto. Ejemplo: como cuando se toma como diferencia del hombre el tener dos pies. (Este razonamiento del Aquinate me vuelve a parecer muy sutil) Pero los accidentes propios de las sustancias inmateriales nos son desconocidos, por eso a sus diferencias no las podemos expresar directamente ni mediante sus diferencias accidentales. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el género y la diferencia no tienen igual valor en las cosas inmateriales que en las sensibles, ya que en las cosas sensibles el género procede de lo material que hay en ellas mientras que la diferencia se toma de lo formal. Por eso dice Avicena al que en las cosas compuestas de materia y forma,“la forma es diferencia simple de aquello que ella constituye”, lo cual no significa que la propia forma sea la diferencia, sino que es el principio de donde surge la diferencia. Esta diferencia se llama «diferencia simple» porque procede de algo que es parte de la quididad, a saber, la forma. En cambio, las sustancias inmateriales, como son simples quididades, su diferencia no puede originarse de aquello que es parte de su quididad, sino de la quididad toda.

De modo igual en las cosas inmateriales el género tiene su origen en toda la esencia, pero de manera distinta, pues dos sustancias abstractas coinciden en la inmaterialidad pero difieren en el grado de perfección según su distancia a la potencia y su cercanía al acto puro.

Conclusión: En ellas se considera género aquello que poseen en razón de su inmaterialidad, como por ejemplo su intelectualidad o algo equivalente, y en cambio se toma como diferencia a su grado de perfección, que nos es desconocido. Estas diferencias provienen del grado de perfección que no diversifica la especie. El grado de perfección con que un sujeto recibe una misma forma no da origen a una especie distinta, como no la constituye lo más blanco o menos blanco que participan de la misma especie «blancura». Pero los distintos grados de perfección de las propias formas o naturalezas participantes, diversifican la especie, así como la naturaleza avanza por grados desde las plantas a los animales, pasando por grados intermedios entre ambos. (Recoge nuevamente la tesis de la naturaleza de Aristóteles)

3º)En tercer lugar, la esencia se halla en las sustancias compuestas de materia y forma, en las cuales la existencia es recibida y finita, por cuanto les viene de otro ser; además su naturaleza o quididad es recibida de la materia signada.

Capítulo VII: La esencia de los accidentes

1) La esencia es lo que se expresa mediante la definición, los accidentes tienen esencia en la medida que tienen definición. Pero su definición es incompleta, pues no pueden ser definidos sin incluir al sujeto. Esto ocurre porque los accidentes no tienen una existencia independiente del sujeto, y así como de la unión de la forma y la materia resulta el ser sustancial, cuando el accidente se agrega al sujeto resulta el ser accidental. Lo que ya vimos anteriormente ser in alio o se in se. Por esto es que ni la forma sustancial ni la materia tienen esencia completa, pues en la definición de la forma sustancial se debe introducir aquello de lo cual es forma. Su definición se obtiene agregando algo que no pertenece a su género, como ocurre en la definición de la forma accidental.

2) Entre las formas sustanciales y accidentales hay gran diferencia: la forma sustancial no tiene el ser absoluto independientemente de aquello a lo cual pertenece, como tampoco lo tiene, la materia. De la conjunción de ambas resulta el ser en el cual la cosa susbsiste por sí misma. La forma en sí misma no incluye la noción completa de esencia, es parte de una esencia completa. Más el sujeto que recibe un accidente es un ser completo en sí, subsistente en su propio ser. Este ser naturalmente precede al accidente que se le agrega, por eso al unirse el accidente al sujeto al cual se añade no da origen al ser en el cual subsiste y por el cual la cosa es ser por sí mismo, sino que produce un ser secundario, sin el cual puede entenderse la cosa subsistente, de la misma manera que lo primero puede entenderse sin lo segundo. De la unión entre el accidente y el sujeto no resulta unión accidental. De su conjunción no nace una determinada esencia, como sucede cuando se une la forma a la materia.

Lo más importante y verdadero que se dice de cualquier cosa genérica es aquello que causa las propiedades de las demás que le siguen en el mismo género. La sustancia que es el principio en el género del ser y es primaria y poseedora de la esencia, debe ser la causa de los accidentes que de manera secundaria participan del ser.

Esta participación se da de diverso modo, pues siendo las partes de la sustancia la materia y la forma, ciertos accidentes propios de la forma acompañan a la forma mientras otros acompañan a la materia. Existe un tipo de forma cuyo ser no depende de la materia, como el alma intelectual; la materia, en cambio, tiene su ser por la forma. Por lo mismo en los accidentes derivados de la forma hay algo que no tiene comunicación con la materia como el entender no se verifica en un órgano corporal. En cambio, hay otros accidentes derivados también de la forma que sí tienen comunicación con la materia; como el sentir. Pero no hay ningún accidente derivado de la materia que no tenga comunicación con la forma.

3) En los accidentes derivados de la materia existe diversidad. Algunos accidentes derivan de la materia en razón de su orientación hacia una forma especial; por ejemplo, lo masculino y lo femenino en los animales, que provienen de la materia. Otros accidentes, en cambio, derivan de la materia en cuanto ésta se relaciona con una forma general, por eso perduran en la materia aun desaparecida su forma especial.

Atendiendo a que toda cosa se individualiza por la materia y se clasifica en géneros o especies por su forma, los accidentes que derivan de la materia son accidentes del individuo. En cambio, los accidentes derivados de la forma son las características propias del género o especie, por eso se encuentran en todos los individuos que participan de esa naturaleza genérica.

  1. a) Los accidentes derivados de los principios esenciales son causados por el acto perfecto, por ejemplo el calor deriva del fuego, que siempre es actualmente cálido,
  2. b) En otros sujetos derivan en razón de su aptitud y entonces reciben sus accidentes de algún agente externo, como la diafanidad del aire que se completa mediante un agente lúcido exterior. En estos sujetos, su aptitud es un accidente inseparable, pero el complemento que proviene de un principio que está fuera de la esencia de la cosa o que no constituye esa cosa es separable.

El género, la especie y la diferencia se entienden de diverso modo en los accidentes y en las sustancias, pues en las sustancias la unidad está constituida por la materia y la forma, resultando de la unión una determinada naturaleza que se ubica en la categoría de sustancia. Así los nombres concretos que significan el compuesto pertenecen propiamente a la categoría, como especies o géneros, por ejemplo hombre o animal. En cambio, la forma y la materia no se clasifican en categorías por reducción.

Pero la unión del accidente y el sujeto no hace por sí misma ninguna unidad, por lo tanto de su conjunción no resulta ninguna naturaleza a la cual se la denomine con la noción de género o especie.

4) Como los accidentes no constan de materia y forma, en ellos el género no puede provenir de la materia, ni la diferencia de la forma, como ocurre en las sustancias compuestas, sino que se debe tomar el género de su manera de ser, a la manera como el ser es predicado de diverso modo según las diez categorías.

Las diferencias en los accidentes se determinan en razón de la diversidad de los principios por los que son causados. Las características propias tienen su razón en los propios principios de la cosa, que integra la definición de los accidentes en lugar de la diferencia, cuando se los define de modo abstracto. Ocurriría si la definición se hiciera tomando los accidentes concretamente, porque entonces el sujeto entraría en su definición como género, pues los accidentes se definirían al modo de las sustancias compuestas, en las cuales la noción de género deriva de la materia. Lo mismo sucede cuando un accidente es origen de otro accidente, como el principio de la relación es la acción, la pasión y la cantidad.

Manuel Martín Carrasco

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La guerra de los agraviados

El primer brote de carlismo en España fue la insurrección de los que a sí mismos se llamaron agraviados o malcontents. Surgió del pozo más negro de España, de unos españoles que quisieron ser más absolutistas que su absolutista rey Fernando VII, por lo que se rebelaron contra él en demanda de castigos más duros contra los liberales y de más y mejores puestos en la administración del Estado para ellos. Fueron duramente reprimidos por el Conde de España.
Hay quien dice que el núcleo duro del independentismo catalán del presente procede de las comarcas que vieron nacer aquella insurrección. A continuación se expone el capítulo en que Modesto Lafuente da cumplida explicación de la misma.


Capítulo XXI. Insurrección de Cataluña. La Guerra de los Agraviados. 1826-1827.

Instalación del nuevo Consejo de Estado.-  Temeraria invasión de emigrados.- Los hermanos Bazán.- Su exterminio.- Fusilamientos.- Privilegios a los voluntarios realistas.- Influencia teocrática.- Lamentable estado de la enseñanza pública.- La hipocresía erigida en sistema.- Excepción honrosa.- Célebre y notable exposición de don Javier de Burgos al rey.- Efecto que produce.- Ascendiente del conde de España en la corte.- Viaje de SS. MM. a los baños de Sacedón.- Sucesos de Portugal.- Muerte de don Juan VI.- Conducta del infante don Miguel.- Renuncia don Pedro la corona en su hija doña María de la Gloria.- Otorga una carta constitucional al reino lusitano.- Disgusto y agitación en los realistas portugueses y españoles.- Protección de Inglaterra a doña María de la Gloria.- Manifiesto del monarca español.- Movimientos en España con motivo de los sucesos de Portugal.- Consejos del gobierno francés a Fernando.- Son desoídos.- Exigencias de los realistas exaltados.- Don Carlos y su esposa.- Los agraviados de Cataluña.- Federación de realistas puros.- Se atribuyen maliciosamente los planes de rebelión a los liberales emigrados.- Estalla la primera rebelión realista en Cataluña.- Es sofocada.- Fusilamientos de algunos cabecillas.- Proclamas y papeles que descubren sus planes.- Indulto.- Segunda y más general insurrección.- Reuniones de eclesiásticos para promoverla.- Junta revolucionaria de Manresa.- Pónese a la cabeza de los sediciosos don Agustín Saperes (a) Caragol.- Alocuciones notables.- Bandera de los agraviados.- Proclaman la Inquisición y el exterminio de los liberales.- El clero catalán.- Levantamiento de Vich.- Cunde la insurrección en todo el Principado.- Resuelve el rey pasar en persona a Cataluña.- Va acompañado de Calomarde.- Su alocución a los catalanes.- Refuerzos de tropas.- El conde de España general en jefe.- Van siendo vencidos los insurrectos.- Sorpresa grave del conde de España en un convento de Manresa.- Resultados de aquel suceso.- Huida de Jep dels Estanys.- Entrada del de España en Vich.- Diálogo notable con aquel prelado.- Derrota de los rebeldes.- Curioso episodio de la célebre realista Josefina Comerford.- Pacificación de Cataluña.- La reina Amalia es llamada por el rey.- Recíbela en Valencia.- Festejos en esta ciudad.- Misteriosos y horribles suplicios en Tarragona.- Pasan a Tarragona el rey y la reina.- Prisión y castigo de Josefina.- Va el conde de España a Barcelona.- Evacuan la plaza las tropas francesas.- Trasládale a Barcelona los reyes.- Cómo son recibidos y tratados.- Primeras medidas del conde de España contra los liberales.- Síntomas de grandes infortunios.

Por suplemento a la Gaceta de Madrid de 17 de enero (1826) se anunció haberse instalado solemnemente el día anterior el nuevo Consejo de Estado, creado por real decreto de 28 de diciembre último, presidiendo el rey la ceremonia y ocupando la silla del trono, y teniendo a sus lados a los infantes don Carlos y don Francisco. El duque del Infantado, como primer secretario de Estado y del Despacho, pronunció un discurso, del cual fueron las más notables las frases siguientes:

«De todas nuestras atenciones ningunas más sagradas que la de ser unos vigías constantes de la seguridad del trono, y la de conservar ilesos los legítimos derechos que V. M. heredó con la corona de las Españas, evitando que por persona ni so pretexto alguno sean desconocidos o menoscabados. Sí; juramos y prometemos a V. M. que no descansaremos mientras nos conste que existen enemigos de vuestra soberanía, cualquiera que sea la máscara con que se disfracen, o do quiera que se oculten; aun en las cavernas tenebrosas de su malignidad, allí los descubriremos, y los presentaremos a la innata clemencia de V. M.» Y concluía protestando que el Consejo llenaría su misión, con calma, con prudencia, con la más estricta imparcialidad, y libre de todo espíritu de partido.

Quiso la mala suerte para los liberales, que los primeros que dieran ocasión al gobierno para desplegar nuevamente su fiero rigor contra los que consideraba enemigos de la soberanía, fuesen de la clase de los constitucionales emigrados, que preocupados con una idea, ciegos en su delirio, y desconociendo desde el extranjero las circunstancias y el verdadero espíritu de su país, fascinados con la ilusión de que los aguardaban para unírseles a su llegada numerosos partidarios, se lanzaban a temerarias empresas, soñando facilidades y triunfos halagüeños. Tal les sucedió al coronel don Antonio Fernández Bazán y su hermano don Juan, que con algunos otros jefes y sobre sesenta individuos que los seguían, desembarcaron una noche en la costa de Alicante (18 a 19 de febrero, 1826), y cercaron al amanecer el pueblo de Guardamar. Muy pronto se abrieron sus ojos al desengaño. En lugar de los numerosos adictos que confiaban habían de levantarse en su favor, echáronseles encima los voluntarios realistas de la comarca, como ansiosos de devorar la presa que se les venía a las manos. Quisieron los invasores reembarcarse, más como se lo impidiese el contrario viento, buscaron amparo en la áspera y quebrada sierra de Crevillente. Los gobernadores militares de Orihuela, Alicante y Murcia, todos enviaron fuerzas contra ellos; los realistas de Elche los alcanzaron, y mataron al teniente coronel don José Selles, haciendo varios prisioneros. Perseguidos y acosados los demás por la sierra, don Juan Bazán cayó mortalmente herido; desesperado el don Antonio, intentó acabar con la vida de su hermano y con la suya propia disparando dos pistolas, más con tan mala suerte que en ambas le falló el tiro. Abalanzáronse sobre ellos sus perseguidores, y ambos fueron hechos prisioneros con bastantes de los suyos. Bazán fue fusilado en Orihuela sobre las mismas parihuelas en que había sido conducido por sus heridas, (4 de marzo, 1826), sufriendo con admirable serenidad la muerte (223). En Alicante corrió la sangre de veinte y ocho víctimas; la de algunas más tiñó el suelo de otros pueblos.

El artículo de oficio, en que se anunciaba por Gaceta extraordinaria este suceso comenzaba: «Una nueva gavilla de aquella ralea de desalmados forajidos a quienes no escarmienta la experiencia, etc.» Así eran tratados y calificados oficialmente los que, si bien con ligereza y con indiscreción, obraban muchas veces a impulsos de una idea política, y guiados por un fin a sus ojos patriótico y noble. Cada chispa de estas que saltaba daba pie para que arreciaran los furores de la persecución, y para que se apretaran los resortes de la máquina. Extendíase a nuevas clases las purificaciones. Mudábanse los capitanes generales de las provincias (224). Nombrábase un inspector general de voluntarios realistas (225) ; concedíanse a estos cuerpos nuevos privilegios, como los de exención de cartas de seguridad, y de libre introducción por las provincias exentas del armamento que necesitasen, con lo cual crecía su orgullo, y se iban considerando como los señores privilegiados del reino, aparte del clero, que era la clase y el poder dominante, pero uniéndose admirablemente las dos influencias para los mismos fines.

Confiada a los frailes la enseñanza de las universidades y seminarios; dirigidos por los jesuitas los colegios mayores; designados para libros de texto los que contenían doctrinas más favorables a la teocracia y al poder absoluto de los reyes; prohibidos por los obispos los libros en que pudiera aprenderse algo de filosofía o de economía política o de crítica histórica, siquiera no se rozasen ni con la religión ni con la moral (226) ; sujetos a purificación, no sólo los profesores y alumnos de todas los clases y escuelas, sino también las maestras de niñas, la educación de la juventud tomaba un tinte de oscurantismo y de hipocresía, que amenazaba sumir a la nación en la más ruda ignorancia. Decimos de hipocresía, porque hacíase particular estudio y poníase singular esmero en prescribir y hacer ejecutar ciertas prácticas exteriores de devoción, a que se procuraba dar todo el aparato y toda la publicidad posible. Señalábanse ciertos días para que los estudiantes todos de cada establecimiento confesaran y comulgaran en cuerpo y como procesionalmente. Hacían lo mismo los voluntarios realistas por batallones y con sus jefes a la cabeza; la tropa, los empleados públicos de cada departamento, los jueces, magistrados y curiales. Daban ejemplo el monarca y los príncipes, el nuncio y el patriarca, marchando a la cabeza de las cofradías. Y como el 1826 fuese Año Santo, a causa del jubileo concedido por el Sumo Pontífice a los que visitasen las iglesias, la España, como observa un escritor, parecía haberse convertido en una procesión continuada que se cruzaba en todas direcciones, y se extendía desde la capital de la monarquía hasta el más despreciable lugarejo.

No faltó, en medio de todo, algún español ilustrado, que levantara con energía su voz contra aquella política, contra aquel sistema de gobierno, y principalmente contra las rudas persecuciones y la proscripción de los hombres liberales, y que la hiciera llegar desde larga distancia hasta el trono mismo. Hizo este servicio, con un valor raro en tiempos de tiranía, el distinguido literato don Javier de Burgos, en su célebre Representación al rey desde París en 24 de enero de 1826. Hallábase Burgos en la capital de Francia desde 1824, comisionado por el director de la Caja de Amortización para remover ciertos obstáculos que impedían la realización del empréstito Guebhart contratado por la Regencia que había presidido el duque del Infantado. Después de allanadas algunas dificultades, que permitieron entrasen al año siguiente 170 millones en las arcas del tesoro, confió a Burgos otras comisiones el gobierno español, y como en sus comunicaciones y respuestas hiciese siempre aquél indicaciones y reparos sobre la errada marcha política del gobierno, mereció que se le excitara de real orden a formular explícitamente lo que no hacía sino indicar. Por respuesta a tal excitación envió su famosa Exposición a Fernando VII, denunciando los males que aquejaban a España en aquella época, y proponiendo las medidas que para remediarlos podía adoptar el gobierno.

Las cuestiones que en ella se propuso Burgos resolver fueron las siguientes:-1ª ¿Aquejan a España males gravísimos? 2ª ¿Bastan a conjurarlos los medios empleados hasta ahora? 3ª Si para lograrlo conviene emplear otros, ¿cuáles son éstos?-Resolvía estas cuestiones, proponiendo, entre otros medios, una amnistía ilimitada; poner en venta 300 millones de bienes del clero, con arreglo a una autorización otorgada antes por el Sumo Pontífice; separar de las atribuciones del Consejo de Castilla la administración superior del Estado, y confiársela a un ministerio especial, denominado de lo Interior. La Memoria era extensa, llena de elevadas máximas políticas y de principios administrativos, expuesto todo con raciocinio lógico, elegancia y energía de estilo, lenguaje vigoroso y franco, raro y admirable en un período de espantosa reacción, y constituía una especie de programa de gobierno, que el autor tuvo más adelante, como habremos de ver, ocasión de plantear. Hiciéronse y circularon en prodigioso número copias manuscritas de esta célebre exposición (227) ; la opinión liberal la recibió con entusiasmo y le prodigaba aplausos infinitos; el rey pareció haberla acogido sin disgusto, y aun con benevolencia, pues dio a su autor el premio, aunque pequeño, de la cruz supernumeraria de Carlos III.

Mas a pesar de esta muestra de aprecio, no pareció haber sido bastantes las máximas y consejos de Burgos a mover al rey a cambiar de política, como ha podido observarse por los hechos que hemos referido de este tiempo. El clero y los voluntarios realistas continuaban siendo como los dos poderes del Estado. El conde de España desde la captura y el fusilamiento de Bessières había tomado un gran ascendiente en la corte: el rey le hizo merced de la grandeza de España, y le dio el mando de la guardia real de infantería. Pero Fernando se reservó la inmediata y suprema dirección de su guardia, declarándose su coronel general.

No andaba bien por entonces la salud del rey, y menos la de la reina Amalia. Con este motivo, y habiéndoles sido aconsejados los, baños y aguas de Sacedón y de Solans de Cabras, hicieron SS. MM. este viaje; pasaron en aquellos sitios parte de los meses de julio y agosto (1826), y regresaron a Madrid, no habiendo dejado de experimentar algún alivio la reina. La tranquilidad no había sido, alterada en este tiempo, ni registra la historia en este breve período sangrientas ejecuciones. Pero observábanse ya por la parte de Cataluña síntomas siniestros, y divisábanse ciertas llamaradas como precursoras del fuego que allí había de arder no tardando, y había de llenar de consternación, no solo aquel país, sino la España entera. Mas si aquello no era todavía sino un amago, en el vecino reino de Portugal habíanse consumado sucesos de gran trascendencia, y a los cuales no podían ser indiferentes ni el rey, ni el gobierno, ni la nación española.

Fueron aquellos acontecimientos a consecuencia del fallecimiento del anciano monarca don Juan VI (marzo, 1826). Tocaba sucederle en el trono portugués a su hijo primogénito don Pedro, que aprovechando las alteraciones de América, se había proclamado emperador del Brasil, donde su padre le había dejado, y cuyo imperio había sido reconocido por éste, aunque no sin repugnancia, tomando él también el título de emperador para no aparecer inferior a su hijo. Quedaba rigiendo interinamente el reino la infanta doña María Isabel, su hermana. El díscolo y sanguinario don Miguel, su hijo segundo, continuaba residiendo en Viena, y a la comunicación en que la regente le participaba el fallecimiento de su padre, no sólo no mostró entonces aspiraciones ambiciosas, sino que respondió que deseaba se cumpliese en todo la voluntad y lo que su hermano dispusiese como legítimo heredero de la corona; añadiendo, hipócritamente, como tendremos ocasión de ver después, que en el caso de que alguno temerariamente se atreviera a abusar de su nombre para cubrir proyectos subversivos, la autorizaba a enseñar y publicar aquella, cuándo, cómo y dónde conviniere (228). Por su parte don Pedro, o por repugnancia a regir dos estados independientes, o por otras consideraciones políticas, prefirió para sí el trono imperial del Brasil de que estaba en posesión, renunciando sus derechos a la corona lusitana en favor de su hija doña María de la Gloria, niña de siete años, y único fruto que entonces tenía de su primer matrimonio. Pero al propio tiempo otorgó al reino portugués una carta constitucional que él dictó, más parecida a la carta francesa que a los códigos que habían regido en la península. Y puso también otra condición, bien extraña por cierto, y que llevaba en sí el germen de futuros disturbios, a saber, que don Miguel tendría la regencia del reino cuando cumpliese los veinte y cinco años.

Produjo el otorgamiento de la carta gran disgusto e indignación en los absolutistas portugueses, parciales de don Miguel, que eran muchos; recelo y alarma en el monarca y los realistas españoles; esperanza y satisfacción en los liberales españoles y portugueses, en mayor número aquellos que éstos. Moviéronse los miguelistas de Portugal proclamando a su príncipe; agitáronse los realistas de España queriendo favorecer aquella causa; pero la declaración de Inglaterra en favor de los derechos de doña María de la Gloria, y el desembarco de algunas tropas británicas en Portugal aseguraron por entonces su triunfo, y la tierna princesa vino a instalarse solemnemente en su trono. Para justificar este hecho el gobierno inglés, hizo mañosamente que la corte misma de Lisboa reclamase su auxilio, suponiéndose amenazada por fuerzas de España. Sin embargo, el gobierno español, aunque había organizado ya un ejército de observación en la frontera portuguesa, procuró disimular el enojo que le causaba la conducta del inglés, aparentando no haberse querido mezclar en los asuntos de aquel reino, a cuyo fin hizo el rey publicar en forma de decreto (15 de agosto, 1826) el Manifiesto siguiente:

«La promulgación de un sistema representativo de gobierno en Portugal pudiera haber alterado la tranquilidad pública en otro país vecino, que, apenas libre de una revolución, no estuviese animado generalmente de la lealtad más acendrada. Mas en España pocos habrán osado fomentar en la oscuridad esperanzas de ver cambiada la antigua forma de gobierno; pues la opinión general se ha pronunciado de tal modo, que no habrá quien se atreva a desconocerla. Esta nueva prueba de la fidelidad de mis vasallos me obliga a manifestarles mis sentimientos, dirigidos a conservarles su religión y sus leyes; con ellas fue siempre glorioso el nombre de España, y sin ellas solo pueden tener lugar la desmoralización y la anarquía, como nos lo ha enseñado la experiencia.

»Sean las que quieran las circunstancias de otros países, nosotros nos gobernaremos por las nuestras; y yo, como padre de mis pueblos, oiré mejor la voz humilde de una inmensa mayoría de vasallos fieles y útiles a la patria, que los gritos osados de la pequeña turba insubordinada, deseosa acaso de renovar escenas que yo no quiero recordar. .

»Publicado ya en 19 de abril de 1825 mi real decreto, en que convencido de que nuestra antigua legislación es la más proporcionada a mantener la pureza de nuestra religión santa, y los derechos mutuos de una soberanía paternal y de un filial vasallaje, los más proporcionados a nuestras costumbres y a nuestra educación, tuve a bien asegurar a mis súbditos que no haría jamás variación alguna en la forma legal de mi gobierno, ni permitiría que se establecieran cámaras ni otras instituciones, cualquiera que fuese su denominación; solo me resta asegurar a todos los vasallos de mis dominios, que corresponderé a su lealtad haciendo ejecutar las leyes que solo castigan al infractor protegiendo al que las observa; y que deseoso de ver unidos los españoles en opiniones y en voluntad, dispensaré protección a todos los que obedezcan las leyes, y seré inflexible con el que osare dictarlas a su patria.

»Por tanto he resuelto se circule de nuevo el referido decreto a todas las autoridades y justicias del reino, etc.- En palacio, etc.- Al ministro de Estado.»

Con este acto terminó el ministerio del duque del Infantado, admitiendo el rey su renuncia, y nombrando interinamente para su reemplazo en la primera secretaría al consejero honorario de Estado don Manuel González Salmón (19 de agosto, 1826), persona de capacidad escasa, pero apropósito para las miras del rey, y hechura de Calomarde, que con esto llegó al apogeo de su privanza.

Solo aparente era la tranquilidad, y no infundados los recelos de la corte de Madrid por el ejemplo del gobierno nuevamente instalado en la nación vecina; puesto que no tardaron en saltar algunos chispazos en sus inmediaciones. Ciento quince soldados de caballería de la guarnición de Olivenza, guiados por dos oficiales subalternos, se fugaron a la plaza portuguesa de Yelves respondiendo al grito de libertad de aquel reino. Renovó con esto el gobierno español los terribles decretos de 17 y 21 de agosto de 1825, y en una orden circular (9 de septiembre, 1826) condenó a pena de horca a los desertores de Olivenza, y a los que los hubiesen inducido, o teniendo noticia de ello no lo declarasen luego (229). En algunos otros pueblos de España se intentó también alzar el estandarte de la libertad, si bien estos movimientos fueron fácilmente ahogados, mientras en Portugal los miguelistas, acaudillados por el general marqués de Chaves, encendían el fuego de la rebelión, que no dejaban de atizar las potencias del Norte, temerosas de que el contagio de constitucionalismo se trasmitiese a España, y aun a otros pueblos.

A pesar de todo, el ministerio francés, a quien no convenía que hubiese revoluciones a su vecindad, y que veía el estado lastimoso de España y el peligro de que pudiera encenderse una guerra civil, no dejaba de aconsejar a Fernando, como el medio que le parecía mejor para alejar aquel peligro, que modificara su sistema de gobierno, y dando más respiro a los oprimidos y teniendo con ellos una razonable tolerancia, precaviera los rompimientos a que suele conducir la tiranía y arrastrar la desesperación. Consejos tanto más de apreciar, cuanto que no se distinguía el ministerio de Carlos X de Francia por sus opiniones liberales, y en aquella sazón se malquistaba más con los hombres de aquellas ideas por el proyecto de ley represiva de la libertad de imprenta, anunciado al abrirse las sesiones de las cámaras (12 de diciembre, 1826), que había de tener que retirar, y había de ser manantial de gravísimos disgustos (230). Pero Fernando, en cuyos oídos nunca sonaba bien nada que fuese recomendación o consejo de tolerancia con el partido liberal, no obstante ser en aquellas circunstancias el que menos temores podía inspirarle, no solo respondía con mañosas y estudiadas evasivas al gabinete de las Tullerías, sino que soltaba, no sin estudio también, ante los realistas exaltados, expresiones y frases que indicaban su temor de verse obligado a variar de política en virtud de las excitaciones de la Francia.

Recogían, y comentaban, y hacían servir a sus fines estas indicaciones los que tenían interés en representar a Fernando como próximo a ceder o contemporizar con el gabinete francés y a transigir con los liberales, comprometiendo al partido realista, cuya parte más fanática, más fogosa o más vengativa, nunca satisfecha de concesiones y de privilegios, creyéndose siempre con méritos y servicios para más, ansiosa de exterminar la generación liberal, muy resentida del castigo de Bessières, tachaba a Fernando de ingrato, y en sus conciliábulos y sociedades secretas tenía hacía tiempo fraguado su plan de conjuración. Seguía siendo el ídolo de estos ultra-realistas el infante don Carlos, que con sus prácticas de devoción y de sincero fanatismo les inspiraba más confianza que el rey, y teníanle por más digno de empuñar el cetro del absolutismo intransigente y puro. No entraba en los designios de don Carlos suplantar a su hermano en el trono mientras viviese. Menos escrupulosa su esposa la infanta doña Francisca, era, acaso sin saberlo ni imaginarlo él, el alma de las intrigas de sus parciales. Y Fernando, que por medio de espías de toda su confianza sabía todo lo que pasaba, así en las sociedades secretas como en la tertulia de don Carlos, vivía hasta cierto punto tranquilo, ya por la confianza que tenía en la lealtad de su hermano, ya porque, conocedor de los medios con que contaban los conspiradores, fiaba en los de que él podía disponer para destruirlos en el caso de que la bandería exaltada intentase ponerlos en ejecución.

Tenía aquella su foco principal en Cataluña, donde había muchos que se daban a sí mismos el título de agraviados, y eran en su mayor parte jefes y oficiales del disuelto ejército de la Fe, que consideraban desatendidos o mal recompensados sus servicios, que se quejaban de que no se refrenaban con bastante rigor las aspiraciones de los liberales, que no podían sufrir que en las filas del ejército se fuera dando entrada a los oficiales purificados, y que ya cuando la sublevación de Bessières intentaron también un golpe de mano en Tortosa y en algún otro punto del Principado. Formóse, pues, lo que se llamó Federación de realistas puros. A últimos de 1820 se imprimió un escrito titulado: Manifiesto que dirige al pueblo español una Federación de realistas puros sobre el estado de la nación, y sobre la necesidad de elevar al trono al serenísimo señor Infante don Carlos. El cual concluía así: «He aquí lo que os deseamos en Jesucristo, Nos los miembros de esta católica Federación, con el favor del cielo y la bendición eterna, amen. Madrid a 1° de noviembre de 1826.- De acuerdo de esta Federación se mandó imprimir, publicar y circular.- Fr. M. del S.° S.° Secretario.»

Este folleto, que comenzó a propagarse a principios de 1827, fue atribuido por el gobierno, o al menos el ministro Calomarde en una real orden al gobernador del Consejo (26 de febrero, 1827) le atribuyó a los liberales revolucionarios emigrados en países extranjeros, y encargaba a todos los tribunales y justicias del reino persiguieran sin descanso a los autores o expendedores de aquel infame escrito, como agentes de la revolución. Era un sistema muy cómodo achacarlo todo a los revolucionarios liberales, y así se conseguían dos objetos a un tiempo, cohonestar las medidas de rigor que contra ellos seguían tomándose, y distraer la atención pública de la trama fraguada por la federación de los realistas puros. Y como si el peligro no pudiera amenazar sino de un solo lado, se mandaba reforzar todos los puntos militares de la frontera portuguesa, donde había un cuerpo de observación a las órdenes del general Sarsfield, se encargaba la pronta y eficaz ejecución del decreto sobre arbitrios para la organización de los voluntarios realistas, celebrábanse simulacros y se pasaban revistas solemnes a estos cuerpos, probando el rey y la reina sus ranchos, para ganar prestigio y popularidad entre ellos, y se los halagaba de todos modos, como si ellos solos fueran los leales, ellos los solos sostenedores del trono y de la monarquía, y como si los conflictos solo pudieran venir de los aborrecidos constitucionales.

Pronto se vio que el viento de la revolución no soplaba ahora de aquella parte. En el mismo mes de febrero (1827), y cuando el gobierno estaba designando a los emigrados liberales como autores del folleto mencionado, se estaban ya concertando y reuniendo en Cataluña aquellos realistas puros de la federación, partidarios de la antes malograda sublevación de Bessières, sobre el modo y tiempo de levantar la bandera de la rebelión en Tarragona, Gerona, Vich y otros puntos del Principado, bajo el consabido pretexto de que el rey estaba dominado por los masones, de que se iba a publicar otra vez la Constitución, y era menester, decían, ganar por la mano a los revolucionarios. Entendíanse para esto Ferricabras, Llovet, Planas, Carnicer, Bussons, conocido por Jep dels Estanys, Queralt, Puigbó, Vilella, Trillas, Solá, Codina y otros varios, casi todos oficiales y jefes que habían sido del ejército de la Fe, y de los que se llamaban agraviados. Ya en marzo apareció en los contornos de Horta una partida armada al mando del capitán Llovet, a quien había de auxiliar el coronel Trillas para apoderarse de Tortosa. Comenzaron a establecerse juntas y a circular proclamas, y designábase el 1.° de abril para el levantamiento general. Agitábase el campo de Tarragona; alzábase el grito en el Ampurdán, movíase la gente por Manresa y Vich, y bullían y comenzaban a organizarse los sediciosos en las montañas.

También se pusieron en movimiento las tropas, encargadas de sofocar la insurrección, e hiciéronlo tan activamente que lograron destruir o dispersar aquellas primeras gavillas, antes que hubiesen tenido tiempo para acabar de sublevar el país, que solo empezaba a conmoverse. Algunos de aquellos caudillos fueron aprehendidos y pasados por las armas, dando alguno de ellos a la hora de la muerte una triste prueba, y aun un escandaloso testimonio de lo que eran para él aquella religión y aquella fe que invocaban y que tenían siempre en las labios, resistiéndose a cumplir los deberes que a todo cristiano, especialmente en los últimos momentos de su vida, aquella fe y aquella religión imponen.

Entre los proclamas y papeles cogidos a los cabecillas se encontró uno impreso en papel y letra francesa, que así por esta circunstancia como por la fecha en que apareció y se publicó, y por la declaración posterior de otro de aquellos jefes, que manifestó haberlo remitido por el correo al secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, ofrece sobrado fundamento para creer fuese el mismo célebre Manifiesto que dirigía al pueblo español la Federación de realistas puros, que el ministro Calomarde en un documento solemne había atribuido a los liberales emigrados, y que de sobra debía constarle ser parto y producto de la sociedad secreta del Ángel exterminador, centro misterioso de donde había salido el plan de la rebelión de Cataluña. No sabemos si esta circunstancia influiría en el indulto que el gobierno concedió a los rebeldes catalanes (30 de abril, 1827), y que se extendió después a los jefes de la conjuración, algunos de los cuales no le quisieron admitir. Sin embargo, desde abril hasta julio pareció restablecida la tranquilidad en el Principado. Pero en este tiempo se preparaba otra mayor, y más seria, y más extensa insurrección que la que había sido sofocada. La calidad de los personajes que la prepararon y sostuvieron, las clases a que pertenecían, el objeto aparente con que procuraban cohonestarle, y el fin verdadero que se proponían, todo se ha de ir viendo, todo lo habrán de revelar los nombres y los cargos de las personas que en este sangriento drama jugaron, las proclamas de los insurrectos y de las juntas a que obedecían y que dirigían el plan, y los documentos que habremos de dar a conocer.

Después de algunas reuniones de clérigos, que eran los que con su influencia tenían dominado el pueblo catalán, reuniones que promovió también un eclesiástico de alta dignidad llegado de Madrid con instrucciones reservadas, establecióse en Manresa una junta, que se autorizó a sí misma para gobernar el Principado, llamándose Junta Superior, y dándose aires de soberana. Habíala formado don Agustín Saperes, conocido por El Caragol, y componíanla el lectoral de la iglesia de Vich don José Corrons, el domero y el vice-domero de la de Manresa, Fr. Francisco de Asís Vinader, religioso de los Mínimos, el médico don Magín Pallás, don Bernardo Senmartí, y de que eran secretarios don Juan Comas y don José Rancés. A presidirla fue don José Bussons, alias Jep delsEstanys, que ya se había levantado con trescientos hombres, dándose al Caragol la comandancia de la vanguardia de las fuerzas sublevadas y que habían de sublevarse. Cuando el jefe de las tropas que guarnecían la población había reunido los oficiales para manifestarles los temores que ciertos síntomas le hacían concebir, viose sorprendido al rayar el día 25 de agosto (1827) con los gritos de: «¡Viva la religión! ¡Viva Fernando VII!» que por todo el pueblo resonaban, junto con el toque de somatén que atronaba los aires en las torres de las iglesias. Trabada la acción entre las tropas y los realistas insurrectos, y faltando a su deber ya su lealtad algunos oficiales de aquellas, quedaron vencedores los sublevados, y enseñoreada de la población la Junta.

Puesto Saperes (el Caragol) a la cabeza de los sediciosos, publicó dos proclamas; una anunciando la instalación de la junta, otra a los españoles buenos, manifestándoles que era llegado el momento en que los beneméritos realistas volvieran a entrar en una lucha, «lucha, decía, más sangrienta quizás que la del año 20, aunque de menor duración: lucha en que va a decidirse la suerte próspera o adversa del mundo católico, y en particular la de nuestra amada España.» Y concluía con las tres siguientes disposiciones: «1° Toda persona que desde este día se entretenga en esparcir directa o indirectamente noticias melancólicas, o con sus escritos o conversaciones contra la opinión de los buenos realistas, será reputado como traidor, y enemigo de los defensores de la justa causa. 2° El sujeto a quien se le justifique estar en correspondencia con alguno de los sectarios, será tratado como espía, aun cuando no tenga roce con él. 3º Todo voluntario que trate de inspirar desaliento, o influya de algún modo para que los demás no se defiendan, será tratado como traidor vendido a los enemigos.- Manresa, 25 de agosto de 1827.- El coronel comandante general de la vanguardia, Agustín Saperes, alias, Caragol.» (231)

La Junta por su parte publicó también una alocución (31 de agosto, 1827), de que conservamos un ejemplar impreso, y reproducimos aquí literal y con su propia ortografía, para que se vea la ilustración y el gusto literario de aquellos nuevos gobernantes, que por lo menos habrían seguido una carrera eclesiástica.

«Catalanes: La Junta superior provisional de Gobierno de este principado de Cataluña, instalada en esta ciudad a los 29 de agosto del presente año, con decreto del ilustre señor comandante general de la vanguardia realista del ejército de operaciones, para restablecer las administraciones civiles y judiciales de la provincia, se dirige a vosotros por primera vez, al efecto de manifestaros los sentimientos que la animan. Ollados y combatidos de un modo aun más vil y cobarde por los agentes de la rebelión del año 1820 los soberanos derechos de nuestro carísimo objeto, don Fernando VII (Q. D. G.), quedaba este infeliz reino sujeto otra vez al duro yugo constitucional. Desde este momento ¡qué tropel de males, desgracias y descaradas persecuciones iban experimentando los decididos amantes del trono y altar! ¡Con qué agigantados pasos caminaba nuestra existencia hacia los duros grillos, cadenas, destierros y cadalsos, si la animosidad de algunos impávidos y siempre celosos españoles, arrostrando todo género de peligros, no hubieren sabido recordar la imperiosa necesidad de sacudir, mientras el tiempo lo ha permitido, la fiera esclavitud que la más negra traición nos acababa de preparar! Convencido de esto el Pueblo Catalán, tiempo hace que hubiera levantado el grito, si desgraciadamente, a causa de fines cobardes y de propio interés, no se hubiera contenido el santo ardor de un pueblo, que está resuelto a dar mil veces la vida antes de permitir que queden menoscabadas en lo más mínimo sus preciosas margaritas de Rey Absoluto y Religión. Mas por fin la divina Providencia ha hecho que desprendiéndose de todas las dificultades que el genio del mal y la cobardía presentaba a la vista, se decidiese desembarazadamente. La mayor parte de este Principado ha empezado la gloriosa empresa que visiblemente protege el todo Poderoso, de aterrar para siempre los trastornadores de la Corona y leyes fundamentales de España, contando que las demás provincias en unión con nosotros cooperarán, como cooperan ya, al feliz resultado. La ciudad de Manresa, entre nosotros, es la que ofrece un ejemplo a la faz del Universo, que quizás ni la historia antigua ni la moderna no ofrece otro igual. Catalanes: los que todavía os mantenéis fríos espectadores del resultado de la empresa que marcha tan felizmente, decidios sin más tardar. No queráis desacreditar vuestra natural fidelidad de que en todas épocas habéis dado pruebas irrefragables. Escuchad a los inmortales héroes sacrificados en la pasada revolución, que desde el silencio de su sepulcro nos están advirtiendo de cuánto somos capaces, siempre que todos elevemos nuestro patriotismo a la par de sus ilustres virtudes. Oídlos como están animándoos a redoblar vuestros esfuerzos, a dirigiros por el consejo de los sabios, a ser dóciles al Servicio Militar, y a prestaros a los sacrificios. Observadlos alentando el Ejército con el ejemplo de los esforzados defensores, y persuadiéndole al rigor de la disciplina; rigor saludable y necesario, en el cual está cifrado el éxito de las campañas y la salud de nuestra patria. Vedlos dirigiéndose a las demás provincias, excitándoles a venir a nuestra ayuda, enseñándolas cuánto deben esperar de las heroicas disposiciones que sabe producir nuestro suelo, siempre que Cataluña se vea ayudada de sus hermanas. Así sea, y quedad seguros que esta excelentísima Junta empleará todas sus luces para llenar el grande objeto a que es llamada, y que nada desea tanto como corresponder a tanta confianza con la sinceridad de sus hechos. Manresa 31 de agosto de 1827.

»Agustin Saperes, presidente.- José Quinquer Presbítero Domero Vocal.- Fr. Francisco de Asís Vinader Vocal.- Magín Pallás Vocal.- Bernardo Senmartí Vocal.

»De acuerdo de S. E. la Junta Superior del Principado,

»Juan Bautista Comes Secretario.»

Gente más fanática que avisada, en sus toscas y vulgares alocuciones, a que todos parecían muy dados, iban descubriendo las causas y fines verdaderos de la rebelión, que sus instigadores hacían estudio de ocultar. La del comandante del primer batallón de voluntarios realistas de Manresa, terminaba diciendo: «¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Viva la Inquisición! ¡Y viva la constancia para el exterminio de las sectas masónicas!» Y la del Jep dels Estanys, presidente de la Junta superior, cuando fue dado a reconocer como comandante general de las divisiones realistas del Principado, decía: «Concurrid, manresanos, españoles todos, a sostener este patrimonio de gloria, y veréis disipar la impiedad, abatirlos negros, reponer a los oficiales y demás empleados realistas que fueron separados de sus destinos con la más descamada arbitrariedad, para colocar a los exaltados constitucionales que atentaron contra la real persona de S.M.,y aun a los mismos milicianos voluntarios, en contravención a los repetidos sabios decretos de S. R. M., y acabar con todos los liberales del suelo español. Después de esta virtuosa ocupación, retiraos al seno de vuestras familias, ciertos de que vuestras casas y hogares serán respetados, vuestros derechos sostenidos, y defendidas vuestras propiedades.»

Éste hablaba a los agraviados, y se producía como agraviado. El otro proclamaba la Inquisición. Proponíanse todos exterminar los liberales, o lo que llamaban, acabar con los negros. Pero todos aclamaban a Fernando, a quien suponían dominado por los masones. Los directores ocultos del movimiento les hacían creer esto, que ellos obraban en nombre del rey para libertarle de la influencia de los constitucionales que le tenía oprimido, que peligraba la religión; y aunque de algunas declaraciones posteriores, que tenemos a la vista, se deduce manifiestamente que sonaba ya también entre ellos como bandera el nombre de don Carlos, no consta que lo hiciesen con autorización del príncipe. El espíritu que impulsaba la rebelión era completa y abiertamente teocrático. El clero catalán, fanático e ignorante, logró fascinar y arrastrar en este sentido aquellos naturales, tan valientes como crédulos; y en cuanto a la ignorancia relativa de unos y otros, no debe causar maravilla, cuando los profesores de la universidad de Cervera habían dicho al rey en una exposición (11 de abril, 1827): «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir, que ha minado por largo tiempo… con total trastorno de imperios y religión en todas las partes del mundo.» (232)

Igual levantamiento que en Manresa se verificó en Vich. Aquí el impulso le había dado evidente y descaradamente el clero. Juntas celebradas en el monasterio de Ripoll, a que asistieron algunos prelados y abades; reuniones tenidas en el convento de Capuchinos de Vich; sermones en que se excitaba a una cruzada de exterminio; y hasta la visita hecha por el prelado a pueblos de la diócesis, puesto que los visitados fueron los que más vigorosamente alzaron y sostuvieron el estandarte de la rebelión; tales fueron los elementos que de público la prepararon, y le dieron un tinte marcado de teocrática (233). Estallaron igualmente rebeliones en Tarragona, Reus, Solsona, Gerona y Lérida. Los hombres ricos y hasta las familias medianamente acomodadas, huyendo de las exacciones con que los acosaban los rebeldes, buscaban un asilo en Barcelona, afluyendo en tanto número, que fue necesario tomar medidas y precauciones para su alojamiento, por temor de que se desarrollase una epidemia. Debemos, sin embargo, decir, en obsequio a la verdad y para honra suya, que los reverendos prelados de Tarragona, Barcelona, Gerona y Lérida habían publicado pastorales, llenas de unción y de espíritu evangélico, exhortando a los fieles catalanes a la paz, a la obediencia al legítimo soberano, y desvaneciendo las maliciosas y siniestras voces que los fautores de la rebelión esparcían sobre la cautividad en que éste se hallaba.

El capitán general de Cataluña, marqués de Campo Sagrado, se preparó a restablecer el orden con la escasa fuerza del ejército que tenía, y reprodujo los célebres decretos de 17 y 21 de agosto de 1825 sobre las partidas de rebeldes. Las noticias de aquellos sucesos causaron en Madrid verdadera y profunda alarma. El ministro de la Guerra dio inmediatamente instrucciones enérgicas y severas al capitán general del Principado para que persiguiera a los revoltosos, ordenándole, entre otras cosas, la disolución de los batallones realistas de Manresa y de Vich, la formación de consejos de guerra para juzgar a aquellos y a sus auxiliadores con arreglo a los decretos vigentes, la destitución de los gobernadores de plazas y castillos que mostrasen debilidad o poca vigilancia, y ofreciéndole que iria pronto un general con suficientes fuerzas y revestido de amplias facultades por el rey. El general que se destinaba era el conde de España. El monarca por su parte manifestó en un decreto al Consejo, que si antes en los movimientos de Cataluña como padre no había visto más que un alucinamiento, ahora como rey veía la sedición, y daba las órdenes para que las bandas de los sublevados fuesen deshechas y escarmentadas (11 de septiembre, 1827). Mas como lejos de apagarse el fuego de la rebelión amenazara propagarse a los reinos de Aragón y de Valencia, anunció Fernando de un modo solemne (18 de setiembre), que queriendo examinar por sí mismo las causas de las inquietudes de Cataluña, y confiando en que su presencia contribuiría poderosamente al restablecimiento de la tranquilidad, había resuelto trasladarse en persona al Principado, llevando solamente consigo una corta escolta y al ministro de Gracia y Justicia, y dejando a la reina y a toda la real familia en el real sitio de San Lorenzo.

Partió en efecto Fernando del Escorial el 22 de septiembre (234), y el 28 llegó a Tarragona, después de haber recibido en las poblaciones del tránsito agasajos y ovaciones, y obsequiádole el arzobispo y cabildo de Valencia, no obstante el recelo y prevención con que le habían hecho mirar esta ciudad, con un donativo de cuatrocientas onzas de oro. Las gentes agolpadas a una y otra orilla del Ebro le saludaban con entusiasmo. Y sin embargo, no había faltado quien, so color y a la sombra de aquellas mismas demostraciones de regocijo, concibiera el designio de apoderarse de su persona con un numeroso cuerpo de voluntarios realistas que había de salir como a recibirle; designio que supo y frustró el jefe de Estado mayor don José Carratalá, situado con su columna a las inmediaciones de Reus. Alojóse el rey en el palacio episcopal, y el mismo día que llegó dirigió la siguiente alocución a los habitantes del Principado:

EL REY.

«Catalanes: Ya estoy entre vosotros, según os lo ofrecí por mi decreto de 18 de este mes; pero sabed que como padre voy a hablar por última vez a los sediciosos el lenguaje de la clemencia, dispuesto todavía a escuchar las reclamaciones que me dirijan desde sus hogares, si obedecen a mi voz, y que como rey vengo a restablecer el orden, a tranquilizar la provincia, a proteger las personas y las propiedades de mis vasallos pacíficos que han sido atrozmente maltratados, y a castigar con toda la severidad de la ley a los que sigan turbando la tranquilidad pública. Cerrad los oídos a las pérfidas insinuaciones de los que asalariados por los enemigos de vuestra prosperidad, y aparentando celo por la religión que profanan y por el trono a quien insultan, solo se proponen arruinar esta industriosa provincia. Ya veis desmentidos con mi venida los vanos y absurdos pretextos con que hasta ahora han procurado cohonestar su rebelión. Ni yo estoy oprimido, ni las personas que merecen mi confianza conspiran contra nuestra santa religión, ni la patria peligra, ni el honor de mi corona se halla comprometido, ni mi soberana autoridad es coartada por nadie. ¿A qué, pues, toman las armas los que se llaman a sí mismos vasallos fieles, realistas puros y católicos celosos? ¿Contra quién se proponen emplearlas? Contra su rey y señor. Sí, catalanes, armarse con tales pretextos, hostilizar mis tropas y atropellar los magistrados, es rebelarse abiertamente contra mi persona, desconocer mi autoridad y burlarse de la religión, que manda obedecer a las potestades legítimas; es imitar la conducta y hasta el lenguaje de los revolucionarios de 1820; es, en fin, destruir hasta los fundamentos las instituciones monárquicas, porque si pudiesen admitirse los absurdos principios que proclaman los sublevados, no habría ningún trono estable en el universo. Yo no puedo creer que mi real presencia deje de disipar todas las preocupaciones y recelos, ni quiero dejar de lisonjearme de que las maquinaciones de los seductores y conspiradores quedarán desconcertadas al oír mi acento. Pero si contra mis esperanzas no son escuchados estos últimos avisos; si las bandas de sublevados no rinden y entregan las armas a la autoridad militar más inmediata a las veinte y cuatro horas de intimarles mi soberana voluntad, quedando los caudillos de todas clases a disposición mía, para recibir el destino que tuviese a bien darles, y regresando los demás a sus respectivos hogares, con la obligación de presentarse a las justicias, a fin de que sean nuevamente empadronados; y por último, si las novedades hechas en la administración y gobierno de los pueblos no quedan sin efecto con igual prontitud, se cumplirán inmediatamente las disposiciones de mi real decreto de 40 del corriente, y la memoria del castigo ejemplar que espera a los obstinados durará por mucho tiempo. Dado en el Palacio arzobispal de Tarragona a 28 de septiembre de 1827.- Yo El Rey.- Como Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo de Calomarde.»

La situación de Cataluña era en verdad seria y alarmante. La revolución se había generalizado, y para combatir a treinta batallones de realistas contábase apenas una mitad de fuerza de tropa de línea, y con ella el marqués de Campo Sagrado se había limitado por el pronto a guarnecer y asegurar las plazas de guerra. Solo una columna mandada por el brigadier Manso hacia esfuerzos no infructuosos por contener los insurgentes hasta la llegada del conde de España con nuevas fuerzas. La insurrección, sin embargo, estaba torpemente coordinada y mal sostenida. La hipocresía de los promovedores ocultos de ella era causa de que no se hubiese enarbolado una enseña determinada y clara, y esto producía quejas de los mismos jefes insurrectos, que recelosos de ser vendidos por los mismos que habían impulsado la rebelión, en sus desahogos iban revelando todo el plan que con gran estudio se había querido tener embozado. Tal sucedió con uno de los primeros caudillos, don Jacinto Abrés, el Carnicer, alias Píxola, que después de haberse batido cuatro veces, de tener bloqueada la plaza de Gerona, y de haberse visto obligado a curarse la fractura de una pierna en Vich, al observar lo poco que le parecía agradecerle y pagarle sus trabajos y servicios, dio y circuló desde Llagostera (22 de septiembre, 1827) la importante proclama siguiente:

«Catalanes: Tiempo es ya de romper mi silencio para vindicarme con vosotros de la calumnia con que nos acusan todos los obispos del Principado en sus respectivas pastorales, atribuyendo nuestros heroicos hechos a ser obra de sectarios jacobinos: borrón que estoy sintiendo sin que pueda dejar de manifestarlo: nada de eso, muerte a éstos es lo que hemos jurado. Algunos de éstos mismos prelados saben bien que los que ahora llaman cabecillas desnaturalizados nos hicieron saber palpablemente que el rey se había hecho sectario, y que si no queríamos ver la religión destruida, debía elevarse al trono al infante don Carlos: que en esta empresa estaban comprometidos los consejeros de Estado, Fray Cirilo Alameda, el duque del Infantado, el Excmo. señor don Francisco Calomarde, ministro de Gracia y Justicia, el inspector de voluntarios realistas don José María Carvajal, y otros varios personajes de primera jerarquía, contando con cuantos recursos eran precisos, tanto nacionales como extranjeros. Después que se vio el espíritu del pueblo, prohibieron los primeros vivas para realizarlos cuando ya estaba formada la fuerza. Ya estamos con ella, ¿y qué es lo que han hecho? Dejarnos en la estacada, sin salir a nuestra ayuda los que estaban conformes, porque ven el peligro, y no quieren exponerse a perder sus pingües prebendas y destinos; y uno de los que fueron órganos para hacernos salir al campo lo envían luego a la corte: éste, luego que vio al rey, se encargó de hacer desaparecer a todos los que juramos morir antes que admitir composición alguna. Romagosa, éste es el que llevado de su egoísmo pretende dejarnos sin fuerza, y entregar a los jefes para que se nos castigue, en lo que nada pierden ni él ni los que los dirigen, con tal que ellos consigan avasallar al rey, haciendo en favor propio lo que se les antoje, aunque sea con el precio de nuestras cabezas. Aquí tenéis descubierto el plan de los que nos vilipendiaron llamándonos seducidos por negros.- Es pues llegado el caso, compatricios míos, de que todos nos unamos contra nuestros enemigos; al rey lo tienen oprimido y engañado, y los egoístas empiezan a vacilar, porque temen; no hay que desmayar; los principales agentes continúan en favor nuestro por ser mutua la causa que nos obliga a poner en actitud hostil.- Religión, trono sin mancha, valor y constancia sea nuestra divisa, y despreciando a traidores y sectarios, formemos un muro impenetrable contra los malvados; así seremos felices, y nos bendecirán nuestros hijos.- Llagostera, 22 de septiembre de 1827.- Pixola.» (235)

No faltaban motivos a este partidario para pensar de Romagosa de aquella manera; y en cuanto a Calomarde, tanto contaban con él y le tenían por suyo los apostólicos, que aun después de saber que acompañaba al rey, todavía jefes tan principales de bandas como era el Caragol escribían a Madrid confiados en que Calomarde no les habría de faltar. Su conducta en Tarragona los sorprendió, y le hizo aborrecido de aquellos mismos apostólicos a quienes tantos compromisos parecía haber ligado anteriormente. El desgraciado Carnicer, (a) Píxola, autor de aquella proclama, fue de los que tuvieron la mala suerte de caer en poder de las tropas, y mandado conducir a Tarragona por el conde de España, aumentó allí la lúgubre galería de los ajusticiados, de que luego habremos de hablar.

Veamos ya el efecto que produjo la presencia del rey en Cataluña.

A la voz del monarca, a su llamamiento y al ofrecimiento de indulto, expresados en la alocución de 28 de septiembre, respondieron desde luego deponiendo las armas y acogiéndose a la clemencia del soberano no pocos grupos de sediciosos, algunos con sus jefes o caudillos a la cabeza. Puesto por otra parte en movimiento con sus fuerzas el conde de España, y auxiliado en sus operaciones por las columnas que guiaban Carratalá, Munet y Manso, iba por todas partes arrollando sin gran dificultad las masas de voluntarios realistas que intentaban resistirle, y después de ocho días de fáciles triunfos en la montaña de Castellvit, Valls, Villafranca, Martorell y el Bruch, hallóse frente de Manresa, asiento de la Junta Suprema y foco principal de la insurrección. Atemorizada la Junta con la aproximación del conde, huyó cobardemente a esconderse en la montaña por la parte de Berga. Una comisión del ayuntamiento se presentó al general, asegurándole que no quedaba en la ciudad un solo hombre armado, en cuya confianza entró en ella el conde de España, acompañado de sus tres ayudantes, el marqués de la Lealtad, el conde de Mirasol y don Manuel La Sala. Dirigiéronse los cuatro a la iglesia del convento de Santo Domingo; después de haber orado un corto espacio, antojóseles abrir una puerta que conducía al patio: ¡cuál sería su sorpresa al encontrar en él un batallón de realistas formado y descansando sobre las armas, y varios frailes contemplándolo apoyados en la barandilla de la escalera! «Ustedes, les dijo el conde con imponente acento, serán las primeras víctimas. Yo no podré contener a los batallones de la Guardia que vienen tras de mí, cuando vean que se los ha engañado, que aun hay quien tiene las armas en la mano contra la autoridad soberana del rey. ¡Estos desgraciados van a pagar culpas que no tienen!» Bajaron la cabeza los frailes, y se subieron silenciosos a sus celdas (8 de octubre, 1827.)

El marqués de la Lealtad corrió en busca de un batallón de la Guardia. El de realistas fue desarmado. Subió a las celdas el conde de España, donde reconvino en términos fuertes y duros a los religiosos. No quiso aceptar del ayuntamiento una comida que tenía preparada para obsequiarle, y mandó que se llevara a los presos de la cárcel. Alojáronse las tropas en las casas. De entre los prisioneros, el ex-individuo de la Junta don Magín Pallás, y algunos otros acrecieron después el catálogo de las víctimas de Tarragona que habrá de desplegarse horrible a nuestros ojos.

Siguiendo sus operaciones el conde de España, emprendieron las tropas su marcha para Berga, donde se hallaba Bussons, (a) Jep dels Estanys, con mil quinientos hombres, con los cuales rompió un vivo fuego contra sus perseguidores, pero cargando éstos a la bayoneta, fueron aquellos arrojados de la villa, dispersándose desordenadamente. Bussons logró salvarse con unos pocos; los demás se fueron presentando, ahorrándose con eso muchas lágrimas y mucha sangre. Continuando su victoriosa marcha las tropas, presentáronse delante de Vich. Una diputación de la ciudad salió a ofrecer al conde su sumisión, y un canónigo que iba en ella le manifestó llevaba encargo del prelado de hacerle presente que en su palacio le tenía preparado aposento y mesa para sí y para su Estado mayor. «Sírvase V. S. decir al señor obispo, le contestó el de España con aparente dulzura, que los capitanes generales del rey no hacen la primera visita a nadie: que con lo que S. M. me da tengo bastante para mantenerme, y si algo me hace falta, echaré mano de lo de mis ayudantes.» Y para hacer sentir con un acto de desprecio y de afrenta cierta mortificación a un pueblo que de tal modo había faltado a la lealtad debida a su soberano, dio orden de que las tropas entraran, no batiendo las cajas marcha española, sino el aire de la canción vulgar llamada Las habas verdes. Hízose así, sufriéndolo los habitantes de Vich tan mustios como iban alegres y burlones los soldados.

Represión de liberales en Barcelona, custodiados por Mossos d'Esquadra bajo la supervisión del Conde de España

Represión de liberales en Barcelona, custodiados por Mossos d’Esquadra bajo la supervisión del Conde de España

Recordará el lector la parte que el reverendo obispo de Vich había tomado en excitar y fomentar la insurrección. Pues bien, cuando este prelado pasó a visitar al conde de España a su alojamiento (13 de octubre, 1827), visita que el conde preparó de modo que la presenciara su Estado mayor, entablóse entre los dos personajes, después del primer saludo, un interesante y curioso diálogo. Como el obispo expusiese que sentía no haber podido evitar los males que habían sobrevenido, replicóle el conde que no lo habría procurado mucho cuando en su casa se habían celebrado las juntas, y a un clérigo de su diócesis se había nombrado vice-presidente de la de Manresa. Y después de algunas consideraciones sobre los deberes de los prelados españoles para con su rey, «¿Recuerda V. S. I, le dijo, lo que sucedió en el siglo XVI con el obispo de Zamora (aludiendo al obispo Acuña, que fue ahorcado en Simancas)? Pues aquella escena puede repetirse ahora, si el rey Católico lo manda.»-Buscando el prelado en su aturdimiento algún medio de sincerarse, replicóle el conde que había faltado al rey, como vasallo, como autoridad, y como prelado de la Iglesia, denostándole y reprendiendo severamente su conducta. Salió el prelado silencioso y mohíno; el conde le acompañó hasta el pie de la escalera, donde le despidió besándole respetuosamente el anillo. En el parte al gobierno decía el de España: «Sírvase V. E. decir a S. M. que esto he hecho como capitán general del Principado, presidente de su real Audiencia; y que como católico, he acompañado a S. Illma. por la escalera, y le he besado la mano: pero no he reparado me echara su santa bendición.» (236)

Vencida la insurrección en sus principales baluartes, pudo ya sin dificultad el conde de España perseguir y destruir los restos que de ella quedaban, destacando columnas a los diferentes puntos infestados aún por dispersas cuadrillas. El brigadier Manso ahuyentó los rebeldes de Olot, y los acosó por las asperezas de las montañas. Fugitivo Bussons, anduvo errante con su asistente por los más fragosos sitios de las de Berga. Por último, las gavillas del Ampurdán y comarcas limítrofes fueron arrojadas hasta la frontera de Francia, en corto número ya, porque las más se sometieron presentando sus armas y acogiéndose al indulto. Vilella, Rafi Vidal, Castán y otros jefes de bandas fueron de los presentados, dándose así por terminada militarmente la insurrección de los agraviados, o malcontents, como ellos se decían, que a haber estado mejor dirigida y organizada habría sido muy difícil de sofocar o de vencer.

De propósito no hemos dicho nada todavía, reservándolo para este lugar, de la rebelión de Cervera, en atención a la singularidad del personaje, al parecer novelesco, que allí figuró más, y dio impulso y alma al movimiento. Era este personaje una bella y agraciada joven, huérfana, hija de padres nobles y ricos, rica ella también de imaginación y de fanatismo político y religioso, ávida de grandes emociones y empresas. Llamábase Josefina Comerford; había nacido en Tarifa en 1798; de tierna edad cuando perdió a sus padres; esmeradamente educada después en Irlanda al lado y cuidado de su tío el devoto conde de Briás; versada en las lenguas vivas; imbuida en un espíritu religioso exagerado, que avivaron las relaciones que adquirió en sus viajes por Alemania e Italia, y principalmente en Roma; conservando afición a España, su país natal, volvió a él, desembarcando en Cataluña, donde eligió por confesor suyo al padre Marañón, religioso de la orden de la Trapa, conocido por lo mismo por El Trapense, perseguidor y azote de los liberales, hasta el punto de ser reprobada su conducta por el mismo Fernando, que le destituyó del empleo de comandante general de la Rioja, mandándole volver a su convento. En íntima amistad Josefina con el padre Marañón, siguióle en sus excursiones, haciendo servicios al absolutismo, que la Regencia realista de Urgel premió en 1823, agraciándola con el título de condesa de Sales.

Hallábase en 1825 en Manresa, cuando a petición del intendente de policía del Principado fue arrestada y conducida a Barcelona, donde se le dio la ciudad por cárcel, hasta diciembre del mismo año que se la puso en libertad. Cuando se preparaba la insurrección de Cataluña, so pretexto de haber declarado los doctores de la universidad de Cervera energúmena a una doncella que Josefina había dejado allí, obtuvo permiso y pasaporte del capitán general para trasladarse a aquella ciudad (mayo, 1827). A poco tiempo empezó a fomentar y dirigir la sublevación. Las reuniones se celebraban en su casa y bajo su presidencia (237) ; dábanle el título de generala, y merecíalo bien, a juzgar por su resuelto y varonil espíritu y por el aliento y ánimo que inspiraba a los demás. «Cuando falte un jefe, les decía, yo montaré a caballo con sable en la cintura, y me pondré a la cabeza de mis sublevados.» A su impulso, pues, se formó la junta; se acordó la insurrección, y picado el amor propio de los congregados al ver excitado su valor por una mujer, joven, bella y entusiasta, juraron pelear hasta vencer. El acta del levantamiento decía: «Convocados y congregados en la casa habitación de doña María Josefa Comerford, condesa de Sales, en los días 2 y 3 del corriente septiembre, y año de 1827, para tratar asuntos a favor de S. R. M. y Santa Religión, y contra todo sectario… los individuos que componen la junta, etc.» (238)  La misma heroína dio instrucciones a cada uno de los que habían de marchar a la cabeza de los sublevados. Así se hizo el alzamiento de Cervera, que tuvo el mismo término que los demás de Cataluña que dejamos referidos.

También se habían destacado algunas partidas para poner en movimiento los elementos con que contaban en Aragón, pero frustró sus planes el barón de Meer, encargado de la persecución y exterminio de aquellas. En Valencia hizo el general Longa el buen servicio de prevenir el conflicto con maña y astucia, comprometiendo a estar a su lado a los mismos que tenían proyectado levantarse. Pero la trama era tan general, que hasta en la misma provincia de Álava y a la legua y media de Vitoria se alzó con una partida don Asensio Lanzagarreta. Merced al celo y decisión de las autoridades de aquellas provincias, la gavilla de insurrectos, después de haberse corrido a Guipúzcoa y Vizcaya, sucumbió en este último punto, incluso el jefe Lanzagarreta, a manos de los realistas que se mantuvieron fieles.

Dada ya por segura la pacificación de Cataluña, dispuso Fernando (12 de octubre, 1827) que la reina su esposa se trasladara a Valencia, donde él iría a recibirla, con objeto de visitar después juntos algunas provincias y reanimar el espíritu de los pueblos. Hízolo así la modesta y virtuosa Amalia, sin que la molestaran en el viaje con ruidosos festejos, que así lo tenía muy recomendado Fernando, y era también lo que agradaba más al carácter de la reina. El rey por su parte salió oportunamente de Tarragona, y llegó a Valencia (30 de octubre, 1827) a tiempo de adelantarse a esperar y recibir a su augusta consorte, haciendo juntos su entrada en la ciudad al siguiente día, y ocupando el alojamiento que el general Longa les tenía a sus expensas preparado con admirable gusto y riqueza. Diez y ocho días permanecieron los reyes en la bella ciudad del Turia, recibiendo todo género de homenajes, ovaciones, agasajos y demostraciones de afecto y lealtad, no solo de parte de todas las clases y corporaciones de la capital, sino de los pueblos todos de aquella provincia y sus limítrofes; que afluían ansiosos de besar la mano del monarca, o de contemplarle y vitorearle, y de participar de los festejos, espectáculos y regocijos públicos con que a porfía procuraban aquellos habitantes, al mismo tiempo que mostrar su entusiasmo por el monarca, hacer agradable la estancia de sus augustos huéspedes.

Mas al tiempo que tan alegremente celebraba la reina del Guadalaviar la honra y la satisfacción de hospedar a sus soberanos, escenas de muy diferente índole se estaban representando en Tarragona, y llenando de estupor aquellos habitantes. En la mañana del 7 de noviembre (1827) retumbaron dos cañonazos en el castillo; inmediatamente se vio enarbolada una bandera negra: a poco rato aparecieron a la vista horrorizada del público dos cadáveres suspendidos de la horca… Eran los del coronel don Juan Rafi Vidal, y del capitán graduado de teniente coronel don Alberto Olives, los que habían promovido la insurrección en el corregimiento de Tarragona, pero que habían depuesto las armas y entregádose a la indulgencia y a la generosidad del rey (239). A los pocos días (18 de noviembre, 1827), tres cañonazos y una bandera negra anunciaron a la primera hora de la mañana otras ejecuciones; y no tardaron en aparecer tres cadáveres colgados de la horca. Eran éstos los del teniente coronel don Joaquín Laguardia, don Miguel Bericart, de Tortosa, y don Magín Pallás, de Manresa. Siguieron a estos suplicios, con el mismo misterioso y lúgubre aparato, los de Rafael Bosch y Ballester, teniente coronel sin calificación, jefe de los sublevados de Mataró y Gerona, de Jacinto Abrés, el Carnicer (a) Píxola, uno de los más decididos y valientes caudillos de la insurrección, y de Jaime Vives y José Rebusté (240).

Fueron aquellos suplicios mirados con general repugnancia y horror, no porque se extrañara ver empleado todo el rigor de la justicia contra los jefes de los insurrectos, aunque a algunos parecía garantirlos el haberse acogido voluntariamente a la munificencia del rey, sino principalmente por la forma con que se los revestía. Por desgracia más adelante habremos de ver cuán de la afición del conde de España se hicieron estas ejecuciones sangrientas, estas escenas horribles, estas formas inquisitoriales y bárbaras, practicadas, no ya con los que se habían rebelado y empleado las armas contra su rey, sino con los mismos que le habían ayudado a vencer la rebelión.

Arrestada fue también por el conde de Mirasol (18 de noviembre, 1827) la célebre Josefina Comerford, a quien se halló en la casa de don Guillermo de Roquebruna, dignidad de hospitalero en la catedral de Tarragona. Sabida y evidente era la parte que había tomado en el levantamiento; halláronse en su poder documentos que lo acreditaban, apuntes de la correspondencia que seguía en Francia, Italia y Alemania, y en las provincias españolas; libros de guerra; una lista de mujeres célebres, y recetas para objetos, propios unos de guerrero, propios otros de mujer, y de mujer no virtuosa. Sus respuestas a las declaraciones que se le tomaron y cargos que se le hicieron, cuya relación hemos visto, fueron, acaso muy estudiadamente, incoherentes y vagas. Gracias pudo dar a que, atendidos su sexo y su clase, se la sentenciara a ser trasladada y recluida en un convento de Sevilla, para que con la soledad y el silencio del claustro pudiera la revolucionaria de Cervera y la amiga del padre Marañón meditar sobre su vida pasada y llorar sus extravíos (241).

El 19 de noviembre (1827) partieron los reyes de Valencia para Tarragona, donde llegaron el 24, siendo recibidos por un gentío inmenso con entusiastas vivas y aclamaciones. El conde de España pasó con sus tropas a Barcelona, de cuya ciudad y fuertes tomó posesión como capitán general del Principado, evacuándolos en el mismo día (28 de noviembre) las tropas francesas, con arreglo a lo convenido entre los dos monarcas, español y francés, y recibiendo el comandante y jefes de aquella división auxiliar condecoraciones y otros testimonios de aprecio y gratitud de manos de Fernando. Sintieron, y con razón, los liberales barceloneses la salida de la guarnición francesa, porque ella había sido su escudo contra las proscripciones de que eran víctimas los constitucionales en el resto de España, donde no los amparaban las armas extranjeras. Los de Barcelona vaticinaron bien, y comenzaron luego a experimentar lo mismo que habían recelado.

Los días que los augustos huéspedes permanecieron en Tarragona pasáronlos recibiendo los plácemes y felicitaciones con que los abrumaban, no solo las corporaciones todas de la ciudad, sino también las comisiones que en número considerable acudían diariamente de los pueblos, dando a los reyes y dándose a sí mismos el parabién por la pronta y feliz terminación de la guerra; siendo tal algunos días la afluencia de forasteros, que les era difícil encontrar albergue. Con iguales demostraciones fueron acogidos los regios viajeros en Barcelona, donde entraron el 4 de diciembre (1827), agradecida además la ciudad por haber sido declarada en aquellos días puerto de depósito. Había el rey ordenado que en todos los templos de España se cantara el Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso por el restablecimiento de la paz, y él mismo asistió al que se cantó en la catedral de Barcelona, después de lo cuál, acompañado del clero y cabildo, pasó a la sala capitular, donde, prestado el correspondiente juramento, tomó posesión de la canongía que en aquella santa iglesia tienen los reyes de España, retirándose luego a su palacio en medio de un gran concurso que se agolpaba a vitorearlos.

Así siguieron el resto de aquel mes y año, ya visitando ellos los establecimientos religiosos y de caridad, ya asistiendo a los espectáculos, ya destinando las demás horas a recibir a los que acudían a ofrecerles sus respetos y homenajes. Solo no participaba de la general alegría el partido liberal, numeroso en Barcelona, y hasta entonces el menos atropellado, merced a la estancia y a cierta especie de protección de las tropas francesas. Mas luego que éstas abandonaron la ciudad, el conde de España mandó presentar en las casas consistoriales a todos los que habían pertenecido a la extinguida milicia nacional, so pretexto de averiguar si conservaban armas, uniformes o municiones. Hasta seis mil se reunieron en la plaza pública, permaneciendo hasta más de las once de la noche, en que el Acuerdo dispuso que se retirasen, verificándolo ellos silenciosos y pacíficos, acaso contra las esperanzas y los deseos del general, que habría querido que de aquella aglomeración resultara pretexto para tratar a los concurrentes como perturbadores del orden público. Aun sin él hizo salir de la provincia a todos los oficiales procedentes del ejército constitucional, dejando sumergidas en llanto muchas familias. No era esto más que leve amago de las lágrimas que había de hacer derramar el desapiadado conde, y de los grandes infortunios con que había de enlutar aquella grande y hermosa población. Dejémosle ahora preludiando este funesto período, que tiempo tendremos de afligirnos con los desventurados.

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Cualquiera, particular, individuo, persona

Ser un cualquiera

De la misma manera que en los árboles del bosque no brotan dos hojas iguales así tampoco nacen dos individuos iguales en el género humano. Cada uno es un yo único e irrepetible, un individuo sin copia exacta posible, un ser vivo que no puede clonarse.

Nadie piense sin embargo que ese yo tan íntimo y tan suyo es siempre íntimo y propio de la misma manera, pues le sucede lo mismo que al agua, que sin dejar de ser agua, puede hallarse en tres estados diferentes: sólido, líquido y gaseoso. Si fuera cierto lo que dijo Tales de Mileto, el agua podría hallarse en muchos más estados todavía, porque podría encontrarse como piedra, diamante, matorral o leopardo.

Lo primero que puede ser el yo es uno más entre tantos como existen, un cualquiera, es decir, un don nadie. Este es un estado que se ha generalizado con tal fuerza en nuestra época que todos nos hallamos forzosamente en él en un momento u otro a lo largo de cada día de nuestra. Muchos no se darán cuenta de ello, pero será por lo mismo que el pez en el agua, porque nunca salen de él. De ahí que sean muy pocos los que piensan siquiera en entenderlo y menos aún en evitarlo, cosa que, por otro lado, sería imposible aunque se lo propusieran. Sería además seguramente indeseable, por más que pueda parecer un mal.

Esta fase de ser uno más en una multitud de desconocidos, un cualquiera que apenas cuenta para nada, la fase más común de ser uno mismo en el presente, es una inevitable. Cualquiera puede verlo con claridad con solo pararse un momento a pensar lo que sucede cuando compra una prenda de vestir. Una chaqueta o una camisa de la talla 42 no se han tejido para Don Fulano de Tal y Tal, para alguien diferente de todos los otros, para un yo único con sus señas de identidad intransferibles, sino para todos los que se ajusten a esa medida, que seguramente se contarán por decenas de miles y hasta por millones de iguales, de los que no importan en absoluto sus cualidades personales, a veces ni siquiera las físicas. Con tal de que pueda, mal que bien, enfundarse una de esas prendas, lo demás importa poco o nada. Obsérvese que no se ajusta la prenda al sujeto, sino el sujeto a la prenda. Ya pasó la época de los sastres, que ajustaban el traje a las circunvoluciones del sujeto.

¿Acaso podría subsistir la industria manufacturera si no fuera así, si el aumento de la población no hubiera traspasado un cierto umbral por cuya causa todos hemos pasado a ser gotas de agua iguales y confundidas en un mismo mar? ¿Es que no era necesario dejar de ser alguien y empezar a ser algo para que floreciera la producción de bienes económicos? La industria de la alimentación, la del calzado, las comunicaciones terrestres, aéreas, telemáticas y de toda suerte, la fabricación de coches, la construcción de viviendas, etc., ¿no requieren todas ellas la existencia de millones y millones de hombres con los mismos gustos, inclinaciones, hábitos, ideas y creencias? Ni una sola de esas actividades puede existir en una pequeña población de hombres que tienen como único programa de vida el ser diferentes.

Las formas de alimentarse, sentir, pensar, vestirse, relacionarse, creer y otras muchas más descienden de manera natural a una medianía uniforme cuando todos nos convertimos en unos cualesquiera, en unos don nadie. Una vez dado este paso, no hay retorno posible. Querer volver atrás equivale a desear que casi toda la población pase hambre, que vuelva el analfabetismo, que se extinga el sistema democrático, que una inmensa mayoría carezca de techo, etc. Además, es querer algo imposible. Las aguas del río nunca remontan su cauce.

No es lo mismo alimentar a diez individuos que alimentar a diez millones. La comida no puede tener el mismo gusto. Pero se gana mucho con esto, pese a los agoreros, pues se consigue que diez millones no pasen hambre.

En democracia tienen que valer lo mismo la opinión de Agamenón y la de su porquero: cada hombre un voto. Esto es inevitable, piense lo que piense Agamenón o piense lo que piense su porquero. Los nobles, los notables, solo pueden serlo entre inferiores. La democracia solo funcionará si nivela a todos rebajando a los nobles hasta la altura de los plebeyos. Por eso hubo de extinguirse en la antigua Atenas, porque entonces los individuos sobresalían demasiado. Los hombres libres no pasaban de treinta o cuarenta mil y eran los únicos que tenían derecho a hablar en la boulé, a proponer y votar leyes, a ser designados jueces o estrategas, es decir, eran los únicos que tenían derechos políticos. Los demás, o sea las mujeres, los esclavos, los metecos, los extranjeros, los menores de dieciocho años y los delincuentes no contaban para la política.

Es obvio que si la masa de partícipes aumenta el sistema no puede seguir siendo el mismo, pues entonces aparecen fenómenos nuevos, de la misma manera que al aumentar el número de moléculas de un gas aparece la presión. Cien o doscientas moléculas no lo consiguen. Es necesario que se cuenten por grandes cantidades, por billones e incluso trillones. Tiene que haber algún umbral que, una vez traspasado, haga que el conjunto sea diferente. Lo mismo ocurre en política. No es lo mismo un sistema democrático para treinta mil individuos que para cuarenta y cinco millones. Dar el mismo nombre a la forma de regirse que tuvieron los atenienses durante casi dos siglos y a la que tenemos en el presente es engañarse vanamente. O alimentar ilusiones vanas por parte de los demagogos para adormecer mejor a la gente.

Aquella democracia genuina, que prohibía los partidos porque eran una amenaza para las individualidades, no ha vuelto a darse nunca. Creer que la nuestra es continuación suya o que se le parece en algo es como creer que se está bebiendo un buen vino por haberse servido un vaso de un tonel de agua de diez mil litros donde antes se ha derramado una botella de Jerez. Es seguro que en el vaso hay algunas moléculas de vino, pero sabe a agua. En la democracia actual no puede haber demasiadas moléculas de genialidad política, porque le habría llegado su final. Para asegurar su futuro tiene que haber una inmensa masa de ciudadanos que no pasen de ser unos cualesquiera y que voten, callen y no molesten demasiado. A ninguno de ellos se le debería pasar por la cabeza que se tenga en cuenta su voto particular como expresión única y razonada de opiniones políticas. Su voto tiene más bien que perderse en la enumeración estadística de los ordenadores del Ministerio del Interior. Estas cosas son así forzosamente.

La ciencia que se trata de ilustrar a todo el mundo mediante planes generales de enseñanza programados por leyes de nombre pomposo tampoco puede ser lo mismo cuando la ponen en marcha diez o quince sabios en el siglo XVII, que cuando, comprimida en manuales fáciles de digerir, transmitida en sesiones mecánicas por dictámenes ministeriales, estructurada y domesticada en programas o curricula, se muestra a una masa de individuos que apenas tienen interés en ella y no pueden verla más que como una dedicación tediosa. La mente del común de los mortales no soporta más que unos pocos gramos de aprendizaje exigente y continuado. Hay que darles poco y en pequeñas dosis. Y hay que decirles además que ese poco es mucho, no sea que se sientan inferiores en vez de iguales, lo cual podría ser peligroso.

A cambio de esta mediocridad en el conocimiento, la política, el arte, la alimentación, etc., la mayoría de la gente puede vestirse, no pasar hambre, oír algo que llama música, tener algunos conocimientos, pero no demasiados, etc. Es lo que se obtiene por ser cada uno un cualquiera en todas estas cosas. Lo malo no es esto. Lo malo es no ser otra cosa que un cualquiera.

Un particular

Otro estado en que puede hallarse un hombre es el de ser miembro o parte de un todo, bien entendido que este todo no puede extenderse más allá de la línea del horizonte a que alcanza la vista. No es fácil determinar dónde se halla exactamente esa línea. Lo que importa es que uno se vea a sí mismo como parte o partícipe de un grupo humano. Por eso este estado es el del particular, por formar o pensar que se forma parte de algo mayor.

El todo que tenemos más al alcance de la mano es el de la familia. Es un pequeño grupo dotado de una red de sentimientos, obligaciones y derechos que asigna a cada uno un puesto preciso en relación a los demás, lo cual es posible solo si la familia no es demasiado grande. Un jeque árabe con cien esposas, cuatrocientos hijos, otros tantos yernos y nueras, mil nietos, una multitud de sobrinos, etc., no es parte de un todo familiar, porque un grupo de ese tamaño no puede ser un todo vivo y activo.

Una aldea de Castilla lo fue en el pasado, pero si en unos cuantos siglos creció hasta contar con una población de cinco millones de habitantes, dejó de serlo, por más que éstos insistan en engañarse manteniendo el mito de su descendencia común a partir del tótem originario. La Iglesia Primitiva pudo serlo en sus comienzos, cuando los pocos cristianos que entonces había se conocían por su nombre, pero no lo es ahora que reúne a mil millones de fieles. También lo fue el grupo de los primeros científicos del siglo XVII, que se escribían entre sí para comunicarse sus ideas, pero no lo es ahora que la ciencia se ha convertido en un procedimiento institucionalizado en miles de laboratorios, facultades, escuelas, centros de investigación, etc., repartidos por todo el planeta. Entre la ciencia de los principios y la actual apenas hay algo en común; tal vez no más que lo que hay entre una botella de buen vino y el agua del estanque donde se ha derramado un vaso de esa misma botella.

El vino de la botella es vino: de tal añada, tal región, tal denominación de origen, tal bodega… Vino con “talidad”, como decían los escolásticos. Derramado en el estanque, se diluye, se confunde con las moléculas de agua de alrededor y pierde su “talidad”. No tiene ya nombre propio y nadie lo reconocerá como distinto de los elementos del medio.

Del mismo modo todo cambia para un sujeto humano que vuelve a casa, porque en cuanto cruza la puerta es padre, madre, hijo, esposo, esposa, etc. Es alguien, no algo, un ser que juega un papel único y necesario en el conjunto. Se ve a sí mismo imprescindible y lo es en gran medida. Así es como pasa de ser uno más, uno de tantos, algo que no se distingue del medio, a ser un particular. Cruzando la puerta de su casa.

Más sobre la familia

Pido que se me permita una anotación más sobre la familia, por lo que pudiera valer, que tal vez no sea poco.

Decía que para que una familia se mantenga como tal y para que sus miembros se vean y se comporten como miembros de la misma es imprescindible que el número de éstos no sea grande. Una familia corriente actual se compone de uno o dos hijos y los padres. Súmense, como mucho, los abuelos. Lo que arroja un número no superior a ocho o diez personas como promedio. Más allá de estas tres generaciones podría correrse el riesgo de la disolución, como el de la botella de vino en el estanque. Ese grupo está formado por los contemporáneos, los que viven en un periodo de unos ochenta o cien años nada más. ¿Qué pasaría si viviéramos mucho más tiempo?

Supóngase que en lugar de morirnos hacia los ochenta años, como suele suceder ahora, viviéramos doscientos, trescientos o mil. Si en cada siglo conviven tres generaciones, en diez convivirían treinta. Un hombre tiene dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc. La generación ascendente dobla siempre el número de los de la descendente. ¿Cuántos serían los componentes actuales de una familia si convivieran todos ellos durante diez siglos o treinta generaciones? No es difícil averiguarlo:

1 1
2 2
3 4
4 8
5 16
6 32
7 64
8 128
9 256
10 512
11 1.024
12 2.048
13 4.096
14 8.192
15 16.384
16 32.768
17 65.536
18 131.072
19 262.144
20 524.288
21 1.048.576
22 2.097.152
23 4.194.304
24 8.388.608
25 16.777.216
26 33.554.432
27 67.108.864
28 134.217.728
29 268.435.456
30 536.870.912

La columna izquierda indica el número de generaciones, la de la derecha el número de miembros de una familia durante ese periodo. La última cifra (536.870.912) dice cuántos serían los miembros de una familia de treinta generaciones en lugar de las tres actuales. Un número tal de individuos humanos no existía seguramente sobre el planeta hace mil años. Los cruces habidos entre los existentes realmente a lo largo de ese tiempo explican la incongruencia.

Para lo que quiero decir no es necesario afinar más el cálculo. Lo que importa es mostrar que un grupo familiar de muchas generaciones diluye a sus miembros en un magma donde no pueden reconocerse como distintos unos de otros. Que un grupo así no es una familia, por mucho que alimenten el mito de la procedencia de un tótem epónimo. El requisito fundamental es que la familia se distinga de las demás, lo que es imposible en este supuesto. En conclusión: no podrían existir familias si tardáramos demasiado tiempo en morir, excepto si dejáramos de reconocer a todos los que estén más allá de la segunda generación ascendente y descendente como familiares nuestros.

Individuo

Dejado ya el asunto de los todos familiares, en los que uno puede ser y reconocerse como un particular, pasemos al siguiente grado en los estados del sujeto humano.

Que se es individuo porque se es indivisible es algo que no hace falta decirlo siquiera. La filosofía clásica definía el concepto por medio de dos nociones que parecían redundantes pero que se pueden entender como contrarias. Decía que es “indivisible en sí” (indivisum in se) y “dividido de cualquier otro” (divisum ab alio). La unidad del individuo procede de que sea uno en sí mismo o bien de que se distinga de los demás. Son dos formas distintas de ser uno mismo.

Y así es en verdad, según reza la clásica definición. La unidad interna puede venir causada por el exterior, al que se opone el sujeto con el fin de afirmarse a sí mismo, porque no encuentra otra manera de hacerlo. Es el espíritu que dice no, como Mefistófeles en El Fausto. Pero en esto mismo revela estar vacío y no ser distinto de nadie.

Cada habitación de mi casa tiene un volumen único definido y delimitado por los tabiques que la separan de las otras. Cada una se define por lo que la separa de las demás habitaciones. Quítense esos separaciones y se comprobará que forman el mismo hueco y son un solo y único volumen.

Así son muchos individuos. Cada uno de ellos es un yo real, pero tiene alma de cántaro, bien rodeada por el barro endurecido, pero sin nada dentro. Se rodean de paredes y vallas para tratar de ese modo de ser un yo. Se revisten de mitos que dicen identitarios, pero que no dotan a nadie de identidad real, adoptan tradiciones inventadas hace poco o hace mucho y las mantienes como arietes contra los otros. Son un yo a fuerza de no ser otro.

Pero de cada uno de ellos hay un ejemplar único en la realidad. Tal vez sea que unos lo viven como una carga insoportable y otros como una tarea sin fin. Los primeros en forma negativa y en forma positiva los segundos.

Burla burlando, ya tenemos tres maneras de ser uno mismo lo que le corresponde ser: la de ser uno más, la de ser miembro de una comunidad viva y la de ser alma de cántaro.

Persona

Otra forma de ser uno mismo es la de no tener que negar a los demás con tal de afirmarse a sí mismo, debido a que ya va cargado de suficiente riqueza propia como para tener que hacerlo. Unamuno llamaba persona a este tipo positivo e individuo al tipo negativo, y decía que entre los españoles había muy pocos de la primera clase y demasiados de la segunda. En este momento nuestro, a casi ochenta años de distancia de Unamuno, es seguro que hay que admitir que decía verdad, pero no solamente de los españoles.

Un individuo, afirmaba, es como una tinaja: duro por fuera y vacío por dentro. O como un cántaro… Si da contra la piedra o la piedra da contra él, malo para el cántaro, dice el refrán. Pero en este caso es al revés, porque la que se rompe es la piedra. El español tiene una testa tan dura que puede estrellarla una y otra vez contra la misma roca sin aprender nada. No hay piedra que se le resista. Sus paredes son, entre otras, el localismo. Lo decía hace tiempo Antonio Pérez, el secretario traidor de Felipe II, a la reina de Inglaterra: España no será nunca un pueblo grande porque padece la enfermedad incurable del localismo. Si decía verdad o no, júzguelo el lector por sí mismo.

Un hombre con personalidad no huele a rebaño. Es como una vasija de finas paredes elásticas que puede expandirse sin cesar para dar cabida a ideas religiosas, valores estéticos, principios morales, conocimientos, etc. Un hombre con personalidad desarrollada al máximo abarca el universo. Mejor dicho: es el universo en persona, un microcosmos, como gustaban de decir los antiguos renacentistas.


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Los hijos de Fernando e Isabel

Nacimiento de cada uno.—Política de los reyes en los enlaces que procuraban a sus hijos.—Primer matrimonio y temprana viudez de la princesa Isabel.—Carácter de esta princesa.—Conciertos de enlaces; del príncipe don Juan con Margarita de Austria; de doña Juana con el archiduque Felipe; de doña Catalina con el príncipe de Gales.—Ida de doña Juana a Flandes: bodas.—Venida de Margarita a España.—Solemnidad de las bodas del príncipe don Juan: gran regocijo en España: suntuoso regalo de la reina.—Segundas nupcias de la princesa Isabel con el rey don Manuel de Portugal.—Muerte desgraciada del príncipe de Asturias.—Aflicción de los reyes: sentimiento general: luto en toda España.—Reconocimiento de la reina Isabel de Portugal como heredera de la corona de Castilla.—Dificultades para reconocerla como sucesora en el reino de Aragón.—Cortes de Zaragoza: cuestión sobre la sucesión de las hembras.—Muerte de doña Isabel de Portugal y de Castilla y nacimiento del príncipe don Miguel.—Es jurado heredero de Aragón, de Castilla, de Portugal.—Muerte prematura del príncipe.—Recae la sucesión en doña Juana.—Segundas nupcias del rey don Manuel de Portugal con la infanta doña María.

La suerte y porvenir de un estado depende muchas veces, o en todo o en parte, de los enlaces de los príncipes de la familia reinante. Esta máxima, demasiado conocida para que pudiera ocultarse al talento y penetración de unos monarcas tan ilustrados como los Reyes Católicos, no podía menos de ser uno de los resortes de su política, y por lo mismo cuidaban con la mayor solicitud de procurar a sus hijos las colocaciones mas decorosas y dignas, y que creían más convenientes y útiles al bien del país en que habían nacido, y que alguno de ellos debería estar destinado a regir algún día. Si la Providencia favoreció o no en este punto las nobles miras de aquellos grandes monarcas, y si se cumplieron o defraudaron las esperanzas que la nación tuvo motivos para concebir, nos lo irá diciendo la historia.

Diferentes veces se nos ha ofrecido ya hablar de algunos de los hijos de Fernando e Isabel, y hemos demostrado con cuánto esmero, con cuánta prudencia y discreción, con cuán solícito celo cuidaron, señaladamente la reina Isabel, de su educación pública y privada, religiosa, moral, literaria y política. Los reyes gozaban el dulce placer de ver el fruto de sus paternales desvelos, puesto que así el príncipe don Juan como las princesas sus hermanas daban las más lisonjeras muestras de corresponder como buenos y dóciles hijos a la educación que recibían, y de participar del talento, de las virtudes y de las eminentes cualidades de sus ilustres padres, si bien no era fácil que igualaran las privilegiadas dotes de entendimiento y de corazón de la magnánima y virtuosa reina de Castilla.

De los hijos que el cielo había concedido a los regios consortes por fruto de su amor conyugal vivían un hijo varón y cuatro hijas. La princesa doña Isabel, la primogénita, que nació en Dueñas (Castilla) a 2 de octubre de 1470, al cumplirse el año del matrimonio de sus padres; [doña Juana]; el príncipe don Juan, nacido en Sevilla a 30 de junio de 1479; doña María, que vio la luz en Córdoba a 29 de junio de 1482; y doña Catalina, a quien tuvieron en Alcalá de Henares a 15 de diciembre de 1485270.

En el cap. X. dejamos ya apuntados los fines políticos que impulsaron a los Reyes Católicos a negociar el matrimonio de su hija primogénita la princesa Isabel con el príncipe don Alfonso de Portugal, heredero de la corona de aquel reino (1490), a saber: atraer al monarca allí reinante para que dejara de prestar su tenaz apoyo a las pretensiones siempre vivas de doña Juana la Beltraneja, hacer desaparecer los recelos y restablecer la buena inteligencia entre las dos naciones, y quedar los reyes de Castilla y Aragón desembarazados y libres de cuidado por aquella parte para atender con más desahogo a la guerra de Granada. Pero la temprana viudez en que quedó la princesa castellana por la inesperada y prematura muerte de don Alfonso, acaecida a los pocos meses, frustró en parte las halagüeñas esperanzas que de aquel enlace se habían concebido y aún empezado a experimentar. Éste fue el primer disgusto que probaron Fernando e Isabel en la larga cadena de amarguras con que los contratiempos de familia habían de acibarar sus goces, sus prosperidades y sus glorias. La princesa viuda, cuyo genio grave y reflexivo propendía naturalmente a la melancolía, no quiso permanecer en una corte donde acababa de sufrir tan sensible pérdida, y se volvió a Castilla al lado de sus padres, donde se ejercitaba en obras de piedad y de beneficencia, sin pensar en nuevos vínculos y resuelta a no contraerlos, siendo ejemplo de fidelidad y de amor a su primero y malogrado esposo.

Mas la fama de sus virtudes y el conocimiento de sus bellas prendas había dejado tan gratas impresiones en la corte de Portugal, que cuando vacó el trono de aquel reino (1496) y heredó la corona el infante don Manuel, este ilustrado príncipe, que había quedado prendado de la viuda de su primo, envió una embajada solemne a los reyes de España ofreciendo a su hija Isabel su mano y su trono. Agradabales la propuesta a los Reyes Católicos, que nunca perdían de vista la conveniencia de las buenas relaciones de amistad con el vecino reino, y aún el caso eventual de la unión de las dos coronas. Y sin embargo la princesa, fiel a la memoria de su primer marido, rehusó por entonces pasar a un segundo tálamo, sin que fuera bastante a deslumbrarla la risueña perspectiva de un reino, y se creyó conveniente aguardar tiempo y ocasión para ver de vencer su voluntad.

Había habido el proyecto de casar al príncipe don Juan con doña Catalina de Navarra y se pensó también en la duquesa de Bretaña. Mas los sucesos de Italia, la conquista de Nápoles por el monarca francés Carlos VIII., y las relaciones en que se pusieron los reyes de España con los soberanos de Europa y que produjeron la Liga Santa para expulsar a los franceses de aquel reino, inspiraron a Fernando e Isabel el pensamiento y les proporcionaron ocasión de enlazar a sus hijos con algunas de las principales familias reinantes, y entonces fue cuando se concertaron los casamientos del príncipe heredero de España con la princesa Margarita de Austria, hija de Maximiliano, rey de Romanos, y el de doña Juana, hija segunda de los Reyes Católicos, con el archiduque Felipe, hijo y heredero del emperador, y soberano de los Países Bajos por herencia de su madre María Carolina duquesa de Borgoña, concertándose en estas bodas que ninguna de las hijas llevase dote271.

Tiempo hacía que los reyes de España deseaban y procuraban casar también una de sus hijas con el príncipe heredero de Inglaterra, Arturo, hijo de Enrique VII., a fin de evitar que este monarca aceptase la tregua con que le andaba brindando el francés. Diferentes causas interrumpieron, tanto por parte de España como de Inglaterra, las negociaciones de este matrimonio. La guerra de Italia movió a Fernando el Católico a renovarlas con mayor interés y empeño (1496), porque le tenía también en hacer entrar al ingles en la gran liga y confederación contra el de Francia, a cuyo efecto empleó cuantos medios le sugería su sagacidad. Al fin lo consiguió, a pesar de la contradicción que al de Inglaterra le oponían sus consejeros, y de los ardides diplomáticos que para estorbarlo empleaban los franceses. Y aunque el inglés no pensara tomar una parte activa en la liga, se estrecharon las relaciones con España por el tratado de matrimonio que al fin se ajustó (1.° de octubre, 1496) del príncipe de Gales Arturo con la infanta doña Catalina, cuarta y última hija de los Reyes Católicos, si bien se difirió su realización por la corta edad de ambos contrayentes.272

No habiendo esta razón para demorar los casamientos concertados entre los príncipes de Austria y de España, aparejóse en Castilla una flota bien surtida de todo género de provisiones y grandemente tripulada, cuyo mando se confió al almirante don Fadrique Enríquez, dandole un brillante séquito de caballeros y buen número de tropas, sacadas principalmente de Castilla, Asturias y Vizcaya, para llevarse a Flandes la infanta doña Juana (la que después fue reina de España, doña Juana la Loca), prometida del archiduque, y para traer la princesa Margarita desposada con el príncipe heredero don Juan273. La reina Isabel acompañó a su hija hasta Laredo, donde se despidió tierna y dolorosamente de ella (22 de agosto). Creció la ansiedad y el cuidado de aquella cariñosa madre con la tardanza que hubo en recibir noticias de la flota. Preguntaba a los marineros ancianos, quería que los conocedores de aquellos mares le dijesen qué peligros podía haber corrido la armada, y en su ansia de saber habría querido inquirir de las olas mismas qué había sido de su hija. Supose al fin que los vientos habían obligado a la flota a tomar puerto en Inglaterra, y que después de reparada allí había sufrido en el resto de la navegación tormentas y averías, en que perecieron muchos de la comitiva, entre ellos el obispo de Jaén, pero que por fin había arribado a Flandes, llegando la princesa harto fatigada y un tanto doliente. Poco después se celebraron las bodas en Lila (20 de octubre), donde se hallaba el archiduque, dándoles la bendición nupcial el arzobispo de Cambray274.

No sufrió la flota menos borrascas al traer a España la princesa Margarita, que había de casar con el príncipe heredero de Castilla don Juan. En esta ocasión, y estando a peligro de irse a pique la nave misma que conducía a la ilustre novia, asombró a todos la heroica serenidad de la joven princesa, y en su continente, expresiones y pensamientos reveló el talento de que habría de dar tantas pruebas en edad mas adulta. Arribó por último la armada al puerto de Santander (marzo 1497). El príncipe de Asturias había salido a recibirla acompañado del rey su padre, del patriarca de Alejandría y de muchos nobles del reino. Encontraronse en el valle de Toranzo junto a Reinosa, y juntos se encaminaron a Burgos, donde se celebró con toda ceremonia el matrimonio (3 de abril), que bendijo el arzobispo de Toledo. Tal vez hacía siglos que no se celebraban bodas de príncipes en Castilla con tanta pompa, boato y solemnidad, y en pocas habría reinado tanta alegría y regocijo. Fernando e Isabel habían convocado todos los embajadores de las potencias extranjeras, toda la grandeza, y todos los personajes más notables e ilustres de sus reinos, los cuales asistieron ostentando sus insignias y vestidos de toda gala. Las fiestas fueron también suntuosas, y sólo turbó la universal alegría el desastre lastimoso del cumplido caballero don Alonso de Cárdenas, hijo del comendador mayor don Gutierre, que murió de una caída de su caballo. Eran en fin las bodas del heredero del trono, del único príncipe varón, del predilecto de sus padres, y nada perdonaron los reyes para darles esplendor, y para agasajar a la ilustre princesa que venía a formar parte de la familia real española.

Sólamente extrañó la mesurada gravedad y etiqueta de la corte de España que se la obligó a guardar, y aún cuando se le dejaron todas sus damas, dueñas y sirvientes flamencos, y no se hizo novedad en el orden y estilos de su casa, habituada como estaba a la llaneza, sencillez y familiaridad de Austria, Francia y Borgoña, no podía acostumbrarse al ritual ceremonioso de la de Castilla275. En cambio la reina Isabel con admirable generosidad y desprendimiento hizo a su nuera el más rico presente de bodas que jamás se había visto, el de las alhajas y preseas de más precio y de mas exquisita labor que poseía276.

A poco tiempo de este matrimonio se concluyó también el de la infanta doña Catalina con el príncipe de Gales, primogénito del rey de Inglaterra (15 de agosto, 1497); y lo que fue más notable, por menos esperado, el de la infanta doña Isabel con el rey don Manuel de Portugal. Este monarca no había descansado en sus instancias y gestiones hasta vencer la repugnancia de la princesa de Castilla al segundo himeneo, y habíanle ayudado en su porfía los reyes de España y los principales personajes de uno y otro reino. Sólo se pudo obtener el asentimiento de la solicitada princesa con una condición bien extraña, pero muy propia de sus religiosos sentimientos, y de sus ideas algo intolerantes en materias de fe y un tanto propensas a la superstición, puesto que atribuía la muerte desgraciada de su primer marido don Alfonso al asilo que habían hallado en Portugal los judíos y herejes expulsados o huidos de España. Así la condición que irrevocablemente impuso fue que el rey don Manuel, antes de darle su mano, había de desterrar de su reino a todos los herejes y judíos o castigarles con arreglo a las penas que en España tenían. Grande era en verdad, y grande se necesitaba que fuese el amor del monarca portugués a la princesa española para que él se resolviese a tomar una medida que su ilustración y sus sentimientos repugnaban, tanto que estaba solicitando bulas pontificias en favor de aquella desgraciada gente. Causa fue ésta de perplejidad, vacilaciones y sospechas de parte del portugués: pero la princesa no transigía en lo de la condición; de la resolución del portugués hacían los reyes de España pender en gran parte lo de la paz general que entonces se trataba: por último, prevaleció la pasión sobre todos los principios y todas los consideraciones; dio el rey don Manuel el edicto de expulsión de los judíos, juró castigar a los que quedasen, la infanta Isabel accedió entonces a darle su mano, y en su virtud puestas de acuerdo las familias reales de España y Portugal juntaronse todos en Valencia de Alcántara (septiembre, 1497), y se hicieron las bodas sin ruido, sin fiestas y sin aparato277.

Pero los días de más placer suelen ser vísperas de los de más amargura. Cuando todo marchaba en bonanza para los Reyes Católicos, cuando estaba para firmarse una paz y la nación iba a gozar del sosiego que tanto necesitaba, y cuando en toda España se hacían regocijos y festejos públicos por los enlaces tan ventajosos y casi simultáneos de sus príncipes, un acontecimiento funesto vino a llenar de amargura el corazón de los reyes y a derramar el dolor en toda la monarquía. El príncipe don Juan, el querido de sus padres y el amado de los pueblos, había caído gravemente enfermo en Salamanca y el mal amenazaba acabar con su preciosa existencia. Tan luego como la triste nueva llegó a Valencia de Alcántara, donde se hallaban sus padres con motivo de las mencionadas bodas, el rey don Fernando voló a Salamanca, donde encontró a su hijo sin esperanzas de vida, muy cristianamente resignado y conforme con la voluntad de Dios, dispuesto con religiosa tranquilidad a dejar un mundo de vanidad y de miseria. Algo fortaleció el afligido espíritu del padre la heroica y santa conformidad del hijo moribundo, que al fin exhaló el último aliento (4 de octubre, 1497), cuando parecía sonreírle más la felicidad, y cuando acababa de entrar en la primavera de sus días278. Comprendese cuál sería la aflicción de la joven viuda, recién venida a país extranjero, y cuál el dolor de una madre tan amorosa y tierna como la reina Isabel, por más medios que se emplearan para prepararla a recibir el terrible golpe. No es maravilla que traspasara como un dardo los corazones de la esposa y de los padres la muerte de un príncipe que apesadumbró profundamente a todos los españoles, que cifraban en sus bellas dotes intelectuales y morales las mas lisonjeras esperanzas para el porvenir de la monarquía. Muchas fueron las demostraciones públicas con que la nación manifestó su sentimiento. La corte vistió un luto más riguroso de lo que acostumbraba: enarbolaronse banderas negras en las puertas y en los torreones de las ciudades; cerraronse por cuarenta días todas las oficinas y oficios públicos y privados, «y fueron, dice un cronista, las honras y obsequias las más llenas de duelo y tristeza que nunca antes en España se entendiese haberse hecho por príncipe ni por rey ninguno.»279

Fundábase algún consuelo en el estado de preñez en que se quedó la princesa Margarita, y en la esperanza de que podría nacer un heredero varón. Mas esta esperanza se desvaneció también muy pronto, malpariendo la ilustre viuda una niña, con lo cual llegó a su último punto la aflicción general. La desconsolada Margarita, por más pruebas de cariño y por más halagos que recibía de los padres de su difunto esposo, no tuvo ya gusto para permanecer en España, e instigada al propio tiempo por los flamencos de su servidumbre determinó volverse a su tierra. Veremosla más adelante casada otra vez, y otra vez viuda, desempeñando importantes cargos políticos con el talento y la discreción de que en su juventud había mostrado ya estar adornada.

Muerto sin sucesión el príncipe de Asturias, heredaba la corona según las leyes de Castilla su hermana mayor doña Isabel, reina de Portugal. Mas no tardó en saberse que contra toda razón y derecho el archiduque Felipe de Austria, casado con doña Juana, había tomado para sí y para su esposa el título de príncipes de Castilla, apoyado por el emperador su padre. Esta injustificada usurpación, que descubría ya los proyectos ambiciosos de la casa de Austria, y contra la cual protestaron inmediatamente los Reyes Católicos, movió a estos monarcas a llamar apresuradamente a los reyes de Portugal sus hijos para que recibiesen en las cortes de Castilla el reconocimiento y título de príncipes de Asturias y de herederos de estos reinos. Partieron pues los reales esposos de Lisboa (fin de marzo, 1498). Desde su entrada en Extremadura hasta Toledo donde estaban convocadas las cortes todo fue agasajos y obsequios prodigados a porfía por los monarcas españoles y por los grandes y señores castellanos. A 29 de abril, ante los prelados, nobles, caballeros y procuradores de las ciudades de Castilla congregados en la gran basílica de Toledo, se reconoció y juró a la princesa doña Isabel, reina de Portugal, por sucesora legítima de los reinos de Castilla, León y Granada para después de los días de la reina doña Isabel su madre, y al rey don Manuel de Portugal su esposo por príncipe y después por rey.

Seguidamente partió la corte para Zaragoza, donde el rey don Fernando había convocado cortes de aragoneses para el 2 de junio, con objeto de que hiciesen igual reconocimiento por lo respectivo a aquellos reinos. Acompañaban a los reyes y príncipes de España y Portugal los principales personajes eclesiásticos y seglares de ambas naciones. Pero allí ocurrieron dificultades que no debían sorprender, nacidas de los usos y costumbres de aquel reino en materia de sucesión, y de la fidelidad y constancia de los aragoneses en la observancia de sus costumbres y fueros. Así fue que cuando don Fernando, en sesión del 14 de junio, sentado en su solio, propuso a las cortes aragonesas el reconocimiento de su hija primogénita como heredera de los reinos de la corona de Aragón a falta de hijos varones, por más que apeló con muy dulces palabras a su amor y fidelidad, y ofreció que les tendría muy en memoria aquel servicio, opusieronle desde luego con su natural franqueza los inconvenientes de alterar la costumbre del país, confirmada por los testamentos de varios reyes, por la cual no eran admitidas a la sucesión de aquellos reinos las hembras. Prolongaronse con tal motivo las cortes, bien a pesar del rey don Fernando, suscitandose las cuestiones y debates que ya en otros semejantes casos se habían sostenido, y citando cada cual ejemplos y alegando razones en pro y en contra de la sucesión femenina, según la opinión o el interés de cada uno280. Un camino se hallaba para conciliar los deseos de todos, aunque algo dilatorio, que era una cláusula del testamento del último rey de Aragón don Juan II., por la cual se daba derecho de sucesión, en el caso de no tener el rey hijos varones, a los descendientes varones de sus hijas, o sea a los nietos; y como doña Isabel se hallaba en cinta y en meses ya mayores, convendría diferir la resolución por si naciese un hijo, con lo cual se disiparían las dudas y cortarían las discordias.

Así aconteció para alegría y para pesar de los Reyes Católicos. El 23 de agosto, reunidas todavía las cortes, dio a luz la reina de Portugal un príncipe, mas con la triste fatalidad de que con el gozo del nacimiento del hijo se juntara el llanto de la muerte de la madre. A la hora de su alumbramiento espiró la princesa Isabel; terrible golpe para sus padres, aún no recobrados del amargo pesar de la pérdida de su único y querido hijo. Las esperanzas de los españoles se concentraron todas en el recién nacido, a quien se puso por nombre Miguel, de la iglesia parroquial en que se bautizó (4 de septiembre.) El rey don Manuel de Portugal, su padre, dejó el título de príncipe de Castilla, y ya ni unos ni otros tuvieron dificultad en reconocer y jurar al infante don Miguel como sucesor y legítimo heredero de los reinos de Castilla y de Aragón. Así se verificó tan pronto como la reina Isabel se halló un tanto aliviada de una enfermedad que tan repetidas y grandes pesadumbres le habían ocasionado. Fue pues jurado el tierno príncipe (22 de septiembre) por los cuatro brazos del reino reunidos en el salón de las casas de la diputación, nombrándose a sus abuelos Fernando e Isabel guardadores del futuro heredero, y obligándose estos solemnemente, en cuanto podían, a que cuando el príncipe niño llegase a mayor edad juraría por sí mismo guardar y conservar al reino de Aragón sus fueros y libertades. Celosos siempre de estas los aragoneses, hicieron también una solemne protesta para que aquel reconocimiento no causase perjuicio a sus fueros, usos, privilegios y costumbres, y que se entendiese que no por eso fuesen obligados a jurar los primogénitos antes de los catorce años, en conformidad a lo que las leyes del reino disponían281.

Al año siguiente (enero, 1499) fue reconocido también el príncipe don Miguel y jurado heredero de los reinos de León y Castilla en las cortes de Ocaña; y los portugueses le juraron a su vez en las de Lisboa (17 de marzo) como legítimo sucesor de aquel reino. De esta manera un príncipe niño venía a reasumir en sí el derecho de unir en su cabeza las coronas de las tres principales monarquías españolas, Portugal, Castilla y Aragón; combinación que deseaban hacía mucho tiempo los Reyes Católicos, y de que se alegraban los pueblos de Castilla, no obstante que hubiese sido producida por bien tristes causas y acontecimientos, pero que miraban con recelo los portugueses, temerosos de perder con la unión a mayores estados su importancia y su independencia282. Pronto quedaron igualmente desvanecidas las esperanzas de los unos y los temores de los otros, y malograda la única ocasión que hasta entonces se había presentado de unirse en una misma cabeza, sin guerras, sin hostilidades, sin menoscabo de la independencia y sin mortificación del amor nacional, las coronas de los tres reinos de la península española llamados por la naturaleza a formar una gran familia y una sola monarquía. No habían acabado para los Reyes Católicos los infortunios y las pérdidas de familia, que inutilizaban y frustraban todos sus planes en punto a la sucesión futura del reino. Todo se trocó y deshizo con el fallecimiento del tierno príncipe en Granada (20 de julio, 1500), y la sucesión de los reinos de Castilla, recayó por esta serie de fatales defunciones en la princesa doña Juana, esposa del archiduque Felipe de Alemania.

Todavía, no queriendo los Reyes Católicos renunciar a las ventajas de una buena y amistosa relación con el vecino reino de Portugal, lograron enlazar otra vez con su familia al monarca viudo don Manuel por medio del matrimonio que se concertó (abril de 1500) con la infanta doña María, hija tercera de aquellos reyes, con quien antes de su casamiento con la princesa Isabel había estado ya tratado. Tal fue el interés y el afán con que Fernando e Isabel procuraron las colocaciones más ventajosas para sus hijos, tal la política con que manejaron este asunto, haciéndole uno de los resortes más importantes de sus planes, y tal el estado y situación creada por aquellos enlaces al terminar el siglo XV.

(Lafuente, M., Historia general de España. Tomo III, Cap. XII, «Los hijos de Fernando e Isabel». V. Amazon)

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El libro en Roma

79. Industrias literarias.

Los libros que usaban los romanos eran todos manuscritos, lo cual obligaba a la existencia de un oficio o industria muy importante: la de copista o copiador (librarius). De las obras que adquirían fama, se hacían numerosas copias que se vendían en las librerías (tabernae), dispuestas de una manera análoga a las de hoy. Se escribía sobre tablitas recubiertas de cera(códices), sobre una especie de papel hecho con las hojas de una planta llamada papyrus, y sobre pergamino. El papel se escribía por una sola cara y luego se juntaban las hojas por uno de sus lados formando una tira larga, que se guardaba enrollada, a menudo sobre un eje de madera; y de aquí el nombre de volumen. Para leer se iba desenvolviendo el volumen de izquierda a derecha, con objeto de ir descubriendo las páginas necesarias. Las hojas de pergamino, que no podían enrollarse, se cosían unas a otras como en nuestros libros actuales, formando el tomo (tomus), al cual se ponían cubiertas de madera forradas de púrpura o pergamino. Andando el tiempo, se llamó liber (libro) a la obra formada por un solo volumen o tomo; y codex a la que comprendía varios. La afición a la lectura era grande, y, además de las bibliotecas públicas del Estado, las personas ricas tenían sus bibliotecas particulares.

La literatura oficial —leyes, decretos, sentencias, etc., y la relativa a los enterramientos, monumentos y edificios públicos— se grababa en planchas de metal o en piedra (inscripciones). En España se han encontrado, como hemos dicho, algunas leyes especiales de ciudades (Osuna, Málaga, etc.) grabadas en bronce.

(Altamira, R., Historia de España y de la civilización española I, «79. Industrias literarias»/Epub)

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Sobre Antonio Pérez

Antonio Pérez, secretario que fue del rey, y que en algún tiempo tuvo mano y cabida en la casa real, después que estuvo preso por espacio de más de doce años, se huyó de la cárcel, donde le tenían en Madrid por el mes de abril del año pasado. Pasó a Aragón para presentarse delante el justicia de Aragón y dar razón de la muerte que hizo dar al secretario Escobedo una noche al salir de palacio, junto con otras cosas que le achacaban. La alegría que con su llegada y huida recibieron algunos inquietos, en breve la trocaron en tristeza y en lágrimas. Tales son las cosas humanas. Fue así, que a 24 de mayo de este año de 91, de la cárcel del justicia de Aragón pasaron el preso a la de los inquisidores. El pueblo tomando las armas y apellidando libertad acometieron las casas donde estaba don Íñigo de Mendoza, marqués de Almenara, ministro por el rey; teníanle antes de esto sobre ojos, y así no pararon hasta que le dieron la muerte. Después de esto, con el mismo furor y rabia acudieron a la Inquisición con intento de quebrantar aquella cárcel, sin desistir hasta tanto que Antonio Pérez fue vuelto a la primera donde estaba. Lo que resultó fue que a 24 de septiembre se levantó otra vez el pueblo porque querían volver el preso a la Inquisición, y quebrantada la cárcel de la manifestación, le pusieron en libertad; hubo en esta revuelta algunos muertos y huidos. Antonio Pérez poco después se huyó a Francia, donde murió pasados algunos años. Aquellos ciudadanos revoltosos en breve pagaron el alboroto que levantaron, porque un buen ejército fue a Zaragoza, por general don Alonso de Vargas, soldado viejo y de muy gran valor, muy ejercitado en las guerras de Flandes y de gran renombre, por cuya diligencia el atrevimiento de aquellos ciudadanos fue reprimido; muchos perdieron las vidas; entre otros el mismo justicia de Aragón don Juan de Lanuza fue el primero que pagó con la cabeza por salir, como salió, con gente contra el estandarte real. También cortaron las cabezas a don Diego de Heredia y don Juan de Luna, que fueron los principales atizadores de aquel alboroto, sin otro buen número de personas justiciadas. El duque de Villahermosa y el conde de Aranda fueron presos y enviados a Castilla, donde en breve fallecieron en la prisión; mas después los dieron por libres de traición. Para asentar las cosas de aquel reino se juntaron Cortes en la ciudad de Tarazona, y por presidente don Andrés de Bovadilla, arzobispo de Zaragoza. El mismo rey, tomando el camino de Valladolid, de Burgos y de Pamplona, últimamente al fin del año 1592 llegó a la dicha ciudad; iban en su compañía la infanta doña Isabel y su hermano el príncipe don Felipe, al cual en Pamplona y Tarazona juraron por heredero de aquellos estados. Por esta manera, casi pasados dos años después que las revueltas de Aragón comenzaron, castigados los culpados y puestas guarniciones en Zaragoza y en otros lugares, concluidas las Cortes de Tarazona, los alboratados últimamente se sosegaron, avisados por la experiencia y por su daño, que si los ímpetus de la muchedumbre son grandes, las fuerzas del rey son mayores; que el atrevimiento sin fuerzas es vano, y las más veces el pueblo se alborota para su mal.
(Juan de Mariana, Historia general de España, Tomo tercero. Sumario de lo que aconteció los años adelante. Kindle/Libro impreso)

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Prisión y proceso de Antonio Pérez

De intento, y por no cortar el hilo de los acontecimientos político-religiosos de Francia, en que tan directa y eficazmente se interesó Felipe II., hasta el desenlace que tuvieron con la paz de Vervins, hemos diferido, anteponiendo la claridad histórica a las embarazosas trabas de la cronología, el dar cuenta de otro de los sucesos interiores del reinado de Felipe II. que hicieron más ruido en España, y aún en Europa, y que excitó entonces y continúa excitando hoy la curiosidad pública, a saber: la prisión y proceso del primer secretario del rey, Antonio Pérez, y el movimiento revolucionario de Aragón, no diremos producido por esta sola causa, pero sí provocado y muy enlazado con ella.

En la noche del 28 de julio de 1579 se ejecutó en Madrid la prisión de los dos más notables personajes de la corte, Antonio Pérez, primer ministro de Felipe II., su antiguo confidente, y pudiéramos decir su privado, y la princesa de Éboli, viuda de Ruy Gómez de Silva, el más favorecido del rey entre los magnates castellanos. El primero fue llevado a la casa del alcalde de corte Álvaro García de Toledo que verificó la prisión; la segunda fue conducida aquella misma noche a la fortaleza de la villa de Pinto. Estas dos prisiones hicieron casi tanta sensación en España como la del príncipe Carlos decretada por la misma mano diez años y medio antes; ambos procesos fueron de mil maneras comentados, y a ambos los envolvieron misteriosas circunstancias.

¿Qué fue lo que motivó la prisión de Antonio Pérez y la de la princesa de Éboli? ¿Tuvo el rey participación en el delito de que se acusaba a su primer ministro? ¿Qué se deduce de la conducta del monarca en el asunto y durante el proceso de Pérez? Vamos a ver si acertamos a compendiar lo que sobre este ruidoso suceso hemos leído en muchas obras impresas y en mayor número de volúmenes manuscritos e inéditos.

Recordará el lector (930)  la venida a Madrid a fines de 1 577 del secretario de don Juan de Austria Juan de Escobedo, y su asesinato escandaloso (31 de marzo, 1578). La acusación pública de este crimen recayó desde luego sobre el primer secretario de Estado Antonio Pérez, y tampoco se vio libre el mismo monarca de la sospecha, o de haberlo ordenado, o de haberlo autorizado o consentido. Dos eran las causas que servían de fundamento a este juicio, la una política, la otra personal; en aquella podía creerse más interesado el rey, sin dejar de estarlo también su primer ministro; en ésta el principal, el solo interesado en acabar con Escobedo era el primer secretario de Estado. Explicaremos separadamente la una y la otra.

Sabido es cuánto halagaba la juvenil imaginación de don Juan de Austria la idea de ceñir una corona. Aun cuando tales aspiraciones no hubiera abrigado el hermano de Felipe II., le hubieran despertado esta ambición los ofrecimientos con que los pueblos mismos le lisonjeaban, con mensajes como el que le enviaron los de Morea, manifestando su deseo de que fuera a regirlos como rey el vencedor de Lepanto (931) . Si acaso después pensó en formar para sí un reino en la costa de África y por eso fortificó a Túnez, que reconquistó con sus armas, no muy en conformidad con el dictamen de su hermano; si sus proyectos de matrimonio, primero con la reina María Estuardo de Escocia, después con la reina Isabel de Inglaterra, llevaban el doble pensamiento de orlar su frente con la diadema de uno de aquellos dos reinos; si con este fin, disgustado del gobierno de Flandes, insistía tanto en la expedición a Inglaterra, que Felipe II. estudiadamente difería, y la capitulación de las provincias flamencas acabó de frustrar con no consentir que se embarcasen las tropas; ¿deberá maravillarnos que tales designios alimentara el hijo del gran emperador Carlos V., cuando el jefe mismo de la Iglesia los promovía o fomentaba, cuando el papa Sixto V. le auxiliaba con su dinero para que diese cima a sus planes, y expedía bulas pontificias dándole la investidura de rey? Acaso don Juan de Austria no hubiera soñado en decorarse con el título de Majestad, si FelipeII. no le hubiera negado tan obstinadamente el más modesto de Alteza y la consideración de infante de España, que con tanta insistencia y ahínco pretendía, y que todo el mundo dentro y fuera del reino le daba a excepción de su hermano. A mucho puede conducir el resentimiento y el despecho en un hombre de ánimo tan levantado y de tan brillante reputación como don Juan. Y ciertamente si a fuerza de merecimientos se puede alguna vez suplir la legitimidad de origen, sobraronle al de Austria para que Felipe hubiera ya olvidado la bastardía de su nacimiento; pero no fue así.

Y el hombre que no perdonaba a su hermano el pensamiento o designio de hacerse rey (932) , menos le perdonaba el que lo intentara sin su anuencia ni darle siquiera conocimiento, tratándolo reservada y clandestinamente con el pontífice y con otros personajes. En otro lugar indicamos ya que el rey era sabedor de todo por sus embajadores de Roma y de París; sabíalo también por el nuncio de Su Santidad, y por el mismo Antonio Pérez, a quien don Juan de Austria y su secretario Escobedo cándidamente se confiaban, esperando los ayudara con su gran valimiento para con el soberano. Porque en efecto, Pérez era el hombre de más influjo con el rey, el que poseía sus secretos, el que despachaba los negocios más delicados, especie de ministro universal, y como el valido o privado de Felipe II. hasta donde el carácter de Felipe II. consentía privanzas. Su talento, su instrucción, su inteligencia en los negocios, su expedición en el despacho, su habilidad para penetrar los designios del rey, su artificiosa neutralidad, su decir persuasivo e insinuante, y otras naturales dotes con que encubría su inmoralidad, su ambición y su orgullo, habían conquistado este puesto de confianza cerca de Felipe al hijo de Gonzalo Pérez (933) . El secretario de Estado hacía en este negocio un papel doble. Fingido amigo de Escobedo meditaba su ruina. Aparentando interceder con el rey en favor de los proyectos de don Juan de Austria, le iba arrancando los secretos para denunciarlos al soberano con sus correspondientes adiciones para agravar la criminalidad de los designios, cargando principalmente la culpa sobre el secretario Escobedo como el instigador y el negociador secreto de todos los planes. El rey, que ya antes por una causa análoga había apartado del lado de don Juan de Austria al secretario Juan de Soto, no podía permitir que subsistiera Escobedo. Buscóse el expediente más breve, y la muerte de Escobedo quedó decretada. Encargóse de ella Antonio Pérez, y después de haberle fallado dos veces su intento de acabarle por tósigo en dos banquetes a que le convidó, buscó y pagó asesinos, y Escobedo murió de una estocada a manos de los sicarios de Antonio Pérez.

Hasta aquí la causa política. Si la razón de estado hubiera sido el solo motivo del asesinato de Escobedo, indudablemente el más interesado en el homicidio parecía el rey. Por eso la conciencia pública le atribuía haberlo ordenado, y nadie creía que sin el mandamiento más o menos explícito del monarca se hubiera atrevido el ministro de Estado a perpetrar semejante crimen, exponiendose a caer en su desgracia. ¿Extrañaremos que no se reparara en el modo cuando, según la teología y la jurisprudencia de muchos casuistas de aquel tiempo, entre ellos el confesor del rey fray Diego de Chaves, el soberano, como señor de vidas y haciendas, podía lícitamente deshacerse de cualquiera de sus vasallos que tuviera por criminal, bien entregándolo a los tribunales, bien haciendolo ahorcar en secreto como al barón de Montigny, bien empleando otro medio cualquiera como el que se empleó con Escobedo? (934)

Pero vengamos ya a la razón personal, según la cual el interés de acabar con Escobedo era del ministro de Estado, no del rey. Es fuera de duda, por más que todavía no lo crean algunos historiadores extranjeros (935) , que Antonio Pérez mantenía amorosas intimidades con la princesa de Éboli doña Ana Mendoza de la Cerda, hija única de los condes de Mélito, y viuda entonces del príncipe Ruy Gómez de Silva, duque de Pastrana (936) , el mayor protector que había sido de Antonio Pérez, y por cuya recomendación el rey le había nombrado su secretario. La entrada franca, la confianza y familiaridad que Ruy Gómez permitía en su casa a su protegido, el corazón apasionado y audaz del joven diplomático, su gracia, su talento, su trato continuo con la princesa, bella, joven, altiva, espléndida y caprichosa, todo cooperó a que Antonio Pérez ganara a un tiempo un lugar preferente en la confianza del rey y en el corazón de la esposa de su protector, y llegó a poseer simultáneamente los secretos de ambos. Las intimidades amorosas fueron creciendo, hasta dar pábulo a la murmuración pública. La princesa enviaba regalos de cuantía a Pérez desde su palacio de Pastrana, y al decir de un respetable testigo (937) , Pérez se servía de las cosas de la princesa como de las suyas propias. Muchos otros testigos, hombres de categoría y señoras de clase, certificaban haber visto entre los dos familiaridades de tal género, que tienen buen lugar como declaraciones en el proceso que se formó, pero que no pueden estamparse decorosamente en una historia. La princesa parece pretendía cohonestarlas o disculparlas haciendo entender que Antonio Pérez era hijo de su marido Ruy Gómez de Silva (938) .

Enterado de lo que meditaba el secretario de don Juan de Austria Juan de Escobedo, hechura también del príncipe de Éboli como Antonio Pérez, y más reconocido que éste a su favorecedor, no pudiendo sufrir que de aquel modo se ofendiera su memoria, hubo de reprenderlos, y aún amenazar a la princesa con que daría cuenta de todo al rey. Aunque aquella parece le contestó con desenfado y altivez, y confesando su afición a Antonio Pérez con frases poco dignas y decorosas en boca de una dama, sin embargo debían temer mucho los dos el enojo del rey, una vez que se cerciorara de sus amorosas relaciones. Quedó, pues, resuelta la muerte de Escobedo. Si al rey le acomodaba por una razón de estado, a Antonio Pérez y a la de Éboli les interesaba por conveniencia personal. Creemos, pues, que Pérez después de haber engañado a Escobedo como amigo para arrancarle sus secretos, engañó también al rey exagerándole los proyectos de don Juan de Austria y de su secretario, y que el rey consintió por razón de estado en la muerte del que a Pérez y a la de Éboli convenía que muriera por interés personal para que no fuese su denunciador.

¿Por qué temían tanto que el rey se apercibiera de sus intimidades? La respuesta es fácil para los que no vacilan en afirmar que el rey amó apasionadamente a la de Éboli, y que el secretario de Estado comenzó por confidente e intérprete de los amores del monarca con la princesa, y concluyó por suplantar en ellos a su mismo soberano. Muchos han adoptado de lleno esta especie (939) : y hay escritor extranjero y contemporáneo que avanza a decir que el duque de Pastrana, hijo de la princesa de Éboli, lo era de Felipe II. (940)  Si esto era así, no es de maravillar que la princesa y Pérez temieran tanto la venganza del rey en el caso de que llegara a descubrir sus tratos. Por nuestra parte, sobre no parecemos verosímil que por tanto tiempo pudieran ocultarlos a la recelosa suspicacia y a la vigilante policía del rey, hasta hoy no hemos hallado datos que nos autoricen lo bastante para asegurarlo, aunque con toda su austeridad no conceptuamos a Felipe II. exento de pasiones fogosas. Hallamos, sí, que siendo todavía príncipe, él fue quien arregló la boda de la princesa con Ruy Gómez; que asistió a ella en persona; que desde luego hizo merced a Ruy Gómez de 6.000 ducados de renta perpetua; que continuó siempre acrecentandole con una liberalidad extraordinaria y desusada (941) ; que la princesa tuvo siempre mucho valimiento con el rey; que parecía dominarle; y algo se deduce también de algunas declaraciones en el proceso de Antonio Pérez. Sin embargo, no creemos esto suficiente pare responder de la certeza de aquellas relaciones, y acaso éste sea uno de los misterios de la vida de Felipe II.

No hubo pocos en el curso del largo proceso que se formó después sobre el asesinato de Escobedo. Al pronto ni se procedió contra Antonio Pérez, ni se prendió a ninguno de los asesinos (942) . Todos libraron bien, y recibieron su remuneracion. A tres de ellos les fueron dados despachos de alférez que preventivamente tenía Pérez firmados en blanco por el rey, con los cuales se marcharon a servir, el uno a Milán, a Nápoles y a Sicilia los otros. La familia del desgraciado Escobedo, con más indicios que pruebas sobre los autores del asesinato, pero apoyada por un temible enemigo de Antonio Pérez, que lo era Mateo Vázquez, otro de los secretarios del rey, o como le llama uno de sus historiadores, su archi-secretario, no dejó de denunciar al soberano como sospechosos del crimen a Pérez y a la de Éboli, pidiendo apretadamente se instruyeran diligencias y se procurára averiguar la verdad en los tribunales. Y aquí comenzó la política misteriosa y al parecer incalificable de Felipe II. en este negocio. Admitía la demanda, acaso se alegraba de que el tiro se dirigiera a aquella parte, pero avisaba a Pérez de lo que había y de las enemistades que se levantaban contra él. Si Pérez le manifestaba sus temores y cuidados, el rey le respondía con cariñosa familiaridad, tranquilizándole y prometiéndole que no le abandonaría nunca. Pretendía el secretario que se le encausara a él solo, separando del proceso a la princesa por mediar en ello la honra de una señora, pero el rey, en vez de adoptar este camino, prefirió que el presidente del Consejo de Castilla don Antonio Pazos, obispo de Córdoba, grande amigo de Pérez, hablara al hijo de Escobedo para que desistiera de la acusación, asegurandole que tan inocentes estaban Pérez y la de Éboli en la muerte de su padre, como él mismo. Creyó el acusador al prelado, y desistió en nombre de toda su familia. No así el secretario Vázquez, que insistía con tenacidad en la demanda. Antonio Pérez pedía a su soberano le permitiera retirarse de su servicio, y Felipe no lo consentía. La princesa se quejaba altivamente al monarca de la conducta y de la enemiga de Vázquez (943) , y el rey le contestaba enigmáticamente, como quien parecía que ni se atrevía a descontentarla, ni le convenía satisfacerla. Su grande empeño era que se reconciliara la princesa con el secretario Vázquez, a cuyo efecto hizo servir de intermediario a fray Diego de Chaves, su confesor. Las gestiones del religioso se estrellaron en la altiva firmeza de la de Éboli, que a todo le respondió con orgulloso despego. Intentó luego reconciliar por lo menos a los dos secretarios Pérez y Vázquez; pero aquél, irritado por una reciente injuria de éste, y sostenido además por la princesa, se mantuvo igualmente inflexible.

Lo que con estos manejos se proponía el rey no se comprende fácilmente. Discurren unos que era su intención solamente ganar tiempo, otros que averiguar lo que había de cierto en las relaciones de Pérez con la princesa, y añaden que en este intermedio llegó a cerciorarse por sí mismo sorprendiendo el secreto de su trato. Es lo cierto que entonces fue cuando, de acuerdo con el confesor fray Diego de Chaves y con el conde de Barajas, nombrado mayordomo mayor de la reina en reemplazo del marqués de los Vélez, ordenó la prisión de Pérez y de la princesa, presenciando el mismo rey la ejecución de esta última escondido en el portal de la iglesia de Santa María, frente a la casa en que vivía la princesa. Lo notable es que la causa ostensible que el rey dio para estas prisiones no fue que se los acusara de autores del asesinato de Escobedo, sino ¡cosa extraña! la oposición a reconciliarse con el secretario Mateo Vázquez: ¡singular materia para un proceso!

Al día siguiente por orden del rey pasó el cardenal de Toledo a consolar a la esposa de Antonio Pérez doña Juana Coello, naturalmente afligida con aquella novedad. Y lo que es más extraño, también envió el rey a su confesor Chaves a visitar a Pérez en su prisión, y entre otras cosas le dijo fray Diego en tono festivo que se tranquilizase, que aquella enfermedad no sería de muerte. Sin embargo, sobrabanle al preso talento para conocer los peligros de su posición, y orgullo para no sentir la humillación de su cautiverio, y las cavilaciones le alteraron la salud. Con este motivo el rey, al parecer siempre considerado con su antiguo valido, le permitió trasladarse de la casa del alcalde García de Toledo, donde había estado cuatro meses, a la suya propia (944) . Allí se le presentó a nombre del rey el capitán de su guardia don Rodrigo Manuel a pedirle que prestara pleito homenaje de amistad a Mateo Vázquez, y de que ni él ni ninguno de su familia le harían daño en tiempo alguno. Hízolo así Pérez, y continuó arrestado en su casa con guardas de vista por espacio de ocho meses, al cabo de los cuales se le permitió salir a misa y a paseo, y recibir visitas, pero no hacerlas. En esta especie de arresto nominal despachaba el ministro los negocios públicos con sus oficiales; y es lo más particular que en esta equívoca posición continuó cuando en el estío de 1580 pasó Felipe II. a Portugal a tomar posesión de aquel reino, entendiendose con los Consejos de Madrid y con la corte de Lisboa, y comunicandose con la princesa, y recibiendo visitas, y ostentando el mismo lujo que cuando estaba en la cumbre del favor.

Trabajando en su favor el presidente Pazos, pidiendo otra vez contra él y con más instancia el hijo de Escobedo, vacilante y como mareado el rey, y como quien quisiera darle libertad y no se atrevía a soltarle, al fin en 1582 dio comisión secreta al presidente del Consejo de Hacienda Rodrigo Vázquez de Arce para que formara proceso reservado a Antonio Pérez, examinando los testigos bajo palabra de sigilo. En 30 de mayo (1582) comenzaron a oírse las informaciones que duraron hasta mediado agosto. Los testigos que declararon fueron; Luis de Obera, comisionado del gran duque de Florencia; don Luis Gaytán, mayordomo del príncipe Alberto, el conde de Fuensalida; don Pedro Velasco, capitán de la guardia española; don Rodrigo de Castro, arzobispo de Sevilla; don Fernando de Solís; don Luis Enríquez, de la cámara del príncipe cardenal; y don Alonso de Velasco, hijo del capitán don Antonio de Velasco.

De estas declaraciones resultaban gravísimos cargos contra Pérez. Que hacía granjería con los destinos públicos; que don Juan de Austria, que Andrea Doria, que los príncipes y virreyes de Italia le hacían cada año cuantiosos donativos para que los mantuviera en sus cargos; que los pretendientes preferían dar a Antonio Pérez lo que habían de gastar estando mucho tiempo en la corte, y salían mejor librados; que no habiendo heredado hacienda de su padre, contaba con una fortuna inmensa, y vivía con más esplendidez y boato que ningún grande de España; que mantenía veinte o treinta caballos, coche, carroza y litera, y multitud de criados y pajes; que su menaje de casa se valuaba en ciento cuarenta mil doblones; que se había mandado hacer una cama igual a la del rey; que tenía juego en su casa, a que asistían el almirante de Castilla, el marqués de Auñón y otros personajes, y en que se atravesaban millares de doblones; que su trato con la princesa de Éboli era escandaloso, y recibía de ella por vía de regalo hasta acémilas cargadas de plata; que se atribuía a la princesa y al secretario de Estado la muerte de Escobedo (945) .

Como se ve, las disposiciones de estos testigos, que parecían buscados ad hoc, daban poca luz acerca del crimen principal de asesinato, y se referían más bien a la escandalosa venalidad, al insultante lujo, a la mal adquirida opulencia, a las licenciosas y relajadas costumbres y a los ilícitos tratos de Pérez con la de Éboli. A pesar de esto la prisión no se le agravó, y continuó en su semi-arresto. Y aquí vuelve a llamarnos la atención la incalificable conducta del rey. Si Felipe II. sabía aquellos escándalos de su primer ministro (y Felipe II. era hombre que conocía la vida y costumbres de sus más modestos y humildes vasallos), ¿cómo por tan largos años siguió dispensandole su privanza? Si no lo supo hasta que se lo revelaron estas declaraciones, ¿cómo es que ni le castigaba, ni le estrechaba siquiera la prisión? Grandes secretos, grandes prendas debían mediar entre el monarca y el secretario de Estado.

A principios de 1585 se dio nuevo giro a esta causa. Con ocasión de la visita de residencia que en aquel tiempo se solía hacer a las secretarías y tribunales en averiguación del cumplimiento de los funcionarios públicos en el desempeño de sus cargos, mandó el rey hacer la visita de todas las secretarías, cuya comisión dio a don Tomás de Salazar, del Consejo de la Inquisición y Comisario general de Cruzada. De este juicio, en el cual no se daba traslado del proceso ni de los nombres de los testigos al residenciado, resultaron muchos cargos contra Antonio Pérez, principalmente de haber descubierto secretos de su oficio, de haber hecho alteraciones, adiciones y supresiones en las cartas diplomáticas que venían en cifra, de haber adulterado la correspondencia de Juan de Escobedo y otros semejantes abusos. Aunque de muchos de ellos se podía haber justificado Pérez, como lo hizo después en Aragón, con las autorizaciones que para obrar así tenía del rey, sin embargo se le condenó, sin las acostumbradas formalidades y por sola sentencia del visitador, en treinta mil ducados de multa, suspensión de oficio por diez años, dos de reclusión en una fortaleza, y concluidos estos, ocho de destierro de la corte. En cumplimiento del mandato judicial fueron dos alcaldes a prenderle a su casa del Cordón. Hallaron a Antonio Pérez conversando tranquilamente con su esposa doña Juana. Mientras uno de ellos le ocupaba los papeles, el sentenciado burló muy hábilmente al otro alcalde, y entrando en una pieza contigua saltó por una ventana de ella que caía a la iglesia de San Justo. Apercibidos de ello los alcaldes, y dando grandes voces, acudieron con gente a la iglesia, cuyas puertas hallaron cerradas. Derribaronlas con palancas, entraron en el templo, registraronle escrupulosamente, y al cabo hallaron a Antonio Pérez escondido en uno de los desvanes del tejado. Apoderaronse de él, metieronle en un coche, y le llevaron a la fortaleza de Turégano a cumplir su condena (946) . Hasta aquí el ministro aparece condenado como concusionario y por abusos de su oficio, pero cuesta trabajo hallar rastro de proceso por el asesinato del secretario de don Juan de Austria.

Promovióse con motivo de la extracción de Pérez del asilo del templo una larga competencia entre las autoridades eclesiásticas y civiles, disputas de jurisdicción, apelaciones, revocaciones de autos, etc., en que se lanzaron censuras contra los alcaldes violadores del lugar sagrado, y se pronunciaron sentencias mandando restituir el procesado a la iglesia; y todo esto duró años, hasta que Felipe II. hizo anular lo actuado por los jueces eclesiásticos y alzar las censuras. Entretanto, y estando Pérez en el castillo de Turégano incomunicado y con grillos y embargadas sus haciendas, habiendo ido el rey a Aragón a celebrar cortes en aquel mismo año (1585), acompañado de Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Hacienda y juez de la causa, ampliaronse allí las declaraciones sobre el asesinato de Escobedo, siendo uno de los que depusieron el alférez Antonio Enríquez, uno de los asesinos, que deseando vengarse de Antonio Pérez por sospechas de que había querido atosigar a un hermano suyo, pidió con empeño manifestar y probar todo lo que había ocurrido en la muerte que motivaba el proceso. Y en efecto, la declaración de Enríquez descubrió por primera vez todas las circunstancias y todos los cómplices del crimen en que tan comprometido se hallaba el antiguo secretario de Estado de Felipe II.

Temiendo ya el preso la suerte que de tal situación podía esperar, intentó evadirse de la cárcel y fugarse a Aragón, para lo cual le habían preparado y llevado de aquel reino dos yeguas herradas al revés. Pero descubierto y malogrado su plan, pusieronle en prisión más rigurosa y estrecha. Se prendió también y se incomunicó a su mujer y a sus hijos. El confesor fray Diego de Chaves, y el conde de Barajas, presidente de Castilla, exigieron a doña Juana Coello les entregase los papeles de su esposo. Resistiólo ella con entereza por bastante tiempo, pero noticioso su marido del caso, y deseando aliviar la angustiosa situación de su familia, hizo llegar a sus manos un billete escrito con sangre de sus propias venas, en que le mandaba entregar dos arcas de papeles que le señalaba, y que cerrados y sellados recibió con grande alegría el confesor, y así los puso en manos del rey (1587). La entrega de aquellos documentos no solamente produjo la libertad de doña Juana y de sus hijos, sino también un cambio favorable en la situación del mismo Antonio Pérez; se dulcificó la severidad de su prisión, y se concluyó por traerle otra vez a la corte dandole por cárcel la casa de don Benito de Cisneros (1588), donde volvió a gozar, con general extrañeza, de cierta libertad, permitiendole recibir visitas y aún salir algunas veces a la calle (947) .

¿Qué contenían aquellos misteriosos documentos que con tanto interés procuraron adquirir los confidentes del monarca, y que tal mudanza produjeron en la situación del procesado y de su familia? Al decir de mismo secretario de Estado, creyó el rey dejarle desprovisto de los medios de probar que en la muerte de Escobedo había obrado de orden superior; pero él, no menos astuto que el soberano a quien tantos años había servido, supo valerse de manos diestras para reservar algunos billetes, los suficientes para revelar en su día lo que le conviniera, y dar su descargo en el delito de que se le acusaba.

Las actuaciones del proceso seguían sin embargo. Diego Martínez, el mayordomo de Antonio Pérez, que había sido preso en virtud de la declaración del alférez Enríquez, negaba todos los cargos, y Antonio Pérez escribió en su favor al rey diferentes veces, y pedía encarecidamente a S. M. que se abreviara el fallo de la causa, y se pusiera término a tantas dilaciones. Pero el rey, en vez de atender a las reclamaciones de su antiguo privado, entregaba sus cartas al confesor y al juez y las mandaba unir al proceso. Conocida era ya su intención de perderle. Con todo, del sumario no resultaba legalmente probado el delito, y Antonio Pérez, su esposa doña Juana y el mayordomo Diego Martínez, en las confesiones que se les tomaron (1589), negaron con firmeza todos los cargos, y aún Pérez presentó seis testigos que declararon en su favor. En tal estado, y apretando el procesado para que se sentenciara la causa, y pidiendo el hijo de Escobedo que se dilatara para buscar nuevas pruebas, escribió el confesor fray Diego de Chaves dos cartas a Antonio Pérez, aconsejandole y exhortandole a que confesara de plano la verdad del hecho, que sería la manera de librarse de una vez de prisiones descargándose de toda culpa, «puesto que no la tiene el vasallo (decía el confesor) que mata a otro hombre de orden de su rey, que como dueño de las vidas de sus súbditos puede quitársela con juicio formado, o de otro modo, estando en su mano dispensar los trámites judiciales, y se ha de pensar siempre que lo manda con causa justa, como el derecho presupone: y así (continuaba) con decir la verdad se acaba el negocio, y habrá S. M. satisfecho a Escobedo… y si él quisiera convertir contra S. M., se le ordenará que calle, y salga de la corte, y agradezca lo que más se pudiera hacer contra él, sin declararle la causa dello, que a estas no se llegan en materia alguna.» (948)

Comprendió Pérez que el consejo del confesor, con su extraña doctrina en materia de derecho, era un lazo que se le tendía para perderle, puesto que se encaminaba a que confesandose autor del asesinato, y faltandole los papeles con que poder acreditar que lo había hecho por orden del rey, se condenaba a sí mismo privándose de los medios de defensa. Contestóle pues muy hábilmente, guardándose de seguir el capcioso consejo, y prefirió entrar en negociaciones de transacción con el hijo de Escobedo, que intimidado por un amenazante anónimo que había recibido, consintió en apartarse de la causa mediante una buena suma, e hizo formal y solemne escritura de desistimiento (28 de septiembre, 1589); con lo cual reclamó Pérez el sobreseimiento y conclusión de la causa, mediante haber retirado su demanda la parte ofendida. Destinado estaba este singular proceso a tomar las más extrañas fases, para que no acabara nunca la murmuración y el escándalo. Cuando parecía todo terminado, y Antonio Pérez cerca de ser declarado libre de culpa y pena, el juez Rodrigo Vázquez persuadió al rey, o por lo menos figuró el rey haberse dejado persuadir, de que hallandose comprometido el nombre de S. M. en el público por la voz que se había difundido de haber mandado él la muerte de Escobedo, convenía al decoro de la corona obligar a Antonio Pérez a que declarase y probase la justicia de las causas que habían motivado aquel sangriento castigo. Así se lo intimó el juez al acusado, enseñándole el mandamiento del rey, concebido en estos términos: «Presidente.—Podéis decir a Antonio Pérez de mi parte, y si fuesse necesario enseñarle este papel, que él sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber hecho matar a Escobedo, y las causas que me dixo para ello havia; y porque a mi satisfacción y a mi conciencia conviene saber si estas causas fueron o no bastantes, ya Yo le mando que os las diga, y dé particular razón dellas, y os muestre y haga verdad lo que a mí me dijo, que vos sabeis, porque Yo os lo he dicho particularmente, para que habiendo Yo entendido lo que assi os dixere y razón que os diere dello, mande ver lo que en todo convenga. En Madrid a 4 de enero de 1590.—Yo el Rey.» (949)

Este nuevo giro dado a la causa a los doce años de perpetrado el homicidio, y a los once de la prisión del encausado, y cuando a éste se le habían tomado los papeles conque pudiera acreditar los fundamentos que se le pedían, sorprendió a todo el mundo, y con razón decía el arzobispo de Toledo al confesor del rey: «Señor, o yo soy loco, o este negocio es loco. Si el rey mandó a Antonio Pérez que hiciese matar a Escobedo, ¿qué cuenta le pide ni qué cosas? Miráralo entonces y él lo viera… etc.» Pero se estrechó la prisión del procesado, y se tapiaron o clavaron algunas puertas y ventanas de la casa. Antonio Pérez recusó al juez Rodrigo Vázquez, y lo que hizo el rey fue darle un asociado o conjuez, que lo fue Juan Gómez, miembro del Consejo y de la Cámara. Interrogado y requerido en varias ocasiones Antonio Pérez para que manifestase los motivos de la muerte de Escobedo, constantemente contestó que se atenía a lo declarado. En su vista mandaron los jueces echarle una cadena y ponerle un par de grillos, y se volvió a arrestar a doña Juana Coello, su esposa. Instado de nuevo a que declarara en cumplimiento del real mandato, e insistiendo él tenazmente en su negativa, se acordó ponerle a cuestión de tormento. En vano reclamó el perseguido ministro su calidad de hijodalgo, que era el civis romanus sum con que creía deber eximirse de los horrores de aquella bárbara prueba. Los vengativos jueces se mostraron inexorables.

Cumpliendo sus órdenes el verdugo Diego Ruiz, presentóse en el oscuro calabozo del preso con todos los repugnantes y horribles aparatos de su odioso oficio; desnudó por su mano al antiguo primer ministro de Estado de Felipe II.; cruzóle los brazos y comenzó a ceñirle la fatal cuerda, y a darle una, dos, y seis, y hasta ocho vueltas, contrastando los gritos y lamentos de dolor del paciente con el silencio y el inalterable rostro de los adustos jueces. Al fin venció la flaqueza del cuerpo a la fortaleza del ánimo, y el atormentado, no pudiendo resistir tan agudos dolores, ofreció declarar y declaró las causas políticas que habían preparado la muerte de Escobedo (febrero, 1590), que eran las mismas que nosotros en el principio de este capítulo hemos apuntado, añadiendo que no lo había hecho antes por guardar fidelidad al rey, y en cumplimiento de órdenes de su puño para que no revelara el secreto. Los rigores de la tortura produjeron a Pérez una grave enfermedad, y pedía la asistencia de su familia. El médico Torres certificó que padecía una gran fiebre, y que peligraba su vida sino se le cuidaba y aliviaba. Permitiósele primero la asistencia de un criado (2 de marzo, 1590), pero prohibiendole volver a salir y hablar con nadie. Después, a fuerzas de vivas y lastimosas instancias de su afligida esposa, diosele licencia a ésta y a su hijo para ir a cuidar y consolar al postrado prisionero (principios de abril). Entonces fue cuando Antonio Pérez, penetrado de las intenciones de sus implacables enemigos, meditó y preparó su fuga para el momento en que su quebrantada salud se lo permitiera.

Preparado y concertado todo, esperandole fuera de la villa con caballos su paisano y pariente Gil de Mesa, junto con un genovés llamado Mayorini, disfrazóse Antonio Pérez con el traje y manto de su mujer, y a las nueve de la noche (19 de abril, 1590) salió sin ser conocido por en medio de los guardas (950)  y salvando un ligero peligro que tuvo con una ronda que encontró al paso, logró incorporarse a los protectores de su fuga. Aunque flaco y quebrantado, montó a caballo y no paró hasta ponerse en salvo en Aragón, donde siempre tuvo intención de refugiarse, acogiéndose a los fueros de aquel reino, de donde era oriundo, y esperando encontrar allí apoyo y protección.

Al día siguiente se dio nuevo auto de prisión contra la mujer y los hijos de Antonio Pérez, a quienes se llevó a la cárcel en medio de las procesiones del Jueves Santo, mientras iba el requisitorio a Aragón para que se prendiera, vivo o muerto, al fugitivo. Alcanzóle la orden en Calatayud, más ya él había tomado asilo en el convento de los dominicos, y cuando se presentó a prenderle el delegado del rey, interpusose a impedirlo con cuarenta arcabuceros don Juan de Luna, diputado del reino. Desde Calatayud escribió Antonio Pérez al rey una sumisa carta explicando las causas de su fuga y disculpándolas, y pidiendo le enviaran su mujer y sus hijos, y copias de ella envió al cardenal Quiroga y al confesor del rey fray Diego de Chaves. Pero ya Gil de Mesa había ido a Zaragoza a pedir para Antonio Pérez el privilegio de la Manifestación, uno de los más notables fueros de aquel reino (951) . Llevado Pérez a Zaragoza, y puesto en la cárcel de la Manifestación bajo la égida de la magistratura tutelar del Justicia, y enseñando a los aragoneses, a quienes ya hacía tiempo que había procurado ganar e interesar, las huellas del tormento que en sus brazos llevaba, y alabando mucho la legislación protectora de aquel reino, atrajose fácilmente la adhesión de unos naturales de por sí inclinados a favorecer a los perseguidos, y a dar su mano a los que aparecen víctimas del rigor de la autoridad real.

El rey entonces entabló querella formal contra Antonio Pérez ante el tribunal del Justicia, acusándole de la muerte de Escobedo, de haber falsificado cifras y revelado secretos del Consejo de Estado, y haciendole también un cargo de su fuga. Activaba la causa a nombre del rey el marqués de Almenara don Íñigo de Mendoza y la Cerda, que se hallaba en Zaragoza con la especial misión de alcanzar que fuesen admitidos en aquel reino los virreyes que el monarca quisiera poner, aunque fuesen castellanos, bien que con arreglo al Fuero hubieran de ser aragoneses. Entre tanto seguíase su proceso en Madrid, al cual se habían agregado nuevas causas criminales, como la de haber hecho envenenar Antonio Pérez a Pedro de la Hera y a Rodrigo Morgado, y se tomaron más informaciones sobre el trato escandaloso de Pérez con la princesa de Éboli, de todo lo cual y de cada ramo de la causa por separado se sacó y envió testimonio sellado y firmado al marqués de Almenara (mayo, 1590). Al fin se falló en Madrid el proceso y se dio la sentencia siguiente.—«En la villa de Madrid, corte de S. M., a 10 de junio de 1590.—Visto por los señores Rodrigo Vázquez de Arce, presidente del Consejo de Hacienda, y el licenciado Juan Gómez, del consejo y cámara de S. M., el proceso y causas de Antonio Pérez, secretario que fue de S. M., dijeron: que por cuanto la culpa de todo ello resulta contra el dicho Antonio Pérez, le debían condenar en pena de muerte natural de horca, y que primero sea arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada; y después de muerto sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero, y sea puesta en lugar público y alto, el que paresciere a dichos jueces, y de allí nadie sea osado a quitarla, pena de muerte; condenandole en pérdida de todos sus bienes, que aplicaron para la cámara y fisco de S. M. y para las costas personales y procesales que con él y por su causa se han hecho; y así lo proveyeron, mandaron y firmaron de sus nombres.—El licenciado Rodrigo Vázquez de Arce.—El licenciado Juan Gómez.—Ante mí, Antonio Márquez.» (952)

Pero en tanto que en Madrid se habían llevado las cosas a este extremo, Antonio Pérez desde la cárcel de Zaragoza había escrito al rey varias cartas, al principio con cierta humilde blandura, después con resolución y entereza, exhortándole a que no le pusiera en necesidad de dar ciertos descargos, de que podría salir mal parada la reputación de personas muy graves, y no bien librada la honra de S. M.; pues aunque creyera que le habían sido tomados todos los papeles, aún le habían quedado algunos, y tales que con ellos se podría bien descargar. Y no contento con esto, envió a la corte al Padre Gotor, a quien había enseñado confidencialmente los billetes originales del rey, en que constaba haberle sido mandada por S. M. la muerte de Escobedo, con instrucciones de lo que de palabra había de advertir al soberano, para hacerle entender lo que convenía al decoro de la corona que desistiese de la demanda y le volviese la libertad (953) . Viendo que el rey, en lugar de responder a sus cartas como tenía motivos para esperar, continuaba obrando al revés de lo que en ellas le pedía, que los jueces de Madrid le condenaban a la última pena, y que en Aragón continuaba el proceso y los agentes del rey intentaban estrecharle más la prisión, se resolvió a justificarse ante los jueces de aquel reino, apoyando su defensa y descargos en los billetes originales que conservaba del rey y en las cartas de su confesor, que es lo que forma el Memorial de Antonio Pérez. Con estos documentos probaba principalmente, que las alteraciones en las cifras las había hecho autorizado por el rey y por los mismos personajes de quienes eran las comunicaciones, que S. M. le había dado orden para matar a Escobedo, y que por un billete que se le mostró cuando se le dio tormento, S. M. se hacía autor de la muerte (954) .

De tal manera pusieron en cuidado a Felipe II. las revelaciones que iba haciendo y otras que apuntaba su perseguido ministro, que tuvo a bien hacer una pública y solemnísima separación y apartamiento de la causa que tantos años hacía se le estaba siguiendo (18 de agosto, 1590). Tenemos a la vista copia autorizada de este importante documento, que algunos escritores han apuntado, pero que ninguno hasta ahora ha dado bastante a conocer. Vamos por lo mismo a copiar algunas de sus cláusulas, las que más hacen al caso.

«In Dei nomine.—Sea a todos manifiesto que Nos don Felipe por la gracia de Dios, rey de Castilla, de Aragón, de León, de las dos Sicilias… etc., atendido y considerado que en virtud de un poder que como rey de Castilla mandé despachar en favor del magnífico y amado consejero el doctor Hierónimo Pérez de Nueros, nuestro abogado fiscal en el reino de Aragón… se dio demanda y acusación criminal contra Antonio Pérez en la corte del Justicia de Aragón sobre la muerte del secretario Escobedo, descifrar falsamente y descubrir secretos del Consejo de Estado, y otros cabos que se contienen en el proceso que sobresto está pendiente y habiendo sido preso por mi parte, se hizo la probanza necesaria, y después por la del dicho Antonio Pérez se dio su cédula de defensiones y se procuró probarlas, y así como son públicas las defensiones que Antonio Pérez ha dado, lo pudiera ser la réplica dellas, y fuera bien cierto que no hubiera duda en la grandeza de sus delictos, ni dificultad en su condenacion por ellos; y aunque mi deseo en este negocio fue encaminado como en los demás a dar la satisfacción general que yo pretendo, y esto ha sido la causa acá de su larga prisión, y de ahi haberse llevado estas cosas por la vía ordinaria que se han seguido; pero que abusando Antonio Pérez desto y temiendo el suceso, se defiende de manera que para responderle sería necesario de tratar de negocios más graves de lo que se sufre en procesos públicos, de secretos que no convienen que anden en ellos, y de personas cuya reparacion y decoro se debe estimar en más que la condenacion de dicho Antonio Pérez, he tenido por menor inconveniente dejar de proseguir en la corte del Justicia de Aragón su causa que tratar de las que aquí apunto: y pues la intención con que procuro proceder es tan sabida cuanto cierta, aseguro que los delictos de Antonio Perez son tan graves, cuanto nunca vasallo los hizo contra su rey y señor, así en las circunstancias dellos como en la conjetura, tiempo y forma de cometellos; de que me ha parecido es bien que en esta separación conste, para que la verdad en ningún tiempo se confunda ni olvide, cumpliendo con la obligación que como rey tengo. Por tanto, en aquellas mejores vías, modos, formas y maneras etc., mando que se separen y aparten de la instancia y acusación criminal y pleito que en mi nombre tienen en la corte del dicho Justicia de Aragón contra el dicho Antonio Pérez sobre la muerte del dicho secretario Escobedo, y sobre todos los demás cargos que se le han impuesto por mi procurador o procuradores fiscales tocantes a la fidelidad de su oficio, y a otras cualesquier causas y cabos, demanda contra él dada en el dicho proceso arriba intitulado, y que en él no hagan más parte ni instancia, ni diligencias, sino que del todo se aparten y separen dél, la cual separación y apartamiento quiero y es mi voluntad que los dichos mis procuradores hayan de hacer y hagan con cláusula, protestación y salvedad de que queden a mi y a mis procuradores en cualquier tribunal del dicho reino salvos é ilesos todos y cualesquier derechos, que contra el dicho Antonio Pérez me pertenezca, o me puedan pertenecer civil o criminalmente como contra criado y ministro mío, o como á rey contra su vasallo, así en nombre de rey de Castilla como de Aragón, de ambas partes y de cada una dellas tam conjunctim quam divisim, y en otra cualquier parte y manera que pueda tener derecho contra dicho Antonio Pérez, por vía de acusación o en otra cualquier manera a mí bien vista, pedirle cuenta y razón de los dichos delictos… el cual derecho quiero que me quede salvo e illeso… Y para que conste de mi voluntad, y de lo que en este negocio pasa, y de las causas que a la separación me mueven, y de la manera que soy servido que se haga, quiero que este poder quede inserto a la letra en la separación que por mí se hiciere, y puesto en el proceso que por mí se ha activado y llevado contra el dicho Antonio Pérez, en testimonio de lo cual mandé despachar la presente con nuestro sello real común pendiente sellada….etc.» (955)

Con tan solemne apartamiento manifestaba el rey a la faz del mundo que temía la revelación de los secretos que su antiguo ministro empezaba a descubrir, y con razón decíamos antes que debían ser grandes y delicados los que entre el monarca y su secretario íntimo mediaran. Pero ¿cómo Felipe II. no previó que apretado y puesto en tal trance el acusado ministro había de hacer público todo lo que contribuyera a su vindicación, siquiera fuese en detrimento del monarca que así le perseguía después de haberle dado tantas seguridades? Y si lo previó, ¿cómo se obstinó en perseguirle por espacio de más de once años, conduciendole hasta una situación extrema y desesperada? Si el rey había mandado asesinar a Escobedo, ¿por qué permitió y cooperó a que fuera condenado a muerte el ejecutor de su mandamiento? Y si no había ordenado el homicidio, ¿por qué se apartó dela acusación cuando el procesado comenzó a dar a conocer los billetes escritos de la real mano? Si los papeles que estaban en poder de su ministro no le comprometían, ¿por qué tanto empeño del rey en arrancárselos y que se los entregaran? Y si los delitos de Antonio Pérez eran tan graves cuanto nunca vasallo alguno los hizo contra su rey y señor, ¿por qué desistió de la demanda cuando estos delitos iban a ser juzgados, en el momento que el presunto reo alegó en su descargo las órdenes de su rey y señor? Dejamos la solución de todas estas cuestiones a los que honran a Felipe II. con el dictado de El Prudente.

Pero aún no se ha acabado. Felipe II. quería deshacerse del hombre de sus antiguas confianzas, y ya que se apartaba de un camino por peligroso para su propia persona, buscó otros dos para perderle, a los pocos días del solemne desistimiento. El uno fue mandar proseguir la causa del envenenamiento del clérigo don Pedro de la Hera y de Rodrigo Morgado, que se atribuía a Antonio Pérez. El otro fue entablar contra él en Aragón el juicio llamado de enquesta, que equivalía al de la visita o residencia en Castilla, el cual se encargó al regente de la audiencia Jiménez, a quien se ordenaba desde Madrid todo lo que había de hacer; en él se hicieron a Pérez los mismos cargos que se le habían hecho en la visita de Madrid, añadiendo haber intentado fugarse a los estados del príncipe de Bearne en Francia. Recusaba Antonio Pérez con poderosos fundamentos la facultad que el rey se atribuía de entablar el juicio de enquesta, puesto que no había sido nunca oficial real en lo de Aragón. Descargabase también muy mañosamente en lo de la causa del clérigo La Hera. Pero el rey, la junta que se formó en Madrid para entender en el negocio de Antonio Pérez, el presidente Rodrigo Vázquez, el conde de Chinchón, el marqués de Almenara, los abogados y procuradores reales, todos los agentes de Felipe II. en Madrid y en Zaragoza trabajaban sin descanso y no perdonaban medio ni ahorraban manejo de ninguna especie para que de uno o de otro proceso o de los dos juntos resultara algún cargo y algún auto de condena contra Antonio Pérez. Su gran empeño era, ya que no alcanzaran que allá se le sentenciara a pena de muerte, ver el modo de sacarle de Aragón y traerle a Castilla. Para eso se contentaban ya con que fuera condenado a destierro, pues de ese modo, a cualquier punto que fuese, ya el rey podía echarle mano.

La junta de Madrid, en consulta de 20 de septiembre (1590), llegó a aconsejar el rey que viera de despachar a Antonio Pérez por cualquier medio, «pues no se debe reparar, decía, en la ejecución de su condenacion, en caso que no se pueda hacer por la vía ordinaria. Porque si a cualquier particular conforme a derecho le es permitido el matar a cualquier foragido o bandido a quien la justicia ha condenado y no puede haber a las manos, mucho más lícito le será a V. M. mandar ejecutar por cualquier vía su sentencia contra quien anda huido… Para el buen gobierno y estado de las cosas (decía luego), suelen usar los príncipes de remedios fuertes y extraordinarios por ley de buen gobierno, en caso que por las vías ordinarias no se pueda conseguir el castigo que conviene que se haga… Que no faltan medios (añadía por último) para la dicha ejecución… y cuando el caso sucediere se podrá tratar de los expedientes…» No le disgustó al rey la propuesta de la junta, puesto que al margen puso de su puño y letra: «Será bien que se mire todo lo que se debe hacer conforme a lo que aquí se dice y parece. Y lo que se dice que cuando el caso sucediere se podrá tratar de los expendientes, etc., me parece que sería mejor tratarlo luego y estar resueltos en lo que se debiere hacer en cualquier caso que suceda, y si conviniere, tener prevenido lo que para ello fuese menester, pues después podría ser que no fuese a tiempo aunque se quisiese.» (956)

Pero todo el afán, todo el ahínco del rey y de sus agentes se encaminaba a que Antonio Pérez fuese traído a Castilla. Por eso hacían decidido y particular empeño en que la sentencia fuese tal que le condenara a ser recluido en un punto de donde después el rey pudiera sacarle y atraerle. El destierro no le satisfacía, y la pena de muerte temía que no fuese cumplida en Aragón. Más cuando ya ambas causas estaban cerca de fallarse, encontró el de Almenara un camino, que a Felipe II. le pareció excelente, para entregar a Antonio Pérez a la Inquisición. Una vez entregado a este terrible tribunal, ya no podía favorecerse ni escudarse con el fuero de Aragón, saldría de la cárcel de los Manifestados, sería llevado a las prisiones del Santo Oficio, y allí le alcanzaría con más seguridad la real venganza. Los méritos para procesarle por la vía inquisitorial se sacaron de donde ciertamente nadie podría imaginarlos. Antonio Pérez en la impaciencia y temor de lo que harían de su persona, había hecho el conato, o por lo menos tenido tentación de fugarse de la cárcel, en unión con su compañero de cautiverio y de la fuga de Castilla, al genovés Juan Francisco Mayorini. El país a que intentaban refugiarse era Bearne, tierra en que había muchos herejes, por consecuencia eran sospechosos de herejía. En este concepto le denunció el juez de la enquesta Jimemez al inquisidor Molina (957) . En la información que éste hizo declararon algunos testigos haber oído a Antonio Pérez y aún a Mayorini algunas de esas frases y exclamaciones con que los hombres suelen desahogar su mal humor en momentos de enojo, de desesperación o de ira, y que tomadas en sentido material o literal suenan a blasfemias.

Remitida esta información por el inquisidor de Zaragoza don Alonso de Molina al inquisidor general cardenal de Quiroga, y pasada por éste al confesor del rey fray Diego de Chaves, como comisario calificador del Santo Oficio, el padre Chaves calificó las proposiciones de Antonio Pérez, y alguna de su secretario y compañero de prisión Mayorini, de escandalosas, ofensivas de los oídos piadosos y sospechosas de herejía (958) . En su virtud el Consejo de la Suprema dio orden al tribunal de la Inquisición de Zaragoza para que pusiese las personas de Antonio Pérez y Mayorini en las cárceles secretas del Santo Oficio. En cumplimiento de ella los inquisidores de Zaragoza expidieron el correspondiente mandamiento a los lugartenientes de la corte del Justicia (24 de mayo, 1591), para que en virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor entregaran al alguacil del Santo Oficio Alonso de Herrera las personas de Antonio Pérez y Juan Francisco Mayorini, presos en la cárcel de la Manifestación, revocando y anulando dicho privilegio de la Manifestación en la parte que impedía el libre ejercicio del Santo Oficio, y conminando con proceder contra todo el que intentara impedir o perturbar su mandamiento (959) . El Justicia mayor don Juan de Lanuza, hablado y ganado desde la noche anterior por el marqués de Almenara, se hallaba en la sala del consejo con los cinco tenientes que constituían su corte, dispuesto a dar cumplimiento a la orden, cuando llegó con ella el secretario de la Inquisición. En su consecuencia fueron extraídos Antonio Pérez y Mayorini de la cárcel de la Manifestación (960) , y trasladados en un coche a las del Santo Oficio que estaban en la Aljafería.

Pero a pesar del silencio y el misterio con que se cuidó de ejecutar este acto, difundióse instantáneamente la noticia por el pueblo de Zaragoza; conmovieronse y se alarmaron sus habitantes, y entonces fue cuando a la voz de «¡Contra fuero! ¡Viva la libertad!» comenzó el famoso motín de Zaragoza, principio de otros mayores y más generales disturbios en todo el reino de Aragón, tan célebres como lamentables por las consecuencias inmensas que tuvieron. Por lo mismo, y porque desde este punto la causa personal de Antonio Pérez se complica ya con un acontecimiento político de suma trascendencia, haremos aquí alto para bosquejar aparte en el siguiente capítulo el nuevo cuadro que comienza aquí a vislumbrarse, ya que no a descubrirse (961) .

(Lafuente, M., Historia general de España. IV, cap. XXIII. Kindle/Libro impreso)

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Narración de la entrada de los muslimes en Al-Ándalus

Y en cuanto a la entrada de los muslimes en Al-Ándalus, refiérense sobre ella cuatro especies. Es la primera, que la tierra de Al-Ándalus la entraron dos Al-Fehríes, Abdu-l-lah ben Nafí ben Abdi-l-queis y Abdu-l-lah ben Al-Husayn, llegando a ella por el lado de la costa en tiempo de Otsman el Califa (Dios le tenga en su gracia). Dice Al-Taberí que vinieron a ella aficionados a su tierra y mar, y que la conquistaron por el permiso de Dios (enaltecido sea su nombre), así como la tierra de Afrancba, que fue agregada con Al-Ándalus al dominio de los muslimes a semejanza de Ifriquia, sin que cesara por esto de permanecer el amirato de Al-Ándalus en Ifriquia, hasta que vino la época de Hixem ben Abdi-l-melic e impidieron los bereberes las comunicaciones, quedando los habitantes de Al-Ándalus por su estado en condición superior a la de ellos: habiendo tenido lugar esta entrada el año 27 (32) de la noble Hégira (33) . Y la segunda voz es que la conquistó Muza ben Nosayr año 91 (34) , así lo dice At-Taberí, de cuya narración se desprende también que pasó en persona y dirigió él mismo esta algazúa (35) y conquista. Y la tercera, que Tarif la entró y comenzó su conquista el año 91. Y la cuarta, que Tariq fue el primero que la entró el año 91, conquistándola después Muza el año 92 (36) . Y en suma, la diversidad se halla en estos cuatro puntos: se dice que la entraron primero los Al-Fehries y asimismo Ben-Nosayr, y asimismo Tarif, y también Tariq; de lo que se deduce que los dos Al-Fehríes penetraron en ella en tiempo de Otsman (Dios le tenga en su gracia) saqueándola por las costas, y Tarif la entró el año 91, asolándola y devastándola, acción atribuida sin duda a Muza como ejecutada de orden de este amir; siendo verdad en ello la conexión con Muza, y verdad el dicho de At-Taberí, y verdad también lo que dice Ar-Razí desde lo primero a lo último; y Tariq finalmente hizo la entrada apetecida a conquistarla, año 92. Y cuenta Arib, que el bárbaro Ilian, gobernador de la Isla Verde (37) , entró en relaciones con Muza ben Nosayr, gobernador de Ifriquia, año 91, por mediación de Tariq ben Zeyad su teniente en Tanja y sus alrededores, que le escribió ponderándole la empresa de apoderarse de Al-Ándalus y presentándosela como fácil y asequible; aunque también se ha dicho y mejor, a lo que parece, que se dirigió en persona a Muza, caminando por mar para que se le reuniera a este fin. Tomó consejo Muza del califa Al-Gualid ben Abdi-l-melic respecto al mensaje y la intervención de su persona en esta empresa, en vista de la diversidad de pareceres entre los suyos, y le contestó Al-Gualid, recomendándole que explorase la tierra con gente de a caballo, sin exponer (38) a los muslimes; y envió Muza a un bereber que se llamaba Tarif y por apellido Aben Zará (39) con cien jinetes y cuatrocientos peones, el cual hizo la travesía en cuatro barcas, arribando a las costas de Al-Ándalus en lo que está enfrente de Tanja, y es conocido por Gecira-Tarifa, que se llamó de su nombre a causa de este desembarco. De allí corrió el país por lo que está inmediato hacia la parte de Algecira la Verde, y recogiendo cautivos y riquezas en abundancia volvió salvo (40) . Fue su paso en la luna de Ramadán del año 91 (41) . Y la generalidad está de acuerdo en que es indudable haber sido el administrador principal de la conquista en su parte mas gloriosa y granada Tariq ben Zeyad, sobre quien hay divergencia en cuanto a su origen y prosapia, pues los unos admiten que era berberí de Nefza, liberto de Muza ben Nosayr, de sus esclavos berberíes; y otros afirman que era persiano. Dice Salen ben Abi Saleh que su verdadero nombre fue Tariq ben Zeyad, ben Abdi-l-lah, ben Refhué, ben Guarfagom, ben Inzagacin, ben Gualajas, ben Itufat, ben Nefzan. Todos convienen al menos en que Tariq, antes de la expedición de Al-Ándalus, era lugarteniente de Muza en Magreb Alacsa, encargado por el amir de los rehenes berberíes de Almagreb (42) ; y se dice asimismo que Tariq pasó a Al-Ándalus con rehenes berberíes el año 92. Dijo Ebnu-l-Catan, a quien siguen la mayor parte de los historiadores, que su residencia estaba en Tanja, no faltando quien diga que en Sigilmesa, pues a la verdad Salé y cuanto cae detrás de ella desde Fez, así como Tanja y Sebta eran de los cristianos, hallándose Tanja en poder de Ilian, uno de ellos. Era ciertamente Tariq a la sazón vicario de Muza ben Nosayr; y aquí disienten otra vez los historiadores si a la verdad pasó a Al-Ándalus por mandato de Muza, o si pasó a ella por acuerdo de su ejército, que no le fuera posible sino comunicárselo por escrito (43) ; aunque la primera opinión es la mas recibida y aceptada. Cuenta Ar-Razí refiriéndose a Al-Guaquidí lo siguiente: Había dado el califa Al-Gualid ben Abdi-l-melic el gobierno y mando de Ifriquia a Muza ben Nosayr, que lo encomendó a Tariq en la parte de Tanja, y como fuera vecino de Tariq el cristiano Ilian, que residía en Algecira Al-Hadra, lugar próximo a Tanja, mantuvo relaciones con él hasta llegar a convenirse, prometiéndole Ilian introducirle en Al-Ándalus con todo su ejército. Juntáronse a Tariq doce mil berberíes que había reunido para la expedición con permiso de su señor Muza ben Nosayr, e Ilian trasportó las compañías de Tariq en barcos de mercaderes, que iban y venían a Al-Ándalus, y no se apercibieron de ello las gentes de Al-Ándalus, antes juzgaban que los barcos iban y venían en verdad con sus mercaderes; y así trasportó a Al-Ándalus las diferentes haces sucesivamente, y cuando solo quedó un cuerpo de tropas, se embarcó Tariq con su comitiva, e hizo pasar el mar a sus compañeros, quedando Ilian en Algecira Al-Hadra para mirar mejor por todos. Desembarcó Taríq en uno de los montes de Al-Ándalus, el 13 de Regeb del año 92 (44) , según se ha referido, y el monte se llamó de su nombre, como se conserva hasta el día (45) . Hablando de estas cosas refiere Isa ben Muhammad de los hijos de Abu-l-muchafar en su libro sobre «La ocasión de la entrada de Tariq en Al-Ándalus», los siguientes pormenores: «Era Tariq guali de Muza en Tanja, y hallándose sentado un día, he aquí que vio unos barcos que se divisaban en la mar, los cuales cuando hubieron echado ancla, salieron de ellos hombres que se apresuraron a desembarcar su gente, y los desembarcados dijeron: «Hemos venido a vosotros implorando auxilio.» Venía con ellos su jefe que se llamaba Eilian. Díjole Tariq: «¿Qué motivo te ha traído a este punto?» Y respondióle él: «Mi padre (46) ha muerto y se ha apoderado de nuestro reino un batriq (47) , que llaman Ludheriq, el cual me ha despreciado y cubierto de oprobio; por cuya causa, habiendo llegado a mi noticia el estado de vuestras cosas, he venido a vosotros con el propósito de llamaros a Al-Ándalus, donde seré vuestro guía.» Accedió gustoso Tariq, y pidió auxilio a los berberíes, que eran doce mil en número, trasportándolos Ilian en barcos por compañías separadas, como se ha referido anteriormente. Y cuentan otros que Sebta, Tanja y Al-Hadra con toda esta región pertenecían a los estados del rey de Al-Ándalus, que mandaba en la parte contigua a ambas costas, poseyendo los griegos el país colindante en este tiempo, que los berberíes ya deseaban habitar las ciudades y alquerías (aunque su gusto era habitar los montes y el desierto en la época que fueron pastores de camellos y ganados). Estaba, dice, el cristiano a la sazón en paz con ellos; mas había uso entre sus reyes que les sirvieran los hijos de sus patricios y magnates, los hombres en el exterior y las doncellas en palacio (costumbre conservada hasta el día en algunos pocos que les sirven de jóvenes para ilustrarse en su literatura y adoctrinarse en su ley, reuniéndose cuando lo consiguen o llegan a mayor edad a su familia y gente), y sucedió que un rey de los godos, llamado Rudberiq, extendió la mano sobre la hija de Ilian que tenía en su palacio (48) , y la hizo violencia en su persona; por lo cual envió ella un mensaje a su padre, dándole cuenta secretamente de todo, e Ilian cuando hubo recibido la noticia, la guardó y ocultó en su pecho, esperando con ella días y meditando calamidades, hasta que fue de la entrada de los árabes de Al-Magreb lo que fue. Y escribió Ruderiq a Ilian para que le proporcionase halcones, aves y otras cosas, y le respondió Ilian con tales palabras: «Ciertamente irán a ti aves de las que no oíste jamás semejantes», con lo que aludía a su traición. En seguida invitó a Tariq a que pasase el mar, y hay discordancia en las narraciones (49) sobre los combates que dio Tariq a la gente de Al-Ándalus: y se dice que Ruderiq se adelantó contra él, reuniendo tropas escogidas, el nervio de la gente de su reino (50) , guiándolas desde el trono real tirado por dos mulos, y con la corona en la cabeza y demás insignias que visten los reyes (51) , llegando hasta el monte donde estaba Tariq, que le salió al encuentro con sus compañeros, peones en la mayor parte, que solo había algunos caballos, y tuvieron una reñida batalla, hasta el punto que pensaron perecer: cambió Dios luego las partes de sus enemigos, que fueron puestos en fuga, y alcanzó Tariq a Rudheriq en el Guad-al-Tin (52) , pasando adelante hasta que entró en Cortoba, y Dios abrió Al-Ándalus a los muslimes.»—Tal es la narración de Iça en su libro. Dice Al-Guaquidí: «Ciertamente combatieron desde que apareció el sol hasta que se puso, y no hubo jamás en Al-Magreb otra batalla mayor que ella; pues quedaron huesos en el lugar de la pelea largo tiempo que no fueron apartados»; y añade además el mismo autor con referencia a Abdu-l-hamid ben Giafar, que se refería a su vez a su padre, que le aseguró haberlo oído de uno de los de Al-Ándalus, que hacía recitaciones a Said ben Al-Mosayb sobre su historia: «No levantaron los muslimes la espada de sobre ellos en tres días hasta que la metieron en la vaina.» Después se dirigieron los muslimes a Cortoba, que era la ciudad de Al-Ándalus donde residía Rudheriq, distante de la costa camino de cinco días, en tiempo que se hallaba Rudheriq hacia Arbona, frontera de Al-Ándalus en lo mas remoto del reino (por donde esta contigua Alfrancha, a mil millas de Cortoba), y cogieron Tariq y sus compañeros en la primera batalla diez mil cautivos, ascendiendo la parte de botín en oro y plata, que tocó a cada uno de los peones a doscientos cincuenta dinares (53) . Y refiere Ar-Razí que cuando llegó a Ruderiq la noticia de lo que hicieron Tariq y los suyos, envió contra él sus ejércitos uno tras otro, encargando su mando a un hijo de una hermana que tenía, llamado Bengo (54) , que era el de mayor autoridad entre sus gentes; y acaeció que en todos los encuentros se desbandaban sus tropas, por lo que eran acuchilladas, y fue muerto Bengo, huyendo su ejército y quedando victoriosos los muslimes (55) . Entonces montaron los peones a caballo y se esparcieron por los alrededores, que recorrieron de aquella manera. Luego vino contra ellos Rudheriq con su ejército, peones y gentes de su reino, sentado en un trono como se ha referido, y cuando llegó al lugar donde estaba Tariq, salióle este al encuentro, y combatieron sobre el Guad-al-Leca (56) en la cora de Xidhona (siendo aquel el día de ellos, que fue a saber domingo, a dos noches por andar de la luna de Ramadán) desde que salió el sol basta que se sumergió en la noche, y amaneció el lunes sobre la pelea hasta la tarde, prolongándose seis días de este modo basta el segundo domingo en que se completaron ocho días; y mató Dios a Ludheriq y a quien con él estaba, y fue abierta a los muslimes Al-Ándalus, y no se supo el paradero de Ludheriq, ni fue hallado su cadáver; aunque se hallaron sus botines con labores de plata, y unos dicen que se ahogó, y otros que fue muerto; mas Dios solo sabe lo cierto de él (57) . Después de la batalla se movió Tariq hacia el estrecho de Algecira y luego se dirigió a Ezga, donde halló los restos del ejército que le combatieron con pelea reñida, hasta el punto de ser grande la matanza y carnicería de los muslimes; pero les auxilió Dios y rechazó las invocaciones bárbaras, y arrojó el temor en el corazón de los idólatras, que fue corto para ellos el país y se dirigieron a Tolaitola (58) , y abandonaron las ciudades de Al-Ándalus y quedó tras ellos poca gente (59) . Entonces vino Ilian a encontrar a Tariq desde Al-Hadra, lugar de su residencia, y le dijo; «ya has abierto la conquista de Al-Ándalus, toma de mis compañeros adalides (60) y divide con ellos tus haces y marcha con ellos a Medina Tolaitola»; y dividió Tariq sus haces desde Ezga (61) .

(Ibn Idari, Historias de Al-Ándalus. Kindle/Libro impreso

 

 

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De los sacrificios horribles de hombres que usaron los mejicanos

Código florentino: sacrificio humano azteca

Aunque en el matar niños y sacrificar sus hijos los del Perú se aventajaron a los de Méjico, porque no he leído ni entendido que usasen esto los mejicanos; pero en el número de los hombres que sacrificaban, y en el modo horrible con que lo hacían, excedieron éstos a los del Perú, y aun a cuantas naciones hay en el mundo; y para que se vea la gran desventura en que tenía ciega esta gente el demonio, referiré por extenso el uso inhumano que tenía en esta parte.

Primeramente, los hombres que se sacrificaban eran habidos en guerra; y si no era de cautivos, no hacían estos solemnes sacrificios. Que parece siguieron en esto el estilo de los antiguos, que según quieren decir autores, por eso llamaban víctima al sacrificio, porque era de cosa vencida; como también la llamaban hostia, quasi ab hoste, porque era ofrenda hecha de sus enemigos, aunque el uso fue extendiendo el un vocablo y el otro a todo género de sacrificio.

En efecto, los mejicanos no sacrificaban a sus ídolos, sino sus cautivos; y por tener cautivos para sus sacrificios, eran sus ordinarias guerras; y así cuando peleaban unos y otros, procuraban haber vivos a sus contrarios, y prenderlos, y no matallos, por gozar de sus sacrificios; y esta razón dio Motezuma al Marqués del Valle cuando le preguntó: ¿Cómo siendo tan poderoso, y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado la provincia de Tlascala, que tan cerca estaba? Respondió a esto Motezuma que por dos causas no habían allanado aquella provincia, siéndoles cosa fácil de hacer, si lo quisieran. La una era, por tener en que ejercitar la juventud mejicana, para que no se criase en ocio y regalo. La otra, y principal, que había reservado aquella provincia para tener de donde sacar cautivos que sacrificar a sus dioses.

El modo que tenían en estos sacrificios era que en aquella palizada de calaveras, que se dijo arriba, juntaban los que habían de ser sacrificados; y hacíase al pie de esta palizada una ceremonia con ellos, y era que a todos los ponían en hilera al pie de ella con mucha gente de guardia, que los cercaba. Salía luego un sacerdote vestido con una alba corta llena de flecos por la orla, y descendía de lo alto del templo con un ídolo hecho de masa de bledos y maíz amasado con miel, que tenía los ojos de unas cuentas verdes, y los dientes de granos de maíz, y venía con toda la priesa que podían por las gradas del templo abajo, y subía por encima de una gran piedra que estaba fijada en un muy alto humilladero en medio del patio: llamábase la piedra Quauxicalli, que quiere decir la piedra del águila.

Subiendo el sacerdote por una escalerilla, que estaba enfrente del humilladero, y bajando por otra, que estaba de la otra parte, siempre abrazado con su ídolo, subía adonde estaban los que se habían de sacrificar; y desde un lado hasta otro iba mostrando aquel ídolo a cada uno en particular; y diciéndoles: éste es vuestro Dios; y en acabando de mostrárselo descendía por el otro lado de las gradas, y todos los que habían de morir se iban en procesión hasta el lugar donde habían de ser sacrificados, y allí hallaban aparejados los ministros que los habían de sacrificar.

El modo ordinario del sacrificio era abrir el pecho al que sacrificaban, y sacándole el corazón medio vivo, al hombre lo echaban a rodar por las gradas del templo, las cuales se bañaban en sangre; lo cual para que se entienda mejor es de saber que al lugar del sacrificio salían seis sacrificadores constituídos en aquella dignidad; los cuatro para tener los pies y manos del que había de ser sacrificado, y otro para la garganta, y otro para cortar el pecho, y sacar el corazón del sacrificado, llamaban a estos chachalmúa, que en nuestra lengua es lo mismo que ministro de cosa sagrada: era ésta una dignidad suprema, y entre ellos tenida en mucho, la cual se heredaba como cosa de mayorazgo.

El ministro que tenía oficio de matar, que era el sexto de éstos, era tenido y reverenciado como supremo sacerdote o pontífice, el nombre del cual era diferente según la diferencia de los tiempos y solemnidades en que sacrificaba; asimismo eran diferentes las vestiduras cuando salían a ejercitar su oficio en diferentes tiempos. El nombre de su dignidad era papa y topilzín; el traje y ropa era una cortina colorada a manera de dalmática, con unas flocaduras por orla, una corona de plumas ricas verdes y amarillas en la cabeza, y en las orejas unos como sarcillos de oro, engastadas en ellos unas piedras verdes, y debajo del labio, junto al medio de la barba, una pieza como cañutillo de una piedra azul.

Venían estos seis sacrificadores el rostro y las manos untados de negro muy atezado; los cinco traían unas cabelleras muy encrespadas y revueltas, con unas vendas de cuero ceñidas por medio de las cabezas; y en la frente traían unas rodelas de papel pequeñas pintadas de diversas colores, vestidos con unas dalmáticas blancas labradas de negro. Con este atavío se revestía en la misma figura del demonio, que verlos salir con tan mala catadura, ponía grandísimo miedo a todo el pueblo. El supremo sacerdote traía en la mano un gran cuchillo de pedernal muy agudo y ancho; otro sacerdote traía un collar de palo labrado a manera de una culebra. Puestos todos seis ante el ídolo hacían su humillación, y poníanse en orden junto a la piedra piramidal, que arriba se dijo que estaba frontero de la puerta de la cámara del ídolo. Era tan puntiaguda esta piedra, que echado de espaldas sobre ella el que había de ser sacrificado, se doblaba de tal suerte, que dejando caer el cuchillo sobre el pecho, con mucha facilidad se abría un hombre por medio.

Después de puestos en orden estos sacrificadores, sacaban todos los que habían preso en las guerras, que en esta fiesta habían de ser sacrificados, y muy acompañados de gente de guardia, subíanlos en aquellas largas escaleras, todos en ringlera, y desnudos en carnes, al lugar donde estaban apercibidos los ministros; y en llegando cada uno por su orden, los seis sacrificadores lo tomaban, uno de un pie, y otro del otro; uno de una mano, y otro de otra, y lo echaban de espaldas encima de aquella piedra puntiaguda, donde el quinto de estos ministros le echaba el collar a la garganta, y el sumo sacerdote le abría el pecho con aquel cuchillo con una presteza extraña, arrancándole el corazón con las manos; y así vaheando, se lo mostraba al sol, a quien ofrecía aquel calor y vaho del corazón; y luego volvía al ídolo y arrojábaselo al rostro; y luego el cuerpo del sacrificado le echaban rodando por las gradas del templo con mucha facilidad, porque estaba la piedra puesta tan junto a las gradas, que no había dos pies de espacio entre la piedra y el primer escalón, y así, con un puntapié, echaban los cuerpos por las gradas abajo. Y de esta suerte sacrificaban todos los que había, uno por uno, y, después de muertos, y echados abajo los cuerpos, los alzaban los dueños, por cuyas manos habían sido presos, y se los llevaban, y repartíanlos entre sí, y se los comían, celebrando con ellos solemnidad; los cuales, por pocos que fuesen, siempre pasaban de cuarenta y cincuenta, porque había hombres muy diestros en cautivar. Lo mismo hacían todas las demás naciones comarcanas, imitando a los mejicanos en sus ritos y ceremonias en servicio de sus dioses.

(José Acosta, Historia natural y moral de las Indias, libro V, capítulo XX. Kindle/Paperback)

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Las islas Malvinas

Pero tercióse otra cuestión, que puso todavía más en peligro la paz siempre amenazada entre las tres naciones desde el Pacto de Familia. En 1764 el célebre navegante francés Bougainville tomó posesión de la parte más oriental de las islas Malvinas, llamadas por los ingleses Falkland, como a cien leguas de Costa Firme y otras tantas de la embocadura del estrecho de Magallanes, y formó allí una colonia con el título de Puerto-Luis, en memoria del rey de Francia. Los ingleses pretendían tener derecho a aquellas islas como primeros descubridores, por haber llegado a ellas algunos de sus marinos antes que los de otros países, y en 1766 establecieron en su parte occidental una colonia con el nombre de Puerto Egmont en honra del primer lord del Almirantazgo. España, que las consideraba suyas como próximas al continente cuyo derecho nadie le disputaba, quejóse formalmente al gobierno francés de la ocupación de aquel territorio, pidiendo su evacuación, y el gabinete de Versalles estimó justa la demanda, en cuya virtud partió Bougainville a hacer entrega de las islas al gobernador nombrado por el monarca español, que tomó posesión de ellas a nombre de su soberano (1.° de abril, 1767), cambiándose la denominación de Puerto-Luis en la de Puerto-Soledad.
downloadEl gobernador inglés de Puerto-Egmont, que lo era el capitán Hunt de Tamar, intimó al español, Ruiz Puente, la evacuación de la isla en el término de seis meses, como propiedad de la Gran Bretaña. Contestó el español dignamente que esperaba instrucciones de su soberano, defendiendo entretanto los derechos de su nación. Las instrucciones le fueron dadas al poco tiempo al capitán general de Buenos Aires don Francisco Buccarelli, reducidas a que lanzara por la fuerza a los ingleses de los establecimientos que tuviesen en las islas, si no bastaban para ello las amonestaciones arregladas las leyes (febrero, 1768). En efecto no bastaron las amonestaciones que hizo en todo aquel año el gobernador Ruiz Puente. Así fue que en el inmediato (1770) salió de Buenos Aires el capitán Madariaga con tropa y artillería suficiente, y presentándose uno de sus barcos a la vista de Puerto-Egmont, intimó la evacuación de la isla a los ingleses. No tenían éstos a la sazón fuerzas suficientes para resistir a las españolas, en cuya consecuencia hicieron la devolución y entrega de la colonia, deteniendo el español los buques británicos en el puerto por más de veinte días, a fin de que ni a Inglaterra ni a otra parte alguna pudiera llegar la noticia de este golpe de mano antes que a España. De este modo consiguió que el gobierno inglés nada supiese hasta que se lo comunicó por medio de una nota el embajador español príncipe de Masserano.
Unido este suceso a la prohibición absoluta y bajo severísimas penas que hizo Carlos III. por pragmática de 24 de junio (1770) de la introducción y consumo de las muselinas en España, de que tanto lucro sacaba el comercio inglés, irritó a la nación británica contra el monarca, y publicóse allá un grosero libelo, principalmente contra él, pero también contra los demás soberanos de su familia. Parecía que la consecuencia inmediata de todo esto habría de ser la declaración de guerra, tanto más, cuanto que habiendo convocando el rey Jorge III. el parlamento (noviembre, 1770), en su discurso apenas habló de otra cosa que de sus diferencias con motivo de las islas de Falkland, y de las medidas que había tomado para obtener pronta y cumplida satisfacción, en cuya virtud ambas cámaras le votaron subsidios y le dirigieron mensajes aprobando la conducta del gobierno.
Por la guerra se pronunció en España el conde de Aranda al evacuar una consulta que sobre todos aquellos incidentes se le hizo: y en su informe no solamente alegaba multitud de razones que aconsejaban su conveniencia y oportunidad, sino que desenvolvía un extenso plan de agresión, juntamente con un sistema de defensa y seguridad interior del reino, señalando los puntos a que habían de enviarse las fuerzas navales de España para perjudicar a Inglaterra más en sus intereses mercantiles que en sus armas y dominios, las plazas que convenía reforzar y los lugares en que deberían distribuirse las tropas de tierra: informe ciertamente más propio de general práctico y entendido que de presidente del Consejo de Castilla, que todo lo era a la vez el conde de Aranda.
Viose no obstante con extrañeza que por parte de la Gran Bretaña, en vez del rompimiento que pedía el clamor popular, y que sin duda en tiempo del ministro Pitt se hubiera inmediatamente realizado, se apeló a la negociación y a las reclamaciones: y es que lord North temía empeñarse en una guerra que podía ser muy costosa al reino si Francia se unía a España, y a estorbar esta unión se aplicó el ministerio. Fue pues enviado a París lord Rochefort, representante de Londres en España, quedando aquí su secretario el caballero Harris, más tarde conde de Malmesbury, que a la edad de veinte y cuatro años comenzó en este delicado negocio a acreditar su gran talento diplomático. A este encomendó el gobierno inglés la reclamación de que el español desaprobara la conducta de Buccarelli en el asunto de las Malvinas, y que repusiera las cosas en el estado que tenían antes de la ocupación.
Si extrañeza causó el sesgo que se dio a la cuestión por parte de Inglaterra, no fue menos extraño el rumbo que tomó por parte de España. El ministro Grimaldi, lejos de obrar conforme al dictamen de Aranda, y haciendo continuas protestas de sus pacíficas intenciones, contestó al representante inglés que se remitía a las instrucciones que sobre el asunto tenía ya el embajador español en Londres, príncipe de Masserano. Y entretanto, bien que sin dejar de hacerse en una y otra nación algunos preparativos de guerra, esforzábase por hacer valer con el gabinete de Versalles el pacto de familia, a que más que nadie había cooperado, siquiera para rehusar la satisfacción que pedía la Inglaterra. Las instrucciones que tenía el de Masserano abrazaban tres proyectos de contestación a la reclamación de los ingleses, en los cuales se iba gradualmente cediendo a su exigencia, pero reconociendo en todos que aquellos habían sido arrojados con violencia de las Malvinas. Esta débil confesión anunciaba ya bastante el término que podría tener este negocio. Llegóse a hacer la proposición de ceder las islas, pero salvando los derechos del rey de España a ellas, y permitiendo que se reinstalaran allí los ingleses con su consentimiento. Pero el gabinete británico persistía en que se desaprobase a secas la conducta de Buccarelli, y en que se restituyera la isla sin condiciones. Harto vio aquel general la debilidad del gobierno español, y ya pudo calcular que sería víctima de ella, cuando recibió una orden en que se le prevenía que no manifestara la que se le había dado en 25 de febrero para expulsar los ingleses de las islas.
Con vigoroso espíritu expuso en vista de todo esto el marqués de Caraccioli, ministro de Nápoles en Londres, que era indispensable declarar la guerra a los ingleses antes que la empezasen ellos, proponiendo además una expedición contra Jamaica, entonces totalmente deprovista. Pero con mucha más vehemencia y con mucho más fuego se explicó el conde de Aranda, de nuevo consultado sobre el asunto. Después de reprobar la cláusula en que se reconocía haber sido expulsados con violencia los ingleses, «porque semejante confesión propia (decía) vigoriza la queja e intento de que se les satisfaga lisa y llanamente, violencia si que llamaría yo (añadía) a su establecimiento y a las amenazas que hicieron al gobernador de la Soledad, Ruiz Puente, para que abandonase el que legítimamente poseía. Esta violencia debía haberse vociferado, y no graduado nosotros mismos de tal la que no hicimos… Permítame, señor, V. M. que le haga presente que dos especies menos correspondientes, como confesar el haber procedido con violencia y desaprobar su orden propia, no podían haberse discurrido; contrarias al mismo tiempo para persuadir y aparentar su razón, infructuosas para sacar partido, denigrativas del honor de V. M., e indicantes de una debilidad que se prestaría a cualquiera ley quese le impusiese…» Y después de reproducir mucho de lo que aconsejando la guerra había expuesto ya en su dictamen de 13 de septiembre, concluía: «Floten las escuadras inglesas la anchura de los mares; empléense en los convoyes de su comercio; desde luego aquellas padecen y consumen, y las naves mercantiles no pueden frecuentar los viajes sueltos, que son los que utilizan con la repetición. Vayan armadores a la América; benefíciense totalmente de las presas; interrúmpanse sus importaciones y exportaciones; dure la guerra; aniquílense sus fondos, y compren caro el alivio de una paz, renunciando a las prepotencias y ventajas con que actualmente comercian, moderándose igualmente en la vanidad del dominio de las aguas.»
Por la guerra estaba también el general O’Reilly, que acababa de llegar de La Habana. Y ya con estos pareceres, ya con la confianza que Grimaldi tenía en que Choiseul haría que los ejércitos franceses se movieran en unión y de acuerdo con los españoles, desplegóse la mayor actividad en el equipo de las escuadras, en la preparación y distribución de las tropas, y otras medidas, que todas anunciaban la proximidad de un rompimiento, y el triunfo del sistema de Aranda. Llegó el caso de mandar el gobierno inglés al caballero Harris que se retirara de Madrid, como lo cumplió, aunque quedándose a corta distancia por motivos personales suyos, y a su vez el príncipe de Masserano recibió órdenes de España para que saliera de Londres, bien que autorizándole a proceder según le indicara Choiseul. Y cuando ya Carlos III. no aguardaba para declarar formalmente la guerra sino la noticia de que Luis XV. estaba pronto a obrar de concierto con él, recibióse en Madrid la de la caída y destierro del ministro Choiseul y su reemplazo por el duque de Aiguillon, obra de la cortesana Dubarry, y a cuya intriga se supuso no haber sido extraña la Inglaterra.
He aquí la pintura que el embajador español en París, conde de Fuentes, hacía del estado de aquella corte: «La debilidad e insensibilidad de este soberano ha crecido hasta el más alto punto, no haciéndole fuerza sino lo que sugiere su metresa (sic), ni oyendo a nadie sino a ella, y a los que ella consiente que se acerquen a su persona: ella y los que la rodean piensan bajamente y sin sombra de principios de honor… Ella es quien ha forzado al rey, después de seis meses de repugnancia, a nombrar para el ministerio de los Negocios extranjeros a un hombre de tan perdida, o al menos de tan dudosa reputación en el reino como el duque de Eguillon (sic)… Mad. Du Barry es por fin quien influye generalmente, como dueña absoluta del ánimo del rey, en todos los negocios, y quien influye cada día más, creciendo como crecerá la indolencia y debilidad del rey, y la insolencia de esta mujer… Ha llegado a tal extremo el abandono del rey, que no falta quien tema que si cae con la edad en el extremo de la devoción, tome el partido de casarse con ella antes que abandonarla, y ya empieza a decirse que el matrimonio con Mr. Du Barry es nulo: he oído con dolor de mi corazón la especie de la posibilidad de este caso escandaloso, y citar el casamiento de madama de Scarron con Luis XIV. Antes de pasar adelante creo deber decir a V. E. que aunque hasta ahora no tenemos certidumbre de que los ingleses hayan corrompido con dinero a Mad. Du Barry, hay muy fundadas sospechas de que podrán ejecutarlo siempre que convenga… Los ministros que hay y habrá en esta corte mientras el rey viva serán elegidos por Mad. Du Barry; lo mismo es de creer suceda con los generales, si por desgracia sobreviene una guerra… etc.» Y sigue haciendo una detenida descripción de todos los personajes de la corte.
Todo, pues, cambió de aspecto con esta novedad. La paz con Inglaterra había sido la condición con que el nuevo ministro de Francia había sido elevado al poder, y Luis XV. anunció a Carlos III. este cambio en carta escrita de su puño con estas lacónicas y significativas palabras: «Mi ministro quería la guerra, yo no la quiero». Pero el monarca francés olvidó en aquel momento que ni él ni su ministro estaban en libertad de querer la paz o la guerra, cualquiera que fuese su particular opinión o deseo, sino en obligación de cumplir la cláusula 12.ª del Pacto de Familia, por la cual al solo requerimiento de una de las partes contratantes estaba la otra en el deber de suministrarle los auxilios a que se había comprometido, «sin que bajo pretexto alguno pudiera eludir la más pronta y perfecta ejecución del empeño». Puede fácilmente calcularse la impresión que haría en el ánimo de Carlos III., tan cumplidor de sus compromisos y tan consecuente en sus palabras, semejante declaración, y tan extraño e injustificable proceder, así como la sensación que produciría en el ministro Grimaldi ver de aquella manera burlada su confianza. Era evidente que España ni podía ni debía empeñarse ella sola en una lucha con la Gran Bretaña, y así la negociación sobre el asunto de las Malvinas tomó de repente otro rumbo, o por mejor decir, marchó hacia el desenlace que se había podido pronosticar de la primera debilidad.
En 22 de enero de 1771 hacía el embajador español en Londres ante el gabinete británico la vergonzosa declaración, «de que el comandante y los súbditos ingleses de la isla Falkland habían sido lanzados por la fuerza de Puerto-Egmont; que este acto de violencia había sido del desagrado de S. M. Católica; que deseando remediar todo lo que pudiera alterar la paz y buena inteligencia entre ambas naciones, S. M. desaprobaba dicha empresa violenta, y se obligaba a dar órdenes prontas y terminantes para que en el citado Puerto-Egmont de la Gran Malvina volvieran las cosas al ser y estado que tenían antes del 10 de junio de 1770, si bien la restitución de aquel puerto a S. M. Británica no debía ni podía afectar a la cuestión del derecho anterior de soberanía sobre las islas Malvinas.» Por su parte el rey Jorge III. se dio con esta declaración por satisfecho, como no podía menos de suceder, de la injuria que había sufrido su corona. Dadas estas satisfacciones, se suspendieron los armamentos y se licenciaron las tropas por ambas partes. Lord Grantham fue nombrado embajador en Madrid; y Harris, que había regresado ya a la corte, recibió el carácter de ministro plenipotenciario, en cuyo concepto salió luego de Madrid a dar, dice un historiador de su nación, muestras de su capacidad diplomática en Berlín, San Petersburgo y La Haya.
Tal fue el término y desenlace del ruidoso asunto de las Malvinas. Puerto-Egmont fue restituido a los ingleses, bien que más tarde le abandonaron por costoso e inútil, no mereciendo ciertamente ser un motivo constante de descontento y disgusto por parte de España. El capitán general Buccarelli, el hombre cuya conducta fue desaprobada por el rey, después de no haber hecho otra cosa que cumplir sus órdenes, fue nombrado gentil-hombre de cámara con ejercicio, como en desagravio, si este desagravio era posible, de habérsele hecho la víctima sacrificada a una mala política. El desenlace de la cuestión no fue popular ni en España ni en Inglaterra, y el convenio estuvo lejos de acallar los celos y resentimientos que hacía tiempo existían entre ambas naciones. Francia faltó abiertamente a los compromisos del Pacto de Familia y públicamente se censuraba su conducta; y Grimaldi, el principal autor de aquel pacto, y el más burlado en este desdichado negocio, fue también el que más padeció en la opinión de los españoles, nunca muy satisfechos de él, ya por sus actos, ya por su calidad de extranjero.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Tomo VI, Parte III, Dominación de la Casa de Borbón, (Libros VI, VII y VIII) [Felipe V, Luis I, Fernando VI y Carlos III], Capítulo IX) 

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