David Hume

I. Asociación de ideas

Allan Ramsay, Retrato de David Hume

David Hume (1711-1776) respalda el principio empirista según el cual todos los contenidos de la conciencia proceden de la experiencia sensible. Su ontología, la más simple que presentó el empirismo inglés, admite un solo tipo de entidad, las percepciones, que divide en impresiones, o datos inmediatos de la experiencia externa o interna, caracterizadas por su fuerza y viveza, y las ideas, o imágenes difuminadas de las impresiones, representaciones menos fuertes y vivas que proceden de ellas. La diferencia entre ambas es la que hay entre sentir un dolor y recordarlo.

Todas nuestras ideas proceden de nuestras impresiones. Quien pretenda otra cosa, dice desafiante Hume, tiene un único y sencillo método de refutación: mostrar una sola que no derive de dicha fuente. Sobre ese único material trabaja la mente, enriqueciéndolo y aumentándolo merced a la asociación de ideas. En la fantasía pueden fabricarse reinos maravillosos que nadie ha visto, pero, si se examinan con detenimiento, se hallará que están compuestos de elementos simples procedentes de la impresión, elementos que no se unen entre sí por la acción voluntaria del sujeto, sino por la fuerza suave pero irresistible de la asociación de ideas, que, como la ley de atracción de los cuerpos rige todos los fenómenos exteriores, así también rige ella todos los interiores. De esta ley interna conocemos únicamente sus efectos, pero, sin que nos percatemos de ello, se impone a la imaginación, la afecta, la determina, la ordena, la hace aparecer como memoria, sueño, entendimiento o fantasía, la hace ser sistema, naturaleza, regularidad, objeto de ciencia.

Esta ley tiene tres formas:

  1. Semejanza: paso de una idea a otra por el parecido entre ambas: un cuadro nos lleva a la persona representada en él; bajo esta forma la ley es decisiva para comparar ideas en cuanto a sus relaciones formales; así en la matemática
  2. Contigüidad: recorrido de tiempos y lugares contiguos a un objeto cualquiera: el amante despechado recuerda a la amada al visitar el paraje en que la conoció; bajo esta forma es decisiva en el campo de las ciencias de hecho.
  3. Causalidad: contigüidad y sucesión regulares de dos sucesos en el espacio y el tiempo. Más abajo se verá el análisis detenido que Hume dedica a esta forma de la asociación y las consecuencias que se siguen de él.

Esta ley interna da razón, según Hume, de la constancia y uniformidad que se había atribuido a la naturaleza, según los realistas, Locke, etc., o a Dios, según Berkeley. Véanse ahora los efectos de su aplicación a la filosofía.

II. Verdades de razón y cuestiones de hecho

Platón oponía los pensadores menores, que se distinguen por adivinar lo que va a pasar de acuerdo con lo que había pasado, a los filósofos, que saben lo que las cosas deben ser de acuerdo con su conocimiento racional de las formas. Hume estima que el género de adivinación que Platón despreciaba es el único conocimiento del que disponemos, porque la razón, un instinto maravilloso y oscuro que nos hace seguir los encadenamientos de las ideas, dice, procede de experiencias pasadas y nadie podrá nunca explicar por qué las experiencias pasadas tienen que ser por fuerza semejantes a las futuras. De nuestra seguridad en el orden y regularidad de la naturaleza sólo tenemos la prueba de nuestros hábitos y costumbres, basados en la asociación de ideas.

No obstante, Hume reconoce que el saber matemático no puede ser considerado como un mero asunto de asociación y hábito. Por esto establece que hay dos clases de conocimiento:

  1. Relaciones de ideas: toda afirmación que sea intuitiva o demostrativamente cierta, como las de las matemáticas. Proposiciones como «el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados» o «tres veces cinco es igual a la mitad de treinta» son proposiciones cuya verdad puede descubrirse por la mera operación del pensamiento, aunque no existan en parte alguna del universo triángulos ni números, porque su negación incurre en contradicción (v. Tratado…, págs. 47 y 48).
  2. Cuestiones de hecho: toda afirmación cuyo contrario sea posible por no implicar una contradicción. Que el sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que su negación. En vano se intentaría demostrar que es falsa. (v. ibid.).

No hay más conocimiento que el formal demostrativo de las matemáticas y el positivo de las ciencias empíricas. Las palabras finales de la Investigación sobre el entendimiento humano son terminantes:

Si [al recorrer los libros de una biblioteca] cae en nuestras manos, por ejemplo, algún volumen de teología, o de metafísica escolástica, preguntémonos: ¿contiene algún razonamiento abstracto relativo a una cantidad o a un número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental sobre cuestiones de hecho y de existencia? No. Entonces, arrojémoslo a las llamas, porque sólo puede contener sofismas y supercherías (pág. 192)

Esta teoría se parece a los principios admitidos por los miembros del Círculo de Viena hacia 1930. Según esos principios, las ciencias naturales se basan en afirmaciones que no tienen sentido más que si se refieren a una experiencia posible, y las ciencias matemáticas están basadas en definiciones. Las primeras proporcionan una verdad empírica, y las segundas, una verdad lógica; fuera de ellas no hay otra verdad, y la metafísica debe ser rechazada como algo que no tiene cabida en ninguna parte.

III. Análisis de la idea de causa

Locke había advertido ya que la relación causal es una relación entre ideas y no entre objetos, pero no había extraído ninguna consecuencia ulterior, limitándose a aducir que el orden natural se fundamenta en Dios, que lo ha previsto de manera que los objetos lo reproduzcan en nuestra mente. Como Descartes antes que él, aceptó el influjo de la divinidad y la oscura acción de la causalidad sin detenerse a analizar ambos principios.

Hume fue más consecuente y, tras comprobar que todos nuestros conocimientos, a excepción de las matemáticas, reposan sobre la validez que concedemos al principio de causalidad, decidió que era sumamente importante desentrañar el carácter de necesidad que se le atribuye para conocer cuál es el fundamento de las ciencias empíricas.

Argumentó, en primer lugar, que no es una relación de ideas, un principio racional que hubiera que aceptar por fuerza, porque es posible concebir que un objeto no existe en un momento dado y sí en el siguiente, sin tener que aceptar que otro lo ha causado. Luego la idea de comienzo en la existencia y la de causa pueden separarse sin cometer contradicción y no es posible, en consecuencia, demostrar racionalmente que, dada la primera, la segunda se ha de seguir necesariamente (v. Treatise, I, 183).

A continuación probó que tampoco es una cuestión de hecho, un principio basado en la experiencia. Quien imagine a Adán recién creado por Dios, dotado de una capacidad intelectual superior a la del común de los hombres, pero desprovisto de experiencia, admitirá que de la simple visión del agua no podrá inferir que puede ahogarle ni de la del fuego que puede quemarle. Para saberlo tendrá que recurrir a la experiencia, pero en ella no hallará una relación necesaria entre hechos. Observará que la hierba seca arde después de aplicarle la llama, que arde la que entra en contacto con la llama y que lo mismo sucederá tantas veces como lo haga en circunstancias similares. Nada más que esto observará. Todas sus experiencias se reducirán, pues, a sucesión temporal, contigüidad en tiempo y espacio y repetición constante de dos hechos.

¿No existe entonces conexión necesaria alguna entre la llama y la hierba ardiendo? ¿De dónde extraemos si no la seguridad que sentimos cuando nuestra mente da ese pequeño paso que consiste en saltar desde un hecho presente, la llama, a otro próximo en el futuro, la hierba ardiendo? ¿Por qué estamos convencidos, en fin, de que el futuro es igual que el pasado? Según Hume, la razón no nos sirve de ayuda en este caso, porque la suposición de que el futuro es conforme al pasado, apoyada en la confianza de que la naturaleza sigue siempre un curso regular, es indemostrable. En efecto, es posible pensar que el sol saldrá mañana, pero también que no saldrá, y en ninguno de los dos casos se comete contradicción. Luego puede pensarse que no saldrá, porque lo que no es contradictorio es posible, aunque nunca suceda de hecho. No existe, en conclusión, conexión necesaria entre lo que llamamos causa y lo que llamamos efecto.

Si razonamos causalmente en todas las cuestiones de hecho no es por la necesidad de las cosas, sino porque la memoria guarda la sucesión de dos hechos pasados, los sentidos nos presentan uno de ellos y la imaginación nos ofrece el otro con la misma fuerza y vivacidad que si estuviera presente. La causalidad no es más que esa conexión entre los sentidos, la memoria y la imaginación, un mecanismo mental por cuya acción existe para nosotros orden y regularidad en la vida y en todo conocimiento que no sea relación de ideas (v. Rábade, Hume…, pág. 228)

La causalidad es una costumbre de la que no nos es dado prescindir. Gracias a ella encuentra fundamento y aceptación en nuestro interior la noción misma de realidad, la cual es obra de la creencia. Si solamente influyeran en nosotros las impresiones y las ideas nuestra vida sería imposible. Afortunadamente contamos con ese mecanismo que levanta ante nosotros un sistema ordenado de ideas e impresiones que no confundimos con las fantasías de la imaginación, un sistema al que damos el nombre de realidad.

La causalidad, entendida como una costumbre, conduce en línea recta al escepticismo, a la renuncia al ideal griego platónico-aristotélico de la universalidad y necesidad de la epistéme cuando se trata de ciencias reales (matters of fact), debido a que la universalidad y la necesidad sólo caben en las ciencias formales o relaciones de ideas. Hume considera, sin embargo, que el resultado de su análisis de la causalidad no es el fin de la ciencia, ni siquiera el fin de la creencia en la ciencia. Por suerte, dice, cosas tan importantes como creer y no creer no han sido dejadas por la naturaleza en manos de los filósofos. Es decir, todo sigue igual en cierto modo: la imaginación continúa con sus ficciones, los hombres siguen creyendo y, en definitiva, el entendimiento funciona así, necesariamente. Pero ¿cómo conformarse con el hecho de que la necesidad no resida ya en principios evidentes, sino en la naturaleza humana?

Debe admitirse, con todo, que la crítica de la causalidad tiene una gran importancia práctica, pues en adelante no es posible justificar el dogmatismo ni hay ya razones para subordinar la vida a verdades que se ha visto que son ficciones. El hombre, dice Hume, creerá espontánea y naturalmente más en estos o aquellos principios, en estas o aquellas ideas, según la fuerza con la que le afecten, según su utilidad para la vida, según el placer que le proporcionen. Es mayor la legitimación de una idea que produce felicidad que la de otra verdadera.

IV. Las tres sustancias

Otra categoría rechazada por Hume es la de substancia. El ataque no va dirigido ahora solamente contra la sustancia material, sino contra cada una de las tres que venían siendo estudiadas por la filosofía a partir de Descartes: el mundo externo, el alma y Dios.

Acerca de la primera empieza diciendo que cada una de las percepciones diferentes es una entidad distinta y no puede, por consiguiente, ser idéntica a un objeto cualquiera que tuviera una existencia exterior. Estamos naturalmente dispuestos a colmar los intervalos entre cada percepción con imágenes, de suerte que se mantengan la continuidad y la unidad, pero esto no es sino una ficción que nos forjamos para eludir la contradicción entre la imaginación, que nos dice que nuestras percepciones semejantes tienen una existencia que no es aniquilada cuando no se perciben, y la reflexión, que nos dice que nuestras percepciones semejantes son diferentes entre sí y tienen una existencia discontinua. Puesto que los elementos del mundo son percepciones y puesto que las percepciones no existen más que en el momento en que son percibidas, es absurdo suponer que los objetos continúen existiendo cuando no son percibidos.

Una cosa es la existencia empírica, aquella de la que nos informa la experiencia sólo durante el tiempo al que alcanza el acto de conocimiento, y otra la existencia de los objetos en el sentido que la opinión común da a esa expresión, como realidad independiente y continuada fuera del acto de percepción. Tratamos de garantizar la existencia del objeto en este segundo sentido sobre la base de una relación causa-efecto que hacemos trascender la existencia empírica, lo cual carece de toda justificación.

Según la disertación de Hume, la filosofía, por un lado, muestra que la existencia de los cuerpos es una hipótesis admitida gratuitamente: ¿cómo sentirnos obligados a aceptar que existen si para ello es preciso o bien que la razón nos dé una prueba, lo cual es imposible, porque puede pensarse sin contradicción su inexistencia y, en consecuencia, su existencia es indemostrable, o bien que los sentidos nos presenten simultáneamente los objetos y sus impresiones, lo cual es también imposible?

La naturaleza humana, por el otro, no admite que se elimine la creencia en la existencia del mundo externo. Esta oposición se debe a que la naturaleza humana y la razón filosófica son dos cosas separadas, distintas y, en muchos casos, contrarias, dice Hume. Por suerte para nosotros, somos hombres antes que filósofos, agrega.

Sobre la segunda sustancia de nuestra lista, el yo, su Tratado de la naturaleza humana, I, 4, expone que muchos se figuran ser conscientes de su propio yo, experimentarlo y sentir que permanece en la existencia, sin advertir que la experiencia misma que debería abogar en su favor sirve más bien para desmentirlo. ¿De qué impresión podría proceder la idea del yo? Tendría que ser de una que permaneciera invariablemente idéntica durante toda la vida, pues así se supone que es el yo, pero no hay una sola que cumpla el requisito:

cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mi propia persona, tropiezo siempre con alguna percepción particular de calor o frío, luz o sombra, amor u odio, pena o placer. Jamás puedo sorprenderme a mí mismo en algún momento sin percepción alguna y jamás puedo observar más que percepciones (ibid.)

Sería absurdo encontrar el yo sin ninguna percepción. Por otro lado, cuando se suprimen todas, como en un sueño profundo, no se es consciente de nada y no existe diferencia entre ese estado y estar muerto.

Hume compara el espíritu a un teatro «donde muchas percepciones hacen sucesivamente su aparición, pasan, vuelven a pasar, corren y se mezclan en una variedad infinita de posturas y de situaciones». Pero prosigue precisando que es un teatro cuyo emplazamiento ignoramos y que no sabemos nada de los materiales de que está hecho. Exactamente como las cosas materiales, el yo adquiere su unidad gracias a ciertas similitudes y continuidades, y también a las operaciones de la memoria. Si alguien cree tener un yo, añade Hume en el mejor estilo del humorismo británico y del talante liberal:

todo lo que puedo conceder es que puede estar tan en su derecho como yo y que somos esencialmente diferentes a ese respecto […]. Pero, dejando a un lado a algunos metafísicos de esa clase puedo aventurarme a afirmar que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes […] en perpetuo flujo y movimiento (ibid.)

En cuanto a Dios, la tercera sustancia puesta en solfa, es obvio que no ha sido jamás objeto de impresión alguna. De hecho, nunca podremos conocer por impresión algo que, de ser, sería necesario. Tampoco es posible convertirlo en objeto de una demostración racional, porque una tal demostración solamente es posible cuando su negación es contradictoria. Pero todo lo que podemos pensar que existe podemos también pensar que no existe, sin que en ninguno de los dos casos se halle contradicción alguna. Luego no hay ningún ser cuya inexistencia implique contradicción y, en consecuencia, no hay ninguno cuya existencia sea demostrable. Los argumentos a posteriori, apoyados en la experiencia, son más convincentes, pero no bastan para demostrar que Dios es uno, bueno, providente, perfecto, etc.

La teoría del conocimiento de Hume se llama fenomenismo porque reduce la realidad a fenómenos, suprime la sustancia y en su lugar pone la apariencia sensible. El fenomenismo es en conjunto, como puede comprobarse, una demoledora crítica de la metafísica y la ciencia, y una vía abierta al escepticismo. A éste, declara Hume, nos conduciría la filosofía si no lo impidiera la naturaleza.

V. Filosofía moral

La primera cuestión a dilucidar en moral es la existencia de la libertad, pues si ésta no existe ningún hecho puede calificarse como bueno o malo, debido a que no imputamos la culpabilidad o la inocencia a quien actúa involuntariamente. El pensamiento de Hume sobre ella no rehuye las consideraciones que se hacen sobre el mundo físico, toda vez que mantiene que, lo mismo que en éste hay leyes que rigen la aparición de los fenómenos, así también en el mundo humano las conductas están sometidas a leyes que las hacen previsibles. Lo cual, lejos de ser un inconveniente, favorece en sumo grado la vida social. Sabemos, dice Hume, que una bolsa de dinero abandonada en la calle tardará menos de una hora en desaparecer. Esperamos asimismo con toda confianza que nuestro vecino seguirá comportándose como una persona de bien y no como un loco iluminado. Si la conducta humana no fuera previsible tal vez abandonaríamos el dinero en la calle y no nos fiaríamos del vecino. Pero entonces nuestra propia conducta sería un caos. En conclusión, si los hombres no fueran previsible no entenderíamos la vida ni podríamos mantenernos en ella.

Esta forma de ver la libertad no es, a juicio de su autor, un ataque al libre albedrío, antes al contrario es una confirmación del mismo, sólo que de manera poco usual para muchos. No puede admitirse que una persona que sigue su voluntad, aunque ésta esté causada, no es libre. Por otro lado, siempre que se sigue un deseo, éste tiene un motivo, y éste otro, etc. Sería incomprensible que una acción fuera voluntaria y la voluntad careciera de causa para inclinarse hacia un lado u otro.

Causación no es coacción, por lo que nada impide que una voluntad causada sea una voluntad libre. Debe admitirse, pues, que existe la libertad y, en consecuencia, que los actos pueden ser calificados como buenos o malos. Falta saber cuándo puede hacerse esto último, es decir, qué condiciones debe cumplir una acción para ser juzgada moralmente.

Unos creen que lo moral está en la razón y otros que en los sentidos, pero se equivocan todos. Los primeros porque la acción pertenece a la cadena causal de los hechos y la razón no está antes ni después de los mismos para impedirla, modificarla o continuarla. Además un acto o una decisión no puede recibir su calificación moral a partir de la razón porque ésta puede conocer lo natural, lo que las cosas son, no lo que deben ser. Atribuir a la razón la capacidad de establecer y juzgar el deber ser porque conoce el ser es incurrir en la falacia naturalista, que confunde lo bueno con lo natural.

Los que creen que lo moral reside en los sentidos tampoco están en lo cierto porque entonces habría que aceptar que las conductas animales también son morales, pues son las mismas en muchos casos que las que consideramos como morales en los hombres. Habría que aceptar, por ejemplo, que, dado que el hecho es el mismo, el incesto cometido por un perro es tan reprobable como el de un hombre, lo cual es ciertamente disparatado, pues equivale a pensar que los animales tienen deberes morales.

No son la razón ni los sentidos el fundamento de la moral, dice Hume, sino la pasión, el sentimiento. Cuando alguien sabe de un asesinato siente en su pecho un sentimiento de repulsa. Ahí está lo moral. El sentimiento es la fuerza que nos determina a obrar y dota de valor moral a una decisión. Los juicios morales expresan sentimientos naturales y desinteresados de aprobación o desaprobación que nos producen determinadas conductas. Los sentimientos son el origen de las virtudes y los vicios, pues nos indican qué clase de cualidades suscitan la estima propia y la de los demás.

Un problema subsiste, sin embargo: si el sentimiento es el que decide, ¿cómo es posible que los humanos se pongan de acuerdo en los juicios morales? La respuesta de Hume es que el sentimiento descansa en la naturaleza humana y, puesto que ésta es común a todo hombre, las decisiones morales ejercidas por el sentimiento serán universales, sin necesidad de reflexión teórica a priori.

V. Fernández Rueda, E., Historia de la filosofía


 

 

 

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Cosmovisiones científicas

Introducción

El nombre un tanto impreciso de cosmovisión suele aplicarse a un conjunto más o menos sistemático de ideas cuando éstas son generalizaciones de una o varias tesis procedentes de las ciencias positivas. Un conjunto así puede estar sujeto a la aceptación y el rechazo de la experiencia si es verdad que se nutre de ella, pero en ocasiones se aleja excesivamente. Cuando esto sucede es porque se ha convertido en una doctrina general sobre la totalidad del mundo físico. Su objeto es entonces la omnitudo realitatis (totalidad de la realidad), una Idea filosófica, dejando así de ser una ciencia parcial y presentándose como una ciencia universal, la Ciencia del Mundo.

En ese momento es más una cosmología, o metafísica especial, que una cosmovisión científica. Si todavía trata de convertirse en un saber que abarque no solamente el mundo físico, sino también el humano y el divino, será una ontología general, una metafísica del ser. Este fue el caso del antiguo materialismo atomista, que no debe ser contado, por tanto, entre los saberes sectoriales, como a veces se hace, sino entre las doctrinas metafísicas.

1. Antigüedad y Edad Media

Durante más de veinticinco siglos imperó la misma idea general de la naturaleza como el ser estable, cerrado sobre sí mismo y eterno que llega por sí a su realización y, por ello, marca el límite de lo que puede y no puede hacerse. Una semilla se convierte en árbol por sí sola, un río llega al mar siguiendo su cauce natural, un hombre crece hasta su edad adulta siguiendo su tendencia biológica y así para todos los seres. La naturaleza es principio de movimiento que nada ni nadie puede alterar.

Esta visión es la que brota de la concepción de la verdad como alétheia, de la verdad ontológica que pensaron los filósofos antiguos y que el cristianismo, pese a que introdujo en la historia el disolvente de la redención, el pecado, la pena y la degradación metafísica de la naturaleza, se encargó de continuar.

La Idea general del Mundo fundamentada sobre estas nociones cobró cuerpo en los sistemas de Aristóteles y Ptolomeo. El de Demócrito no tuvo peso alguno sobre ella, pero su influencia se mantuvo larvada durante el periodo antiguo y medieval y fue determinante después, en la cosmovisión de la Edad Moderna. Por esto se menciona aquí.

a) Demócrito: el materialismo atomista

El materialismo de Demócrito de Abdera, nacido hacia el 460 a. d. C., es un caso claro de ontología o metafísica general, pues se presenta como una doctrina sobre el ser, una filosofía que, no reconociendo límite, abarca la totalidad de lo real.

De la filosofía de Parménides se seguía que el vacío no puede existir, pues es nada, no ser, y que sólo puede existir el ser, el cual, por carecer de espacio donde moverse, es inmóvil, y, por no existir más que él, no puede transformarse en otra cosa. Demócrito, por su lado, estableció que el ser es la materia eterna y que no se transforma, pero sí se mueve, pues el vacío, o no ser, también existe.

La materia consta de un número infinito de partículas indivisibles, o átomos, que no nacen ni mueren y se mueven sin fin y sin sentido en el vacío infinito. Son invisibles, pero sus movimientos dan lugar a objetos mayores que sí pueden ser vistos. Habiendo un número infinito de ellos, ha de haber asimismo un número infinito de mundos, de los que algunos se parecen a este nuestro y otros no, pero todos están igualmente compuestos de átomos en movimiento.

Estos pocos y sencillos principios bastan para explicar todo en la ontología materialista. Las diferencias entre objetos, sean vivos o inertes, son diferencias en la posición, velocidad y número de los átomos. El color no es color, sino un efecto luminoso provocado en el ojo por el choque de los átomos de luz contra otros agregados atómicos. El peso no es peso, sino el resultado del mayor o menor vacío que queda entre los átomos. Las almas y los dioses son conjuntos de átomos más sutiles. Y así en todo lo demás.

b) Aristóteles: el vitalismo en la naturaleza

Los escritos físicos de Aristóteles establecían, en contra de Demócrito, que el movimiento natural tiene sentido y finalidad. La experiencia misma parece confirmarlo: el fuego tiende hacia arriba, el agua hacia abajo; por eso ponemos la olla sobre el fuego y el paraguas sobre la cabeza; en el interior del fuego y del agua habita una tendencia hacia un lado u otro que tienen que seguir. La naturaleza, por tanto no es isomorfa, sino jerárquica, pues las cosas se ordenan en distintos reinos, según el impulso que las mueve:

  1. a) Reino inorgánico. Su único movimiento es el local. Tiende a un lugar y, una vez ocupado, permanece en él: la tierra abajo, el fuego arriba, etc.
  2. b) Reino vegetal. Su movimiento es nacer, alimentarse, crecer, reproducirse y morir. En esto consiste su alma.
  3. c) Reino animal. Posee alma de vegetal, pero además tiene vida “interna”, psique, pues está dotado de sensibilidad, por cuya causa tiene además deseo e imaginación. Siendo así, tiene también memoria.
  4. d) Reino humano. El hombre tiene alma vegetativa y alma animal, a las que añade el alma racional, el poder pensar, que es la manifestación más alta de lo divino.

c) Astronomía: la perfección de los cielos

Los filósofos y científicos griegos pensaron que el mundo sublunar está compuesto por los seres que describe la física aristotélica y el supralunar por las esferas celestes, cúpulas de éter en que se hallan prendidas las estrellas girando alrededor de la Tierra en perfecto orden. En la construcción de este sistema colaboraron Pitágoras (582-500 a. C.), su discípulo Filolao (siglo V a. C.), Platón (428-347 a.C.), Eudoxo de Cnido (408-355 a. C.) y Calipo (408-355 a. C.) Aristóteles y Claudio Ptolomeo (s. II d. C.) lo llevaron a su perfección.

Como resultado de esta larga línea de ideas, el universo fue concebido durante mucho tiempo como una esfera de unos 200 millones de kilómetros de diámetro, una esfera eterna en el tiempo y limitada en el espacio.

Aristóteles, que conoció la idea de infinitud promovida por Demócrito, dedicó largas páginas a refutarla. Muchos siglos más tarde, Nicolás Copérnico (1473-1543), pese a tener que alargar el diámetro del universo hasta unos 400.000 millones de kilómetros, por haber situado el sol en el centro, negaba todavía la infinitud del universo. También Juan Kepler (1571-1630), que la veía como un espantoso ser irracional por el que sentía “no sé qué horror secreto y oculto”. Sobre este punto argumentaba de la siguiente manera: si el cuerpo y el espacio ocupado por él son dos seres, el segundo no existe, pues sólo el primero es algo, y si son uno solo, entonces el segundo no es infinito, pues, para que lo fuera, debería serlo también un cuerpo cualquiera o la suma de todos ellos, lo cual es absurdo.

También decía que si el espacio es infinito, puede pensarse una distancia realmente infinita entre dos objetos cualesquiera, lo cual es también absurdo, pues habría un límite en cada uno de ellos.

d) Conclusión sobre la cosmovisión antigua y medieval

Este diseño general del mundo constaba de varias piezas que habían encajado en un sistema coherente de conceptos por obra de la filosofía natural de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo. El conjunto, una sólida construcción teórica que no tuvo rival durante más de 2.000 años, era coherente también con una gran multitud de hechos observados, sobre todo con los más cercanos a la experiencia cotidiana de la gente, y cuadraba además a la perfección con la idea que ponía al hombre en la cúspide de la realidad natural.

El fuerte vitalismo que animaba aquella cosmovisión conducía a concebir la realidad en movimiento hacia un fin, que era en esencia la divinidad. El hombre ocupaba un lugar privilegiado en el cosmos porque era un compendio suyo, un microcosmos: poseía un cuerpo compuesto de elementos minerales, alma de vegetal y animal y a todo ello añadía su alma racional, que lo hacía idéntico a Dios. Este vitalismo sería barrido por la introducción de las matemáticas como método exclusivo de comprensión de la naturaleza en la ciencia moderna.

2. Edad Moderna

La revolución intelectual del siglo XVII, que alumbra la cosmovisión moderna, fue el éxito en la aplicación de las nociones matemáticas del tiempo y el movimiento al mundo empírico, lo cual ocurrió en contra de Aristóteles, según el cual el espacio real, el de la experiencia, es metafísicamente curvo y físicamente diferenciado, razón por la que no puede albergar la geometría euclidiana. La experiencia, habría dicho Aristóteles, clama contra esa pretensión de introducir lo abstracto en lo concreto, pero la ciencia del XVII, desoyendo su advertencia, geometrizó el espacio sensible y pensó un universo infinito y mecánico, de componentes iguales y leyes uniformes.

El trabajo fue emprendido por unos pocos científicos. El resto de las gentes  siguió creyendo en la cosmovisión anterior, pues no sintió la necesidad de tener una inteligencia formada en el rigor de los razonamientos matemáticos. Todos siguieron observando con los ojos, tocando con las manos, oyendo con los oídos… ¿No basta acaso con saber que un color rojo es más oscuro que otro, que el fuego de una hoguera es más vivo que el de otra, que un objeto pesa más que otro, etc.? El que hubiera tratado de convencerles de que la temperatura del fuego, el sonido, el calor, etc., pueden determinarse con exactitud numérica habría sido tomado por un orate.

Pero la obra de los científicos siguió adelante. Dice Louis de Broglie (1892-1987) que el trabajo consistió en pasar de la cinemática a la dinámica. La primera es un estudio matemático del movimiento, estudio hecho sobre un espacio geométrico de tres dimensiones con abstracción de los movimientos reales. La segunda es un estudio de las leyes físicas reales del movimiento. Los seguidores de la cosmovisión antigua y medieval habían pensado que la cinemática es, como mucho, un auxilio para la investigación de los movimientos reales que nunca debe suplantar a la dinámica, pues las cosas de la naturaleza no son cosas matemáticas. La Edad Moderna, por el contrario, pensó que la cinemática expresaba la realidad misma, como Galileo dejó dicho en su célebre comparación de la naturaleza con un tratado de matemáticas.

El paso fue en realidad un salto gigantesco, pues significaba el abandono decidido de todo lo que no fuera matemático. La experiencia corriente se puede matematizar sólo en muy contadas ocasiones. Los colores, olores y sabores, las experiencias estéticas, etc., parecen refractarios al número. Pero eso no fue un obstáculo y, una vez aplicada la matemática, tenida durante milenios por una ciencia especulativa “inútil”, a la comprensión de la naturaleza, todo se redujo a fórmulas exactas.

La antigua cosmovisión saltó por los aires. La Idea del Mundo como un conjunto de elementos materiales distribuidos en un espacio geométrico de tres dimensiones y evolucionando según la coordenada temporal no admitió contrario. A ella contribuyeron principalmente Galileo, Kepler, Descartes y Newton, pero todos los científicos y filósofos del momento aportaron conceptos, teorías y discusiones. No en vano el siglo XVII ha sido llamado el siglo del genio.

a) Galileo (1564-1642): el principio de inercia

Galileo Galilei nunca se preocupó de observar espontáneamente la naturaleza. En vez de ello, experimentaba a partir de conjeturas previamente forjadas en su imaginación. Tan seguro estaba de haber pensado correctamente los experimentos que a veces ni siquiera los hacía. Su idea del experimento científico era plenamente moderna.

No buscaba las propiedades de los objetos naturales, sino que trataba de deducirlas de principios físicos anteriores, fijados por el razonamiento. A continuación procuraba confirmar en la experiencia sus deducciones.

Esto no era despreciar la sensibilidad, sino ponerla al servicio de la razón, particularmente de la razón matemática. Ese y no otro debe ser, según él, el proceder del científico. Quien no se atenga a él se condena a no entender nada.

La forma en que hacía frente a los problemas físicos revelaba una mente tan distinta de cualquier otra que hubiera existido hasta entonces que más parecía pertenecer a un hombre de otro mundo que a un profundo conocedor de la tradición, sobre todo la aristotélica, que cayó por tierra por su causa.

b) Kepler (1571-1630): la geometrización del mundo

Juan Kepler participó del mismo espíritu geometrizante de Galileo, que fue aplicado por él a la explicación del sistema solar. Los astros errantes, o planetas, en número de seis, tienen que guardar entre sí proporciones geométricas, porque Dios siempre hace geometría, pensaba. Ni siquiera el hecho de que sean seis (los únicos conocidos entonces: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) puede ser fruto de la casualidad. Antes al contrario, cuando Dios dispuso sus órbitas tuvo ante sí un modelo donde cada uno se mueve en una esfera que inscribe en su interior uno de los cinco sólidos regulares mencionados por Euclides en los teoremas 13 a 17 del libro XIII de sus Elementos de Geometría.

La teoría resultó incorrecta por haber tomado los datos de Copérnico, que había cometido errores, pero Kepler no cejó en su empeño de geómetra, que finalmente le llevó a descubrir sus tres famosas leyes:

  1. a) Las órbitas de los planetas describen elipses, teniendo al Sol como uno de sus focos.
  2. b) La línea que une al Sol con un planeta barre áreas iguales en tiempos iguales.
  3. c) El cuadrado del periodo de un planeta es proporcional al cubo del semieje mayor de la órbita.

El espíritu de Kepler fue mecanicista por ser teológico: «la Geometría, eterna como Dios y surgida del espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que éste fuera el mejor y más hermoso, el más semejante a su Creador». La obra de Dios solamente será comprendida por quien descubra las relaciones entre cantidades y figuras geométricas, no por quien observe los hechos empíricos. Estos tienen que acoplarse a aquéllas, pues Dios no puede haber hecho un mundo carente de armonía.

La ciencia de Kepler era teoría, una contemplación de Dios, de la Verdad. Era ciencia sin interés práctico alguno, no pensada para mejorar la vida del cuerpo por medio de la tecnología, sino para hallar el reposo del espíritu contemplando la eterna perfección de lo creado.

c) Descartes (1596–1650): la infinitud del mundo

Una pieza importante de la cosmovisión moderna, el espacio infinito, fue aportada por Descartes. Según él, el simple hecho de suponer un límite para el espacio obliga a rechazarlo y, en consecuencia no es posible pensar que es finito. Con todo, Descartes no creyó que fuera vacío. Si lo fuera, argumentaba, no podría decirse nada de él, ni siquiera que es extenso en longitud, anchura y altura. Si es extenso es algo, y si es algo es materia. ¿Qué otra cosa podría ser?

Hubo de ser Newton quien, superando estos escrúpulos lógicos y ontológicos, impusiera la visión del espacio vacío infinito propio de los antiguos atomistas a la cosmovisión moderna.

d) Newton (1643-1727): la gran ley universal

El último componente de la cosmovisión moderna, el que sirvió de cierre a todo el sistema, fue la ley de gravitación universal de Newton.

Abandonados a sí mismos, los cuerpos caen hacia abajo. Este hecho, el más familiar de todos, ha sido siempre el problema más difícil. ¿Qué fuerza misteriosa se ejerce instantáneamente sobre ellos para precipitarlos al suelo?

Antes de Newton  se tenía una idea de que los objetos, tanto terrestres como celestes, se atraen entre sí. Se sabía también que la atracción aumenta en proporción a las masas y disminuye en proporción a las distancias, pero nadie había precisado esas proporciones en una fórmula matemática.

El geocentrismo, que postulaba la existencia de esferas en cuyo interior se hallan tachonadas las estrellas, tenía la ventaja de no obligar a preguntarse por qué éstas no se pierden en el vacío. Se comprende bien que la diminuta luz nocturna que es para nosotros un cuerpo celeste ocupe la misma posición respecto a los demás una noche tras otra si todos están prendidos en el interior de una esfera enorme que gira eternamente alrededor de la Tierra. Pero cuando la esfera desaparece como efecto de la idea de espacio infinito, ¿por qué las pequeñas luces, abandonadas a sí mismas, siguen una trayectoria curva? ¿por qué no se alejan y se pierden?

La respuesta fue el principio de gravitación universal de Newton, contenido en su Philosophiae naturalis principia mathematica, publicado en 1687:

Era una fórmula sencilla que explicaba casi todos los complicadísimos movimientos de las estrellas errantes, reducía a una sola las leyes de Kepler, daba razón suficiente de la traslación y rotación de la Tierra y los demás planetas, de las mareas, los movimientos de la Luna y los cometas, etc. Era en verdad una ley universal. Con ella y el principio de inercia establecido por Galileo y Descartes se podía explicar con precisión matemática cualquier movimiento de cualquier objeto, ya fuera terrestre o celeste. La cosmovisión moderna había cumplido el objetivo de geometrizar el mundo físico.

e) Conclusión sobre la cosmovisión moderna

El empeño de la cosmovisión moderna, que empezó con Copérnico y culminó en Newton, alcanzó un éxito tan grande que los científicos posteriores estuvieron convencidos durante doscientos años de que muy pronto no quedaría nada por explicar.

Todos los autores que promovieron esta cosmovisión habían pensado que Dios era la piedra clave del sistema. El hombre, por el contrario, había ido siendo desplazado del mismo. A principios del siglo XIX, sin embargo, el segundo fue visto finalmente como un conjunto de fuerzas físicas que en nada lo diferencian del resto de los cuerpos y el primero o bien fue expulsado de la realidad o bien quedó reducido a mero observador del universo físico, como pasó en la obra de Pierre Simon, Marqués de Laplace (1749-1827). Este científico, que aspiró a completar la física newtoniana, logró dar cuenta de los pocos hechos que todavía requerían la acción de Dios, algo que fue advertido por Napoleón Bonaparte, quien le mostró su extrañeza por haber prescindido de Él, a lo que respondió que ya no era necesario. Con todo, pareció reservarle el papel de inteligencia del mundo, un papel que recordaba lejanamente al que Aristóteles había asignado al Primer Motor Inmóvil.

La ciencia física, una ciencia sectorial entre las demás, había desbordado sus límites y no solamente se había convertido en una cosmovisión científica, sino que, yendo mucho más allá, pretendía ser una auténtica metafísica general, u ontología, una teoría del ser en general. Según esta doctrina metafísica, el mundo vuelve a ser eterno y autosuficiente, una maquinaria perfecta que no requiere ninguna causa externa, una maquinaria de la que forman parte todos los seres sin excepción. Así resurgió de nuevo el materialismo mecanicista de Leucipo y Demócrito.

3. Cosmovisión contemporánea

Las ciencias positivas de nuestro tiempo han puesto de manifiesto algo que los antiguos no podían imaginar: que la naturaleza consiste en un caudal enorme de energía, lo que obliga a concebirla como una potencia dinámica. Este hecho es el resultado de pensar sobre la realidad en términos de lenguajes artificiales, fabricados por los propios científicos. Tales lenguajes constan de ecuaciones diferenciales, cálculos de probabilidades, simbolismos artificiales, etc. Es también resultado de observar la realidad no con los sentidos naturales, con los ojos y los oídos, sino con verdaderos sentidos artificiales como radiotelescopios, contadores Geiger, cámaras Wilson, ciclotrones, etc., sentidos que han sido también fabricados por los científicos como elementos indispensables de su actividad.

Éstos son la nueva razón y los nuevos sentidos de las ciencias del presente, razón y sentidos que no se han destinado al mero conocimiento de la realidad física, sino a su manipulación y explotación. La antigua alétheia ha quedado muy lejos. La verdad consiste ahora en obligar a las profundidades de la materia a que se descubran conforme a los planes inventados por el hombre de ciencia, que no es ya un fenomenólogo pasivo, sino un tecnólogo.

La naturaleza no es estable, eterna e inalterable como lo fue para la cosmovisión antigua y medieval. Tampoco es materia inerte, como creyó la moderna. Es más bien un campo inagotable de posibilidades. Y la tecnología científica es la creación ininterrumpida de novedades. La ciencia y la tecnología, que en rigor no son diferentes, ya no se ajustan al concepto de verdad como alétheia, sino al de verdad como construcción (verum est factum).

Los elementos principales de esta cosmovisión son la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. La primera apareció para explicar el experimento de Michelson y Morley, que resultó crucial las ciencias físicas de nuestro tiempo.

a) El experimento de Michelson (1852-1931) y Morley (1838-1923)

A finales del siglo XIX la luz era uno de los pocos casos sin explicar por la física. Se creía que debía seguir el principio de relatividad formulado por Galileo tiempo atrás. Según dicho principio, las leyes de la mecánica se cumplen lo mismo en un sistema de coordenadas en reposo que en otro que se mueve en línea recta y a velocidad constante. Esto explica, por ejemplo, que un niño que corre por el pasillo de un tren en marcha lo hace a la misma velocidad para un viajero que esté sentado tanto si va hacia la locomotora como si va hacia el vagón de cola. Sin embargo, para un hombre que esté quieto fuera del tren correrá más hacia delante que hacia atrás, porque en ese caso deben componerse las velocidades del niño y del tren.

Se creía que la luz consta de ondas como las del sonido y que, como éste se propaga a través del aire, aquélla lo hace a través del éter, que ocuparía todo el espacio. Por último, se supuso que cuando se propaga en un sistema en movimiento, como el niño en el tren, o bien transporta el éter consigo o bien se propaga a través de él, como un submarino en el agua.

Si era cierto lo primero, entonces tenía que poderse probar que su velocidad no es la misma cuando se mide en un sistema en movimiento, por ejemplo en un cohete que lleva una fuente luminosa en el centro, que cuando se mide desde un sistema fijo. Tendría que ser de 300.000 km./s en el primer caso y habría que sumarle o restarle la del cohete según que se midiera el rayo que partiera hacia la cabeza o el que partiera hacia la cola.

Pero todos los experimentos diseñados para confirmar esta hipótesis fracasaron. El resultado era siempre que la velocidad de la luz es la misma cuando se mide en un sistema móvil y cuando se mide en otro inmóvil.

Luego debía ser verdadera la segunda opción: que los objetos se mueven a través del éter sin desplazarlo. Puesto que uno de tales objetos es la Tierra, ésta debía navegar con todos los demás planetas y estrellas sumergida en un mar de éter inmóvil. El movimiento de nuestro planeta (unos 1.600 km./h. en el Ecuador) debía provocar entonces una “corriente de éter” semejante al viento que siente quien viaja en una moto un día de calma. La luz transmitida en contra de la corriente debía tener menor velocidad que la emitida a favor, pues, según se suponía, las ondas de luz son ondas de éter.

Michelson y Morley diseñaron un sofisticado experimento para probar esta hipótesis. Esperaron comprobar que la velocidad de la luz es constante solamente en relación con el éter inmóvil y que entra en composición con la de cualquier sistema que esté en movimiento uniforme. Puesto que el éter tenía que estar fijo, la luz tenía que moverse con menos rapidez al llevar la dirección de la Tierra y con más al llevar la contraria. El éxito del experimento demostraría por fin qué sistema está en reposo y qué otro en movimiento. Era de esperar, por supuesto, que el sistema en reposo sería el éter y el móvil la Tierra.

Pero el resultado fue el contrario: la velocidad de la luz era idéntica en todas direcciones. ¡Se había probado que la Tierra es inmóvil! Pero esto era inaceptable, pues obligaba a retornar a las ideas precopernicanas cuando otros experimentos habían probado ya suficientemente que la Tierra está en movimiento. ¿Qué hacer? La experimentación demostraba que la velocidad de la luz es independiente de todo sistema, ya se halle en movimiento ya en reposo, y nunca puede componerse con otra. Por esto no encajaba bien con ninguna de las perspectivas de la física de Newton.

Una cosa parecía cierta: que debía abandonarse la idea de que existe el éter y admitir que la luz, onda sin materia que ondule, se propaga en el vacío. Luego, nuevamente en contra de Demócrito, el vacío tiene al menos una propiedad física, la de servir de medio de propagación de la luz.

b) La relatividad restringida de Einstein (1879-1955)

La solución fue la teoría de la relatividad de Albert Einstein. Lo que cambia, según dicha teoría, no es la velocidad de la luz, sino el tiempo, el espacio o ambos a la vez. Dado que cualquier distancia que se recorra equivale a la velocidad que se lleve multiplicada por el tiempo empleado en recorrerla (d = v x t), si la velocidad es constante para dos observadores diferentes, pero la distancia medida por el primero de ellos es mayor que la medida por el segundo, debe concluirse que el tiempo del primero fluye con más rapidez, que el espacio del segundo se contrae o ambas cosas a la vez.

Esta conclusión parece disparatada, pero no sólo no lo es en absoluto, sino que además se ha podido comprobar experimentalmente. El tiempo y el espacio no son absolutos, sino relativos a los sistemas de medición. Luego el tiempo es la cuarta coordenada necesaria, junto a las tres del espacio, para la debida localización de un fenómeno. Es lo que se ha denominado espacio-tiempo.

Sea el ejemplo siguiente: un cohete que viaja en línea recta a una velocidad próxima a la de la luz va provisto de dos fuentes luminosas, una en cada extremo; en el centro hay un científico provisto del instrumental necesario para hacer mediciones; en una estación espacial inmóvil con respecto al cohete hay otro científico, provisto también del instrumental técnico necesario; cuando ambos están frente a frente cada uno comprueba que le llegan simultáneamente dos rayos de luz, uno emitido desde la cabeza y otro desde la cola del cohete.

El científico que viaja en el cohete pensará que los dos rayos han partido simultáneamente de su fuente, pues, sabiendo que la velocidad de la luz es constante y que él está a igual distancia de las dos fuentes luminosas, tendrá que deducir que los dos han hecho un recorrido igual.

El otro pensará que un rayo ha partido antes que otro, porque razonará así: para que los dos hayan llegado hasta mí al mismo tiempo han tenido que partir antes de ahora, cuando el cohete todavía no había llegado hasta aquí; pero en ese instante estaba más cerca de mí la cabeza que la cola; luego el rayo delantero ha tenido que recorrer una distancia menor que el trasero; teniendo en cuenta que la velocidad de la luz es constante y no debo, por tanto, sumar o restar la del cohete, el de delante ha partido más tarde que el de atrás, pues de otro modo no habrían llegado simultáneamente hasta mí.

Los dos físicos razonan correctamente y no es posible que se pongan de acuerdo sobre la simultaneidad de los dos sucesos, porque no pueden componer la velocidad de la luz con la del cohete. Como se ha dicho más arriba, el tiempo y el espacio son relativos a los sistemas de medición.

Otra consecuencia importante de la teoría de la relatividad es la equivalencia entre la masa y la energía, equivalencia que no se advierte en los objetos grandes de la experiencia, en los cuales es demasiado pequeño el coeficiente de intercambio entre ambas.

De la teoría de Einstein se desprende que un trozo de hierro calentado al rojo vivo adquiere energía, por lo que debe pesar más que cuando está frío, pues con la energía se adquiere masa. Gracias a esta equivalencia sabemos ahora que un gramo de masa contiene calor suficiente como para evaporar unos veinte millones de litros de agua y un kilo de cualquier materia basta para producir unos veinticinco mil millones de kilowatios / hora. Esto es lo que prueba la conocida fórmula que hace equivaler la masa y la energía, el cuerpo y la luz: (E = mc2 ).

Éste era un cálculo meramente teórico cuanto Einstein lo propuso. Entonces no había materia disponible para probarlo. Más tarde, en 1938, Hahn y Strassmann descubrieron que el uranio sí estaba al alcance de la técnica del momento, que con medio Kg. se podía obtener el equivalente a diez mil toneladas de dinamita y alcanzar la temperatura de diez mil millones de grados, superior a la del centro del Sol, y que la presión en el centro de la explosión sería varios billones superior a la de la atmósfera.

Cómo hacerlo fue invento de Fermi, Oppenheimer, Teller, etc.: la bomba atómica, la comprobación de que lo profundo de la materia, lo que compone a todas las cosas naturales, es energía. La materia no es, pues, algo eternamente estable, como había creído Demócrito, sino una especie de volcán que puede expandirse y explotar.

c) La mecánica cuántica

La mecánica cuántica, a cuya confección contribuyeron autores como Planck (1858-1947), Heisenberg (1901-1976), Rutherford (1871-1937), Bohr (1885-1962), De Broglie (1892-1987), Schrödinger (1887-1961), etc., es actualmente aceptada como una teoría adecuada para el orden de las partículas elementales.

Las bases de la teoría fueron propuestas por Max Planck en 1900. Este postuló que la energía solamente puede ser emitida por la materia en cantidades discretas o discontinuas. Discontinua es la cantidad de trabajadores empleados en la producción de vino de Jerez, pues solamente aumenta o disminuye de acuerdo con números enteros. Continua es la cantidad de vino producido, excepto que se encareciera tanto que hubiera que venderlo molécula a molécula.

Durante mucho tiempo se pensó que la electricidad es también un fluido continuo, pero en el siglo XIX se halló que aumenta o disminuye por saltos, según magnitudes mínimas, o cuantos, llamadas electrones. Entonces pasó a ser tratada como una magnitud discontinua.

La totalidad de la materia es discontinua, o granular, siendo los electrones uno más de sus componentes. Granular es también la luz, como toda radiación. Los cuantos de luz se llaman fotones.

Para resolver una ecuación clásica sobre el movimiento de un sistema era necesario conocer la posición y la velocidad de sus partículas, pues, según se creía, todo sistema consta de un número determinado de partículas. Pero la mecánica cuántica ha probado que no es posible conocer simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula dada. De acuerdo con las relaciones de incertidumbre establecidas en primer lugar por Heisenberg, cuanto más se haya conseguido determinar el estado de movimiento de una partícula, menos se conseguirá determinar su posición, y viceversa, cuanto más conocida sea su posición, más desconocida será su velocidad.

d) Conclusión sobre la cosmovisión contemporánea

Por la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica y otras ramas del estudio de la materia sabemos ahora que el universo se compone de electrones, positrones, neutrones, quarks, etc., entidades de una dimensión aproximada a la millonésima de millonésima de milímetro, capaces de reacciones violentas entre sí y de uniones que dan lugar a átomos. La masa de una molécula de hidrógeno, por ejemplo, es 0,000.000.000.000.000.000.000.0033. Estos seres actúan por gravedad y, por causa de sus diámetros pequeños, pueden acercarse extraordinariamente unos a otros, produciendo unas fuerzas de interacción insospechadas para la imaginación sensorial común. Son la trama del tejido de la materia, que, pese a que se nos antoja continua, es fundamentalmente discontinua, llena de huecos.

La materia consta de unas cuantas partículas elementales. El problema es averiguar cuáles son exactamente. En los años 50 se creía que eran el electrón, el neutrón, el protón y sus equivalentes de antimateria, pero luego empezaron a aparecer centenares de partículas subnucleares. En los años 70 se descubrió el quark y se creyó haber llegado al final, al elemento definitivo del que todo se compone. Pero después han surgido nuevas complicaciones con la aparición de nuevas familias de quarks, hasta tres. Algunos físicos están convencidos de que hay una cuarta familia y no muchas más. El antiguo ideal filosófico de la simplicidad sigue vigente.

Esas partículas mínimas son las piezas de que se compone un universo que se halla en estado de violenta explosión por causa del cual las galaxias se alejan unas de otras a velocidades cercanas a las de la luz. En el interior de las galaxias las estrellas alcanzan casi los cien kilómetros por segundo, lo que significa aproximadamente unos diez mil millones de kilómetros anuales. Si no lo percibimos es porque las distancias son todavía mil veces más pequeñas que la que separa a la Tierra de la estrella más cercana. La estrella de Barnard, por ejemplo, se halla a 56 billones de kilómetros y se mueve a 89 kilómetros por segundo, lo que hace unos 2.800 millones de kilómetros al año, por lo que su posición con respecto a nosotros cambia únicamente 29 milésimas de grado, una variación que nuestros ojos no pueden percibir.

Si todos los objetos se alejan unos de otros es que el tamaño del universo está aumentando. Si es así, hay que admitir que era progresivamente más pequeño según fuera más antiguo, hasta un momento en que no podía haber galaxias, estrellas, moléculas, ni átomos, debido a la enorme densidad de la materia. Esto debió suceder hace unos 10.000 millones de años o, a lo sumo, hace unos 20.000.

Por causa de aquella densidad el universo entero sufrió una gran explosión (big bang, de ahí el nombre de la teoría). En el presente estaríamos aún bajos sus efectos. En el futuro ha de suceder una de las dos cosas siguientes: o bien seguirá expandiéndose sin fin a la velocidad actual, en cuyo caso habrá temperaturas eternas cercanas al cero absoluto, o bien, llegado a un punto máximo en su crecimiento, volverá de nuevo a contraerse, a aumentar progresivamente la densidad y la temperatura hasta la disolución completa de todo objeto, que dará lugar a una nueva explosión, etc.

Cf. Lecciones de filosofía, cap. V


 

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La creación del mundo

I. El origen del mundo por generación

La doctrina tomista de la creación es una teoría sobre lo uno y lo múltiple, uno de los temas capitales de la filosofía. Es una doctrina que pone a un lado el Uno no nacido y al otro las cosas nacidas por su acción. Éstas han tenido que nacer en algún momento, piensa su autor, porque no les corresponde existir siempre y si hubieran de seguir su rumbo propio no habría ya ninguna. Por sí misma cada una de ellas es res nata, “nada”.

Además de la teoría creacionista hay otras tres soluciones o alguna combinación de las mismas al problema de lo uno y lo múltiple. Una consiste en pensar que en el origen del mundo hay un solo ser, otra que hay dos y una última que hay muchos. Las más frecuentadas son las dos primeras. La última es propia del materialismo de Demócrito, que disolvió el Uno de Parménides en infinitos átomos y tuvo que aceptar la existencia del no ser para poderlos diferenciar. La primera y la segunda, si se exceptúa a Platón y Aristóteles, caracterizan a todos los panteísmos que ha habido. De las ideas de estos dos filósofos se sirvió Tomás de Aquino para elaborar la suya propia. a

a) Dualismo de Platón y Aristóteles

El dualismo fue la posición defendida por Platón, Aristóteles y sus seguidores. Ha tenido gran influjo en la historia de la filosofía por la extraordinaria importancia de estos dos autores.

Platón recurrió a un artesano, el demiurgo, que plasma la idea eterna en la materia preexistente y da lugar a muchos objetos que imitan el modelo. La materia y la idea son eternas e irreductibles. Aristóteles dijo que el cielo y la materia no se generan y que de la nada nada se hace. Otro ser no generado era para él el dios que es pensamiento de pensamiento, lo cual es también un dualismo irresuelto. En su sistema filosófico se hallaba la posibilidad de explicar el origen del mundo por creación a partir de la nada, pero no la exploró.

b) El panteísmo

El panteísmo no distingue entre lo Uno y lo múltiple. Muchas han sido las variedades de esta doctrina que. Comparten todas el principio básico que dice que todos los seres son uno en realidad, pero se diferencian en la manera de pensar el comienzo de las realidades o las apariencias a partir de una sola entidad. Tres son en general esas variedades: la emanatista, la evolucionista-realista y la idealista.

i) Panteísmo emanatista

La explicación emanatista dice que lo mismo que el agua del arroyo brota del manantial, así las sustancias de los seres naturales emanan de su centro. Algunas escuelas añaden que luego vuelven a él. De esta fe participaron algunas sectas religiosas de los antiguos hindúes y algunas otras de los persas. También los maniqueos, priscilianistas, albigenses y otros movimientos de la antigüedad. En muchos de ellos se combina a veces de forma harto confusa un cierto monismo con un cierto dualismo.

Los estoicos, escuela filosófica de largo influjo desde el ocaso de la filosofía griega hasta después de la instauración del cristianismo durante el Imperio de Roma, pensaron que, igual que el alma es la vida del cuerpo, así Dios es la del mundo; éste es, pues, parte integral de la divinidad, que lo impregna totalmente.

También los gnósticos también profesaron la fe del panteísmo emanatista. Ellos fueron los primeros en introducir en el vocabulario filosófico y teológico la palabra “emanación”, que antes solo había tenido sentido gnoseológico por referirse a los supuestos efluvios que irradia el objeto hasta los ojos, oídos, etc., para que éstos puedan sentir y explorar la naturaleza. La palabra adquirió con ellos valor ontológico, pues valió para indicar la emisión de entidad que parte de lo superior y llega a los seres inferiores.

Es sabido que la presión de las ideas gnósticas fue muy poderosa en los primeros tiempos del cristianismo.

ii) Panteísmo evolucionista-realista

La segunda clase de panteísmo ve en el mundo un desarrollo interno de la sustancia divina. Algunos presocráticos son tal vez los primeros que en la historia de la filosofía han de ser contados entre los adeptos de esta clase de panteísmo. Dijeron que las cosas surgen por génesis a partir de un primer principio no generado. El primero, Tales de Mileto,  aseguraba que todo se genera en el agua. No es seguro que creyera que sucede por alguna necesidad interna, pero es difícil pensar otra cosa. Dijo también que todo es agua y que entre las cosas no hay jerarquía alguna. Es decir, pensó que el arché no engendra el mundo por decisión propia, que no es distinto de éste y que una piedra, un árbol y un hombre son lo mismo en realidad, aunque parezcan diferentes. Si, por último, pensó que el principio del mundo era divino, entonces Tales de Mileto fue el primer filósofo panteísta.

Anaxímenes de Mileto es sin duda alguna panteísta, pues, según Cicerón, pensaba que el aire es Dios y que del aire se hacen todas las cosas por condensación y rarefacción.

Con ellos se abrieron los tres problemas que desde entonces hubo que contestar: si lo uno es trascendente, si es libre y si lo múltiple es isomorfo. Unos se inclinaron por negar lo uno, como Demócrito, otros por negar lo múltiple, como Parménides, o bien por dividir el uno en dos como Empédocles, etc.

Pero el maestro incomparable de esta especie de panteísmo es Espinosa; según él, Dios, es decir, la naturaleza, es decir, la sustancia, produce en sí mismo el espíritu y la materia, o sea, todos los seres, que son sus modos y atributos..

iii) Panteísmo idealista

Los adeptos del panteísmo idealista forman una larga procesión que cuenta con gimnosofistas hindúes a la cabeza (solo Brahma existe en realidad; lo demás son ilusiones nuestras), con seguidores de la Escuela de Elea, algunas vertientes del neoplatonismo, tal vez Escoto Eriúgena, Giordano Bruno, y, más cerca de nuestro tiempo época, Fichte, Schelling y Hegel.

Los neoplatónicos, pese a no ser abiertamente panteístas, merecen mención aparte por su emanatismo notorio. Las emanaciones primeras son, según ellos, la inteligencia y el alma, que, junto a la unidad, forman la tríada alejandrina, prefiguración de la Trinidad cristiana según algunos.

Plotino, su adalid principal, que despreciaba a los gnósticos no menos que a los cristianos, negó que la emanación del Uno fuera una transmisión de sustancia y declaró que es solo un efecto de su poder. En lo cual se distanciaba de los gnósticos y se acercaba a los cristianos. Pero no supo ver que el proceso emanador del Uno se cumple sin que Él lo haya decidido libremente, en lo que volvió a aproximarse a los gnósticos. Tampoco que el mundo de las cosas fuera bueno, etc.

Respecto al idealismo alemán, que es una madeja demasiado enredada como para tirar ahora de cualquiera de sus hilos, sea suficiente recordar algunas ideas de Hegel.

Parece que en cierta ocasión alguien le preguntó si existe Dios, a lo que respondió que todavía no. Sería que se estaba haciendo. El hecho puede no ser cierto, pero la idea que revela sí pertenece al filósofo.

El movimiento dialéctico o la evolución lógica de la Idea, constituye la vida de Dios, la cual abraza tres grados o momentos: en el primero, Dios está implícito o envuelto en la unidad e identidad real de la Idea, y por consiguiente no existe como Dios, es decir, como ser distinto de otros seres: en el segundo, se objetiva a sí mismo, pasando a ser naturaleza o revistiendo la forma objetiva de mundo: en el tercero, se conoce a sí mismo y adquiere conciencia de su ser propio en el hombre, con lo cual comienza a existir como Dios, recibiendo la forma última de la Divinidad. Como se ve, Hegel tenía razón al afirmar que Dios est in fieri, y al prometer a sus discípulos hacer a Dios en el día siguiente[1].

Este es un sentido muy distinto al de los anteriores panteísmos, que conciben a Dios en el origen del mundo. El panteísmo de Hegel lo pone al final. Dios era Dios al comenzar y todo emanaba de Él en un descenso de degradación, pero ahora todo asciende hasta la realización del Absoluto.

II. El origen del mundo por creación

San Alberto Magno había entrado en contacto con la naturaleza a través del empirismo aristotélico, donde aprendió que el razonamiento puro vale poco al llegar a las cosas particulares y que solo la experiencia tiene entre ellas valor de prueba. Fue un excelente observador y obtuvo resultados importantes. El mismo enfoque hubo de servir a Santo Tomás para abordar el problema de Dios.

Del maestro aprendió que había que partir de las cosas sensibles, que son las primeras que conocemos, y llegar a Dios, que, por otro lado, ha revelado lo que es en el libro del Éxodo. La teología empieza por el punto al que la filosofía habrá llegado después de un largo recorrido que parte de los seres comunes y termina en el ser más elevado.

Lo cual exigió a santo Tomás renovar ciertas categorías importantes de la metafísica. Ésta, estudio de la realidad, se divide desde Wolff en dos apartados, general y especial. El primero es la ontología general, que procura explicar qué es un ser cualquiera. El segundo se divide a su vez en tres con el fin de ocuparse de las tres clases de seres que hay: el mundo físico, el mundo vivo y la divinidad. Por eso es cosmología, psicología racional y teología racional. La renovación tuvo lugar en la ontología general y en la teología natural o teodicea y afectó a las otras dos.

a) Ontología

La ontología tomista comienza por los seres comunes que presenta la experiencia. Es corriente creer que cada uno de ellos es algo estable. Es corriente, por ejemplo, creer que tú eres tú, que yo soy yo, que cada cosa es cada cosa. Que ser viejo es ser viejo y ser joven es ser joven y que son cosas contrarias que no pueden darse a la vez. Esto último podrá ser cierto, pero en lo primero hay error, porque ser joven es en realidad dejar de ser a cada instante lo que se está siendo, joven, y empezar a ser lo que no se está siendo todavía, viejo. En realidad no se es una cosa ni la otra, sino que un contrario es sin cesar desplazado por el otro y el tiempo fluye desde el futuro hacia el pasado. Mejor dicho, somos lo que fluye en el tiempo, somos sus víctimas. San Agustín dijo en las Confesiones que el tiempo es en la medida en que tiende a no ser, Platón, en El sofista, que el ser es de mil maneras  no ser, Heráclito que el Sol es otro cada día y Aristóteles que es otro a cada instante. Los cuatro hablan de lo mismo.

Luego cada cosa real está dejando a cada paso de ser lo que es; todo lo que hay es una tensión entre el ser y el no ser, un compuesto de lo que es ya y lo que no es todavía o, según el léxico de Aristóteles y Tomás de Aquino, un compuesto de forma y materia. Ésta es su esencia, que se contiene en su definición.

Pero ese compuesto esencial equivale a nada por sí mismo. Es cierto, por ejemplo, que el centauro Quirón es un centauro sabio porque ha renunciado a la inmortalidad. Pero, puesto que Quirón no existe, ni es sabio, ni es centauro, ni es Quirón. Hay que cuidarse de las trampas del lenguaje. Que haya un cierto sujeto en la gramática no debe engañarnos hasta el punto de creer que también está en la realidad. Si en ésta no hay sujeto tampoco hay algo que se le pueda atribuir. La esencia de Quirón es algo que ha tramado nuestra fantasía y ha cobrado apariencia de realidad en la lengua.

Si Quirón existiera, su esencia sí que sería algo. Luego es la existencia lo que hace que la esencia sea real, lo que realiza la cosa. Si existe es algo y si no existe es nada, eso es todo. Luego cada cosa real, existente, es un doble compuesto: lo que es ya y lo que no es todavía, por un lado, es decir, su esencia, y, por el otro su esencia y  su existencia.

La ontología enseña, por tanto, que toda cosa está siempre sujeta a un movimiento interno que la lleva hacia algo que la complete. Si llegara al final de su camino se quedaría allí siendo lo que es, sin convertirse ya más en lo que no es, aunque esto es algo que una cosa compuesta nunca habrá de alcanzar. Un ser compuesto es preciso que sea finito y el destino de todo lo finito es tener un final, porque lo finito tiene que ser temporal. De otra manera: lo que es compuesto se descompone tarde o temprano. En la naturaleza se suceden la generación y la corrupción y cada árbol debe morir para que el bosque siga viviendo.

La explicación de este hecho es como sigue. Una piedra, un árbol, un dinosaurio, un hombre y el centauro Quirón son algo, lo cual no implica que existan. De hecho algunos no existen ya y otros no han existido ni existirán nunca. Ser algo no lleva consigo que haya algo. No obstante, nos resistimos a aceptarlo. Borges lo dice así por boca de Almotásim el Magrebí, un poeta árabe que salió de su imaginación:

Murieron otros, pero ello aconteció en el pasado, que es la estación (nadie lo ignora) más propicia a la muerte.  ¿Es posible que yo, súbdito de Yaqub Almansur, muera como tuvieron que morir las rosas y Aristóteles?[2]

Morirse es siempre cosa de los demás. Una vez que sabemos lo que es existir, que para nosotros es vivir, no queremos de ningún modo dejar este mundo y cualquier bagatela nos convence de que no sucederá. Ni siquiera el suicida quiere abandonar la vida. Él quiere vivir, solo que no quiere vivir de cierta manera. El deseo es tan poderoso que arrastra a la inteligencia, porque es el mayor bien. He aquí entonces que toda cosa existente es buena porque existe. Incluso la existencia del diablo es buena, dice Tomás, aunque él sea malo por otros motivos. El mundo es bueno, en contra de lo que creyeron muchos panteístas.

Pero en todos los seres comunes es distinto ser algo, un ángel, un hombre o un caballo, y el hecho de existir y si les falta esto último entonces son nada. Puesto que su esencia es distinta de su existencia, ésta debe venirles de fuera, porque, necesario es repetirlo, el ser tal o cual cosa no lleva consigo que se den en la realidad. Que un triángulo tenga tres lados no quiere decir que haya triángulo alguno en ninguna parte. Luego han tenido que ser creados a partir de la nada.

b) Teología natural

Dios es existir y existir es el acto de la esencia. Puesto que es el único existir, hay que añadir que es el acto de todo cuanto alguna vez venga a la existencia:

“Existir es la forma o naturaleza en acto. De hecho, la bondad o la humanidad no estarían en acto si no tuvieran lo que nosotros entendemos por existir. Es necesario, pues, que entre la existencia y esencia en un ser veamos la misma relación que hay entre la potencia y el acto. Como quiera que en Dios nada es potencial, como quedó demostrado (a.1), se deduce que en Él no hay distinción entre su esencia y su existencia. Así, pues, su esencia es su existencia.”

Pero entonces el existir no es un mero estar ahí, como para Sartre o Heidegger. Ni el concepto más vacío, por ser el más cercano al del no ser, como dijo Hegel. Es el acto del ser. Para el mineral es la existencia más simple, para la planta es vivir, para el animal es vivir y sentir, para el hombre es vivir, sentir y pensar, para Dios… para Dios es todo. Por eso sale todo de Él. ¿De dónde si no? Si es acto puro, si todas las realizaciones de las cosas están en Él, si, en fin, es infinito, nada puede haber en ellas que no se halle en Él. En caso contrario, si hubiera algo en las criaturas que no estuviera en Él, no sería infinito. Es el ser de que hablaban Parménides, Platón, Aristóteles, etc., pero su contenido es radicalmente nuevo.

Que es así viene además atestiguado por el libro del Éxodo. San Agustín pensó que cuando Dios dijo a Moisés Yo soy el que soy dijo que existe, pero no en qué consiste. Santo Tomás pensó que había revelado las dos cosas, solo que no por eso es posible entenderlo, porque ningún concepto nuestro será adecuado, debido a que es un ser infinito y nuestra mente no. Si no fuera así, si pudiéramos poner cerco en una definición a la esencia divina, como hacemos con el resto de las cosas, comprenderíamos de golpe que es imposible que no exista. Pero no podemos hacerlo. Para nosotros no es evidente que existe y, en consecuencia, es posible que no sea así. Es necesario probarlo, pero partiendo de datos de experiencia, como habían aconsejado Aristóteles y Alberto Magno.

En esa demostración, que Tomás de Aquino emprende por cinco vías distintas, se halla la necesidad de que los seres comunes hayan sido producidos a partir de la nada. Las cinco muestran que en la realidad empírica hay algo que exige buscar explicación en otro lado. Cada ser es tal o tal otra cosa, pero, ya se trate de un ángel, un hombre o un caballo, lo que son no lleva consigo que existan, según es ya sabido. Luego si existen no puede ser por sí mismos, sino que tiene que ser por otro. Tiene que haber algún ser que no existe por otro, pues en caso contrario no se entiende que haya un ángel, un hombre o un caballo. En el ser que no es por otro es necesario que lo que sea incluya que existe. Éste es el sentido filosófico oculto en la expresión Ego sum qui sum[3] y es también el significado profundo de las cinco vías.

En esto se diferencian entre Dios y las cosas. Dios es el ser, el existir, el acto de todos los actos. En el ordenamiento de conceptos de santo Tomás es el primer atributo que conviene a la divinidad y de él proceden todos los demás: ipsum esse subsistens. Esto es afirmar la trascendencia divina, algo que los panteísmos no acertaron a comprender.

Todo lo cual agrega un problema inesperado. Habiendo partido de la convicción de que hay cosas sensibles y de que es posible que no haya Dios, encontramos ahora que lo extraño es que haya cosas y no solo Dios. Es decir: si solo Él es el existir, ¿cómo es que hay cosas?

c) La emanación en santo Tomás

Para responder Tomás se sirvió con frecuencia del término emanación, un término que evoca el gnosticismo, el neoplatonismo y sus secuelas panteístas. Otro término usado por él es el de procesión, que aplica a la Trinidad tras convertirlo en un derivado lógico del anterior. La adopción de ambos se debe a la impresión que produjo en su ánimo la lectura del Liber de causis y el Corpus dyonisiacum. El primero se atribuía entonces a Aristóteles o a Avicena, pero pudo escribirlo Pedro Hispano. El segundo es del Pseudo Dionisio Areopagita, un monje desconocido del siglo V, algo que  no se sabía en el XIII.

El término emanación no tiene ya en Tomás un contenido metafórico, sino ontológico: es la génesis o generación de algo sin movimiento. Por eso lo aplica tanto al interior de la Trinidad, donde la emanación es procesión hacia adentro, como al exterior, donde es creación, concurso, conservación y providencia. En lo que sigue se tendrá en cuenta la creación, que es una de las clases de este segundo tipo de emanación. También la conservación del mundo, que no es en realidad diferente de la creación del mismo.

d) La creación, o emanación hacia afuera

El nacimiento o aparición de una cosa cualquiera puede verse de dos maneras: como la cosa concreta que es (inquantum est hoc ens, vel inquantum est tale ens) tal como un hombre o un caballo determinados, como el Cid Campeador o Babieca, o como algo que existe ahora y antes no existía (ens in quantum est ens). Es decir, se puede considerar cualquier cosa existente como lo que es o como existente. Esto último abarca el ser total.

Cuando se considera el ser total, entonces, de la misma manera que el Cid Campeador o su caballo se hicieron de algo que no era hombre ni caballo, así el existente se hace de algo que no es existente, o sea, de nada. No es lo mismo la emanación particular de un ser en cuanto que es tal, que está sujeto a los procesos naturales de generación y corrupción, que la de ese mismo ser en su totalidad, que ya no puede hacerse de algo previo y tiene que nacer por creación:

… es imposible presuponer algún ser en tal emanación. Pero la nada es igual a la negación de todo ser. Por lo tanto, como la generación del hombre se hace a partir del no ser que es no hombre, así también la creación, que es emanación de todo el ser, se hace a partir del no ser que es la nada[4].

La introducción del no ser en argumentaciones filosóficas no debe causar extrañeza. Todos los individuos tenemos una gran familiaridad con él. Por tener inteligencia y voluntad, los humanos pensamos en cosas que no hay y en muchos casos no habrá, como ideales, proyectos, utopías, aspiraciones, etc., y además las deseamos con fuerza. Esas cosas no son seres, sino no seres. Son nada. Decimos haber realizado uno de ellos cuando logramos darle existencia, cuando hemos conseguido que pase del no ser al ser. Es de suponer que el resto de las cuerpos, sean vivos o no, solo se relacionan con cuerpos existentes de hecho, en tanto que nosotros nos relacionamos con inexistencias las más de las veces.

No obstante, en estos casos se trata siempre del no ser de lo posible, de un no ser relativo, del cual es posible extraer algo real. Del otro, del no ser absoluto, es imposible, incluso para Dios, pese a san Pedro Damián y a Gerardo de Czanard, que fue obispo de Hungría en el siglo XI. Este último dio nombre al tópico de la filosofía como esclava de la teología. Los dos defendieron sin razón que si una verdad de fe es contraria al principio de contradicción tanto peor para dicho principio. Como ejemplo de lo cual dijeron en oposición a Roscelino, Berengario de Tours, Anselmo el Peripatético y otros dialécticos del siglo XI, que Dios puede hacer que un hecho del pasado no haya sucedido. Santo Tomás, que en santidad está en el mismo grupo que san Pedro Damián y en análisis lógico en el de los dialécticos del XI, aunque sin caer en sus juegos florales silogísticos, dejó claro que el pasado no puede ser no pasado y que, en consecuencia, Dios no puede cambiarlo, mas no porque no sea omnipotente, sino porque no hay nada que hacer en un caso así. La lengua permite formar frases correctas desde un punto de vista sintáctico, pero carentes por completo de contenido real o posible.  Que el pasado no fuera pasado sería lo mismo que dibujar un círculo de radios desiguales o un triángulo de cuatro lados. No es que falle el poder de Dios, es que yerra el que se cree que tiene algo en la mente cuando pronuncia frases como esas.

Por lo mismo, si la expresión “crear de la nada” fuera contradictoria no podría darse. Es una objeción que el propio Tomás se pone en varias ocasiones:

Según Aristóteles, los antiguos filósofos admitieron como una verdad de sentido común que «de nada, nada se hace» (ex nihilo nihil fit). Mas el poder de Dios no se extiende a lo que es contrario a los primeros principios; por ejemplo, hacer que el todo no sea mayor que la parte o que la afirmación y negación sean verdaderas al mismo tiempo. Luego Dios no puede hacer de nada algo, o sea, crear[5] (Deus non potest aliquid ex nihilo facere, vel creare)

El artesano y la naturaleza obran ciertamente de esta manera, pues ambos necesitan que haya materia con la que producir sus objetos. Por su acción sucede algo a dicha materia: al bronce le sucede ser esfera, a la semilla ser espiga, etc. Pero en la creación no sucede nada. En el libro del Génesis se asiste a una grandiosa escenografía, pero en realidad no hubo tal.

Es engañoso que las expresiones “hacer algo de bronce” y “hacer algo de la nada” tengan la misma estructura sintáctica, pues el sentido de los conceptos indica una estructura lógica muy diferente y hasta contraria. Son dos formas distintas de producir un objeto:

  1. Por generación a partir de algo. Es lo que hacen la naturaleza y el arte. A partir del bronce se hace la esfera y ésta es de bronce. El orfebre es causa eficiente, el bronce causa material. Aquí nada se hace de nada.
  2. Por creación a partir de la nada. Es lo que hace Dios. A partir de la nada hace algo, pero no se hace de nada, pues sería lo mismo que no estar hecho. Dios es causa eficiente y no hay causa material. Se vale únicamente de su poder para producir un efecto. Para averiguar si se produce algo de la nada y en qué sentido puede suceder tal cosa es preciso dar un paso más.

La diferencia principal entre las dos expresiones está en la expresión “a partir de (ex)”, que en el primer caso indica la materia de la que se hace la cosa (materia de qua) y en el segundo el punto de partida.

¿Qué es lo que Dios hace? Si se compara con un artesano o con el demiurgo del Timeo se observa que hay algo que pasa por dos estados o momentos sucesivos, uno antes y otro después:

1) Antes: el bronce.

2) Después: la esfera.

Lo que antes es bronce después es esfera… de bronce. Hay un antes y un después. Hay un suceso, porque al bronce le ha sucedido convertirse en esfera sin dejar de ser bronce. Ha empezado a existir el compuesto de lo que ya había antes. También a la materia sobre la que operó el demiurgo le sucedió convertirse en mundo sin dejar de ser materia. En estos casos hay algo a lo que le sucede algo por la acción de alguien. Lo que resulta sigue siendo lo mismo, pero de otro modo. Esto es lo que significa hacer algo de algo y así es como proceden tanto la naturaleza como el arte.

Pero crear algo de la nada no es lo mismo, pues, no habiendo materia previa, a ésta no puede sucederle nada. Dios no redondea al bronce para conseguir una esfera, sino que hace el bronce, la esfera y el compuesto cuando lo trae a la existencia. Hace el ser completo.

De otra manera: al fabricar una esfera hay algo que pasa de un antes a un después, pero en la creación del mundo no hay un antes, y, no habiendo un antes, tampoco hay un después. No se pasa de un momento a otro, sino que se está en el otro, que, no habiendo uno, tampoco es otro. Luego no hay contradicción, pues no se dice que el no ser sea ser o que se convierta en él.

Ahora debe entenderse que no hay espectáculo alguno que contemplar cuando Dios crea el mundo ¿Cómo sería posible algo así cuando no pasa nada?

Dios crea el mundo sin tiempo. Su acción ocurre en la eternidad. Distinto es que, una vez creado, eche el tiempo a rodar con el mundo, cosa que resulta tan difícil de pensar como su contraria, que hubiera tiempo durante el cual no había ningún suceso. En rigor, Dios no “creó” el mundo. Ese pretérito indefinido indicaría que lo hizo y luego siguió existiendo por su cuenta, lo cual contradice el hecho de que sigue pudiendo no existir y necesita ser mantenido en la existencia. Hay que concluir que ni Dios creó el mundo en un momento dado ni el mundo existe ahora por sí solo, sino que Dios mantiene en la existencia las cosas que por sí mismas tienden a la inexistencia. Las crea en cada instante… nuestro, que no suyo.

Luego el creador se parece muy poco al demiurgo platónico, al artesano y a la naturaleza. La creación es distinta de la generación.

Esta clase de emanación no es una mutación, un cambio ni una acción. Estos conceptos son en realidad opuestos suyos, pues siempre que se da uno de ellos hay algo que existe en los dos extremos, lo que no sucede en la creación. Tampoco la aniquilación, la vuelta a la nada de algo, si es que tal cosa sucede alguna vez, es una mutación o un cambio, por el mismo motivo: porque no hay sujeto igual entre los dos extremos.

El grandioso escenario del Génesis bíblico es en realidad un gran espectáculo para la inteligencia, no para los sentidos. A santo Tomás se lo debemos. El asombro y la maravilla tienen que ver con un fenómeno sorprendente muy común: el de la creación continua. Miren Uds. alrededor, que están asistiendo a él. A esa especie de creación continua se la da el nombre de conservación, que es una de las especies de emanación hacia afuera, pero entre esta idea y la de creación solamente hay distinción de concepto, siendo lo mismo en la realidad. Dios no crea primero la cosa y luego sigue manteniéndola en la existencia, sino que, desde nuestra perspectiva, la creación se dilata en el tiempo. Si alguna vez a lo largo de ese tiempo, que es solo nuestro, cesara el influjo de la causa creadora, todo quedaría aniquilado, como se hace la oscuridad en una sala cuando se apaga la luz o se hace el silencio cuando uno se calla.

(Documento sonoro:)


[1] Zeferino González, Filosofía elemental. II, CreateSpace Independent Publishing Platform, 2015, pág. 103

[2] Borges, J. L., Poesía completa, Lumen, Barcelona, 2011

[3] Éxodo, III, 13

[4] Aquino, S. T. de, Summa theologiae, q. 45, a. 1

[5] Aquino, S. T. de, Summa theologiae, q. 45, a. 2.

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Sobre el socialismo

La fe socialista

La fe del socialismo, un resultado de la fe cristiana o un sucedáneo suyo para la vida sobre la tierra, confía en que su realización en este mundo dará lugar a un sistema de producción inagotable de bienes y espera con ilusión beatífica su advenimiento. Se caracteriza, igual que su precedente, por la fe y la esperanza, dos virtudes teologales ligadas entre sí. Convencida de que es moralmente superior el interés común que el indiviual, ha sustituido además la caridad por la solidaridad. Es una fe religiosa casi perfecta. Algunos la caracterizan como religión civil.

Su poder de atracción es extraordinario, muy superior al de cualquier otro credo desde hace unos doscientos años. Es una gran idea-fuerza, que mueve las voluntades sin necesidad de penetrar en la inteligencias. Cierto es que el socialismo que se llamó científico a sí mismo pretendió sentar plaza de actividad intelectual, pero el transcurso de los hechos durante el siglo XX lo ha relegado al lugar que le es propio: el de las convicciones fabricadas con fines de acción política a base de convicciones utópicas, milenaristas, mesiánicas, etc., más parecidas a las de los antiguos albigenses, patarinos y otras sectas de la Antigüedad y la Edad Media.

Ese poder de la idea-fuerza socialista prueba una vez más que no son las ideas verdaderas o consistentes las que desembocan en la acción. La idea socialista no lo es, pero ninguna le disputa hoy su reinado. Las gentes siguen su enseña con fe inmarcesible. Los planes políticos de los distintos partidos siguen la dirección que ella les impone. Su fuerza sigue siendo enorme. En el siglo XX dio origen a proyectos tan grandiosos como el comunismo soviético o el chino. La caída del muro de Berlín el año 1989 fue el acta notarial del fracaso del primero y el segundo, pese a conservar un poder despótico en manos del Partido Comunista Chino, parece haber abandonado la fase socialista por haberse mostrado ineficaz a quienes estaban encargados de realizarla.

Pese a todo, la convicción socialista sigue presente por todas partes. Incluso quienes se declaran enemigos suyos participan de ella. Un ministro de hacienda de un gobierno conservador que se pronuncia a favor de la necesidad de que el Estado intervenga en ciertos sectores de la economía para cumplir con las demandas de la justicia social, un campesino que se queja de la volatilidad de los precios del cereal y pide que el Estado los mantenga en un nivel más o menos fijo a la vez que cobra las subvenciones estatales a la agricultura, un director de cine que exige la protección del arte nacional, etc., hacen profesión de fe socialista aunque de labios afuera se manifiesten contra ella.

Las clases sociales

Una tesis importante del socialismo dice que existen clases sociales. Según esta tesis, los individuos están agrupados según ciertos intereses comunes que dirigen su acción. Son los intereses de clase. Llevada a sus consecuencias lógicas últimas, esta convicción llevó a creer a sus adeptos que, en palabras de Mao Tse Tung, toda idea denota su origen clasista, con lo cual sustancializaron la clase social y acabaron pensando que es ella y no la propia voluntad del individuo quien mueve a éste sin que él mismo sea consciente de ello.

Las clases más importantes de una sociedad que ha sobrepasado la fase industrial o se halla en ella son el proletariado y la burguesía capitalista. Los proletarios, así llamados inicialmente porque solo pueden tener prole, son ahora llamados “trabajadores” y los burgueses “empresarios”. Dicho sea de paso: en estas denominaciones va implícita la idea de que los empresarios no trabajan.

En España existen sindicatos de clase, como la UGT y CCOO, cuyas creencias proceden directamente del socialismo, y sindicatos de empresarios, o patronales, como la CEOE, que dicen oponerse a él en la creencia de que los intereses de los patronos son comunes y opuestos a los de los proletarios o trabajadores, pero su sola existencia prueba que aceptan el supuesto socialista de la existencia de clases sociales.

Ese supuesto afirma que la posición que cada hombre ocupa en la sociedad no ha sido elegida por él ni determinada por su personalidad, sino por las necesidades del mercado capitalista. Las ideas, gustos, conocimientos e inclinaciones de cada uno, su propia existencia, no van más allá de la existencia de su clase social, porque todos nacen en el interior de algún grupo que fija de antemano las posibilidades de elección entre las que habrán de optar. Esta división de la sociedad en clases es también un engaño que oculta la auténtica naturaleza común de los individuos.

Cada clase tiene sus intereses. De éstos brotan las ideas y las ideas configuran la visión del mundo y de la sociedad que tiene cada persona.

Las ideologías

En esto consisten las ideologías, las cuales, por nacer de intereses de clase, tienen que estar enfrentadas entre sí y representar solo una fracción de la sociedad. No obstante, la del proletariado es netamente distinta porque representa en realidad los intereses generales de la sociedad, debido a que no es una clase más, sino la clase universal. La sociedad en su conjunto no puede tener más interés que el de suprimir las barreras que distinguen a unos individuos de otros, barrer las sombras que ocultan la verdad humana. Al no tener propiedades que defender, sino sólo prole, el proletariado tiene que aspirar a destruir el actual modo de trabajo que le mantiene alienado. Su interés, en fin, no puede ser otro que el comunismo, la fase que habrá de llegar por la dinámica interna de esta sociedad capitalista y por la actividad revolucionaria de la vanguardia del proletariado, es decir, del partido socialista o comunista.

La confrontación entre ideología burguesa e ideología proletaria es, en fin, la misma que entre falsa opinión y verdad. Las ideas del proletariado reflejan la realidad auténtica, las del burgués la apariencia de lo real.

La realidad contra la idea

Si las ideas propias de la clase trabajadora o proletaria son un fiel reflejo de la realidad histórica y social y si, por añadidura, dichas ideas se recogen en los escritos de los sociólogos, economistas y filósofos socialistas, sobre todo en los de Carlos Marx y en el partido político comunista, verdadera vanguardia del proletariado, entonces, una vez que se les presentara la ocasión de convertirse en realidad, bien por la evolución propia de la sociedad, bien por la revolución emprendida por los actores políticos socialistas, bien por ambas fuerzas actuando de consuno, deberían rodar por sí mismas e ir cobrando cuerpo en la vida de las gentes. Deberían dar lugar a la sociedad opulenta pensada en la doctrina socialista, pues, una vez que hubieran saltado por los aires las trabas que impedían la libre expansión de las fuerzas productivas, los bienes fluirían casi por si solos, como en el Jardín del Edén.

Pero nada de esto ha sucedido en ninguno de los casos en que tales ideas tuvieron la oportunidad de pasar de lo mental a lo real. La Unión Soviética, Cuba, Vietnam, China, etc., han completado el silogismo en modus tollens que hace falsa la premisa socialista: “si tal cosa pensada es verdadera, debe convertirse en realidad cuando se presente su ocasión; es así que no se ha convertido en realidad; luego tal cosa pensada es falsa”. En otras palabras: la realidad ha negado la idea, lo que es un serio contratiempo para un sistema filosófico que se declara contrario al idealismo. Es el principio del falsacionismo popperiano.

Pero la eficaz reducción a la falsedad mediante la aplicación de este principio no ha tenido nunca importancia para los adeptos al credo socialista, pues lo que importa no es la verdad, sino el dominio de la realidad política y social. De ahí la probada eficacia que ha tenido siempre el hecho de reducir al adversario a mero portador de ideología por su pertenencia ineluctable en cuerpo y alma a una clase particular.

Hermann Cohen, litografía de Carl Doerbecker

Quien se atreve a criticar la idea es un individuo vendido a la burguesía capitalista, al neoliberalismo, al mercado o a cualquier otro ídolo fabricado ad hoc. Ya fue un subterfugio exitoso puesto en marcha por el llamado socialismo científico a partir del siglo XIX para eludir toda crítica científica. Se llegó incluso con harta frecuencia a acusar de maldad a quien traspasara esa línea. Solo existen personas de buena o mala voluntad, llegó a decir Hermann Cohen. Exhibe un sentido moral defectuoso quien se atreve a criticar o poner trabas a cualquier política social, añadió (Mises, II). El egoísmo y la codicia son, según parece, lo único que puede oponérsele.

He aquí una actitud que se coloca en las antípodas de todo pensamiento científico y se adentra en el campo del fanatismo religioso, porque exige sumisión acrítica a sus postulados.


 

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Andrades González. Las matemáticas en la educación del gobernante

Las matemáticas en la educación del gobernante (La República o El Estado. Platón)

INTRODUCCIÓN:

En “La República o El Estado”, Platón, elabora la filosofía política de un Estado ideal. Utilizando un relato imaginario, de una conversación sostenida por Sócrates con unos amigos, va exponiendo más o menos explícitamente los grandes temas de su filosofía, con dos motivos recurrentes: “La identificación última de la felicidad con la virtud” y “la contraposición entre ciencia y apariencia”.

El diálogo, se inicia, con una discusión sobre la justicia, y para poder llegar a su concepto, Platón, establece un paralelismo entre la constitución de la sociedad y la del alma del individuo. El Estado estaría formado por productores, guardianes y gobernantes, partiendo del mito fenicio de las clases de hombres, según el cual “los dioses, hicieron entrar oro en la composición de los que están capacitados para mandar, (por lo cual valen más que ninguno); plata, en la de los auxiliares y bronce y hierro, en la de los labradores y demás artesanos”, mientras que el alma constaría de tres “géneros” o “especies”: lo apetitivo, lo fogoso y lo racional; de tal forma que, el alma racional se correspondería con los gobernantes, el alma irascible con los auxiliares y el alma concupiscible con los artesanos.

Teniendo establecida esta división, y la distribución de tareas que correspondería a cada una de ellas, Platón sostiene que, la justicia consiste en que cada uno de ellos, desempeñe la función que le es propia: “Por otra parte, la ciudad nos pareció ser justa cuando los tres linajes de naturalezas que hay en ella hacían cada una lo propio suyo; y nos pareció temperada, valerosa y prudente”. Y lo mismo que sucede con las “clases” de la ciudad, sucedería con las “partes” del alma: “De modo que el hombre justo no diferirá en nada de la ciudad justa en lo que se refiere a la idea de justicia, sino que será semejante a ella”. ”Cada uno de nosotros será justo y cumplirá su deber, cuando cada una de las partes de sí mismo realice su tarea”.

Para Platón, la justicia, va muchas veces acompañada del sacrificio, y sabiendo que el ser humano, independientemente de cómo piense o sea, no puede jamás renunciar deliberadamente a la felicidad, piensa que la mejor manera de presentarla es acompañándola de ella. Por eso, el individuo será feliz por la justicia, consistente en el imperio de la razón; y la ciudad será feliz, por el mando de los mejores ciudadanos, que serán los gobernantes filósofos.

Estos han de poseer un alma noble y dotada de facilitad para aprender, pero tales cualidades han de ser perfeccionadas por la educación. Siendo esto así, habrá que cuidar minuciosamente, la formación de los futuros gobernantes, ya que de ellos dependerá no sólo el gobierno del Estado, sino la felicidad de todos los gobernados.

En las ciudades-estados griegas la Educación, se refería al cultivo del ser humano en todas sus facetas, con la intención de convertirlo en un buen ciudadano; se hacía por el Estado y para el Estado; aunque no en todas se seguían las mismas pautas.

Para Platón, la educación debe limitarse a “purificar” los metales “en bruto”, que componen la naturaleza de cada hombre, (siguiendo el mito fenicio), sin que esto suponga la creación de “castas” cerradas pues “aunque generalmente ocurra que cada clase de ciudadanos engendre hijos semejantes a ellos, puede darse el caso de que nazcan hijos de metales diferentes al de su padre y será el gobernante el que deba estimar su naturaleza real y educarlo de acuerdo a ella”.

Para la educación de los guardianes, no contempla un programa de conocimientos determinados, pero si propone reducir las tres partes de la educación ateniense, (Gimnástica, Letras y Música) a dos, incluyendo las Letras en la Música. El objetivo tanto de los ejercicios de Gimnástica como los de Música, sería la adquisición de buenos hábitos que ayuden a la formación del carácter, sirviendo así al provecho del alma.

Sin embargo, para los mejor dotados, para aquellos que, han de prepararse para la gobernación, es necesaria una enseñanza “que no sea inútil para los guerreros”, pero que “atraiga el alma desde lo que nace hacia lo que existe”.

Teniendo esto presente, va a ir descartando, las que no conducen a este fin: Gimnástica, Música y las demás Artes. Pues, aunque la Gimnástica se preocupa, no sólo de todo lo que es cuidado del cuerpo, sino de la alimentación y la conducta, condenando los excesos de gula y de lujuria, “se afana en torno a lo que nace y muere, pues es el crecimiento y decadencia del cuerpo lo que ella preside” y la Música no es más que una contrapartida de la Gimnástica, que “educa a los guardianes por las costumbres; les procura, por medio de la armonía, cierta proporción armónica, pero no conocimiento, y por medio del ritmo, la euritmia; y en lo relativo a las narraciones, ya fueran fabulosas o verídicas, presentaba algunos otros rasgos semejantes a éstos, pero no había en ella ninguna enseñanza que condujera a lo que buscamos”. En cuanto a las demás Artes, “son todas ellas innobles”…

Convencido de que el filósofo debe gobernar, porque sólo él posee el verdadero conocimiento, y según su concepción socrática, si tiene el verdadero conocimiento, tiene también, la verdadera virtud, establece el camino que ha de seguir para llegar a este conocimiento, (el conocimiento de las Ideas y, entre ellas, de la idea suprema del Bien), en las dos alegorías de la Línea y de la Caverna.

En el mito de la Línea, nos dice que, los objetos sensibles no son más que débiles semejanzas de unas realidades inmutables y eternas, que son las Ideas, y estas resultan accesibles sólo a la parte inteligente y razonadora del alma. El mundo sensible y el inteligible aparecen divididos cada uno en dos sectores: En el mundo sensible están los objetos percibidos directamente por los sentidos y las imágenes o apariencias de esos objetos. En correspondencia con ello, las ideas u objetos inteligibles pueden ser percibidos mediante imágenes y representaciones, como ocurre en las disciplinas matemáticas, o en toda su realidad y pureza, que es lo que se alcanza por la ciencia suprema de la dialéctica.

El pensamiento discursivo de la Matemática (diánoia) es el conocimiento que se obtiene cuando se razona y se va de las hipótesis a las conclusiones que de ellas se deducen. En este mundo se encuentran las formas de los números y las formas geométricas. Pero la Matemática, necesita utilizar ejemplos o imágenes sensibles para sus demostraciones. El geómetra se tiene que conformar con una representación material y, por tanto, inexacta de las distintas figuras geométricas. Sabe que el cuadrado o el círculo no son más que copias o imágenes del Cuadrado en sí, del Círculo en sí. Además, las demostraciones de las Matemáticas se realizan a partir de hipótesis, de supuestos, pero no se pregunta por su validez, sino que se presupone. No es por tanto , la ciencia más perfecta, sin embargo, para estudiar sus objetos geométricos y aritméticos, necesita servirse de objetos sensibles utilizándolos como imágenes para referirse a sus objetos ideales, es decir, recurre a lo sensible para elevarse a lo inteligible, por lo tanto, resulta ser, el puente más conveniente, para transitar del mundo sensible de la opinión, creencia, imaginación, conjetura, figuración, etc., de la Física, al mundo inteligible de las Ideas, a la ciencia perfecta de la inteligencia pura, que es la Dialéctica. Las ciencias matemáticas serán el instrumento que permita al filósofo empezar a romper las cadenas que le tienen aprisionado en la oscuridad del mundo sensible de la caverna para ir alcanzando progresivamente la contemplación de la realidad del mundo inteligible.

Será por tanto esta ciencia, la que estamos buscando como necesaria preparación para la Dialéctica: “Todas estas ciencias, [matemáticas] no son más que el preludio de la melodía que se debe aprender, […] que no es otra que la melodía que ejecuta la Dialéctica”.

Y estos estudios los concreta en Aritmética, Geometría, Estereometría o Geometría de los sólidos, Astronomía y Armonía musical, analizando su necesidad y lo que aporta cada uno de ellos a la suprema disciplina de la dialéctica.

ARITMÉTICA:

Para Platón, la enseñanza de los números y del cálculo es algo “tan común, que todas las artes y razonamientos se sirven de ella”, es un conocimiento indispensable para un hombre de guerra, para quien quiera entender algo de organización, o “para quien quiera ser un hombre”, ya que es un conocimiento absolutamente apto para atraer hacia la esencia, que conduce naturalmente a la comprensión. Y lo argumenta de una manera impecable.

Empieza sosteniendo que hay cosas provocadoras de la inteligencia y otras, no: “entre las cosas sensibles, unas no invitan en manera alguna al entendimiento a fijar en ellas su atención, porque los sentidos son los jueces competentes en este caso; y otras obligan al entendimiento a reflexionar porque los sentidos no podrían pronunciar un juicio sano sobre ellas”.

En efecto, hay objetos sensibles, que producen sólo una sensación y como ésta es suficientemente juzgada por los sentidos, no incitan a la reflexión; otros, en cambio, al provocar dos sensaciones contrarias, invitan a la inteligencia a examinarlos, porque los sentidos, no son concluyentes.

Y lo aclara, con el siguiente ejemplo: Fijémonos en tres dedos: el más pequeño, el segundo y el medio. Independientemente de su color, grosor o lugar que ocupen, cada uno se nos muestra igualmente como un dedo. El alma no se ve obligada a preguntar a la inteligencia qué cosa sea un dedo, porque en ningún caso le ha indicado la vista que el dedo sea al mismo tiempo lo contrario de un dedo. De modo que es natural, que una cosa así no llama ni despierta al entendimiento. Pero “¿qué pasa si nos referimos a su grandeza o pequeñez?, ¿las distingue suficientemente la vista, independientemente de que uno de ellos esté en medio o en un extremo?. ¿Le ocurre lo mismo al tacto con el grosor y la delgadez o la blandura y la dureza?. Y los demás sentidos, ¿no proceden acaso de manera deficiente al revelar estas cosas? ¿O bien el sentido que se encarga de lo blando, se ve obligado a encargarse de lo duro y comunicando éste al alma que percibe cómo la misma cosa es a la vez dura y blanda?. Y el alma se pregunta por su parte con perplejidad qué entiende esta sensación por duro, ya que de lo mismo dice también que es blando, y qué entiende la de lo ligero y pesado por ligero y pesado, puesto que llama ligero a lo pesado y pesado a lo ligero?. Y tiene que llamar al entendimiento y al cálculo para examinar si son una o dos las cosas anunciadas en cada caso. Si resultan ser dos, aparecerá cada una de ellas como una y distinta de la otra. Si cada una de ellas es una y ambas juntas son dos, las concebirá a las dos como separadas, pues si no estuvieran separadas no las concebiría como dos, sino como una. La vista, veía, lo grande y lo pequeño, pero no separado, sino confundido. Y para aclarar esta confusión, la mente se ha visto obligada a ver lo grande y lo pequeño no confundido, sino separado. Y es de aquí de donde comienza a venirnos el preguntar qué es lo grande y qué lo pequeño. Y así llamamos a lo uno inteligible y a lo otro visible”.

La unidad, pertenece a las provocadoras de la inteligencia, ya que no obtenemos un conocimiento suficiente de ella, ni por la vista ni por cualquier otro sentido, “porque vemos la misma cosa como una y como infinita multitud”, luego fuerza al alma a dudar y a investigar, poniendo en acción dentro de ella el pensamiento, y a preguntar qué cosa es la unidad en sí, y con ello la aprehensión de la unidad será de las que conducen y hacen volverse hacia la contemplación del ser.

Y si tal ocurre a la unidad, les ocurrirá también a todos los demás números y como la aritmética y la ciencia del cálculo tienen por objeto el número, “serán aptas para conducir al conocimiento de la verdad”.

Evidentemente, estas enseñanzas le van a ser indispensables tanto al guerrero, como al filósofo, pero – y esto va a ser algo en lo que Platón insistirá mucho- sólo si se aplican a ellas no de una manera superficial, con miras a las compras o ventas, como hacen los comerciantes, sino contemplando la naturaleza de los números con la sola ayuda de la inteligencia, sirviéndole entonces, al primero para organizar los ejércitos y la guerra y al filósofo para que su alma adquiera mayor facilidad para volverse a la verdad y la esencia.

Es impresionante, la visión de Platón respecto a la noción de número, pues no lo considera como algo que se pueda aprehender simplemente por los sentidos, ni se queda en el convencionalismo social, de verlo como algo que sirve para contar, sino que profundiza en el proceso mental que se encuentra detrás de la formación de su concepto y que definiría muchos siglos más tardes el psicólogo Jean Piaget como: “número es un concepto lógico, de naturaleza distinta al conocimiento físico o social, pues no se extrae directamente de las propiedades físicas de los objetos, ni de las convenciones sociales, sino a través de un proceso de abstracción reflexiva de las relaciones entre los conjuntos. Concepto ligado a la capacidad de clasificar, ordenar y establecer correspondencias”. Definición que recoge los procesos mentales que subyacen en la definición conjuntista de número, basándose en las relaciones de equivalencia, (que darán lugar al cardinal) y las de orden (que nos darán el ordinal).

También se adelanta en la concepción de cómo el estudio de las matemáticas influye en la formación de un pensamiento lógico, que él expresa diciendo: “Además a los que la naturaleza ha hecho calculadores los ha dotado también de prontitud para comprender todas o casi todas las ciencias, y, cuando los espíritus tardos son educados y ejercitados en esta disciplina, si no sacan otro provecho, al menos se hacen todos más vivaces de lo que antes eran”.

Termina reconociendo que es una ciencia “penosa de aprender y de practicar”, (recordemos que se trata de formar a los que van a ser gobernantes, a los que tendrán que enfrentarse a retos difíciles, asumir riesgos, y perseguir y conseguir pacientemente las metas fijadas), por lo que deberán “dedicarse a ella los que nazcan con un excelente natural”, es decir, los que tienen oro en su composición, los filósofos: “el que tiene buena disposición para todas las ciencias con un ardor igual, que desearía abrazarlas todas y que tiene un deseo insaciable de aprender, ¿no merece el nombre de filósofo?”.

GEOMETRÍA

La importancia de la Geometría para Platón es tal, que en el Timeo dibuja el mundo físico y explica los fenómenos naturales en clave geométrica mediante una trasferencia de propiedades del mundo matemático al mundo natural. Cuatro de los poliedros regulares –tetraedro, octaedro, icosaedro y cubo– que son las formas geométricas más bellas, son, respectivamente, los átomos de los elementos –fuego, aire, agua y tierra–. Pero los elementos constituyentes del mundo material no son propiamente estos poliedros, sino sus componentes geométricos, formados por dos clases de triángulos rectángulos –los triángulos más bellos–; uno es medio cuadrado, es decir, isósceles, que compone el cuadrado cara del cubo y otro es el triángulo equilátero, que compone las caras de los otros tres poliedros. En cuanto al dodecaedro, cuyas caras no se pueden componer con los triángulos más bellos, Platón sugiere que es la forma general del universo.

También, y ya en La República, aprecia claramente su importancia en las cosas de la guerra que ejecutan los ejércitos, tanto en las batallas mismas como en las marchas, las maniobras que realizan, en lo que se refiere a los campamentos, tomas de posiciones, concentraciones y despliegues de tropas y a todas las demás maniobras, manifestando que la forma de proceder de un geómetra será totalmente diferente a la de otra persona que no lo sea. Pero su importancia, no estriba sólo en este aspecto utilitario, su valor radicará: “No sólo en lo relativo a las guerras”… Al igual que la Aritmética, “da al espíritu facilidad para aprender las otras ciencias”.

Pero sobre todo, porque aunque parece que los que practican esta ciencia hablan de ella, como si siempre estuvieran obrando y todas sus explicaciones las hicieran con miras a la práctica, empleando términos como “cuadrar”, “aplicar” y “adicionar”; sin embargo, esta disciplina es, de las que se cultivan con miras al conocimiento de lo que siempre existe, pero no de lo que en algún momento nace o muere. Por eso, atraerá el alma hacia la verdad y formará mentes filosóficas y como obliga al alma a contemplar la esencia, ayuda a que se contemple más fácilmente la idea del Bien.

En efecto, los juicios geométricos son eternos y apriorísticos, y corresponden a una realidad intemporal e inmutable, que es la auténtica realidad, más real que la engañosa, imperfecta e incompleta realidad sensible. De acuerdo con su idealismo geométrico, Platón subraya que los razonamientos que hacemos en Geometría no se refieren a las figuras concretas que dibujamos sino a las ideas absolutas que ellas representan:

“[Los matemáticos] se sirven de figuras visibles que dan pie para sus razonamientos, pero en realidad no piensan en ellas, sino en aquellas cosas a las que se parecen. Y así, por ejemplo, cuando tratan del cuadrado en sí y de su diagonal, no tienen en el pensamiento el que dibujan y otras cosas por el estilo. Las mismas cosas que modelan y dibujan, cuyas imágenes nos las ofrecen las sombras y los reflejos del agua son empleadas por ellos con ese carácter de imágenes, pues bien saben que la realidad de esas cosas no podrá ser percibida sino con el pensamiento”.

Por lo tanto, también la Geometría será de las que muevan al alma a contemplar la esencia de las cosas.

Pero cómo ya vimos antes con la Aritmética, Platón señala una y otra vez que la Geometría no debe tener otra finalidad que el conocimiento en sí mismo, que debe ser independiente de todo pragmatismo, y de la utilidad inmediata, y debe estar liberada intelectualmente de todo instrumento material –que son elementos corruptores y degradantes–, como señala Plutarco en sus Vidas Paralelas (Vida de Marcelo), cuando nos habla de la indignación de Platón ante el uso de artificios mecánicos en la Geometría:

“Platón se indispuso e indignó con ellos [contra Arquitas de Tarento y Eudoxo de Cnido], porque degradaban y echaban a perder lo más excelente de la Geometría con trasladarla de lo incorpóreo e intelectual a lo sensible y emplearla en los cuerpos que son objeto de oficios toscos y manuales”.

De esta visión platónica idealista podría derivar la distinción entre “Aritmética y Geometría” como factores espirituales de elevación hacia la Filosofía y “Logística y Geodesia” como instrumentos materiales y utilitarios de los artesanos y técnicos.

ESTEREOMETRÍA

La estereometría, se ocupa, del tercer desarrollo o generación: la del sólido a partir del movimiento de la superficie, es decir, de los sólidos en sí mismos.

Aunque la incluye en tercer lugar y por tanto está convencido de que su estudio es de los que conducen a la verdad, parece que Platón, tenía una idea un poco pesimista de la investigación que se estaba haciendo sobre estos conocimientos, y lo achacaba a dos causas: “La primera, porque ningún Estado hace aprecio de sus descubrimientos” y “la segunda porque los que se dedican a ella tendrían necesidad de un guía, sin el cual sus indagaciones serán inútiles”.

Lo de encontrar un buen guía, lo ve difícil y si se encontrara, no sería seguido porque los que se dedican a estas cosas son demasiado presuntuosos para obedecer a otros. La solución estaría en que el Estado se preocupara y animara a realizar estos trabajos, así dice él, “no se tardaría en descubrir la verdad”, además, los que se dediquen a ello “solo por la fuerza del encanto que producen, triunfarán de todos los obstáculos y harán cada día nuevos progresos”. En esta última afirmación, nos ofrece otro argumento distinto a los presentados hasta ahora a favor del estudio de las Matemáticas, sugerente y motivador, una excelente motivación para todos aquellos que se vayan a dedicar al estudio de estas ciencias, ya que aunque a la Aritmética la calificó de “penosa de aprender y de practicar”, ahora afirma, ( y vuelvo a repetir el párrafo porque me parece que merece la pena destacarlo), que: “solo por la fuerza del encanto que producen, triunfarán de todos los obstáculos y harán cada día nuevos progresos”.

ASTRONOMÍA, EL MOVIMIENTO EN PROFUNDIDAD.

En su exposición de las ciencias que deben ser objeto de estudio y siguiendo un razonamiento totalmente lógico, después del estudio de los sólidos, vendrá el de los sólidos en movimiento, es decir, la Astrología.

Fiel a sus convicciones, empieza reconociendo que la Astronomía nos puede enseñar cosas útiles, como el poder reconocer los tiempos del mes o del año que son más útiles para la labranza y el pilotaje, o su utilidad para el arte estratégico. Pero, su importancia, como ha venido repitiendo incansablemente, no radica en su “utilidad”, aunque resulte difícil de creer, radica en el hecho de que “por estas enseñanzas es purificado y reavivado, el órgano del alma de cada uno que, por ser el único con que es contemplada la verdad, resulta más digno de ser conservado que diez mil ojos”.

Para conseguir esto, habrá que estudiarla de una manera distinta, a la que se hace habitualmente.

Para que una ciencia haga al alma mirar a lo alto, tiene que tener por objeto lo que es y no lo que se ve…si alguno intenta conocer algo sensible, niego que llegue a conocer nada, porque nada de lo sensible es objeto de la ciencia y sostengo que su alma no mira a lo alto, sino hacia abajo, aunque esté nadando sobre la tierra o sobre el mar”. Por consiguiente, aunque sea muy bello la contemplación de los astros, no dejan de ser objetos sensibles, luego habrá que servirse de ellos como de los problemas en la Geometría y lo que hay que estudiar es su belleza verdadera, sus movimientos, la velocidad, el paso del día a la noche, de los días a los meses, de éstos a los años, las relaciones entre los astros…, en definitiva, las cosas que escapan a la vista y hay que comprenderlas con la razón y el pensamiento. Sólo así podemos servirnos de los astros, para sacar algún provecho de la parte inteligente de nuestra alma. Y sólo así, la Astronomía obligará al alma a mirar hacia arriba y la llevará de las cosas de aquí a las de allá.

Es tal el convencimiento que tiene de la importancia del método, para la buena formación de sus ciudadanos, que concluye: “si para algo servimos en calidad de legisladores, deberíamos prescribir el mismo método respecto a las demás ciencias”.

ARMONÍA MUSICAL

Después del estudio de los sólidos en movimiento, constata, que son muchas las formas en que el movimiento se presenta, los oídos han sido hechos para los movimientos armónicos, al igual que los ojos han sido hechos para los movimientos astronómicos, por eso, según dicen los pitagóricos, la astronomía y la música, son hermanas, razón por la cual detrás de la Astronomía y como última ciencia, propone la Armonía musical.

Al igual que sucedía con los astrónomos, el trabajo de los músicos, será inútil, si se limita a “la medida de los tonos y de los acordes sensibles”, si prefieren el juicio de los oídos a la inteligencia, si buscan números en los acordes percibidos por el oído; pero no se remontan a los problemas ni investigan qué números son armónicos y cuáles no y por qué lo son los unos y no los otros. En este sentido resultará un estudio útil para la investigación de lo bello y lo bueno, aunque inútil para quien lo practique con otras miras.

Una vez enumeradas las cinco ciencias matemáticas necesarias para elevar al alma “desde lo que nace, hasta lo que es”, puntualiza:

Si el estudio de todas estas cosas de las que acabamos de hablar tuviese por efecto hacer conocer las relaciones íntimas y generales, existentes entre unas y otras y a colegir el aspecto en que son mutuamente afines, este estudio sería entonces un gran auxiliar para el fin que nos hemos propuesto, pues en otro caso no merecería la pena consagrarse a él”.

Es decir, es importante el estudio de cada una de ellas por separado, pero más importante aún es el no convertir estos conocimientos en compartimentos estancos, sino establecer conexiones, relacionarlas, buscar igualdades y diferencias, tener un pensamiento maduro en definitiva

Y termina:”Todas estas cosas no son más que una especie de preludio del canto que hay que aprender”…”el canto mismo de la dialéctica…que se eleva gradualmente del espectáculo de los animales al de los astros y, en fin, a la contemplación del mismo sol. Y así el que se dedica a la dialéctica, renunciando en absoluto al uso de los sentidos, se eleva, sólo mediante la razón, hasta lo que es cada cosa en sí, y si continúa sus indagaciones hasta que haya percibido mediante el pensamiento el bien en sí, ha llegado al término de los conocimientos inteligibles, así como el que ve el sol ha llegado al término del conocimiento de las cosas visibles”. Este conocimiento está reservado evidentemente a los filósofos, de los que saldrán los futuros gobernantes.

CONCLUSIÓN:

Platón tiene en muy alta consideración las Matemáticas, por ellas mismas, de tal forma que en su Academia «está prohibida la entrada a toda persona que no sepa Geometría», pero esta importancia, no estriba en su aspecto utilitario, sino que está convencido de su influencia en la formación de un pensamiento lógico, que da al espíritu facilidad para aprender las otras ciencias, pero sobre todo porque son el fundamento de la Filosofía y de todo el saber, pues su misión, es elevar el alma de las cosas sensibles a la verdad ideal inteligible, cognoscible por vía exclusivamente racional. Es en el acto del filósofo de trascender el mundo físico donde las Ciencias Matemáticas juegan un papel esencial, ya que permiten realizar una intermediación en el tránsito de lo sensible a lo racional. Por eso, atraerá el alma hacia la verdad y formará mentes filosóficas y como obliga al alma a contemplar la esencia, ayuda a que se contemple más fácilmente la idea del Bien.

Esta visión de las Matemáticas que Platón plantea, ha tenido una gran influencia en su posterior evolución y su concepción ontológica ha tenido un singular atractivo sobre los matemáticos de todas las épocas.

Para Bertrand Russell “pocos filósofos, han alcanzado la amplitud y profundidad del pensamiento de Platón; ninguno le ha superado; y cualquiera que aborde la investigación filosófica o matemática hará mal en ignorarle”.

Pero Platón no se limita solo a argumentar su importancia, se detiene también en consideraciones pedagógicas, que podríamos encontrar en cualquier manual actual de Pedagogía, como pueden ser:

. La elección del método: Es muy insistente, en la idea de que la importancia de cualquier rama de las Matemáticas, radica en que elevan el alma al conocimiento de la verdad, y para conseguir esto, hay que cuidar el método, la manera de abordarlas, no quedándose en lo sensible, ni buscando solamente una utilidad. Es tan importante el método para él, que piensa que los legisladores deberían prescribir el mismo método a las demás ciencias.

. Enseñar sin coacción ni violencia:” Desde la edad más tierna es preciso destinar nuestros discípulos al estudio de los números, de la geometría y demás ciencias que sirven de preparación a la Dialéctica, pero es necesario desterrar de la enseñanza todo lo que sean trabas y coacciones…porque un espíritu libre no debe aprender nada como esclavo… y las lecciones que se hacen entrar por fuerza en el alma no tienen en ella ninguna fijeza”.

. Enseñar partiendo de las características de cada uno: “No emplees la violencia con los niños cuando les des las lecciones; haz de manera que se instruyan jugando, y así te pondrás mejor en situación de conocer las disposiciones de cada uno”

. Motivando: “Solo por la fuerza del encanto que producen, triunfarán de los obstáculos y harán cada día nuevos progresos”.

De hecho, Rousseau, en su tratado sobre la Educación, Emilio, pondera el inconmensurable valor de la República de Platón, no como una obra de política sino como el más excelente tratado de Educación que jamás se haya escrito.

En este aspecto la herencia de Platón también es trascendental y se puede apreciar su influencia, en los programas educativos de las universidades medievales y en la tradición pedagógica occidental, sobre todo en lo referente a la Aritmética y la Geometría, hasta hace pocas décadas.

INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS RELIGIOSAS ASIDONENSE

UNIVERSIDAD PONTIFICIA DE SALAMANCA

Trabajo Presentado en la Asignatura: Cristianismo y Cultura Profesor: D. Emiliano Fernández Rueda

Mª del Carmen Andrades González

Jerez, 11 de Mayo de 2015


 

 

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Nacimiento de la Inquisición en España

Capítulo II. Siglo XIII. Albigenses, cátaros.—Valdenses, pobres de León, «insabattatos».

I. Preliminares.—II. Constitución de D. Pedro el Católico contra los valdenses. Durán de Huesca.—III. Don Pedro II y los albigenses de Provenza. Batalla de Muret.—IV. Los albigenses y valdenses en tiempo de D. Jaime el Conquistador. Constituciones de Tarragona. Concilio de la misma ciudad. La Inquisición en Cataluña. Procesos de herejía en la diócesis de Urgel.—V. Los albigenses en tierra de León.

I. Preliminares.

Ante todo conviene separar y distinguir estas herejías. Los albigenses, cátaros o patarinos eran una rama del maniqueísmo, al paso que los valdenses, insabattatos y pobres de León constituyeron una secta laica y comunista, que tendía a la revolución social tanto o más que a la religiosa. Pero los hechos de ambas sectas andan tan mezclados y son tan leves las huellas que una y otra dejaron de su paso por nuestro suelo, que no hay inconveniente en estudiarlas en un mismo capítulo. De sus orígenes diré poco, porque son hartas las obras donde puede instruirse el lector sobre esta materia.

Dije en el primer libro de esta HISTORIA que el gnosticismo propiamente dicho había muerto cuando la secta de Prisciliano, pero el maniqueísmo continuó viviendo, con más o menos publicidad, en Oriente. Dícese que el emperador Anastasio y la mujer de Justiniano, Teodora, eran favorables a esta secta. En Armenia fueron sus corifeos, en tiempo de Heraclio, un tal Paulo (de aquí el nombre de paulicianos), Constantino y Sergio. Dio tantas alas a los paulicianos la protección del emperador Nicéforo, que llegaron a edificar ciudades y a levantarse en armas cuando la emperatriz Teodora, regente en la menor edad de su hijo Miguel III, quiso someterlos y destruir la herejía. Al cabo se refugiaron entre los musulmanes, y de allí volvieron en tiempo de Basilio el Macedónico (fines del siglo IX) a hacer guerra contra el imperio. Su historia fue escrita por Pedro de Sicilia, y de él la tomó Cedreno743 y 744

Los paulicianos enviaron predicadores de sus dogmas a Tracia y Bulgaria, y desde allí, por ignorados caminos, se comunicó la herejía a las naciones latinas, donde tarda un siglo más en salir a la superficie. Precisamente al cumplirse el apocalíptico plazo, el año 1000, cuando arreciaba la barbarie en la sociedad y crecía la relajación de la disciplina en la Iglesia, y los pueblos, amedrentados, veían acercarse el profetizado fin del mundo, comenzaron a aparecer los maniqueos en Orleáns, Aquitania y Tolosa. Venían de Italia, donde los llamaban cátaros (puros) por su afectada severidad de costumbres. Negaban, como los doketas, la realidad del cuerpo humano en Jesucristo, la transustanciación y el poder del bautismo para perdonar los pecados; pensaban mal del Señor del universo, es decir, del Jehová del Antiguo Testamento, creador y conservador del mundo, y condenaban el matrimonio y el uso de las carnes. Dos canónigos de Orleáns, Heriberto y Lissoio, y una italiana eran los dogmatizadores. El rey Roberto procedió con severidad contra ellos e hizo quemar a algunos.

Relaciones aisladas, pero maravillosamente conformes, nos muestran un foco de herejía en Tolosa, donde hubo de celebrarse concilio en tiempo de Calixto II para condenar a los que rechazaban la Eucaristía, el bautismo de los párvulos, la jerarquía eclesiástica y el matrimonio; anatema reproducido en el concilio de Letrán por Inocencio II. A mediados del siglo XI el emperador Enrique IV castigó a los cátaros de Goslar, ciudad de Suavia. En el siglo XII los había en tierra de Colonia, y acerca de ellos consultó Enervin a San Bernardo. Por entonces, Pedro de Bruys y Enrique habían comenzado su propaganda en el Delfinado y Tolosa, no sin que saliesen a la defensa de la fe amenazada Pedro el Venerable y San Bernardo. Las doctrinas de los petrobusianos se hicieron públicas en el interrogatorio de Lombez (1176). Extendióse la secta a Soissons, según Guido de Noguent; a Agenois, según Radulfo de Ardens. Hacia 1160 aparecieron en Inglaterra los cátaros con el nombre de publicanos.

En Lombardía se dividieron en tres sectas: concorezzos, cátaros y bagnoleses; pero el nombre más usado fue el de patarinos, derivado de pati, según unos; de pater, como quieren otros. En tiempo de Fr. Ranerio Saccone el mal había tomado proporciones imponentes. Divididos los cátaros en electi o perfecti y credentes, tenían en Occidente diecisiete iglesias, descollando entre ellas las de Bulgaria, Drungaria (que parece ser Tragurium o Trau, en Dalmacia), Esclavonia, la Marca (italiana), Tolosa, Cahors y Alby. Ésta y la de Tolosa acabaron por dar nombre a la secta, dicha desde entonces tolosana y albigense745.

Los herejes toscanos, lombardos y de la Marca dependían de un obispo, llamado Marcos, y éste del antipapa búlgaro Nicolás. El cual vino en 1167 a Tolosa y celebró una especie de conciliábulo con Roberto de Spernone, obispo de Francia (episcopus ecclesiae francigenarum); Sicardo Cellarerio, obispo de Alby; Bernardo Catalani, representante de la iglesia de Carcasona, y otros heresiarcas; hizo nuevo arreglo de diócesis y puso paz y concordia entre los suyos, que al parecer andaban desavenidos.

Alcanzó, pues, la secta una organización regular, pero no conocemos con bastante precisión sus doctrinas. Pedro el Venerable reduce a cinco los errores de Pedro de Bruys: negar el bautismo de los párvulos, la eficacia de la Eucaristía, ser iconoclastas y enemigos de la Cruz, condenar los sufragios por los difuntos. San Bernardo añade que rechazaban la comida de carnes y el matrimonio: indicio grave de maniqueísmo. Alano de l’Isle les atribuye formalmente la creencia en dos principios: el doketismo y el desprecio a la ley de Moisés. Según Ermengardo, los herejes de Provenza sostenían que el demonio, y no Dios, ha criado el mundo y todas las cosas visibles. Mis lectores saben ya de dónde procedían estas opiniones. Ha de advertirse que los albigenses, como los antiguos gnósticos, reconocían grados en la iniciación, y esoterismo y exoterismo, y eran secta misteriosa y que ocultaba mucho sus dogmas, sobre todo en cuanto al origen del mal. Por eso los interrogatorios que hoy tenemos de albigenses y patarinos franceses e italianos, gente por lo común humilde e ignorante, varían hasta lo infinito y no penetran en la médula de la herejía, sino en las consecuencias y accesorios. Se les acusó de infandas liviandades, lo mismo que a los priscilianistas y a toda secta secreta.

Al desarrollo de la herejía albigense en Provenza concurrieron el universal desorden de costumbres, harto manifiesto en las audacias de la poesía de los trovadores; la ligereza y menosprecio con que allí se trataban las cosas más santas; las tribulaciones de la Iglesia y desórdenes del clero, abultados por el odio de los sectarios, y, finalmente, la rivalidad eterna entre la Francia del Norte, semigermánica, y la del Mediodía. Entre los que tomaron las armas para resistir a la cruzada de Simón de Montfort no eran muchos los verdaderos albigenses: a unos les movía el instinto de nacionalidad, otros lidiaban por intereses y venganzas particulares, los más por odio a Francia, que era el brazo de Roma en aquella guerra. Generalmente eran malos católicos, pero les interesaba poco el oscuro maniqueísmo enseñado en Tolosa y en Alby. Los occidentales suelen hacer poco caso de la parte dogmática de las herejías y prefieren hacer hincapié en lo negativo y en las consecuencias prácticas, mucho más si se enlazan con intereses del momento. Por eso prosperó la Reforma luterana.

Buena prueba del espíritu dominante entre los provenzales nos ofrece la conducta de los trovadores durante la cruzada antialbigense. Casi todos se pusieron de parte de los herejes y del conde de Tolosa; pero ni aun en sus invectivas más feroces y apasionadas se trasluce entusiasmo por la nueva doctrina. Guillem Figuera, en su célebre Sirventesio, lanza mil enconadas maldiciones contra Roma, engañadora, codiciosa, falsa, malvada, loba rabiosa, sierpe coronada; le atribuye todos los desastres de las cruzadas, la pérdida de Damieta, la muerte de Luis VIII, etc.; pero su ardor rabioso nada tiene de ardor de neófito. Si el poeta era maniqueo, bien lo disimula.

Resumamos: la herejía fue lo de menos en la guerra de Provenza. Dominaba allí un indiferentismo de mala ley, mezclado con cierta animosidad contra los vicios, reales o supuestos, de la clerecía. Había, además, poderosa tendencia a constituir una nacionalidad meridional, que quizá hubiera sido provenzal-catalana, tendencia resistida siempre por los francos. Bastaba una chispa para producir el incendio, y la chispa fueron los cátaros.

A su lado crecían los valdenses, mucho más modernos. Es tenido por padre y dogmatizador de la secta Pedro Valdo, mercader de León, que hacia 1160 comenzó a predicar la pobreza, convirtiendo en precepto el consejo evangélico, y reunió muchos discípulos, que se señalaron por raras austeridades, comenzando por despojarse de sus bienes. Llamóseles Pobres de León, y también Insabattatos, de la palabra latina bárbara sabatum, origen de la francesa sabot y la castellana zapato, porque llevaban zapatos cortados por arriba, en signo de pobreza. Vivían de limosnas y gustaban de censurar la riqueza y vicios de los eclesiásticos. Su primer error fue el laicismo. Arrogáronse todos, inclusas las mujeres, el derecho de predicar y aun de administrar los sacramentos; y el papa Lucio III se vio obligado a condenarlos por los años de 1181. El arzobispo de Narbona, Bernardo, los llamó a una conferencia pública, y, oídos, los declaró herejes. Además del celo amargo y sin misión que les hacía clamar por reforma, rechazaban la oración por los difuntos y huían de los templos, prefiriendo orar en sus casas; negaban obediencia a sus legítimos pastores y tenían por ilícitos, al modo de los cuáqueros, el juramento y la pena de muerte. Según ellos, un sacerdote indigno no podía consagrar, ni atar ni desatar, mientras que cualquier lego podía hacerlo, siempre que se sometiese a las penitencias y austeridades de la secta. Tan ciegos estaban, que en 1212 solicitaron de Inocencio III la aprobación de lo que llamaban su orden. Tres años después, en el concilio de Letrán, el mismo Pontífice los condenó, así como a los demás predicantes sin misión.

Negaban los valdenses todo linaje de propiedad. Entre ellos no había mío ni tuyo. El comunismo y el laicismo eran las bases de la secta. Decían las palabras de la consagración en lengua vulgar y comulgaban en mesa común, queriendo remedar sacrílegamente los antiguos ágapes. Aunque fanáticos extraviados, eran hombres de buena vida y de nimia austeridad, diferenciándose en esto de los albigenses. Si a alguna secta moderna se asemejan los valdenses es al cuaquerismo. No tenían vocación de mártires ni tomaron las armas nunca, como los cátaros. Asistían a las reuniones de los católicos y recibían los sacramentos, aunque sin confesar que eran valdenses.

Nunca logró esta secta tanta popularidad y arraigo como la de los maniqueos. Después del siglo XIV quedó confinada en algunos valles subalpinos, en la Saboya y en el Delfinado. Sus barbas o sacerdotes eran pastores y hombres sin letras. Los misioneros católicos, entre ellos nuestro San Vicente Ferrer, hicieron inauditos esfuerzos por desarraigarla. Llegaron así los tiempos de la Reforma, y, como oyeran aquellos montañeses algo de lo que en Suiza y en Alemania pasaba, enviaron mensajeros a Bucero y Ecolampadio para tratar de la unión de su iglesia con las reformadas. Como había bastante diferencia entre los errores de la una y de las otras, no se llegó por entonces a ningún acuerdo; pero más adelante Farel y otros ministros ginebrinos evangelizaron a los pobres valdenses, que en 1541 dieron una confesión de fe en sentido calvinista. Y así han continuado hasta nuestros días, convertidos en protestantes, aunque conservan el nombre antiguo. Su historia es muy curiosa y llena de peripecias. Conservan libros y manuscritos de antigüedad disputable, que han dado motivo a curiosas indagaciones filológicas746.

Para atajar los pasos de albigenses y valdenses surgieron en el glorioso siglo XIII dos grandes instituciones: los frailes mendicantes y la Inquisición. El estandarte comunista, levantado por los Pobres de León, indicaba un malestar social, casi un conflicto. Y el conflicto fue resuelto por los franciscanos, que inculcaron la caridad y la pobreza evangélica, no el odio a los ricos, ni el precepto de la pobreza, de que hacían ostentosa gala los insabattatos. Con el amor, y no con el odio, podía atenuarse la desigualdad social.

Para contener a los dogmatizadores de la plaza pública y a los de la escuela necesitaba la Iglesia, a la vez que monjes solitarios y contemplativos, hombres de acción y de pelea, que llevasen de frente la ciencia de aquella edad y estuviesen unidos por rigurosa disciplina. Y entonces nació la Orden de Predicadores, que es gloria de España por su fundador Santo Domingo.

El mismo Santo Domingo había predicado con admirable fruto en el Languedoc y Provenza. Aquél fue el primer campo de batalla para la religión que él fundó. Y como los dominicos, por especialidad de su instituto, debían predicar contra las heréticas doctrinas y enterarse de ellas y calificarlas, de aquí que muy a los principios aparezcan enlazados con la historia de la Inquisición.

Ni traía ésta tampoco novedad alguna. Al hablar de los priscilianistas, noté el doble carácter del delito de herejía, tal como le entendemos los católicos y le entendió la Edad Media, y la doble punición a que, por tanto, estaba sujeto. El derecho romano lo reconoció ya, imponiendo grandísimas penas corporales a los herejes, como es de ver en leyes de Valentiniano, Graciano, Teodosio, Valentiniano II, Honorio, Valentiniano III, etcétera. La pena de muerte aplicóla por vez primera Clemente Máximo a Prisciliano y sus secuaces.

Los príncipes de la Edad Media tuvieron por cosa natural y legítima el castigar con hierro y fuego a los vanos doctores. Recuérdense las crudísimas leyes que contra los mismos cátaros y patarinos fulminaron los emperadores Otón III y, ¿quién lo diría?, Federico II, sin que se quedasen en zaga las ciudades libres de Italia.

Admitido en la potestad secular el derecho de exterminar a un maniqueo o a un valdense, por el mismo instinto de conservación que ordena castigar a un facineroso, era necesario distinguir al hereje de los fieles, y esto sólo podían hacerlo los teólogos, o de lo contrario la ignorancia, el falso celo y las venganzas particulares usurparían el lugar de la justicia. Al principio, los obispos, por sí o en delegación, juzgaban las causas de herejía como todas las demás pertenecientes al foro eclesiástico; ellos separaban al hereje de la comunión de los fieles y le entregaban al brazo secular. Pero en tiempo de la guerra de Provenza comenzaron los pontífices a nombrar delegados especiales, que, desde Gregorio IX fueron por la mayor parte dominicos. El concilio de Beziers regularizó los procedimientos, mucho más discretos y equitativos que en ningún otro tribunal de la Edad Media747.

II. Constitución de Don Pedro el Católico contra los valdenses.-Durando de Huesca.

«Como su padre Alfonso, fue D. Pedro II de Aragón el príncipe más encumbrado y poderoso de las tierras en que se hablaba la lengua de Oc; cuñado de los dos condes de Tolosa (Ramón VI y VII), hermano de Alfonso de Provenza, pródigo y mujeriego, pero activo y bizarro, por sus parentescos, por sus cualidades y por sus defectos debió ser el ídolo de las gentes cortesanas del Mediodía de Francia.»

Con tan sobrias frases describe el doctor Milá y Fontanals, en su excelente libro de Los trovadores en España, el carácter y costumbres de D. Pedro, llamado el Católico por haber puesto a su reino bajo el patronato de la Santa Sede. Don Pedro fue el héroe entre los héroes de las Navas, y tanto pesa la gloria por él adquirida en aquel día de júbilo para la cristiandad, que basta a borrar de la memoria la muerte harto menos gloriosa que recibió en Muret, lidiando, no por la herejía, sino en defensa de herejes, siquiera fuesen sus deudos.

Tan lejano estaba de la herejía D. Pedro, que en 1197 había fulminado severísimas penas contra los valdenses, insabattatos y pobres de León, quienes, venidos, sin duda, del Languedoc y Provenza, comenzaban a difundir sus errores en tierra de Cataluña. Dirige el rey sus letras a «todos los arzobispos, obispos, prelados, rectores, condes, vizcondes, vegueres, merinos, bailes, hombres de armas, burgueses, etc., de su reino, para anunciarles que, fiel al ejemplo de los reyes sus antepasados y obediente a los cánones de la Iglesia, que se aran al hereje del gremio de la Iglesia y consorcio de los fieles, manda salir de su reino a todos los valdenses, vulgarmente llamados sabattatos y pobres de León, y a todos los demás de cualquiera secta o nombre, como enemigos de la cruz de Cristo, violadores de la fe católica y públicos enemigos del rey y del reino. Intima a los vegueres, merinos y demás justicias que expulsen a los herejes antes del domingo de Pasión. Si alguno fuere hallado después de este término, será quemado vivo, y de su hacienda se harán tres partes: una para el denunciador, dos para el fisco. Los castellanos y señores de lugares arrojarán de igual modo a los herejes que haya en sus tierras, concediéndoles tres días para salir, pero sin ningún subsidio. Y si no quisieren obedecer, los hombres de las villas, iglesias, etc., dirigidos por los vegueres, bailes y merinos, podrán entrar en persecución del reo en los castillos y tierras de los señores, sin obligación de pechar el daño que hicieren al castellano o a los demás fautores de los dichos nefandos herejes. Todo el que se negare a perseguirlos incurrirá en la indignación del rey, y pagará 20 monedas de oro. Si alguno, desde la fecha de la publicación de este edicto, fuere osado de recibir en su casa a los valdenses, insabattatos, etc., u oír sus funestas predicaciones, o darle alimento o algún otro beneficio, o defenderlos o presentarles asenso en algo, caiga sobre él la ira de Dios Omnipotente y la del señor rey y sin apelación sea condenado como reo de lesa majestad y confiscados sus bienes.» Esta constitución748 debía ser leída en todas las iglesias parroquiales del reino cada domingo y observada inviolablemente por todos. Don Pedro añade estas palabras, realmente salvajes: «Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje y le mata o mutila o despoja de sus bienes o le causa cualquier otro daño, no por eso ha de tener ningún castigo: antes bien, merecerá nuestra gracia.»

Van Halen: Batalla de las Navas de Tolosa

Van Halen: Batalla de las Navas de Tolosa

Los vicarios, bayulos y merinos negligentes serían castigados con confiscación de bienes y penas corporales. Los que en el término de ocho días, después de comunicado este edicto, no jurasen sobre los Evangelios cumplirle fielmente, pagarían 200 monedas de oro.

¿Quién no dirá que la Inquisición era un evidente progreso al lado de semejante legislación, entonces común en Europa, que dejaba al arbitrio particular la vida del hereje y declaraba impune al asesino?

Fue dada esta constitución en Gerona, en presencia de Raimundo, arzobispo tarraconense; Jofré o Gofredo, obispo de Gerona; Raimundo de Barcelona; Guillermo de Vich, y Guillermo de Elna, por mano de Juan Beaxnense, notario del rey; siendo testigos Pons Hugo, conde de Ampurias; Guillén de Cardona, Jofré de Rocabertí, Raimundo de Villa Mulorum, Ramón Garcerán, Bernardo de Portella, Jimén de Luziá, Miguel de Luziá, Guillem de Cerverá, Pedro de Torricella, Arnaldo de Salis, Pedro Sacristá de Vich, Berenguer de Palaciolo, Sacristá de Barcelona y Guillén Dufortis.

Merced, sin duda, a estas severas prohibiciones, secundadas por el espíritu católico del país, apenas hubo en el reino de Aragón valdenses. Como caso rarísimo y aislado tenemos el de Durando de Huesca.

Refiere Guillermo de Puy-Laurens en su Crónica749 que los valdenses de Provenza tuvieron una conferencia teológica con los católicos, siendo árbitro elegido por las dos partes el maestro Arnaldo de Camprano, clérigo secular, el cual sentenció contra los valdenses, siendo causa de que muchos se redujesen al gremio de la fe e hiciesen penitencia, fundando cierta manera de instituto religioso en Cataluña. El principal de ellos fue Durando de Huesca, autor de algunos escritos contra los herejes: In quibus Durandus de Osca fuit prior et composuit contra haereticos quaedam scripta.

Tenemos dos cartas de Inocencio III sobre este asunto750: una dirigida a los conversos, y otra al arzobispo de Tarragona y a sus sufragáneos. Infiérese de ellas que Durando de Huesca, D. de Najaco, Guillermo de San Antonino y otros pobres católicos (et alii pauperes catholici) habían acudido al papa y deseaban hacer penitencia de sus excesos, restituyendo lo mal adquirido, observando castidad, absteniéndose de la mentira y del juramento ilícito, no teniendo nada propio, sino todo en común, etc. Su hábito serían túnicas blancas o grises; no dormirían en cama, si a ello no les obligase grave enfermedad; ayunarían desde la fiesta de Todos los Santos hasta la Navidad; se abstendrían de pescado todas las sextas ferias, excepto si caía en ellas alguna vigilia; no comerían carnes en la segunda y cuarta feria, ni en el sábado ni en cuaresma, exceptuando los domingos; ayunarían los ocho días antes de Pentecostés y observarían los demás ayunos y abstinencias prescritas por la santa Iglesia romana. Todos los domingos oirían la sagrada palabra y harían oración siete veces por día, repitiendo quince veces el Padre nuestro, el Credo y el Miserere. Su principal instituto había de ser el servicio de los pobres, edificando en heredad propia un hospital (xenedochium) para ambos sexos. Allí habían de ser recogidos los pobres, curados los enfermos, lactados los niños expósitos, auxiliadas las parturientas, etc. Habría paños para cincuenta camas. Al lado del hospital levantaríase, bajo la advocación de Nuestra Señora, una iglesia, que, en muestra de sujeción a la Sede apostólica, pagaría un bisante (¿bezante?) anual.

Inocencio III gustó de la fundación, pero tuvo algunos recelos acerca de la sinceridad de Durando de Huesca, y encargó al arzobispo una prudente cautela hasta ver si aquello procedía de fonte catholicae puritatis. Sobre todo, debía vigilarse que las exhortaciones dominicales fuesen ortodoxas y que no naciese alguna sospecha del trato de hombres y mujeres.

Fueron dadas estas epístolas el año 1212, decimoquinto del pontificado de Inocencio III. Es de creer que Durando de Huesca y los suyos continuasen en su arrepentimiento y buena vida. Guillem de Puy-Laurens sólo dice que in quadam parte Cathaloniae annis pluribus sic vixerunt, sed paulatim postea defecerunt. La voz defecerunt es muy ambigua; ¿querrá decir que volvieron a la herejía, o más bien que fue faltando la Orden por muerte de los fundadores? Más probable es lo segundo.

III. Don Pedro II y los albigenses de Provenza.-Batalla de Muret.

La herejía de los cátaros, favorecida por las circunstancias que en su lugar expusimos, hacía estragos en Provenza. Las iglesias eran saqueadas, ultrajados los sacerdotes, y no bastaban las armas espirituales para contener a los barones del Languedoc. En vano los inquisidores Reniero y Guido y el legado Pedro de Castelnau excomulgaban a los sectarios e imploraban el auxilio del brazo secular. A tales exhortaciones respondía el conde de Tolosa, Raimundo, lanzando sus hordas de ruteros contra las iglesias y monasterios, y se negaba a ayudar a los inquisidores en la persecución de la herejía. El legado le excomulgó, y un vasallo de Raimundo mató al legado. Simón de Montfort y Fulco, después obispo de Tolosa, acusaron del asesinato a Raimundo, e Inocencio III tornó a excomulgarle, levantó a sus súbditos el juramento de fidelidad y mandó predicar la cruzada contra los albigenses. Cincuenta mil guerreros tomaron la cruz; la Francia del Norte, enemiga inveterada de los meridionales, vio llegada la hora de vengar sus ofensas y redondear su territorio. Raimundo, juzgando imposible la resistencia, imploró perdón del legado, se sometió a penitencia, en camisa y con una cuerda al cuello, y fue absuelto, con obligación de unirse a los cruzados. Prosiguieron éstos su camino, haciendo en Beziers horrorosa matanza y sangrientas ejecuciones en Carcasona. Por los albigenses lidiaba el conde de Foix, mientras que Raimundo de Tolosa acudía a Roma en demanda de justicia; y, pareciéndole duras las condiciones impuestas a su penitencia, se lanzaba en rebelión abierta con el apoyo de sus deudos, y era de nuevo excomulgado y desposeído de sus estados por sentencia pontificia. Simón de Montfort, que se había propuesto heredarle, mostró a las claras sus ambiciosas miras, disimuladas antes con capa de piedad, y, aterrados los señores de Provenza, se pusieron del lado de Raimundo en aquella contienda, ya más política que religiosa. Inútilmente se opuso Inocencio III a los atropellos de Montfort, y le exhortó a restituir lo mal adquirido, puesto que la condenación de Raimundo no implicaba la de sus herederos. La guerra continuó con desusada y feroz crudeza, y Simón tuvo que levantar el cerco de Tolosa751.

Pedro II de Aragón

Pedro II de Aragón

Don Pedro de Aragón, que hubiera quemado vivo a cualquier albigense o valdense que osara presentarse en sus estados, no era sospechoso, por cierto, en cuanto a la fe; pero, emparentado con los condes de Tolosa y de Foix, viendo invadidos por las gentes cruzadas territorios suyos y de sus cuñados, juzgó oportuno interponerse en la contienda, aunque al principio con carácter de mediador. Suplicó al papa en favor de Raimundo, y el papa oyó benignamente sus ruegos. En el concilio de Lavaur (1213) presentóse el rey de Aragón a defender de palabra a sus vasallos y amigos provenzales; pero, viendo la obstinación de Montfort en no devolver sus tierras al de Tolosa, creyó llegado el trance de las armas, al cual le incitaban en belicosos serventesios los trovadores occitanos:

Al franc rey Aragonés
canta’l noel sirventés;
e di’l trop fai gran sufrensa,
si q’om o ten a falhensa.
Quar sai dizon que Francés
han sa terre en tenensa.
…………………………………
Elms et ausbercs me plairia,
et astas ab bels penós,
vissem huei mais pels cambós,
e senhals de mauta guia;
e qu’ens visson and un dia
essems li Francés e nos,
per vezer quals miels poiria
aver de cavallairia:
e quar es nostra razós
cre qu’el dans ab els n’iria
752.

¡Cuánto se engañaba el anónimo trovador! Poco valieron con D. Pedro las amonestaciones del Pontífice, ni las de Santo Domingo, ni el descontento de sus vasallos. Pero entiéndase bien: sólo por motivos de parentesco y de amistad ayudaba nuestro príncipe al de Tolosa. Bien claro lo dice el poema de Guillermo de Tudela en boca del mismo D. Pedro:

E car es mos cunhatz c’a mar soror espozea
e ieu ai a so filh l’autra soy maridea
irai lor ajudar d’esta gent malaurea
qu’el vol dezeretar
753.

Y todavía más claro cuando narra la infructuosa mediación del rey en Carcasona: «Vizconde, dijo el rey, pésame mucho de vos, porque os habéis puesto en tal trabajo por una loca gente y por su vana creencia. Ahora busquemos algún acuerdo con los barones de Francia.»

Vescomte, ditz lo reis, de vos ai gran pezansa
car est en tal trebal ni en aital balansa
per unas folas gens e per lor fola erransa…
Aras non sai ieu als mas cant de l’acordansa
si o podem trobar ab los barons de Fransa.

Desoídos sus ruegos, se volvió a Aragón corrosós e iratz, armó poderoso ejército de catalanes y aragoneses,

De cels de Catalonha i amenet la flor,
e de lai d’Aragó trop ric combatedor,

mandó al de Tolosa que se le uniese con los suyos, y juró no dejar cruzado vivo en castillo ni en torre.

Simón de Montfort había fortificado el castillo de Muret. Púsole cerco D. Pedro, y allí se le unieron los tolosanos.

Tot dret ent a Muret qu’el rei d’Aragó i es;
e éison per los pons cavaer é borzés…

Con máquinas de guerra comenzaron a combatir la fortaleza por todos lados; pero D. Pedro se opuso a que entonces la tomasen, diciendo a los cónsules de Tolosa: «Tengo aviso de que Simón de Montfort vendrá con su gente mañana, y cuando estén encerrados en el castillo, asediaremos la villa por todas partes y exterminaremos a los cruzados… Dejémoslos entrar a todos»:

Qu’en ai agudas letras e sagels sagelatz
qu’en Simós de Montfort vindrá demá armatz,
e can será lainz vengutz ni encerraos…
E asetïarem la vila per totz latz,
e prendem: los Francés e traitz los crozatz,
que jamais lor dampnatges no sia restauratz…
Per que valdrá be mais siam tuit acordatz
qu’els laissem totz intrar…

Retirada de Muret la hueste comunal de Tolosa y retraídos los barones en sus tiendas, esperaron la llegada de Simón de Montfort. «Y cuando hubieron comido (prosigue el cronista poeta), vieron al conde de Montfort venir con su enseña y muchas de otros franceses, todos de a caballo. La ribera resplandecía, como si fuese cristal, al fulgor de los yelmos y de las corazas. Entraron en Muret por medio del mercado, y fuéronse a sus alojamientos, donde encontraron pan, vino y carne. A la mañana, el rey de Aragón y todos sus caudillos tuvieron consejo en un prado. Allí estaban el conde de Tolosa, el de Foix, el de Cumenge, de corazón bueno y leal; el senescal D. Hugo y los burgueses de Tolosa. El rey habló el primero, porque sabía hablar gentilmente: «Señores: Simón ha venido, y no se nos puede escapar; sabed que la batalla será antes de la tarde; estad prontos para acaudillar y herir y dar grandes golpes». El conde de Tolosa le replicó: «Señor rey de Aragón: si me queréis escuchar os diré mi parecer… hagamos levantar barreras en torno de las tiendas, para que ningún hombre a caballo pueda pasar, y si vienen los franceses, recibirémosles a ballestazos, y fácilmente los podremos desbaratar». Opúsose a tal parecer Miguel de Luziá, tachando de cobardía a los condes: «Señores, dijo el de Tolosa, sea como queráis y veremos antes de anochecer quién es el último en abandonar el campo».

En tanto, Simón de Montfort mandaba por pregones en Muret que saliesen todos de los alojamientos, y ensillasen y encubertasen los caballos. Cuando estuvieron fuera de la puerta de Salas, les habló así: «Barones de Francia: en toda esta noche no se cerraron mis ojos ni pude reposar; no os puedo dar otro consejo sino que vayamos todos por este sendero, derechos a las tiendas, como para dar batalla; y si salen al campo, lidiemos con ellos, y si no los podemos alejar de las tiendas, retirémonos a Autvilar». Dijo el conde Balduino: «Probemos fortuna, que más vale muerte honrada que vil mendigar». Exhortóles luego el obispo Fulco, y, divididos en tres partidas, fuéronse derechos a las tiendas, desplegadas las banderas, tendidos los pendones, lanzando extraño fulgor los escudos, yelmos, espadas y lanzas.»

Los aragoneses se resistieron bizarramente. Don Pedro lidiaba entre los primeros, gritando Eu so’l reis.
«Y fue tan malamente herido, que por medio de la tierra quedó esparcida su sangre, y a la hora cayó tendido y muerto, dice el cronista. Los otros, al verle caer, tuviéronse por vencidos, y comenzaron a huir sin resistencia… Muy grande fue el daño, el duelo y la pérdida cuando el rey de Aragón quedó cadáver ensangrentado y con él muchos barones: duelo grande para la Cristiandad fue el de aquel día.»

E cant ágron manjat, viron per un costal
lo comte de Montfort venir ab so senhal
e motz d’autres francés que tuit son á caval.
La ribeira resplan com si fosso cristalh
dels elmes e dels brans…
le intran á Muret per mei lo mercadal,
e van á las albergas com baron natural,
e an pro atrobat pa e vi e carnal,
e puis á lendemá can viro lo jornal,
lo bos, rei d’Aragó e tuit li seu capdal
éisson á parlement defora en un pradal
e lo coms de Tholosa, e de Foix atretal,
e lo coms de Cumenge ab bon cor e leial,
e mot d’autre baró e ‘N-Ugs lo senescal,
e’ls borzés de Tholosa e tuit lo menestral.
E’l reis parlet primers:
Lo reis parlet primers, car el sap gent parlar:
«Senhor, so lor á dit auiatz qu’o us vult mostrar.
Simós es lai vengutz e no pot escapar;
…………………………………………………………….
E vos autres siats adreit per capdelar,
sapiatz los grans colps e ferir e donar…
E lo coms de Tholosa se pres á razonar:
«Sénher reis d’Aragó si-m voletz escoutar
eu vo’n direi mo sen…
Fassam entorn las tendas las barreiras dressar,
que nulhs om á caval dins nos puesca intrar.
E si veno ilh Francés que-ns vulhan asausar
e nos ab las balestas los farem totz nafrar.
…………………………………………………………….
E poirem los trastotz aissí desbaratar.»
So dit Miguel de Luzia: «les aviso bo no-m par,
…………………………………………………………….
Per vostra volpilha us laichatz deseretar.»
«Senhors, so ditz lo coms, als non puesc acabar:
Er sia co-us vulhatz c’abans del anoitar
veirem be cals s’irá darriers al cap levar.»
Ab tans cridan ad armas e van se tuit armar…
…………………………………………………………….
Mas Simós de Montfort fai per Muret cridar
per trastotz los osdals que fássan enselar
e fássan las cubertas sobre’els cavals gitar.
…………………………………………………………….
E cant fóron de fora pres se á sermonar:
«Senhors baró de Fransa, no-us sei nulh consell dar…
Anc de tota esta noit no fi mas perpessar
ni mei olh no dormíron ni pógron repauzar.
… Anem dreit á las tendas, com per batalha dar,
e si éison deforas que-ns vulhan asaltar,
e si nos de las tendas no’ls podem alunhar
no i á mes que fugam tot dreit ad Autvilar.»
Ditz lo coms Baudois: «Anem o essaiar…
que mais val mort ondrada que vius mendiguejar.»
…………………………………………………………….
Tuit s’en van á las tendas per meias las palutz
senheiras desplegadas e’ls penós destendutz,
dels escutz e dels elmes on es li or batutz
e d’ausbercs e d’espazas tota la pressa’n lutz.
E’l bos reis d’Aragó cant los ag perceubutz
ab petits companhós es vas lor atendutz
…………………………………………………………….
E’ls crida: «Eu so’l reis»…
E fo si malament e nafratz e ferutz
que per mieia la terra es lo sancs espandutz
e l’ora-s cazec mortz aqui totz estendutz.
E l’autre catn o víron teno’s per deceubutz
qui fuig sa qui fuig la us no i es defendutz.
Molt fo grans lo dampnatges e’l dols e’l perdemens
cant lo reis d’Aragó remás mort e sagnens,
e mot d’autres barós don fo grans l’aunimens
a tot crestianisme e á trastotas gens.
754

Fue el rey D. Pedro más caballero que rey; pero buen caballero y digno de más honrada muerte. Lleváronle a enterrar los de la Orden de San Juan al monasterio de Sijena. Con él habían perecido D. Aznar Pardo, D. Pedro Pardo, Miguel de Luziá, D. Miguel de Rada, D. Gómez de Luna, D. Blasco de Alagón y D. Rodrigo de Lizana, sin otros personajes de menos cuenta. El conde de Tolosa y los suyos se salvaron con la fuga.

Entre todas las narraciones del desastre de Muret, he preferido la de Guillermo de Tudela, sea quien fuere, por ser quizá la más antigua, extensa y verídica, y por la viveza y animación con que lo describe todo.

Fecha de esta sangrienta rota, el 16 de septiembre de 1213.

IV. Los albigenses y valdenses en tiempo de D. Jaime el Conquistador.-Constituciones de Tarragona.-Concilio de la misma ciudad.-La Inquisición en Cataluña.- Procesos de herejía en la diócesis de Urgel.

Martínez Cubells: Jaime I de Aragón

Martínez Cubells: Jaime I de Aragón

Cuando murió D. Pedro, su hijo D. Jaime estaba bajo la tutela del mismo Simón de Montfort, matador del rey católico, y, aunque el infante fue entregado a los catalanes merced a los mandatos y exhortaciones de Inocencio III, las turbulencias civiles que agitaron los primeros años de su reinado y, más adelante, las gloriosas empresas contra moros en que anduvo envuelto el Conquistador le retrajeron, con buen acuerdo, de seguir el ejemplo de su padre ni tomar parte demasiado activa en los disturbios del Languedoc. Consintió que en 1218 acompañasen algunos caballeros catalanes a Raimundo y a los condes de Cumenge y Pallars en la defensa de Tolosa; pero él no le apoyó abiertamente. Muerto el conde en 1222, su hijo, llamado también Ramón (séptimo del nombre), prosiguió la guerra contra los franceses, hasta que en 1229 se sometió e hizo pública penitencia en el atrio de Nuestra Señora de París para que le fuese levantada la excomunión. Siguióse una larga lucha de pura ambición entre el de Tolosa y Ramón Berenguer de Provenza, cuyos pormenores son ajenos de este lugar. La Liga de Montpellier (año 1241) entre D. Jaime, Ramón de Tolosa y el de Provenza, a la cual se unió el rey de Inglaterra, Enrique III, tuvo un fin exclusivamente político, aunque sin resultado: la reconstrucción de la nacionalidad meridional. Don Jaime no dio más que buenas palabras a sus aliados, y éstos fueron vencidos. Los trovadores, partidarios acérrimos de la causa provenzal, excitaban al rey de Aragón a vengar la rota de su padre:

E’l flacs rei cui es Aragós
ja tot l’an plach a man gasós,
e fora il plus bel, so m’es vis
que demandés ab sos barós
son paire qu’era pros e fis
que fou mortz entre sos vezís.
755
Beltrán de Rovenhac exclamaba:
Rei d’Aragó, ses contenda
Deu ben nom aver
Jacme, quar trop vol jazer;
e qui que sa terra-s prenda,
el es tan flax e chauzitz
que sol res no i contraditz,
e car ven lay als Sarazis fellós
l’auta e’l don que pren sai vas Limós.

¡Cuánto más alto era el sentido político de D. Jaime! ¡Cómo acertaba en vengar en los sarracenos la afrenta y el daño que recibía en Limoges! Don Jaime era español, y sabía a qué campos de batalla le llamaba la ley de la civilización peninsular. Inútil era que el mismo trovador le echase en cara que los burgueses de Montpellier le negaban la deuda tornesa756.

Sucumbió el Mediodía en aquella tentativa postrera, y Bernardo Sicart levantó sobre las ruinas un canto de dolor y no de guerra:

Ai! Tholosa e Proensa
e la terra d’Agensa,
Bezers e Carcassey,
quo vos vi e que us vey!
Si qu’ol saltatges
per lag temps mov son chan,
es mos coratges
que ieu chante derenan…

«Por el tratado de Corbeil, celebrado en 1258 entre don Jaime y San Luis, escribe el doctísimo Milá, al cual habían precedido los casamientos de las herederas de Tolosa y de Provenza con dos príncipes de la casa de Francia y la cesión a la misma por Aimerico de Montfort de las conquistas de su padre, la mayor parte de los países traspirenaicos de lengua de Oc quedaron sujetos a Francia.»

Dentro de su casa poco dieron que hacer a D. Jaime las cuestiones de herejías. Las constituciones de paz y tregua757 que dio en Barcelona (1225) dicen en el capítulo 22: De esta paz excluimos a todos los herejes, fautores y receptores…758 Las constituciones de 1228, dadas en la misma cuidad, repiten en el capítulo 19 la exclusión de los herejes manifiestos, creyentes, fautores y defensores, mandando a sus vasallos que los delaten y huyan de su trato759.

En 7 de febrero de 1233 promulgó el rey D. Jaime las constituciones siguientes en Tarragona, con asistencia y consejo de los obispos de Gerona, Vich, Lérida, Zaragoza, Tortosa; del electo tarraconense, de los maestres del Temple y del Hospital y de muchos abades y otros prelados:

1ª Que ningún lego disputase, pública o privadamente, de la fe católica, so pena de excomunión y de ser tenido por sospechoso de herejía.

2ª Que nadie tuviera en romance los libros del Antiguo o del Nuevo Testamento, sino que en el término de ocho días los entregase al obispo de su diócesis para que fuesen quemados760.

3ª Que ningún hereje, convicto o sospechoso, pudiese ejercer los cargos de baile, vicario (veguer) u otra jurisdicción temporal.

4ª Que las casas de los fautores de herejes, siendo alodiales, fuesen destruidas; siendo feudales o censuales, se aplicasen a su señor (suo domino applicentur).

5ª Para que no pagasen inocentes por pecadores, consecuencia del edicto de D. Pedro, nadie podría decidir en causas de herejía sino el obispo diocesano u otra persona eclesiástica que tenga potestad para ello, es decir, un inquisidor.

6ª El que en sus tierras o dominios, por interés de dinero o por cualquiera otra razón, consintiese habitar herejes, pierda ipso facto, y para siempre, sus posesiones, aplicándose a su señor si fueren feudos, confiscándose para el real erario si fueren alodios. El baile o veguer que pecase de consentimiento o negligencia, sería privado in perpetuum de su oficio.

7ª En los lugares sospechosos de herejía, un sacerdote o clérigo nombrado por el obispo, y dos o tres laicos elegidos por el rey o por sus vegueres y bailes, harían inquisición de los herejes y fautores, con privilegio para entrar en toda casa y escudriñarlo todo, por secreto que fuese. Estos inquisidores deberían poner inmediatamente sus averiguaciones en noticia del arzobispo u obispo y del vicario o baile del lugar, entregándoles los presos. El clérigo que en esta inquisición fuere negligente, sería castigado con privación de beneficios; el lego, con una pena pecuniaria761.

De este importantísimo documento arranca la historia de la Inquisición en España, y basta leerle para convencerse del carácter mixto que desde los principios tuvo aquel tribunal. El clérigo declaraba el caso de herejía; los dos legos entregaban la persona del hereje al veguer o al baile. El obispo daba la sentencia canónica; el brazo secular aplicaba al sectario la legislación corriente. Ni más ni menos.

La prohibición de los libros sagrados en lengua vulgar era repetición de la formulada por el concilio de Tolosa en 1229, aunque en él se exceptuaron el Psalterio y las Horas de la Virgen762. Estos libros se permitían a los legos, pero no en lengua vulgar.

Ni tuvieron otro objeto estas providencias que contener los daños del espíritu privado, el laicismo de los valdenses y las falsificaciones que, como narra D. Lucas de Tuy, introducían los albigenses en los textos de la Sagrada Escritura y de los Padres.

Las traducciones de la Biblia, hechas muchas de ellas por católicos, eran numerosas en Francia, y de la prohibición de don Jaime se infiere que no faltaban en Cataluña; pero este edicto debió contribuir a que desapareciesen. De las que hoy tenemos, totales o parciales, ninguna puede juzgarse anterior al siglo XV, como no sean unos Salmos penitenciales de la Vaticana763, abundantes en provenzalismos; el Gamaliel, de San Pedro Pascual, tomado casi todo de los evangelistas y algún otro fragmento. Las dos Biblias de la Biblioteca Nacional de París, la de Fr. Bonifacio Ferrer, que parece distinta de entrambas; el Psalterio impreso de la Mazarina, los tres o cuatro Psalterios que se conservan manuscritos con variantes de no escasa monta…, estas y otras versiones son del siglo XV, y algunas del XVI. No he acertado a distinguir en la Biblia catalana completa de París el sabor extraño y albigense que advirtió en ella D. José María Guardia764.

Pero este punto de las traducciones y prohibiciones de la Biblia tendrá natural cabida en el tomo II de esta obra, cuando estudiemos el Índice expurgatorio. En Castilla nunca hubo tal prohibición hasta los tiempos de la Reforma, porque los peligros de la herejía eran menores.

En 1242 se celebró en Tarragona concilio contra los valdenses, siendo arzobispo D. Pedro de Albalat. Tratóse de regularizar las penitencias y fórmulas de abjuración de los herejes, consultando el punto con San Raimundo de Peñafort y otros varones prudentes. El concilio empieza por establecer distinción entre herejes, fautores y relapsos: «Hereje es el que persiste en el error, como los insabattatos, que declaran ilícito el juramento y dicen que no se ha de obedecer a las potestades eclesiásticas ni seculares, ni imponerse pena alguna corporal a los reos.» «Sospechoso de herejía es el que oye la predicación de los insabattatos o reza con ellos… Si repite estas actos será vehementer y vehementissime suspectus. Ocultadores son los que hacen pacto de no descubrir a los herejes… Si falta el pacto, serán celatores. Receptatores se apellidan los que más de una vez reciben a los sectarios en su casa. Fautores y defensores, los que les dan ayuda o defensa. Relapsos, los que después de abjurar reinciden en la herejía o fautoría. Todos ellos quedan sujetos a excomunión mayor.»

Si los dispuestos a abjurar son muchos, el juez podrá mitigar la pena, según las circunstancias; pero nunca librar de la cárcel perpetua a los heresiarcas y dogmatizadores, levantándoles antes la excomunión. El que haya dicho a su confesor la herejía antes de ser llamado por la Inquisición, quedará libre de la pena temporal mediante una declaración del confesor mismo. Si éste le ha impuesto alguna penitencia pública, deberá justificar el haberla cumplido, con deposición de dos testigos.

El hereje impenitente será entregado al brazo secular. El heresiarca o dogmatizante convertido será condenado a cárcel perpetua. Los credentes haereticorum erroribus, es decir, simples afiliados, harán penitencia solemne, asistiendo el día de Todos los Santos, la primera domínica de Adviento, el día de Navidad, el de Circuncisión, la Epifanía, Santa María de Febrero, Santa Eulalia, Santa María de Marzo y todos los domingos de Cuaresma en procesión a la catedral, y allí, descalzos, in braccis et camisia, serán reconciliados y disciplinados por el obispo o por el párroco de la iglesia. Los jueves, en la misma forma, vendrán a la iglesia, de donde serán expelidos por toda la Cuaresma, asistiendo sólo desde la puerta a los oficios. El día Coenae Domini, descalzos y en camisa, serán públicamente reconciliados con la Iglesia. Harán esta penitencia todos los años de su vida, llevando siempre en el pecho dos cruces, de distinto color que los vestidos. Los relapsos en fautoría quedan sujetos por diez años a las mismas penas, pero sin llevar cruces. Los fautores y vehementísimamente sospechosos, por siete años. Los vehementer suspecti, por cinco años, pero sólo en estos días: Todos los Santos, Natividad, Candelaria, domingo de Ramos y jueves de Cuaresma. Los simples fautores y sospechosos, por tres años, en la Candelaria y domingo de Ramos. Todos con la obligación de permanecer fuera de la iglesia durante la Cuaresma y reconciliarse el Jueves Santo. Las mujeres han de ir vestidas.

El concilio transcribe luego las fórmulas de abjuración y absolución que debían emplearse765.

Dura lex, sed lex. Por fortuna, no sobraron ocasiones en que aplicarla766.

En el vizcondado de Castellbó, sujeto al conde de Foix, había penetrado el error albigense, protegido por el mismo conde. Para atajar el daño celebróse en Lérida un concilio, y fueron delegados varios inquisidores (dominicos y franciscanos) que procediesen contra la herejía. De resultas de sus indagaciones, el obispo de Urgel, Ponce o Pons de Vilamur, excomulgó al conde de Foix, como a fautor de herejías, en 1237. El conde apeló al arzobispo electo de Tarragona, Guillermo, de Mongrí, quejándose de su prelado, el cual se allanó al fin a absolverle en 4 de junio de 1240767.

La enemistad continuó, sin embargo, no poco encarnizada entre el obispo y el conde, y aun entre el obispo y sus capitulares, que habían llevado muy a mal la elección de Vilamur. En 12 de julio de 1243, el conde de Foix apeló a la Santa Sede, poniendo bajo el patrocinio y defensa de la Iglesia su persona, tierra, amigos y consejeros, alegando que el obispo era enemigo suyo manifiesto y notorio, que le había despojado de sus feudos y consentido que sus gentes le acometiesen en son de guerra, en Urgel, matándole dos servidores. Por tanto, no esperaba justicia de su tribunal y le recusaba como sospechoso768.

Casi al mismo tiempo tres canónigos, Ricardo de Cervera, arcediano de Urgel; Guillermo Bernardo de Fluviá, arcediano de Gerb, y Arnaldo de Querol, acusaron en Perusa, donde se hallaba el Pontífice, a su prelado de homicida, estuprador (deflorator virginum), monedero falso, incestuoso, etcétera, y de enriquecer a sus hijos con los tesoros de la Iglesia. Dos días después llegó a la misma ciudad Bernardo de Lirii, procurador del obispo, y consiguió parar el golpe. El Papa no quiso oír a los acusadores, y los arrojó con ignominia de palacio, según dice el agente: E sapiatz que enquara no an feit res, ni foram daqui enant si Deus o vol. Añade el procurador que el maestre del Temple se había unido a los acusadores, por lo cual aconseja al obispo que, valiéndose de sus parientes o sobrinos, le haga algún daño en sus tierras. Las hostilidades entre Pons de Vilamur y el de Foix seguían a mano armada, conforme se infiere de esta epístola769, cuyos pormenores son escandalosos.

Tanto porfiaron los canónigos, que al cabo se les señaló por auditor al cardenal P. de Capoixo (¿Capucci?). Y el papa Inocencio IV, por breve dado en Perusa el 15 de marzo de 1257, comisionó a San Raimundo de Peñafort y al ministro, o provincial, de los frailes Menores en Aragón para inquirir en los delitos del de Urgel, tachado de simonía, incesto, adulterio y de dilapidar de mil maneras las rentas eclesiásticas770.

A los canónigos enemigos suyos se habían unido otros dos: Raimundo de Angularia y Arnaldo de Muro.

En 19 de abril del mismo año, llegó a manos del papa Inocencio en Perusa una carta del conde de Foix, quejándose de la guerra injusta que le hacía con ambas espadas el obispo de Urgel, y rogando al papa que nombrase árbitros en su querella: me iniuste utroque gladio persequitur… non absque multorum strage meorum hominum. El procurador de Vilamur le envió inmediatamente copia de este documento y del breve, exhortándole de paso a la concordia, y pidiéndole plenos poderes para tratar de ella en su nombre.

Parece muy dudoso que el breve llegara a ponerse en ejecución. Entre los documentos publicados por Villanueva figura una carta, sin año, de nuestro obispo a cierto legado pontificio que andaba en tierras de Tolosa. Allí le dice que, sabedor por informes de frailes dominicos y menores, de que en la villa de Castellbó había gran número de herejes, amonestó repetidas veces al conde para que los presentara en su tribunal y tuvo que excomulgarle por la resistencia; y aunque más adelante permitió el conde que penetrase en sus estados el arzobispo electo de Tarragona (quizá D. Benito Rocabertí) y los obispos de Lérida y Vich, con otros varones religiosos, los cuales condenaron en juicio a más de sesenta herejes, con todo eso, la excomunión no estaba levantada, y era muy de notar que comunicasen con el excomulgado el arzobispo de Narbona, los obispos de Carcasona y Tolosa y dos inquisidores dominicos.

Hasta aquí las letras de Pons de Vilamur, que el P. Villanueva cree posteriores a 1251.

Quizá antes de esta fecha, dado que no puede afirmarse con seguridad, porque la cronología anda confusa y sólo hay documentos sueltos, los más sin año, escribió San Raimundo de Peñafort una carta al obispo, aconsejándole que no se precipitase, sino que procediese con mucha cautela en el negocio de R. de Vernigol, preso por cuestión de herejía, y se atuviese a los novisímos Estatutos del papa, tomando consejos de varones piadosos y celadores de la fe. En la causa de los que habían ayudado en su fuga a Xatberto de Barbarano (otro hereje), y en otras semejantes, había de procederse, en concepto del Santo, de manera que ni la iniquidad quedase impune, ni cayese el penitente en desesperación. Podían imponérsele, entre otras penitencias, la de ir a la cruzada de Ultramar o a la frontera contra los sarracenos771.

Después de 1255 verificóse la anunciada inquisición sobre la conducta del obispo, quedando desde entonces suspenso en la administración de su diócesis; lo cual trajo nuevas complicaciones y disturbios. Fray Pedro de Thenes, de la Orden de Predicadores, había perseguido a ciertos herejes valdenses hasta las villas de Puigcerdá y Berga y las baronías de Josá y de Pinos por comisión de Pons de Vilamur. Suspenso éste, las diligencias no continuaron, porque el provincial inhibió a aquel religioso de entender en la causa de herejía. Ni el arzobispo de Tarragona (Rocabertí) ni el Capítulo de Urgel se creyeron facultados para nombrar nuevo inquisidor y proceder adelante. En tal duda, el metropolitano consultó a San Raimundo de Peñafort y a Fr. Pedro de Santpóns, prior del convento de Predicadores de Barcelona772.

Estos contestaron disipando los escrúpulos del metropolitano, quien, como tal, era juez ordinario, y podía proceder por sí o con el Capítulo de Urgel, sin atentar a la jurisdicción de nadie, mucho más cuando el obispo había sido ya depuesto por sentencia del papa en 1º de octubre, no se dice el año, y la iglesia de Urgel era sede vacante.

En conformidad con el texto de esta carta, escribieron San Raimundo y su compañero a Fr. Pedro de Thenes y Fr. Ferrer de Villarroya, dejando a su arbitrio y prudencia el ir o no a Berga, donde, según parece, algunas personas nobles favorecían a los sectarios y miraban de reojo a los inquisidores y a su Orden.

Aún hay sobre el mismo asunto otra carta de San Raimundo al arzobispo de Tarragona, exhortándole a proceder, como metropolitano que era y juez ordinario, en la persecución de la herejía, reparando así los daños que había causado la negligencia del obispo de Urgel: quam negligentiam, probant duo testes omni exceptione mazores, scilicet fama publica et operis evidentia.

De Pons de Vilamur nada vuelve a saberse, y como estamos tan distantes de aquellos hechos, y las noticias son tan oscuras, difícil parece decidir hasta dónde llegaba su culpabilidad. La sentencia de deposición parece confirmarla; pero quizá no era reo de los horribles crímenes de que le acusaban sus canónigos, sino de otros no poco graves y bien confirmados en lo que de él sabemos. Era aseglarado, revoltoso, dado a las armas y negligente en su ministerio pastoral, como San Raimundo afirma773.

Poco más sabemos de albigenses ni valdenses en Cataluña. Hay una donación de D. Spárago, arzobispo de Tarragona, al prior, Radulfo, y a la cartuja de Scala Dei por lo que habían trabajado contra la pravedad herética y en pro de las buenas costumbres: a nostra dioecesi pravitatem haereticam viriliter cum multa industria expellendo, et clerum et populum ab illicitis multiformiter corrigendo774.

Al mismo Spárago y a San Raimundo de Peñafort se debió principalmente el establecimiento de la Inquisición en Cataluña por la célebre bula Declinante, de Gregorio IX en 1232.

V. Los albigenses en tierra de León.

Aunque la secta de los albigenses duró poco e influyó menos en España, no ha de negarse que penetró muy adentro del país, puesto que de sus vicisitudes en León tenemos fiel y autorizado cronista. El cual no fue otro que D. Lucas de Tuy, así llamado por la sede episcopal a que le subieron sus méritos, y no por la patria, que parece haber sido la misma ciudad de León. Había ido D. Lucas en peregrinación a Roma y Jerusalén, tratando en Italia familiarmente con Frate Elía, el discípulo querido del Seráfico Patriarca, y viendo y notando los artificios de los herejes y las penas que se les imponían. La noticia del estrago que comenzaban a hacer en su ciudad natal le movió a volver a España, donde atajó los pasos de la herejía del modo que refiere en su libro histórico-apologético De altera vita fideique controversiis adversus Albigensum errores, libri III. Publicó por vez primera esta obra, ilustrada con algunas notas y con prefacio, el P. Juan de Mariana, enviando el manuscrito a su compañero de hábito Andrés Scoto, y éste a Jacobo Gretsero, en 1.º de marzo de 1609. La primera edición es de Amberes. Reprodujéronla luego los tórculos de Munich e Ingolstadt en 1612. Incorporóse en la Biblioteca de los Padres, tomo XIII de la edición de Colonia, y en el XXV de la Lugdunense775 de Anisson, que es la que tengo a la vista.

Mariana dice haberse valido del códice complutense y de una copia del de León.

El interés dogmático del libro de D. Lucas de Tuy no es grande, porque el autor tejió su libro de sentencias y ejemplos de los Diálogos de San Gregorio Magno, con algo de sus Morales y del tratado De summo bono, de San Isidoro, sin poner casi nada de su cosecha. Ad hunc ergo praecipuum Patrem Gregorium… devote et humiliter accedimus, et quidquid nobis protulerit super his de quibus inter nos oritur altercatio, in cordis armario recondamus… Accedat alius: gloriosissimus scilicet Hispaniarum Doctor Isidorus.

Sirven, no obstante, los dos primeros libros como catálogo de los errores que los albigenses de León profesaban. Decían:

1º Que Jesucristo y sus santos, en la hora de la muerte, no asistían a consolar las almas de los justos y que ninguna alma salía del cuerpo sin grande dolor.

2º Que las almas de los santos, antes del día del juicio, no iban al cielo, ni las de los inicuos al infierno.

3º Que el fuego del infierno no era material ni corpóreo776.

4º Que el infierno estaba en la parte superior del aire, y que allí eran atormentadas las almas y los demonios, por estar allí la esfera y dominio del fuego.

5º Que las almas de todos los pecadores eran atormentadas por igual en el infierno, entendiendo mal aquello de in inferno nulla est redemptio, como si no hubiera diferencia en las penas, según la calidad de los pecados.

6º Que las penas del infierno son temporales; yerro que Lucas de Tuy y otros achacaban a Orígenes, y que abiertamente contradice al texto de San Mateo: Ibunt impii in supplicium «aeternum», iusti autem in vitam aeternam.

7º Negaban la existencia del purgatorio y la eficacia de las indulgencias.

8º Negaban que después de la muerte conservasen las almas conciencia ni recuerdo alguno de lo que amaron en el siglo. Don Lucas prueba lo contrario con la parábola de Lázaro.

9º Ponían en duda la eficacia de la intercesión de los santos.

10º Decían que ni los santos entienden los pensamientos humanos, ni los demonios tientan y sugieren el mal a los hombres.

11º Condenaban la veneración de los sepulcros de los santos, las solemnidades y cánticos de la Iglesia, el toque de las campanas, etc.

12º Eran iconoclastas.

13º Decían mal de las peregrinaciones a los Santos Lugares.

Tales son los principales capítulos de acusación contra los albigenses, según D. Lucas de Tuy, quien da, además, curiosas noticias de sus ritos. Dice que veneraban la cruz con tres clavos y tres brazos, a la manera de Oriente.

En el libro III crece el interés de la obra. Ante todo, muestra D. Lucas el enlace de las doctrinas de los albigenses, a quienes llama formalmente maniqueos y atribuye la creencia en los dos principios, con las de los novadores filosóficos de su tiempo, es decir, los discípulos de Amalrico de Chartres y David de Dinant: «Con apariencia de filosofía quieren pervertir las Sagradas Escrituras… Gustan de ser llamados filósofos naturales, y atribuyen a la naturaleza las maravillas que Dios obra cada día… Niegan la divina Providencia en cuanto a la creación y conservación de las especies… Su fin es introducir el maniqueísmo, y enseñan que el principio del mal creó todas las cosas visibles»777.

«Dicen algunos herejes: Verdad es lo que se contiene en el Antiguo y Nuevo Testamento, si se entiende en sentido místico, pero no si se toma a la letra… De estos y otros errores llenan muchas profanas escrituras, adornándolas con algunas flores de filosofía. Tal es aquel libro que se llama Perpendiculum scientiarum. Algunos de estos sectarios toman el disfraz de presbíteros seculares, frailes o monjes, y en secretas confesiones engañan y pervierten a muchos.

Otros se fingen judíos y vienen a disputar cautelosamente con los cristianos… Y, en realidad, todas las sinagogas judaicas les ayudan, y con grandes dones sobornan a los jueces, engañan a los príncipes.

Públicamente blasfeman de la virginidad de María Santísima, tan venerada en España. Por eso se ha entibiado el ardor bélico y corre peligro de extinguirse aquella llama que devoraba a los enemigos de la fe católica778.

A veces interrumpen estos sectarios los divinos oficios con canciones lascivas y de amores, para distraer la atención de los circunstantes y profanar los sacramentos de la Iglesia… En las fiestas y diversiones populares se disfrazan con hábitos eclesiásticos, aplicándolos a usos torpísimos. Y es lo más doloroso que les ayudan en esto algunos clérigos, por creer que así se solemnizan las fiestas de los santos… Hacen mimos, cantilenas y satíricos juegos, en los cuales parodian y entregan a la burla e irrisión del pueblo los cantos y oficios eclesiásticos»779.

He aquí una noticia, peregrina sin duda y no aprovechada aún, para la historia de nuestro teatro.

Con todos estos artificios hicieron los albigenses no poco estrago en León, siendo obispo D. Rodrigo, por los años de 1216780.

El corifeo de los herejes era un tal Arnaldo, francés de nacimiento, scriptor velocissimus, es decir, copiante de libros, el cual ponía todo su estudio y maña en corromper los tratados más breves de San Agustín, San Jerónimo, San Isidoro y San Bernardo, mezclando con las sentencias de los doctores otras propias y heréticas, y vendiendo luego estas infieles copias a los católicos. Según refiere el Tudense, fue herido este Arnaldo de muerte sobrenatural cuando estaba ocupado en falsificar el libro de los Sinónimos, de San Isidoro, el día mismo de la fiesta del Doctor de las Españas781. Con todo eso no desmayaron sus secuaces. Para inculcar sus errores al pueblo, se valían de fábulas, comparaciones y ejemplos: extraño género de predicación, de que trae el Tudense algunas muestras. Así, para disminuir la veneración debida al signo de nuestra redención, decían: «Dos caminantes encontraron una cruz; el uno la adoró, el otro la apedreó y pisoteó, porque en ella habían clavado los judíos a Cristo; acertaron los dos»782. Si querían reprender la piadosa costumbre de encender luces ante las imágenes, contaban que «un clérigo robó la candela encendida por una mujer ante el altar de la Virgen, y que ésta reprendió en sueños a la mujer por su devoción inútil»783. Para inculcar el laicismo y el odio a la jerarquía eclesiástica, contaban esta otra fábula: «Un lego predicaba sana doctrina y reprendía los vicios de los clérigos. Acusáronle éstos al obispo, que le excomulgó y mandó azotarle. Murió el lego y no consintió el obispo que le enterrasen en sagrado. Una serpiente salió de la sepultura y mató al obispo»784.

Con este y otros cuentos, no menos absurdos, traían a la plebe inquieta y desasosegada; y aunque D. Rodrigo desterró de la ciudad a algunos de los dogmatizadores, volvieron éstos con mayores bríos después de la muerte de aquel prelado, ocurrida en 1232. La audacia de los albigenses llegó hasta fingir falsos milagros. Narrólo D. Lucas, pero sería atrevimiento en mí traducir o extractar sus palabras, cuando ya lo hizo de perlas el P. Juan de Mariana en el libro XII, capítulo 1, de su Historia general.

Dice así:

«Después de la muerte del reverendo D. Rodrigo, obispo de León, no se conformaron los votos del clero en la elección del sucesor. Ocasión que tomaron los herejes, enemigos de la verdad y que gustan de semejantes discordias, para entrar en aquella ciudad, que se hallaba sin pastor, y acometer a las ovejas de Cristo. Para salir con esto, se armaron, como suelen, de invenciones. Publicaron que en cierto lugar muy sucio y que servía de muladar se hacían milagros y señales. Estaban allí sepultados dos hombres facinerosos: uno, hereje; otro, que por la muerte que dio alevosamente a su tío le mandaron enterrar vivo. Manaba también en aquel lugar una fuente, que los herejes ensuciaron con sangre, a propósito que las gentes tuviesen aquella conversión por milagro. Cundió la fama, como suele, por ligeras ocasiones. Acudían gentes de muchas partes. Tenían algunos sobornados de secreto con dinero que les daban para que se fingiesen ciegos, cojos, endemoniados y trabajados de diversas enfermedades, y que bebida aquella agua publicasen que quedaban sanos. De estos principios pasó el embuste a que desenterraran los huesos de aquel hereje que se llamaba Arnaldo y hacía dieciséis años que le enterraron en aquel lugar; decían y publicaban que eran de un santísimo mártir. Muchos de los clérigos simples, con color de devoción, ayudaban en esto a la gente seglar. Llegó la invención a levantar sobre la fuente una muy fuerte casa y querer colocar los huesos del traidor homiciano en lugar alto para que el pueblo le acatase con voz de que fue un abad en su tiempo muy santo. No es menester más sino que los herejes, después que pusieron las cosas en estos términos, entre los suyos declaraban la invención, y por ella burlaban de la Iglesia, como si los demás milagros que en ella se hacen por virtud de los cuerpos santos fuesen semejantes a estas invenciones; y aun no faltaba quien en esto diese crédito a sus palabras y se apartase de la verdadera creencia.

Finalmente, el embuste vino a noticia de los frailes de la santa predicación, que son los dominicos, los cuales en sus sermones procuraban desengañar al pueblo. Acudieron a lo mismo los frailes menores y los clérigos, que no se dejaron engañar ni enredar en aquella sucia adoración. Pero los ánimos del pueblo tanto más se encendían para llevar adelante aquel culto del demonio, hasta llamar herejes a los frailes Predicadores y Menores porque los contradecían y les iban a la mano. Gozábanse los enemigos de la verdad y triunfaban. Decían públicamente que los milagros que en aquel lodo se hacían eran más ciertos que todos los que en lo restante de la Iglesia hacen los cuerpos santos que veneran los cristianos. Los obispos comarcanos publicaban cartas de descomunión contra los que acudían a aquella veneración maldita. No aprovechaba su diligencia por estar apoderado el demonio de los corazones de muchos y tener aprisionados los hijos de la inobediencia. Un diácono que aborrecía mucho la herejía, en Roma, do estaba, supo lo que pasaba en León, de que tuvo gran sentimiento, y se resolvió con presteza de dar la vuelta a su tierra para hacer rostro a aquella maldad tan grave. Llegado a León, se informó más enteramente del caso y, como fuera de sí, comenzó en público y en secreto a afear negocio tan malo. Reprehendía a sus ciudadanos. Cargábalos de ser fautores de herejes. No se podía ir a la mano, dado que sus amigos le avisaban se templase, por parecerle que aquella ciudad se apartaba de la ley de Dios. Entró en el Ayuntamiento; díjoles que aquel caso tenía afrentada toda España; que de donde salían en otro tiempo leyes justas por ser cabeza del reino, allí se forjaban herejías y maldades nunca oídas. Avisóles que no les daría Dios agua ni les acudiría con los frutos de la tierra hasta tanto que echasen por el suelo aquella iglesia y aquellos huesos que honraban los arrojasen. Era así que desde el tiempo que se dio principio a aquel embuste y veneración, por espacio de diez meses nunca llovió y todos los campos estaban secos. Preguntó el juez al dicho diácono en presencia de todos: «Derribada la iglesia, ¿aseguráisnos que lloverá y nos dará Dios agua?» El diácono, lleno de fe: «Dadme (dijo) licencia para abatir por tierra aquella casa, que yo prometo en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, so pena de la vida y perdimiento de bienes, que dentro de ocho días acudirá nuestro Señor con el agua necesaria y abundante.» Dieron los que presentes estaban crédito a sus palabras. Acudió con gente que le dieron y ayuda de muchos ciudadanos, allanó prestamente la iglesia y echó por los muladares aquellos huesos. Acaeció con grande maravilla de todos que, al tiempo que derribaban la iglesia, entre la madera se oyó un sonido como de trompeta para muestra de que el demonio desamparaba aquel lugar.

El día siguiente se quemó una gran parte de la ciudad, a causa de que el fuego, por el gran viento que hacía, no se pudo atajar que no se extendiese mucho. Alteróse el pueblo, acudieron a buscar el diácono para matarle, decían que, en lugar del agua, fue causa de aquel fuego tan grande. Acudían los herejes, que se burlaban de los clérigos y decían que el diácono merecía la muerte y que no se cumpliría lo que prometió. Mas el Señor todopoderoso se apiadó de su pueblo. Ca a los ocho días señalados envió agua muy abundante, de tal suerte que los frutos se remediaron y la cosecha de aquel año fue aventajada. Animado con esto el diácono, pasó adelante en perseguir a los herejes, hasta que les hizo desembarazar la ciudad»785.

Convienen Mariana, Flórez y Risco en que este diácono anónimo no fue otro que D. Lucas de Túy, quien, por modestia, ocultó su nombre.

«Persistiendo en sus artificios los herejes (añade el Tudense), escribieron ciertas cédulas y las esparcieron por el monte para que, encontrándolas los pastores, las llevasen a los clérigos. Decíase en estas nóminas que habían sido escritas por el Hijo de Dios y transmitidas por mano de los ángeles a los hombres. Iban perfumadas con almizcle (musco) para que su suave fragancia testificase el celestial origen. Prometíanse en ellas indulgencia a todo el que las copiase o leyese. Recibíanlas y leíanlas con simplicidad grande muchos sacerdotes, y eran causa de que los fieles descuidasen los ayunos y confesiones y tuviesen en menosprecio las tradiciones eclesiásticas. Sabido esto por el diácono, encargóse de buscar al esparcidor de tal cizaña y le halló en un bosque, herido por una serpiente. Llevado a la presencia de D. Arnaldo, hizo plena confesión de sus errores y de las astucias de sus compañeros.»

Esto narra D. Lucas, faltándonos hoy todo medio de comprobar sus peregrinas relaciones, pues indican bien a las claras cuán grande, aunque pasajero, fue en León el peligro.

El celo de San Fernando no atajó en Castilla todo resabio albigense. «De los herejes era tan enemigo (dice Mariana), que, no contento con hacellos castigar a sus ministros, él mismo, con su propia mano, les arrimaba la leña y les pegaba fuego.» En los fueros que aquel santo monarca dio a Córdoba, a Sevilla y a Carmona, impónense a los herejes penas de muerte y confiscación de bienes. No hubo en Castilla Inquisición, y quizá por esto mismo fue la penalidad más dura786 y 787. Los Anales toledanos refieren que en 1233 San Fernando enforcó muchos homes e coció muchos en calderas (t. 23 de la España Sagrada)788.

NOTAS A ESTE CAPÍTULO

Nota A. El can.17 del concilio Lateranense III, año 1179, excomulga a los herejes llamados brabanzones, aragoneses y navarros, que saqueaban iglesias y monasterios y se entregaban a los mayores desórdenes y atropellos, sin respetar vidas ni haciendas, sexo ni edad789.

El obispo Bernardo de Urgel se queja en una carta al arzobispo de Tarragona de M. P. de Vilel, P. de Santa Cruz, M. Ferrandis y otros aragoneses enviados por la reina de Aragón en ayuda de R. de Cervera, los cuales pusieron fuego a varias iglesias.

Estas hordas desalmadas, ¿eran quizá de albiguenses? ¿Estaba en combinación con ellos el célebre trovador Guillem de Berdagá, grande enemigo del obispo?

Nota B. Don Sancho Llamas y Molina, en su Disertación crítica sobre la edición de las Partidas del Rey Sabio, hecha por la Academia de la Historia (edición inapreciable, y única que hace fe, bajo el aspecto literario), nota en aquel código varias proposiciones heréticas. Las principales son: en el título 4, parte 1ª, dice que las palabras et Deus erat Verbum se aplican al Espíritu Santo. Ley 16: que los sacramentos fueron establecidos por los Santos Padres. Ley 31: que el Espíritu Santo procedió de la humanidad del Hijo. Ley 103: que quien tome la comunión como debe, recibe la Trinidad, cada persona en sí apartadamente, y la unidad enteramente. Ley 62: pone en la consumación la esencia del pecado mortal, etc.

Hay también errores de disciplina. Todos ellos proceden de descuido y no de malicia.

(Menéndez Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, Libro tercero, cap. II)

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Utopías

Introducción

El vocablo griego “utopía” fue utilizado por vez primera por Tomás Moro (1478-1535), Lord Canciller de Enrique VIII, como título de un libro dedicado a exponer la organización de una comunidad política perfecta que habitaba en una isla imaginaria del mismo nombre. El libro no proponía que se caminara realmente hacia Utopía. Su misión consistió más bien en denunciar las injusticias y miserias de la sociedad inglesa del momento y explicar sus causas. Desde entonces se utiliza su título para dar nombre a un grupo amplio de escritos y movimientos sociales que habían empezado a aparecer mucho tiempo antes y siguieron apareciendo en la posteridad, hasta nuestros días.

Todas las sociedades humanas disponen de imágenes que representan realidades no vistas ni oídas, de símbolos que los sujetos utilizan ocasionalmente para encontrar alivio ante una realidad adversa, para criticarla o para evadirse de ella. Normalmente son de origen y contenido religiosos. El creyente siente una esperanza resignada cuando imagina que un familiar ya fallecido vive otra vida junto a Dios o que hay un mundo de ultratumba donde impera la justicia . Esa esperanza no cambia las cosas, pero con ella enfrenta con más ánimo la vida cotidiana.

A veces ocurre, no obstante, que los símbolos adquieren carácter social y político por ser utilizados por los grupos humanos para un fin u otro, según sea su posición en la sociedad. Los que detentan el poder político o económico tenderán a aprovecharlos para legitimarlo. Los desfavorecidos de la fortuna tenderán, por el contrario a utilizarlos como un medio para expresar su queja y su desgracia. Incluso podrán combinarlos en la construcción de una utopía contraria al estado social del que se creen excluidos y verlos a continuación como un modelo realizable en este mundo. La esperanza crecerá entonces hasta el límite de creer estar tocando ya con los dedos una vida nueva y cobrará cuerpo una fuerza subversiva real. Un movimiento revolucionario se habrá puesto en marcha hacia “ninguna parte” (utopía), causando trastornos mayores o menores, según sea la fuerza de la esperanza que le anima. Así es como muchos individuos que hasta entonces habían concebido los símbolos como realización de sus deseos en un mundo de más allá ven en un momento dado que pueden realizarse de inmediato en el de más acá.

1. Utopías bíblicas

a) Utopías escatológicas del Antiguo Testamento

El modelo original de estas conductas fue la doctrina de los profetas del Antiguo Testamento, que abandonaron la idea de combatir el mal mediante rituales tales como sacrificios, rezos, ceremonias, procesiones, etc., y proclamaron la necesidad de que todos creyeran que son responsables de él y deben evitarlo. La salvación empezó a depender de las obras y el judaísmo se convirtió en una religión generadora de normas para intentar realizar la justicia en este mundo.

Las profecías del Antiguo Testamento fueron útiles para la resistencia de la comunidad de los creyentes frente a la opresión. A diferencia de otros pueblos de la Antigüedad, los judíos tenían una visión del papel que a todas las naciones corresponde desempeñar en la historia. Su religión comprendía la idea de que Jehová era no solamente el Dios de Israel, sino el Dios único de todos los hombres. Señor todopoderoso de la historia, a Él toca exclusivamente guiar a todos los pueblos hacia un fin común.

Esta creencia obliga a los creyentes a ser justos con todos y a extender la salvación de Dios hasta el último confín del mundo. Pero, junto a esta inclinación ética, algunas tendencias de la religión de Israel prometieron un reino perfecto de paz y felicidad a los que hubieran seguido el camino de la rectitud, un reino de mil años que no vendría antes de que pasara una época de desdicha. El pueblo ha abandonado a Jehová, por lo que debe ser castigado y purificado con el fuego y el hambre. Después de la purificación amanecerá el día de la ira, el día en que Jehová habrá de juzgar y castigar a los incrédulos e injustos de todas las naciones. Los que sobrevivan a ese juicio terrible vivirán en una Palestina regenerada y santa y Jehová reinará entre ellos. El mundo será justo, los pobres no pasarán hambre, las fieras serán mansas, el Sol tendrá más brillo, los desiertos serán fértiles, no habrá dolor ni enfermedad y todo será vivir alegres y confiados.

En estas profecías sobre el fin de los tiempos se fragua el modelo de la actividad mesiánica y utópica posterior. El fin de la historia pertenece a los santos, que antes han tenido que sufrir dolores sin cuento en este mundo sometido a tiranía y opresión. Cuando éstas lleguen al dolor más agudo, cuando la desgracia padecida por los santos no pueda ser mayor, ellos se levantarán por fin, destruirán la maldad y la injusticia y heredarán la tierra, estableciendo un reino milenario que no tendrá sucesor, el reino último hacia donde conducen todos los caminos y todos los tiempos.

b) Utopías escatológicas del Nuevo Testamento

Las luchas mesiánicas de los judíos finalizaron el año 131 d. C., cuando el emperador Adriano aplastó un levantamiento encabezado por Simón bar Kochba, que había sido seguido por la multitud como un Mesías que habría de aniquilar el poder de Roma y dar comienzo al Reino de los Santos. En adelante los cristianos tomaron el relevo. Pese a que su religión hablaba de un reino puramente espiritual, muchos tomaron al pie de la letra la profecía de Mateo: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces recompensará a cada cual según sus obras. En verdad os digo que hay algunos entre vosotros que no probarán la muerte antes de haber visto al Hijo del hombre venir en su reino”. Interpretadas según la escatología anterior, estas palabras predecían el cataclismo de las naciones y el posterior reino feliz, en el que el propio Cristo estaría presente entre sus santos.

La religión cristiana encerraba en su seno dos interpretaciones del mensaje de Cristo, una que invitaba a la pasividad consolando al alma de las miserias del más acá con la esperanza del más allá, y otra que promovía la actividad exhortando a los fieles a hacer realidad el más allá en el más acá. La conjunción en una sola de ambas tendencias, la espiritual y la terrenal, fue siempre una fuerza sin igual, una fuerza revolucionaria que en muchas ocasiones a lo largo de la Edad Media sacudió los cimientos de la sociedad.

Un clérigo medieval, Joaquín de Fiore (1135-1202), fundió las dos tendencias, dando lugar a una visión general de la historia humana en clave mesiánica, milenarista y utópica. Tres etapas, relacionadas cada una con una de las Personas de la Trinidad, jalonan el avance progresivo de la humanidad hacia su fin último. La primera fue la del Padre y el Antiguo Testamento, etapa de la carne, durante la cual imperó el derecho, la esclavitud y la sujeción. La segunda es la del Hijo y el Nuevo Testamento, una etapa intermedia entre la carne y el espíritu, durante la cual imperan los clérigos. La tercera, la definitiva, porque detrás de ella vendrá el fin del mundo, será la del Espíritu Santo y el Último Testamento, etapa de los varones espirituales, entre los que se contarán los santos de los primeros días, que resucitarán para reinar con ellos. Después se consumará la historia y dará comienzo la eternidad.

2. Utopías filosóficas

a) La República de Platón

Platón dio comienzo al género utópico filosófico con la República. Una sociedad perfecta, dice allí, no puede existir, pero basta que sea pensable y pueda “construirse con palabras” para aplicarse a la realidad en la medida en que ésta lo permita o al menos para servirle de guía. Aplicarla en su totalidad requeriría actuar como el pintor, que limpia el lienzo de toda impureza antes de plasmar en él su idea. Del mismo modo, la realización de la sociedad perfecta requeriría deportar a toda la población adulta para, comenzando desde el principio, educando a los niños en una estricta pedagogía, fabricar una utopía real.

Una sociedad perfecta es una sociedad dividida en clases, asegura Platón. La razón y la fuerza deben reunirse en la persona del filósofo-rey, que encarna la virtud de la prudencia. La clase de los guerreros, que habrán de vivir en perfecta comunidad de bienes e hijos, la de la fortaleza, y la de los obreros e industriales, a quienes se han de entregar las propiedades y las riquezas, la de la templanza. Una sociedad así es perfecta, aunque irrealizable, porque en ella reina la justicia, o armonía entre las tres virtudes antedichas, como es perfecto el hombre individual que logra la misma armonía entre las partes racional, irascible y concupiscible de su personalidad.

b) Utopías renacentistas

Los símbolos utópicos tuvieron origen religioso durante el largo periodo que llega hasta el siglo XVI, cuando, por intervención de filósofos como Tomás Moro, Giordano Bruno o Tomás Campanella, resurgieron como crítica filosófico-política de la sociedad renacentista que consistía en mostrar un reflejo negativo de las injusticias y defectos que percibían en ella. Constituyeron teorías especulativas, sin influjo alguno sobre la realidad social. Pero entretanto la utopía era también la esperanza real de movimientos subversivos muy activos, como los niveladores (levellers) de Inglaterra, la revolución husita en Checoeslovaquia, los seguidores de Thomas Münzer en Alemania, la jacquerie en Francia, etc.

Las utopías filosófico-políticas renacentistas eran cuadros ideales de una sociedad perfecta que continuaron la estela platónica. Nacieron al calor del descubrimiento de América, una verdadera sacudida para las ideas políticas de Europa porque había que legislar para sociedades tribales recientemente conocidas y porque el conocimiento de su especial organización resucitaba controversias e ideales utópicos antiguos. Fue la época en que unos creyeron descubrir la vida del salvaje como la de un ser naturalmente bueno, noble y vital y otros la de un ser brutal y violento. El salvaje excitó en todos la imaginación política y despertó en algunos los sueños de una vida mejor que la vivida entonces por quienes padecían en su carne las transformaciones sociales, económicas y políticas de la época.

  1. a) La Utopía de Tomás Moro (1478-1535).- El nervio que recorre la Utopía de Moro es que no debe existir la propiedad privada para que la conspiración de los ricos, en la cual consiste el Estado, ceda su lugar a la comunidad de los hombres. En cambio, sí debe haber libertad religiosa, para que no existan facciones opuestas e impere la unidad.

Libertad de creencia e igualdad de riquezas. Este es el doble ideal que Moro opone a la reforma eclesiástica de Enrique VIII, seguida de cerca por el deseo depredador de la nobleza y el alto clero, y al fanatismo religioso de la época, fanatismo que había empezado a teñir de sangre primero el suelo alemán y después el de todos los países de Europa, excepto España.

  1. b) La ciudad del Sol de Tomás Campanella (1568-1639).- Igual que Moro, Campanella creyó que una sociedad perfecta tiene que ser universal y estar organizada en régimen de comunidad de bienes. Por esto ha parecido a algunos que si la Utopía de Moro había sido ya una expresión y defensa del imperialismo, con más razón todavía lo era la de Campanella, pues no en vano propugna abiertamente un universalismo regido por el rey de España y legitimado por el Papa: “Así España descubrió el Nuevo Mundo para que todas las naciones estuvieran bajo una sola ley. No sabemos nosotros lo que hacemos, pero Dios sí, cuyo instrumento somos. Los españoles buscaron nuevos países por el deseo de oro y de riquezas, pero Dios trabaja para más altos fines”. Los fines individuales de los conquistadores españoles estarían siendo el hilo con que Dios cose el tejido de la historia universal. Una cosa es el fin de los agentes y otra el de la obra traída por ellos a la realidad.

Campanella también coincide con Moro en la defensa de la religión natural y la necesidad de erradicar los abusos de la cristiana para que pueda extenderse al mundo entero.

  1. c) La nueva Atlántida de Francis Bacon (1561-1626).- La utopía de Bacon, aparecida bajo un título de resonancia platónica, dicen algunos que no debería clasificarse como obra de pensamiento utópico, debido a que no se trata en ella la comunidad, sino la técnica, que tantos temores y esperanzas ha despertado desde el Renacimiento hasta el día de hoy. En Bacon, sin embargo, sólo cabía la esperanza. Su obra soñaba con la transmutación de los metales, la generación instantánea, un vino tan fino que podía atravesar la palma de la mano, el submarino, el avión y toda una serie de adelantos que traerían la felicidad a los hombres. Su sociedad utópica no es una comunidad bien ordenada, sino una tecnocracia de la que el orden y la justicia habrían de brotar espontáneamente. Es el dominio científico de la naturaleza el que ha de traer por sí solo la organización humana feliz y justa de las sociedades humanas.
  2. d) Otras utopías.- The Commonwealth of Oceana de James Harrington (1611-1677) situó su comunidad perfecta en una isla del Océano Pacífico. El mundo se había hecho más grande que en tiempos de sus antecesores Tomás Moro y Francis Bacon, que habían situado las suyas en el Atlántico. También debe mencionarse el Viaje a Icaria de Etienne Cabet (1788-1856). Hubo asimismo una mitología floreciente sobre el mismo tema: la leyenda española de la Isla de Jauja, Eldorado, a cuya búsqueda se entregó Lope de Aguirre, etc.

c) El socialismo utópico

La tendencia utópica aún tenía que producir vástagos importantes en los siglos XVIII y XIX, plasmándose en las ideas políticas de algunos filósofos y hombres de acción que Engels agruparía más tarde bajo el despectivo rótulo de “socialismo utópico”.

Los socialistas utópicos presenciaron la invasión del mundo social por el capitalismo, la máquina y la industria y contra todo ello dirigieron sus baterías. Los más importantes son los siguientes.

  1. a) El conde de Saint-Simon (1760-1825) ideó una tecnocracia que combinaba las soluciones de Moro y Bacon a los problemas del industrialismo de la época que le tocó vivir. Predicó la necesidad de sustituir el egoísmo y el afán de lucro por la fraternidad cristiana como motor de la actividad social, para lo que era preciso socializar la propiedad privada, suprimir el derecho de herencia e introducir la máxima según la cual cada uno debe producir según su capacidad y ser pagado según su necesidad, evitando por todos los medios que haya exceso de riqueza o de pobreza. El gobierno, por último, debe ser encomendado a los científicos, porque solamente ellos están capacitados para resolver convenientemente los conflictos sociales.
  2. b) Charles Fourier (1772-1837) propuso también la abolición de la propiedad privada. En su lugar debía existir un sistema de falanges cooperativas, a las que debían afiliarse todos los individuos. Las falanges, o falansterios, como se las ha denominado posteriormente, tienen la misión de asignar a cada hombre su necesario sustento. Lo demás será repartido equitativamente entre todos. Las ocupaciones de filósofos, soldados, notarios, registradores, intermediarios, etc., son ociosas y deben ser suprimidas. La gente trabajará principalmente en la producción agrícola, distribuyéndose las actividades de tal manera que cada cual se dedique a la que más le atraiga. Convertido en placer, el trabajo será mucho más productivo y habrá abundancia de bienes para todos.
  3. c) Albert Brisbane (1809-1890) logró poner en práctica las ideas de Fourier en Norteamérica, fundando algunos falansterios que no tardaron mucho tiempo en fracasar.
  4. d) Robert Owen (1771- 1858) fue un rico hacendado que organizó con sus propios medios una comunidad denominada New Lanark con el fin de demostrar que las condiciones sociales influyen decisivamente en la producción económica. En su comunidad artificial construyó viviendas, comedores, lugares de recreo, etc., para los obreros, y escuelas para sus hijos, proporcionando a todos un bienestar razonable. El resultado fue que la productividad aumentó. De su experimento extrajo propuestas prácticas para la protección de los trabajadores: reducción a 12 horas de la jornada de trabajo, prohibición del trabajo infantil, universalidad de la educación, organización de cooperativas, etc. Por estas y otras propuestas del mismo tipo Owen es hoy considerado un precursor de la legislación del trabajo.

d) El socialismo científico

En el siglo XIX apareció un nuevo y muy activo tipo de utopía, que en realidad era una vuelta al programa platónico, convertido en práctica revolucionaria para la conquista del poder, y al milenarismo judeo-cristiano convertido asimismo en promesa de salvación para los oprimidos: el socialismo científico, así denominado por Engels en oposición al socialismo utópico, tachado por él de erróneo por pretender reformar la sociedad según ideales abstractos. El procedimiento correcto no podía ser otro, decía, que el análisis científico de las leyes de la historia y las sociedades y la consiguiente descripción objetiva de las fuerzas que las rigen para conocer el camino hacia el que conducen y así anticiparse al futuro. El marxismo había descubierto científicamente, pensaban Marx (1828-1883) y Engels (1820-1895), que el futuro de la humanidad es la sociedad sin clases y el proletariado la clase encargada de realizarla. De ahí la identificación de los partidos socialistas con este grupo social que, a su juicio, representa el futuro en el presente.

El materialismo histórico, verdadero análisis científico de la sociedad industrial, según el marxismo, habría relegado por fin el pensamiento utópico al mundo de la fantasía. Si hasta el momento no ha podido existir un conocimiento verídico de lo social, dicen sus fundadores, ha sido porque las fuerzas productivas, auténtico motor de la historia humana, no habían llegado a un grado de desarrollo tal que permitieran al sabio conocer su verdadera importancia. Hasta que ese instante ha llegado no podía haber más que ensoñaciones y esperanzas utópicas sobre las reformas sociales.

Ya no habría que confiar en la buena intención y los sentimientos cristianos de caridad y amor al prójimo para combatir la miseria, porque, Carlos Marx habría demostrado en El capital, su obra magna, que la sociedad industrial capitalista se habrá de destruir por sí sola y tras su extinción vendrá la sociedad sin clases y sin Estado.

Así se pretendía haber refutado el socialismo utópico y haberlo sustituido por un programa efectivo de revolución social. Pero ¿era una refutación fundada? ¿No incurría el marxismo, pese a su teoría social pretendidamente científica, en el mismo utopismo que criticaba? Para contestar cabalmente estas preguntas es preciso considerar lo siguiente.

Los defensores clásicos del capitalismo habían pensado que en un sistema de mercado todo el mundo recibe a la larga tanto como aporta, razón por la cual el sistema es básicamente justo. Marx objeta que, por haber unos pocos propietarios de los medios de producción, es inevitable que los trabajadores aporten más de lo que reciben, razón por la cual el sistema es básicamente injusto.

Dada esta premisa fundamental, añade Marx, la propiedad industrial capitalista tiene que concentrarse cada vez más en menos manos. Estas pocas manos, que compiten entre sí por los mercados, causarán irremediablemente la pobreza creciente de los trabajadores. Los pequeños comerciantes, artesanos, agricultores y todas las otras profesiones medias se irán proletarizando necesariamente, ensanchándose más y más la zanja que separa a los propietarios de los proletarios. El proceso conducirá a una revolución en que los segundos expropien a los primeros, desaparezcan las diferencias entre clases y se extinga el Estado, pues su única razón de ser es la defensa de la propiedad privada. La sociedad del futuro, la que ponga por fin remedio a los males del presente, será, por tanto, una sociedad socialista, o comunista, pues todos los bienes serán comunes, y anarquista, pues el Estado no será necesario y habrá dejado de existir.

Si las predicciones de Marx sobre el mundo futuro hubieran sido deducciones correctas de una teoría sólida, si el socialismo marxista hubiera sido verdaderamente científico, entonces se habrían cumplido, lo que no ha sido el caso. Lejos de concentrarse en unas pocas manos, la propiedad se ha extendido más que nunca. Las grandes compañías y entidades financieras no pertenecen hoy a unos pocos hacendados, sino a cientos de miles de accionistas, y no son dirigidas por sus dueños, sino por consejos de administración. El nivel de vida de los trabajadores no ha descendido, sino aumentado. Las clases medias, lejos de ser absorbidas por el proletariado, han aumentado de tamaño y se han fortalecido. La confrontación entre clases económicas, en conclusión, no se ha agudizado, sino que prácticamente se ha extinguido.

Ninguna de las predicciones del marxismo ha sido certera. La más importante de todas, a saber, que el capitalismo habría de desembocar en un gigantesco colapso y ser sustituido por el comunismo y la desaparición del Estado, para que el gobierno de las personas dejara paso a la administración de las cosas, como había preconizado Saint-Simon, reposaba sobre un sentimiento de repulsa contra las injusticias del capitalismo y resultó ser solamente eso, un sentimiento. Lo cual pone al marxismo al lado del socialismo utópico que decía haber superado.

e) El Tercer Reino nacionalsocialista

La última construcción utópica ha sido de momento la hitleriana, orientada por la teoría darwiniana de la selección natural lo mismo que la marxista se había orientado por las leyes de la historia. Su objetivo era conseguir el hombre racial y culturalmente perfecto al que había de pertenecer el mañana.

La expresión “Tercer Reino” (Tercer Reich) puesta en circulación por los nazis tiene una historia milenaria. Al principio pareció significar el Imperio que viene después del Medieval y el de la época de Bismarck, pero Moeller van den Bruck (1876-1925) se encargó de darle un contenido viejo y revolucionario, teológico incluso, el de un Imperio de mil años durante el cual reinarían los hombres selectos y superiores. Tales hombres no habrían de ser superiores a los demás por su santidad y pureza, como en las utopías fundadas en el Antiguo y Nuevo Testamento, ni por su capacidad para guiar al proletariado a la tierra prometida del comunismo, como en las teorías de Marx y Lenin, sino por la selección natural darwiniana, que Alfred Rosenberg (1893-1946) quiso convertir en un principio filosófico para la reinterpretación de la historia de la humanidad.

La selección darwiniana es el fundamento de la teoría racial que Hitler expone en Mi lucha. Según se dice en esta obra, todo avance social es resultado de una lucha en que los más aptos sobreviven y los menos son exterminados. Los individuos de la misma raza se hacen la guerra, como también las razas entre sí. Las minorías selectas que sobreviven son expresión de superioridad racial y cultural. Las mezclas raciales lo son de decadencia.

Las civilizaciones superiores han sido creadas por una raza superior, la de los arios. Otras, como las negroides del sur de Europa, no son capaces de crear cultura, sino de transmitirla. Y, por último, existe otra, la judía, que solamente sabe destruirla. Estas son las tres clases de razas existentes.

La cultura superior exige, en consecuencia, que la raza superior, depurada de impurezas mediante severos programas de eugenesia y eutanasia, dirija la sociedad, lo que según los arúspices del nazismo, llegaría con el Tercer Reino (Reich), que habría de durar mil años.

3. Estructura general de las utopías revolucionarias

Como ha podido verse, el género utópico abarca un número grande de movimientos sociales, religiosos y filosóficos, que unas veces están dirigidos a la acción política y otras no. Todos coinciden en negar el presente, pero los que desembocan en la acción política lo hacen en nombre de un futuro feliz y justo. Su plan de acción se encuadra, según ellos, en el curso de la historia general de la humanidad, que se divide en tres etapas, siguiendo la escatología judeo-cristiana:

  1. a) La primera fue el periodo feliz y ordenado de los comienzos de la vida humana. En la escatología judía y cristiana es el Paraíso Terrenal, en la utopía marxista el comunismo primitivo, cuyas huellas habría descubierto Morgan entre las sociedades tribales de Norteamérica, etc.
  2. b) La segunda es la pérdida del orden y la felicidad del comienzo de los tiempos. Según el judaísmo y el cristianismo, el primer pecado de Adán y las posteriores injusticias de todos los hombres son la causa de las desgracias del presente. Según el marxismo, la aparición de la propiedad privada, que ha conducido hasta el capitalismo actual, es el origen de la desigualdad y la injusticia actuales. Según el nazismo, la contaminación de las razas es la causa de la degeneración del momento.
  3. c) La tercera es la recuperación del mundo ordenado y feliz original. Según las utopías judeo-cristianas, el Mesías que ha de venir restablecerá el acuerdo con el Padre y colmará la esperanza de sus fieles en un nuevo reino que durará mil años. Según el marxismo, será el proletariado, la clase social que sufre la máxima injusticia bajo la explotación capitalista, el que abra las puertas del futuro comunismo, donde ya no habrá desigualdades.

La fantasía de la tercera etapa, reproducción sublimada de la primera, que no es menos fantástica que ella pese a que en ocasiones parezca haber sido confirmada por datos empíricos, es el modelo negativo de la actividad política de toda clase de movimientos utópicos, milenaristas, escatológicos, etc. Todos ellos coinciden en que cuando han logrado sus propósitos y construido un poder a su medida, han reproducido y aumentado, a veces hasta extremos inauditos, las injusticias y desigualdades de la segunda etapa. Han reconstruido el presente. ¿Qué otra cosa cabía esperar que hicieran?

Puesto que el final a que realmente conducen es justamente lo que pretendían destruir, ha de decirse que las utopías son, desde el punto de vista de la práctica política, una repetición de la realidad por otros medios, y, desde el filosófico, una expresión de lo que no se quiere. Pueden definirse, en consecuencia como pensamiento político abstracto y negativo. Abstracto por estar separadas de la realidad y negativo por no ofrecer soluciones efectivas a las injusticias denunciadas.

4. Crítica del pensamiento utópico

Reproducimos a continuación una crítica del utopismo que sigue en gran parte la que en su momento hizo Karl Popper, por parecer que es una crítica certera cuyos fundamentos son el reverso del idealismo de que adolece todo utopismo, lo que la convierte en una crítica materialista.

Según se dijo en una lección anterior, el mundo social está compuesto de grupos divergentes y es tarea de la política tratar de conseguir un grado de convergencia tal que la coexistencia entre ellos sea posible. La convergencia puede conseguirse por medio de la persuasión o la fuerza.

La persuasión puede lograrse a su vez únicamente si antes existe en los sujetos la voluntad de persuadir y dejarse persuadir y es en esa posibilidad de intercambio de razones entre iguales, que lo son justamente en tanto que mantienen esa disposición, en lo que consiste la racionalidad que debe reinar entre los grupos. Esta racionalidad, no obstante, tiene una limitación inevitable: de nadie puede esperarse que esté dispuesto a persuadir a quien está dispuesto a matarlo. La racionalidad choca contra este muro que no puede superar.

En otro sentido del concepto de racionalidad, se dice que una conducta es racional si hace un uso adecuado de los medios para alcanzar el fin propuesto y que en caso contrario es irracional. Cuando el fin es la justicia o la igualdad las conductas políticas encaminadas a él serán racionales en la medida en que, en primer lugar, fijen sus objetivos con la máxima precisión y, en segundo, delimiten los medios de que han de hacer uso en relación a dichos objetivos.

El utopismo sería racional en este último sentido si pudiera fijar con precisión la sociedad ideal que se ha propuesto alcanzar. Pero, dado que existen utopías distintas e incluso contrarias entre sí, habría que disponer de un método racional para inclinarse por una de ellas. Pero tal método no existe ni puede existir. Solamente es posible la elección racional entre medios, no entre fines. Puede construirse, por ejemplo, una central nuclear o una hidroeléctrica. La ciencia es capaz de ambas cosas y puede decidir cuál es más costosa, más fácil de hacer, etc. De lo que no es capaz es de decidir cuál es preferible. Esa es una decisión que debe haber sido tomada antes de que el científico ponga los medios para ejecutarla.

El partidario de una utopía se ha inclinado ya por una cierta sociedad ideal. Como su decisión es contraria a otras y no puede haber tolerancia entre ellas, tendrá que renunciar a sus propósitos, persuadir a sus adversarios o aplastarlos.

Si no renuncia a sus propósitos y opta por persuadir a sus adversarios se encontrará con que la tarea es prácticamente imposible. Tendrá que extirpar sus opiniones de tal manera que consiga incluso borrar toda memoria de las mismas, para que no pueda haber un nuevo brote. Ante la dificultad insuperable de este método, el utopista tendrá que recurrir a la violencia. Será, pues, irracional también en el primer sentido que se ha indicado más arriba.

Pero esto es sólo el principio. Una utopía se fragua en un determinado momento histórico de cambio social, sufrimiento, fervor religioso, revolucionario, etc. Entonces se ofrece a los fieles un reino feliz concreto, hacia el cual echan todos a andar. Cuando el momento inicial ha pasado sucede a menudo que el reino feliz ya no lo es tanto, por lo que hay que diseñar uno nuevo y cambiar el sentido de la marcha. Si esto se repite varias veces más, como ha pasado frecuentemente en la historia, resultará que los fieles han hecho grandes sacrificios para encontrarse en el punto de partida o en otro mucho peor.

Si, pese a todo, el movimiento utópico sigue siendo vigoroso tendrá que utilizar a fondo la demagogia y la propaganda política para aniquilar al adversario y aplastar toda crítica. Pero entonces ya no será la sociedad ideal lo que se esté persiguiendo, sino las ideas que vayan saliendo de la cabeza de algún jefe convertido en un dios para sus seguidores y la utopía se habrá convertido en tiranía.

Se objetará, no obstante, que el ideal sigue siendo algo bueno en sí, independientemente de los abusos que se cometan en su nombre, pero es un error. Si es buena la idea de una humanidad feliz en el futuro, también es buena la de una humanidad feliz en el presente. ¿Por qué ésta ha de convertirse en un medio para un fin? ¿Por qué ha de ser sacrificada en aras de la otra?

Cuando el utopista responde que el presente es transitorio olvida que el futuro también lo es. Todas las edades y generaciones son en realidad transitorias y no hay una sola que sea definitiva, una a la que todas las demás debieran ser sacrificadas. Todas son iguales y ninguna es medio o fin para las demás. Luego la desdicha de una no puede ser compensada con la felicidad de otra.

Es, por tanto, un absurdo sacrificar el presente por el futuro, porque el futuro, cuando sea presente, también deberá ser sacrificado por otro futuro posterior, y así hasta el infinito. No hay, por tanto, un futuro detrás de todo futuro que esté aguardando a la humanidad, un reino definitivo de justicia a donde conducen los ríos de la historia. La humanidad no tiene más que presente. Su futuro lejano es, como el de todas las especies, la extinción.

¿Significa esto que debe renunciarse a los ideales? No, en absoluto; sólo que en lugar de dirigir la actividad hacia la consecución del bien, debe dirigirse hacia la eliminación del mal. Combatir la enfermedad, el analfabetismo, la pobreza, etc., es algo que puede hacerse por medios directos e inmediatos, sin necesidad de pergeñar una sociedad perfecta de imposible realización, que, además, tiene el efecto pernicioso de apartar a muchos hombres del trabajo concreto. Los males presentes son muy reales. La felicidad futura es irreal.

A quienes creen que la utopía es lo que da verdadero sentido a la actividad política, hay que responderles que o bien la utopía confiere sentido a la acción política en tanto que al menos algunos aspectos suyos determinan resultados prácticos políticos (“lo que es utópico hoy será algo real y efectivo mañana”), con lo que se querría decir que la utopía confiere sentido cuando no es utopía, o bien que da sentido a la vida de los hombres no en función de los resultados obtenidos, sino de su influencia tranquilizadora sobre ellos como algo que permite descargar tensiones, terrores o desesperanzas, y entonces la utopía sería el opio del pueblo, un autoengaño o una falsa conciencia. Si la vida tiene que tener sentido, este sentido debe ser racional y posible. Si se fijan objetivos irrealizables entonces los actos encaminados a alcanzar tales objetivos quedan privados de sentido.

Si es imposible fijar racionalmente un reino feliz para la humanidad, un estado de felicidad y paz perpetua para todos, no lo es determinar los males de nuestra sociedad y señalar lo que ha de hacerse para erradicarlos. Desconocemos el bien, pero conocemos el mal. Hemos de evitar y buscar aquél en la medida en que no ocasionemos un mal a nadie.

Fernández Rueda, Emiliano yGiménez Pérez, Felipe
Lecciones de filosofía: Bachillerato, cap. XVIII


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Aquino, S. Thomae de, Summa theologiae

Santo Tomás fue un filósofo y teólogo dotado de una gran capacidad de asimilación y ordenamiento de los elementos más dispersos. A nadie se sujetaba y a ninguna escuela pertenecía, de todas partes tomaba las ideas o teorías interesantes para construir con ellas un edificio de líneas elegantes y bien trabadas en el que cada puntal se apoya en otro y sostiene a un tercero de manera que todos contribuyen al fortalecimiento de un conjunto elegante y bien construido similar a las catedrales góticas, como la de Burgos. En la búsqueda de piezas para su obra no olvidó a nadie, ya fuera latino, griego, judío o musulmán. A todos trataba con respeto, pero con ninguno transigía, porque estaba convencido de que la filosofía no se ha hecho para saber qué piensan los hombres, sino cuánto hay de verdad en ellos. Ejemplo magno de todo ello es la «Summa theologiae», obra cumbre del periodo medieval.


Summa_theologiae_primaAquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Prima (texto latino)
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Summa_theologiae._Prima_secundaeAquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Prima secundae (texto latino)
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Summa_theologiae._Secunda_secundae_1Aquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Secunda secundae. 1 (texto latino)
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Summa_theologiae._Secunda secundae_2Aquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Secunda secundae. 2 (texto latino)
Enlace a libro impreso


Summa_theologiae._TertiaAquino, S. Thomae de
Summa theologiae. Tertia (texto latino)
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Esquema de De ente et essentia

Esquema de De ente et essentia de Santo Tomás de Aquino

Capitulo I: Significado de ente y esencia.

Ente: se dice de dos maneras:

  1. a) La que lo divide en diez géneros. Modos de realidad, denominados predicamentos o categorías. El primero de estos, la sustancia, que existe en sí. Los nueve restantes: cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, situación, acción y pasión, existen en una sustancia concreta.
  2. b) Designa todo ente del cual pueda formarse una proposición afirmativa, aún cuando sea el caso de que no ponga nada en la realidad. Es decir, todo lo que pueda ser sujeto de una proposición afirmativa. Así se dice que la ceguera está en los ojos.

Escolio

  1. a) Con la primera acepción, se designa un ente que pone algo en la realidad, señalando así un compuesto de esencia y existencia. Por eso debe tomarse el nombre de esencia de este primer significado.
  2. b) Con la segunda acepción, no se designa un ente que tenga esencia, pues como se expresa en el ejemplo citado la ceguera no añade, sino mas bien se trata de una negación, carencia de visión.
  3. c) El ente dicho del primer modo, se divide en diez géneros en consecuencia, es necesario que la esencia signifique algo común a todas las naturalezas, y de esto resulta asimismo la diversificación en géneros y especies.

Entramos ahora en otro concepto, la quididad. Término similar al de esencia pero distinguiéndose de ésta, en la precisión de la existencia. Lo que una cosa quede constituida dentro de un género propio o una especie, es lo que viene significado por medio de la definición que indica qué es la cosa.

También se le dice forma, o naturaleza, según la definición clásica de Boecio: todo aquello que de una manera o de otra pueda ser captado por el entendimiento, siendo así que es inteligible en virtud de su definición y esencia. Este significado de naturaleza parece afirmar la esencia de la cosa según presente orden a su operación propia, ya que ninguna naturaleza puede ser destituida de la operación que le es propia.

Diferencia entre esencia y quididad: la esencia se dice según que por ella y en ella tiene existencia el ente. Mientras que la quididad se toma de lo que es significado por medio de la definición.

Capítulo II: Esencia de las sustancias materiales o compuestas.

El ente se dice en primer lugar de las substancias, que existen in se. Y en segundo lugar de los accidentes, existentes in alio. La esencia reside propiamente en las substancias y solo de modo derivado o secundum quid en los accidentes. Pero hemos de afirmar que ambos son ente, distinguiéndose en el modo de poseer la esencia, la substancia en si y los accidentes de modo derivado o secundum quid.

Entre la substancias que conocemos (en mi opinión solo las compuestas y con dificultad), existen unas que son simples y otras que son compuestas. En ambas hay esencia, pero de modo más verdadero en las simples, que son causas de las compuestas.

En las sustancias compuestas se observan la materia y la forma. La materia no es la esencia ni tampoco lo es la forma, consideradas ambas aisladas. El hombre, compuesta de alma y cuerpo no se dice que su esencia sea el alma, ni mucho menos el cuerpo.

La materia no es la esencia de algo porque en razón de ella un ente no se inserta ni en un género ni en una especie. Por ello no es principio de conocimiento, ni tampoco se determina a un género o a una especie. La materia no hace que algo pase de potencia a acto, eso es función de la esencia, que estando en acto una causa extrínseca a ella la hace pasar en potencia y por ello nos es inteligible.

Tampoco la forma sola puede llamarse esencia, pues la esencia es la definición de la cosa, pero la definición de las sustancias naturales no solo contiene la forma sino también la materia, de lo contrario no habría diferencia entre las definiciones naturales y las matemáticas: la definición de un objeto matemático no comprende la materia, mientras que la de las sustancias materiales si la comprende.

En la definición de estas sustancias naturales, no debe entenderse a la materia como algo advenido a la forma, agregado a su naturaleza o esencia. Esto es propio de los accidentes, que no poseen en sí la esencia y reciben de este modo en su definición un sujeto exterior a su género.

Sirvamonos de un ejemplo: Cuando defino un león, digo de él que es un ser vivo. Este enunciado no precisa que determine que es un cuerpo, pues en su misma definición lo contiene, de otro modo qué sería lo que estuviera vivo sino un cuerpo. Pero sí debo precisar si se trata de un macho o una hembra, esto es accidental y sobrevenido a la definición.

Conclusión: El nombre de esencia en las sustancias compuestas se aplica o incluye materia y forma.

Boecio nos dice que la ousía es el compuesto. Ousía es para los griegos lo que para nosotros esencia. En la misma línea Avicena recoge que la quididad de las sustancias compuestas es la misma composición de materia y forma. El comentador afirma a propósito del libro VII de la Metafísica de Aristóteles: La naturaleza que tienen las especies en las cosas nacidas es algo intermedio, esto es, un compuesto a partir de la materia y la forma.

La existencia del compuesto no es solo la de la forma ni la de la materia, sino la del compuesto mismo. La esencia dice lo que es la cosa, hace que algo sea un ente. Por esta razón es preciso que la esencia recoja materia y forma, aunque la forma sola sea a su modo la causa de la existencia y de la esencia.

Escolio

Siendo la materia principio de individuación se sigue que la esencia que comprende materia y forma sea sólo particular y no universal, de lo que se deduce que los universales no tienen definición, pues como se dijo la esencia es aquello que se significa por medio de la definición.

Sólo es posible definir las esencias de las substancias naturales, éstas son particulares, luego no es posible definir las los universales universales. Este error se soluciona del siguiente modo:

  1. La materia es sólo principio de individuación cuando se encuentre signada, particularizando un ente. Considerada bajo unas dimensiones determinadas.
  2. Esta materia no es la que entra en la definición de esencia, sino aquella que no está signada. La idea de materia en general.
  3. Así cuando definimos a Sócrates no definimos esta materia no signada, sino la signada, que no es la que pondríamos en la definición de hombre como tal. Por tanto al definir un particular utilizamos la materia signata quantitate, mientras que en la definición universal de hombre utilizamos aquella no signada, la idea de materia. Así salvamos las esencias de los particulares y la de los universales.

Capítulo III: Diferencias de las esencias en las sustancias materiales.

  1. La esencia de hombre y de un hombre particular: Sócrates, difieren como lo no signado y lo signado. Del mismo modo difieren la esencia del género y la de la especie. La designación del individuo respecto de la especie se da por medio de la materia signada, pero la especie respecto del género se da por medio de la diferencia constitutiva, que se extrae de la forma de la cosa, esto es la diferencia específica.

Explicación:

La designación que se da en la especie respecto del género no se da por algo que se encuentre en la esencia de la propia especie . Ni tampoco en la esencia del género. pues todo elemento de la especie se encuentra en el género, sólo que de forma indeterminada. Así es lícito predicar del hombre que es animal, pues lo es todo él, no una parte suya. De lo contrario, la especie sería algo ajeno al género y el hombre no sería todo él animal y hombre, sino una parte hombre y otra animal.

El cuerpo tomado en sentido de parte animal difiere si lo tomamos en sentido de género.

Cuerpo puede tomarse con varios significados:

1º) En cuanto que es predicamento de la sustancia. El primer predicamento es la substancia, el segundo y primero de los accidentes es la cantidad. En este sentido cuerpo es una naturaleza que tiene dimensiones mensurables. (La res extensa cartesiana. Lo primero que advertimos al observar una sustancia corporal.) Estas dimensiones mensurables son tres: ancho, largo y profundo. Y constituyen el cuerpo entendido en el género de la cantidad.

2º) Entre las cosas sucede que algunas que poseen una perfección pueden alcanzar otra superior. Así ocurre con el hombre que teniendo una naturaleza sensitiva, tiene otra mayor, la intelectiva. La perfección de la forma en el cuerpo es que tiene tres dimensiones, pero a esa naturaleza puede añadirse otra perfección no advenida de la forma estricta del cuerpo. Así resulta que el cuerpo es parte integral y estricta de lo animal y el alma será algo sobrevenido al cuerpo. Resultando así un compuesto de alma y cuerpo como partes integrantes del mismo compuesto.

3º) Este cuerpo, entendido como forma perfecta: poseedora de las tres dimensiones. Puede adquirir una ulterior perfección. Un primer grado, la sensibilidad, y otro mayor la racionalidad. El último incluye el primero, pero el primero no incluye este último grado. Observamos que estas perfecciones son diferencias según la especie, implícitas en el género, pero no en acto, pues de lo contrario todo cuerpo sería sensible y racional. Cosa absurda pensarla. Así el género incluye la forma, que es lo propio, y también sus posible diferenciaciones.

El género significa de modo indeterminado todo el contenido de la especie y no solo el de la materia. Del mismo modo que la diferencia especifica significa todo el de la especie y no sólo el de la forma, pero de modo distinto la expresión del todo por parte del género indica la determinación de la materia sin contar con la determinación propia de la forma. Por eso es de la materia de donde se toma el género, pese a que éste no es materia. Lo contrario sucede con la diferencia que es una determinación generada en la forma por la que se excluye toda materia determinada.

A favor de esto expresa Avicena que el género no está en la diferencia como una parte de la esencia de éste, sino como un ente externo a la quidididad o la esencia. Por ello no se predica el género de la diferencia. Pero la definición o especie comprende una y otra a saber, una materia determinada que viene nombrada por el nombre de género y una forma determinada que se nombra con el de diferencia.

Conclusión: el género, la especie y la diferencia están relacionadas proporcionalmente con la materia, la forma y el compuesto existentes en la naturaleza, pero no son lo mismo que ellos, pues ni el género es la materia sino que se toma de ella para designar el todo, ni la diferencia es la forma, sino que se toma de ella para designar el todo. Ejemplo: el hombre es un compuesto: animal racional y no está hecho de un animal y un racional, pero sí decimos que está compuesto de un alma y un cuerpo. Resulta así como una tercera cosa diferente de sus dos componentes, pero no es ni alma ni cuerpo.

El género expresa la esencia entera de la especie, pero no por ello ha de admitirse que hay una sola esencia para las diversas especies que caen bajo el mismo género, porque la unidad de éste viene de su propia indeterminación o indiferencia. Tampoco lo expresado por el género es una naturaleza dividida en especies a la que sobreviene una cosa distinta, la diferencia que lo determina, como determina la forma a la materia, que es numéricamente una, sino que el género expresa la forma, pero no esta o aquella determinada, sino la que expresa de manera determinada por la diferencia, la cual no es otra que la expresada de modo indeterminado por el género.

Lo mismo que el género en cuanto se predica de la especie lleva implícito en su significado de manera indeterminada todo lo que de manera determinada hay en la especie, también la especie en cuanto se predica del individuo expresa de manera indeterminada todo lo que hay en la esencia del individuo.

Escolio: La determinación de la especie respecto del género se produce por medio de las formas y la del individuo respecto de la especie se produce por medio de la materia signada.

Capítulo IV: Relación de las esencias con las intenciones lógicas.

La noción de género, especie o diferencia, se predica de un particular señalado, en consecuencia es imposible que la noción de género o especie, convenga a la esencia según que se signifique a modo de parte, como el nombre de humanidad o animalidad. Por lo mismo dice Avicena que la racionalidad no es la diferencia, sino principio de diferencia, y la misma de humanidad no es la especie, ni la animalidad es el género.

No es posible decir que la razón de género o especie o diferencia convenga como aquello que es existente fuera de los singulares, como ponían los platónicos, ya que género y especie no se predican de este individuo. Así el concepto de género o especie o diferencia que convienen a la esencia, según aquello que se es significado del todo, como el nombre de hombre o animal, en cuanto que implícita e indistintamente contiene todo aquello que está en el individuo.

La esencia así comprendida puede ser considerada de doble manera:

  1. Un modo, según su naturaleza y su razón propia es decir según su contenido, consideración absoluta. Nada es verdadero de ella sino lo que le conviene en sí según que es su contenido: por lo mismo cualquier otra realidad que se le atribuya, es falsa. Ejemplo: al hombre, en aquello que es hombre, conviene lo racional y lo animal y todo aquello que caiga bajo su definición; blanco o negro o cualquier modo de este tipo que no es su razón de humanidad, no conviene del hombre en aquello por lo que es hombre.
  2. Un segundo modo es considerar según que esté en sí en éste o en aquél individuo y así se trata de la predicación accidental en razón del sujeto en que se halla, como cuando se dice que el hombre es blanco, ya que Sócrates es blanco, aún cuando esto no convenga del hombre en cuanto es hombre.

Esta misma naturaleza posee un doble ser: uno en los singulares, otro en la mente, y en ambos casos se enuncian accidentes a la naturaleza. En los singulares la existencia es múltiple según la diversidad de los singulares, pero la existencia de éstos no pertenece a la naturaleza considerada en sí misma, en sentido absoluto. Pues es falso decir que la naturaleza del hombre, en cuanto hombre, exista en este singular, pues si su ser en este singular conviniera del hombre, en cuanto hombre, nunca podría estar fuera de este singular; si conviniera del hombre, en cuanto hombre, no ser en este singular, nunca sería en él. Sin embargo el hombre, en cuanto hombre, no tiene existe en este singular o en otro. Es evidente por tanto que la naturaleza del hombre absolutamente considerada hace abstracción de cualquier existencia pero no hasta el punto de no incluir algo de ellos. Esta naturaleza así considerada es la que se predica de todos los individuos.

Objeción:

  • Más no se puede afirmar que se trata de una noción universal, pues lo propio del concepto es que convenga tanto la unidad como la comunidad.
  • Igualmente también no es posible decir que la noción de género está en la naturaleza humana del mismo modo que en los individuos. Pues que no se encuentra en los individuos la naturaleza humana única y a la vez que se aplique a todos, como si la unidad conviniera a muchos, tal como lo exige el carácter de noción universal.

La noción de especie se aplica a la naturaleza humana en tanto que existe en el entendimiento. Esto es porque la naturaleza humana tiene en el intelecto una existencia separada de toda nota individualizadora y se aplica de modo uniforme a todo individuo particular.

La naturaleza considerada en absoluto conviene al predicarse de un particular, pero no le conviene la noción de especie, sino es sólo por los accidentes que se sigue de tal naturaleza. Por eso no decimos que Sócrates es una especie o su especie. Pero si es cierto que cuanto conviene al hombre en cuanto es hombre se predica de Sócrates.

Aunque esta naturaleza intelectual es universal en tanto que es aplicable a las cosas existentes fuera del intelecto, sin embargo no es concepto particular según que existe en este o aquel intelecto.

Es errónea entonces la conclusión en el libro tercero de el Comentarista, quien pretendió deducir la unidad del entendimiento en todos los hombres de la universalidad de la forma en el entendimiento, porque la universalidad de esa noción no proviene del existir que posee en el entendimiento, sino de la relación que guarda con las cosas como imagen de ellas que es.

El género puede ser predicado del individuo por cuanto integra su definición. Dado que la predicación es una función del entendimiento que analiza y sintetiza teniendo como fundamento la cosa, la unidad de elementos relacionados. Por consiguiente, la predicabilidad puede incluirse en la noción de género y la acción correspondiente es completada por el entendimiento. Sin embargo, lo que el entendimiento considera como predicable, al compararlo con otro no es el género sino más bien aquello a lo cual el entendimiento atribuye la función de género, como ocurre con el término «animal». De esta manera queda de manifiesto la relación de la esencia o naturaleza con la noción de especie, a saber, que la noción especie no se origina en los elementos pertenecientes a la esencia absolutamente considerada ni en los accidentes que la acompañan en su existencia individual fuera del alma (tal es el caso de la blancura y la negrura), sino en función de las características accidentales que la acompañan por el hecho de tener una existencia en el entendimiento. Y de una manera similar corresponden a la esencia o naturaleza las nociones de género o diferencia. (Este capítulo no estará del todo bien redactado porque me ha costado mucho trabajo comprenderlo y he preferido ser fiel al texto)

Capítulo V: La esencia en las sustancias separadas.

  1. Es indispensable que toda sustancia inteligente tenga plena inmunidad respecto a la materia, de manera que la materia no entre a formar parte de ella, ni sea forma impresa en la materia, como ocurre con las formas materiales.
  2. No cabe afirmar que no toda materia impide la inteligibilidad sino sólo la materia corporal. Si el impedimento de la inteligibilidad de un objeto proviniera tan sólo de su materia corporal, Habría que decir que la materia impide la inteligibilidad debido a la forma corporal. Y esto no es así porque la forma corporal se hace actualmente inteligible como las demás formas, es decir, las que están abstraídas de materia. Por consiguiente el alma o inteligencia no está compuesta de materia y forma, entendiendo por materia lo que constituye las sustancias corporales, sino por la composición de forma y existencia. Por eso Aristóteles afirma que la inteligencia tiene forma y existencia, entendiendo por forma la misma quididad o naturaleza simple.

Explicación:

Cuando de dos cosas entre sí relacionadas, una es, respecto a la otra, causa de su existencia, la que ejerce función de causa puede existir sin la otra, pero no a la inversa. Tal es el caso de la relación entre materia y forma: la última es causa de la existencia de la primera, por eso es imposible que exista materia sin forma y en cambio no lo es que exista forma sin materia. La forma en cuanto tal no depende de la materia, y si hay formas que sólo pueden existir en la materia, esto proviene de su distancia respecto al primer principio, que es el acto puro y primero. (Creo que es un poco platónico en este punto) De modo que las formas próximas al primer principio son formas que subsisten sin materia, ya que, como se ha dicho, la forma, en todo su género, no necesita de la materia. Estas formas son las inteligencias y, por lo tanto, no es necesario que sus esencias o quididades sean otra cosa que su forma misma.

Diferencia entre sustancia simple y compuesta: la esencia de la sustancia compuesta no sólo es forma sino también materia, en cambio la esencia de la sustancia simple es sólo forma. De ahí derivan otras dos diferencias:

1º) La primera consiste en que la esencia de la sustancia compuesta puede ser tomada como todo o como parte, lo cual se da debido a la posibilidad de señalar la materia. Por eso la esencia de la cosa compuesta no se puede predicar de cualquier manera.

Pero la esencia de la realidad simple, que es su forma, no puede ser expresada sino como totalidad, puesto que ella contiene su forma como recipiente de la misma forma; por lo tanto, de cualquier manera que se tome, la esencia de la sustancia simple siempre se puede predicar de la propia cosa simple. Avicena dice que la quididad de la sustancia simple es la propia sustancia simple, porque no tiene otro elemento para contener su esencia.

2º) La segunda diferencia consiste en que las esencias de las cosas compuestas, se multiplican según la multiplicación de la materia, y así puede ocurrir que coincidan en la especie y difieran en el número. La esencia de las sustancias simples, no se individualiza en la materia, por lo tanto en esas sustancias no hay pluralidad de individuos dentro de la misma especie, sino que tantos son los individuos cuantas las especies.Si bien estas sustancias son formas sin materia, en ellas la simplicidad no es toda como para ser acto puro, sino que son mezcla de potencia. Cualquier cosa que no entra en la noción de esencia, proviene desde afuera y entra en composición con ella, porque ninguna esencia puede concebirse sin sus partes. En cambio, toda esencia puede concebirse sin que a su noción se incorpore nada de su existencia; por ejemplo, puedo entender qué es un Ave Fénix e ignorar si existe. Por lo tanto es claro que la existencia difiere de la esencia, a no ser que exista alguna cosa cuya esencia sea su propia existencia; esta cosa no puede ser sino una y la primera. Hay un ser que es existencia pura de tal manera que su existencia no puede devenir, ese ser no es propio el agregado de una diferencia, pues entonces ya no sería existir puro, sino su existir más una forma; mucho menos podría padecer adición de materia, pues entonces sería un ser material y no un existir subsistente.

En conclusión un ser que sea su propio existir, no puede ser sino único.

En las inteligencias es necesario que, además de la forma haya existencia.

Todo lo que corresponde a una cosa, o surge de los principios de su naturaleza, como la risa en en el hombre. Pero no es posible que el existir mismo sea causado por la forma o quididad de la cosa, si se entiende por causa la causa eficiente porque entonces una cosa sería causa de sí misma, dándose el ser a sí misma, lo cual es imposible. ( De aquí resulta denominar a Dios como causa de sí mismo = juicio ilógico) Por lo tanto es necesario que, para toda cosa cuyo ser sea distinto de su naturaleza, el existir provenga de otra. Es necesario que exista algún ente que sea causa de todas las cosas, siendo él solamente ser, pues de lo contrario habría una sucesión infinita de causas, por cuanto toda cosa que no es existir puro exige una causa de su existir. ( Me parece este un razonamiento muy fino, en el sentido de muy sútil y bien hilado).

Resumiendo: la inteligencia es forma y existencia y recibe el ser del ser primero, que es existir puro. Este ser es la causa primera, que es Dios. Pero todo ser que recibe algo de otro, está en potencia respecto a él, y lo recibido es para él su acto. De esto se sigue que la inteligencia que es forma debe estar en potencia respecto del ser que recibe de Dios, y el ser recibido debe ser acto.

La quididad de la inteligencia es la inteligencia misma, y su ser recibido de Dios es aquello que la hace subsistir en el mundo de las cosas reales. Por este motivo algunos autores afirman que una sustancia tal está compuesta «de aquello por lo cual es y de aquello que es» o, como dice Boecio»de lo que es y de su existencia«. Admitiendo que en las inteligencias hay potencia y acto, no hay dificultad para aceptar una multitud de inteligencias, lo cual sería imposible si en ellas no hubiera ninguna potencia. De ahí que el Comentarista afirme que si nos fuera desconocida la naturaleza del entendimiento potencial, no podríamos descubrir la multiplicidad de las sustancias abstractas, las cuales se distinguen por el grado de potencia y acto, de suerte que la inteligencia superior, que está más cerca del ser primero, posee más acto y menos potencia, y lo mismo ocurre con las demás. Esto se cumple también para el alma humana, la cual ocupa el último peldaño en la escala de las sustancias intelectuales. Por eso el entendimiento potencial tiene a las formas inteligibles como la materia prima, la cual ocupa el último lugar en la escala de los seres sensibles junto a las formas sensibles. Por esta razón el Filósofo la compara a una «tabla rasa» en la que nada hay escrito aún. Y por tener más potencia que las demás sustancias inteligibles resulta más cercana a lo material, de manera que esto entra a participar de su existencia y de la unión de ambos, alma y cuerpo, resulta un solo ser compuesto, aunque este ser, por ser del alma, no dependa del cuerpo.( Creo que aquí puedo encontrar la razón para afirmar que el alma cuyo principio fundamental es la actividad racional sigue con esta función en la vida ultraterrena y que por ello, aunque no está completa no necesita el cuerpo para entender).

Por exigencia de las jerarquías, después de esta forma que es el alma, existen otras cuya potencia es mayor y se hallan más cerca de la materia, de tal suerte que sin la materia no pueden existir. Y en estas formas también hay un orden y gradación hasta llegar a los elementos, las formas más próximas a la materia.

En esta última parte recoge el doctor angélico, las distintas almas de la doctrina aristotélica: alma vegetativa, alma sensitiva y alma intelectiva. Y en ésta última parece haber unas que están más cerca del principio puro intelectivo, las cuales se encuentran sin materia por razón de su naturaleza, éstos seres son los ángeles. Que como se observa se distinguen por sus especies.

Capítulo VI: Clases de esencia y relaciones con las intenciones lógicas.

En las sustancias la esencia se puede hallar de tres maneras:

1) En primer lugar, hay una sustancia que es Dios, cuya esencia es su propia existencia, por ello algunos filósofos señalan que Dios no tiene quididad o esencia. Por ello Dios no puede ser incluido en ningún género, ya que todo ser incluido en un género debe tener quididad además de existencia.

El ser que Dios es, es de tal condición que no se le puede hacer agregado alguno, de manera que por su suma simpleza es un ser distinto de todo otro ser. Por Aristóteles afirma que la individuación de la causa primera, que es existencia pura, se produce en razón de su propia bondad.

Aunque Dios sea tan solo existencia, no por ello carece de otras perfecciones o noblezas sino que posee cuantas pueda haber en los diversos géneros. Pero Dios posee las perfecciones en modo más excelente que todas las demás cosas, porque en Él son unidad mientras en ellas son diversidad. Y esto es así en razón de la simplicidad de su ser.

2º) En segundo lugar, la esencia se halla en las sustancias intelectuales creadas, en las cuales una cosa es el ser y otra su esencia. Por lo tanto la existencia de estas sustancias no es absoluta sino recibida y por ello finita y limitada a la capacidad de la naturaleza que la recibe, pero su naturaleza o quididad es absoluta, es decir, no es recibida en ninguna materia. No existe multiplicidad individual dentro de una especie a no ser en el caso del alma humana, debido al cuerpo al cual se une: materia signata quantitate. Y, aun cuando su individuación depende del cuerpo en cuanto a su comienzo, pues el alma no adquiere su ser individual sino en el cuerpo del cual es acto, no se concluye que pereciendo el cuerpo pierda el alma su individuación, pues teniendo el alma un ser absoluto gracias al cual adquirió su ser individual, al ser forma de este cuerpo particular, aquel ser permanece.

Dado que en estas sustancias la quididad no es lo mismo que la existencia, ellas son denominadas en categorías, y por eso en ellas se encuentra género, especie y diferencia, como sus diferencias propias nos son desconocidas, por eso se las expresa mediante las diferencias accidentales que tienen su origen en las esenciales. Así la causa se manifiesta por su efecto. Ejemplo: como cuando se toma como diferencia del hombre el tener dos pies. (Este razonamiento del Aquinate me vuelve a parecer muy sutil) Pero los accidentes propios de las sustancias inmateriales nos son desconocidos, por eso a sus diferencias no las podemos expresar directamente ni mediante sus diferencias accidentales. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el género y la diferencia no tienen igual valor en las cosas inmateriales que en las sensibles, ya que en las cosas sensibles el género procede de lo material que hay en ellas mientras que la diferencia se toma de lo formal. Por eso dice Avicena al que en las cosas compuestas de materia y forma,“la forma es diferencia simple de aquello que ella constituye”, lo cual no significa que la propia forma sea la diferencia, sino que es el principio de donde surge la diferencia. Esta diferencia se llama «diferencia simple» porque procede de algo que es parte de la quididad, a saber, la forma. En cambio, las sustancias inmateriales, como son simples quididades, su diferencia no puede originarse de aquello que es parte de su quididad, sino de la quididad toda.

De modo igual en las cosas inmateriales el género tiene su origen en toda la esencia, pero de manera distinta, pues dos sustancias abstractas coinciden en la inmaterialidad pero difieren en el grado de perfección según su distancia a la potencia y su cercanía al acto puro.

Conclusión: En ellas se considera género aquello que poseen en razón de su inmaterialidad, como por ejemplo su intelectualidad o algo equivalente, y en cambio se toma como diferencia a su grado de perfección, que nos es desconocido. Estas diferencias provienen del grado de perfección que no diversifica la especie. El grado de perfección con que un sujeto recibe una misma forma no da origen a una especie distinta, como no la constituye lo más blanco o menos blanco que participan de la misma especie «blancura». Pero los distintos grados de perfección de las propias formas o naturalezas participantes, diversifican la especie, así como la naturaleza avanza por grados desde las plantas a los animales, pasando por grados intermedios entre ambos. (Recoge nuevamente la tesis de la naturaleza de Aristóteles)

3º)En tercer lugar, la esencia se halla en las sustancias compuestas de materia y forma, en las cuales la existencia es recibida y finita, por cuanto les viene de otro ser; además su naturaleza o quididad es recibida de la materia signada.

Capítulo VII: La esencia de los accidentes

1) La esencia es lo que se expresa mediante la definición, los accidentes tienen esencia en la medida que tienen definición. Pero su definición es incompleta, pues no pueden ser definidos sin incluir al sujeto. Esto ocurre porque los accidentes no tienen una existencia independiente del sujeto, y así como de la unión de la forma y la materia resulta el ser sustancial, cuando el accidente se agrega al sujeto resulta el ser accidental. Lo que ya vimos anteriormente ser in alio o se in se. Por esto es que ni la forma sustancial ni la materia tienen esencia completa, pues en la definición de la forma sustancial se debe introducir aquello de lo cual es forma. Su definición se obtiene agregando algo que no pertenece a su género, como ocurre en la definición de la forma accidental.

2) Entre las formas sustanciales y accidentales hay gran diferencia: la forma sustancial no tiene el ser absoluto independientemente de aquello a lo cual pertenece, como tampoco lo tiene, la materia. De la conjunción de ambas resulta el ser en el cual la cosa susbsiste por sí misma. La forma en sí misma no incluye la noción completa de esencia, es parte de una esencia completa. Más el sujeto que recibe un accidente es un ser completo en sí, subsistente en su propio ser. Este ser naturalmente precede al accidente que se le agrega, por eso al unirse el accidente al sujeto al cual se añade no da origen al ser en el cual subsiste y por el cual la cosa es ser por sí mismo, sino que produce un ser secundario, sin el cual puede entenderse la cosa subsistente, de la misma manera que lo primero puede entenderse sin lo segundo. De la unión entre el accidente y el sujeto no resulta unión accidental. De su conjunción no nace una determinada esencia, como sucede cuando se une la forma a la materia.

Lo más importante y verdadero que se dice de cualquier cosa genérica es aquello que causa las propiedades de las demás que le siguen en el mismo género. La sustancia que es el principio en el género del ser y es primaria y poseedora de la esencia, debe ser la causa de los accidentes que de manera secundaria participan del ser.

Esta participación se da de diverso modo, pues siendo las partes de la sustancia la materia y la forma, ciertos accidentes propios de la forma acompañan a la forma mientras otros acompañan a la materia. Existe un tipo de forma cuyo ser no depende de la materia, como el alma intelectual; la materia, en cambio, tiene su ser por la forma. Por lo mismo en los accidentes derivados de la forma hay algo que no tiene comunicación con la materia como el entender no se verifica en un órgano corporal. En cambio, hay otros accidentes derivados también de la forma que sí tienen comunicación con la materia; como el sentir. Pero no hay ningún accidente derivado de la materia que no tenga comunicación con la forma.

3) En los accidentes derivados de la materia existe diversidad. Algunos accidentes derivan de la materia en razón de su orientación hacia una forma especial; por ejemplo, lo masculino y lo femenino en los animales, que provienen de la materia. Otros accidentes, en cambio, derivan de la materia en cuanto ésta se relaciona con una forma general, por eso perduran en la materia aun desaparecida su forma especial.

Atendiendo a que toda cosa se individualiza por la materia y se clasifica en géneros o especies por su forma, los accidentes que derivan de la materia son accidentes del individuo. En cambio, los accidentes derivados de la forma son las características propias del género o especie, por eso se encuentran en todos los individuos que participan de esa naturaleza genérica.

  1. a) Los accidentes derivados de los principios esenciales son causados por el acto perfecto, por ejemplo el calor deriva del fuego, que siempre es actualmente cálido,
  2. b) En otros sujetos derivan en razón de su aptitud y entonces reciben sus accidentes de algún agente externo, como la diafanidad del aire que se completa mediante un agente lúcido exterior. En estos sujetos, su aptitud es un accidente inseparable, pero el complemento que proviene de un principio que está fuera de la esencia de la cosa o que no constituye esa cosa es separable.

El género, la especie y la diferencia se entienden de diverso modo en los accidentes y en las sustancias, pues en las sustancias la unidad está constituida por la materia y la forma, resultando de la unión una determinada naturaleza que se ubica en la categoría de sustancia. Así los nombres concretos que significan el compuesto pertenecen propiamente a la categoría, como especies o géneros, por ejemplo hombre o animal. En cambio, la forma y la materia no se clasifican en categorías por reducción.

Pero la unión del accidente y el sujeto no hace por sí misma ninguna unidad, por lo tanto de su conjunción no resulta ninguna naturaleza a la cual se la denomine con la noción de género o especie.

4) Como los accidentes no constan de materia y forma, en ellos el género no puede provenir de la materia, ni la diferencia de la forma, como ocurre en las sustancias compuestas, sino que se debe tomar el género de su manera de ser, a la manera como el ser es predicado de diverso modo según las diez categorías.

Las diferencias en los accidentes se determinan en razón de la diversidad de los principios por los que son causados. Las características propias tienen su razón en los propios principios de la cosa, que integra la definición de los accidentes en lugar de la diferencia, cuando se los define de modo abstracto. Ocurriría si la definición se hiciera tomando los accidentes concretamente, porque entonces el sujeto entraría en su definición como género, pues los accidentes se definirían al modo de las sustancias compuestas, en las cuales la noción de género deriva de la materia. Lo mismo sucede cuando un accidente es origen de otro accidente, como el principio de la relación es la acción, la pasión y la cantidad.

Manuel Martín Carrasco

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La guerra de los agraviados

El primer brote de carlismo en España fue la insurrección de los que a sí mismos se llamaron agraviados o malcontents. Surgió del pozo más negro de España, de unos españoles que quisieron ser más absolutistas que su absolutista rey Fernando VII, por lo que se rebelaron contra él en demanda de castigos más duros contra los liberales y de más y mejores puestos en la administración del Estado para ellos. Fueron duramente reprimidos por el Conde de España.
Hay quien dice que el núcleo duro del independentismo catalán del presente procede de las comarcas que vieron nacer aquella insurrección. A continuación se expone el capítulo en que Modesto Lafuente da cumplida explicación de la misma.


Capítulo XXI. Insurrección de Cataluña. La Guerra de los Agraviados. 1826-1827.

Instalación del nuevo Consejo de Estado.-  Temeraria invasión de emigrados.- Los hermanos Bazán.- Su exterminio.- Fusilamientos.- Privilegios a los voluntarios realistas.- Influencia teocrática.- Lamentable estado de la enseñanza pública.- La hipocresía erigida en sistema.- Excepción honrosa.- Célebre y notable exposición de don Javier de Burgos al rey.- Efecto que produce.- Ascendiente del conde de España en la corte.- Viaje de SS. MM. a los baños de Sacedón.- Sucesos de Portugal.- Muerte de don Juan VI.- Conducta del infante don Miguel.- Renuncia don Pedro la corona en su hija doña María de la Gloria.- Otorga una carta constitucional al reino lusitano.- Disgusto y agitación en los realistas portugueses y españoles.- Protección de Inglaterra a doña María de la Gloria.- Manifiesto del monarca español.- Movimientos en España con motivo de los sucesos de Portugal.- Consejos del gobierno francés a Fernando.- Son desoídos.- Exigencias de los realistas exaltados.- Don Carlos y su esposa.- Los agraviados de Cataluña.- Federación de realistas puros.- Se atribuyen maliciosamente los planes de rebelión a los liberales emigrados.- Estalla la primera rebelión realista en Cataluña.- Es sofocada.- Fusilamientos de algunos cabecillas.- Proclamas y papeles que descubren sus planes.- Indulto.- Segunda y más general insurrección.- Reuniones de eclesiásticos para promoverla.- Junta revolucionaria de Manresa.- Pónese a la cabeza de los sediciosos don Agustín Saperes (a) Caragol.- Alocuciones notables.- Bandera de los agraviados.- Proclaman la Inquisición y el exterminio de los liberales.- El clero catalán.- Levantamiento de Vich.- Cunde la insurrección en todo el Principado.- Resuelve el rey pasar en persona a Cataluña.- Va acompañado de Calomarde.- Su alocución a los catalanes.- Refuerzos de tropas.- El conde de España general en jefe.- Van siendo vencidos los insurrectos.- Sorpresa grave del conde de España en un convento de Manresa.- Resultados de aquel suceso.- Huida de Jep dels Estanys.- Entrada del de España en Vich.- Diálogo notable con aquel prelado.- Derrota de los rebeldes.- Curioso episodio de la célebre realista Josefina Comerford.- Pacificación de Cataluña.- La reina Amalia es llamada por el rey.- Recíbela en Valencia.- Festejos en esta ciudad.- Misteriosos y horribles suplicios en Tarragona.- Pasan a Tarragona el rey y la reina.- Prisión y castigo de Josefina.- Va el conde de España a Barcelona.- Evacuan la plaza las tropas francesas.- Trasládale a Barcelona los reyes.- Cómo son recibidos y tratados.- Primeras medidas del conde de España contra los liberales.- Síntomas de grandes infortunios.

Por suplemento a la Gaceta de Madrid de 17 de enero (1826) se anunció haberse instalado solemnemente el día anterior el nuevo Consejo de Estado, creado por real decreto de 28 de diciembre último, presidiendo el rey la ceremonia y ocupando la silla del trono, y teniendo a sus lados a los infantes don Carlos y don Francisco. El duque del Infantado, como primer secretario de Estado y del Despacho, pronunció un discurso, del cual fueron las más notables las frases siguientes:

«De todas nuestras atenciones ningunas más sagradas que la de ser unos vigías constantes de la seguridad del trono, y la de conservar ilesos los legítimos derechos que V. M. heredó con la corona de las Españas, evitando que por persona ni so pretexto alguno sean desconocidos o menoscabados. Sí; juramos y prometemos a V. M. que no descansaremos mientras nos conste que existen enemigos de vuestra soberanía, cualquiera que sea la máscara con que se disfracen, o do quiera que se oculten; aun en las cavernas tenebrosas de su malignidad, allí los descubriremos, y los presentaremos a la innata clemencia de V. M.» Y concluía protestando que el Consejo llenaría su misión, con calma, con prudencia, con la más estricta imparcialidad, y libre de todo espíritu de partido.

Quiso la mala suerte para los liberales, que los primeros que dieran ocasión al gobierno para desplegar nuevamente su fiero rigor contra los que consideraba enemigos de la soberanía, fuesen de la clase de los constitucionales emigrados, que preocupados con una idea, ciegos en su delirio, y desconociendo desde el extranjero las circunstancias y el verdadero espíritu de su país, fascinados con la ilusión de que los aguardaban para unírseles a su llegada numerosos partidarios, se lanzaban a temerarias empresas, soñando facilidades y triunfos halagüeños. Tal les sucedió al coronel don Antonio Fernández Bazán y su hermano don Juan, que con algunos otros jefes y sobre sesenta individuos que los seguían, desembarcaron una noche en la costa de Alicante (18 a 19 de febrero, 1826), y cercaron al amanecer el pueblo de Guardamar. Muy pronto se abrieron sus ojos al desengaño. En lugar de los numerosos adictos que confiaban habían de levantarse en su favor, echáronseles encima los voluntarios realistas de la comarca, como ansiosos de devorar la presa que se les venía a las manos. Quisieron los invasores reembarcarse, más como se lo impidiese el contrario viento, buscaron amparo en la áspera y quebrada sierra de Crevillente. Los gobernadores militares de Orihuela, Alicante y Murcia, todos enviaron fuerzas contra ellos; los realistas de Elche los alcanzaron, y mataron al teniente coronel don José Selles, haciendo varios prisioneros. Perseguidos y acosados los demás por la sierra, don Juan Bazán cayó mortalmente herido; desesperado el don Antonio, intentó acabar con la vida de su hermano y con la suya propia disparando dos pistolas, más con tan mala suerte que en ambas le falló el tiro. Abalanzáronse sobre ellos sus perseguidores, y ambos fueron hechos prisioneros con bastantes de los suyos. Bazán fue fusilado en Orihuela sobre las mismas parihuelas en que había sido conducido por sus heridas, (4 de marzo, 1826), sufriendo con admirable serenidad la muerte (223). En Alicante corrió la sangre de veinte y ocho víctimas; la de algunas más tiñó el suelo de otros pueblos.

El artículo de oficio, en que se anunciaba por Gaceta extraordinaria este suceso comenzaba: «Una nueva gavilla de aquella ralea de desalmados forajidos a quienes no escarmienta la experiencia, etc.» Así eran tratados y calificados oficialmente los que, si bien con ligereza y con indiscreción, obraban muchas veces a impulsos de una idea política, y guiados por un fin a sus ojos patriótico y noble. Cada chispa de estas que saltaba daba pie para que arreciaran los furores de la persecución, y para que se apretaran los resortes de la máquina. Extendíase a nuevas clases las purificaciones. Mudábanse los capitanes generales de las provincias (224). Nombrábase un inspector general de voluntarios realistas (225) ; concedíanse a estos cuerpos nuevos privilegios, como los de exención de cartas de seguridad, y de libre introducción por las provincias exentas del armamento que necesitasen, con lo cual crecía su orgullo, y se iban considerando como los señores privilegiados del reino, aparte del clero, que era la clase y el poder dominante, pero uniéndose admirablemente las dos influencias para los mismos fines.

Confiada a los frailes la enseñanza de las universidades y seminarios; dirigidos por los jesuitas los colegios mayores; designados para libros de texto los que contenían doctrinas más favorables a la teocracia y al poder absoluto de los reyes; prohibidos por los obispos los libros en que pudiera aprenderse algo de filosofía o de economía política o de crítica histórica, siquiera no se rozasen ni con la religión ni con la moral (226) ; sujetos a purificación, no sólo los profesores y alumnos de todas los clases y escuelas, sino también las maestras de niñas, la educación de la juventud tomaba un tinte de oscurantismo y de hipocresía, que amenazaba sumir a la nación en la más ruda ignorancia. Decimos de hipocresía, porque hacíase particular estudio y poníase singular esmero en prescribir y hacer ejecutar ciertas prácticas exteriores de devoción, a que se procuraba dar todo el aparato y toda la publicidad posible. Señalábanse ciertos días para que los estudiantes todos de cada establecimiento confesaran y comulgaran en cuerpo y como procesionalmente. Hacían lo mismo los voluntarios realistas por batallones y con sus jefes a la cabeza; la tropa, los empleados públicos de cada departamento, los jueces, magistrados y curiales. Daban ejemplo el monarca y los príncipes, el nuncio y el patriarca, marchando a la cabeza de las cofradías. Y como el 1826 fuese Año Santo, a causa del jubileo concedido por el Sumo Pontífice a los que visitasen las iglesias, la España, como observa un escritor, parecía haberse convertido en una procesión continuada que se cruzaba en todas direcciones, y se extendía desde la capital de la monarquía hasta el más despreciable lugarejo.

No faltó, en medio de todo, algún español ilustrado, que levantara con energía su voz contra aquella política, contra aquel sistema de gobierno, y principalmente contra las rudas persecuciones y la proscripción de los hombres liberales, y que la hiciera llegar desde larga distancia hasta el trono mismo. Hizo este servicio, con un valor raro en tiempos de tiranía, el distinguido literato don Javier de Burgos, en su célebre Representación al rey desde París en 24 de enero de 1826. Hallábase Burgos en la capital de Francia desde 1824, comisionado por el director de la Caja de Amortización para remover ciertos obstáculos que impedían la realización del empréstito Guebhart contratado por la Regencia que había presidido el duque del Infantado. Después de allanadas algunas dificultades, que permitieron entrasen al año siguiente 170 millones en las arcas del tesoro, confió a Burgos otras comisiones el gobierno español, y como en sus comunicaciones y respuestas hiciese siempre aquél indicaciones y reparos sobre la errada marcha política del gobierno, mereció que se le excitara de real orden a formular explícitamente lo que no hacía sino indicar. Por respuesta a tal excitación envió su famosa Exposición a Fernando VII, denunciando los males que aquejaban a España en aquella época, y proponiendo las medidas que para remediarlos podía adoptar el gobierno.

Las cuestiones que en ella se propuso Burgos resolver fueron las siguientes:-1ª ¿Aquejan a España males gravísimos? 2ª ¿Bastan a conjurarlos los medios empleados hasta ahora? 3ª Si para lograrlo conviene emplear otros, ¿cuáles son éstos?-Resolvía estas cuestiones, proponiendo, entre otros medios, una amnistía ilimitada; poner en venta 300 millones de bienes del clero, con arreglo a una autorización otorgada antes por el Sumo Pontífice; separar de las atribuciones del Consejo de Castilla la administración superior del Estado, y confiársela a un ministerio especial, denominado de lo Interior. La Memoria era extensa, llena de elevadas máximas políticas y de principios administrativos, expuesto todo con raciocinio lógico, elegancia y energía de estilo, lenguaje vigoroso y franco, raro y admirable en un período de espantosa reacción, y constituía una especie de programa de gobierno, que el autor tuvo más adelante, como habremos de ver, ocasión de plantear. Hiciéronse y circularon en prodigioso número copias manuscritas de esta célebre exposición (227) ; la opinión liberal la recibió con entusiasmo y le prodigaba aplausos infinitos; el rey pareció haberla acogido sin disgusto, y aun con benevolencia, pues dio a su autor el premio, aunque pequeño, de la cruz supernumeraria de Carlos III.

Mas a pesar de esta muestra de aprecio, no pareció haber sido bastantes las máximas y consejos de Burgos a mover al rey a cambiar de política, como ha podido observarse por los hechos que hemos referido de este tiempo. El clero y los voluntarios realistas continuaban siendo como los dos poderes del Estado. El conde de España desde la captura y el fusilamiento de Bessières había tomado un gran ascendiente en la corte: el rey le hizo merced de la grandeza de España, y le dio el mando de la guardia real de infantería. Pero Fernando se reservó la inmediata y suprema dirección de su guardia, declarándose su coronel general.

No andaba bien por entonces la salud del rey, y menos la de la reina Amalia. Con este motivo, y habiéndoles sido aconsejados los, baños y aguas de Sacedón y de Solans de Cabras, hicieron SS. MM. este viaje; pasaron en aquellos sitios parte de los meses de julio y agosto (1826), y regresaron a Madrid, no habiendo dejado de experimentar algún alivio la reina. La tranquilidad no había sido, alterada en este tiempo, ni registra la historia en este breve período sangrientas ejecuciones. Pero observábanse ya por la parte de Cataluña síntomas siniestros, y divisábanse ciertas llamaradas como precursoras del fuego que allí había de arder no tardando, y había de llenar de consternación, no solo aquel país, sino la España entera. Mas si aquello no era todavía sino un amago, en el vecino reino de Portugal habíanse consumado sucesos de gran trascendencia, y a los cuales no podían ser indiferentes ni el rey, ni el gobierno, ni la nación española.

Fueron aquellos acontecimientos a consecuencia del fallecimiento del anciano monarca don Juan VI (marzo, 1826). Tocaba sucederle en el trono portugués a su hijo primogénito don Pedro, que aprovechando las alteraciones de América, se había proclamado emperador del Brasil, donde su padre le había dejado, y cuyo imperio había sido reconocido por éste, aunque no sin repugnancia, tomando él también el título de emperador para no aparecer inferior a su hijo. Quedaba rigiendo interinamente el reino la infanta doña María Isabel, su hermana. El díscolo y sanguinario don Miguel, su hijo segundo, continuaba residiendo en Viena, y a la comunicación en que la regente le participaba el fallecimiento de su padre, no sólo no mostró entonces aspiraciones ambiciosas, sino que respondió que deseaba se cumpliese en todo la voluntad y lo que su hermano dispusiese como legítimo heredero de la corona; añadiendo, hipócritamente, como tendremos ocasión de ver después, que en el caso de que alguno temerariamente se atreviera a abusar de su nombre para cubrir proyectos subversivos, la autorizaba a enseñar y publicar aquella, cuándo, cómo y dónde conviniere (228). Por su parte don Pedro, o por repugnancia a regir dos estados independientes, o por otras consideraciones políticas, prefirió para sí el trono imperial del Brasil de que estaba en posesión, renunciando sus derechos a la corona lusitana en favor de su hija doña María de la Gloria, niña de siete años, y único fruto que entonces tenía de su primer matrimonio. Pero al propio tiempo otorgó al reino portugués una carta constitucional que él dictó, más parecida a la carta francesa que a los códigos que habían regido en la península. Y puso también otra condición, bien extraña por cierto, y que llevaba en sí el germen de futuros disturbios, a saber, que don Miguel tendría la regencia del reino cuando cumpliese los veinte y cinco años.

Produjo el otorgamiento de la carta gran disgusto e indignación en los absolutistas portugueses, parciales de don Miguel, que eran muchos; recelo y alarma en el monarca y los realistas españoles; esperanza y satisfacción en los liberales españoles y portugueses, en mayor número aquellos que éstos. Moviéronse los miguelistas de Portugal proclamando a su príncipe; agitáronse los realistas de España queriendo favorecer aquella causa; pero la declaración de Inglaterra en favor de los derechos de doña María de la Gloria, y el desembarco de algunas tropas británicas en Portugal aseguraron por entonces su triunfo, y la tierna princesa vino a instalarse solemnemente en su trono. Para justificar este hecho el gobierno inglés, hizo mañosamente que la corte misma de Lisboa reclamase su auxilio, suponiéndose amenazada por fuerzas de España. Sin embargo, el gobierno español, aunque había organizado ya un ejército de observación en la frontera portuguesa, procuró disimular el enojo que le causaba la conducta del inglés, aparentando no haberse querido mezclar en los asuntos de aquel reino, a cuyo fin hizo el rey publicar en forma de decreto (15 de agosto, 1826) el Manifiesto siguiente:

«La promulgación de un sistema representativo de gobierno en Portugal pudiera haber alterado la tranquilidad pública en otro país vecino, que, apenas libre de una revolución, no estuviese animado generalmente de la lealtad más acendrada. Mas en España pocos habrán osado fomentar en la oscuridad esperanzas de ver cambiada la antigua forma de gobierno; pues la opinión general se ha pronunciado de tal modo, que no habrá quien se atreva a desconocerla. Esta nueva prueba de la fidelidad de mis vasallos me obliga a manifestarles mis sentimientos, dirigidos a conservarles su religión y sus leyes; con ellas fue siempre glorioso el nombre de España, y sin ellas solo pueden tener lugar la desmoralización y la anarquía, como nos lo ha enseñado la experiencia.

»Sean las que quieran las circunstancias de otros países, nosotros nos gobernaremos por las nuestras; y yo, como padre de mis pueblos, oiré mejor la voz humilde de una inmensa mayoría de vasallos fieles y útiles a la patria, que los gritos osados de la pequeña turba insubordinada, deseosa acaso de renovar escenas que yo no quiero recordar. .

»Publicado ya en 19 de abril de 1825 mi real decreto, en que convencido de que nuestra antigua legislación es la más proporcionada a mantener la pureza de nuestra religión santa, y los derechos mutuos de una soberanía paternal y de un filial vasallaje, los más proporcionados a nuestras costumbres y a nuestra educación, tuve a bien asegurar a mis súbditos que no haría jamás variación alguna en la forma legal de mi gobierno, ni permitiría que se establecieran cámaras ni otras instituciones, cualquiera que fuese su denominación; solo me resta asegurar a todos los vasallos de mis dominios, que corresponderé a su lealtad haciendo ejecutar las leyes que solo castigan al infractor protegiendo al que las observa; y que deseoso de ver unidos los españoles en opiniones y en voluntad, dispensaré protección a todos los que obedezcan las leyes, y seré inflexible con el que osare dictarlas a su patria.

»Por tanto he resuelto se circule de nuevo el referido decreto a todas las autoridades y justicias del reino, etc.- En palacio, etc.- Al ministro de Estado.»

Con este acto terminó el ministerio del duque del Infantado, admitiendo el rey su renuncia, y nombrando interinamente para su reemplazo en la primera secretaría al consejero honorario de Estado don Manuel González Salmón (19 de agosto, 1826), persona de capacidad escasa, pero apropósito para las miras del rey, y hechura de Calomarde, que con esto llegó al apogeo de su privanza.

Solo aparente era la tranquilidad, y no infundados los recelos de la corte de Madrid por el ejemplo del gobierno nuevamente instalado en la nación vecina; puesto que no tardaron en saltar algunos chispazos en sus inmediaciones. Ciento quince soldados de caballería de la guarnición de Olivenza, guiados por dos oficiales subalternos, se fugaron a la plaza portuguesa de Yelves respondiendo al grito de libertad de aquel reino. Renovó con esto el gobierno español los terribles decretos de 17 y 21 de agosto de 1825, y en una orden circular (9 de septiembre, 1826) condenó a pena de horca a los desertores de Olivenza, y a los que los hubiesen inducido, o teniendo noticia de ello no lo declarasen luego (229). En algunos otros pueblos de España se intentó también alzar el estandarte de la libertad, si bien estos movimientos fueron fácilmente ahogados, mientras en Portugal los miguelistas, acaudillados por el general marqués de Chaves, encendían el fuego de la rebelión, que no dejaban de atizar las potencias del Norte, temerosas de que el contagio de constitucionalismo se trasmitiese a España, y aun a otros pueblos.

A pesar de todo, el ministerio francés, a quien no convenía que hubiese revoluciones a su vecindad, y que veía el estado lastimoso de España y el peligro de que pudiera encenderse una guerra civil, no dejaba de aconsejar a Fernando, como el medio que le parecía mejor para alejar aquel peligro, que modificara su sistema de gobierno, y dando más respiro a los oprimidos y teniendo con ellos una razonable tolerancia, precaviera los rompimientos a que suele conducir la tiranía y arrastrar la desesperación. Consejos tanto más de apreciar, cuanto que no se distinguía el ministerio de Carlos X de Francia por sus opiniones liberales, y en aquella sazón se malquistaba más con los hombres de aquellas ideas por el proyecto de ley represiva de la libertad de imprenta, anunciado al abrirse las sesiones de las cámaras (12 de diciembre, 1826), que había de tener que retirar, y había de ser manantial de gravísimos disgustos (230). Pero Fernando, en cuyos oídos nunca sonaba bien nada que fuese recomendación o consejo de tolerancia con el partido liberal, no obstante ser en aquellas circunstancias el que menos temores podía inspirarle, no solo respondía con mañosas y estudiadas evasivas al gabinete de las Tullerías, sino que soltaba, no sin estudio también, ante los realistas exaltados, expresiones y frases que indicaban su temor de verse obligado a variar de política en virtud de las excitaciones de la Francia.

Recogían, y comentaban, y hacían servir a sus fines estas indicaciones los que tenían interés en representar a Fernando como próximo a ceder o contemporizar con el gabinete francés y a transigir con los liberales, comprometiendo al partido realista, cuya parte más fanática, más fogosa o más vengativa, nunca satisfecha de concesiones y de privilegios, creyéndose siempre con méritos y servicios para más, ansiosa de exterminar la generación liberal, muy resentida del castigo de Bessières, tachaba a Fernando de ingrato, y en sus conciliábulos y sociedades secretas tenía hacía tiempo fraguado su plan de conjuración. Seguía siendo el ídolo de estos ultra-realistas el infante don Carlos, que con sus prácticas de devoción y de sincero fanatismo les inspiraba más confianza que el rey, y teníanle por más digno de empuñar el cetro del absolutismo intransigente y puro. No entraba en los designios de don Carlos suplantar a su hermano en el trono mientras viviese. Menos escrupulosa su esposa la infanta doña Francisca, era, acaso sin saberlo ni imaginarlo él, el alma de las intrigas de sus parciales. Y Fernando, que por medio de espías de toda su confianza sabía todo lo que pasaba, así en las sociedades secretas como en la tertulia de don Carlos, vivía hasta cierto punto tranquilo, ya por la confianza que tenía en la lealtad de su hermano, ya porque, conocedor de los medios con que contaban los conspiradores, fiaba en los de que él podía disponer para destruirlos en el caso de que la bandería exaltada intentase ponerlos en ejecución.

Tenía aquella su foco principal en Cataluña, donde había muchos que se daban a sí mismos el título de agraviados, y eran en su mayor parte jefes y oficiales del disuelto ejército de la Fe, que consideraban desatendidos o mal recompensados sus servicios, que se quejaban de que no se refrenaban con bastante rigor las aspiraciones de los liberales, que no podían sufrir que en las filas del ejército se fuera dando entrada a los oficiales purificados, y que ya cuando la sublevación de Bessières intentaron también un golpe de mano en Tortosa y en algún otro punto del Principado. Formóse, pues, lo que se llamó Federación de realistas puros. A últimos de 1820 se imprimió un escrito titulado: Manifiesto que dirige al pueblo español una Federación de realistas puros sobre el estado de la nación, y sobre la necesidad de elevar al trono al serenísimo señor Infante don Carlos. El cual concluía así: «He aquí lo que os deseamos en Jesucristo, Nos los miembros de esta católica Federación, con el favor del cielo y la bendición eterna, amen. Madrid a 1° de noviembre de 1826.- De acuerdo de esta Federación se mandó imprimir, publicar y circular.- Fr. M. del S.° S.° Secretario.»

Este folleto, que comenzó a propagarse a principios de 1827, fue atribuido por el gobierno, o al menos el ministro Calomarde en una real orden al gobernador del Consejo (26 de febrero, 1827) le atribuyó a los liberales revolucionarios emigrados en países extranjeros, y encargaba a todos los tribunales y justicias del reino persiguieran sin descanso a los autores o expendedores de aquel infame escrito, como agentes de la revolución. Era un sistema muy cómodo achacarlo todo a los revolucionarios liberales, y así se conseguían dos objetos a un tiempo, cohonestar las medidas de rigor que contra ellos seguían tomándose, y distraer la atención pública de la trama fraguada por la federación de los realistas puros. Y como si el peligro no pudiera amenazar sino de un solo lado, se mandaba reforzar todos los puntos militares de la frontera portuguesa, donde había un cuerpo de observación a las órdenes del general Sarsfield, se encargaba la pronta y eficaz ejecución del decreto sobre arbitrios para la organización de los voluntarios realistas, celebrábanse simulacros y se pasaban revistas solemnes a estos cuerpos, probando el rey y la reina sus ranchos, para ganar prestigio y popularidad entre ellos, y se los halagaba de todos modos, como si ellos solos fueran los leales, ellos los solos sostenedores del trono y de la monarquía, y como si los conflictos solo pudieran venir de los aborrecidos constitucionales.

Pronto se vio que el viento de la revolución no soplaba ahora de aquella parte. En el mismo mes de febrero (1827), y cuando el gobierno estaba designando a los emigrados liberales como autores del folleto mencionado, se estaban ya concertando y reuniendo en Cataluña aquellos realistas puros de la federación, partidarios de la antes malograda sublevación de Bessières, sobre el modo y tiempo de levantar la bandera de la rebelión en Tarragona, Gerona, Vich y otros puntos del Principado, bajo el consabido pretexto de que el rey estaba dominado por los masones, de que se iba a publicar otra vez la Constitución, y era menester, decían, ganar por la mano a los revolucionarios. Entendíanse para esto Ferricabras, Llovet, Planas, Carnicer, Bussons, conocido por Jep dels Estanys, Queralt, Puigbó, Vilella, Trillas, Solá, Codina y otros varios, casi todos oficiales y jefes que habían sido del ejército de la Fe, y de los que se llamaban agraviados. Ya en marzo apareció en los contornos de Horta una partida armada al mando del capitán Llovet, a quien había de auxiliar el coronel Trillas para apoderarse de Tortosa. Comenzaron a establecerse juntas y a circular proclamas, y designábase el 1.° de abril para el levantamiento general. Agitábase el campo de Tarragona; alzábase el grito en el Ampurdán, movíase la gente por Manresa y Vich, y bullían y comenzaban a organizarse los sediciosos en las montañas.

También se pusieron en movimiento las tropas, encargadas de sofocar la insurrección, e hiciéronlo tan activamente que lograron destruir o dispersar aquellas primeras gavillas, antes que hubiesen tenido tiempo para acabar de sublevar el país, que solo empezaba a conmoverse. Algunos de aquellos caudillos fueron aprehendidos y pasados por las armas, dando alguno de ellos a la hora de la muerte una triste prueba, y aun un escandaloso testimonio de lo que eran para él aquella religión y aquella fe que invocaban y que tenían siempre en las labios, resistiéndose a cumplir los deberes que a todo cristiano, especialmente en los últimos momentos de su vida, aquella fe y aquella religión imponen.

Entre los proclamas y papeles cogidos a los cabecillas se encontró uno impreso en papel y letra francesa, que así por esta circunstancia como por la fecha en que apareció y se publicó, y por la declaración posterior de otro de aquellos jefes, que manifestó haberlo remitido por el correo al secretario de Estado y del despacho de Gracia y Justicia, ofrece sobrado fundamento para creer fuese el mismo célebre Manifiesto que dirigía al pueblo español la Federación de realistas puros, que el ministro Calomarde en un documento solemne había atribuido a los liberales emigrados, y que de sobra debía constarle ser parto y producto de la sociedad secreta del Ángel exterminador, centro misterioso de donde había salido el plan de la rebelión de Cataluña. No sabemos si esta circunstancia influiría en el indulto que el gobierno concedió a los rebeldes catalanes (30 de abril, 1827), y que se extendió después a los jefes de la conjuración, algunos de los cuales no le quisieron admitir. Sin embargo, desde abril hasta julio pareció restablecida la tranquilidad en el Principado. Pero en este tiempo se preparaba otra mayor, y más seria, y más extensa insurrección que la que había sido sofocada. La calidad de los personajes que la prepararon y sostuvieron, las clases a que pertenecían, el objeto aparente con que procuraban cohonestarle, y el fin verdadero que se proponían, todo se ha de ir viendo, todo lo habrán de revelar los nombres y los cargos de las personas que en este sangriento drama jugaron, las proclamas de los insurrectos y de las juntas a que obedecían y que dirigían el plan, y los documentos que habremos de dar a conocer.

Después de algunas reuniones de clérigos, que eran los que con su influencia tenían dominado el pueblo catalán, reuniones que promovió también un eclesiástico de alta dignidad llegado de Madrid con instrucciones reservadas, establecióse en Manresa una junta, que se autorizó a sí misma para gobernar el Principado, llamándose Junta Superior, y dándose aires de soberana. Habíala formado don Agustín Saperes, conocido por El Caragol, y componíanla el lectoral de la iglesia de Vich don José Corrons, el domero y el vice-domero de la de Manresa, Fr. Francisco de Asís Vinader, religioso de los Mínimos, el médico don Magín Pallás, don Bernardo Senmartí, y de que eran secretarios don Juan Comas y don José Rancés. A presidirla fue don José Bussons, alias Jep delsEstanys, que ya se había levantado con trescientos hombres, dándose al Caragol la comandancia de la vanguardia de las fuerzas sublevadas y que habían de sublevarse. Cuando el jefe de las tropas que guarnecían la población había reunido los oficiales para manifestarles los temores que ciertos síntomas le hacían concebir, viose sorprendido al rayar el día 25 de agosto (1827) con los gritos de: «¡Viva la religión! ¡Viva Fernando VII!» que por todo el pueblo resonaban, junto con el toque de somatén que atronaba los aires en las torres de las iglesias. Trabada la acción entre las tropas y los realistas insurrectos, y faltando a su deber ya su lealtad algunos oficiales de aquellas, quedaron vencedores los sublevados, y enseñoreada de la población la Junta.

Puesto Saperes (el Caragol) a la cabeza de los sediciosos, publicó dos proclamas; una anunciando la instalación de la junta, otra a los españoles buenos, manifestándoles que era llegado el momento en que los beneméritos realistas volvieran a entrar en una lucha, «lucha, decía, más sangrienta quizás que la del año 20, aunque de menor duración: lucha en que va a decidirse la suerte próspera o adversa del mundo católico, y en particular la de nuestra amada España.» Y concluía con las tres siguientes disposiciones: «1° Toda persona que desde este día se entretenga en esparcir directa o indirectamente noticias melancólicas, o con sus escritos o conversaciones contra la opinión de los buenos realistas, será reputado como traidor, y enemigo de los defensores de la justa causa. 2° El sujeto a quien se le justifique estar en correspondencia con alguno de los sectarios, será tratado como espía, aun cuando no tenga roce con él. 3º Todo voluntario que trate de inspirar desaliento, o influya de algún modo para que los demás no se defiendan, será tratado como traidor vendido a los enemigos.- Manresa, 25 de agosto de 1827.- El coronel comandante general de la vanguardia, Agustín Saperes, alias, Caragol.» (231)

La Junta por su parte publicó también una alocución (31 de agosto, 1827), de que conservamos un ejemplar impreso, y reproducimos aquí literal y con su propia ortografía, para que se vea la ilustración y el gusto literario de aquellos nuevos gobernantes, que por lo menos habrían seguido una carrera eclesiástica.

«Catalanes: La Junta superior provisional de Gobierno de este principado de Cataluña, instalada en esta ciudad a los 29 de agosto del presente año, con decreto del ilustre señor comandante general de la vanguardia realista del ejército de operaciones, para restablecer las administraciones civiles y judiciales de la provincia, se dirige a vosotros por primera vez, al efecto de manifestaros los sentimientos que la animan. Ollados y combatidos de un modo aun más vil y cobarde por los agentes de la rebelión del año 1820 los soberanos derechos de nuestro carísimo objeto, don Fernando VII (Q. D. G.), quedaba este infeliz reino sujeto otra vez al duro yugo constitucional. Desde este momento ¡qué tropel de males, desgracias y descaradas persecuciones iban experimentando los decididos amantes del trono y altar! ¡Con qué agigantados pasos caminaba nuestra existencia hacia los duros grillos, cadenas, destierros y cadalsos, si la animosidad de algunos impávidos y siempre celosos españoles, arrostrando todo género de peligros, no hubieren sabido recordar la imperiosa necesidad de sacudir, mientras el tiempo lo ha permitido, la fiera esclavitud que la más negra traición nos acababa de preparar! Convencido de esto el Pueblo Catalán, tiempo hace que hubiera levantado el grito, si desgraciadamente, a causa de fines cobardes y de propio interés, no se hubiera contenido el santo ardor de un pueblo, que está resuelto a dar mil veces la vida antes de permitir que queden menoscabadas en lo más mínimo sus preciosas margaritas de Rey Absoluto y Religión. Mas por fin la divina Providencia ha hecho que desprendiéndose de todas las dificultades que el genio del mal y la cobardía presentaba a la vista, se decidiese desembarazadamente. La mayor parte de este Principado ha empezado la gloriosa empresa que visiblemente protege el todo Poderoso, de aterrar para siempre los trastornadores de la Corona y leyes fundamentales de España, contando que las demás provincias en unión con nosotros cooperarán, como cooperan ya, al feliz resultado. La ciudad de Manresa, entre nosotros, es la que ofrece un ejemplo a la faz del Universo, que quizás ni la historia antigua ni la moderna no ofrece otro igual. Catalanes: los que todavía os mantenéis fríos espectadores del resultado de la empresa que marcha tan felizmente, decidios sin más tardar. No queráis desacreditar vuestra natural fidelidad de que en todas épocas habéis dado pruebas irrefragables. Escuchad a los inmortales héroes sacrificados en la pasada revolución, que desde el silencio de su sepulcro nos están advirtiendo de cuánto somos capaces, siempre que todos elevemos nuestro patriotismo a la par de sus ilustres virtudes. Oídlos como están animándoos a redoblar vuestros esfuerzos, a dirigiros por el consejo de los sabios, a ser dóciles al Servicio Militar, y a prestaros a los sacrificios. Observadlos alentando el Ejército con el ejemplo de los esforzados defensores, y persuadiéndole al rigor de la disciplina; rigor saludable y necesario, en el cual está cifrado el éxito de las campañas y la salud de nuestra patria. Vedlos dirigiéndose a las demás provincias, excitándoles a venir a nuestra ayuda, enseñándolas cuánto deben esperar de las heroicas disposiciones que sabe producir nuestro suelo, siempre que Cataluña se vea ayudada de sus hermanas. Así sea, y quedad seguros que esta excelentísima Junta empleará todas sus luces para llenar el grande objeto a que es llamada, y que nada desea tanto como corresponder a tanta confianza con la sinceridad de sus hechos. Manresa 31 de agosto de 1827.

»Agustin Saperes, presidente.- José Quinquer Presbítero Domero Vocal.- Fr. Francisco de Asís Vinader Vocal.- Magín Pallás Vocal.- Bernardo Senmartí Vocal.

»De acuerdo de S. E. la Junta Superior del Principado,

»Juan Bautista Comes Secretario.»

Gente más fanática que avisada, en sus toscas y vulgares alocuciones, a que todos parecían muy dados, iban descubriendo las causas y fines verdaderos de la rebelión, que sus instigadores hacían estudio de ocultar. La del comandante del primer batallón de voluntarios realistas de Manresa, terminaba diciendo: «¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Viva la Inquisición! ¡Y viva la constancia para el exterminio de las sectas masónicas!» Y la del Jep dels Estanys, presidente de la Junta superior, cuando fue dado a reconocer como comandante general de las divisiones realistas del Principado, decía: «Concurrid, manresanos, españoles todos, a sostener este patrimonio de gloria, y veréis disipar la impiedad, abatirlos negros, reponer a los oficiales y demás empleados realistas que fueron separados de sus destinos con la más descamada arbitrariedad, para colocar a los exaltados constitucionales que atentaron contra la real persona de S.M.,y aun a los mismos milicianos voluntarios, en contravención a los repetidos sabios decretos de S. R. M., y acabar con todos los liberales del suelo español. Después de esta virtuosa ocupación, retiraos al seno de vuestras familias, ciertos de que vuestras casas y hogares serán respetados, vuestros derechos sostenidos, y defendidas vuestras propiedades.»

Éste hablaba a los agraviados, y se producía como agraviado. El otro proclamaba la Inquisición. Proponíanse todos exterminar los liberales, o lo que llamaban, acabar con los negros. Pero todos aclamaban a Fernando, a quien suponían dominado por los masones. Los directores ocultos del movimiento les hacían creer esto, que ellos obraban en nombre del rey para libertarle de la influencia de los constitucionales que le tenía oprimido, que peligraba la religión; y aunque de algunas declaraciones posteriores, que tenemos a la vista, se deduce manifiestamente que sonaba ya también entre ellos como bandera el nombre de don Carlos, no consta que lo hiciesen con autorización del príncipe. El espíritu que impulsaba la rebelión era completa y abiertamente teocrático. El clero catalán, fanático e ignorante, logró fascinar y arrastrar en este sentido aquellos naturales, tan valientes como crédulos; y en cuanto a la ignorancia relativa de unos y otros, no debe causar maravilla, cuando los profesores de la universidad de Cervera habían dicho al rey en una exposición (11 de abril, 1827): «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir, que ha minado por largo tiempo… con total trastorno de imperios y religión en todas las partes del mundo.» (232)

Igual levantamiento que en Manresa se verificó en Vich. Aquí el impulso le había dado evidente y descaradamente el clero. Juntas celebradas en el monasterio de Ripoll, a que asistieron algunos prelados y abades; reuniones tenidas en el convento de Capuchinos de Vich; sermones en que se excitaba a una cruzada de exterminio; y hasta la visita hecha por el prelado a pueblos de la diócesis, puesto que los visitados fueron los que más vigorosamente alzaron y sostuvieron el estandarte de la rebelión; tales fueron los elementos que de público la prepararon, y le dieron un tinte marcado de teocrática (233). Estallaron igualmente rebeliones en Tarragona, Reus, Solsona, Gerona y Lérida. Los hombres ricos y hasta las familias medianamente acomodadas, huyendo de las exacciones con que los acosaban los rebeldes, buscaban un asilo en Barcelona, afluyendo en tanto número, que fue necesario tomar medidas y precauciones para su alojamiento, por temor de que se desarrollase una epidemia. Debemos, sin embargo, decir, en obsequio a la verdad y para honra suya, que los reverendos prelados de Tarragona, Barcelona, Gerona y Lérida habían publicado pastorales, llenas de unción y de espíritu evangélico, exhortando a los fieles catalanes a la paz, a la obediencia al legítimo soberano, y desvaneciendo las maliciosas y siniestras voces que los fautores de la rebelión esparcían sobre la cautividad en que éste se hallaba.

El capitán general de Cataluña, marqués de Campo Sagrado, se preparó a restablecer el orden con la escasa fuerza del ejército que tenía, y reprodujo los célebres decretos de 17 y 21 de agosto de 1825 sobre las partidas de rebeldes. Las noticias de aquellos sucesos causaron en Madrid verdadera y profunda alarma. El ministro de la Guerra dio inmediatamente instrucciones enérgicas y severas al capitán general del Principado para que persiguiera a los revoltosos, ordenándole, entre otras cosas, la disolución de los batallones realistas de Manresa y de Vich, la formación de consejos de guerra para juzgar a aquellos y a sus auxiliadores con arreglo a los decretos vigentes, la destitución de los gobernadores de plazas y castillos que mostrasen debilidad o poca vigilancia, y ofreciéndole que iria pronto un general con suficientes fuerzas y revestido de amplias facultades por el rey. El general que se destinaba era el conde de España. El monarca por su parte manifestó en un decreto al Consejo, que si antes en los movimientos de Cataluña como padre no había visto más que un alucinamiento, ahora como rey veía la sedición, y daba las órdenes para que las bandas de los sublevados fuesen deshechas y escarmentadas (11 de septiembre, 1827). Mas como lejos de apagarse el fuego de la rebelión amenazara propagarse a los reinos de Aragón y de Valencia, anunció Fernando de un modo solemne (18 de setiembre), que queriendo examinar por sí mismo las causas de las inquietudes de Cataluña, y confiando en que su presencia contribuiría poderosamente al restablecimiento de la tranquilidad, había resuelto trasladarse en persona al Principado, llevando solamente consigo una corta escolta y al ministro de Gracia y Justicia, y dejando a la reina y a toda la real familia en el real sitio de San Lorenzo.

Partió en efecto Fernando del Escorial el 22 de septiembre (234), y el 28 llegó a Tarragona, después de haber recibido en las poblaciones del tránsito agasajos y ovaciones, y obsequiádole el arzobispo y cabildo de Valencia, no obstante el recelo y prevención con que le habían hecho mirar esta ciudad, con un donativo de cuatrocientas onzas de oro. Las gentes agolpadas a una y otra orilla del Ebro le saludaban con entusiasmo. Y sin embargo, no había faltado quien, so color y a la sombra de aquellas mismas demostraciones de regocijo, concibiera el designio de apoderarse de su persona con un numeroso cuerpo de voluntarios realistas que había de salir como a recibirle; designio que supo y frustró el jefe de Estado mayor don José Carratalá, situado con su columna a las inmediaciones de Reus. Alojóse el rey en el palacio episcopal, y el mismo día que llegó dirigió la siguiente alocución a los habitantes del Principado:

EL REY.

«Catalanes: Ya estoy entre vosotros, según os lo ofrecí por mi decreto de 18 de este mes; pero sabed que como padre voy a hablar por última vez a los sediciosos el lenguaje de la clemencia, dispuesto todavía a escuchar las reclamaciones que me dirijan desde sus hogares, si obedecen a mi voz, y que como rey vengo a restablecer el orden, a tranquilizar la provincia, a proteger las personas y las propiedades de mis vasallos pacíficos que han sido atrozmente maltratados, y a castigar con toda la severidad de la ley a los que sigan turbando la tranquilidad pública. Cerrad los oídos a las pérfidas insinuaciones de los que asalariados por los enemigos de vuestra prosperidad, y aparentando celo por la religión que profanan y por el trono a quien insultan, solo se proponen arruinar esta industriosa provincia. Ya veis desmentidos con mi venida los vanos y absurdos pretextos con que hasta ahora han procurado cohonestar su rebelión. Ni yo estoy oprimido, ni las personas que merecen mi confianza conspiran contra nuestra santa religión, ni la patria peligra, ni el honor de mi corona se halla comprometido, ni mi soberana autoridad es coartada por nadie. ¿A qué, pues, toman las armas los que se llaman a sí mismos vasallos fieles, realistas puros y católicos celosos? ¿Contra quién se proponen emplearlas? Contra su rey y señor. Sí, catalanes, armarse con tales pretextos, hostilizar mis tropas y atropellar los magistrados, es rebelarse abiertamente contra mi persona, desconocer mi autoridad y burlarse de la religión, que manda obedecer a las potestades legítimas; es imitar la conducta y hasta el lenguaje de los revolucionarios de 1820; es, en fin, destruir hasta los fundamentos las instituciones monárquicas, porque si pudiesen admitirse los absurdos principios que proclaman los sublevados, no habría ningún trono estable en el universo. Yo no puedo creer que mi real presencia deje de disipar todas las preocupaciones y recelos, ni quiero dejar de lisonjearme de que las maquinaciones de los seductores y conspiradores quedarán desconcertadas al oír mi acento. Pero si contra mis esperanzas no son escuchados estos últimos avisos; si las bandas de sublevados no rinden y entregan las armas a la autoridad militar más inmediata a las veinte y cuatro horas de intimarles mi soberana voluntad, quedando los caudillos de todas clases a disposición mía, para recibir el destino que tuviese a bien darles, y regresando los demás a sus respectivos hogares, con la obligación de presentarse a las justicias, a fin de que sean nuevamente empadronados; y por último, si las novedades hechas en la administración y gobierno de los pueblos no quedan sin efecto con igual prontitud, se cumplirán inmediatamente las disposiciones de mi real decreto de 40 del corriente, y la memoria del castigo ejemplar que espera a los obstinados durará por mucho tiempo. Dado en el Palacio arzobispal de Tarragona a 28 de septiembre de 1827.- Yo El Rey.- Como Secretario de Estado y del Despacho de Gracia y Justicia, Francisco Tadeo de Calomarde.»

La situación de Cataluña era en verdad seria y alarmante. La revolución se había generalizado, y para combatir a treinta batallones de realistas contábase apenas una mitad de fuerza de tropa de línea, y con ella el marqués de Campo Sagrado se había limitado por el pronto a guarnecer y asegurar las plazas de guerra. Solo una columna mandada por el brigadier Manso hacia esfuerzos no infructuosos por contener los insurgentes hasta la llegada del conde de España con nuevas fuerzas. La insurrección, sin embargo, estaba torpemente coordinada y mal sostenida. La hipocresía de los promovedores ocultos de ella era causa de que no se hubiese enarbolado una enseña determinada y clara, y esto producía quejas de los mismos jefes insurrectos, que recelosos de ser vendidos por los mismos que habían impulsado la rebelión, en sus desahogos iban revelando todo el plan que con gran estudio se había querido tener embozado. Tal sucedió con uno de los primeros caudillos, don Jacinto Abrés, el Carnicer, alias Píxola, que después de haberse batido cuatro veces, de tener bloqueada la plaza de Gerona, y de haberse visto obligado a curarse la fractura de una pierna en Vich, al observar lo poco que le parecía agradecerle y pagarle sus trabajos y servicios, dio y circuló desde Llagostera (22 de septiembre, 1827) la importante proclama siguiente:

«Catalanes: Tiempo es ya de romper mi silencio para vindicarme con vosotros de la calumnia con que nos acusan todos los obispos del Principado en sus respectivas pastorales, atribuyendo nuestros heroicos hechos a ser obra de sectarios jacobinos: borrón que estoy sintiendo sin que pueda dejar de manifestarlo: nada de eso, muerte a éstos es lo que hemos jurado. Algunos de éstos mismos prelados saben bien que los que ahora llaman cabecillas desnaturalizados nos hicieron saber palpablemente que el rey se había hecho sectario, y que si no queríamos ver la religión destruida, debía elevarse al trono al infante don Carlos: que en esta empresa estaban comprometidos los consejeros de Estado, Fray Cirilo Alameda, el duque del Infantado, el Excmo. señor don Francisco Calomarde, ministro de Gracia y Justicia, el inspector de voluntarios realistas don José María Carvajal, y otros varios personajes de primera jerarquía, contando con cuantos recursos eran precisos, tanto nacionales como extranjeros. Después que se vio el espíritu del pueblo, prohibieron los primeros vivas para realizarlos cuando ya estaba formada la fuerza. Ya estamos con ella, ¿y qué es lo que han hecho? Dejarnos en la estacada, sin salir a nuestra ayuda los que estaban conformes, porque ven el peligro, y no quieren exponerse a perder sus pingües prebendas y destinos; y uno de los que fueron órganos para hacernos salir al campo lo envían luego a la corte: éste, luego que vio al rey, se encargó de hacer desaparecer a todos los que juramos morir antes que admitir composición alguna. Romagosa, éste es el que llevado de su egoísmo pretende dejarnos sin fuerza, y entregar a los jefes para que se nos castigue, en lo que nada pierden ni él ni los que los dirigen, con tal que ellos consigan avasallar al rey, haciendo en favor propio lo que se les antoje, aunque sea con el precio de nuestras cabezas. Aquí tenéis descubierto el plan de los que nos vilipendiaron llamándonos seducidos por negros.- Es pues llegado el caso, compatricios míos, de que todos nos unamos contra nuestros enemigos; al rey lo tienen oprimido y engañado, y los egoístas empiezan a vacilar, porque temen; no hay que desmayar; los principales agentes continúan en favor nuestro por ser mutua la causa que nos obliga a poner en actitud hostil.- Religión, trono sin mancha, valor y constancia sea nuestra divisa, y despreciando a traidores y sectarios, formemos un muro impenetrable contra los malvados; así seremos felices, y nos bendecirán nuestros hijos.- Llagostera, 22 de septiembre de 1827.- Pixola.» (235)

No faltaban motivos a este partidario para pensar de Romagosa de aquella manera; y en cuanto a Calomarde, tanto contaban con él y le tenían por suyo los apostólicos, que aun después de saber que acompañaba al rey, todavía jefes tan principales de bandas como era el Caragol escribían a Madrid confiados en que Calomarde no les habría de faltar. Su conducta en Tarragona los sorprendió, y le hizo aborrecido de aquellos mismos apostólicos a quienes tantos compromisos parecía haber ligado anteriormente. El desgraciado Carnicer, (a) Píxola, autor de aquella proclama, fue de los que tuvieron la mala suerte de caer en poder de las tropas, y mandado conducir a Tarragona por el conde de España, aumentó allí la lúgubre galería de los ajusticiados, de que luego habremos de hablar.

Veamos ya el efecto que produjo la presencia del rey en Cataluña.

A la voz del monarca, a su llamamiento y al ofrecimiento de indulto, expresados en la alocución de 28 de septiembre, respondieron desde luego deponiendo las armas y acogiéndose a la clemencia del soberano no pocos grupos de sediciosos, algunos con sus jefes o caudillos a la cabeza. Puesto por otra parte en movimiento con sus fuerzas el conde de España, y auxiliado en sus operaciones por las columnas que guiaban Carratalá, Munet y Manso, iba por todas partes arrollando sin gran dificultad las masas de voluntarios realistas que intentaban resistirle, y después de ocho días de fáciles triunfos en la montaña de Castellvit, Valls, Villafranca, Martorell y el Bruch, hallóse frente de Manresa, asiento de la Junta Suprema y foco principal de la insurrección. Atemorizada la Junta con la aproximación del conde, huyó cobardemente a esconderse en la montaña por la parte de Berga. Una comisión del ayuntamiento se presentó al general, asegurándole que no quedaba en la ciudad un solo hombre armado, en cuya confianza entró en ella el conde de España, acompañado de sus tres ayudantes, el marqués de la Lealtad, el conde de Mirasol y don Manuel La Sala. Dirigiéronse los cuatro a la iglesia del convento de Santo Domingo; después de haber orado un corto espacio, antojóseles abrir una puerta que conducía al patio: ¡cuál sería su sorpresa al encontrar en él un batallón de realistas formado y descansando sobre las armas, y varios frailes contemplándolo apoyados en la barandilla de la escalera! «Ustedes, les dijo el conde con imponente acento, serán las primeras víctimas. Yo no podré contener a los batallones de la Guardia que vienen tras de mí, cuando vean que se los ha engañado, que aun hay quien tiene las armas en la mano contra la autoridad soberana del rey. ¡Estos desgraciados van a pagar culpas que no tienen!» Bajaron la cabeza los frailes, y se subieron silenciosos a sus celdas (8 de octubre, 1827.)

El marqués de la Lealtad corrió en busca de un batallón de la Guardia. El de realistas fue desarmado. Subió a las celdas el conde de España, donde reconvino en términos fuertes y duros a los religiosos. No quiso aceptar del ayuntamiento una comida que tenía preparada para obsequiarle, y mandó que se llevara a los presos de la cárcel. Alojáronse las tropas en las casas. De entre los prisioneros, el ex-individuo de la Junta don Magín Pallás, y algunos otros acrecieron después el catálogo de las víctimas de Tarragona que habrá de desplegarse horrible a nuestros ojos.

Siguiendo sus operaciones el conde de España, emprendieron las tropas su marcha para Berga, donde se hallaba Bussons, (a) Jep dels Estanys, con mil quinientos hombres, con los cuales rompió un vivo fuego contra sus perseguidores, pero cargando éstos a la bayoneta, fueron aquellos arrojados de la villa, dispersándose desordenadamente. Bussons logró salvarse con unos pocos; los demás se fueron presentando, ahorrándose con eso muchas lágrimas y mucha sangre. Continuando su victoriosa marcha las tropas, presentáronse delante de Vich. Una diputación de la ciudad salió a ofrecer al conde su sumisión, y un canónigo que iba en ella le manifestó llevaba encargo del prelado de hacerle presente que en su palacio le tenía preparado aposento y mesa para sí y para su Estado mayor. «Sírvase V. S. decir al señor obispo, le contestó el de España con aparente dulzura, que los capitanes generales del rey no hacen la primera visita a nadie: que con lo que S. M. me da tengo bastante para mantenerme, y si algo me hace falta, echaré mano de lo de mis ayudantes.» Y para hacer sentir con un acto de desprecio y de afrenta cierta mortificación a un pueblo que de tal modo había faltado a la lealtad debida a su soberano, dio orden de que las tropas entraran, no batiendo las cajas marcha española, sino el aire de la canción vulgar llamada Las habas verdes. Hízose así, sufriéndolo los habitantes de Vich tan mustios como iban alegres y burlones los soldados.

Represión de liberales en Barcelona, custodiados por Mossos d'Esquadra bajo la supervisión del Conde de España

Represión de liberales en Barcelona, custodiados por Mossos d’Esquadra bajo la supervisión del Conde de España

Recordará el lector la parte que el reverendo obispo de Vich había tomado en excitar y fomentar la insurrección. Pues bien, cuando este prelado pasó a visitar al conde de España a su alojamiento (13 de octubre, 1827), visita que el conde preparó de modo que la presenciara su Estado mayor, entablóse entre los dos personajes, después del primer saludo, un interesante y curioso diálogo. Como el obispo expusiese que sentía no haber podido evitar los males que habían sobrevenido, replicóle el conde que no lo habría procurado mucho cuando en su casa se habían celebrado las juntas, y a un clérigo de su diócesis se había nombrado vice-presidente de la de Manresa. Y después de algunas consideraciones sobre los deberes de los prelados españoles para con su rey, «¿Recuerda V. S. I, le dijo, lo que sucedió en el siglo XVI con el obispo de Zamora (aludiendo al obispo Acuña, que fue ahorcado en Simancas)? Pues aquella escena puede repetirse ahora, si el rey Católico lo manda.»-Buscando el prelado en su aturdimiento algún medio de sincerarse, replicóle el conde que había faltado al rey, como vasallo, como autoridad, y como prelado de la Iglesia, denostándole y reprendiendo severamente su conducta. Salió el prelado silencioso y mohíno; el conde le acompañó hasta el pie de la escalera, donde le despidió besándole respetuosamente el anillo. En el parte al gobierno decía el de España: «Sírvase V. E. decir a S. M. que esto he hecho como capitán general del Principado, presidente de su real Audiencia; y que como católico, he acompañado a S. Illma. por la escalera, y le he besado la mano: pero no he reparado me echara su santa bendición.» (236)

Vencida la insurrección en sus principales baluartes, pudo ya sin dificultad el conde de España perseguir y destruir los restos que de ella quedaban, destacando columnas a los diferentes puntos infestados aún por dispersas cuadrillas. El brigadier Manso ahuyentó los rebeldes de Olot, y los acosó por las asperezas de las montañas. Fugitivo Bussons, anduvo errante con su asistente por los más fragosos sitios de las de Berga. Por último, las gavillas del Ampurdán y comarcas limítrofes fueron arrojadas hasta la frontera de Francia, en corto número ya, porque las más se sometieron presentando sus armas y acogiéndose al indulto. Vilella, Rafi Vidal, Castán y otros jefes de bandas fueron de los presentados, dándose así por terminada militarmente la insurrección de los agraviados, o malcontents, como ellos se decían, que a haber estado mejor dirigida y organizada habría sido muy difícil de sofocar o de vencer.

De propósito no hemos dicho nada todavía, reservándolo para este lugar, de la rebelión de Cervera, en atención a la singularidad del personaje, al parecer novelesco, que allí figuró más, y dio impulso y alma al movimiento. Era este personaje una bella y agraciada joven, huérfana, hija de padres nobles y ricos, rica ella también de imaginación y de fanatismo político y religioso, ávida de grandes emociones y empresas. Llamábase Josefina Comerford; había nacido en Tarifa en 1798; de tierna edad cuando perdió a sus padres; esmeradamente educada después en Irlanda al lado y cuidado de su tío el devoto conde de Briás; versada en las lenguas vivas; imbuida en un espíritu religioso exagerado, que avivaron las relaciones que adquirió en sus viajes por Alemania e Italia, y principalmente en Roma; conservando afición a España, su país natal, volvió a él, desembarcando en Cataluña, donde eligió por confesor suyo al padre Marañón, religioso de la orden de la Trapa, conocido por lo mismo por El Trapense, perseguidor y azote de los liberales, hasta el punto de ser reprobada su conducta por el mismo Fernando, que le destituyó del empleo de comandante general de la Rioja, mandándole volver a su convento. En íntima amistad Josefina con el padre Marañón, siguióle en sus excursiones, haciendo servicios al absolutismo, que la Regencia realista de Urgel premió en 1823, agraciándola con el título de condesa de Sales.

Hallábase en 1825 en Manresa, cuando a petición del intendente de policía del Principado fue arrestada y conducida a Barcelona, donde se le dio la ciudad por cárcel, hasta diciembre del mismo año que se la puso en libertad. Cuando se preparaba la insurrección de Cataluña, so pretexto de haber declarado los doctores de la universidad de Cervera energúmena a una doncella que Josefina había dejado allí, obtuvo permiso y pasaporte del capitán general para trasladarse a aquella ciudad (mayo, 1827). A poco tiempo empezó a fomentar y dirigir la sublevación. Las reuniones se celebraban en su casa y bajo su presidencia (237) ; dábanle el título de generala, y merecíalo bien, a juzgar por su resuelto y varonil espíritu y por el aliento y ánimo que inspiraba a los demás. «Cuando falte un jefe, les decía, yo montaré a caballo con sable en la cintura, y me pondré a la cabeza de mis sublevados.» A su impulso, pues, se formó la junta; se acordó la insurrección, y picado el amor propio de los congregados al ver excitado su valor por una mujer, joven, bella y entusiasta, juraron pelear hasta vencer. El acta del levantamiento decía: «Convocados y congregados en la casa habitación de doña María Josefa Comerford, condesa de Sales, en los días 2 y 3 del corriente septiembre, y año de 1827, para tratar asuntos a favor de S. R. M. y Santa Religión, y contra todo sectario… los individuos que componen la junta, etc.» (238)  La misma heroína dio instrucciones a cada uno de los que habían de marchar a la cabeza de los sublevados. Así se hizo el alzamiento de Cervera, que tuvo el mismo término que los demás de Cataluña que dejamos referidos.

También se habían destacado algunas partidas para poner en movimiento los elementos con que contaban en Aragón, pero frustró sus planes el barón de Meer, encargado de la persecución y exterminio de aquellas. En Valencia hizo el general Longa el buen servicio de prevenir el conflicto con maña y astucia, comprometiendo a estar a su lado a los mismos que tenían proyectado levantarse. Pero la trama era tan general, que hasta en la misma provincia de Álava y a la legua y media de Vitoria se alzó con una partida don Asensio Lanzagarreta. Merced al celo y decisión de las autoridades de aquellas provincias, la gavilla de insurrectos, después de haberse corrido a Guipúzcoa y Vizcaya, sucumbió en este último punto, incluso el jefe Lanzagarreta, a manos de los realistas que se mantuvieron fieles.

Dada ya por segura la pacificación de Cataluña, dispuso Fernando (12 de octubre, 1827) que la reina su esposa se trasladara a Valencia, donde él iría a recibirla, con objeto de visitar después juntos algunas provincias y reanimar el espíritu de los pueblos. Hízolo así la modesta y virtuosa Amalia, sin que la molestaran en el viaje con ruidosos festejos, que así lo tenía muy recomendado Fernando, y era también lo que agradaba más al carácter de la reina. El rey por su parte salió oportunamente de Tarragona, y llegó a Valencia (30 de octubre, 1827) a tiempo de adelantarse a esperar y recibir a su augusta consorte, haciendo juntos su entrada en la ciudad al siguiente día, y ocupando el alojamiento que el general Longa les tenía a sus expensas preparado con admirable gusto y riqueza. Diez y ocho días permanecieron los reyes en la bella ciudad del Turia, recibiendo todo género de homenajes, ovaciones, agasajos y demostraciones de afecto y lealtad, no solo de parte de todas las clases y corporaciones de la capital, sino de los pueblos todos de aquella provincia y sus limítrofes; que afluían ansiosos de besar la mano del monarca, o de contemplarle y vitorearle, y de participar de los festejos, espectáculos y regocijos públicos con que a porfía procuraban aquellos habitantes, al mismo tiempo que mostrar su entusiasmo por el monarca, hacer agradable la estancia de sus augustos huéspedes.

Mas al tiempo que tan alegremente celebraba la reina del Guadalaviar la honra y la satisfacción de hospedar a sus soberanos, escenas de muy diferente índole se estaban representando en Tarragona, y llenando de estupor aquellos habitantes. En la mañana del 7 de noviembre (1827) retumbaron dos cañonazos en el castillo; inmediatamente se vio enarbolada una bandera negra: a poco rato aparecieron a la vista horrorizada del público dos cadáveres suspendidos de la horca… Eran los del coronel don Juan Rafi Vidal, y del capitán graduado de teniente coronel don Alberto Olives, los que habían promovido la insurrección en el corregimiento de Tarragona, pero que habían depuesto las armas y entregádose a la indulgencia y a la generosidad del rey (239). A los pocos días (18 de noviembre, 1827), tres cañonazos y una bandera negra anunciaron a la primera hora de la mañana otras ejecuciones; y no tardaron en aparecer tres cadáveres colgados de la horca. Eran éstos los del teniente coronel don Joaquín Laguardia, don Miguel Bericart, de Tortosa, y don Magín Pallás, de Manresa. Siguieron a estos suplicios, con el mismo misterioso y lúgubre aparato, los de Rafael Bosch y Ballester, teniente coronel sin calificación, jefe de los sublevados de Mataró y Gerona, de Jacinto Abrés, el Carnicer (a) Píxola, uno de los más decididos y valientes caudillos de la insurrección, y de Jaime Vives y José Rebusté (240).

Fueron aquellos suplicios mirados con general repugnancia y horror, no porque se extrañara ver empleado todo el rigor de la justicia contra los jefes de los insurrectos, aunque a algunos parecía garantirlos el haberse acogido voluntariamente a la munificencia del rey, sino principalmente por la forma con que se los revestía. Por desgracia más adelante habremos de ver cuán de la afición del conde de España se hicieron estas ejecuciones sangrientas, estas escenas horribles, estas formas inquisitoriales y bárbaras, practicadas, no ya con los que se habían rebelado y empleado las armas contra su rey, sino con los mismos que le habían ayudado a vencer la rebelión.

Arrestada fue también por el conde de Mirasol (18 de noviembre, 1827) la célebre Josefina Comerford, a quien se halló en la casa de don Guillermo de Roquebruna, dignidad de hospitalero en la catedral de Tarragona. Sabida y evidente era la parte que había tomado en el levantamiento; halláronse en su poder documentos que lo acreditaban, apuntes de la correspondencia que seguía en Francia, Italia y Alemania, y en las provincias españolas; libros de guerra; una lista de mujeres célebres, y recetas para objetos, propios unos de guerrero, propios otros de mujer, y de mujer no virtuosa. Sus respuestas a las declaraciones que se le tomaron y cargos que se le hicieron, cuya relación hemos visto, fueron, acaso muy estudiadamente, incoherentes y vagas. Gracias pudo dar a que, atendidos su sexo y su clase, se la sentenciara a ser trasladada y recluida en un convento de Sevilla, para que con la soledad y el silencio del claustro pudiera la revolucionaria de Cervera y la amiga del padre Marañón meditar sobre su vida pasada y llorar sus extravíos (241).

El 19 de noviembre (1827) partieron los reyes de Valencia para Tarragona, donde llegaron el 24, siendo recibidos por un gentío inmenso con entusiastas vivas y aclamaciones. El conde de España pasó con sus tropas a Barcelona, de cuya ciudad y fuertes tomó posesión como capitán general del Principado, evacuándolos en el mismo día (28 de noviembre) las tropas francesas, con arreglo a lo convenido entre los dos monarcas, español y francés, y recibiendo el comandante y jefes de aquella división auxiliar condecoraciones y otros testimonios de aprecio y gratitud de manos de Fernando. Sintieron, y con razón, los liberales barceloneses la salida de la guarnición francesa, porque ella había sido su escudo contra las proscripciones de que eran víctimas los constitucionales en el resto de España, donde no los amparaban las armas extranjeras. Los de Barcelona vaticinaron bien, y comenzaron luego a experimentar lo mismo que habían recelado.

Los días que los augustos huéspedes permanecieron en Tarragona pasáronlos recibiendo los plácemes y felicitaciones con que los abrumaban, no solo las corporaciones todas de la ciudad, sino también las comisiones que en número considerable acudían diariamente de los pueblos, dando a los reyes y dándose a sí mismos el parabién por la pronta y feliz terminación de la guerra; siendo tal algunos días la afluencia de forasteros, que les era difícil encontrar albergue. Con iguales demostraciones fueron acogidos los regios viajeros en Barcelona, donde entraron el 4 de diciembre (1827), agradecida además la ciudad por haber sido declarada en aquellos días puerto de depósito. Había el rey ordenado que en todos los templos de España se cantara el Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso por el restablecimiento de la paz, y él mismo asistió al que se cantó en la catedral de Barcelona, después de lo cuál, acompañado del clero y cabildo, pasó a la sala capitular, donde, prestado el correspondiente juramento, tomó posesión de la canongía que en aquella santa iglesia tienen los reyes de España, retirándose luego a su palacio en medio de un gran concurso que se agolpaba a vitorearlos.

Así siguieron el resto de aquel mes y año, ya visitando ellos los establecimientos religiosos y de caridad, ya asistiendo a los espectáculos, ya destinando las demás horas a recibir a los que acudían a ofrecerles sus respetos y homenajes. Solo no participaba de la general alegría el partido liberal, numeroso en Barcelona, y hasta entonces el menos atropellado, merced a la estancia y a cierta especie de protección de las tropas francesas. Mas luego que éstas abandonaron la ciudad, el conde de España mandó presentar en las casas consistoriales a todos los que habían pertenecido a la extinguida milicia nacional, so pretexto de averiguar si conservaban armas, uniformes o municiones. Hasta seis mil se reunieron en la plaza pública, permaneciendo hasta más de las once de la noche, en que el Acuerdo dispuso que se retirasen, verificándolo ellos silenciosos y pacíficos, acaso contra las esperanzas y los deseos del general, que habría querido que de aquella aglomeración resultara pretexto para tratar a los concurrentes como perturbadores del orden público. Aun sin él hizo salir de la provincia a todos los oficiales procedentes del ejército constitucional, dejando sumergidas en llanto muchas familias. No era esto más que leve amago de las lágrimas que había de hacer derramar el desapiadado conde, y de los grandes infortunios con que había de enlutar aquella grande y hermosa población. Dejémosle ahora preludiando este funesto período, que tiempo tendremos de afligirnos con los desventurados.

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