La clave de Galileo

En un pasaje de La física, aventura del pensamiento, de Einstein, A. y Ehfeld, L., editado el 5 de marzo de 1.958 en la ciudad de Buenos Aires por Losada y traducido por el Dr. D. Rafael Grinfeld, dice lo siguiente un pasaje del primer capítulo, de nombre “Génesis y ascensión del punto de vista mecánico”:

La clave de Galileo

Supongamos que un hombre que conduce un carrito en una calle horizontal deje de repente de empujarlo. Sabemos que el carrito recorrerá cierto trayecto antes de parar. Nos preguntamos: ¿será posible aumentar este trayecto, y cómo? La experiencia diaria nos enseña que ello es posible y nos indica varias maneras de hacerlo: por ejemplo, engrasando el eje de las rueda y haciendo más liso el camino. El carrito irá más lejos cuanto más fácilmente giren las ruedas y cuanto más pulido sea el camino. Pero, ¿qué significa engrasar o aceitar los ejes de las ruedas y alisar el camino? Esto: significa que se han disminuido las influencias externas. Se han aminorado los efectos de lo que se llama roce o fricción, tanto en las ruedas como en el camino. En realidad, esto constituye ya una interpretación teórica, hasta cierto punto arbitraria, de lo observado. Un paso adelante más y habremos dado con la verdadera clave del problema. Para ello imaginemos un camino perfectamente alisado y ruedas sin roce alguno. En tal caso no habría causa que se opusiera al movimiento y el carrito se movería eternamente.

A esta conclusión se ha llegado imaginando un experimento ideal que jamás podrá verificarse, ya que es imposible eliminar toda influencia externa. La experiencia idealizada dio la clave que constituyó la verdadera fundamentación de la mecánica del movimiento.

Comparando los dos métodos expuestos, se puede decir que: Intuitivamente, a mayor fuerza corresponde mayor velocidad; luego, la velocidad de un cuerpo nos indicará si sobre él actúan o no fuerzas exteriores. Según la clave descubierta por Galileo, si un cuerpo no es empujado o arrastrado, en suma, si sobre él no actúan fuerzas exteriores, se mueve uniformemente, es decir, con una velocidad constante y en línea recta. Por lo tanto, la velocidad de un cuerpo no es indicio de que sobre él obren o no fuerzas exteriores. La conclusión de Galileo, que es la correcta, la formuló, una generación después Newton, con el nombre de principio de inercia. Es generalmente una de las primeras leyes de la física que aprendemos de memoria en los colegios, y muchos la recordarán. Dice así:

Un cuerpo en reposo, o en movimiento, se mantendrá en reposo, o en movimiento rectilíneo y uniforme, a menos que sobre él actúen fuerzas exteriores que lo obliguen a modificar dichos estados.

Acabamos de ver que la ley de inercia no puede inferirse directamente de la experiencia, sino mediante una especulación del pensamiento coherente con lo observado. El experimento ideal no podrá jamás realizarse, a pesar de que nos conduce a un entendimiento profundo de las experiencias reales.

Varias consideraciones y consecuencias se desprenden de este experimento imaginario y a su través es posible establecer rigurosamente los contrastes más vivos entre Aristóteles y Galileo. Todo puede resumirse en los siguientes puntos:

  1. El roce puede ser considerado como un agente causante del detenimiento del objeto, pero no forzosamente como el único ni el decisivo. La suposición de que un objeto material se detiene por causa del roce es nada más que eso: una suposición que no es posible confirmar mediante experimento real alguno. No está contra la experiencia ni contra la razón suponer que si un objeto se para es porque la fuerza que lo impulsaba ha dejado de actuar y no porque el medio le sirva de obstáculo para continuar, como pensó Galileo. De ahí extrajo lo que él llamó verdadera realidad del movimiento.
  2. Este experimento mental fue aceptado por Galileo, pero no lo habría sido en modo alguno por Aristóteles, para quien la velocidad aumenta en proporción inversa a la disminución del roce. Si el roce disminuyera absolutamente, la velocidad sería infinita, lo que es absurdo. Por tanto el espacio vacío infinito no puede existir.
  3. Las consecuencias de la actitud de Aristóteles habrían sido (y siguen siendo para muchas personas amarradas al sentido común):
    3.1.  Si un cuerpo se mueve a velocidad constante, sobre él actúa una fuerza constante.
    3.2.  Si un cuerpo aminora su velocidad, es porque sobre él ha dejado de actuar una fuerza.
    3.3.  Si un cuerpo acelera, una fuerza mayor que la anterior actúa sobre él. Si la aceleración es constante, la fuerza es creciente.
    3.4.  Es imposible la formulación del principio de gravitación universal, porque el movimiento planetario no es rectilíneo por naturaleza, sino circular, debido a que es el único movimiento regular que puede darse en un universo finito.
  1. Los efectos inmediatos de la actitud de Galileo fueron:
    4.1.  Si un cuerpo se mueve a velocidad constante, sobre él no actúa ninguna fuerza.
    4.2.  Si un cuerpo aminora su velocidad, es porque sobre él, en sentido contrario a su trayectoria, ha actuado una fuerza. Si la aminoración es constante, la fuerza también lo es.
    4.3.  Si un cuerpo acelera, sobre él ha actuado una fuerza. Si la aceleración es constante, la fuerza también lo es.
    4.4.  El movimiento natural de un cuerpo es el de la línea recta, por lo que los movimientos planetarios, que son curvos, requieren una explicación, pues sobre ellos deben estar actuando fuerzas que impiden que su trayectoria sea rectilínea. Esta exigencia permitió a Newton formular el principio de gravitación universal.
  1. Puesto que no es posible decidir qué interpretación es verdadera, ya que el experimento que nos lo indicaría es irrealizable, tanto en opinión del uno como del otro, el principio filosófico de la economía de pensamiento exige que se adopte la más sencilla y, al mismo tiempo, la que explique mejor y más completamente los casos observables.
  2. Puesto que el espacio vacío es un concepto procedente de una ciencia no empírica, la geometría, para aplicarlo a la comprensión de la experiencia, la nueva ciencia de Galileo debe entenderse como una corroboración empírica del matematicismo.
  3. Mientras que en Aristóteles interesaba saber el lugar natural de un cuerpo, del animal, del hombre…, en la nueva concepción de las cosas que se origina con la ciencia moderna carecen de interés el final de movimiento y su origen. Teleología y origen son preguntas que tal vez conserven su contenido cuando se las refiere al hombre, que así corre el riesgo de quedar separado del resto de la naturaleza. A ello conduce inevitablemente la división de las cualidades en primarias y secundarias y el desprecio por las últimas. Descartes será el encargado de consumar este proceso.
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Diversidad humana

 Si los hombres han hecho de la cultura su naturaleza es porque la naturaleza ha hecho de ellos seres indeterminados e inestables. Han tenido que satisfacer en su mundo abierto los impulsos que los demás animales satisfacen sin problemas en su entorno cerrado. El mundo del hombres es por esto la naturaleza una y otra vez transformada, el resultado de su actividad, de sus siempre cambiantes habilidades, experiencias, conocimientos y tendencias. Es obra suya incluso su ser de primate vertical que ha liberado las manos del desplazamiento para poder hablar con la boca. La evolución natural ajusta cada especie a su medio, que es siempre una selección de características del exterior, y, mediante esa misma selección, ajusta también cada medio a una especie, pero el hombre ha tenido que hacerse cargo de esta doble tarea, suplantando la acción de la selección natural. Por esto es difícil pensar que un ser de esta índole haya podido vivir un solo tipo de vida. Eso es algo que compete a otros animales, no a él. El es el animal que no sólo se entrega a una variedad inabarcable de culturas, sino que estas culturas, una vez aparecidas, parecen irremediablemente destinadas a transformarse en otras. ¿No existirá algún punto hacia el que converge este caudal? El contraste con los otros animales no puede ser más grande. Una golondrina hacía su nido hace 10.000 años igual que ahora. Nuestros antepasados del Neolítico verían lo mismo que nosotros en esta ave, pero entre ellos y nosotros apenas hay algo en común, si se exceptúa un organismo natural inadaptado cuyas obras no parecen llegar a un final estable. Todo indica que el desenvolvimiento de la humanidad no tiene sentido ni dirección. Esto es lo que se discutirá en las páginas siguientes.

– Salvajismo, barbarie y civilización.

El tiempo del hombre actual se mide en unidades cortas, en miles o decenas de miles de años, pero el de otras especies, como las de los dinosaurios, se mide en millones y decenas de millones. En una escala de tiempo largo podría parecer que las especies humanas han creado cosas a una velocidad vertiginosa, pero en la escala humana la velocidad de aparición de novedades no es tan acelerada. La concepción actual, que pone ante nuestros ojos un desarrollo continuo y creciente de las habilidades y los inventos humanos es falsa. El transcurso de las varias especies humanas que han existido está jalonado solamente por tres o cuatro focos. El primero fue la piedra, cuyas variedades apenas destacan sobre un horizonte de más de un millón de años. Después vino el metal, acompañado de la domesticación de animales y plantas, la aparición de las ciudades, la vida sedentaria, la alfarería, etc. Y, por último, llegaron la máquina y la electricidad. Es notable que el curso de este progreso haya sido extraordinariamente lento y discontinuo, tan lento y discontinuo que existen periodos de varios centenares de miles de años en que no existió nada nuevo, lo que quiere decir que, si se atiene uno a la forma de vida que los humanos han tenido casi siempre, debe concluir que estaban destinados a llevar una existencia apenas diferente de la del animal. Durante más de un millón de años no hicieron otra cosa que repetirse, como las golondrinas o las plantas. Como la naturaleza entera, que no parece hacer otra cosa que repetirse. Nada nuevo hay bajo el sol que la ilumina. Gira sobre sí y parece que sólo se esfuerza por mantenerse en su ser frente a las contingencias del devenir.

Pero he aquí que una especie humana, la última de las que han existido, ha roto en la última décima parte de su tiempo la repetición que venía siendo la norma y ha instaurado un orden nuevo, lo que, no obstante, ha sucedido también con lentitud e inseguridad. Esta especie, la nuestra, procede de África, donde pudo adquirir un desarrollo importante entre los 600.000 y los 250.000 años antes del presente. Tal vez empezó más tarde, entre los 300.000 y los 100.000. Sea de ello lo que sea, parece probado que una pequeña población de la especie, compuesta de un mínimo de 500 y un máximo de 10.000 individuos, abandonó a sus congéneres africanos y atravesó el territorio de los actuales Egipto e Israel hace unos 100.000 años. Los genetistas han llegado a esta conclusión por la homogeneidad de los humanos actuales y los paleontólogos la han apoyado con descubrimientos de huesos iguales a los nuestros casi en todo, huesos cuyos dueños habitaron esas tierras en aquellas fechas. El grupo se extendió después por toda Asia y entró en Australia hace unos 50.000 años, lo que no habría podido hacer si no hubiera adquirido entretanto el arte de la navegación, pues Australia ha sido siempre una isla. A su paso por Asia desapareció el Homo Erectus, una especie humana que procedía también de África y se había establecido allí dos millones de años atrás. También se extendió por Europa, hasta llegar a la actual España, donde ya debía estar hace 40.000 años al menos, según indican los restos hallados en Cataluña y Cantabria. Aquí coexistió durante una decena de miles de años al menos con la especie humana autóctona, la del Homo Neandertalensis, que era robusto, alto y evolucionado, disponía de una cavidad craneal superior a la nuestra, carecía de muela del juicio, utilizaba el fuego, enterraba a sus muertos y fabricaba herramientas. Procedía también de África, de donde había pasado a Europa hace más de 800.000 años, según demuestra el yacimiento de Atapuerca, en la provincia de Burgos, y aquí había seguido una línea evolutiva propia hasta hace unos 45.000, fecha aproximada en que se, pese a ser un humano evolucionado, empezó a extinguirse al entrar en contacto con el hombre moderno. Parece probado que era una especie distinta de la nuestra y que no pudo cruzarse con nuestros antecesores, pues ahora no se hallan genes neandertales. Por último, el Homo Sapiens entró en el Nuevo Mundo por el Estrecho de Bering hace unos 15.000 años, poblando a continuación las dos Américas.

Los humanos modernos se hicieron cazadores muy eficaces en el continente euroasiático, donde hallaron grandes manadas de bisontes, renos, mamuts, caballos, etc., que se convirtieron en presas fáciles merced a la utilización del fuego y las armas de piedra, hueso y madera. Durante muchos miles de años pudieron mantener un notable equilibrio ecológico, pero, sea por el crecimiento poblacional, sea por los cambios climáticos del último periodo glacial, que hicieron retroceder los hielos hacia Groenlandia y extenderse los bosques en sustitución de las tierras de pasto, o sea por ambas causas actuando de consuno, lo cierto es que por su causa extinguieron muchas especies animales, entre ellas las del Homo Erectus y el Homo Neandertalensis. Sirva a título de prueba de la capacidad depredadora del hombre moderno y de la forma aproximada en que se extendió por el planeta la siguiente argumentación de Martin, un profesor de la Universidad de California:

Introducimos 100 paleoindios en Edmonton. Los cazadores capturan un promedio de 13 unidades animales anuales por persona. Una persona de una familia de cuatro lleva a cabo la mayor parte de la matanza, a un ritmo de una unidad animal por semana…

La caza es fácil; el grupo se duplica cada veinte años hasta que las manadas locales se agotan y deben explorarse nuevos territorios. En 120 años, la población de Edmonton llega a 5.409 habitantes. Se concentra en un frente de 59 millas de profundidad, con una densidad de 0,37 personas por milla cuadrada. Detrás del frente, la megafauna está exterminada. En 220 años el frente alcanza el norte de Colorado… En 73 años más, el frente avanza las mil millas restantes (hasta el Golfo de Méjico), alcanza una profundidad de 76 millas y su población llega a un máximo de poco más de 100.000 personas. El frente no avanza más de 20 millas anuales. En 293 años, los cazadores destruyen la megafauna de 93 millones de unidades animales. (P. C. Martin, en Harris, M., Caníbales.., páginas 36-37)

El argumento, que es excesivamente exagerado en su conclusión, vale para hacerse una idea aproximada de las habilidades de cazador que adquirió el Homo Sapiens durante la Edad de Piedra, o etapa del salvajismo, y de la expansión consiguiente que no tuvo más remedio que suceder, pero no porque la población creciera al ritmo que expone el Sr. Martin. Sólo con que la tasa de crecimiento poblacional hubiera sido de un 0,5 % anual, la población se habría duplicado cada 139 años y si este ritmo se hubiera mantenido tan sólo durante los 10.000 últimos años del Paleolítico, los humanos habrían alcanzado un número superior a los 600.000 trillones, como cualquiera puede comprobar con su calculadora (V. Harris, Caníbales…, página 31). La tasa de crecimiento poblacional fue muy inferior. Seguramente no pasó del 0,001% para todo el Paleolítico Superior.

El salvajismo duró hasta hace unos 10.000 años, cuando nació una nueva organización social que, lo mismo que las bandas nómadas habían hecho hasta entonces, se extendió y diversificó hasta ocupar todo el globo. La caza y recolección de alimentos silvestres, que había sido la única economía practicada por los humanos durante decenas de miles de años, quedó arrinconada en algunos pocos lugares del planeta, en los desiertos y los polos, donde la naciente domesticación de animales y plantas no tenía posibilidades de éxito. La nueva organización era más potente, porque en los espacios que ocupaba podía organizar más fuerza y producir más recursos. El salvaje prehistórico no tuvo ninguna posibilidad de hacer frente a los nuevos tiempos, por lo que o bien adoptó la domesticación de animales, la agricultura y el resto de las técnicas productivas del Neolítico, o bien, no pudiendo defender su mundo contra los nuevos agricultores y pastores, tuvo que recluirse en los escasos lugares que aquéllos no pudieron colonizar. En ellos subsistió el mundo paleolítico como una estrategia secundaria de organización y producción.

Todo lo cual sucedió a una velocidad vertiginosa en comparación con la que habían tenido hasta entonces las cosas humanas. Las formas neolíticas de vida empezaron en los montes y valles de Oriente Próximo entre el 10.000 y el 7.000 a. d. J. y en el 2.000 ya había sociedades neolíticas en toda Europa y Asia. En el continente americano empezaron algo más tarde, hace unos 5.000 años, pero también allí se extendieron con una rapidez similar.

El Neolítico fue el día de las sociedades tribales, o día de la barbarie, como tradicionamente se le ha designado. Pero en la mañana se estaban ya preparando otras formas superiores de cultura, las civilizaciones. Hace 5.500 años existían ya en Oriente Próximo, hace 4.500 en el valle del Indo, hace 3.500 en China y hace 2.500 en América Central y Perú. La sociedad civilizada fue el ocaso de la tribal, como la tribal había sido el ocaso de la salvaje. A su paso se fueron extinguiendo o modificando las formas surgidas del Neolítico. Mucho antes del descubrimiento de América, en 1.492, que marcó la destrucción definitiva de las tribus neolíticas, éstas ya habían sido seriamente dañadas por la expansión imparable de la civilización. Subsistieron algunos grupos en América del Norte, en el Norte de México, el Caribe, la cuenca del Amazonas, algunas zonas del África Subsahariana, otras del Asia interior, Siberia y las islas del Pacífico, incluida Australia. La expansión europea posterior al descubrimiento de América desalojó incluso de estos lugares toda forma de vida tribal y en el presente puede decirse que se han extinguido por completo. Las pocas tribus que pudieron estudiar los etnógrafos durante el siglo XX estaban ya sujetas al dominio de alguno de los imperios europeos, por lo que sus tradiciones no estaban intactas, particularmente sus instituciones guerreras, debido a que la máxima preocupación de las civilizaciones no puede ser otra que la de imponer la paz bajo la ley, como más adelante habrá de verse.

– La sociedad salvaje: la prohibición del incesto.

¿Por qué no sobrevivieron y se extendieron el Homo Neandertalensis y el Homo Erectus como el Homo Sapiens? La respuesta aparece por sí sola cuando se contraponen de nuevo la conducta animal, particularmente la de los simios, y la de los humanos. A excepción del orangután, los simios del Nuevo y del Viejo Mundo son, como el hombre, animales fundamentalmente sociales. Que una especie sea social quiere decir que dos o más adultos son capaces de establecer uniones duraderas, lo que excluye de esta consideración los vínculos que puedan darse entre las madres y sus hijos pequeños. La sociabilidad de los simios existe además para satisfacer necesidades biológicas, razón por la que gravita sobre el sexo, el alimento y la defensa del territorio.

El primer factor de sociabilidad, la atracción sexual, tiene una consecuencia positiva sobre la vida del grupo de simios, la de garantizar su continuidad, y otra negativa, la de ser causa permanente de disputas entre los machos por la posesión de las hembras. Este motivo de tensión, que apenas disminuye durante los cortos periodos de tiempo en que existe un macho ganador que se reserva para sí el acceso exclusivo a las hembras de la horda, hace que la horda misma se halle frecuentemente limitada en sus actividades, debido a que las jerarquías que brotan de cada pelea son poco duraderas y la horda está siempre amenazada por la desintegración.

El segundo factor, el alimento, es motivo del mismo modelo jerárquico de dominio y sumisión. Igual que los machos más poderosos compiten por las hembras, así también compiten por los alimentos. Hay, empero, una diferencia necesaria. En lo tocante al sexo, el macho vencedor sacia su instinto e impide que lo hagan los demás, pero en lo tocante a la comida el macho vencedor y la hembra vencedora, porque somete también a las otras hembras, se sacian y dejan a los demás los restos del botín. Puesto que se puede vivir sin sexo, pero no sin alimentos, el grupo no podría subsistir si la mayoría no tuviera nada que comer. En la alimentación existe la cooperación indispensable para la supervivencia de los individuos.

La cooperación es más activa todavía cuando hay que defender el territorio. Las hordas de primates son grupos sociales cerrados y, excepto algún que otro caso, buscan su comida en un lugar que defienden firmemente contra las incursiones de otras hordas de la misma especie. Pocas veces llega a producirse un combate en toda regla, porque los contendientes son más fanfarrones que valientes, pero las amenazas y los amagos de lucha son constantes, lo que hace saber cada uno de ellos gritando estridentemente y golpeándose el pecho con los puños cerrados como si fuera un tambor.

Esta organización social es esencialmente distinta de la humana. Los simios no son capaces de someter a control las pulsiones del hambre y el sexo, ni saben interponer un freno entre ellas y su satisfacción. Carecen de la contención de sus instintos a que hemos dado el nombre de “alma”, lo que es suficiente para pensar que el hombre actual es una especie aparte, porque se ha liberado de la naturaleza a la que siguen sujetos los animales, incluidos los primates inteligentes y sociales. Esto es algo manifiesto en la organización social humana, en cuyo interior aprenden los individuos a reprimir y canalizar sus pulsiones internas, subordinándolas a los fines generales.

El comportamiento sexual es el paradigma general de muchas otras conductas. Todas las sociedades conocidas han dispuesto algún tipo de prohibición del incesto. En todas se prohiben las relaciones sexuales entre padres e hijos, entre parientes cercanos, entre hermanos y, en muchos casos, también entre primos. Las excepciones a la regla, como la existente entre los faraones del Antiguo Egipto, son sólo aparentes, pues, si bien el faraón podía desposar a su hija, la mujer del faraón no podía desposar a su hijo; luego incluso en este caso había prohibición. El sexo está sujeto a toda suerte de reglas y restricciones, canalizando los impulsos sexuales individuales. Pero, pese a las apariencias, no es la contención individual del instinto lo más importante, sino el hecho de que por su causa las mujeres no están disponibles en exclusiva para el macho que venza en la lucha y en realidad potencialmente disponibles para todos, pues cada uno de los machos de la horda puede aspirar alguna vez a la victoria. Una hembra de primate es solamente una hembra igual a cualquier otra, pero una mujer no es una mujer más, sino una hermana, una madre, una prima, una esposa, una mujer ajena, etc., es decir, es siempre alguien con quien no se deben mantener relaciones sexuales o alguien con quien sí es posible hacerlo. Se trata de la primera distinción intelectual establecida por los hombres entre seres naturales, del primer pensamiento real y práctico que ha existido, porque pensar consiste ante todo en oponer una cosa a otra. Cuando se dice que un triángulo es un polígono de tres lados se está diciendo que no es un círculo, un cuadrado ni cualquier otra figura geométrica. Algo idéntico está implícito cuando un hombre se dirige a una mujer determinada. Es obvio, por otra parte, que la clasificación de las mujeres en accesibles y no accesibles sexualmente, clasificación que sigue a la prohibición del incesto, existe sólo en la cabeza de los humanos, pues desde el punto de vista biológico no hay distinción alguna entre ellas.

El lado negativo de la prohibición del incesto, impedir ciertas conductas sexuales poniendo en práctica la contención y el freno de los instintos, es solamente el principio de la sociabilidad humana. Que un individuo no pueda desposar a sus hermanas es el reverso de dos obligaciones consecuentes que fundan la sociedad, la de permitir que las desposen otros, con los que inevitablemente habrá establecido una relación que no se habría dado de otro modo, y la de desposar a las hermanas de los mismos o de otros distintos, con los que entrará asimismo en relación. La prohibición del incesto es la naturaleza superada porque de ella brota el intercambio. A partir del momento en que existe, los matrimonios son el recurso principal para la estabilidad de las sociedades. Por su medio se crean lazos de parentesco y se sellan alianzas para garantizar la paz entre vecinos que de otro modo serían enemigos.

La prohibición del incesto es, en suma, la sociedad misma. De sus efectos, que son las líneas del parentesco, extrajeron las bandas salvajes del Paleolítico el plan general para el reparto de los alimentos, lo cual resulta imposible a los animales. Los datos de la arqueología ponen de manifiesto que, mientras los simios devoran la comida en el lugar en que la han encontrado, los hombres la llevan al campamento y allí la reparten. El alimento se distribuye, como también se distribuye la satisfacción del sexo, y los fuertes no abusan de los débiles. En la sociedad salvaje no pasa hambre un individuo si no la está pasando todo el grupo. Un abandono semejante es propio de sociedades que se han organizado después de otro modo, pero no de las sociedades salvajes que existieron durante el Paleolítico. La generosidad y la cooperación se impusieron durante ese periodo, pero no por una bondad natural que tampoco entonces existió, sino por los premios y castigos establecidos por los sistemas parentales con el fin de que el comportamiento social resultara más conveniente que el individual. En consecuencia, los alimentos sirvieron también como factor de estabilidad de las sociedades humanas, al contrario de lo que sucede con las simiescas.

En cuanto a la territorialidad, las sociedades paleolíticas manifestaban también una conducta diferente de la de los simios. Las bandas de cazadores y recolectores se definían por lo general en términos del espacio que ocupaban, pero éste nunca se hallaba ocupado de modo exclusivo, pues las alianzas y lazos creados por el matrimonio entre bandas diferentes abrían el territorio a los aliados, lo que se hacía con toda seguridad por resignación y no por inclinación natural.

Luego la diferencia entre la sociedad humana y las de los simios es que en la primera existe el intercambio de mujeres entre los que no son parientes y de bienes y servicios entre los que sí lo son. La prohibición del incesto, acompañada de las reglas matrimoniales y las de residencia, prescriben con qué grupos se deben intercambiar mujeres y con cuáles no. El intercambio de bienes y servicios sigue las líneas trazadas por estos trasvases de personas. Este es el procedimiento que pusieron en práctica las sociedades salvajes para consolidar lazos ya establecidos con los grupos amigos, para establecer alianzas con grupos potencialmente enemigos y para sellar pactos contra otros de los que no se deseaba o no se esperaba amistad alguna.

– La sociedad salvaje: la guerra.

Nuestros antepasados del Paleolítico, fueron, pues cazadores y recolectores organizados en bandas surgidas del parentesco. Sin animales de carga ni máquinas para transportar enseres, no pudieron desear ni poseer más pertenencias que las que pudieran cargar sobre sus espaldas. Fueron ricos porque, de las dos maneras que hay de serlo, una, que consiste en acumular riquezas y nunca se satisface, y otra, que consiste en no desearlas y se satisface pronto, ellos eligieron la segunda. Por esto las bandas no podían ser grandes, no mayores de 50 ó 100 individuos por término medio, una cifra que variaba seguramente según los recursos disponibles, la abundancia de agua y otros factores, pero que en ningún caso igualaba la de un poblado agrícola neolítico. Y en el interior de cada uno de aquellos grupos no existía más diferenciación que la creada por los lazos de parentesco. No había especialistas de la política, hombres de poder, sacerdotes, profesionales del comercio o la industria, abogados, médicos, obreros, etc. Solamente había padres, madres, hijos, hermanos y otros parientes. Eran, pues, sociedades igualitarias, las únicas sociedades igualitarias que han existido.

Pero no eran pacíficas, como han querido ver los que mantienen la creencia en el buen salvaje, creencia que no pasa de ser una proyección de un cierto irenismo occidental sobre los salvajes reales. Los primeros europeos que los conocieron después del descubrimiento de América ya coincidían en señalar que eran gentes “sin ley, sin rey, sin Dios”, y los etnólogos que han tenido ocasión de estudiar sociedades no adulteradas por Occidente, como los Yanomami del Amazonas, dan fe de su dinamismo guerrero. Por último, un argumento se impone con fuerza: si la población de cazadores y recolectores se mantuvo aproximadamente estacionaria durante el Paleolítico, fue por la práctica generalizada de la guerra y el infanticidio femenino, que era un efecto suyo. Ahora bien, una vez desechada, por irrealizable y fantástica, la idea de que todas las bandas del Paleolítico se hubieran puesto de acuerdo en hacerse la guerra con el propósito consciente de contener el aumento poblacional y hubieran además mantenido vigente dicho acuerdo durante más de 40.000 años, es obligado buscar en otro lado el origen de la guerra.

Clastres menciona tres soluciones a este problema, de las cuales estima que sólo una es verdadera. Las otras dos deben exponerse aquí porque, pese a ser erróneas, son convicciones comunes de nuestro tiempo y es necesario ponerlas en solfa. La primera de éstas es la de quienes creen que el hombre posee una naturaleza asesina que le impulsa a cazar cuando tiene hambre y a matar por diversión cuando no la tiene, un paso extremadamente fácil, según dicen, para el cazador, porque, siendo las mismas las herramientas de caza y las armas de guerra, su mente poco desarrollada apenas hace distingos entre la actividad guerrera y la económica. Pero si esto fuera cierto, si el salvaje confundiera la caza y la guerra, entonces debería dedicarse indistintamente a cazar animales y hombres para comérselos cada vez que tiene hambre, algo que ni siquiera hacen los caníbales. Si el Homo Neandertalensis y el Homo Erectus sirvieron de comida al Homo Sapiens, lo que, por otro lado, no está probado, fue porque éste no los concibió como hombres. Los humanos modernos no mantienen relaciones sexuales con sus parientes ni se comen a sus iguales. Y ninguna de sus sociedades está compuesta de individuos tan imbéciles que no distingan a las mujeres accesibles sexualmente de las que no lo son y a los animales de los hombres. Por otro lado, la agresividad, como los demás instintos del hombre, adolece de la indefinición característica de la especie y es, por tanto, moldeada siempre por las instituciones sociales. El caníbal no captura enemigos para comérselos por hambre sino por motivos rituales. Y si la agresividad es el origen de la guerra entonces, puesto que es la cultura lo que la contiene y la canaliza, hay que concluir que en la cultura está verdaderamente su origen, como más adelante se verá.

La segunda solución errónea es más compleja. Consiste en pensar que las tecnologías de producción están sometidas a un avance más o menos sostenido, pero siempre creciente. El reverso necesario de esta idea es que, dado que el progreso es constante hacia el futuro, pese a todos los obstáculos e interrupciones que de hecho se le interponen de vez en cuando, el retroceso tiene que ser igualmente constante conforme el historiador vaya retrocediendo hacia el pasado, lo que conduce a la conclusión de que en la antigüedad más remota, esto es, en las sociedades salvajes, la capacidad productiva tendía a cero. Y como, además, los hombres siempre han sido muchos y la comida poca, no tenían otra opción, concluye el historiador imbuido de esta convicción, que pelear entre sí para adquirir o conservar lo que ni les regalaba la naturaleza ni les procuraba su primitiva tecnología.

En esta convicción hay al menos dos errores graves. El primero es el del progreso mismo. Sin necesidad de referirse a otras especies humanas, como la del Erectus y el Neandertalensis, cuyos avances técnicos fueron prácticamente nulos durante uno o dos millones de años, la humanidad actual sólo ha experimentado dos progresos significativos, el de la Revolución Neolítica, que es todavía la base de nuestra existencia, y el de la Revolución Industrial del siglo XVIII. Que durante estos 200 últimos años se hayan acumulado las invenciones no autoriza a creer que ha sucedido lo mismo durante los 90.000 años transcurridos desde que nuestra especie pasó de África a Eurasia. Si los progresos habidos se representaran sobre una línea se comprobaría que sólo la última décima parte de la misma mostraría una primera curva ascendente, que se interrumpe pronto, y otra más en la última quingentésima parte, cuyo final todavía no podemos vislumbrar los hombres del presente.

El segundo error de la tesis es lo que ha dado en llamarse “economía de subsistencia”, la imaginada vida de miseria que arrastraron los salvajes durante el Paleolítico. No hay nada más lejos de la realidad. Hoy se sabe que han satisfecho siempre sus necesidades con esfuerzos poco prolongados y poco duros. Todavía en pleno siglo XX los Bosquimanos ¡Kung del desierto del Kalahari empleaban en la producción de alimentos solamente al 65% de su población y este grupo dedicaba a la producción solamente el 36% de su tiempo, lo que representaba dos días y medio de trabajo por semana, a un promedio de seis horas diarias de trabajo. Su “jornada laboral” constaba de 15 horas semanales (V. Sahlins, Economía…, pp. 22 y ss.) Estos Bosquimanos, cuyas herramientas no eran diferentes de las usadas en el Paleolítico, obtenían con ellas todo lo necesario para vivir en un desierto que, según es comúnmente aceptado, es uno de los ecosistemas más pobres de la Tierra. Tampoco eran diferentes las herramientas utilizadas por los antepasados de los indios en las llanuras americanas, lo que no les impidió cazar grandes cantidades de bisontes antiguos, animales que medían 1,80 ms. y pesaban 1.000 kgs. En Folsom, Nuevo México, se hallaron restos de una cacería de hace 11.000 años, en el transcurso de la cual se capturaron más de 193 bisontes de estos. Otros hallazgos del Viejo Mundo revelan la misma competencia productiva de los salvajes paleolíticos. Todo indica que no tenían necesidad de avances técnicos para llevarse a la boca alimentos de los que hoy carecemos nosotros. Sus técnicas de caza, que iban desde el simple acoso a un animal aislado hasta la acción de acorralar con fuego a una manada entera para despeñarla por un barranco, donde era fácil presa de los proyectiles de piedra y hueso de sus perseguidores, eran más que suficientes para lo que necesitaban.

Luego la guerra del salvaje no procede de su peculiar agresividad ni de su peculiar economía. ¿De dónde entonces? De la propia estructura de su sociedad, responde Clastres. Lo mismo que el arco en tensión sólo existe para disparar la flecha, la forma de vida salvaje es una organización para la guerra y sólo subsiste en la medida en que está dispuesta a la guerra. Cada una de las innumerables bandas de la humanidad paleolítica vive en la abundancia y tiende a producir por sí misma, sin depender de ninguna otra, lo que necesita para vivir, por lo que cada una tiende a cerrarse sobre sí misma y a excluir a las demás, procurando no tener relaciones con ellas. Todas rehuyen la dependencia y buscan la autarquía. La segregación de unas por otras y la producción de diversidad entre ellas es la tendencia permanente de su régimen de vida.

La comunidad es ante todo una comunidad territorial. Que la existencia del salvaje sea la de un nómada errante es sólo la apariencia de las cosas, una ilusión óptica padecida por los hombres sedentarios, pues el territorio recorrido por él en sus correrías de caza es siempre el mismo, si bien es inmenso para aquel cuya vida transcurre siempre en un solo lugar, encerrado en los límites hasta donde alcanza su vista. Sobre el territorio que recorre el salvaje, tanto si aplica a todo él su actividad de cazador como si no, establece su dominio y su derecho. Pero su dominio y su derecho lo son contra otros. Aquí, no en el territorio mismo, reside el verdadero germen de la guerra, de la permanente disposición a batallar contra todo aquel que pueda disputárselo.

De hecho, apenas existen incursiones territoriales entre salvajes, de modo que mal podría ser la necesidad de defender el territorio, o el alimento que extraen de él, lo que pusiera en pie de guerra a todos contra todos. El territorio y cuanto contiene es más el pretexto que la causa de esta potencial confrontación generalizada. El derecho que, en cuanto tal derecho, excluye a otros, no podría existir si antes no estuvieran definidos los límites que separan al grupo de cada uno de todos los demás, si no estuviera definida la unidad política a que pertenecemos nosotros y ellos no. ¿Quién o qué han enseñado al salvaje que hay diferencia entre nosotros y ellos? Nada en particular, pues realmente no existe. Es la lógica propia de las cosas humanas: nosotros sólo somos una unidad si los otros quedan excluidos. Unir es separar y distinguir y lo contrario es confundir; donde únicamente existen confusiones entre individuos, como entre los simios, no es posible que broten unidades políticas superiores a los individuos mismos. Los animales siguen siendo individuos incluso cuando viven en hordas, pero los hombres son siempre, inevitablemente, partes de un grupo. Son sociales por naturaleza, en tanto que los animales son, como mucho, gregarios por naturaleza. Y no es la confusión, sino la oposición, lo que forma unidades políticas. Esto es cuanto se quiere decir al decir que la sociedad salvaje es una sociedad para la guerra.

La misma operación lógica que opone a las mujeres no prohibidas sexualmente con las que están prohibidas opera aquí oponiéndonos a nosotros y a ellos. Si la oposición desaparece, la unidad política pierde entidad, se diluye y olvida. El salvaje antiguo, como el civilizado actual, sólo sabe ser y pensarse como único por contraposición a los demás. Que uno aplique esta lógica al territorio y el otro a otras cosas, como la libertad, el progreso o la democracia, es una diferencia de matiz que no borra la identidad esencial del procedimiento. El salvaje pone el origen de la guerra en la afirmación de su propia diferencia, lo que hace que la violencia real y efectiva salte al menor incidente. Sus sociedades son sociedades en guerra, lo que no significa que estén siempre batallando, sino que están siempre dispuestas a ello, como decía Hobbes. Tampoco hay tormenta todos los días en que el cielo aparece cubierto de nubarrones, sino solamente amenaza de tormenta. Si las bandas salvajes hubieran estado en guerra real de todos contra todos, habrían acabado como acaba toda guerra, con un vencedor y un vencido, y, por ende, con un amo y un siervo, lo que habría sido el fin de sus agrupaciones autárquicas e igualitarias. Y ahora sabemos que no fue así, sino que existieron durante el periodo más largo de la existencia del Homo Sapiens.

La organización política de la Edad de Piedra comprende un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presenten ante sí como un ser distinto y opuesto. En el extremo lo expulsa de la humanidad para que la oposición sea decisiva. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; se dice que algunos conquistadores de América llegaron a creer que los nativos no tenían alma y, como contraste, los indios hirvieron alguna vez en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; unos correos capturados en una ocasión por los soldados de Pizarro llevaban a su cacique un mensaje de otro cacique en que se aseveraba que los españoles eran mortales; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa en ese idioma “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas. La lista, que es interminable, enseña siempre lo mismo, que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y los demás como menos, y ocasionalmente como más, que hombres.

Una cosa es segura, pese a todo: que el Otro no es otro realmente, sino sólo culturalmente, socialmente. El Otro, por su lado, es también un Yo que se comporta de modo idéntico. Así fueron todas y cada una de las centenares de miles de sociedades que debieron existir durante la Edad de Piedra. El proceder fue universal. El salvaje clasificaba a todos los que no fueran él en amigos y enemigos. Buscaba aliados contra los segundos intercambiando mujeres, bienes y servicios con los primeros. Es obvio que cuando los enemigos no existen no es preciso hacerse amigos. Pero existen. Luego no es posible la endogamia y la autarquía puede esfumarse. Además, los amigos y los enemigos son tornadizos, lo que obliga a crear alianzas nuevas a cada paso y a reforzar o cambiar las antiguas. Proteger la propia identidad exige estar alerta, pues la amenaza puede venir de cualquier lado. No hay más remedio que dar y recibir mujeres, no porque se desee, sino porque hay que resignarse a ello, por la necesidad de la situación. Si pudiera, el salvaje recibiría sin dar, según ponen de manifiesto las incursiones de captura de mujeres, como la guerra de las Sabinas, emprendida por los primeros habitantes del Lacio. Pero es una táctica demasiado peligrosa y a la larga está condenada al fracaso. Queda entonces el mal menor: el intercambio obligado por la prohibición del incesto.

De la contención del instinto sexual viene la prohibición del incesto y ésta es utilizada como estrategia para la supervivencia política. Un grupo salvaje no necesita, por lo general, buscar mujeres ni bienes económicos, pues ya tiene. Busca preservar la unidad y permanencia de la propia banda. El intercambio matrimonial y el intercambio económico tienen funciones políticas. No de otro modo actuaron César y Pompeyo en los comienzos del Imperio Romano y las monarquías europeas durante más de 1.000 años.

Todo lo cual indica que la sociedad salvaje fue profundamente conservadora, reaccionaria incluso, como diríamos hoy. En su interior existieron únicamente las diferencias establecidas por el parentesco. Aquella sociedad no fue una horda de simios que practicaba la promiscuidad sexual. Eso es un reflejo de la visión morbosa del europeo. Las sociedades simiescas sí son promiscuas, pero no las humanas. Los miembros de la sociedad salvaje eran esposos, padres, hijos, hermanos y otros familiares, por un lado, con todos los cuales no estaba permitido el matrimonio, y, por el otro, individuos no pertenecientes a la propia estirpe, con los que sí era posible casarse. No había labriegos, abogados, pastores, industriales, médicos, comerciantes, políticos u otros grupos profesionales. Al compararlas con las actuales resaltan su simplicidad y su igualdad internas. Tendían a un centro, el ocupado por el ancestro familiar del que procedía cada grupo. Eran, pues, centrípetas. En su exterior, por el contrario, eran centrífugas. Todas procuraban igualmente impedir las injerencias de las demás. La identidad interior y la diversidad exterior eran la cara y la cruz de la misma moneda.

Fueron sociedades retardatarias por su organización. Trataban de resistir el paso del tiempo y, pese a que no lo lograban, pues todas las sociedades están en el tiempo y experimentan cambios, su misma estructura social fue un sistema ideado para evitarlos. Que no podían tener éxito es evidente en cuanto se considera que un grupo de cazadores no puede ser grande y que el aumento de población, por muy lento que sea, no puede sino inducir a esta clase de sociedades al establecer divisiones internas al cabo de los años, divisiones que daban lugar a otras bandas, que acababan oponiéndose a las anteriores, y así sucesivamente. A diferencia de las otras especies humanas, la del Neandertalensis y la del Erectus, cuya organización fue simiesca, la de los humanos modernos generaba incesantemente nuevos focos centrífugos, que fueron la causa original de su expansión por todo el planeta, hasta que esta organización en bandas llegó a su ocaso con el tribalismo.

– La sociedad tribal.

Las tribus entran en escena durante el entreacto que separó a las sociedades paleolíticas de las civilizadas. Una tribu es un progreso en complejidad sobre una banda de cazadores, pero su organización política reposa todavía sobre el parentesco. Pese a seguir siendo una organización esencialmente primitiva, fue capaz de generar núcleos políticos grandes y poderosos. Los reinos africanos de Timbuctú y Benin, así como las monarquías medievales de los castellanos, los leoneses y los francos de Carlomagno son buenos ejemplos de esa capacidad. Aparecidas durante el Neolítico, estas sociedades humanas bárbaras aprendieron a aprovechar los recursos del suelo mucho mejor que los cazadores anteriores. El resultado fue una transición general hacia el sedentarismo, la agricultura, el pastoreo, la mayor densidad de población, las ciudades, etc., y, por último, la preparación del terreno para el advenimiento de las civilizaciones. El tamaño relativamente reducido de sus agrupaciones, la relativa baja densidad de población y la eficacia de sus técnicas de alimentación les permitieron existir todavía como sociedades simples que no tenían necesidad de los niveles de integración propios de las sociedades estatales.

Por eso pudieron utilizar la misma lógica expansiva del parentesco de las sociedades salvajes anteriores. Si el padre de un hombre y el hermano de su padre son iguales para él en autoridad, posición social y capacidad de decisión sobre todas las acciones importantes del grupo a que pertenece, entonces el hijo del hermano de su padre es igual a su hermano. También son lo mismo el padre de su padre y el hermano del padre de su padre. Luego considerará también como padre al hijo del hermano del padre del padre de su padre y como hermano al hijo de este hombre. Si, como suele suceder en las sociedades tribales, se lleva esta lógica hasta el final, todos los varones del primer escalón de la línea ascendente de un individuo son sus padres, los del segundo sus abuelos paternos, los del principal sus hermanos, y así sucesivamente.

Los primeros exploradores, misioneros, funcionarios públicos y soldados que conocieron la vida tribal creyeron que las gradaciones de parentesco eran solamente lo que aparentaban ser, gradaciones absurdas, sobre todo las de algunas tribus, como los aborígenes australianos, que las habían llevado hasta el extremo de que los etnógrafos no podían comprenderlas si no hacían uso de fórmulas matemáticas complejas. Un europeo no podía entender que eran formas de organización política, pues se lo impedía su propia presencia. Un soldado, un funcionario gubernamental o un misionero no podían hallarse entre nativos si no era porque antes se les había impuesto una organización estatal extraña, por cuya causa las nomenclaturas de parentesco habían quedado reducidas a meras supervivencias desgajadas del pasado, como un miembro separado del cuerpo que le da vida. Pensar, como algunos pensaron, que los primitivos no sabían quién era el padre biológico de cada cual porque desconocían cómo se engendran los hijos, fue sólo una muestra de estupidez propia de quienes no entendieron nada.

Lo importante es que la lógica expansiva de los linajes da lugar a una especial integración, a un conjunto de reglas y costumbres útiles para decir de qué individuos y grupos cabe esperar colaboración y de cuáles no, y para indicar quién puede sobresalir por encima de los demás en honores y autoridad y quién no. En una tribu cada grupo puede normalmente apañárselas por sí mismo sin contar con los demás. Se recurre a ellos en caso de emergencia. Los Tiv de Nigeria incorporan más de 800.000 personas a una genealogía común que se remonta a un único antepasado por línea paterna. Los linajes que proceden de dicho antepasado y pertenecen al mismo escalón se oponen entre sí, pero forman una unidad superior solidaria frente a otros grupos cada vez que hay conflictos y guerras. La pertenencia a la línea directa de descendencia del ancestro fundador suele servir para que un individuo goce de prestigio ante los demás. Lo mismo sucede entre los Tanala de Madagascar, que otorgan más honor a quienes se hallan más cerca del ancestro. Ese honor dura toda la vida. En otros casos, como el de los indios Comanches, se reconoce autoridad y honor a los varones que están en la plenitud de su fuerza viril y a las mujeres que están en la plenitud de su fecundidad. Cuando pasa ese momento pierden honor y autoridad. Los comanches tienen también una organización parental, lo que no impide que se ponga por delante un principio militar.El parentesco es una estructura flexible. Puede favorecer indistintamente los principios militares, los religiosos, los económicos, etc.

– Origen y esencia de la sociedad civilizada.

Las sociedades civilizadas son el último adelanto en complejidad y riqueza cultural. En ellas no tienen ya vigencia las agrupaciones parentales, que quedan desplazadas a un segundo término, siendo ocupado su lugar por las agrupaciones profesionales, que, una vez que existen, tienden a extenderse y diversificarse. Platón ha explicado mejor que nadie cómo sucede esto. Los pasajes 369 b á 374 e de La República presentan a Sócrates procurando convencer a Glaucón y Adimanto de que es inevitable que la pólis crezca al ritmo de la satisfacción de las crecientes necesidades de los individuos. El punto de partida es que un hombre no se basta a sí mismo, por lo que que tiene que tomar a uno para cubrir una necesidad y a otro para cubrir otra. De ahí nace la comunidad humana. Si se supone que el alimento, el vestido, el calzado y el cobijo son las necesidades más elementales, hay que conceder que la comunidad más simple constará de un labriego, un tejedor, un zapatero y un albañil, cada uno de los cuales habrá de dedicar todo su tiempo a los demás, excepto si es factible que el labrador, por ejemplo, dedique una cuarta parte de su tiempo a su alimento, otra a su vestido, otra a su calzado y otra a construir su casa. Adimanto dice que no es posible, debido a que cada hombre trabajará mejor dedicando todo su tiempo a un solo empleo, y Sócrates concluye que en ese caso la diversidad en el trabajo es inevitable, pues cada hombre tendrá que ordenar sus aptitudes con vistas a una sola ocupación. Ahora bien, los cuatro oficios elementales exigen algunos más, porque si cada uno de los hombres que los ejercen tienen que dedicarles todo su tiempo, necesitarán que alguien les prepare las herramientas con que han de trabajar en ellos y será preciso que haya, además de los elementales, otros dos más, el del carpintero y el herrero; pero entonces habrá tres más, el del ovejero, el del boyero y el del pastor, porque los labradores necesitan bestias de carga, los zapateros cuero para zapatos y los tejedores lana para vestidos.

La comunidad ha crecido pero aún no llega a satisfacer las necesidades propuestas como elementales. Sócrates encuentra que hace falta todavía importar productos de otras poblaciones, cercanas o lejanas, lo que no puede hacerse si no se exportan otros, por lo que el número de oficios debe aumentar de nuevo, pues ha de haber navegantes, comerciantes, mercaderes, gentes que conduzcan caravanas, asalariados, etc.

Esta multitud de oficios sólo alcanza, sin embargo, para que la población disponga de trigo, vino y pescado, para que nadie vaya desnudo o descalzo ni tenga que vivir a la intemperie. Sócrates defiende esta clase de vida por su austeridad, pero Glaucón objeta que no sería una vida de hombres, sino de cerdos, en lo cual acierta, añadimos nosotros, porque la alimentación o el vestido no son para los hombres una simple satisfacción del hambre o una simple defensa del frío. Un humano cualquiera exige siempre comida superior a la de Imo y ropa bien tejida. La satisfacción de la mera necesidad le aproxima peligrosamente al animal. Sócrates aparenta resignarse a la exigencia de Glaucón y responde que entonces hace falta más, mucho más, porque habrá que darles muebles de todas clases, alimentos apetecibles, perfumes, cortesanas y otras cosas, lo que no puede hacerse si no se traen orfebres, músicos, poetas, bailarines, maestros, peluqueros, médicos y otros oficios. El resultado es que el país quedará pequeño para tantas cosas como habrá que producir y habrá de apoderarse de otras tierras para más cultivos y más pastos, por lo que tendrá que prepararse para la guerra, porque los vecinos no cederán de grado esas tierras que se les exijan. Y la ciudad tendrá que ser otra vez más grande para dar cabida en ella a los ejércitos, cuyos hombres habrán de ser guerreros también todo el día y no dedicar una parte de él a la alimentación, otra al calzado, otra al vestido y otra al calzado. ¿O acaso este oficio puede desempeñarse en los ratos que dejen libres las demás ocupaciones y será el único que no exige una dedicación completa?

Hasta aquí Platón, que acierta en lo fundamental. La austeridad, o vida de cerdos, como él la llama, es propia de la vida salvaje. Solamente hemos de borrar de su descripción ese insulto y comprender que aquella sociedad supo mantener una excelente integración política, de la que han carecido las que han venido después, para apreciarla en su verdadero valor. Como contrapartida, apenas desarrolló lo que nosotros ahora vemos como complejidad cultural. Las civilizaciones han actuado en sentido contrario. Las técnicas neolíticas de producción acabaron con el nomadeo e impusieron el sedentarismo, lo que contribuyó decisivamente al aumento poblacional, que se había mantenido relativamente estable durante la Prehistoria. El sedentarismo y el aumento poblacional trajeron consigo la diversificación profesional. Y todo junto provocó la estratificación social. La igualdad paleolítica se perdió para siempre y se ganó un desorden siempre latente. La propiedad estimuló el robo. Los oficios decorosos propiciaron la envidia. El ascenso de unos trajo el descenso de otros. La sociedad ya no pudo dejar de producir diferencias internas. A los restos de las antiguas afinidades y exclusiones del parentesco añadió las de las ocupaciones, las tendencias políticas, las creencias religiosas, los intereses individuales, etc., en el interior, y, en el exterior, siempre tuvo que estar preparada para la guerra.

La civilización no puede subsistir si no regula el desorden. Por ser tan grande, estratificada, internamente dividida y externamente acosada, debe poseer algún medio eficaz de integración, pues el parentesco ya no basta. Cuando se permite que cada grupo y cada individuo disponga a su gusto de todo aquello a que llega su fuerza, el sistema se fragmenta en facciones enfrentadas y desemboca en la guerra civil. Donde todo está permitido nada está permitido.

En un estado de total libertad para disponer de la propia fuerza y el propio poder no podría existir ninguno de los oficios mencionados por Platón. La riqueza cultural propia de la civilización exige que el derecho se imponga sobre el poder, porque éste, dejado a su sola tendencia, destruye la sociedad y, con ella, la vida de los hombres. Civilización y guerra son contrarias. La civilización es un tipo de organización humana obligada a someter a control la fuerza de la sociedad mediante la fuerza de la ley. Pero someter a control no es suprimir ni erradicar, sino canalizar y dirigir. Es la ley, no la escritura, la técnica, la vida ciudadana, etc., lo que diferencia a una banda o una tribu de una civilización. La diferencia esencial, en definitiva, no es otra que el Estado.

En una civilización existe siempre un gobierno: 1.- auténtico, 2.- público, 3.- soberano, 4.- territorial y 5.- separado del resto de la población.

1.- Es auténtico porque se admite por todos que es el único órgano social capacitado para dictar órdenes.

2.- Es público por ser reconocido y admitido por todos, de grado o por fuerza, como auténtico.

3.- Es soberano porque la acción gubernativa es detentada por una minoría que se sitúa por encima de la mayoría y viene obligada a la defensa de los intereses comunes. La mayoría le presta su consentimiento, pues no puede haber gobierno donde ésta, que es la que realmente posee la fuerza, no consiente ser mandada por aquélla. Es corriente, por otra parte, que las minorías se hallen enzarzadas en luchas, a menudo sangrientas, por el poder, pero esto, lejos de debilitarlas, contribuye más bien a fortalecerlas, como ha sucedido siempre en el despotismo oriental. Soberanía significa, por tanto, apropiación exclusiva y legal de la fuerza por un cuerpo social organizado, de manera que los demás sólo puedan disponer de ella si éste se lo permite o se lo ordena.

4.- Es territorial porque el dominio se ejerce sobre los individuos que habitan un territorio, sean de donde sean. Esta es la diferencia existente entre Alarico, rey de los godos, y Felipe II, rey de España.

5.- Por último, el gobierno está separado del resto de la población porque ésta pasa a convertirse en la masa de los súbditos.

Lo mismo que el sistema nervioso central con respecto a los demás órganos es el Estado con respecto a los demás cuerpos de la sociedad. Tiene que estar compuesto de individuos especializados en la acción política y administrativa, a la que dedican todo su tiempo, con el fin de garantizar la seguridad de la sociedad en el interior y de asegurar sus fronteras contra el exterior. Esta peculiar organización de los hombres no pudo aparecer hasta que en las sociedades humanas no se dio un grado de complejidad superior a la del Paleolítico y los primeros tiempos del Neolítico. Lo mismo sucede en la biología, donde el sistema nervioso central sólo es posible cuando la evolución produce cierta complejidad en la conformación de los seres vivos.

– La universalidad real: los imperios.

Las sociedades primitivas mantuvieron un índice estable de fecundidad, crearon organizaciones políticas que tendían a la permanencia y se dotaron de una vida modesta, más cercana incluso a la satisfacción de las necesidades animales de lo que Glaucón observó en la pólis elemental propuesta por Sócrates, pero que tenía la virtud de no empujarles a destruir los recursos naturales. Su modo de vida fue un mecanismo ideado para que no sucediera nada nuevo o para que, si sucedía, quedara integrado en lo viejo y no alterara el orden. Como las estructuras biológicas de los dinosaurios, eran organismos sociales que poseían instrumentos para existir durante todo el tiempo a condición de que no hubiera variaciones en el medio exterior. Su tendencia era la preservación de su ser. Eran, en fin, extraordinariamente conservadoras. El orden social del presente fue siempre para ellas una herencia del pasado más remoto, al que había pertenecido el antepasado fundador, rememorado en sus mitos y leyendas. Sus creencias y costumbres, que les hablaban del orden del mundo y de la sociedad instaurados desde el principio del tiempo, eran suficientes para interpretar todo acontecimiento nuevo e integrarlo en su orden propio de modo que éste no sólo no se alterara sino que, más bien al contrario, saliera fortalecido. Estas sociedades, que fueron siempre jóvenes, no se extinguieron por envejecimiento, sino por el enorme poder de absorción y destrucción de las civilizaciones.

Cierto es que no ha existido una sola sociedad sin cambios. En todas ellas ha habido hombres que han vivido, han trabajado, han luchado, han sufrido, han gozado y han amado durante decenas de miles de años. Desde esta perspectiva todas son igualmente antiguas y ninguna se ha detenido en el tiempo ni es infantil o atrasada. Lo que sucede es que unas no conservan recuerdo del pasado y otras sí, que unas han dejado pasar su tiempo sin acumular hallazgos e invenciones para edificar civilizaciones poderosas y otras no, que unas han puesto en la quietud su ideal de vida y otras en el cambio. Pero todas han cambiado.

El conservadurismo de las sociedades antiguas reposa sobre el particularismo más extremo. Cada una de ellas se piensa como humana en sus ritos, costumbres, mitos y formas de ser y concibe a la otra como bárbara o extranjera. Dado que el animal nunca es un extranjero, ha de suponerse que todos los hombres pertenecen a un solo plano en la creencia y en el ser de cada sociedad, pero esta pertenencia no se traduce nunca en un reconocimiento universal de la humanidad. La naturaleza igual de los hombres ha estado siempre diseminada en innumerables culturas, cada una de las cuales ha optado igualmente por encerrar el universal en los estrechos límites de su religión, su lenguaje, su costumbre, etc. Más allá de esta diversidad nunca se ha manifestado un elemento común que haya hecho volver a los hombres al mismo ser, por lo que hay que pensar que este ser universal, perteneciente a todos los hombres por igual, se reduce hasta el día de hoy al ser del animal que ha resultado de la evolución natural de las especies. En la práctica real de los hombres no pasa de ser la animalidad del primate, no más que una abstracción sin realidad, incluso cuando se muestra como aspiración utópica de algunas religiones e ideologías políticas, aspiración que, en cuanto utópica, es inexistente y, en cuanto inexistente, carece de fuerza para guiar el curso de los acontecimientos humanos.

El desarrollo real de las sociedades civilizadas también ha sido siempre el desarrollo de unidades sociales empeñadas en la diferenciación, en lo cual siguen siendo salvajes. Hoy, como ayer, no se es hombre en abstracto, sino español, chino o turco. Es indudable que las civilizaciones han creado unidades muy superiores en tamaño a las prehistóricas, pero a costa de producir oposiciones entre unas y otras y entre los mismos grupos de que están compuestas, oposiciones que han impedido y siguen impidiendo que aparezca algún elemento universal a todos los hombres. El universal humano es todavía una abstracción sin contenido real, insuficiente para hacer girar las aspas del molino de la historia. El viento de este molino no son los sueños y fantasías de los hombres, sino sus intereses reales. Por este motivo no se deben tener en cuenta meramente los deseos de universalidad que algunos hombres sienten, sino las realizaciones prácticas universalistas que han existido en la historia.

El estoicismo fue la primera filosofía que postuló una naturaleza humana universal. Todos los hombres, decía el esclavo estoico Epicteto, tienen en común la razón y la palabra, que les ordena lo bueno y les prohíbe lo malo, lo cual es suficiente para considerarlos como miembros de un solo Estado mundial, regido por la eterna ley de la naturaleza, la única digna de seguirse, pues es la única acorde con la esencia humana. En el Estado universal no hay distinción entre hombres y mujeres, libres y esclavos, emperadores y mendigos, sino que todos poseen una naturaleza igual, que le manda ayudarse mutuamente y no perjudicarse nunca. En ese Estado las cosas están ordenadas a los hombres y los hombres a sí mismos. El emperador Marco Aurelio, también estoico, dejó dicho que en cuanto Antonino su ciudad y su patria era Roma, pero que en cuanto hombre era el mundo. Zenón de Citio, el fundador de la escuela, había dicho antes que lo mejor de todo sería que los hombres no estuvieran gobernados por estados o naciones particulares, sino que todos formaran una sola unidad, de manera que la vida humana, que es una sola, estuviera regida por un solo orden.

Estas ideas son bellas, sin duda, pero no producen realidad, porque les falta todavía lo más importante, una fuerza en acción capaz de hacer que nazca lo que no existe más que en el pensamiento y que necesariamente ha de consistir en que una de las partes de la humanidad impone a las demás su idea de humanidad. Esa fuerza fue la empresa imperial de Alejandro Magno, según advirtió el mismo Zenón de Citio, para quien lo importante de las conquistas de aquél fue que quiso ser un juez y no un déspota para las naciones sometidas, lo que equivalía a poner por delante la ley y el derecho y a presentarse como el ejecutor de las tendencias más profundas de la filosofía política griega, las de Platón y Aristóteles, que crearon la noción de Estado justo como Estado sometido a la ley, a la “razón desprovista de pasión”. La idea de una ley común a todos, ya fueran griegos, macedonios o persas, convertía a los individuos en ciudadanos del mundo y miembros de una comunidad universal, en hombres desligados de grupos particulares cerrados, en seres libres para construir los cimientos de su propia autarquía individual.

El imperio de Alejandro Magno, que quiso ser un tránsito de la pólis griega al Estado mundial, empezó después de que la filosofía hubiera descubierto que en cada hombre habita el mismo dios escondido, el dios capaz de despertar el amor por la humanidad y desarraigar a su portador del suelo de la raza, de los ancestros y del grupo de pertenencia, de aquella estupidez que huele a rebaño, y llevarlo a conquistar su individualidad libre y universal. Un desapego semejante era la ruptura de las ataduras tradicionales, de las leyes impuestas por el antepasado fundador de la grey, y fue también la búsqueda de otras leyes que impidan toda diversidad entre hombres y entre grupos de hombres.

A la muerte de Alejandro, el día 13 de Junio del año 313 a. d. J. en Babilonia, se fragmentó su Imperio en varios trozos, que se repartieron los diádocos, o herederos: en Egipto los Ptolomeos, en Macedonia los Antigónidas, en Mesopotamia los Seléucidas, etc. Los diádocos constituyeron una clase de griegos y macedonios que gobernó al resto de la población, de composición pluriétnica. Fue la clase que continuó en cada reino la obra civilizatoria emprendia por Alejandro. Este había unificado el sistema monetario, favoreciendo con ello la aparición de una enorme área comercial, había fundado unas setenta ciudades para albergar guarniciones y extender la civilización griega, había construido muchas carreteras y obras de riego, había concedido igualdad de derechos a los persas y a los griegos, había impuesto el griego, enriquecido por la adquisición de palabras orientales, como lengua común (koiné). De la mano de los soldados, los comerciantes y los artesanos, que habían marchado a Oriente, reemplazó el antiguo localismo de la pólis griega por su opuesto, el cosmopolitismo helenístico. Los diádocos heredaron y continuaron, con mayor o menor fortuna, la empresa civilizatoria. Crearon organismos públicos docentes, reunieron a los sabios en la Biblioteca de Alejandría y en la de Pérgamo, favorecieron el arte, la poesía, la elocuencia, la filosofía y la ciencia. En torno a las instituciones creadas y mantenidas por ellos aparecieron hombres como Eratóstenes (280-200 a. d. J.), que calculó correctamente el diámetro terrestre, Euclides (200 aprox.-?), que sistematizó las matemáticas griegas, Arquímedes (280-212), que determinó el peso específico de los cuerpos, Aristarco de Samos (320-250), que propuso el heliocentrismo y los movimientos de rotación y traslación de la Tierra, Hiparco de Nicea (190-120), que creó la trigonometría, etc.

El periodo helenístico transcurrió sin que el esfuerzo civilizatorio emprendido por Alejandro penetrara en la masa de la población, por lo que cada vez que las castas gobernantes se debilitaban crecía la amenaza de retornar al localismo étnico. El Imperio romano apareció entonces como fiador de la civilización, unificando de nuevo el mundo bajo un solo dueño. Según Polibio (203-120 a.C.) , un griego que había viajado a Roma en calidad de rehén después de la batalla de Pidna (?) y perdió al instante su patriotismo local, la organización política de Roma era perfecta y técnica militar inigualable, lo que hacía de ella una nación privilegiada, la única capaz de incluir las historias de las demás en una sola. Roma, no los diádocos, fue, según él, la auténtica heredera de Alejandro, la única que podía aspirar no solamente a la supremacía militar y política, sino también a la universalidad. Dicha unificación universalista no se produjo, sin embargo, sin grandes conflictos internos, porque los romanos antiguos despreciaron, en primer lugar, a los extranjeros y luego provinciales romanizados, los griegos se tenían por superiores a los asiáticos y muchos pueblos sometidos odiaban a Roma, la bestia del Apocalipsis, la ciudad corrompida por los vicios y el pillaje. Pero hubo una clase social, fuertemente penetrada del estoicismo, étnicamente diferente, pero culturalmente homogénea, que se extendió por todo el territorio, asegurando su unidad y la universalidad de sus gentes. La justicia, el orden y la paz asegurada por la lex romana constituyeron la base imprescindible sobre la que desarrolló sus actividades. El Imperio de Roma representó para los espíritus del momento toda la tierra habitable, que, interpretada a la luz de la filosofía estoica, equivalía al único mundo existente para los hombres, mundo que tenía que ser gobernado, por tanto, por una sola potencia. El civismo cosmopolita, reforzado posteriormente por la religión cristiana, perpetuó durante siglos la creencia en la unidad del género humano, hasta que el patriotismo étnico vino a fragmentarlo nuevamente.

La admiración que sentía Polibio por la constitución política romana no debe ocultar que el Imperio era en realidad un Imperio esclavista que extorsionó y explotó a centenares de miles de hombres y se dedicó a estraer sistemáticamente de las regiones dominadas las materias primas que la Ciudad necesitaba. Ciernamente la grandeza de Roma no consistió en esto, sino en que para cumplir sus objetivos hubo de construir vías de comunicación a lo largo de un inmenso territorio, edificar por todas partes ciudades que eran una fiel réplica de la propia ciudad de Roma e imponer una sola ley, hecha ciertamente a medida de los dueños del Imperio, pero que sirvión de racionalización de la justicia y de superación de los particularismos tribales para las gentes que habitaban las tierras sometidas. Estos tres factores convirtieron pronto a las colonias en provincias, que fueron en poco tiempo el punto de partida de movimientos políticos que afluían hacia el centro, lo que explica, por ejemplo, que un hispánico de Itálica, Marco Ulpio Trajano, fuera primero gobernador de la Alta Germania y luego emperador, entre los años 98 y 117, o que Adriano, también oriundo de la Bética, le sucediera entre el 117 y el 138, después de haber sido gobernador de Siria. El derecho de ciudadanía concedido por Caracalla en el año 212 a todos los provinciales libres consagró una situación de hecho que venía de más atrás.

Roma nunca se propuso, como Alejandro, rodear la Tierra entera, sino sólo limitarse o ponerse fronteras alrededor de lo que para sus ciudadanos era la tierra conocida y habitable, la de los paises de las riberas del Mediterráneo. Fueron las iglesias cristianas las que, una vez convertidas en sólidas instituciones del Imperio, particularmente a partir del Edicto de Milán, promulgado por Constantino el año 313, se propusieron llegar a todos los hombres del planeta, una tarea que, por supuesto, no habrían podido ni siquiera pensar en poner en práctica si no hubieran contado con aprovechar y extender las vías de comunicación del Imperio y la protección jurídica que su poder les otorgaba. Eusebio (260-337), obispo de Cesárea, se encargó de proporcionar las ideas políticas y teológicas que la situación requería. El Dios del Universo, decía, impone a la historia del mundo la racionalidad universal a través de su Hijo, el Verbo, Lógos o Razón, que ejerce su reinado a través del Emperador. El Imperio es, pues, reflejo del universo entero y no ya un mero habitáculo que circunda el Mediterráneo, y en manos de la Iglesia, es el instrumento eficaz de una pedagogía universalista.

Esta teología política, que salvaguarda la autoridad imperial mucho mejor que el paganismo anterior, sustituye las corrientes estoicas y neoplatónicas y prepara una lína de pensamiento político que habrá de tener hondas repercusiones en la historia posterior de las naciones europeas. La teología política ha sido el  fundamento doctrinal del poder político hasta que la Revolución Francesa introdujo en ella una profunda renovación al cambiar la fuente del poder: en lugar de situarla en Dios, como empezaron haciendo Eusebio y, antes que él, San Pablo, los revolucionarios franceses ponen la fuente de toda soberanía en la nación, entendida como el Pueblo francés, constuido por todos los individuos que habitan en el interior de las fronteras del Estado, independientemente de su origen. Por causa de esta asociación religiosa goza el Pueblo y la Nación del respeto y la sacralidad que hoy se le atribuye. Con todo, fue un cambio fundamental, pues dio origen a las naciones políticas, que se diferencian por estos conceptos de las étnicas.

Después de la extinción del Imperio romano en el año 476 no volvió a existir en Europa ningún otro Imperio hasta el siglo XVI. El Imperio Romano de Oriente mantuvo sus dominios e incluso sus propósitos, nunca logrados, de reconstruir la unidad anterior, hasa el 25 de junio de 1453, día de la toma de Constantinopla por los turcos. El Sacro Imperio Romano Germánico, que pretendió nacer en la Navidad del año 800, cuando el Papa Leó III coronó a Carlomagno y le dio el título de Romanum gubernans Imperium, fue durante toda la Edad Media un Imperio fantasma, que se recluyó pronto a los actuales territorios alemanes y nunca llegó siquiera a unir bajo un mismo mando a sus habitantes, hasta su desaparición final por obra de Napoleón en 1806. Exceptuando el efímero Imperio de Napoleón, hay que esperar hasta el siglo XX para que aparezca de nuevo algún Imperior con pretensiones sobre Europa, el III Reich (reino) nazi, pero éste no merece nuestra consideración, porque en sus propósitos no estaba el interés de los hombres en cuanto tales, sino el de los alemanes en cuanto arios. Algo semejante debe decirse de los Imperios extraeuropeos de Inglaterra y Holanda, que fundaron colonias en América o Africa con el fin de servir exclusivamente a los ingleses o a los holandeses, no a los hombres en general. El régimen de la extinta Unión Soviética, por el contrario, debe encuadrarse entre las entidades imperiales con propósito universalista, pues su finalidad no fue edificarse como “patria del proletariado”, sino hacer que se realizara la sociedad humana sin distinciones de clase. Otra cosa es que realmente llegara a ser tal y no una continuación del antiguo Imperio zarista.

Después de Roma, el siguiente Imperio de finalidad universal que ha brotado en suelo europeo ha sido el español, el cual, después de un largo periodo de ocupación de los dominios del Imperio islámico, adquirió forma, contenido y expansión definitivas, a la vez que mostró los primeros síntomas de decadencia, en los siglos XVI y XVII. Los restos del reino visigodo, recluidos en Asturias y hostigados sistemáticamente por los musulmanes que habían invadido la península desde el año 711, se vieron en el dilema de desaparecer o pasar a la ofensiva para seguir existiendo. Fue el nacimiento del primer reino hispánico, el embrión de España, cuyo impulso primero, dadas las circunstancias, no podía ser otro que el de enfrentarse a una fuerza contraria para excluirla y ocupar su lugar. Con él nace una nueva entidad política, que ya no es romana ni visigótica, y que llega al punto álgido de su ideal expansionista y universal, católico, durante el reinado de Fernando e Isabel. Que los Reyes Católicos culminaron el movimiento que había empezado en el siglo VIII se observa en su decisión de tomar Granada con el fin de “lanzar de todas las Españas el señorío de los moros y el reino de Mahoma”, según la Crónica de Fernando del Pulgar (V. Bueno, G. España, p. 44), de expulsar a los judíos y de enviar la expedición de Colón a las Indias Orientales, no a América, una vez que había fracasado la empresa africana, buscando atacar al Imperio turco por la retaguardia. La sustitución del “señorío de los moros y el reino de Mahoma” por un Imperio universal católico era ya un hecho consumado en aquellos años, pero, en cuanto empresa de propósito universal, no podía fijarse límites por sí misma, sino que debía tender a un fin imposible, in-finito, el de extenderse por toda la Tierra, organizando el mundo según la ley de Dios, que es válida, según el catolicismo, para todos los hombres, sin distinción de origen. La conquista de América y la organización de sus tierras según los mismos principios aplicados a la organización de los territorios peninsulares era sólo un corolario de este proyecto. Nunca se dividieron las tierras de América en colonias, sino en virreinatos, provincias, capitanías generales, municipios, arzobispados, obispados, etc., y se crearon allí las primeras universidades en muy poco tiempo: en Santo Domingo en 1538, el mismo año que se introdujo la imprenta, en Lima en 1551, en México en 1553, en Bogotá en 1592, en San Antonio Abad – Cuzco en 1598, en Caracas en 1642. Se estimularon los matrimonios mixtos, de lo cual es una prueba el actual mestizaje de Hispanoamérica, que está ausente en América del Norte, y se prohibió la esclavitud de los indios por la Junta de Teólogos de Burgos en 1512, etc.

Todo lo cual no sucedió, desde luego, sin que al mismo tiempo se dieran grandes y frecuentes episodios de pillaje y explotación favorecidos por las circunstancias. Como muestra de ello valga decir que no se prohibió la esclavitud de los negros, por lo que empezó a afluir a América desde las fortalezas costeras portuguesas en Africa un río de personas que no cesó hasta el siglo XIX. Según algunos cálculos, durante todo ese tiempo los portugueses, ingleses y franceses exportaron a América unos 22 millones de individuos, la mitad de los cuales murió en las bodegas de los barcos antes de llegar a la otra ribera del Atlántico. Esta y otras atrocidades no oscurecen la comprensión de la realidad. Una cosa es el objetivo interesado que se formulan los particulares y otra muy diferente lo que se acaba cumpliendo, muchas veces a través de esos mismos objetivos e intereses particulares. De la misma forma que el universal humano sólo puede existir cuando una parte impone a las demás su idea de humanidad, tampoco puede hacerlo sin que los individuos hagan entrar en escena sus acciones, las cuales están movidas siempre por su interés. Al margen de estas actuaciones no hay una humanidad que pueda decirse que es real. En verdad la humanidad universal no es nunca sujeto ni objeto de acciones, sino sólo las culturas particulares.

– Dinámica civilizatoria.

El hecho de que muchos individuos sigan soñando, convencidos de que están a punto de llegar a la sociedad universal, la sociedad en que habrán de desembocar los particularismos pasados y presentes, no es sino la trampa de que dispone el durmiente para no despertar, el sueño reparador que tranquiliza su conciencia moral presentándole una buena imagen de sí mismo. Estos buenos soñadores son a veces filósofos de oficio, como Ortega y Gasset, que aseguraba que las generaciones acumulan sus experiencias en una memoria común, la memoria de la Humanidad, según es de creer, como si la Humanidad fuera algo que existe. Otras veces son teólogos que proyectan los cambios habidos en las sociedades humanas hacia un punto de confluencia cercano a Dios. Y otras veces es el común de la gente, de cuya boca brotan espontáneamente palabras y expresiones tales como “desarrollo”, “modernidad”, “estancamiento”, “avance”, “retraso” y otras muchas de la misma índole y significado, todas las cuales manifiestan la misma creencia ¿O no demuestra todo aquel que hace uso de estas categorías su creencia en que las sociedades están situadas en una misma senda que asciende a lo alto de una montaña y que unas están más arriba y otras más abajo con respecto a la cima? Lo corriente es, por ahora, poner a los Estados Unidos de Norteamérica cerca de la cumbre, a Europa un poco más abajo, a Japón unos pasos atrás, o tal vez a la misma altura, a Rusia bastante más allá, mucho más lejos a la India, a Africa en la lejanía casi invisible, etc.

Un examen detenido de las razones que alegan los defensores de un progreso que conduce a todos los hombres a un punto igual es sumamente instructivo no sólo para descubrir algunas de las graves confusiones en que han incurrido, sino también para comprender con bastante aproximación cuáles son los motivos por los que algunas sociedades han experimentado ciertas innovaciones.

La civilización occidental se diferencia de las sociedades prehistóricas y de otras civilizaciones, como la china o la islámica, en que ha erigido el futuro en norma de vida, lo que significa, entre otras cosas, que la introducción de innovaciones tecnológicas revoluciona sin cesar las aptitudes humanas y acelera la aparición de nuevos oficios, que ya no se agregan a los antiguos, como había pronosticado Sócrates para su pólis imaginaria, sino que los desplazan o los destruyen, para ser a su vez desplazados o destruidos por los oficios venideros. “Mira los pies de los que te han de enterrar”, se dicen unos a otros, como en los Hechos de los Apóstoles. Esta huida obsesiva del pasado se manifiesta con claridad en el registro tecnológico, pero está presente por todas partes, en las ideas políticas y morales, en la religión, en las costumbres y hasta en el vocabulario común. Ser anticuado o conservador equivale a estar en un error. La esencia de la civilización occidental es un ávido deseo de cambio que induce al olvido de las reglas de funcionamiento que siempre habían asegurado la estabilidad. Durkheim llamaba “pasión de infinito” a este desarreglo que Europa ha convertido en regla. El pasado ha perdido la veneración que había merecido en las sociedades anteriores, sociedades que solamente cambiaban por acontecimientos externos, como la guerra o el hambre, en tanto que la civilización occidental ha hecho del ímpetu transformador de sí misma su orden propio. Esta sociedad cree que subsiste en la medida en que se transforma y que si no se transforma se extingue: “o cambias o mueres”.

Este proceder ha obligado al Viejo Continente a desarrollar al máximo sus potencialidades y ahora parece estar forzando a toda la humanidad a seguir la misma vía. El éxito está asegurado, según creen muchos, porque la industrialización se está extendiendo por todo el globo y con ella se imponen por todas partes las mismas convicciones políticas, idénticas formas de gobierno, iguales normas éticas, los mismos o parecidos gustos musicales, la misma indumentaria, las mismas diversiones, las mismas inclinaciones, etc.

Este optimismo progresista reposa sobre una falacia hurdida en gran parte por la enseñanza vulgar de la historia. El relato del pasado que hace el historiador no es ni puede ser espontáneo u objetivo. La cantidad de hechos sucedidos antes de ahora es inmensa e inabarcable, lo que hace que, en lugar de la imposible tarea de hacer memoria igual de todos ellos, él seleccione aquellos que permiten ser colocados a lo largo de una línea continua que conduce sin interrupciones, o con interrupciones que son superadas a la larga por la supuesta marcha ascendente de la humanidad, hasta la propia sociedad del historiador, es decir, hasta la Europa actual, la cual se utiliza, sin más razones que ese alineamiento arbitrario de sucesos, como justificación moral de todo lo que ha pasado. Así se concluye explícitamente en lo que no era sino la premisa implícita: que lo sucedido ha valido la pena con tal de llegar hasta el presente.

Lo cual sirve para justificar la actualidad o, dicho de otra manera, es un servicio prestado por la enseñanza vulgar de la historia a la convicción etnocéntrica europea, una empresa incapaz de percibir como una idea fantástica que la sociedad europea del siglo XX sea el fin universal al que han estado tendiendo desde siempre todas las sociedades pretéritas, a contar desde las miles de sociedades salvajes que han existido desde hace por lo menos 50.000 años, pasando por las tribales del Neolítico desde hace 10.000, muchas de las cuales han subsistido hasta el siglo XX, en que se han contado unas 4.000 o más, y por otras civilizaciones, como China, la India, Egipto, el Islam, etc., hasta el tiempo en que escribe el historiador. Quien mire más de cerca observará que en esto es en lo que nuestra sociedad civilizada se asemeja más a la salvaje porque, igual que ella, se concibe como humanidad única y completa, para lo cual ha tenido que negar esa cualidad a las demás. Identificar es excluir; así ha sido siempre y así seguirá siendo. La identificación es brindada en nuestro tiempo por la historia, que hurde líneas de sucesión de las sociedades, y por la religión y la filosofía, que proponen utopías como final del movimiento general de las sociedades. Los salvajes hallaban su identificación en sus mitos, pero el resultado es el mismo, la afirmación de sí mismo negando al otro.

Se objetará que los progresos actuales han aparecido en Europa y que este solo hecho incontestable debería ser suficiente para probar que Europa tiene algo de lo que carecen las demás, que en ello consiste su esencia propia y que, dado que sus innovaciones se han extendido a todo el planeta, es justo pensar que están borrándose las diferencias que hasta hoy separaban a las sociedades, lo que no es sino otro modo de decir que todas ellas están convergiendo en un tipo común, el de la civilización europea. A lo que se debe responder que la primera parte de la objeción contiene algo de verdad, pero no así la consecuencia que pretende extraerse de ella. Es evidente que en el orden técnico-industrial la superioridad está de parte de Occidente y procede de Europa, pero sólo si tal superioridad se mide por la cantidad de ingenios y máquinas de que dispone el hombre medio de esta civilización. Si, en lugar de ello, se midiera por la diferencia entre la energía invertida y la obtenida, entonces estaría por debajo de sociedades de cazadores como la de Folsom, y si se midiera por la cantidad media de energía que la producción técnico-industrial pone a disposición de cada individuo, estaría junto a las sociedades del Neolítico, porque los avances logrados por ellas fueron decisivos para Occidente. La Revolución Industrial, que tuvo lugar después de más de 2.000 años de estancamiento técnico, supo agregar a la Revolución Neolítica algunos inventos importantes, como la escritura, la matemática y la ciencia natural, que hicieron crecer la antigua semilla, pero tales avances no habrían tenido lugar sin el Renacimiento del siglo XVI y el desarrollo científico del XVII. Ahora bien, esos dos siglos cruciales fueron una extraordinaria combinación de elementos procedentes de la antigüedad greco-romana, del Islam, de China, la India, los descubrimientos geográficos de los españoles y los portugueses y las tradiciones germánica y anglosajona. La ciencia clásica, por ejemplo, tiene su origen más claro en el siglo XVI, con Copérnico, Kepler y Galileo, experimentó a continuación un extraordinario empuje en Italia, se desarrolló casi exclusivamente en Inglaterra durante el siglo XVIII y posteriormente en Francia durante el XIX, para pasar más tarde a los Estados Unidos de América, después a la Unión Soviética, Japón, Corea, etc. Además, no podría haber nacido si durante la Edad Media y el Renacimiento no se hubiera recuperado la tradición científica de la antigua civilización griega, que había sabido integrar los conocimientos adquiridos en Egipto, Asia Menor y el Lejano Oriente, y si no hubiera recibido el álgebra de los árabes, que también habían transmitido a la Europa medieval muchos conocimientos procedentes de China y la India. La Revolución Industrial ha sufrido una suerte parecida: vio la luz en Europa, pasó pronto a los Estados Unidos, a la Unión Soviética, a Japón, al Sudeste Asiático, etc., y, según es de esperar, aparecerá pronto en otros puntos del planeta.

No ha sido, pues, la evolución aislada de una pretendida esencia europea negada a las demás sociedades lo que la ha convertido en portadora de un progreso que ahora se estuviera extendiendo a toda la humanidad. Los progresos no se generan porque una sociedad particular siga una línea de cambios diferente de las demás, sino porque en algún momento confluye en ella una serie casual de elementos que proceden de otras, por lo que no puede admitirse que existen sociedades que por sí mismas sean más avanzadas que las demás, puesto que ellas solas nunca habrían conseguido sus avances, avances que, por otra parte, suelen ser asimilados prontamente por el resto de las sociedades, lo que acaba por hacerlas tan iguales que apenas tiene importancia saber por dónde empezaron. Carecería de sentido atribuir el mérito de la Revolución Neolítica a una sociedad cualquiera porque ahora se descubriera que empezó en ella 200 años antes que en las demás, pues es seguro que si no hubiera empezado en ella habría empezado en otra.

Que cada progreso sea el resultado de una conjunción de culturas no implica que hayan de aparecer progresos siempre que hay conjunción de culturas. Esto sólo ocurre cuando cada una de ellas contiene algunos elementos que puedan formar con los de las demás el conjunto adecuado para que se produzca el avance, lo cual es obra del azar.

Parece claro que la necesaria confluencia de elementos procedentes de culturas distintas será más rica cuanto más diferentes sean las culturas de origen. Las diferencias pueden ser internas, como ocurrió en las dos revoluciones que venimos mencionando, la Neolítica y la Industrial, pues con la primera aparecieron los estados, las castas y las clases, que eran desigualdades desconocidas por las anteriores sociedades, y con la segunda apareció el proletariado y la explotación del trabajo humano; quienes creen que el progreso técnico es un progreso moral deberían tener en cuenta esta circunstancia. Otras veces son externas, como sucedió en la Grecia clásica, cuyas técnicas procedían en su mayor parte de Asia, como también algunas de sus creencias religiosas. En cualquier caso, es difícil concebir que sin ellas se dé un progreso.

Este hecho entraña una contradicción. Siempre que se produce una feliz coincidencia de ciertos elementos, la diversidad cultural conduce a un progreso, pero los progresos conducen tarde o temprano a una homogeneización de las culturas participantes, y la homogeneización, por último, hace que los progresos sean menos probables e incluso inexistentes. Todo aquel que defienda la igualdad esencial de los seres humanos y crea simultáneamente que la diversidad de culturas es preferible a la homogeneización tendrá que oscilar entre un particularismo erróneo, que atribuye siempre a una cultura o una raza determinada la supremacía sobre las demás, y un universalismo imposible, que se cree autorizado para ampliar a toda la humanidad las soluciones que sólo valen para una parte de la misma.


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La naturaleza en el concepto y en la cosa

Los predicados esenciales que pueden atribuirse a un sujeto conforman su naturaleza real o esencia. Cualesquiera otros que puedan atribuírsele conforman la apariencia del mismo sujeto. La distinción entre realidad y apariencia siempre debe estar presente en la mente del filósofo. Un redondel puede ser grande o pequeño, rojo o de cualquier otro color y estar hecho de madera o metal, pero esto no tendrá importancia para quien se pregunte qué es un círculo, porque entonces sólo contará que es una superficie barrida por un segmento que gira sobre uno de sus extremos. Es decir, sólo se contará con su predicación esencial.

La distinción entre lo real y lo aparente es paralela a la que hay entre lo pensado y lo sentido. Lo segundo sucede en un lugar y un momento dados, en un aquí y ahora, el aquí y el ahora donde vive el animal sensitivo que es cada hombre. Lo primero, por el contrario, parece permanente. Platón llegó a decir que es eterno. La naturaleza de una cosa no pertenece, en efecto, a ningún momento ni lugar. Ser círculo o caballo es siempre lo mismo, independientemente de cómo sean en algún momento un círculo o un caballo particulares. Incluso parece ser lo mismo aunque no haya círculo ni caballo alguno.

Para comprender mejor esto tómense las dos oraciones siguientes:

a) Es la una de la tarde.
b) El triángulo es una superficie limitada por tres líneas.

En seguida se ve que el valor de «es», un presente gramatical aparentemente insignificante, no es el mismo en el primero y el segundo casos. En uno se presenta como algo pasajero y contingente, válido solamente para el instante en que se dice, en el otro tiene un significado intemporal, válido para siempre, lo que se debe al hecho de mencionarse una naturaleza real, que, por serlo, tiene que ser además inmutable.

Algo parecido sucede si se comparan entre sí estas dos proposiciones:

a) El hombre de hoy es un consumista.
b) El hombre es el animal que come pan.

Parece evidente que la primera solamente es válida para un cierto grupo particular de humanos y que lo que dice puede no ocurrir mañana, en tanto que la segunda, enunciada por Hesíodo, parece referirse a algo más estable y universal.

Estas razones y otras parecidas impulsaron a Platón a afirmar que la especie siempre permanece y que el concepto que la representa nos introduce en la eternidad y nos alza del tiempo cambiante en que nos sumerge el animal sensitivo. No se debería, según él, creer que la esencia pertenece al pasado o al futuro, sino a un presente que nunca pasa. De la suma de los ángulos de un triángulo no puede decirse, en efecto, que fue o será equivalente a dos rectos. Lo que es inmóvil solamente es, no ha sido ni será. Es un error transferirlo al tiempo. Todo lo que sucede en éste es una imagen móvil de lo eterno, dice Platón en el Timeo:

 Cuando su padre y progenitor vio que el universo se movía y vivía como imagen generada de los dioses eternos, se alegró y, feliz, tomó la decisión de hacerlo todavía más semejante al modelo. Entonces, como éste es un ser viviente eterno, intentó que este mundo lo fuera también en lo posible. Pero dado que la naturaleza del mundo ideal es sempiterna y esta cualidad no se le puede otorgar completamente a lo generado, procuró realizar una cierta imagen móvil de la eternidad y, al ordenar el cielo, hizo de la eternidad que permanece siempre en un punto una imagen eterna que marchaba según el número, eso que llamamos tiempo. Antes de que se originara el mundo, no existían los días, las noches, los meses ni los años. Por ello, planeó su generación al mismo tiempo que la composición de aquél. Éstas son todas partes del tiempo y el «era» y el «será» son formas devenidas del tiempo que de manera incorrecta aplicamos irreflexivamente al ser eterno. Pues decimos que era, es y será, pero según el razonamiento verdadero sólo le corresponde el «es», y el «era» y el «será» conviene que sean predicados de la generación que procede en el tiempo — pues ambos representan movimientos, pero lo que es siempre idéntico e inmutable no ha de envejecer ni volverse más joven en el tiempo, ni corresponde que haya sido generado, ni esté generado ahora, ni lo sea en el futuro, ni en absoluto nada de cuanto la generación adhiere a los que se mueven en lo sensible, sino que estas especies surgen cuando el tiempo imita la eternidad y gira según el número –y, además, también lo siguiente: lo que ha devenido es devenido, lo que deviene está deviniendo, lo que devendrá es lo que devendrá y el no ser es no ser; nada de esto está expresado con propiedad. (Platón, Timeo)

 Expresar la realidad mediante conceptos adecuados, que son productos mentales elaborados por la acción experimentadora, manipuladora y crítica de individuos capacitados, es, en fin, prescindir del parecer y retener el ser o naturaleza de la cosa.

Esta naturaleza se expresa mentalmente en los conceptos y existe realmente en las cosas que tienen la misma esencia o especie. En ellas se multiplica identificándose con aquello gracias a lo cual cada una es lo que es, algo que nunca pierde, excepto para convertirse en otra cosa, como ocurre a la madera que se quema y ya no es madera, sino humo y ceniza, o al hombre que muere y es cadáver y no hombre. Puede estar, pues, en muchas cosas: el ser del caballo está en todos los caballos, el del hombre en todos los hombres y el del agua en todas las aguas.


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Diferencia específica del hombre

Al buscar la naturaleza del hombre damos en seguida con un problema: siendo los hombres tan distintos ¿existe un concepto esencial que los comprenda a todos? Por otro lado, ¿podremos nosotros, portadores de concepciones, doctrinas y creencias propias de un determinado momento histórico y de una sociedad particular, dar uno que no se limite a la idea de hombre de nuestro lugar y momento? Éstas son dos cuestiones que es preciso tener en cuenta antes de abordar nuestro intento.

A) Primer problema: ¿puede hallarse una diferencia específica común?

Sobre la primera hay que decir ante todo que un concepto esencial cualquiera tiene que poderse aplicar a todos los miembros de una clase y sólo a ellos. Un concepto así es propiamente una definición, una delimitación de caracteres o rasgos que identifique a unos seres en algo y en algo los distinga. ¿Qué sería del concepto de línea recta si no sirviera para excluir la curva? Pensar es identificar y distinguir. Cualquier otra cosa no es pensar.

Un concepto esencial, una naturaleza bien delimitada, tiene que poder darse en todos y cada uno de los elementos del conjunto a que da lugar. Pero los rasgos de tal naturaleza seguramente no se podrán observar directamente y de inmediato en una gran cantidad de casos. Muy al contrario. En una gran cantidad de casos lo que puede observarse no pertenece a la naturaleza de que se trate, a la realidad de ésta, sino a su apariencia. Pertenece a lo que se nos aparece o muestra, no a lo que es. Esto no significa, desde luego, que lo aparente no exista o sea irreal, sino solamente que no debe encuadrarse en la diferencia específica del objeto.

Si, por ejemplo, se toma el lenguaje como rasgo esencial de lo humano cabe dudar de que el lactante sea hombre, o de que lo sea en el mismo sentido que un adulto. Deberíamos decir quizá que son análogamente hombres, pero que no lo son de modo idéntico. Solamente podría admitirse una identidad de naturaleza en el plano de la capacidad de que ambos disponen, si bien en el adulto está puesta en práctica y no en el niño. Un orangután, por el contrario, quedaría desplazado de lo humano por no tener esa capacidad.

Una solución semejante podría darse cuando uno se refiere a otras variedades filogenéticas y culturales de lo humano. Según los paleontólogos, existen hombres desde hace unos dos millones de años o más, desde que pueden trazarse diferencias claras con los antropoides. Parece que en aquellos humanos antiguos se dio también la capacidad atribuida al lactante, por lo que habría que reconocer que son hombres de pleno derecho. Pero, lo mismo que pasa con el niño en relación con el adulto debería entonces pasar con el hombre antiguo en relación con el actual, que las manifestaciones lingüísticas, técnicas, comportamentales, etc., serían análogas, permaneciendo idéntica la naturaleza de hombres tan diferentes.

Esta tesis es negada desde dos posiciones. La primera sostiene que no existe una naturaleza propiamente humana, sino solamente manifestaciones análogas progresivamente escalonadas, como la técnica, el lenguaje o la conducta. La segunda que hay una única naturaleza dada desde el principio y que todas las manifestaciones pertenecen a una única categoría.

1) Primera antítesis

La primera antítesis tiene a su favor el argumento según el cual el paso de lo animal a lo humano hubo de ser tan imperceptible que no cabe abrigar esperanza alguna de fijarlo con nitidez. Según eso, habría que abandonar todo intento de establecer una diferencia específica entre el hombre y los antropoides, contentándose con las diferencias aparentes que ha ido produciendo la evolución.

Esta argumentación ha convencido a muchos de que no hay diferencia esencial alguna entre el hombre actual, por un lado, y los chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos, por el otro. Entre los convencidos se encuentran los promotores del Proyecto Gran Simio, quienes, en su declaración de principios, que ellos llaman DECLARACION DE LOS GRANDES SIMIOS, como si fueran éstos mismos quienes la hicieran, dicen, entre otras cosas, lo siguiente:

Hoy sólo se considera miembros de la comunidad de los iguales a los de la especie Homo Asapiens (sic). La inclusión, por primera vez, de animales no humanos en esta comunidad es un proyecto ambicioso. … Ante la objeción de que los chimpancés, los gorilas y los orangutanes no serán capaces de defender sus propios derechos dentro de esa comunidad, respondemos que sus intereses y sus derechos deben ser salvaguardados por guardianes humanos, del mismo modo en que se salvaguardan los intereses de los menores de edad y de los discapacitados mentales de nuestra propia especie.
Nuestra exigencia se produce en un especial momento de la historia. Nunca anteriormente ha sido, tan penetrante y sistemático el dominio que ejercemos sobre otros animales. Sin embargo, es también el momento en el que, dentro de la misma civilización occidental, que de tan inexorable modo han extendido ese dominio, ha surgido una ética racional que pone en tela de juicio el significado moral de la pertenencia a nuestra propia especie. El desafío busca conseguir una igual consideración para los intereses de todos los animales, humanos y no humanos… La noción «nosotros», por oposición a «los demás», que, cual una silueta que se hace cada vez más abstracta, ha ido adquiriendo, en el transcurrir de los siglos, los contornos Ade las fronteras de la tribu, de la nación, de la «raza», de la especie humana, y que la barrera de especie había congelado y vuelto rígida durante un cierto tiempo, ha cobrado nueva vida y se ha convertido en algo apto para nuevos cambios. (http://www.proyectogransimio.org/declaracion.php. Subrayado nuestro)

 Si los que promueven proyectos semejantes a estos estuvieran en lo cierto, habría que concederles sin duda que los mismos deberes y derechos éticos y morales que hay entre humanos deben también existir entre humanos y antropoides, debido a que tales deberes y derechos se fundan en la igualdad de naturaleza.

Esta consideración obliga a pensar que el concepto esencial de hombre tiene que incluir elementos morales y no limitarse únicamente a los fenómenos que aparecen. A la filosofía moral corresponde, pues, establecer que existe verdaderamente una normatividad moral objetiva y que ésta tiene que arraigar en la naturaleza humana.

Esta primera antítesis acierta cuando dice que es prácticamente imposible saber cuándo releva el hombre al animal. Pero ¿no es posible pensar que no ha existido nunca ese relevo y que nada nuevo se ha producido en el paso de un estadio al otro? ¿Por qué no pensar que lo humano ya venía existiendo desde estadios anteriores? ¿Por qué no podría admitirse esta idea una vez que parece estar claro que es mayor la distancia que separa al hombre de los demás seres vivos que la que separa a todos ellos y la materia anterior?

2) Segunda antítesis

La segunda antítesis parte del prejuicio que consiste en creer que las manifestaciones de un hombre serán siempre humanas y las de un no-hombre nunca lo serán. Hay muchos que se dejan llevar de esta creencia y piensan que la técnica o el lenguaje, por ejemplo, son específicamente humanos y que, en consecuencia, no es posible hallarlos entre los animales.

Se trata de un prejuicio que habrá que abordar en su momento, pero que ahora abre una vía interesante. Si son igualmente humanas todas las manifestaciones del animal humano desde que éste existe, entonces lo serán por igual un palo musteriense utilizado para excavar la tierra y buscar raíces, un arado romano y un tractor de 300 c.v. guiado por ordenador. El objetivo de estos tres utensilios es el mismo, lograr alimentos, pero, dado que es manifiestamente más eficaz el segundo que el primero y el tercero que los otros dos, cabe pensar que el progreso en esas realizaciones muestra la presencia de un hombre más realizado y completo que los anteriores. No hay que dejarse llevar, sin embargo, de esta idea sin advertir que la luz de esas manifestaciones puede estar ensombrecida por un alto grado de oscuridad. Pero, hecha esta advertencia, nada impide tomar seriamente en consideración la idea de la realización progresiva de lo humano.

Aunque resulte difícil e incluso imposible situar en una escala todas esas realizaciones, parece que es mejor inclinarse por la idea de que existe realmente una escala en la realización de la esencia humana, lo que nos fuerza a admitir que solamente es posible conocer ésta cuando ha logrado un cierto nivel de desarrollo.

Hoy sabemos que el buen salvaje de Rousseau, el supuesto animal solitario que vivía en paz y armonía con la naturaleza al margen de toda sociedad, el hombre antiguo que nos precedió, era en realidad un antropófago y que no parece admisible poner en él la diferencia específica que nos ha hecho hombres. Si no hay más remedio que optar entre aquel animal del Paleolítico Inferior y otro que se ha desarrollado en sociedad hasta adquirir la forma predominante en nuestro tiempo, un tiempo que abarca unos 8.000 años aproximadamente, el buen sentido obliga a inclinarse por este último.

B) Segundo problema: ¿podemos nosotros hallar una diferencia específica común?

La segunda cuestión apuntaba a una dificultad real: aun aceptando que no es imposible hallar un concepto esencial aplicable a todos los hombres, ¿será posible tal vez que lo hallemos nosotros, europeos españoles del siglo XXI impregnados de una tradición judeo-cristiana, romana y griega, la cual, pese a su amplitud, es una más entre las que han existido y no parece poder reclamar para sí la universalidad de lo humano? Podría darse el caso de que, procediendo con la máxima objetividad y cautela, diéramos lugar a un concepto que pudiera ser objetado seriamente por quienes han heredado otras tradiciones.

Para no chocar contra este escollo unos van a parar al etnocentrismo y otros al relativismo. El etnocentrismo consiste en creer que una y solo una entre todas las tradiciones es la sustancia portadora de valores auténticos que todos acabarán aceptando cuando la historia haya progresado suficientemente.

Casi todos los filósofos ilustrados adoptaron esa segunda tesis. Creían que la historia de la humanidad había llegado a condensar en su siglo lo más específico del hombre, una cumbre a la que todas las demás sociedades estaban tendiendo. No es de extrañar que esta actitud sirviera de justificación del colonialismo y el imperialismo del siglo XIX.

Algo semejante, pero sin contar con la idea de progreso histórico implícita en las creencias de los ilustrados, han mantenido la mayoría de las sociedades llamadas salvajes, que suelen creer que lo humano corresponde a cada una de ellas, algo que se detecta en el nombre que se dan a sí mismas y en la actitud que guardan con los extranjeros. Los indios Guaraníes se llaman a sí mismos “Ava”, “los hombres”, los Guayakí, “Aché”, “las personas”, los Waika, “Yanomami”, “la gente”, los Esquimales, “Innuit”, “los hombres”; se dice que algunos conquistadores de América llegaron a creer que los nativos no tenían alma y, como contraste, los indios hirvieron alguna vez en agua a prisioneros españoles para comprobar si eran dioses u hombres; unos correos capturados en una ocasión por los soldados de Pizarro llevaban a su cacique un mensaje de otro cacique en que se aseveraba que los españoles eran mortales; los griegos y los romanos llamaron “bárbaros” a los que no eran griegos ni romanos, seguramente porque las lenguas extranjeras sonaban a sus oídos como los balbuceos de los niños; el significado de la palabra española “algarabía” es un derivado del árabe y significa en ese idioma “la lengua árabe”; los árabes, por su lado, despreciaron siempre a los cristianos por politeístas. La lista, que es interminable, enseña siempre lo mismo, que los hombres de cada sociedad se piensan a sí mismos como los hombres y a los demás como menos, y ocasionalmente como más, que hombres. Estas organizaciones comprenden un Yo y un Otro o, mejor, un Yo contra un Otro. El primero encubre que el segundo es también un humano y proyecta sobre él características que lo presenten ante sí como un ser distinto y opuesto. En el extremo lo expulsa de la humanidad para que la oposición sea decisiva.

El relativismo es todavía menos insostenible que el etnocentrismo. El relativista da a todos la misma validez e importancia y predica la tolerancia. Él puede ser tolerante, sin duda alguna, pero porque quien acepta todo como bueno es porque a él le resulta todo indiferente. En realidad no tiene respeto alguno por los que son diferentes de él ni por sí mismo, por lo que no hace justicia a las posiciones ajenas ni a la propia.

Y es que puede haber una gran cantidad de perspectivas humanas y de sujetos que las mantienen, pero no puede haber en nuestra investigación antropológica una distancia insalvable respecto a la que existe, por ejemplo, en la investigación matemática. Puede haber también una gran cantidad de sujetos que se dedican a hacer matemáticas, pero en lo tocante a lo que toman como verdadero y a los procedimientos de prueba son un solo sujeto todos ellos. Lo cual no significa que todos trabajen al compás ni que tengan las mismas opiniones. Muy al contrario, sus investigaciones seguirán vías distintas y sus puntos de vista serán frecuentemente contrarios. Es precisamente de esas diferencias y oposiciones de donde brota la verdad. No sería sensato, en consecuencia, eliminar la diversidad, porque podría equivaler a destruir la investigación misma.

La confrontación de razones engendra la verdad. La guerra es padre de todas las cosas, decía Heráclito. Aquí por lo menos es así. Sin diferenciar y oponer puntos de vista con el fin de destruir y abandonar los más débiles, no puede accederse a la verdad. No otra cosa debe ser lo que otros llaman diálogo.

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La memoria

La memoria es una facultad tan importante que cuando se pierde completamente no es posible siquiera saber uno quién es. Luego está directamente relacionada con la experiencia íntima de la identidad personal. Es el registro del pasado el que proporciona al hombre esta experiencia. Pero la expresión es incorrecta: no se registra el pasado, sino sólo sus rastros. Por lo mismo, tampoco es posible revivirlo. Solamente se pueden revivir las señales, las trazas, del pretérito. Es lo mismo que sucede en otros terrenos, donde se tiene en cuenta algún tipo de memoria, como la arqueología y la historia. Estas ciencias son capaces de dar una noción del pasado echando mano de restos fósiles, herramientas halladas en yacimientos antiguos, obras arquitectónicas, documentos escritos…, vestigios en suma de tiempos anteriores, pero no puede trasladarse a esos tiempos anteriores. La memoria, en un caso como en el otro, no es reproducción de lo vivido, sino de las huellas imprimidas por la experiencia de lo vivido. Esto es evidente y no vale la pena siquiera discutirlo.

Lo que interesa, pues, es descubrir cómo tiene lugar este hecho de memoria, es decir, cómo almacena un organismo vivo estas huellas de una experiencia que se vive a lo largo de toda la vida. Puesto que está claro que dicha experiencia no es heredada genéticamente, el preguntarse por su fijacíón es lo mismo que preguntarse cómo se aprende o cómo funciona la base neuronal durante los procesos de aprendizaje.

Para precisar conceptos, es conveniente mencionar las investigaciones de Pavlov (1849–1936) sobre los reflejos. Este autor cita en su libro Fisiología y psicología[1] dos experiencias. La primera: verter una solución débil de ácido en la boca de un perro. La reacción es inmediata: bruscos movimientos de cabeza para rechazarlo, salivación abundante para limpiar la boca… La segunda: repetir lo mismo en varias ocasiones inmediatamente después de producir un cierto sonido. En poco tiempo se logra el mismo resultado: movimientos de cabeza y salivación abundante como respuesta al sonido.

Estas dos experiencias muestran la diferencia entre un reflejo condicionado y otro incondicionado. El segundo es la conexión permanente entre un estímulo incondicionado –el de la primera experiencia– y la respuesta del organismo. El primero es la conexión temporal entre un estímulo condicionado –el sonido de la segunda experiencia– y la misma respuesta del organismo.

Los reflejos incondicionados son conductas heredadas por los organismos. Los condicionados son aprendidos. Cuando éstos últimos tienen lugar, los animales, sobre todo los inteligentes, no son siempre tan pasivos como creía Pavlov. Cuando se utiliza un estímulo incondicionado (EI) doloroso, como una descarga eléctrica, los animales inteligentes aprenden pronto a dar una respuesta condicionada (RC) capaz de evitarlo. Dicha respuesta no es, pues, de la misma clase que decía Pavlov. Todo indica que los organismos animales son capaces de reaccionar de un modo no impuesto por la herencia genética a estímulos que tampoco han sido previstos por ella, sino a señales suyas. En el caso del hombre la situación es más compleja, pues posee un segundo sistema de señales, el lenguaje articulado, que es también capaz de influir en su organismo.

Las respuestas condicionadas en que el sujeto no se limita a ser pasivo dependen de la corteza cerebral mucho más que las otras, sobre todo en los vertebrados superiores y los mamíferos. Luego la cuestión, más precisa ahora, vuelve a ser la de cuál es el funcionamiento de esta base cerebral para que el organismo sea capaz de aprender a dar respuestas adecuadas al medio externo o interno. Y, para plantear del modo más exacto posible el problema, ha de tenerse en cuenta que el almacenamiento de información no puede proceder siempre del mismo modo. ¿Cómo si no se explicaría que en algunas ocasiones se aprende algo para olvidarlo inmediatamente después, como al memorizar por un corto instante un número de teléfono que no volvemos nunca a recordar después de haberlo marcado, mientras que en otras ocasiones tenemos aprendido algo de lo que no hacemos uso más que cuando queremos, como es el caso de una película vista hace tiempo? La primera memorización dura unos cuantos segudos, hasta que se borra definitivamente. La segunda parece estar permanentemente borrada, pero aflora en cuanto la voluntad lo ordena. Son dos clases distintas de fijación de lo aprendido. Hay otras además. Hay veces en que no podemos recordar algo que con toda certeza sabemos, como una canción, una fecha, el nombre de un personaje importante… Sin embargo, en un momento inesperado, nos viene sorprendentemente a la memoria. Otras veces, como han demostrado muchos experimentos de hipnotismo, el sujeto recuerda sin dificultad datos de su pasado que no puede volver a representarse cuando han pasado los efectos de la hipnosis. De aquí es posible concluir que en nuestra memoria hay datos almacenados a los que no podemos llegar jamás, lo que nos conduce forzosamente a distinguir entre memoria y recuerdo. La primera tiene que consistir en algún tipo de transformación en la estructura u ordenación de las células cerebrales, y el segundo en una localización, dependiente en ocasiones de la voluntad, pero no en otras, de dicho cambio.

¿Cómo se produce todo esto? Más concretamente: “¿Cómo pueden ser convertidos los efímeros flujos de iones de los impulsos nerviosos, que tan sólo duran unos milisegundos, en un rastro que puede durar toda la vida?”. Esos rastros, que, según todos los indicios, tienen que permanecer en el cerebro a disposición de su dueño, reciben el nombre de engramas. Estos deben empezar a formarse cuando, en los momentos en que el sujeto está memorizando, tiene lugar una actividad eléctrica de cierta duración en muchas regiones del encéfalo. Al menos una parte de dicha actividad debe guardar relación con la fijación de la experiencia, es decir, con la memoria propiamente dicha. Se trata de circuitos nerviosos, o anillos neuronales, en los que reverberan los impulsos eléctricos. Si dicha reverberación permanece durante un lapso de unos breves minutos, pasarán por esos anillos varios millones de impulsos. Así se produce la memoria a corto plazo, la que, según el ejemplo dado más arriba, existe cuando se aprende un número de teléfono para olvidarlo inmediatamente después de haberlo marcado.

Pero esto es sólo el comienzo. ¿Cómo se transforma esta memoria a corto plazo, por la que empieza todo aprendizaje, en otra a largo plazo? La respuesta no puede ser otra que suponer que en la corteza cerebral debe quedar necesariamente algún tipo de rastro indeleble, o casi indeleble, después de haber pasado esos impulsos nerviosos. El problema es saber qué clase de rastro puede ser.

Todavía no existe una teoría perfectamente probada sobre este asunto, pero hay múltiples experimentos que parecen apuntar a la siguiente. Según se acaba de decir, es muy probable que la fijación de la memoria se deba a la repetida circulación de impulsos eléctricos en circuitos neuronales. Cuando eso sucede, el intercambio de iones entre células es considerable. Se sabe además que la estructura de las proteínas supresoras poseídas por las células nerviosas puede ser alterada cuando la concentración iónica alcanza un cierto valor crítico, lo que impide inhibir algún gen operador. Este gen, así liberado, puede entonces iniciar una síntesis de una cadena de ARNm, que a su vez programa “la síntesis de proteínas realizada por los ribosomas de la neurona”[2]. De este modo puede alterarse la resistencia de los circuitos nerviosos para la transmisión de impulsos, gracias a esa acción de las “proteínas de la memoria”, provocando un descenso en la resistencia de los circuitos neuronales excitados durante una situación de aprendizaje.

En esos circuitos de baja resistencia del cerebro, y sobre todo del córtex, se almacena información de la experiencia pasada. Es la vida del animal o del ser humano: una red de circuitos. Las nuevas experiencias inciden sobre ellos, pudiendo un sujeto reconocer patrones. Cuando así sucede, se produce una vía hacia una respuesta motora adecuada. Al reconocer el fuego, se retira la mano; al ver la comida se segrega saliva… Así se explica la aparición de reflejos condicionados, es decir, el aprendizaje.

Para terminar, algunas cuestiones importantes. La primera es la capacidad que tenemos los humanos de unir recuerdos a voluntad. No lo hacemos siempre que queremos, por supuesto, pero es indudable que podemos sacar a la luz nuestros recuerdos sin necesidad de que se dé un estímulo externo. Esta actividad debe tener algo en común con la atención selectiva que asimismo poseen los seres humanos, al igual que la totalidad de los animales: prescindir de datos de los sentidos sin importancia biológica. La diferencia entre el hombre y el animal estriba en el hecho de que aquél posee un segundo sistema de señales, en la terminología de Pavlov. Estas señales de segundo orden, capaces de sustituir a las del primero, podrían ser activadas por los mecanismos de atención selectiva en ausencia de tales señales primarias. En esto podría muy bien consistir el pensamiento solitario. A fin de cuentas, el poder de simbolización solamente se ha desarrollado de una manera tan completa en los hombres. Con todo, debe volverse a decir que algunos, o tal vez muchos, puntos de la memoria escapan permanentemente a esta luz de la atención.

La segunda cuestión se refiere a la imaginación creadora. Esta realmente no crea de la nada. Nadie puede hacer tal cosa. Los juegos de libre asociación, que dan lugar al hombre de genio, pueden consistir en la actividad de circuitos cerebrales que disparan, por así decir, la actividad de circuitos vecinos, en la reactivación de recuerdos almacenados por el influjo de imágenes, en su reordenamiento y transmutación en formas nuevas. No hay nada nuevo que no sea viejo. (Esta imaginación procura consuelos en la psicología individual y adelanta la estructura de la realidad en la mente del científico. V. Sebag y algún psicólogo)

(Para ampliar las ideas de este apunte, v. de Smith, C.U.M., El cerebro, trad. de J.O.Klein, Alianza Editorial, Madrid, 1970, págs. 340–370.


 [1]Alianza Editorial, Madrid, 1970, págs. 25 y ss.
[2]V. C.U.M. Smith, El cerebro, pág. 365.


 

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Educación en valores

La teoría de los valores había sufrido un cierto desprestigio después de la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, porque los nazis habían usado profusamente la noción de “jerarquía de valores” y otras semejantes en su ideario político. José Antonio Primo de Rivera, en España, también había hablado, inspirándose quizá en Max Scheler, del “hombre como portador de valores eternos”. Ahora ha vuelto a surgir con notable fuerza en los planes de enseñanza, con el nombre de “educación en valores”, un objetivo primordial, según se dice, de la reforma pedagógica. Se trataría de hacer que ciertas tablas de valores, ciertas “jerarquías de valores” quizá, sean adquiridas por los alumnos y de que su enumeración explícita sirva a los profesores de criterio para proponerse unos objetivos que han de ser logrados y como medida del desarrollo de los muchachos, medida que se plasmaría en la evaluación de las actitudes observables, que, según se espera, habrían sido adquiridas por ellos.

No hay nada que objetar si lo que se pretende es superar esa convicción de que lo que importa es enseñar destrezas y conocimientos técnicos y científicos, en la esperanza y la seguridad de que los valores morales se mostrarán por sí solos, por lo que no sería preciso educar a nadie en ellos. Y no hay nada que objetar tampoco por el hecho de que estas ideas y vocablos hayan sido usados también por el nazismo. Los nazis hicieron uso de muchas cosas, como la organización de sus seguidores en partidos políticos dotados de una fuerte centralización como los que ahora existen por todas partes, lo cual no es un motivo serio para abandonar esas formas organizativas.

La fórmula “educación en valores” debe ser discutida y criticada cuando se refiere a todos los valores, confundidos en una masa confusa que los presenta a todos como buenos por el simple hecho de ser valores, como también se da por bueno todo lo que pertenece a una cultura cualquiera, por el simple hecho de ser cultural. Tan cultural es arrojar una cabra desde el campanario en la fiesta del pueblo como la procesión de la Macarena en Sevilla o el canto gregoriano. Tan culturales son, con respecto a Jerez, los caballos como los cartujos, si hacemos caso de las razones que ha dado una persona dedicada a la política: como son valores de la ciudad no deberían irse. Al margen de que algunos llaman “valor” a cualquier cosa, parece evidente que todos los valores no pueden estar situados en el mismo nivel, por lo que una educación en valores tendría sentido solamente si hiciera referencia a una tabla determinada de ellos, tabla que estaría, por descontado, enfrentada a otras diferentes. Si no se hace así en nuestra legislación es porque o bien se supone que los valores son absolutos, lo cual es falso, o bien porque se cree que todos valen lo mismo, lo cual es también falso. Esta última parece ser la opinión del legislador.

Se podrían traer a colación muchos textos en que se manifiesta esa actitud, pero me contentaré con recordar que en las “Orientaciones Generales para la Secuenciación de Contenidos de las Áreas de Educación Secundaria Obligatoria para el área de Ciencias Sociales, se dice que las actitudes y valores que han de adquirir los alumnos en relación con el estudio y conocimiento de la realidad social son los siguientes:

El relativismo.
El análisis crítico de las realidades sociales.
El interés por la información.
La adopción de posturas críticas ante los contenidos informativos.
La preocupación por el rigor y la objetividad en el trabajo.
La empatía.
La curiosidad.

Y se agrega que “La progresión en este tipo de actitudes y valores, está relacionada, básicamente, con la capacidad de descentramiento.

 Así, son más asequible actitudes que no requieren situarse en contextos distintos, adoptar perspectivas diversas y, por tanto, abordar el estudio de la realidad social con mayor o menor rigor, en tanto que es plausible pensar que actitudes como el relativismo, la empatía o, en cierto nivel, el espíritu crítico, que tienen un fuerte componente cognitivo, se desarrollen de forma más tardía y vayan unidas a planteamientos más explicativos y sistémicos de los fenómenos colectivos, por cuanto requieren aproximarse al estudio de la realidad social bajo la perspectiva de asumir la existencia de comportamientos y circunstancias distintas de las que los alumnos viven en contextos próximos”.

Para el Segundo Ciclo de la Secundaria Obligatoria, se sigue diciendo, “se trabajará, preferentemente, la actitud de tolerancia como disposición activa ante la realidad social” y se propone como actitud que ha de ser lograda “La tolerancia ante la diversidad de opiniones” (las cursivas son mías).

¿Cómo puede pedirse empatía, identificación emocional, como actitud general con todas las formas culturales e históricas indiscriminadamente? Cuando se estudie la vida del Hombre de Atapuerca, que, según dicen los investigadores del yacimiento, era antropófago, ¿también habrá que sentir empatía hacia él y sus costumbres? Si nuestro antecesor hubiera sido el buen salvaje de Rousseau entonces tal vez hubiera que sentir empatía hacia su persona, pero, dados los conocimientos actuales, el buen salvaje fue un australopiteco, cuyas costumbres y organización fueron tales que hacen que el Neanderthal de Atapuerca sea preferible. El asunto se vuelve más insostenible todavía cuando, junto a la empatía y la tolerancia, se menciona el espíritu crítico como otro de los valores que se han de adquirir, pero solamente para ponerle freno en el mismo instante, mencionando la tolerancia como otro valor que siempre vale, lo que se debe al hecho de no tener en cuenta que los valores y las formas en que se jerarquizan están en conflicto entre sí, y es precisamente de la confrontación de unos con otros, es decir, del conflicto entre ellos, al cual se ha de aplicar precisamente el espíritu crítico, de donde brota lo que vale la pena ser valorado y lo que no.

Sea el caso de la España musulmana, que tantas veces se propone como sociedad histórica hacia la cual hay que volver nuestras simpatías y en la cual hundiría sus raíces la actual Andalucía. La filosofía islámica producida en Al–Andalus en torno a los siglos XI y XII es admirable. Pero culmina y se extingue en Averroes, que ejerció un poderoso influjo sobre la filosofía cristiana. Las tesis de este filósofo levantaron contra él a los doctores de la Ley Coránica, a los teólogos, que consiguieron que perdiera el favor de al–Mansur. Como consecuencia de ello fue recluido en Lucena y después en Marrakesh, que era parte de Al–Andalus, donde murió el 10 de Diciembre de 1198. La tesis principal de Averroes, por la que perseguido, era que corresponde al filósofo, o sea, al hombre de razonamientos, dictaminar qué doctrinas teológicas deben ser interpretadas alegóricamente y cuáles no. Esto, que llevaba a subordinar la teología a la filosofía, fue aceptado por los averroístas latinos, cuyas tesis sufrieron también una fuerte oposición por parte de los teólogos cristianos, que lograron sucesivas condenas, hasta desembocar en la de 1277, cuando el Obispo de París condenó 219 tesis tenidas por averroístas y excomulgó a quienes las mantuvieran. Puede decirse que la misma persecución existió a un lado y otro de aquella frontera que entonces dividía el mundo en cristiano y musulmán. Pero hay una diferencia fundamental entre ambos conflictos, y es que en la España musulmana no continuaron los estudios de filosofía, en tanto que en la Europa cristiana sí lo hicieron. Esto significa que en uno de los dos mundos la Iglesia fue más fuerte que la sociedad y acabó imponiéndose sobre ella, hasta el punto de ahogar toda libertad de pensamiento, en tanto que en el otro acabó sucediendo lo contrario.

¿Qué contestará el legislador si se le pregunta hacia cuál de las dos situaciones es preferible que sienta empatía y tolerancia el muchacho? ¿Podrá contestar que hacia las dos por igual?

Una cosa es cierta: que no iguales en valor y que no puede pedirse tolerancia con cualquier opinión y empatía con cualquier forma cultural, sea propia o de otros, y menos cuando simultáneamente se pide espíritu crítico y capacidad de análisis. Las opiniones de los teólogos musulmanes que condenaron a Averroes son tan inaceptables como las de los teólogos cristianos que condenaron a los averroístas. En consecuencia no puede haber tolerancia hacia ninguna de ellas. Parece un caso claro en que lo bueno es la intolerancia. La tolerancia se puede aplicar sobre los individuos, pero no sobre sus opiniones. Sobre éstas se debe aplicar el espíritu crítico. No puede hacer otra cosa quien pone los valores de la verdad y de su búsqueda por encima de los valores de la tradición religiosa. Y no se puede ser tolerante con las opiniones de quienes sustenten la creencia contraria, excepto si por el vocablo tolerancia se entiende la disposición a escuchar, discutir y, llegado el caso, rebatir tales opiniones, por más que en esta materia no parece que deba esperarse tanto de ninguna persona sensata, pues ha sido la historia la encargada de destruir aquellas opiniones, por lo que sería insensato mantenerlas en el presente. Lo que muestra la historia es precisamente que la tradición cristiana ha sido en este punto superior a la islámica, no porque sea nuestra tradición, sino porque en ella ha predominado finalmente el espíritu crítico, la libertad de pensamiento. Si hubiera sido al revés, la tradición superior habría sido la islámica.

Pero no sostengo la idea de que tengamos conocimiento exacto y riguroso de los valores que deben seguirse y los que no. En este punto creo que ha de seguirse a Aristóteles. No se trata ente todo de saber en qué consiste ser bueno, sino de serlo. Y lo que parece cierto en esto es que, pese a que no se sepa cuáles son los valores preferibles, si es posible saber cuáles son los que se deben dejar de lado. Ni la historia de las sociedades ni la experiencia individual deben pasar en vano. Lo mismo que se desarrolla el gusto por la música acostumbrándose a oír música y el de la poesía acostumbrándose a leer poesía, de manera que algunas clases de música y de poesía se vuelven aborrecibles para quien ha desarrollado el gusto, es a través de la experiencia de la vida y de las sociedades como se adquiere también el gusto ético, de manera que algunos valores se llegan a experimentar como contravalores y en adelante no es posible tener hacia ellos otra actitud que aceptar que la intolerancia, pese a cuanto hoy se dice en su contra, es buena. ¿Cómo ser tolerante con la opinión de quien defiende que es bueno emborracharse hasta perder el sentido? Tanto más respeto se tendrá hacia la persona de quien dice una cosa semejante cuanto menos se tenga en cuenta su opinión.


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Un folleto de Pi y Margall

Se ofrece al lector un folleto de Pi y Margall, precedido de ciertas consideraciones muy elogiosas sobre él, que vierte su biógrafo y panegirista D. Enrique Vera y González en el tomo II de un libro suyo que lleva por título Pi y Margall y la política contemporánea, y por subtítulo La democracia federal, su origen, su historia, sus destinos. Medio siglo de doctrinarismo en España. La política de programa y la política real, editado en la ciudad de Barcelona, en la tipografía La Academia, de Evaristo Ullastres, Ronda de la universidad, y, el año de 1886. El texto aquí reproducido se extiende entre las páginas 403 y 418. De seguro que el lector extraerá de su lectura curiosas conclusiones, como las referentes a la “unidad en la diversidad”, ya presente en el egregio político, o a la forma en que pensaba lograr su república federal el insigne hombre de Estado, que no era otra sino dar –él diría devolver- toda su soberanía a las provincias para que luego se federasen voluntariamente en una gran y fuerte unión, lo que no le suscitaba, según parece, ninguna duda, pues el proceso se le antojaba muy fácil y llevadero.


La República nació en circunstancias verdaderamente excepcionales. La aceptaba el partido radical, mas sólo por la fuerza de los sucesos y por la imposibilidad de encarnar en príncipe alguno la idea monárquica. Parecía dar gran base a la República el hecho de haberse fundado por el voto de las Cortes y no por la fuerza de una insurrección victoriosa: pero ¿esta circunstancia era realmente una garantía de consolidación y de firmeza? Por el voto de la Asamblea Constituyente había nacido también la monarquía de D. Amadeo, y fue la situación más débil que haya podido, existir nunca en España.

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Alegoría de la Primera República – Plaza Mayor de Salamanca

Había, además, otra circunstancia muy digna de tornarse gravísima que, por el pronto, aplazaba la federación y comprometía grandemente su triunfo; pero había que optar entre aceptar francamente la situación con todos sus inconvenientes y peligros, o negarse a reconocerla y apelar a las armas para combatirla. Prevaleció la primera opinión que era, sin duda, la más aceptable en aquellas circunstancias y los republicanos hubieron de transigir con los radicales, teniendo, empero, buen cuidado en hacer constar por boca del presidente del Poder Ejecutivo, que sacrificaban la inmediata aplicación de sus ideales por necesidades del momento; pero que no renunciaban en manera alguna a su aplicación, y que si las futuras Cortes Constituyentes se decidiesen por la República unitaria, ellos abandonarían toda participación en el gobierno y harían oposición legal, pero incesante al nuevo orden de cosas. De todas suertes, no pudo ocultarse a los republicanos, que desde el primer momento habrían de encontrar serios obstáculos en sus compañeros del día siguiente. El mismo Rivero, que era entre los radicales el más avanzado por sus antiguas convicciones democráticas, no estaba dispuesto a transigir con la República federal. Recientes estaban aun los discursos pronunciados por Echegaray, Martos y Becerra en contra de este sistema, y no era de creer que sus ideas acerca de problemas tan graves hubiesen variado completamente en pocas horas. Querían la forma republicana, o por mejor decir, transigían con ella, pero conservando los atributos esenciales de la monarquía, especialmente la centralización, que convierte en reyes amovibles a los ministros, y en rey, por plazo determinado, al presidente del Poder ejecutivo. ¿Cómo no habían de acariciar el pensamiento de suplantar a los federales, así que se creyesen fuertes para reivindicar el poder en forma de gobierno provisional o de dictadura? No faltaban, por lo demás, radicales que, apareciendo en disidencia con sus compañeros, pero interpretando en realidad sus verdaderos designios, se atreviesen a decir en voz alta, que no aceptaban la República y que preferían ser realistas sin monarca. Figuraba entre ellos el Sr. Gasset y Artirae, ex-ministro de Ultramar, y que si personalmente no tenía verdadera importancia política, la tenía en cambio como propietario y director de El Imparcial, que era entonces, sin disputa, el periódico que contaba con mayor número de lectores y ejercía sobre la opinión pública grande influencia.

Este periódico, órgano, hasta aquel momento, el más caracterizado del partido radical, declaró que aceptaba la República como imposición de las circunstancias, pero como institución pasajera, y que la falta de rey en quien encarnar el principio monárquico no podía destruir sus convicciones, pues a falta de candidato determinado defendería al rey X; es decir, a un pretendiente incógnito. ¿No era fácil predecir por esta actitud de parte de la agrupación radical que, andando los tiempos y bajo determinadas condiciones llegaría a reconocer a D. Alfonso de Borbón? Todo debían temerlo los federales de sus nuevos aliados; monárquicos en el fondo de su corazón, y que sólo aceptarían de buen grado una República unitaria y centralizadora. Los republicanos debían, pues, desconfiar y desconfiaban en efecto de sus improvisados auxiliares. No miraban éstos con menor recelo a los federales que, con ellos, constituían el Poder ejecutivo elegido por la Asamblea. Comprendían perfectamente que los republicanos -no podían renunciar a su ideal; que habían aceptado aquella transacción sólo por la fuerza de las circunstancias, y que aprovecharían cuantas coyunturas les ofreciese el desarrollo de los acontecimientos, para sacudir el pesado yugo que los oprimía bajo el vano disfraz de amistosa y cordial alianza. Veían, además, con mal disimulada inquietud la efervescencia del país, que nunca aborrece tanto los términos medios como en épocas revolucionarias, y que entonces se decidía abiertamente por la federación, como único medio de redimir de su servidumbre a las provincias y los municipios. Habían iniciado una revolución sin calcular bien la trascendencia de aquel acto, y se asustaban al comprender que iban a ser barridos por el oleaje de las aspiraciones populares. La desconfianza mutua; tal era el carácter distintivo de aquella conciliación forzada entre los republicanos convencidos y los republicanos circunstanciales. Todas las coaliciones de partidos triunfantes ofrecen el mismo fenómeno.

Las coaliciones, creadas siempre para destruir, encierran siempre un fondo de inmoralidad que en vano trataría de cohonestarse con las exigencias de la vida política. Los partidos no deben aspirar al inmediato planteamiento de sus principios, sino cuando se sientan con la fuerza y el arraigo necesarios para realizarlos sin extraña ayuda, desde las esferas del gobierno. Proceder de otra suerte, pedir cooperación a agrupaciones que sustentan diferentes principios, es marchar a sabiendas al desprestigio y al aniquilamiento. Con razón se ha dicho, que las coaliciones, si sirven para destruir, son impotentes para edificar: las mata la contradicción que llevan en su seno. El antagonismo de fuerzas iguales, en política como en mecánica, equivale a la nada. Un gobierno de coalición puede sólo admitirse como paréntesis, hasta tanto que el país exprese su voluntad; pero debe procurarse que el paréntesis sea corto, porque la lógica es superior a la voluntad de los hombres y de los partidos, y la lógica quiere que las situaciones inestables se resuelvan en breve término. Por mucho que en la práctica falseen y olviden sus programas los partidos políticos, al fin es lo cierto que algo representan y algún mote llevan en sus escudos estas agrupaciones que luchan por alcanzar el poder. Todo partido, para ser viable, necesita encarnar un orden de intereses más o menos respetables y legítimos; pero siempre bastante fuertes para aspirar a marcar impulso a la sociedad desde las esferas del gobierno. Aun contra la voluntad de sus mismos directores, los partidos son siempre exclusivistas, tienden a imponer sus soluciones y a desarrollar y plantear su programa en todo su absolutismo, y si encuentran obstáculos para la realización de este fin procuran romperlos. No hay transacción, por insignificante que sea, que no suponga una variación de programa, y el programa es la razón de ser, la finalidad, la vida misma de los partidos. Toda concesión equivale a una mutilación de su organismo, a un paso hacia la muerte, y las colectividades tienen su instinto de conservación como los individuos. De aquí la irredimible esterilidad de las coaliciones gobernantes. O tienden a la fusión en un solo partido de programa más o menos contradictorio, transformándose en este caso en agrupaciones doctrinarias y escépticas, o se disuelven bruscamente por la separación ruidosa de los elementos que las han creado. En rigor, no pueden considerarse ni aun como una tregua, pues nunca se revelan con fuerza tan poderosa los antagonismos que separan a dos partidos, como cuando la fatalidad de las circunstancias o la debilidad relativa de ambos los lleva unidos a la dirección de los negocios públicos. El detalle más insignificante se convierte entonces en motivo de discordia, temen absorberse y su aparente armonía oculta una guerra encarnizada, que al fin se hace patente a despecho de todas las conveniencias políticas, y del mismo instinto de conservación de las agrupaciones imperantes.

El gobierno elegido por la Asamblea Nacional estaba, pues, condenado por su heterogeneidad o a la inacción o a la lucha permanente. Situación angustiosa y funesta, más que nunca, en las difíciles circunstancias por que a la sazón atravesaba el país. Los conservadores, que habían estado a punto de acogerse bajo la monarquía de D. Amadeo, viendo frustradas sus esperanzas por la proclamación de la República, conspiraban ya descaradamente en favor de los Borbones, y procuraban atraerse con promesas y donativos al ejército: los carlistas, alentados por los últimos cambios y por la actitud benévola que respecto a ellos observaban los conservadores, organizaban sus fuerzas y aumentaban el número de combatientes, hasta tal punto que, en ciertas comarcas de Cataluña y de las provincias vasco-navarras, cobraban las contribuciones con mayor seguridad que el gobierno. El funesto convenio de Amorevieta, además de dar a los carlistas la importancia de beligerantes, y con ella la influencia moral, que de otra suerte no hubieran alcanzado, les había servido de tregua para lanzarse en mejores condiciones al campo de batalla, y la proclamación de la República les permitía reclutar más fanáticos, merced a las exaltadas predicaciones del clero que, temiendo la separación de la Iglesia y del Estado, convertía el pulpito en club y profetizaba todo género de atentados y persecuciones contra los católicos. La insurrección carlista, por sí sola hubiera constituido ya un serio peligro para cualquier situación, por definida y vigorosa que fuera: ¡cómo no había de pesar sobre la naciente República, que tenía que luchar además contra las intrigas de los partidos de orden, contra el antagonismo que minaba las bases de su naciente gobierno, y contra las generosas impaciencias de los federales de las provincias que, demostrando tener profundo sentido de la realidad, querían anticipar a todo trance el advenimiento de la federación, a despecho de los acomodos y aplazamientos que en Madrid dificultaban su triunfo!

Si los radicales hubieran tenido el desinterés y el patriotismo de rehusar toda participación en el gobierno y entregárselo íntegro a los republicanos que, en buena lógica, eran los llamados a ejercerlo, toda vez que la caída espontánea de la monarquía mostraba bien claramente que era llegada la ocasión de implantar la república, se habrían evitado graves complicaciones y planteándose desde los primeros momentos la federación. Entonces las provincias y los municipios, interesados directamente en sostener el nuevo orden de cosas, que se traduciría inmediatamente en grandes beneficios materiales y morales para el país, habrían combatido con verdadero entusiasmo la vergonzosa insurrección carlista, oponiendo a la bandera del absolutismo la de la libertad en su última fórmula. La transición del unitarismo a la autonomía de los municipios y las regiones, favorecida y auxiliada por el poder central, habría sido rápida y fácil, y España hubiera dado un paso gigantesco en la senda a que la llaman de consuno su historia y sus aspiraciones.

No tuvieron esta abnegación los radicales: por el contrario, trataron de asumir los cargos más importantes del gobierno para dominar, si fuese posible, la situación, y asegurarse el triunfo cuando llegase el rompimiento que todos preveían. Ya que por el fracaso de la candidatura de D. Nicolás María Rivero no podían adjudicarse la presidencia del Poder ejecutivo, votaron para ella al republicano que menos temores podía inspirarles, al Sr. Figueras, de cuya ductilidad tenían pruebas sobradas. En cambio elevaron a D. Cristino Martos a la presidencia de la Asamblea Nacional, que era el cargo más importante, sin duda, en aquellas circunstancias, creyendo que su correligionario tenía un temple de carácter que distó de mostrar cuando los acontecimientos le pusieron a prueba. Deseaban también reservarse la cartera de Gobernación, pero el hecho de no haber aceptado Pi y Margall la de Hacienda, que le ofrecieron con las más vivas instancias, les obligó a renunciar a su proyecto. No se desprendieron, sin embargo, dé la de Guerra, esperando tener así a su devoción a la mayoría de las autoridades militares; pero olvidaron que el general Córdova era hombre incapaz de grandes arranques. Confiaban, además, en el apoyo de los generales Moriones y Gaminde, que mandaban respectivamente los ejércitos del Norte y Cataluña.

Los republicanos contaban, por su parte, con la excitación revolucionaria del país, con la adhesión de las masas y con la gran base que desde luego habrían de dar a la situación los voluntarios de la república. Confiados en su gran prestigio y en la fuerza que les daban las circunstancias, no dudaron un solo momento del buen éxito de la lucha que con los radicales habían de entablar desde los primeros momentos, y no perdonaron medio alguno para demostrar que si alguien faltaba al compromiso contraído en la noche del 11 de Febrero, ellos estaban resueltos a respetarlo y cumplirlo. La conducta de los ministros federales no pudo ser en este punto más noble y caballerosa; fieles al deber que se habían impuesto de dejar íntegra la cuestión de organización del país a las Cortes Constituyentes no dieron paso alguno para prejuzgarla, y este exceso de delicadeza, que contrastaba tanto con, la deslealtad de los radicales, fue, sin duda, un grande error político que atribuyeron a imperdonable candidez los enemigos de la República. No una sino muchas ocasiones tuvieron Pi y Margall y sus compañeros para establecer la federación pero seguros como estaban, por las manifestaciones de la opinión pública de que obtendrían gran mayoría en las próximas Constituyentes, no quisieron apelar a la violencia para obtener un triunfo que tan cercano creían por las vías legales. Ya que habían hecho el inmenso sacrificio de formar parte de una situación incolora, renunciando temporalmente a sus procedimientos en aras de la tranquilidad del país; ya que, con una fe que les reconocerá siempre la historia, se habían engañado creyendo en la lealtad de sus aliados los radicales, querían mantener su palabra hasta el último momento, confiando demasiadamente en que la federación triunfaría a pesar de todo. ¡Ay! Ellos mismos, por exceso de pundonor y de nobleza, estaban dificultando el planteamiento de este hermoso ideal, mientras sus enemigos conspiraban sin descanso, atribuyendo a debilidad su hidalguía.

En un folleto publicado en 1874, cuya circulación prohibieron los radicales, ha explicado Pi y Margall su conducta en aquellas delicadísimas circunstancias. Oigámosle:

«He sido partidario de la federación desde 1854. La defendí entonces calurosamente en La Reacción y la Revolución, libro destinado a la exposición de mis ideas en filosofía, en economía, en política. La defendí, como la defiendo ahora, bajo dos puntos de vista: el de la razón y el de la historia.

La federación realizaba a mis ojos, por una parte, la autonomía de los diversos grupos en que se ha ido descomponiendo y recomponiendo la humanidad al calor de las revoluciones y por el estímulo de los intereses: de otra, el principio de la unidad en la variedad, forma constitutiva de los seres, ley del mundo. Considerábala yo, además, como la organización más adecuada a la índole de nuestra patria, nación formada de provincias que fueron en otro tiempo reinos independientes y están aún hoy separados por lo que más aleja unos de otros los pueblos: las leyes y las costumbres. Esta nación, me decía yo, presenta en todas las grandes crisis por que ha pasado en este siglo, el singular fenómeno de que sus provincias se hayan apresurado a constituirse y a buscar en sí mismas su salvación y su fuerza, sin que por esto hayan jamás comprometido ni perdido de vista la unidad de la patria: esta nación parece, como suele decirse, cortada para[1] ser una república como las de Suiza y los Estados Unidos.

Escudo de Madrid durante la I República

Escudo de Madrid durante la I República

»Desde 1856 a 1868, mal podíamos defender la federación cuando se nos prohibía hasta hablar de república. Poco antes de la revolución de Setiembre, puestos aún en el trono los Borbones, traduje, sin embargo, al castellano, el Principio federativo, de Proudhon, libro en que, después de sentadas la libertad y la autoridad como los dos eternos y contradictorios elementos de la vida de los pueblos, se explican las vicisitudes y los sistemas a que han dado origen, y se demuestra que la federación, última evolución de la idea política, es la única que puede afianzar en las naciones la dignidad, la paz y el orden. En Francia había yo fortalecido sobre este punto mis creencias. Observaba que aquel pueblo de gran corazón y poderosa iniciativa había levantado por dos veces la república y otras tantas la había visto morir bajo la espada de César. En las dos veces había conmovido y soliviantado a Europa, en la primera hasta le había hecho morder el polvo de sus campos de batalla; y en las dos había bastado un general y unas pocas legiones para disolver sus asambleas y reducirla a servidumbre. Esclava París, esclava Francia. El vencedor dictaba su voluntad desde el palacio de los antiguos reyes y la nación obedecía. La centralización del poder era, a no dudarlo, la causa de tan extraño fenómeno.

»Vine a las Cortes de 1869 con la firme decisión de propagar la idea federal, y, si posible fuese, aplicarla. Los que hayan seguido con mediano interés el curso de nuestra revolución, sabrán si he cumplido mi propósito. Otros habrán podido vacilar; yo no he vacilado un momento. No han quebrantado mi fe las derrotas ni las ingratitudes. La he llevado incólume al poder é incólume la he sacado del gobierno. El día 11 de Febrero de 1873 me cupo la señalada honra de redactar y sostener la proposición por la cual se había de establecer en España la República. Quise que unas Cortes Constituyentes viniesen a definir y organizar la nueva forma de gobierno; y aquel mismo día declaré clara y paladinamente ante la Asamblea Nacional que si las futuras Cortes se decidiesen por la república unitaria, seguiría en los bancos de la izquierda.

»EI país no podía ciertamente llamarse a engaño sobre mis ideas políticas. Atendido mi carácter, podía aún esperar menos que me llevase al gobierno otro fin que realizarlas. Así lo comprendieron, sin duda, los enemigos de la República, puesto que me escogieron por blanco de sus tiros. En la imposibilidad de ganarme por la lisonja, resolvieron acabar conmigo por la difamación, y así lo hicieron Desgraciadamente, los ayudaron en su obra, unos por maldad, otros por torpeza, muchos de mis correligionarios.

»Mis ideas han sido claras y precisas hasta en lo que toca al procedimiento para establecer la República. La federación, como lo dice la etimología de la palabra, es un pacto de alianza; un pacto por el cual pueblos completamente autónomos se unen y crean un poder que defiende sus comunes intereses y sus comunes derechos. Llevado de la lógica, había yo siempre sostenido que no cabía federación, es decir, pacto, mientras no hubiese en España estados autónomos, y, por lo tanto, que el movimiento federal debía empezar por la constitución de las antiguas provincias en Estados. Sobre este punto habían pensado así conmigo o yo con ellos, todas las asambleas federales, todos los directorios republicanos y, lo que es más, la inmensa mayoría del partido, cuya opinión fue bien explícita cuando la célebre declaración de la prensa.

»No se me habían ocultado los peligros que este procedimiento entrañaba. Las provincias de España tienen entre sí vínculos demasiado fuertes para que en ningún tiempo pretendan disgregarse rompiendo la unidad nacional; no por esto era menos de temer que, abandonadas a sí mismas durante el período de su conversión en Estados, ya por cuestiones de territorio, ya por la determinación de la órbita en que hubiesen de moverse, ya por la ignorancia de los más y la natural exaltación de las pasiones, surgiesen conflictos que vinieran a interrumpir, aunque por corto tiempo, la vida de la patria y los intereses de la industria y el comercio. Para conjurar estos peligros, — tan atento estaba aún entonces a conservar la unidad y la integridad de la patria, —había propuesto y se había recibido con general aplauso,  que en los primeros momentos de toda revolución federal se crease con el carácter de transitorio un poder central, fuerte y robusto que, disponiendo de la misma autoridad y de los mismos medios de que hoy dispone, mantuviese en todas partes la nación y el orden, hasta que, reorganizadas las provincias, se llegase a la constitución definitiva y regular de los poderes federales[2].

»Aun así, este procedimiento de abajo arriba era aplicable sólo al caso en que la República federal viniese, o por un movimiento a mano armada, como el de 1869, o por acontecimientos y circunstancias tales que nos hubiesen permitido llegar al gobierno sin transacciones ni compromisos. No vinimos así a la República, y, como era natural, hubo de ser otro el procedimiento.

»La República vino por donde menos esperábamos. De la noche a la mañana Amadeo de Saboya que en dos años de mando no había logrado hacerse simpático al país ni dominar el creciente oleaje de los partidos, resuelve abdicar por sí y sus hijos la corona de España. Vacío el trono, mal preparadas aún las cosas para la restauración de los Borbones, sin más príncipes a que volver los ojos, los hombres políticos, sin distinción de bandos, ven casi todos como una necesidad la proclamación de la República. Resueltos a establecerla se hallaban ya los que habían previsto y tal vez acelerado el suceso; y como hombres que llevaban un pensamiento y se habían proporcionado medios de ejecutarlo, empujan unos a los tímidos, deciden otros a los vacilantes é inutilizan todos a los que aún pretenden salvar de las ruinas de la dinastía el principio monárquico. Al abrirse la sesión del Congreso la tarde del 10 de Febrero de 1873 las resistencias están ya casi vencidas; las que aún subsisten ceden al parar ímpetu de radicales y republicanos. Se declara el Congreso en sesión permanente, y la tarde del 11, leída la abdicación del Rey, se refunden en una sola Asamblea las dos Cámaras y casi sin debate aceptan la República.

»¿Qué república éra la proclamada? Ni la federal ni la unitaria. Había mediado acuerdo entre los antiguos y los modernos republicanos y habían convenido en dejar a unas Cortes Constituyentes la definición y la organización de la nueva forma de gobierno. La federación de abajo arriba era desde entonces imposible: no cabía sino que la determinasen, en el caso de adoptarla, las futuras Cortes. Admitida en principio la federación, no cabía ya empezar sino por donde se habría antes concluido, por el deslinde de las atribuciones del poder central. Los estados federales habrían debido constituirse luego fuera del círculo de estas atribuciones.

»El procedimiento—no hay para qué ocultarlo—era abiertamente contrario al anterior: el resultado podía ser el mismo. Representadas habían de estar en las nuevas Cortes las provincias, y, si éstas tenían formada idea sobre los límites en que habían de girar los poderes de los futuros Estados, a los Cortes podían llevarla y en las Cortes sostenerla. Como determinando la esfera de acción de las provincias habría venido a quedar determinada por el otro procedimiento la del Estado, determinando ahora la del poder central, se determinaba, se quisiera o no, la de las provincias. Uno y otro procedimiento podían, a no dudarlo, haber producido una misma constitución y no habría sido, a mi manera de ver, ni patriótico ni político dificultar, por no transigir sobre este punto, la proclamación de la República.

»Si el procedimiento de abajo arriba era más lógico y más adecuado a la idea de la federación, era, en cambio, el de arriba abajo más propio de una nacionalidad ya formada como la nuestra, y en su aplicación mucho menos peligroso. No había por él solución de continuidad con el poder; no se suspendía ni por un sólo momento la vida de la nación; no era de temer que surgiesen graves conflictos entre las provincias; era la obra más fácil, más rápida, menos expuesta a contratiempos y vaivenes. Aun con este procedimiento habían de presentar nuestros enemigos la federación como ocasionada a desastres; pero habían de encontrar menos eco en el país y el temor había de ser mucho menos fundado y legítimo.

 »Gomo quiera que fuese, la transacción estaba hecha y yo no había de faltar a una palabra solemnemente empeñada. Unas Cortes Constituyentes eran las llamadas a decidir en primer término si la República había de ser federal o unitaria; luego, cuál había de ser su organismo. Individuo de un gobierno que había de regir los destinos del país durante el intervalo de una Asamblea a otra Asamblea, no podía adelantarme ni permitir que nadie se adelantase a la obra de las Cortes. Si después de reunidas seguía gobernando, podía tolerar aún menos que tratase nadie de usurpar las atribuciones que tenían.»

Estas leales y nobilísimas declaraciones demuestran que los ministros federales y especialmente Pi y Margall que, aunque no figuraba aún como presidente del Poder ejecutivo, era en realidad el director de la política del gobierno, permanecieron siempre fieles al compromiso contraído con los radicales, y no se creyeron autorizados a romperlo ni aun cuando la traición de aquéllos les franqueó el camino. Ciertamente fue de lamentar que los federales demostrasen tanta abnegación y no se aprovechasen de las circunstancias utilizando para el rápido triunfo de sus ideales la excitación del país y el manifiesto deseo de las provincias de constituirse en Estados; pero ¿quién que de hombre de honor se precie puede hacer cargos a un político por haberse mostrado leal y haber cumplido su palabra? Pi y Margall es un perfecto caballero, así en la vida privada como en la pública, y jamás se ha creído autorizado para transigir con su conciencia, ni a impulsos del interés personal, ni por la conveniencia de su partido. Aun después de evidenciada la artería de los radicales, quiso mantener el pacto en cuya virtud se había proclamado la República. Decía entonces Pi y Margall firmemente que las Cortes Constituyentes organizarían en breve tiempo la federación, porque la libertad electoral era la mayor garantía de triunfo para nuestro partido. Pero aun cuando hubiera estado convencido de que esta conducta era contraria a los intereses del partido, no habría sabido nunca pisotear su palabra: hubiera abandonado el Poder para que le ocupasen correligionarios menos escrupulosos : no es Pi  y Margall de esos hombres que establecen un abismo infranqueable entre la vida pública y la vida privada, ni tiene una moral distinta para cada una de estas dos manifestaciones de la existencia; por eso no ha descendido jamás a las habilidades de ciertos políticos, ni ha faltado en caso alguno a su dignidad y a su decoro, ni se ha colocado nunca en esas actitudes nebulosas a que son tan aficionados los que, faltos de verdaderas convicciones, están prontos a inclinarse en uno u otro sentido, siguiendo los impulsos de la conveniencia personal. Su actitud ha sido siempre franca y resuelta: así sus amigos como sus adversarios han sabido desde el primer momento lo que debían esperar o temer de él y si ha esquivado constantemente todo compromiso que, a cambio de aparentes ventajas, pudiese encerrar algún peligro para sus ideas, ha sabido en cambio cumplir con verdadera inflexibilidad los que ha llegado a contraer, por su voluntad, o por las exigencias del momento. Quizá más que nadie deploraba Pi y Margall la intervención de los radicales en la República; porque, merced a ella, veía con profundo dolor aplazado el triunfo de los principios que había defendido toda la vida; pero una vez sellado el pacto con aquella agrupación, por nada del mundo hubiera sido capaz de violarlo, y por eso sintió tan profunda amargura ante el proceder de los que, proclamándose sinceros amantes de la nueva forma de gobierno, demostraban con sus incesantes conspiraciones la mezquindad de los motivos que habían determinado su evolución.


[1] La república de 1873. Apuntes para escribir su, historia. Vindicación del autor.
[2] En el manifiesto de la Asamblea federal de 1870 exponía ya Pi y Margall esta misma idea, como recordarán los lectores


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La clase política

Gaetano Mosca [1]

Predominio de una clase dirigente sobre toda la sociedad

Entre las tendencias y hechos constantes que se encuentran en todos los organismos políticos, uno es tan obvio que es obvio a toda manifestación: en todas las sociedades, comenzando desde aquellas mediocremente desarrolladas y que apenas han arribado a lo primordial de la civilización, terminando por las más numerosas y más cultas, existen dos clases de personas, una de los gobernantes y la otra de los gobernados. La primera, que es siempre la menos numerosa, realiza todas las funciones políticas, monopoliza el poder y goza de las ventajas que ello trae consigo; mientras que la segunda, más numerosa, es dirigida y regulada por la primera, de un modo más o menos legal, ya más o menos arbitrario y violento, y ella la provee, al menos aparentemente, de los medios materiales de subsistencia y de aquellos que para la vitalidad del organismo político son necesarios.

En la vida práctica todos reconocemos la existencia de esta clase dirigente o clase política como en otra parte decidimos definirla[2]. Sabemos que en nuestro país[3] la dirección de la cosa pública está en manos de una minoría de personas influyentes, a la cual la mayoría concede, voluntaria o involuntariamente la dirección, y que lo mismo sucede en los países vecinos; y no sabemos de un mundo organizado en forma diferente, en el cual todos, igualmente y sin alguna jerarquía, estén sujetos a uno solo o todos en igualdad dirigiendo la cosa política. Si en teoría razonamos diferentemente, es en parte debido a los hábitos arraigados en nuestro pensamiento y en parte a la exagerada importancia que damos a dos fenómenos sociales, cuya apariencia es superior a la realidad.

El primero de estos fenómenos consiste en el hecho que en cada organismo político hay siempre una persona que es la cabeza de la jerarquía de toda clase política y que dirige aquello que se llama el timón del Estado. Esta persona no siempre es aquella que empuña legalmente el poder supremo; a veces, junto de el rey o del emperador hereditarios, hay un primer ministro o mayordomo más poderoso; otras veces, en lugar del presidente electo, gobernará el hombre político más influyente que procuró su elección. Bajo circunstancias especiales, puede haber, en lugar de una sola persona, dos o tres que desempeñan las funciones de suprema dirección.

El segundo fenómeno se explica con un hecho que es de fácil percepción: cualquiera que sea el tipo de organización social, las presiones provenientes del descontento de las masas que son gobernadas, de las pasiones con las que son agitadas, ejercen una cierta influencia sobre la acción de la clase política.

Pero el hombre que está a la cabeza del Estado ciertamente no podrá gobernar sin el apoyo de una clase numerosa para que sus órdenes sean seguidas y respetadas, y si él puede hacer sentir el peso de su potencia en uno o, al parecer, varios individuos de esa clase, no puede en verdad desplazarlo por completo o destruir otra clase, sin la cual su acción estada completamente paralizada.

Por otra parte, aceptando que el descontento de las masas lograra deponer a la clase dirigente, deberá necesariamente formarse, como más tarde mostraremos, en el seno de las masas mismas, otra minoría organizada que desempeñe el oficio de clase dirigente. Por el contrario, cualquier organización o cualquier estructura social, será destruida.

Lo que puede constituir la verdadera superioridad de la clase política, como objeto de investigación científica, es la importancia preponderante que su constitución variable tiene al determinar el tipo político y el grado de civilización de los diferentes pueblos. Estando de acuerdo con la manera de clasificar formas de gobierno, que aún está en boga, Turquía y Rusia son del todo monarquías absolutas. Inglaterra e Italia monarquías constitucionales y Francia y Estados Unidos, se encuentran en la categoría de repúblicas. Esta clasificación está basada sobre el hecho que, en los dos primeros países mencionados, la cabeza del Estado es hereditaria y nominalmente omnipotente, mientras que en los dos segundos, siendo hereditario, tiene facultades y atribuciones limitadas; en los dos últimos es elegido. La clasificación es obviamente superficial. Hay poco de común en las formas como Rusia y Turquía son políticamente controlados así como de diferencia en el grado de civilización y organización de las clases políticas de ambos países. Siguiendo este criterio, encontramos que el régimen de Italia monárquica es más análogo al de la Francia republicana, que al de Inglaterra, igualmente monárquica. Y hay diferencias importantes entre las organizaciones políticas de los Estados Unidos y Francia, aunque ambos países son repúblicas.

Como antes hemos sugerido, las formas habituadas de pensar están opuestas, y siguen oponiéndose en este punto, al progreso científico. La clasificación ya mencionada, que divide a los gobiernos en monarquías absolutas, monarquías limitadas y repúblicas, fue establecida por Montesquieu al intentar reemplazar las categorías clásicas de Aristóteles, quien dividió a los gobiernos en monarquías, aristocracias y democracias. Lo que Aristóteles llamó una democracia era sencillamente una aristocracia más amplia, y el mismo Aristóteles pudo observar en que cada Estado griego, fuera aristocrático o democrático, había siempre una o pocas personas que tenían una influencia preponderante. De Polibio a Montesquieu muchos autores han perfeccionado la clasificación aristotélica desarrollando la teoría de los gobiernos mezclados. Más tarde, la corriente democrática moderna, que tuvo su inicio en Rousseau, declara que la mayoría de los ciudadanos en un Estado puede y debe participar en su vida política; la teoría de soberanía popular, a pesar de que la ciencia moderna nos ha demostrado la coexistencia en cada organismo político de los principios democráticos, monárquicos y aristocráticos, sigue prevaleciendo en muchas mentes. No nos detendremos a refutar esta teoría, puesto que es el trabajo presente lo que pretende demostrar en su totalidad. Además, sería difícil destruir en unas cuantas páginas todo un sistema de ideas que se han arraigado firmemente en la mente humana; como acertadamente escribió Las Casas en La Vida de Cristóbal Colón: es mucho más difícil
no aprender que aprender.

Prevalencia de la minoría organizada sobre la mayoría

Pensamos que puede ser útil, sin embargo, responder a una objeción, la cual parece muy fácil desde nuestro punto de vista: Si es fácil comprender que un solo individuo no puede mandar a una masa, sin tener una minoría que lo sostenga, es mucho más difícil negar, como un hecho constante y natural, que las minorías gobiernan a las mayorías y no éstas a aquellas. Pero este es uno de los puntos, como tantos que se dan en todas las otras ciencias, en el cual la primera impresión de las cosas es contraria a lo que son en realidad. De hecho es fatal la prevalencia de una minoría organizada, que obedece a un único impulso, sobre la mayoría desorganizada, que se encuentra en una situación que llamaremos pasiva. La fuerza de esta minoría es irresistible frente a cada individuo de la mayoría, el cual se encuentra aislado ante la totalidad de la minoría organizada; al mismo tiempo se puede decir que ella se encuentra organizada por la razón de ser minoría. Cien hombres actuando uniformemente en concierto y entendiéndose unos con otros, triunfarán sobre mil que no estén de acuerdo y que, por tanto, pueden ser tratados de uno en uno; al mismo tiempo, será más fácil para los primeros actuar en concierto y tener una comprensión mutua, porque son cien y no mil. De este hecho se recaba fácilmente la consecuencia que, cuanto más grande es una comunidad política, menor será la proporción de la minoría gobernante respecto a la mayoría gobernada y tanto más difícil para esta mayoría será organizarse por reacción contra aquella.

Pero, además de la gran ventaja, que proviene de la organización, las minorías gobernantes generalmente están constituidas de manera que los individuos, que las forman, se distinguen de la masa de los gobernados por ciertas cualidades, que les dan superioridad material, intelectual y hasta moral; son también herederos de los individuos que poseyeron tales cualidades. En otras palabras, deben tener cualquier atributo, verdadero o aparente, que sea fuertemente apreciado y de mucho valor en la sociedad en la que viven.

Las fuerzas políticas y el valor militar

En la sociedad primitiva, que está en el primer estado de su organización, el valor militar es la cualidad que más fácilmente abre el acceso a la clase política dirigente. La guerra, que en las sociedades de civilización avanzada es un estado excepcional, puede ser considerada como normal en aquellas que están en el inicio de su desarrollo y en las cuales los individuos que muestran las mejores aptitudes en la guerra con facilidad obtienen supremacía sobre sus compañeros: los más valientes se convierten en jefes. El hecho es constante, pero las formas que puede asumir, en cada caso, son muy diversas.

Normalmente el dominio de la clase guerrera sobre una multitud pacífica se suele atribuir a una superposición de razas, a la conquista que un pueblo belicoso hace de otro relativamente no belicoso. En ocasiones, tal es realmente el caso: tenemos ejemplos en India después de las invasiones, en el Imperio Romano después de las invasiones germánicas, y en México después de la conquista azteca; pero más frecuentemente, en ciertas condiciones sociales, advertimos formarse una clase guerrera dominante donde no hay traza alguna de una conquista extranjera. Mientras que una horda viva exclusivamente de la cacería, todos los individuos pueden fácilmente convertirse en guerreros y se alzarán los líderes que tendrán naturalmente el predominio de la tribu, más no habrá la formación de una clase belicosa que explote y tutele, al mismo tiempo, a otra clase que está dedicada a labores pacíficas. Pero a medida que va rebasando el estado de cacería y entra al agrícola y pastoril, luego junto con un enorme incremento de población y una mayor estabilidad de la costumbre, puede nacer la división más o menos definitivamente en dos clases: una consagrada exclusivamente a la labor agrícola, la otra a la guerra. En este caso, es inevitable que la última adquiera poco a poco tal preponderancia sobre la primera, para poderla impunemente oprimir.

Polonia ofrece un ejemplo característico de la transformación gradual de la clase guerrera en clase absolutamente dominante. Originalmente los polacos tenían la misma organización de comunas rurales, como prevalecía entre los pueblos esclavos donde no había distinción alguna entre guerrero y agricultores, o sea, entre nobles y campesinos. Pero, después de que los polacos se establecieron en las extensas planicies donde fluyen el Vístula y el Niemen, comenzando a desarrollarse la agricultura y al mismo tiempo continuando la necesidad de guerrear contra vecinos belicosos, los jefes de las tribus o waiewodes se circundaron de un cierto número de individuos selectos, cuya ocupación especial era la de las armas. Estos guerreros estaban distribuidos entre las varias comunidades rurales y estaban exentos de deberes del campo, pero recibían su porción de los productos de la tierra, a los cuales, como los otros miembros de la comunidad, tenían derecho. En esos primeros tiempos su posición no era considerada muy deseable y los moradores del campo algunas veces renunciaban a la exención del trabajo agrícola, a fin de evitar ir a la guerra; pero, gradualmente, como este orden de cosas se hace estable, una clase se habituó al manejo de las armas y a la organización militar, mientras la otra se afanaba en el uso del arado y de la pala; los guerreros devinieron en nobles y patrones, mientras que los campesinos, otrora compañeros y hermanos, se convirtieron en villanos y siervos. Pronto los belicosos señores multiplicaron sus exigencias al punto que la parte que tomaban como miembros de la comunidad, se alargó hasta comprender todo el producto de la comunidad misma, menos lo que era absolutamente necesario para la subsistencia de los cultivadores; y cuando estos trataron de escapar a tales abusos, fueron constreñidos por fuerza a quedar atados a la tierra, asumiendo su situación todas las características de una verdadera y real servidumbre de la gleba.

En el curso de esta evolución, alrededor del año 1333, el Rey Casimiro el Grande trató en vano de detener la insolencia insoportable de los guerreros y, cuando los campesinos venían a quejarse de los nobles, se limitaba a preguntarles si no tenían piedras y palos. Más tarde, en 1537, la nobleza forzó a todos los burgueses de las ciudades a vender sus tierras, de manera que las propiedades de éstos no podían pertenecer sino a los nobles; al mismo tiempo, ejerció presión sobre el Rey para abrir negociaciones con Roma, con el fin de que en adelante solamente los nobles fueran admitidos al sacerdocio en Polonia, valiéndose de ello para excluir absolutamente de los cargos honoríficos y el status social a burgueses y campesinos[4].

Evolución análoga encontramos en Rusia. Los guerreros, que formaban la droujina o sea el séquito de los antiguos Kniaz o príncipes descendientes de Rurik, obtendrán para vivir una parte del producto del mir o comunidades rurales de las campesinas rurales. Poco a poco esta parte creció y, puesto que la tierra abundaba y los trabajadores escaseaban porque los campesinos preferían emigrar, el zar Boris Godounov, a fines del siglo XVI, dio el derecho a los nobles a retener por la fuerza a los campesinos en sus tierras, dando así origen a la servidumbre de la gleba. Sin embargo, las fuerzas armadas en Rusia nunca estuvieron compuestas exclusivamente de nobles: los moujiks o siervos iban a la guerra como soldados rasos de los miembros de la droujina y después, a fines del siglo XVI, Iván el Terrible constituyó, mediante los strelitzes, un cuerpo de tropa profesional, que sobrevivió hasta que Pedro el Grande lo sustituyó con regimientos organizados de acuerdo con el tipo europeo‐occidental, en los cuales los antiguos miembros de la droujina mezclados con extranjeros formaron el cuerpo de oficiales, mientras que los moujiks integraron por entero en contingente de soldados rasos[5].

En general, en todos los pueblos que han entrado recientemente al estadio agrícola y relativamente civilizado, encontramos constante el hecho que la clase por excelencia militar corresponde a la política dominante.

En ocasiones el uso de las armas está reservado exclusivamente a esta clase, como sucedió en la India y en Polonia. Más comúnmente sucede que los miembros de la clase gobernada pueden ser eventualmente enrolados, pero siempre como soldados rasos y en cuerpos de menor respeto; así, en Grecia, en la época de las guerras médicas, los ciudadanos pertenecientes a las clases más ricas e influyentes constituyeron el cuerpo selecto de caballería y de los hospitales y los menos ricos combatían como operadores de catapultas o como honderos, en tanto que los esclavos, o sea las masas de los trabajadores, fueron casi completamente exentados del manejo de las armas. Organización perfectamente análoga encontramos en la Roma republicana al final de la época de las guerras púnicas, inclusive a fines del gobierno de Mario, en la Galia en tiempos de Julio César, en la Europa latina y germánica en la Edad Media, en Rusia, conforme acabamos de explicar y entre otros muchos pueblos. César señala repetidamente que la columna vertical de los ejércitos Galos estaba constituida por caballeros reclutados de entre la nobleza. Sus Edui, por ejemplo, no pudieron resistir más a Ariovisto, después de que la mayor parte de su caballería había sido aniquilada en batalla.

La riqueza

Como en Rusia y en Polonia, como en la India y en la Europa medieval, en todas partes, la clase guerrera dominante adquiere casi en exclusividad la propiedad de la tierra, que en los países no muy civilizados es la principal fuente de la producción y la riqueza. A medida que la civilización va progresando, el valor de las tierras va aumentando. Con el crecimiento de la población suele crecer, al menos en cierta época, la rentabilidad en el sentido ricardiano, en gran parte porque se crean grandes centros de consumo que son o fueron constituidos en las capitales y otras grandes ciudades antiguas y modernas. Eventualmente, si otras circunstancias concuerdan, puede devenir una transformación social muy importante; la cualidad más característica de la clase dominante, más que el valor militar, viene a ser la riqueza: los gobernantes son los ricos, no los fuertes.

La principal condición necesaria para que esta transformación se produzca, es la siguiente: ocurre que la organización social se perfecciona y se concentra, de modo que la protección de la fuerza pública es considerablemente más eficaz que aquella de la fuerza privada. En otras palabras, que la propiedad privada sea suficientemente tutelada por la fuerza práctica y real de las leyes, de modo que resulte superflua la del propietario mismo. Esto se obtiene mediante una serie de graduales mutaciones en la estructura social que tiene por efecto cambiar el tipo de organización política, que nosotros conocemos por Estado Feudal, en otro tipo esencialmente diferente, que para nosotros será dominado Estado Burocrático. Por ahora podemos decir que la evolución a la cual hemos hecho referencia normalmente se facilita mucho por el progreso de costumbres pacíficas, por ciertos hábitos morales que la sociedad humana contrae a medida que avanza la civilización.

Una vez efectuada esta transformación, es cierto que, como el poder político ha producido la riqueza, también la riqueza produce el poder. En una sociedad ya un tanto madura, en la cual la fuerza individual es tenida bajo freno por la de la colectividad si los poderosos son ordinariamente los ricos, de otra parte, basta ser rico para convertirse en poderoso. Y en verdad, es inevitable que, cuando está prohibida la lucha a mano armada, mientras es permitido hacerlo con libras y peniques, los mejores puestos son inevitablemente conquistados por quienes están mejor provistos de libras y peniques.

Hay en verdad Estados de una civilización muy avanzada que están organizados sobre la base de principios morales de una índole tal, que parece excluir esta preponderancia de riqueza a la que hemos aludido. Pero este es uno de tantos casos en los cuales los principios teóricos no tienen sino una aplicación limitada en la realidad de las cosas. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, todos los poderes influyen directa o indirectamente en las elecciones populares y, el sufragio es, en casi todos los Estados, universal; aún más, la democracia prevalece no sólo en las instituciones, sino hasta cierto punto también en las costumbres, y hay una cierta repugnancia de los ricos a entregarse ordinariamente a la vida pública y una cierta repugnancia de los pobres a escoger a los ricos para los cargos electivos. Pero esto no evita que el rico sea siempre más influyente que el pobre, puesto que puede utilizar la presión sobre los políticos que controlan la administración pública; no evita que las elecciones se hagan al campas de los dólares; que legislaturas locales completas y numerosas fracciones del Congreso no resista la influencia de las poderosas corporaciones ferroviarias y de los grandes valores de las finanzas[6].

Aunque en la China el gobierno no había aceptado el principio de elecciones populares, estaba fundado sobre una base esencialmente igualitaria; los grados académicos abrieron el acceso a los cargos públicos y estos grados se confirieron por exámenes, implicando un aparente resguardo contra la familia o la riqueza. De acuerdo con algunos autores, sólo peluqueros y ciertas clases de marinos incluyendo a sus hijos, fueron impedidos del derecho de competencia a los diversos grados del mandarinato[7]. Pero, aunque la clase adinerada de China era menos numerosa, menos rica, menos poderosa que la de Estados Unidos de América del presente, no es menos cierto que ha sabido notablemente modificar la escrupulosa aplicación de este sistema. No sólo fue la indulgencia de los examinadores, con frecuencia comprada con dinero, sino el gobierno mismo que en ocasiones vendía los grados académicos y permitía a las personas ignorantes, con frecuencia del estrato social más bajo, ocupar puestos públicos[8].

En relación con este argumento, debemos afirmar que, en todos países del mundo, otros medios de influencia social, como la notoriedad, gran cultura, conocimiento especializado, alto rango en la jerarquía eclesiástica, administrativa y militar, se adquieren siempre mucho más fácilmente por los ricos que por los pobres. Los primeros, invariablemente, tienen un camino más corto que recorrer, una vía notablemente más breve que la de los segundos, sin considerar que el trecho del camino, que el rico tiene dispensado, es frecuentemente el más áspero y difícil.

Las creencias religiosas y la cultura científica

En las sociedades en las cuales las creencias religiosas son muy fuertes y los ministros del culto forman una clase especial, se constituye casi siempre una aristocracia sacerdotal, que obtiene casi siempre una parte más o menos grande de la riqueza y del poder político. Tenemos ejemplos conspicuos de este hecho en cierta época del antiguo Egipto, en la India brahmánica y la Europa medieval. Con frecuencia los sacerdotes, que no sólo desempeñan oficios religiosos, poseen el conocimiento legal y científico, y representan la clase intelectual más elevada. Consciente o inconscientemente, las jerarquías sacerdotales con frecuencia manifiestan una tendencia a monopolizar el conocimiento y obstaculizan la difusión de los métodos y los procedimientos que hacen posible y fácil el aprendizaje. Se puede en verdad sospechar que a esta tendencia se debe, al menos en parte, la muy lenta difusión del alfabeto demótico en el antiguo Egipto, infinitamente más simple y fácil que la escritura jeroglífica. Los druidas en Galia conocían el alfabeto griego, pero no permitían que el copioso caudal de su literatura fuera escrito, obligando a sus alumnos al aprendizaje de memoria. Al mismo punto de vista puede ser atribuido el tenaz y frecuente uso de las lenguas muertas, que encontramos en la antigua Caldea, en la India y en la Europa medieval. Algunas veces, en fin, como era el caso en la India, las clases más bajas han sido explícitamente prohibidas de adquirir los conocimientos de los libros sagrados.

La noción sagrada y la cultura verdaderamente científica, exentas de cualquier aureola sagrada o religiosa se convierten en fuerzas políticas importantes sólo en un estado muy avanzado de civilización y, sólo entonces se abre el acceso a la clase gobernante para aquellos que lo poseen. Pero en este caso, hay que tener presente que no es tanto el conocimiento en sí el que tiene valor político, como las aplicaciones prácticas que se pueden hacer del mismo para provecho del público o del Estado. Algunas veces no se requiere sino poseer los procesos mecánicos indispensables para la adquisición de una cultura superior porque es más fácil constatar y mesurar la pericia que un candidato ha podido adquirir. Así, en ciertas épocas del antiguo Egipto, la profesión de escriba conducía a los cargos públicos y al poder, tal vez porque aprender la escritura jeroglífica requería largo y paciente estudio; en la China moderna, el conocimiento de los numerosos caracteres en la escritura china a formado la base de la cultura del mandarín[9].

En la Europa del presente y en América, la clase que aplica los avances de la ciencia moderna a la guerra, a la administración pública, a las obras y a la sanidad pública, ocupa una posición políticamente relevante y, en nuestro mundo occidental, como en la antigua Roma, absolutamente privilegiada es la condición de los abogados que conocen la legislación complicada, común a todos los pueblos de la antigüedad civilizada, máxime aquellas nociones jurídicas que acopian aquel género de elocuencia que más encuentra el gusto de los propios contemporáneos.

No faltan ejemplos en los cuales vemos que, a la fracción más encumbrada de la clase política, la larga práctica de regir el organismo civil y militar de la comunidad hace nacer y desarrollar un verdadero arte de gobierno, superior al tosco empirismo y a todo aquello que sugiere la mera experiencia individual. En tales circunstancias se constituyen aristocracias de funcionarios, como el Senado romano, el veneciano y, hasta cierto punto, la aristocracia Inglesa, misma que han inspirado la admiración a John Stuart Mill, y que ciertamente han desarrollado gobiernos que se distinguieron por políticas cuidadosamente consideradas y por la gran firmeza y sagacidad en su ejecución. Este arte ciertamente no es la Ciencia Política, pero ha precursado sin duda la aplicación de algunos de sus postulados: sin embargo, en relación con esto, sobre alguna afirmación de que cierta clase de personas han estado durante largo tiempo en posesión de las funciones políticas, creemos que su conocimiento no había servido más como criterio ordinario para abrir el acceso a las mismas, cuando su posición social no omitiera la exclusividad de los cargos públicos.

El grado de dominio del arte de gobernar que un individuo ostenta es, salvo casos excepcionales, una cualidad muy difícil de constatar, si la persona no ha dada una demostración práctica de poseerlo.

La influencia de la herencia en la clase política

En ciertos países encontramos castas hereditarias; la clase gobernante está definitivamente restringida a un cierto número de familias y el nacimiento es el único criterio que determina la entrada a la clase o la exclusión de la misma. Los ejemplos de estas castas hereditarias son muy comunes y no hay prácticamente ningún país de antigua civilización que, en una época determinada de su historia, no las haya tenido. Encontramos noblezas hereditarias durante ciertos periodos en la China, en el antiguo Egipto, en la India, en la Grecia anterior a las guerras médicas, en la Roma antigua, entre los esclavos, entre los latinos y los germanos de la Edad Media, en México en la época de la conquista de América y en Japón hasta hace pocos años atrás.

A este propósito debemos considerar dos observaciones: la primera es que todas las clases políticas tienden a convertirse de hecho en hereditarias: Todas las fuerzas políticas poseen como cualidad, lo que en física se llama la fuerza de inercia, la tendencia a permanecer en un punto y en el estado en el cual se encuentran. El valor militar y la riqueza fácilmente, por tradición moral y material, se mantienen en ciertas familias; la práctica de los grandes cargos, los hábitos y la aptitud al tratar los asuntos de importancia se adquieren más fácilmente cuando desde pequeño se tiene con ello familiaridad. Aún cuando los grados académicos, la cultura científica, las aptitudes especiales probadas por medio de exámenes y de concursos, abren al camino a los cargos públicos, no se destruye la ventaja especial a favor de algunos, a quienes los franceses definen como la ventaja de positions déjà prises, y en realidad, aunque los exámenes y concursos sean teóricamente abiertos a todos, la mayoría nunca tiene los recursos para poder sufragar los gastos de una larga preparación y otros muchos se encuentran sin las relaciones y los parentescos por los cuales un individuo es puesto de súbito en la via buona y se evita los titubeos y los tropiezos que son inevitables cuando se entra a un ambiente desconocido, en el cual no se tiene guía ni apoyo.

El principio democrático de elección por un sufragio de bases amplias parecería a primera vista estar en contradicción con la tendencia hacia la estabilidad de la clase política, tal como lo habemos asentado. Pero cabe observar que los candidatos tienen éxito en las elecciones democráticas casi siempre son aquellos que las fuerzas políticas que hemos ya enunciado y que con mucha frecuencia son hereditarias. En los parlamentos inglés, francés e italiano, vemos frecuentemente a los hijos, los nietos, los hermanos, los sobrinos, los yernos y los parientes de diputados y ex‐diputados.

La segunda observación consiste en esto: que, cuando vemos en un país establecerse una casta hereditaria que monopoliza el poder político, se puede estar seguro que un status de jure fue precedido por un status de facto. Antes de proclamar su derecho exclusivo y hereditario al poder, las familias o castas poderosas debieron tener bien sólido en sus manos el bastón del mando, debiendo monopolizar absolutamente todas las fuerzas políticas de la época y del pueblo en el cual se afirmaron; de otra forma una pretensión de éste género hubiera suscitado protestas y luchas sangrientas.

De acuerdo con esto, diremos que las aristocracias hereditarias con frecuencia han argumentado orígenes sobrenaturales o por lo menos diferentes y superiores a aquellos de las clases gobernadas. Tales pretensiones se explican como un hecho social muy importante, es decir, que toda clase gobernante tiende a justificar su poder de hecho apoyándolo en un principio moral de orden general. Recientemente la misma clase de pretensión se ha presentado con el apoyo de un investimento científico. Algunos escritores, desarrollando y amplificando la teoría de Darwin, creen que las clases superiores representan un grado más elevado, la evolución social y que esas clases son por constitución orgánica mejor que las inferiores; Gumplowicz, ya citado, va más allá y sostiene netamente el concepto de las divisiones de los pueblos en clases profesionales, fundado en los países de moderna civilización sobre una heterogeneidad[10].

Es muy notorio en la historia, cómo las cualidades, lo mismo que los defectos especiales, unos y los otros muy acentuados, han mostrado que las aristocracias han permanecido perfectamente cerradas y normalmente han tenido, por tanto, un espíritu muy exclusivo. El antiguo patriarcado romano y las modernas noblezas inglesa y alemana, dan una pronta idea del tipo a que nos referimos. Pero al tratar este hecho, con las teorías que tienden a exagerar su significado, siempre se puede obtener la misma objeción: que los individuos que pertenecen a estas aristocracias deben sus cualidades especiales no tanto a la sangre que fluye en sus venas, cuanto por la muy particular educación que han recibido y que ha desarrollado en ellos ciertas tendencias intelectuales y morales, a preferencia de otras.

Entre todos los factores que figuran en la jerarquización social, la superioridad intelectual es la que menos relación tiene con la herencia. Los hijos de hombres con gran inteligencia frecuentemente tienen mediocres talentos. Esa es la razón por la cual las aristocracias hereditarias nunca han defendido su gobierno solamente sobre la base de una superioridad intelectual, sino más bien cimentadas en las superioridades de carácter y riqueza.

Se dice que puede ser suficiente explicar la peculiaridad de las aptitudes meramente intelectuales, más no aquellas de carácter moral, como fuente de la fuerza de voluntad, el valor, el orgullo y la energía de carácter. Pero la verdad es que la posición social, la tradición de familia, los hábitos de la clase en la cual vivimos, contribuyen al mayor o menor desarrollo de las cualidades mencionadas, más de lo que comúnmente se cree, Así, observando atentamente a las individuos que han cambiado de posición social, sea para bien o para mal, y que se encuentran en consecuencia en un ambiente diferente de aquel al que estaban acostumbrados, podemos fácilmente afirmar que sus aptitudes intelectuales se han modificado mucho menos sensiblemente que las morales. Independientemente de la mayor amplitud de visión que el estudio y el conocimiento aportan a cualquiera que no sea absolutamente un estúpido, todo individuo, sea un simple secretario o se convierta en ministro, que alcance el rango de sargento o el de general, sea millonario o pordiosero, se mantiene inevitablemente en el nivel intelectual que la naturaleza le ha dado. Aún más, con los cambios de la posición social y de la riqueza, podemos fácilmente ver al orgulloso devenir en humilde y la servidumbre cambiarse en arrogancia; un carácter franco y enérgico, constreñido por la necesidad, aprende a mentir o por lo menos a disimular; y quien se arraiga largamente en simular y mentir, puede adoptar una franqueza sedicente e inflexibilidad de carácter. Es pura verdad que quien de lo alto viene a lo bajo, frecuentemente adquiere fuerza de resignación, de sacrificio y de iniciativa; como es verdad también, en quien de lo bajo se alza a lo alto se conserva el sentimiento de la justicia y de la equidad. En suma, si se muta, para bien o para mal, debe ser excepcionalmente temperado aquel individuo que, cambiando notablemente de posición social, conserve inalterable el propio carácter. Decía Mirabeau que para cualquier hombre, una gran elevación en la escala social produce una crisis que cura los males que tiene y le crea algunos que antes no tenía[11].

El valor guerrero, la energía en el ataque, la capacidad de resistencia, son cualidades que, normal y extensamente, son condiciones creídas como monopolio de las clases superiores. Ciertamente grande puede ser la diferencia natural y, lo diremos así, innata, entre un individuo y otro; pero, más que nada, son las tradiciones y el habituamiento a los ambientes lo que mantienen en lo alto, en lo bajo o en medio, a cualquier categoría numerosa de seres humanos. Cuando generalmente nos familiarizamos con el peligro o mejor, entonces con cierto peligro, las personas con las cuales convivimos hablan de él con indiferencia y permanecen calmadas e imperturbables delante del mismo. De hecho muchos alpinistas y marineros, que son por naturaleza tímidos, afrontan impávidos los peligros de los abismos y los relativos al mar, y así las poblaciones y las clases acostumbradas a la guerra mantienen las virtudes militares en su más alto nivel.

Tan verídico es que aun las poblaciones y clases sociales ordinariamente ajenas a las armas, adquieren rápidamente las virtudes militares porque los individuos que las integran son incorporados a ciertos núcleos donde el valor y el atrevimiento son tradicionales; porque son, si cabe la metáfora, fundidos en crisoles humanos fuertemente empapados de aquellos sentimientos de modo que es posible transmitírselos. Mahoma II reclutó sus terribles jenízaros principalmente entre niños que habían robado a los degenerados griegos de Bizancio; el tan despreciado labriego egipcio, desacostumbrado por largos siglos a la guerra y habituado a permanecer humilde e inútil bajo el bastón de los opresores, llegó a ser buen soldado cuando Nehemet‐Ali lo mezcló con los regimientos turcos y albaneses. La nobleza francesa siempre ha gozado de reputación por su brillante valor, pero a fines del siglo dieciocho esta cualidad no era igualmente atribuida a la burguesía del mismo país: Sin embargo, las guerras de la República y del Imperio demostraron ampliamente que la naturaleza había sido igualmente pródiga de valor para todos los habitantes de Francia y que tanto la plebe como la burguesía suministraron buenos soldados, que hasta entonces se creían privilegio exclusivo de los nobles como excelentes oficiales. Del resto de las afirmaciones de Gumplowicz acerca de la diferenciación de las clases sociales que dependen máximamente de la variedad étnica, merecen por lo menos ser probadas: en contra de estas afirmaciones muchos hechos se pueden aducir fácilmente; son tan obvios: frecuentemente las ramas de una misma familia pertenecen a clases sociales muy diferentes.

Periodos de estabilidad y renovación de la clase política

Finalmente, estando adheridos a la idea de aquellos que sostienen la fuerza exclusiva del principio hereditario en la formación de la clase política, deberíamos ser llevados a una conclusión similar a la que habíamos anotado en la primera parte de nuestro trabajo: la historia política de la humanidad debería ser mucho más simple de lo que es. Si verdaderamente la clase política perteneciera a una raza diferente o si sus cualidades de dominación se transmitieran principalmente por medio de la herencia orgánica, no se entenderla por qué, una vez formada esta clase, ella podría decaer o perder el poder. Las cualidades peculiares de la raza son sumamente tenaces y, adhiriéndonos a la teoría de la evolución, las aptitudes adquiridas por los padres son innatas en sus hijos y con la sucesión de generaciones se va siempre afinando. Por tanto, los descendientes de los dominadores debieron convertirse siempre en más aptos para el dominio y las otras clases debieron más y más ver remotas sus posibilidades de medirse con ellos y sustituirlos. Ahora la más común experiencia basta para estar seguros que las cosas no van precisamente así.

Nosotros vemos que apenas se desajustan las fuerzas políticas, si nuevas fuerzas nacen, si las antiguas pierden importancia o si se produce un cambio en su distribución, cambia también la manera como la clase política está formada. Si una nueva fuente de la riqueza se desarrolla en una sociedad, si la importancia práctica de los conocimientos crece, si la antigua religión decae o nace una nueva, si una nueva corriente de ideas se difunde, simultáneamente ocurren fuertes dislocaciones en la clase gobernante. Se puede decir así, que toda la humanidad civilizada se resume en la lucha entre la tendencia que tienen los elementos dominantes que monopolizan el poder político y transmiten hereditariamente la posesión a sus sucesores, y la tendencia que existe contra la dislocación de estas fuerzas y la afirmación de fuerzas nuevas que producen un continuo fermento de endósmosis entre las clases altas y algunas fracciones de las clases bajas. Las clases políticas decaen inevitablemente cuando no pueden más ejercer la cualidad por la cual arribaron al poder o éste perdió su importancia en los ambientes en los cuales viven: así decayó la aristocracia romana cuando ya no fue más la fuente exclusiva de los altos oficiales del ejército, de los administradores de la república, de los gobernadores de las provincias; así decayó la veneciana cuando sus patricios no comandaron más las galeras y ya no pasaron más la mayor parte de sus vidas navegando, comerciando y combatiendo.

En la naturaleza inorgánica tenemos el ejemplo del aire, en el cual la tendencia hacia la inmovilidad, producida por la fuerza de inercia, está continuamente combatida por la tendencia al cambio, consecuencia de la desigualdad en la distribución del calor. Las dos tendencias, prevaleciendo por turnos en las diversas regiones de nuestro planeta, van produciendo ahora la calma, ahora el viento, ahora la tormenta. Sin pretender encontrar alguna analogía sustancial entre este ejemplo y los fenómenos sociales, sólo citándose como fácil parangón formal, observamos que, en la sociedad humana, prevalece ahora la tendencia que produce la clausura, la inmovilidad, la cristalización, por así decirlo, de la clase política, aquello que tiene por consecuencia su más o menos rápida renovación.

Las sociedades del Oriente, que nosotros consideramos estacionarias, en realidad no lo han siempre estado, porque de otra forma, como ya lo hemos señalado, no habrían podido hacer los progresos de los cuales nos han dejado irrefutables testimonios. Es mucha más exacto decir que llegamos a conocerlos cuando estaban en un periodo de cristalización de sus fuerzas y clases políticas. Lo mismo ocurre en aquella sociedad que comúnmente llamamos decrépita, en la cual las creencias religiosas, la cultura científica, los métodos de producción y distribución de la riqueza no han tenido por siglos algún cambio radical, y que no han sido perturbados en su curso cotidiano por infiltraciones materiales e intelectuales de elementos extranjeros. En esta sociedad, las fuerzas políticas son siempre las mismas, la clase que las posee mantiene el poder indisputado, se perpetúa en ciertas familias y la inclinación a la inmovilidad se generaliza hacia todos sus estratos sociales.

Es así que en la India vemos el régimen de las castas estabilizarse rigurosamente después de que fue sofocado el Budismo. Así vemos que en el antiguo Egipto los griegos encontraron castas hereditarias, pero sabemos que en los periodos de esplendor y renovación de la civilización egipcia la herencia de los oficios y las condiciones sociales no existía. Poseemos un documento egipcio que resume la vida de un alto oficial del ejército que vivió durante el periodo de la expulsión de los Hicsos y que había empezado su carrera como un simple soldado. Otros documentos muestran casos en los cuales el mismo individuo servía sucesivamente en el ejército, en la administración civil y en el sacerdocio[12].

Pero el ejemplo más conocido y quizá más importante de una sociedad que tiende a cristalizarse, la tenemos en el periodo de la historia romana que por costumbre es llamado el Bajo Imperio y en el cual, después de algunos siglos de inmovilidad social casi completa, observamos la más neta separación entre dos clases: una de grandes propietarios e importantes funcionarios, la otra de siervos, colonos, plebeyos; y lo que es más notable, la estabilidad fluía más de la costumbre que de la ley y la herencia de los oficios y de las condiciones sociales fue en aquella época rápidamente generalizada[13].

Mas puede suceder al contrario, y sucede algunas veces en la historia de las naciones, que el comercio con pueblos extranjeros, la necesidad de emigrar, los descubrimientos, las guerras, crean nueva pobreza y riqueza nueva, difundiendo conocimientos ya antes conocidos, produciendo infiltraciones de nuevas corrientes morales, intelectuales y religiosas. Puede acontecer que, por lenta elaboración interna o por efecto de esta infiltración o por ambas causas, surja una ciencia nueva o retorne en uso los resultados de la antigua que había estado olvidada, o que las nuevas ideas o las nuevas creencias alteren las costumbres sobre las cuales se fundaba la obediencia de la masa. La clase política puede también ser aniquilada y destruida en todo o en parte por invasiones extranjeras o, cuando se producen las circunstancias antes mencionadas, pueden entonces ser desalojadas por el impacto de nuevos estratos sociales fortalecidos por nuevas fuerzas políticas. Es natural entonces que advenga un periodo de renovación o, si se prefiere definirlo así, de revolución, durante el cual las energías individuales tienen un juego libre y algunos individuos más apasionados, más activos, más intrépidos y astutos, pueden desde la base de la escala social abrirse la vía hacia los grados más elevados.

Este movimiento, una vez iniciado, no se puede todo y de momento refrenar; el ejemplo de los individuos que, partiendo de nada han alcanzado posiciones prominentes, estimulan nuevas ambiciones, nuevas avaricias, nuevas energías, y el renovamiento molecular de la clase política se mantiene activo hasta que un largo periodo de estabilidad social vuelve a apaciguarlo. Casi no necesitamos citar ejemplos con tales periodos de renovación, porque en nuestra época seria superfluo. Recordaremos, por tanto, que en los países de reciente colonización el fenómeno de la rápida renovación de las clases políticas es muy frecuente y muy impresionante. Cuando la vida social comienza en tales países no hay una clase dirigente y, durante el periodo en el cual se constituye, es natural que el ingreso a la misma resulta más fácil. El monopolio de la tierra y de otros medios de producción viene a ser, si no del todo imposibles, en cierto modo difícil. Tal es el por qué, cuando menos durante cierta época, los griegos ofrecían un amplio escape para todas las energías y empresas de la Hélade; tal es el por qué en los Estados Unidos de América, donde la colonización de las nuevas tierras ha durado por todo el siglo diecinueve y las nuevas industrias estuvieron continuamente surgiendo, los self-made men eran entonces muy frecuentes, se ha contribuido a mantener la ilusión de que la democracia es una realidad.

Ahora, suponiendo que del estado febril una sociedad va pasando al de la calma, puesto que las tendencias psicológicas del hombre son siempre las mismas, aquellos que son parte de la clase política van adquiriendo un espíritu de cuerpo y, por tanto, el arte de monopolizar en su ventaja las cualidades y aptitudes necesarias para acceder al poder y para mantenerlo; al final, con el tiempo, se forma la fuerza conservadora por excelencia, la fuerza de la costumbre, por la cual los muchos se resignan a estar en la base y los miembros de cierta familia o clase privilegiada adquieren la convicción que para ellos es casi un derecho absoluto el estar en lo alto y en el mando.

Un filántropo estaría seguramente tentado a indagar si la humanidad es más feliz o menos infeliz, cuando se encuentra en un periodo de calma y cristalización social, en el que todo mundo debe casi fatalmente permanecer en el grado de la jerarquía social, en el cual nació, o cuando atraviesa el periodo perfectamente opuesto de renovación y revolución que permite a todos aspirar a los grados más excelsos y a algunos, incluso, ocuparlos. Una simple indagación sería difícil, y debiéramos tener con ella respuestas de muchas condiciones y excepciones y, necesariamente, éstas serían siempre influenciadas por el gusto individual del observador. Por ello nosotros nos guardamos bien de darla; mucho más, aunque pudiéramos obtener un resultado indiscutible y seguro. Aquello que los filósofos y los teólogos llaman libre albedrío, o sea la opción espontánea de los individuos, ha tenido hasta ahora, y tal vez para siempre, poco o casi nula influencia en apresurar el fin o el principio de uno de los periodos históricos mencionados.


[1] Este ensayo es la reproducción del cap. 11 de la obra Elementi di Scienza Politica de
Gaetano Mosca de su versión original del italiano de 1896.
[2] Mosca, Teorice del Governo Parlamentare, cap. 1.
[3] Mosca se refiere a Italia. (N. del E.)
[4] Micklewics Staves. cap. IV. p. 376-80 Histoire Populaire de Pologne, I-II.
[5] Leroy, Beaulieu, L’empire des Tzars et les Russes, vol. 1, p 338.
[6] Janes. Le instituzioni Politiche e Sociali degli Stati Uniti D’Americe. Parte 11, cap. X.
[7] Housset. A TRAVERS LA CHINE.
[8] Mas y Sans. La Chine et les Puissances chrétiennes. vol. II, pp. 332·334; Huc. L’Empire Chinois.
[9] Esto era verdad hasta hace unos cuantos años, cuando el examen de un mandarín versaba sobre disciplina literaria e histórica.
[10] Der Rassenkampf. Este concepto se recaba de todo el espíritu de la obra, pero está explícitamente formulado en el libro II, Cap. XXXIII.
[11] Correspondance entre le comte de Mirabeau et le comte de la Marck, vol. 11 p.228.[12] Lenormant, Maspero, Brugsh.
[13] Mommsen et Marquardt. Manuel des antiquités romaines; Fustel de Coulanges, Nouvelles Recherches Sur Quelques Problèmes D’Histoire.


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Las instituciones

El carácter heredado y rara vez modificado por los hombres a lo largo de su vida es la primera fuente de sus deseos y, en consecuencia, de sus acciones. Pero no es la única. Si se tuvieran que dejar llevar exclusivamente de los vagos e indefinidos impulsos de que consta cada uno de los mundos internos humanos la vida humana sería imposible, porque, como se ha dicho más arriba, se trata de tendencias que no están ajustadas al medio externo ni a la convivencia de los hombres entre sí. De ahí que necesiten otra fuente de deseos y acciones. Esta segunda fuente es el conjunto de las instituciones sociales.

Las instituciones son poderes de estabilización por medio de los cuales puede soportarse este ser inseguro, inestable y sobrecargado de excitaciones por la naturaleza de su propio organismo. Así tiene una conducta previsible y puede confiar en sí mismo y en los demás. Cada uno halla en las instituciones, más que en el carácter de sus congéneres, las certezas sobre lo que se ha de hacer y no hacer. Le regalan la enorme ventaja de hallar estabilidad en los demás individuos y en su propio interior. Estas cristalizaciones de las formas en que los individuos conviven y colaboran, de las formas en que se manifiesta la autoridad, la producción económica, la organización familiar, las actividades de ocio, las creencias en lo sobrenatural, etc., adquieren autonomía con respecto a las personas, que ingresan en ellas con la conciencia de que son más duraderas que ellas mismas. Esto permite prever la conducta de un ser que, de otro modo sería imprevisible. Basta saber en qué institución social está insertado.

Las instituciones no viven en el exterior, sino en el interior. No son un poder que oprime, sino una fuerza que vivifica. Rigen la conducta humana, dan a los sujetos valores sobre la vida y deseos específicos que ellos prosiguen como suyos, pues dentro de sí los sienten. Es la fuerza suave, pero irresistible, de nuestra especial naturaleza. Suave porque no se ejerce en contra de lo que queremos, sino que es nuestra propia voluntad. Irresistible porque, una vez convertida en nuestra propia voluntad, ¿cómo podría pensarse siquiera en oponerse a ella?

Lo mismo que se observa la importancia del aire cuando falta se observa la de las instituciones cuando, por una catástrofe social, como una guerra civil, se derrumban las estructuras estatales y las organizaciones sociales, las familias se disgregan y dejan de funcionar la propiedad, la ley, la educación institucional, etc. Entonces aparece de inmediato la privación de inseguridad y la desorientación. Los individuos tienen que tomar decisiones a cada paso, se ven obligados a improvisar sin los criterios que el normal funcionamiento institucional les brindaba y aparecen las conductas más extrañas e imprevisibles.


 

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Normas de conducta

¿En qué sentido se ocupa la filosofía moral de la conducta? No en el mismo que la psicología, la sociología, la etología, etc., pues no pueden existir conocimientos que se ocupen de lo mismo sin fundirse entre sí.

Aunque los términos “ética” y “moral” parecen referirse a la conducta, lo cierto es que van más allá de ella. Es lo que pasa también con otros conocimientos, como la economía, que debería dedicarse a la administración del hogar si conservara solamente su significado etimológico. De la misma manera que ésta trata de las normas que rigen las actividades industriales, comerciales, etc., así la filosofía moral trata de otras normas que rigen asimismo las conductas humanas, normas que son de tres clases: las que rigen la acción del hombre en su relación

  1. con la naturaleza,
  2. con otros hombres y
  3. con la divinidad.

¿Puede afirmarse sin más que existen dichas normas y no será necesario más bien demostrarlo? La respuesta a esta pregunta no puede ser más que una: aunque la gente acepta en general que existen, el filósofo moral no puede partir de esa convicción común y construir sobre ella su edificio de razones, pues así únicamente conseguiría parecerse a un astrónomo de principios de la Edad Moderna que hubiera fundado su ciencia sobre idea de que la Tierra es inmóvil, como entonces pensaba casi todo el mundo.

La existencia de las normas morales no puede probarse por medio de razones santurronas o mojigatas, sino por medio de razones a secas. Los primeros en darlas fueron los filósofos de la Antigua Grecia. A ellos les era tan natural el estudiar matemáticas, astronomía o filosofía como a nosotros preocuparnos de los coches, el dinero o la televisión. No en vano inventaron esas materias. Seguramente por eso se tomaron muy en serio la idea de que algunas cosas deben hacerse y otras no, la idea de que hay normas éticas y morales que deben ser obedecidas, y procedieron a probar que tales normas son reales.

Si alguno de nosotros hubiera podido acompañar a uno de ellos, Sócrates (Atenas, 470 a.C.- 399 a.C.), que tenía el raro hábito de filosofar haciendo preguntas, habría podido asistir alguna vez a un diálogo parecido a éste:

– Buen hombre ¿para qué sirve un zapato? –pregunta nuestro filósofo a un zapatero.
– Pues para calzarse -responde el otro como quien responde a un idiota.
– Y un zapatero ¿qué es?
– Un hombre que hace zapatos –vuelve a responder con idénticos tono y actitud.
– De dos zapateros ¿es mejor el que los hace buenos o el que los hace malos?
– El que los hace buenos, digo yo.
– Para ello hay que saber antes qué es un buen zapato ¿no?
– ¡Pues claro! –responde el otro.
– Luego un buen zapatero sabe lo que es un buen zapato ¿no es verdad?
– Sí, sin duda.
– ¿Y qué es un buen zapato, buen hombre?
– Pues… -al buen hombre no le viene nada a la cabeza, así que no puede decir qué es; pero si dice que no lo sabe es peor aún, porque alguien podría pensar que no es un buen zapatero. Por miró a Sócrates con cara de pocos amigos y guardó silencio.
– Parece cierto que para trabajar bien en algo hay que saber lo que uno se trae entre manos. También que si uno no lo sabe no podrá hacerlo, y menos aún hacerlo bien, a no ser por casualidad, pero no es de creer que alguien trabaje bien y lo haga por casualidad, ¿no es así?
– Sí, sí -respondió el zapatero, que ya estaba deseando dejar de contestarle.
– Por otro lado, hemos admitido demasiado deprisa que un buen zapatero es el que hace buenos zapatos y uno malo el que los hace malos. ¿No se podría plantear de otra manera? Tanto si los zapatos son buenos como si son malos, un zapatero será bueno si sabe hacer zapatos, lo cual es muy diferente. Nadie puede negar que quien sabe hacer bien una cosa también puede, si quiere, hacerla mal. Luego la clave no está en hacer algo, sino en saber y en querer hacerlo. ¿Hay algún error en esto?
El zapatero no contestó. Se había metido en su taller y en su tarea y no quiso saber nada más de aquel filósofo que había venido tan temprano a importunarle. Pero el filósofo ni siquiera se había dado cuenta de ello y en lugar de incomodarse siguió desgranando razones calle arriba conversando con su daimon:
– ¿No sucede aquí como en geometría, que primero se sabe con exactitud lo que es una circunferencia –línea curva cuyos puntos equidistan de otro llamado centro- y solamente después es posible dibujarla?
– Así debería ser, respondió el daimon.
– Es indudable que no resulta igual de fácil decir con exactitud qué es un buen zapato, un buen barco o una buena espada. Pero que no sea fácil no quiere decir que sea imposible. La dificultad parece que está más bien en nuestra inteligencia que en la cosa misma.
– Sin duda alguna.
– Algo tienen que ser el buen zapato y la buena espada, aunque no haya zapatos o espadas. En caso contrario ¿cómo es que se dice de alguien que es un buen zapatero o un buen herrero? Si estas dos cosas son nada, si no tienen ser, entonces o bien no se sabe lo que se dice y en ese caso sería mejor callar o bien sí se sabe y en ese otro caso debería poderse contestar a quien pregunte. Sin embargo, nadie contesta cuando se le pregunta.
– Luego parece que esas cosas no tienen ser.
– ¿Son no seres acaso? Bien sabes cuál es a mi juicio la naturaleza de los hombres, pues alguna vez te he explicado que nacen en el fondo de una caverna y allí permanecen toda su vida, que se encuentran atados de pies y manos de tal suerte que solamente pueden mirar una pared que hay al fondo, en la que se proyectan las sombras de unas figuras por causa de una hoguera que hay tras ellas, y que ninguno puede darse cuenta siquiera de que las sombras son sombras.
– Los hombres son seres extraños, sin duda alguna, Sócrates.
– Pero es así. Por eso pregunto ahora si lo que hace que alguien sea bueno o malo en algo es una sombra y un no-ser o es, por el contrario, algo real. Lo primero no puede ser. Las cosas no serían largas ni cortas si no existiera la unidad de longitud, con respecto a la cual son ciertamente largas o cortas. Los escribientes no cometerían faltas si no existieran las normas sintácticas, morfológicas, etc., con respecto a las cuales las cometen. Del mismo modo nadie obraría bien ni mal si no existieran normas éticas. Y no habría asesinatos, violaciones, traiciones, ni, en general, existirían el bien y el mal sobre la faz de la tierra. Otra cosa bien distinta es que nos sea fácil saber con exactitud qué son y cuáles son. Pero primero habría que aceptar que son reales para más tarde definir su ser.
– Es verdad.
– Que el bien y el mal existen es una cosa cierta. Que se ha de practicar el primero y evitar el segundo no lo es menos. De otro modo no habría bienes ni males, no podría decirse que alguien es asesino, violador o ladrón, y no sería justo que fuera castigado con multas o penas de prisión.
– Tampoco sería injusto, Sócrates.
– Tienes razón, pues donde no existe norma o criterio de bien y mal, de justicia e injusticia, nada es bueno o malo, justo o injusto, como nada es grande o pequeño si no existe una unidad de medida.

¿Qué decir de esto? Por lo pronto, que no es sencillo responder a las preguntas de Sócrates. Puede decirse lo que es una circunferencia o cualquier otra figura de la geometría, pero no lo que es un zapato, un barco o cualquier otra cosa que no sea una figura geométrica.

Sócrates quería definiciones y es muy dudoso que pueda haberlas en este terreno.

Pero él estaba convencido de que particularmente en este terreno tiene que haber definiciones precisas. Si no las hay, ¿cómo es que la gente utiliza conceptos como el de buen zapatero, buen carpintero, buen estratega, etc.? Una de dos, o no saben lo que dicen, y entonces deberían callarse, o sí lo saben, y entonces deberían decirlo. Si lo primero, entonces hay mucho que aprender de un buen artesano: lo que hace de él buen artesano. Si lo segundo, ¿cómo es que no calla? No hay más remedio que seguir preguntando, pensaría Sócrates.

Ahora bien, lo hace y nadie contesta bien. Sin embargo, no es posible que no exista la definición.

Quizá he cometido un lapsus: si ese criterio existe, no debería existir por casualidad, sino por necesidad, pues si el criterio es casual no parece que pueda ser muy útil. Se podría hacer uso de él según las circunstancias y, también según las circunstancias, dejarlo de lado, si fuera nacido del azar. Pero entonces no sería un criterio. ¿Es posible fijarse un rumbo que a cada instante pueda cambiar sin más ni más?

Otro obstáculo se interpone en nuestro camino, que expondremos valiéndonos de un símil de Platón. Dice este filósofo que los hombres nacemos en el fondo de una caverna, atados de pies y manos y colocados de tal suerte que solamente podemos mirar al frente, a unas sombras que se proyectan sobre la pared del fondo. Tan siniestro es nuestro sino que tomamos las sombras por cosas reales. Calderón también dice algo parecido en La vida es sueño. Por eso nos preguntamos:

¿Sucederá tal vez que lo que hace que alguien sea bueno o malo no sea más que una quimera de nuestra imaginación, sombras de la caverna que tomamos en nuestro desvarío por seres de carne y hueso? ¿No serán lo bueno y lo malo más que ensoñaciones de individuos que toman su locura por razón? Este es un problema tan grave que ahora es preferible soslayarlo hasta estar mejor pertrechados.

Supondremos por ahora que no, que lo bueno y lo malo no son ensoñaciones nuestras, como las que creía tener el príncipe Segismundo. Supondremos que hay cosas que se deben hacer y otras que no se deben hacer.

Este es el segundo paso que hemos logrado dar en esta introducción. Resumamos. En primer lugar, queda ya admitido que entre la mayoría de las acciones de los animales y la mayoría de las nuestras hay la diferencia de la deliberación. En segundo lugar, que por causa de ello algunas cosas deben ser hechas y otras no.

Ahora bien, si hay cosas que se deben hacer es porque no están hechas. Démosles un nombre, convenido ya entre filósofos: valores. Se impone una primera constatación: que no son cosas, hechos, o que no lo son en el mismo sentido en que lo son las demás cosas que conocemos, como los átomos, los números, las personas, los partidos políticos, los paisajes… Son cosas que no son, o no son todavía. Una vez que son, o se hacen, ya no son valores. Son hechos, que serán buenos o malos según se hayan ajustado -en su hechura, en la intención de quien los ha ejecutado, o en lo que sea…- a los valores previos. Cuando uno actúa conforme a ellos actúa bien, y mal en caso contrario.

Luego los hombres tienen valores. Esto no significa que actúen bien. Todo lo contrario. Si actúan mal es precisamente porque tienen valores. Entiéndase bien. No es que alguien se comporte mal porque haya valores, sino porque su comportamiento no se ajusta a ellos. Si no existieran, no habría nada a lo que ajustarse, y entonces nadie se portaría bien ni mal y, en consecuencia, no habría buenos ni malos.

Las cosas no serían grandes ni pequeñas si no existiera una medida, como el metro, con respecto al cual miden más o menos. Los escritores no cometerían faltas de ortografía si no existieran las normas ortográficas, que pueden ser conocidas por todos. Más claro todavía: nadie, entre los presentes, puede escribir mal o bien en japonés, porque ninguno conocemos ese idioma. Solamente conociendo sus normas sintácticas, ortográficas, morfológicas, etc., es posible escribir mal o bien en japonés.

Concluyamos diciendo que en general sólo comete errores o aciertos el que sabe, no el que no sabe. A lo cual puede añadirse, por ejemplo, que sólo el hombre puede volverse idiota, pues sólo él es capaz de faltar a las normas de la sensatez. Por lo mismo, para actuar mal, para cometer faltas de moral, es preciso que exista alguna regla. Si no estuviera mal robar-porque lo manda la ley, la conciencia propia, Dios…- nadie podría ser ladrón. Y si no estuviera mal matar nadie sería asesino.

¿Luego estamos obligados de antemano a algo? Eso parece. ¿Existe, pues, normas de conducta? ¿Quién lo negará? ¿No somos libres, por tanto? Esto no se sigue con claridad de lo otro. Pero ahora tampoco se puede resolver este enigma sin apartarnos de nuestro propósito, pero, dada la importancia que tiene y las insensateces que suelen decirse por doquier, vale la pena dar aquí también una opinión acorde con lo que llevamos dicho.

Habida cuenta de que los animales no se rigen por valores, o al menos no tenemos constancia de que así sea, y de que muchos hombres sí lo hacen o dicen que lo hacen, la conducta de animales y hombres no puede medirse por el mismo rasero. Un animal hace lo que quiere cuando puede, si nada se lo impide. O no hace ni bien ni mal, sino que sencillamente se deja llevar del dulce impulso del deseo. Un hombre, sin embargo, hace mal a veces, si se deja llevar del mismo deseo. Otras veces, por el contrario, hace bien. El asesinato me produce tal repugnancia que estoy convencido de que nunca asesinaré a nadie. La pereza me atrae y a veces no trabajo por su causa. Quiero que no haya asesinatos y quiero pasarme la vida sin trabajar. Parece evidente que si hago lo que quiero, entonces unas veces actuaré bien y otras mal. ¿Estará entonces la libertad reñida con la moral, por ser algo semejante a lo que hay entre animales? No, si se entiende que la libertad es hacer lo que se quiere, pero que hay que querer lo que se debe. Y lo que se debe hacer es convertir los valores en hechos.



 

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