Edmund Burke

Edmund Burke, nacido en Dublín el 12 de enero de 1729, aceptó la demolición del derecho natural llevada a cabo por David Hume. La naturaleza del hombre es el artificio para él. Las instituciones políticas de una sociedad no proceden de un pacto entre individuos, lo que no sería más que una ficción histórica, sino que se han ido formando en la historia y la historia las ha santificado.

La constitución, la monarquía, los jueces, la nación en suma, son algo que no se entiende como una asociación voluntaria de individuos ni como una decisión de todos ellos, sino como el resultado de circunstancias, hábitos civiles y morales, etc., que tienen continuidad en el tiempo. El individuo y la multitud son estúpidos, pero no la especie, que es prudente y obra siempre bien cuando se le da tiempo.

Concebía el parlamento como una institución compuesta por una minoría compacta cuyos jefes podían y debían ser criticados y cuyo interés solo podía ser el bien público. Por eso cada parlamentario debía ser responsable del interés general de la nación y no del interés particular del distrito por cuya elección hubiera logrado su cargo. Su juicio debía ser libre y no estar sujeto al de sus electores. No es de ellos de quienes debe aprender los principios del gobierno. De ahí su definición del partido político como

grupo de hombres unidos para fomentar, mediante sus esfuerzos conjuntos, el interés nacional, basándose en algún principio determinado en el que todos sus miembros están de acuerdo (en Sabine, G. H., Historia de la teoría política, trad. de V. Herrero, 19ª reimpr., F.C.E., México, 1990, pág. 448)

Un estadista debe tener ideas bien asumidas acerca de lo que es la mejor política posible y debe unirse a otras personas de iguales o parecidas ideas, anulando toda consideración privada y negándose a toda alianza que pueda quebrantarlas (véase aquí el famoso texto de su Discurso a los electores de Bristol)

Burke estaba convencido de que, pese a ser convencionales, hay ciertos principios inconmovibles. Seguramente pensaba en la religión, la propiedad privada y algunos elementos de la constitución política. Tales principios no brotan de la naturaleza humana, sino de ciertas instituciones que, alargándose en el tiempo, transforman a un grupo de hombres en una sociedad civil. La idea de un pueblo sin esos principios no era para él la de una persona jurídica. En el estado natural no hay pueblos. Éstos son una construcción artificial.

La igualdad es por esto una quimera imposible. En la naturaleza no existe y cuiando se construye una sociedad política, un pueblo con personalidad jurídica, se introduce necesariamente una insalvable distancia entre el que gobierna y el que es gobernado, entre la minoría de los más prudentes, más capaces y más opulentos, que dirigen, ilustran y protegen a los menos sabios, más débiles y menos provistos de fortuna, y éstos últimos. El gobierno de las mayorías es en estas condiciones una ficción.

Esta división es lo que da personalidad jurídica a un pueblo. En la formación de éste no se encuentra nunca la decisión de pactar de los individuos, sino la necesidad que éstos sienten de formar parte de algo mayor y más duradero que su exigua y finita persona. No es la razón, el egoismo ni el cálculo lo que une a las gentes en esas unidades superiores, sino el instinto. Los revolucionarios parisinos de 1789 no podían estar más equivocados. La razón individual que ellos elevaron a la dignidad de una diosa, hasta el punto de intentar que ocupara el lugar de la Madre de Dios en la catedral de Notre Dame, es extremadamente frágil cuando se la compara con el devenir de esas viejas instituciones que tienen tras de sí una profunda carga de respeto, habituación y familiaridad. Por esto es peligroso el político imaginativo y emprendedor que, fiado solo en su imaginación y su prudencia particulares, se enfrenta al pasado y cree hallarse en disposición de crea nuevas instituciones. No es más que un aprendiz de brujo, hábil solo para desencadenar grandes catástrofes si se le permite actuar. El individuo es estúpido. Solo la especie es sabia.

Los cambios deben introducirse poco a poco y siempre siguiendo la tendencia de la tradición. La tradición conforma un entramado de costumbres, sentido moral y obediencias voluntarias sobre el cual reposa el orden social. La oposición no se produce, como habían creído los contractualistas, entre el gobierno civil y la masa de los súbditos, sino entre una sociedad estructurada y una horda de vagabundos, entre la civilización y la barbarie. La primera es el depósito de los ideales morales, la ciencia, el arte y la religión. La segunda es la destrucción de todo esto y la conversión de los humanos en seres bestiales.

Pese a ser contrario a las teorías del contrato social, Burke está dispuesto a aceptar que la consolidación de la tradición constituye un pacto, pero a condición de que se considere que es un pacto entre los que ya han muerto, los que viven en el presente y los que han de nacer:

Todo contrato de todo estado particular no es sino una cláusula del gran contrato primario de la sociedad eterna que liga las naturalezas inferiores con las superiores, conectando el mundo visible con el invisible, según un pacto fijo, sancionado con el juramento inviolable que mantiene en sus puestos apropiados a todas las naturalezas físicas y morales (en Sabine, G. H., op. cit. 451)

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El impuesto destructor

Los impuestos pueden tener un fin recaudatorio, pero también pueden tener otros fines y en muchas ocasiones no es fácil distinguirlos. El anterior gobierno del PSOE gravó las bebidas alcohólicas y el tabaco buscando incrementar la recaudación. Si en lugar de ello hubiera buscado la supresión de ese consumo, lo que habría seguido más de cerca su intención de cuidar nuestra salud más incluso que nosotros mismos, tendría que haber elevado la imposición mucho más, hasta lograr disuadir a la gente.

Si lo hubiera hecho habrían disminuido las ventas, se habría paralizado la producción y al final el consumo de alcohol y tabaco habría dejado de generar impuestos. El final habría sido el mismo si los consumidores hubieran decidido obtenerlos por medio de la producción ilegal y el contrabando. Todo el mundo sabe lo que sucedió en Chicago a principios del siglo pasado.

No hay una raya nítida que separe la recaudación de la aniquilación. Esto solo puede saberse por tanteo. Lo que sí queda claro es que más allá de ese límite que el tanteo puede descubrir demasiado tarde la carga fiscal excesiva tiende a deteriorar gravemente la recaudación fiscal. Por esto se ha dicho con razón que el poder tributario es un poder destructor de lo que halla a su paso y de sí mismo, como el escorpión de la fábula, que pidió a una rana el favor de trasladarle al otro lado del río y cuando se hallaban en la mitad del trayecto le clavó el aguijón, respondiendo a la protesta de la rana que estaba en su naturaleza.

En la naturaleza del impuesto puede no haber otro objetivo que atacar la producción económica incluso cuando el gobernante se propone únicamente aumentar los ingresos del Estado. No es lo mismo el finis operis que el finis operantis, la finalidad perseguida por la obra misma que la perseguida por quien la pone en marcha.

Los gravámenes pesados y numerosos transforman un capital que sería productivo en manos particulares en capital de consumo en manos de la burocracia estatal. Si se fiscaliza en exceso el ahorro de aquellos se ponen obstáculos a la formación de la inversión necesaria para la economía. Las actividades productivas empresariales o bien no se ponen en marcha o bien corren el riesgo de abandonarse si se ven forzadas a considerar la fiscalidad como el obstáculo más importante al que tienen que hacer frente, un resultado que obedece tanto a la falta de financiación como a la obligación de pagar impuestos tan altos que la perspectiva de ganancia se reduce más de lo que pueden soportar.

Estas confiscaciones de capital no conducen al socialismo, a no ser al socialismo de consumo. Sin embargo, los socialistas del PSOE y del PP recurren a ellas por igual, con el apoyo implícito de casi todos los partidos. Y todos tratan de justificarlas con el mismo argumento falso: que son las grandes rentas las que hacen un esfuerzo mayor, cuando la verdad es que la cantidad que éstas aportan es insignificante en comparación con el total, que procede de las rentas medias y bajas.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 11/01/2012)

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El impuesto progresivo

Dicen Marx y Engels en El manifiesto del partido comunista que una vez que la revolución obrera haya tomado el poder para el proletariado habrá que ir despojando poco a poco a la burguesía "de todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del Estado”, cosa que solo podrá hacerse al principio “mediante una acción despótica sobre la propiedad y el régimen burgués de producción”. 

Las medidas que habrá que tomar, agregan, serán un resorte propulsor imprescindible para transformar el régimen económico de mercado en una economía comunista. De las diez que enuncian, aplicables con mayor o menor intensidad según el país de que se trate, la segunda es “un fuerte impuesto progresivo”. Otras que vale la pena mencionar son la expropiación de la propiedad inmueble, la supresión del derecho de herencia, la centralización del crédito en el Estado y la nacionalización de los transportes. Todas ellas se enderezan a la liquidación de la propiedad privada.

Estas medidas habrán de ser utilizadas durante el periodo de transición que se extiende desde la revolución social hasta la abolición final del Estado, es decir, durante la dictadura del proletariado.

Como el quiliasmo de esta religión política no parece que haya de llegar nunca, el socialismo ha tenido que adaptarse a un periodo de transición prolongado sin cesar, lo que le ha obligado a preocuparse cada vez más de las cuestiones financieras y tributarias de una sociedad que, en contra de su empeño, mantiene la propiedad privada y la libertad de mercado.

En esa edad intermedia –que está entre nada y nada- se trata de fortalecer el Estado a costa de los particulares. Pero como son los particulares los que sostienen el Estado, la táctica tiene que ser contraproducente.

Se busca que crezcan los gastos estatales, lo que obliga a aumentar los tributos. Al tratar de justificarlo se recurre a la vieja idea marxista del impuesto progresivo, siempre disponible para que cualquier demagogo haga uso de ella. Con ella se pretende convencer a las masas de que son los ricos y los pudientes los que más tienen que pagar. Pero nunca les dirán que esos impuestos pueden acarrear el descenso del nivel de vida de esas masas que dicen defender.

El propio Marx enseñó que el crecimiento de la producción que trajo consigo la economía capitalista vino precedido por un periodo de acumulación de capital. En contra de esta certera idea, los socialistas de uno y otro partido se apoderan del ahorro de los particulares imponiéndole un gravamen, lo que disminuye el capital productivo y, en consecuencia, se perjudica a aquellos a quienes se dice favorecer.

Y encima le llaman “esfuerzo solidario”.

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Samuel von Pufendorf

El barón Samuel von Pufendorf, nacido el 8 de enero de 1632, fue jurista, economista, hombre de estado, historiador y filósofo político. En esta última faceta de su personalidad contribuyó a la gestación y desarrollo del derecho natural en la Edad Moderna.

La filosofía política empezó a separarse de la teología a principios del siglo XVII. Con ello tuvo que ver el que las disputas religiosas pasaran a un segundo plano, el que las ciencias geométrico-materialistas estuvieran alcanzando un notable éxito en la explicación de la naturaleza física y, sobre todo, el que la vuelta al estoicismo, al platonismo y al aristotelismo, propiciada esta última por la gran obra de Santo Tomás de Aquin en el siglo XIII, inculcaran en las mentes una gran dosis de racionalismo y naturalismo. Como consecuencia de todo ello, las organizaciones políticas se empezaron a ver también como fenómenos naturales accesibles a la observación y al razonamiento lógico.

Los escritores jesuitas fueron los primeros adalides del movimiento al liberar la teoría política de la teología. Se observa en los escritos de Francisco Suarez, cuyo contenido politico y filosófico aparece nítidamente separado de los textos revelados. Con todo, fueron los escritos de los calvinistas los que retornaron decididamente al derecho natural, una doctrina precristiana, en busca de explicaciones no teológicas de lo político

Como todos los que en su tiempo se inclinaron por esta teoría, Pufendorf hubo de hacer frente a un problema crucial de la filosofía política: ¿por qué la gente está obligada a obedecer la ley? Una vez que se prescinde de la respuesta dada por la teología revelada, el derecho natural no aporta, en verdad, ninguna que sea evidente por sí misma. A Pufendorf y otros les parecía indiscutible que algo es obligatorio solo para quien se ha comprometido libremente a ello. La obligación no se impone desde fuera, sino desde dentro, no por la fuerza, sino por libre consentimiento. En otras palabras: las obligaciones son promesas cuyo cumplimiento puede exigirse por parte de sus receptores. Lo cual equivale a un pacto o contrato libremente contraído por las partes, un contrato en virtud del cual todos se obligan entre sí y todos tienen el derecho de exigir a los demás el cumplimiento del mismo. Pufendorf expresa esta idea de la siguiente manera:

En efecto, para que una multitud, es decir, muchos hombres, sean una Persona, a la que pueda atribuirse un acto y a la que correspondan ciertos derechos, a diferencia de los que tienen sus miembros particulares en cuanto tales, derechos que ningún miembro particular puede pretender atribuirse aisladamente, es necesario que hayan unido primero sus voluntades y fuerzas mediante pactos sin los cuales es imposible entender cómo pueda hacerse la unión (conjunctio) de quienes son iguales por naturaleza[1]

La doctrina del derecho natural incluía dos principios: la idea del contrato que da nacimiento a una sociedad y el estado natural anterior al contrato. Se entendía que la situación en que los hombres hubieran vivido antes de integrarse a una sociedad condicionaba el tipo de contrato entre individuos, por un lado, y entre los estados, por el otro, dando así lugar al derecho interno y al internacional.

Las ideas de los partidarios del derecho natural podían variar indefinidamente. Todos, no obstante, se vieron obligados a explicar en qué consiste la capacidad del pueblo para contratar. La forma más sencilla, a la que se adhirió Pufendorf, consistió en creer que hay dos contratos, uno que engendra la comunidad y obliga a los miembros de ésta entre sí, y otro entre la comunidad misma y los magistrados, que obliga sobre todo a estos últimos. Así fue como la teoría del contrato vino a ser una explicación universal para todas las formas de comunidad política.


[1] Citado en Sabine, G., H., Historia de la teoría política, trad. de V. Herrero, 19ª reimpr., F.C.E., México, 1990, pág. 318.

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El Padre Francisco Suárez

Francisco Suárez, el Doctor Eximio, nació en Granada el día 5 de enero de 1548. Además de una gran obra de metafísica y teología, escribió un libro monumental de filosofía política titulado De legibus y otro menor, pero imprescindible para completar las ideas de aquél y para comprender la cólera que las doctrinas de su autor provocaron en Jacobo I, rey de Inglaterra, que ordenó que se quemaran ambos en la plaza pública.

Suárez define la ley como “un precepto común, justo y estable, suficientemente promulgado”. ¿En qué clase de sociedad es posible cumplir la ley? No en una familiar, que es imperfecta, sino en una que tenga como fin no que los hombres sean buenos, pues esto pertenece a la libertad de cada cual, sino que sean buenos ciudadanos, lo cual no es lo mismo.

He aquí una distinción que nuestros fundamentalistas demócratas desconocen.

Una sociedad que tenga como fin el buen ciudadano tiene que contar con una autoridad legítima con capacidad de hacer la ley y de hacerla cumplir. El origen de esta autoridad está en Dios, pero Dios no la pone en el rey, como pensaron los Borbones y los Estuardo, sino en la sociedad misma:

Dios no da esta potestad mediante una acción especial, o por una concesión distinta de la creación. De lo contrario, tal concesión debería constar por revelación, y esto sabemos que es falso; además, en ese caso, tal potestad no sería natural. Por consiguiente, se concede como una propiedad que sigue a la naturaleza, a saber, interviniendo un dictamen de la razón natural, que muestra cómo dios ha provisto con suficiencia al género humano y, en consecuencia, le ha dado la potestad necesaria para su conservación y gobierno conveniente[1]

Sucede, sin embargo, que la autoridad podría quedar difuminada en el pueblo y no ejercerse, cayendo en anarquía. Para que esto no llegue a darse es preciso que tenga lugar una elección o consentimiento entre los miembros de la sociedad para que la autoridad se transfiera a una institución o persona que pueda ejercerla, viniendo tal persona o institución obligada a responder ante el pueblo por el uso que haga de ella.

Esta doctrina, calificada por su propio autor como egregio dogma de teología, no define por sí misma ningún sistema político como el mejor ni el preferible. Puede ser demócrata, aristócrata o monárquico. Eso no importa demasiado. Lo que importa es el respeto que debe tenerse al egregio dogma.

(Cf. Rábade, S., Suárez, Ediciones del Orto, Madrid, 1997, págs. 46-48.)


[1] Citado en Rábade, S., op. cit., pág. 47

 

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Los magos de Oriente

Que el nacimiento del Mesías se manifestara a unos magos parece que es contrario a la religión cristiana, que en un esfuerzo continuado de racionalización de las creencias siempre ha condenado la magia, la astrología, la brujería y otras prácticas semejantes.

La noticia que tenemos sobre los tres Reyes Magos visitando al Niño Jesús en Belén viene en Mateo 2, 1-12, donde no se dice que fueran reyes ni que fueran tres, sino solamente que eran “unos magos de Oriente”.

He aquí cómo explica Tomás de Aquino este episodio:

Los tres Reyes Magos. Basílica de San Apolinar el Nuevo en Rávena. Fotografía de Nina Aldin Thune.

El signo por el que se les reveló, una estrella, no parecía propio de Dios por ser un signo incierto, que aparecía y desaparecía, se ocultaba al llegar a una ciudad, era visible de día, seguía la dirección Norte-Sur, cuando las estrellas van del Este hacia el Oeste, etc., y es de suponer que la manifestación de Dios debe servirse de un medio seguro y fiable, y eso en el supuesto caso de que debiera producirse a través de un objeto visible, pues más bien debería serlo a través de uno espiritual.

Pero esto no es así, porque Dios no se manifiesta según Él es, sino según los medios que son más familiares a aquellos a quienes se muestra.

Del mismo modo que a un hombre acostumbrado a los razonamientos matemáticos no debe mostrársele la verdad de un teorema sino por medio de razones matemáticas, a uno acostumbrado solo a los objetos corporales debe mostrársele por medio de seres sensibles.

Por este motivo recibieron los pastores, hombres acostumbrados a lo corporal, la revelación del nacimiento de Jesús a través de ángeles que se les hacían visibles, los justos, como Simeón y Ana, por “interior instinto del Espíritu Santo” (Cf. Aquino, Santo Tomás de, Summa theologica, III, q. 36, art. 5), y los magos, que sin duda alguna, dice el Aquinate, eran astrólogos persas, que hoy llamamos astrónomos, es decir, hombres pertenecientes a escuelas de matemáticas y astronomía, hechos al estudio del firmamento. Ellos estaban capacitados para distinguir las estrellas en el firmamento y saber si aparece una nueva.

Además de esto, los magos de oriente prefiguran el reconocimiento del Dios del cielo por parte de las naciones de los gentiles, que son prácticamente todos los humanos. Que ellos no fueron a Israel en busca de un rey terrenal es claro por lo que se dice en Mateo 2, 1-2:

Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del Rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?

¿Cómo habrían de preguntar al Rey Herodes por el Rey de los judíos?

El rey que ellos encontraron era un niño en un portal, un niño sin majestad regia. Su majestad era de una clase mucho más elevada, pues se trataba del Verbo o Lógos encarnado, de la razón del mundo en el cuerpo visible de un niño. Por eso lo adoraron como a Dios y le ofrecieron oro, como a un rey de una majestad suprema, incienso, que solo se ofrece en un sacrificio sagrado, y mirra, el producto con que se embalsamaban los cuerpos, significando con ello la resurrección de aquel niño una vez que hubiera vencido a la muerte.


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Dos clases de ignorancia

De las especies de tonto, la suprema es una cierta clase de ignorancia sobre la que ha pensado la filosofía desde su nacimiento en las obras de Platón. Su figura se encuentra bien dibujada en El banquete, donde se relaciona con el amor al saber.

Sócrates dice en este diálogo que el dios Amor es hijo de Poros, el Recurso, y de Penía, por lo que no puede ser otra cosa que privación, miseria, carencia de hogar, rudeza y terquedad. El amor, en suma, es feo. Por eso ama la belleza, pues nadie ama lo que tiene ya.

Por eso también tiene que ser filósofo, porque, no siendo bello, desea ardientemente las cosas bellas y el saber es una de ellas. Los dioses, por el contrario, no son filósofos, pues son sabios. No pueden desear ser lo que ya son. Tampoco son filósofos los ignorantes, pero por el motivo opuesto, porque, para su mal, creen ser sabios sin serlo.

En El banquete se afirma que el filósofo

-Se encuentra en el término medio entre la sabiduría y la ignorancia. Pues he aquí lo que sucede: ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse sabio, porque ya lo es, ni filosofa todo aquel que sea sabio. Pero a su vez los ignorantes ni filosofan ni desean hacerse sabios, pues en esto estriba el mal de la ignorancia: en no ser ni noble, ni bueno, ni sabio y tener la ilusión de serlo en grado suficiente. Así, el que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar.

–Entonces, ¿quiénes son los que filosofan, Diotima –le dije yo–, si no son los sabios ni los ignorantes?

–Claro es ya incluso para un niño –respondió– que son los intermedios entre los unos y los otros, entre los cuales estará también el Amor. Pues es la sabiduría una de las cosas bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el Amor sea filósofo y, por ser filósofo, algo intermedio entre el sabio y el ignorante.

Está entre el saber y el no saber, entre el dios y el ignorante. Éste no sabe que lo es y por eso nunca será sabio. Es lo que dice Ortega mucho más tarde: la desgracia del tonto es que no lo sabe. Su mal es incurable. La diferencia entre él y el filósofo no es que éste sea sabio, sino que reconoce que no lo es. Ha reconocido la apariencia, la ha destruido y, ahora sí, puede adquirir el saber.

Aprender algo solo está al alcance de quien reconoce que su saber es aparente. Ahí surge el amor al saber. Es imposible que entre nada en la cabeza de quien no ha dado ese paso.

Para discutir con un ignorante habría que hacerle apearse de su ignorancia para así poder combatir a pie. Pero nunca se bajará del burro. Jamás se rendirá. Y, sea cual sea el asunto de que se trate, siempre se declarará vencedor. Y siempre encontrará muchos para confirmárselo.

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El Dios niño

Un proverbio romano decía que el pretor no se ocupa de asuntos de escasa importancia: minima non curat praetor. Una razón igual daban algunos todavía en la Baja Edad Media cuando se discutía sobre la conveniencia de que Dios se encarnase. Decían, por ejemplo, que no es propio de quien se cuida de grandes cosas tener que cuidarse también de las pequeñas y que Dios, cuya providencia cuida del universo para mantenerlo en su ser, no cabe en él, así que si el mundo le resulta pequeño ¿cómo habría de ser posible que se ocultara tras el cuerpecillo de un niño que llora, abandonando el gobierno de todo?

A lo cual respondió primero San Agustín y después Santo Tomás que no es que Dios dejara de lado su providencia o la condensara en un cuerpo tan frágil, que tal manera de ver las cosas es demasiado humana, que Él no es grande por su masa o su extensión, sino por su poder, y que éste no se estrecha por venir a habitar en un niño recién nacido. De modo parecido a como la palabra humana se pronuncia en un lugar, pero llega a todos los oyentes, así el Verbo Divino toma carne en una criatura y sigue estando presente en todo el universo.

El poder infinito de Dios se hace visible en un infante porque no hay nada mayor que hacerse Dios hombre. Y así se hizo. ¿Cómo no iba a ser conveniente?

Además de esto, es propio de cada ser seguir su propia naturaleza. Es propio del hombre, por ejemplo, buscar la verdad y por eso sucede que nadie acepta una mentira a sabiendas. La naturaleza del bien no permite que éste se cierre sobre sí mismo. Le pertenece más bien difundirse. Es como la luz, que no puede no expandirse.

Puesto que Dios es el sumo bien, se comunica en grado sumo a la criatura tomando la forma de un ser humano real. Se une a ella, o mejor, la une a sí mismo.

Este hecho forma parte de la esencia del cristianismo, algo que ninguna otra religión ha llegado a vislumbrar. Alguna, como el islam, lo ha negado abiertamente: “Di: Él es Allah, Uno. Allah, el Señor Absoluto. (A quien todos se dirigen en sus necesidades) No ha engendrado ni ha sido engendrado. Y no hay nadie que se le parezca.", dice el Corán, 112:1-4, rechazando en una sola sura la Trinidad y la Encarnación.

Segura de esta verdad que los teólogos han sabido establecer en sus estudios y sin necesidad de haber escudriñado en sus profundidades argumentales, esta tierra nuestra la celebra con festejos, luces, villancicos y belenes. Seguramente es porque sabe que las grandes cosas invisibles las da a conocer Dios mediante sus obras visibles y que, con el mismo fin, se ha dado a conocer a sí mismo entre pañales, para que se le pueda ver de cerca.

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Juan de Mariana

Eugène Delacroix: La libertad guiando al pueblo

Juan de Mariana es uno de los hombres más extraordinarios de un siglo en que abundaron los hombres extraordinarios. Gran teólogo, gran latinista, mejor político, eximio historiador –el primero en escribir una Historia general de España, compuesta para desautorizar la mala opinión que ya en su tiempo empezaba a fabricarse en contra de ella- y hombre de temple igual al de los viejos republicanos de Roma y Grecia, cuyo pecho era incapaz de soportar la tiranía y jamás tembló ante los grandes.

Su alma era grande pero a su cuerpo le bastaba una pequeña celda que los jesuitas, a cuya orden pertenecía, le habían asignado en Toledo. Su renombre no pudo proceder de su familia, pues la vida le había negado el don que a casi todos otorga: el poder nombrar a sus padres. La ternura de una madre no limpió sus lágrimas de niño. Tal vez fuera esto lo que cavó en su interior un hoyo de amargura contenida, un repliegue sobre sí que talló en su persona un carácter resistente, duro como el diamante.

Fue profesor en Roma, Sicilia y París. Estando en esta última universidad sucedió que un día llegó tarde a clase un estudiante y halló la puerta cerrada. Buscó una escalera y la arrimó a una ventana. Mariana le dirigió las palabras del Evangelio:

– Quien no entra por la puerta es un ladrón.

– Sí, señor, para robar vuestra doctrina –contestó el muchacho.

La anécdota da idea de su fama. Pero él no se esforzó en acrecentarla y medrar. En lugar de seguir en París, donde contaba con muchos alumnos, decidió regresar a Toledo. Tenía 37 años, unas pocas personas amigas de trato excelente y cultivado, muchos libros que leer y la soledad e independencia que su temperamento exigía. No pedía más.

En Toledo redactó su De Rege et Regis Institutione ad Philipum III, libri 3. Loaisa, el preceptor del heredero de la corona española e hijo de Felipe II, se lo había sugerido.

En esta obra condensó en unos pocos principios políticos lo que había aprendido sobre todo al escribir su Historia general de España. El más importante de tales principios era que el monarca no debe olvidar nunca que su poder no es suyo, sino que lo ha recibido del pueblo, por lo que debe mandar sobre él con la mayor templanza, tratando a sus súbditos como hombres libres y no como esclavos, y que si no conservara durante toda su vida la buena voluntad hacia ellos podría ser reo de tiranía y merecer que alguien del pueblo le diera muerte “mereciendo por ello alabanza” ( ut eum laude possit occidi)

El libro se publicó en Toledo en 1599. Consta en esa primera impresión el privilegio otorgado por el rey y la aprobación de Fray Pedro de Oña, provincial de los mercedarios de Madrid. Está dedicado al rey Felipe III, pues su padre había fallecido el año anterior.

Un monje dominico, Jacobo Clemente, había ejecutado la doctrina tiranicida en 1589 sobre la persona del rey de Francia, Enrique III. El relato se halla en el capítulo VI de De Rege et Regis Institutione (edición de 1880, prologada por Jaime Balmes):

Amaneció el 1.° de Agosto, dia de San Pedro Advincula, celebró el santo sacrificio y fué á ver al rey, que hubo de llamarle al dejar el lecho, cuando aún no estaba vestido. Trabadas algunas razones por entrambas partes, y habiéndose Jacobo allegado al rey á golpe de mano, simula acción de ir á entregalle otras cartas, y ábrele súbito honda herida en el vientre con un puñal enherbolado que llevaba en la misma mano encubierto. ¡Valor insigne! ¡Hazaña memorable! Traspasado de dolor el rey, hiere con el mismo puñal el pecho y un ojo de su agresor, clamando al mismo tiempo: ¡Al traidor! ¡Al Parricida! En esto entran los palaciegos, conmovidos por tan inesperado suceso, y se encarnizan con crueldad y fiereza en multiplicar las heridas del ya postrado y cuasi exánime Jacobo, el cual, sin proferir una palabra, mostraba, empero, en su faz lo alegre y satisfecho que estaba de haber llevado á cabo su intento de evitar penas, para las cuales acaso flacas hubieran sido sus fuerzas, y dejar á la postre redimida con su propia sangre la libertad de la patria y del pueblo.

La obra de Mariana fue quemada públicamente en la plaza de París por orden del sucesor del rey, Enrique IV, que también fue víctima de un puñal regicida. Ninguno de los dos ejecutores conocía el libro, pero no por ello dejó de asociarse con aquellas acciones. El nombre de Mariana, asociado en adelante al regicidio, fue proscrito.

Lo reivindicaron para sí dos siglos más tarde los revolucionarios parisinos de 1789 como símbolo de democracia y de resistencia del pueblo a la tiranía. Marianne llamaron de hecho a su musa revolucionaria. Tocada con un gorro frigio republicano, aparece guiando al pueblo hacia la libertad en el célebre cuadro que Eugène Delacroix pintó en 1830.

(De Rege et Regis Institutione en Amazon)

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Solidaridad humana

Por resolución número 60/209 de fecha 22 de diciembre de 2005, la Asamblea General de la ONU, decidió “proclamar el 20 de diciembre de cada año Día Internacional de la Solidaridad Humana” por ser la “la solidaridad … uno de los valores fundamentales y universales” en que deben basarse “las relaciones entre los pueblos en el siglo XXI”.

El nombre “solidaridad” parece nuevo y solo a duras penas consigue disfrazar el viejo concepto significado por él. Se trata de un nombre que no debía existir en el idioma español del Siglo de Oro, pues no aparece en autores como Cervantes o Quevedo. Ni siquiera se encuentra en filósofos como Kant o Hegel. Sí se halla, aunque una sola vez en el Diccionario filosófico de Voltaire, bajo el rubro de “Médicos”. Aparece con profusión solo a principios del siglo XX. Mises dedica muchas páginas a hablar de los solidaristas, refiriéndose a los socialistas.

Pero su concepto es muy antiguo. Podría decirse que su puesta de largo en la sociedad de los principios morales y éticos tuvo lugar durante el estreno de la obra de Terencio llamada HeautontimorumenosEl que se atormenta a sí mismo– donde aparece la célebre frase que dice: “soy hombre y nada humano me es ajeno”, una frase que provocó el entusiasmo de San Agustín, según el cual todo el público asistente prorrumpió en un gran aplauso al oírla, lo que era señal de asentimiento.

En el dicho de Terencio se condensa la idea de amor a la humanidad que había sido esbozada por los primeros estoicos griegos bajo el nombre de filantropía, fue perfilada por los estoicos posteriores de Roma bajo del de humanitas y abrazada luego con gozo por los cristianos, que le pusieron el nombre de fraternidad, con el que llegó hasta la Revolución Francesa de 1789, que puso en circulación la tríada de “Libertad, igualdad y fraternidad”.

Era difícil que los cristianos procedieran de otro modo. Los hermanos no lo son por sí, sino por proceder del mismo padre y un cristiano siempre ha pensado que todos los hombres somos hijos de Dios y que no cabe entre nosotros otra conducta que la fraternal.

Pero más tarde hubo que cambiar el nombre, porque se asociaba con demasiada fuerza al cristianismo, lo que desdecía del espíritu secularizador del tiempo. Entonces cobró fuerza el de solidaridad, un nombre incorrecto, porque no expresa universalidad. ¿O no deben ser solidarios entre sí los miembros de la Mafia, sin que puedan hacer extensiva su solidaridad a la policía?

Pese a todo, pase el yerro, que no es importante, y con este nombre o con el que sea demos por buena la dedicación de un día más para celebrar la fraternidad universal, que todos somos hijos de un solo Dios y tenemos como primer mandato ético el de cuidar la vida de todo hombre, incluida la nuestra, por el mero hecho de serlo, pertenezca al pueblo que pertenezca, un mandato moral que Voltaire atribuyó a los médicos, pero que es extensible a todos. Él dijo que: “si existieran hombres que se ocuparan de restituir la salud a los enfermos por los únicos principios de humanidad y solidaridad, serían superiores a todos los grandes del mundo, tendrían algo de la divinidad”. Claro: humanidad y solidaridad, o sea, fraternidad, para tener como un valor absoluto al hombre en cuanto hombre.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez: 21-12-11 -archivo sonoro)

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