Dios

¿En qué piensa el Papa cuando habla de Dios? ¿Qué clase de ser es Dios?

El ateo dirá tal vez que no tiene por qué preguntarse una cosa semejante, pero está en un error. Justamente por ser ateo tiene que saber qué es lo que niega. Si yo digo que no existen los gamusinos es porque sé qué es un gamusino: un animal imaginario que se utiliza en muchos pueblos de España para gastar bromas a niños y cazadores novatos. El ateo tendría que ser el primero en saber qué es lo que él dice que no existe, pues en caso contrario estaría corriendo el riesgo de no negar nada.

En la entrada anterior dije que es muy difícil, si no imposible, que dos personas sientan lo mismo, pero que es fácil que razonen  lo mismo y que al entrar en razón se entra en un terreno común, universal. Ahora es preciso ir un poco más allá e introducir otra distinción entre sentir y pensar.

Sea, por ejemplo, el sentido de la visión. El ojo tiene la función de ver. Si no ve, no es un ojo. Sería como un arquitecto que no hiciera nunca una casa o como un jugador de fútbol que nunca jugara un partido. Pero la función de ver no puede cumplirla el ojo por sí solo. En primer lugar tiene que ser un ojo de verdad y no de nombre, como el de una estatua. En segundo tiene que haber objetos que ver. Y en tercero estos objetos tienen que estar bañados por la luz. La visión es, pues, el resultado de tres factores combinados: ojos, objetos y luz. Si falta uno solo no se ve nada. No basta entonces con levantar los párpados para pasar de no ver a ver.

¿Habrá algo que sea por sí mismo lo que es, algo que no tenga necesidad de ninguna otra cosa? Aristóteles respondió que sí en uno de los pasajes más célebres de su Metafísica. Es dudoso que haya habido un texto de más larga influencia que ése, pues tres grandes religiones –judaísmo, islam y cristianismo- lo han utilizado para hacerse una idea lo más aproximada posible del Dios en que creen.

Cuando se piensa, dijo aquel macedonio naturalizado en Grecia, no se actúa como cuando se ve. Puede parecer que pasar de no pensar a pensar es lo mismo que pasar de no ver a ver, pero no es cierto, porque pasar de no pensar a pensar es estar pensando ya, pero pasar de no ver a ver no es estar viendo ya: tiene que haber todavía objetos y luz. La mente, por el contrario, no necesita de nada ajeno a sí misma. Piensa cuando se quiere y ya está. Al hacerlo produce los objetos sobre los que piensa.  No se piensa para llegar a otra parte, sino que se piensa por pensar. Aquí no hay avance hacia otra cosa, sino hacia sí mismo, porque el que piensa y lo pensado no se distinguen. Son los sentidos los que necesitan otras cosas.

La razón, concluyó aquel gran filósofo, “piensa en sí misma, pues es lo más alto que hay, y su pensamiento es pensamiento de pensamiento”. No otra cosa es Dios, en quien no hay distinción entre lo que se está siendo y lo que se está empezando a ser, que es lo que les pasa a las cosas naturales. Él, que es lo que es por sí mismo sin depender de nada, no es una cosa natural más. Es la razón del mundo sin ser el mundo. De Él procede el orden que el mundo posee y descubre la razón subjetiva, personal, de los hombres cuando alguien logra demostrar un teorema o encerrar en una fórmula los movimientos de los planetas.

Esto es algo de lo que piensa Benedicto XVI cuando habla de Dios.

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El alma

La expresión «alma humana» que utiliza el Papa suena a algo arcaico y en desuso. Pero cuando se entiende que el alma es, entre otras cosas, sentir y pensar, se ve que lo de menos son los vocablos. Sentir es lo que hacemos al tocar, oler, gustar o ver y pensar lo que hacemos al discurrir sobre la cuenta del supermercado o sobre el tiempo que habré de tardar en leer esta entrada.

Una diferencia entre ambas actividades es que cuando se está en la primera no hay seguridad completa de estar todos  en lo mismo. Yo puedo ver las cosas borrosas, como en los cuadros impresionistas, porque soy miope, y otro ver las cosas claras porque no lo es. Al razonar, por el contrario, es fácil que todos estén en lo mismo. Sea un teorema sencillo de geometría, el que dice que por un punto cualquiera de una recta solo puede trazarse una perpendicular a dicha recta. Se demuestra definiendo la perpendicular como la línea recta que deja dos ángulos de noventa grados, uno a cada lado de sí misma, sobre otra línea, y haciendo ver que si se traza un línea oblicua, que deja, por ejemplo, ciento setenta grados a un lado y diez a otro, y se la va levantando hasta el extremo opuesto, se comprobará que solo hay una posición en que deje un ángulo recto a cada lado, que es lo que quería demostrarse.

¿Fácil, verdad? Quienes lo hayan seguido han pensado exactamente lo mismo. Lo que hayan sentido es cosa de cada uno y es incomunicable.

Razonar es algo subjetivo, pero al hacerlo y hacerlo bien todos entran en una razón común . Y si no entran es que no están pensando bien. Esto quiere decir que la razón es objetiva.

En Ratisbona, donde el Papa dio su lección, murió y fue enterrado Johannes Kepler en 1630. Hay quienes dicen que fue en Ulm. Las leyes de este gran astrónomo se utilizan todavía para enviar cohetes al espacio. Una de ellas, la tercera, que le costó veinte años de trabajo, dice así: “el cuadrado del periodo de la órbita de un planeta es proporcional al cubo de su distancia media al sol”. ¿Era esta enrevesada fórmula un fruto de la inventiva de Kepler, de su razón subjetiva, o es que los planetas ya giraban según esa medida y proporción desde la eternidad? Si fuera verdad lo primero, habría que admitir que se pusieron a seguir la fórmula cuando Kepler la pensó por vez primera, lo cual sería disparatado. Para no decir tonterías será mejor admitir que es verdad lo segundo, que los planetas ya venían cumpliendo con la razón matemática desde la eternidad y que Kepler lo descubrió en el siglo XVII. Su razón debió ser subjetiva, pero la razón del giro de los planetas es objetiva, sin duda alguna.

Los planetas, como los átomos y la realidad entera, siguen un orden eterno. Benedicto XVI habla en ocasiones del orden matemático del mundo. En su lección de Ratisbona afirma que el trabajo al que están entregados los profesores y los alumnos es el “todo de la única razón con sus diversas dimensiones, estando juntos también en la común responsabilidad del recto uso de la razón”. Parece evidente que el “todo de la única razón” es la razón objetiva, el orden universal del mundo, en tanto que el “recto uso de la razón” no puede referirse más que a la razón subjetiva, a cuyo buen uso estamos todos obligados.

Benedicto XVI es un racionalista a la antigua usanza. Como debe ser.

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Manuel II Paleólogo

Manuel II Paleólogo fue un monarca desgraciado. Hombre de una gran inteligencia y belleza hierática propia de los cuadros bizantinos, comprendía a la perfección el momento que la divinidad le había asignado. Autoridad espiritual del cristianismo de Oriente, vivía recluido en su palacio de Constantinopla, la segunda Roma, fundada por Constantino mil años antes. La ciudad estaba asediada por los turcos selyúcidas. Él sabía que no había salvación para su reino y su civilización. Viendo acercarse el final viajó a la primera Roma en demanda de auxilio de sus hermanos de religión. Su séquito llevaba obras de Homero, Píndaro, Sófocles, Aristófanes, Herodoto y Tucídices, imprescindibles para que comenzara el Renacimiento en Italia. También fue a París y Londres.

No recibió ayuda militar. Constantinopla cayó en 1453, fecha fatídica que da comienzo, según algunos, a la Edad Moderna. El turco pudo penetrar a partir de entonces en los Balcanes y llegar hasta Hungría, no antes de anexionarse Estiria y Carintia, de constituir en vasallaje a Moldavia, de ganar una batalla naval a los venecianos en 1499, de tomar en 1521 la plaza de Belgrado, etc. La civilización bizantina fue barrida y un Estado musulmán se alzó ante Europa en sustitución del califato español. Para los cristianos del momento fue como la Unión Soviética durante la guerra fría del siglo XX.

Por entonces hacían frente al islam los reyes Isabel y Fernando en la guerra de Granada. De su propósito dejó constancia Elio Antonio de Nebrija en su Historia de los Reyes Católicos: “¿Quién no ve que aunque el título del Imperio reside en Alemania, la realidad de él está ya en manos de los príncipes españoles, que, dueños de la gran Italia y de las islas del Mediterráneo, tratan ahora de llevar la guerra al Africa, y siguiendo con sus escuadras el movimiento del sol han de llegar ya a las puertas de la India?”. Los monarcas hispanos abrigaban el propósito de continuar por el norte de Africa la extensión del poderío cristiano, cuando apareció un marino genovés que les brindó la posibilidad de coger al turco por la espalda. Entonces se cruzó América en los designios de aquel reino.

Pero el propósito siguió adelante. El sucesor de Constantino XII, hijo de Manuel II Paleólogo, cedió a los Reyes Católicos la herencia del Imperio Romano de Oriente. Hubo de ser el nieto de éstos, Felipe II, quien organizara en 1571 una armada que obtuvo una victoria en Lepanto. Allí combatió un insigne soldado de 24 años, Miguel de Cervantes, que en el capítulo XXXVIII de su Quijote argumentó que las armas son más dignas que las letras.

Manuel II denunció la violencia del islam. Se conserva un diálogo suyo con un sabio persa en que éste dice que Dios envió primero a Moisés, pero los judíos no le siguieron, luego a Jesús, mas los cristianos pervirtieron sus enseñanzas añadiéndoles doctrinas herejes y politeístas, como la Trinidad, y por último a Mahoma, que sentó la doctrina definitiva. A lo que respondió el monarca bizantino preguntando si lo único nuevo que había traído Mahoma no habrían sido más bien cosas crueles e inhumanas, entre ellas la espada para imponer la fe.

El 12 de septiembre de 2006 dio Ratzinger, ya Papa, una hermosa lección inaugural en la Universidad de Ratisbona. En ella mencionó el diálogo de Manuel II con el sabio persa, distanciándose del dictamen de aquél sobre el islam por parecerle un dictamen brusco. Pero se identificaba con otras palabras suyas: “la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma”. Luego hizo suya también esta sentencia del rey bizantino: “Dios no se complace con la sangre; no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”.

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Kurosawa

Una película japonesa, de nombre “Ikiru” –“Vivir”-, de Akira Kurosawa, cuenta cómo un funcionario municipal, que ha visto pasar sus días entre papeles sin vida, descubre que tiene un cáncer agazapado en el estómago y que solo le concede seis meses. Decide aprovechar esa breve tregua y se dirige a un lugar y otro para hallar en qué. No encuentra nada digno. Luego de pensar en cómo ha consumido su tiempo concluye que lo mejor es trabajar en lo de siempre, pero con auténtica dedicación. Gracias a ello logra que se construya un parque en un barrio cuyos vecinos habían desistido ya de intentarlo ante su propia mesa de oficina.

Así pasa ahora. La enfermedad está por doquier. Es una epidemia: la degradación moral, intelectual y estética que se ha extendido por todas partes por causa de esta papilla democrática que consume la mayoría de la población. ¿No será posible ayudar en la construcción de algún parque vecinal donde corra el aire fresco y los niños nos regalen con sus risas? Sí, creo que sí. Por eso creo conveniente escribir en esta pizarra que me regala Internet, por si contribuyo en algo.

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Libertad es voluntad fuerte

Que el fruto maduro de una buena educación es formar hombres bien educados parecerá una redundancia, pero no lo es. Solo es preciso preguntarse en qué consiste un hombre bien educado. Yo respondo por mi parte que es un hombre libre. Y, como hay varias especies de libertad –política, económica, física, moral, etc.-, es forzoso decir a cuál de ellas pertenece el hombre bien educado.

No hay que buscar soluciones muy alejadas de lo que piensa la gente corriente. Un hombre libre es el que hace lo que quiere hacer. Libertad es hacer lo que se quiere. Eso piensa todo el mundo y piensa bien.

Pero si esto está bien pensado, entonces no es elegir entre varias alternativas, porque entonces los pobres no podrían ser libres, pues generalmente tienen poco que elegir, o serían menos libres que los ricos, que tienen mucho más.

Tampoco es ausencia de obstáculos para hacer algo, como si se diera primero la decisión de actuar y fuera necesario a continuación que se allanara el camino. No es así como suelen pasar las cosas. Cuando el rey David deseó a la mujer de Urías, éste, Urías, se convirtió en un obstáculo, pero no por él, sino por el rey. Si David no hubiera deseado a Betsabé, Urías no habría sido obstáculo de nada. Es el deseo el que pone el obstáculo.

Ni consiste en elegir entre varias alternativas ni en remover obstáculos para actuar. Está en el querer y consiste en hacer lo que se quiere, como se acaba de decir. Sólo que hay que precisar bien esto del querer, porque también hay varias clases entre las que es necesario distinguir. En todo hay que distinguir siempre, porque el que no distingue confunde.

Si un muchacho dedica todo su tiempo a divertirse y no a estudiar, o si se deja vencer por el abatimiento porque su novia le ha abandonado y se abandona él a la pereza, hace lo que quiere y es libre si decide no levantarse de la cama. También hace lo que quiere y es libre el que dedica buena parte de su tiempo a estudiar y no se deja vencer por el abatimiento porque le deja la novia. La diferencia entre un querer y otro está en que el último enfoca lo que es bueno y provechoso porque así lo ha pensado él mismo y porque, una vez pensado, ha sido capaz de hacerlo. Para este, querer es poder. ¡Y qué poder! El del otro es como un barco a la deriva, siempre a merced otras cosas y nunca de sí mismo.

Parece indiscutible que, de las dos libertades, es con mucho preferible la del que trueca el querer en poder. La del otro es impotencia.

Ya no es difícil extraer una conclusión de estas razones: ¿habrá quien discuta que un fin imprescindible de una buena educación es la libertad entendida como potencia?

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Educación y libertad

Un alcohólico dice que ha decidido dejar la bebida, pero en la primera ocasión vuelve a ella. ¿Lo hace contra su voluntad? ¿Habrá que aceptar que quería de verdad dejar de beber? Otro alcohólico decide lo mismo, pero lo hace. Los dos hacen lo que quieren, uno seguir en su estado, otro salir de él. Los dos son libres, aunque se trata de dos casos distintos, incluso contrarios. El segundo ha pensado lo que es bueno y conveniente y ha actuado en consecuencia. El primero no. Una libertad es superior a la otra. Es más libertad. ´

Digo esto porque pienso que el fin de la educación es la libertad y porque ésta puede entenderse en un sentido débil y entonces significa, sí, hacer lo que se quiere, que no es otra cosa que seguir el deseo del momento, el que exige satisfacción inmediata, como el alimento, la protección frente al frío, la cólera, el sexo, etc. Es la libertad del primer caso.

El paraíso de esta clase de libertad es un supermercado repleto de bienes donde poder comprar alimentos, ropa, calzado, viajes, ordenadores, pero también mujeres, hombres, abortos, eutanasia, etc. Es la libertad del pudiente, para quien basta con pagar. Es la libertad económica que han puesto en funcionamiento las sociedades de mercado para un tipo de personas que solo creen tener derecho a satisfacer sus necesidades, sean éstas cuales sean. Se trata de una libertad necesaria y útil quizá para el mercado si se administra bien y no se le deja traspasar cierta raya moral, pero peligrosa para el sujeto que la ejerce.

La otra, que consiste en hacer lo que se debe porque eso es lo que se quiere después de haberlo deliberado correctamente, es superior. Esta es la libertad propia del hombre capaz de conocer lo que es bueno, bello y conveniente y capaz también de decidir por sí mismo ponerlo en práctica. Se trata de la libertad moral. Esta fortalece la voluntad, aquella la debilita.

Pensar correctamente lo que es bueno y conveniente y actuar en consecuencia, es decir, ser libre, es el fruto maduro de una buena educación. Por este motivo es una de las mejores adquisiciones que un hombre puede lograr, pues sirve para determinar por sí mismo qué es lo mejor y para trazar los planes necesarios para alcanzarlo. Por esto no debería educarse a los jóvenes para el juego y la diversión de hoy, pues a su edad el aprendizaje va necesariamente acompañado de esfuerzo sin recompensa, sino para el recreo en el saber y en el decidir de mañana, cuando sean hombres hechos y derechos (V. Aristóteles, Política,1339 a). La libertad de mañana es disciplina de hoy.

(Con esta entrega comienza una serie dedicada a la educación, porque el asunto lo merece y por si pudiera yo contribuir desde aquí aclarar un tanto las ideas.)

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La escalera y el mochuelo

Sigo hablando de la escritura. Mencionaba en la anterior entrega la intrincada senda recorrida por las letras escritas. Es la senda que ha seguido la filosofía académica, un cuerpo sustantivo de conocimientos y problemas plasmado desde Platón en los signos del alfabeto. El soporte de esos signos ha cambiado, pero todo lo demás, previsto minuciosamente por el griego, permanece. Y si, como creía Hegel, la filosofía es la suprema expresión de la razón en este mundo, entonces ésta no ha podido ser ajena a los avatares de la fabricación de pergaminos, de la invención de la linotipia, de las tecnologías de la imagen… Ni siquiera ha debido ser ajena, por lo mismo, a los unos y ceros en que se expresan las ideas gracias a la tecnología que posibilita la existencia de este blog. Alguna brizna de razón habrá de llegarle. Rogaré al dios de Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, etc., que así sea.

Con ese fin se ha abierto esta publicación. Su discreto nombre, “La escalera”, no pretende otra cosa que aludir al ascenso desde lo particular a lo general y al descenso en sentido contrario. Ambos ha de practicarlos quien quiera saber filosofía. Me atengo a la definición del Diccionario de la Real Academia Española: “serie de escalones que sirven para subir a los pisos de un edificio o a un plano más elevado, o para bajar de ellos”. A eso aspiro, a subir a un plano superior cuando sea preciso mostrar alguna explicación general y a descender a otro inferior cuando haya que prestar atención a los hechos.Por ese motivo he elegido también el mochuelo común para encabezar esta publicación. Es un ave nocturna de ascendencia hispánica, el humilde mochuelo de Palas Atenea, llamada Minerva por los latinos, de la diosa de la filosofía, que lo eligió como símbolo de su persona: Desechada la corneja de la compañía de Minerva recibió la lechuza o mochuelo, porque esta ave ve de noche, y al sabio, entendido por Minerva, ninguna cosa se le debe esconder por encubierta que parezca”, decía Juan Pérez de Moya en 1585 (Cf. http://www.lechuza.org/zoo/buhono.htm)

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Tecnología del intelecto

Así se ha llamado con razón a la escritura, uno de los tres o cuatro inventos más grandes de la humanidad. En ella confluyen lo material y lo mental y se hacen indistintos. Tanto es así que ahora no es posible distinguir los mejores adelantos en ciencia y filosofía si no están grabados, negro sobre blanco, en un papel… Pero el papel es el penúltimo soporte de cuantos han existido.

Primero fueron las largas tiras de pergamino, procedente de la piel del cabrito o la ternera. No menos de diez animales había que sacrificar para la edición de un solo ejemplar de La República. De ese material se hicieron los rollos, o volúmenes -de volvo, envolver-, que llenaron los estantes de la Biblioteca de Alejandría. Luego fueron los códices, hojas rectangulares de la misma piel cosidas por uno de sus lados, que fueron inventados por los cristianos de Egipto con el fin de disponer en un solo cuerpo de varios libros de las Sagradas Escrituras. Más tarde, en el siglo VIII, en el transcurso de una batalla librada en Samarcanda, los árabes consiguieron capturar a dos chinos fabricantes de papel, un invento que había permanecido secreto durante cerca de 700 años.

Mucho más tarde todavía, durante el siglo XII, se fundó en la España musulmana la primera industria del papel, y de aquí pasó después al resto de Europa. Había nacido el libro que conocemos ahora. Vino luego la imprenta de tipos móviles de Gutenberg, de Maguncia, o de Johann Fust, también de Maguncia, o de Coster de Haarlem, de Holanda…, que extendió la posibilidad de leer libros mucho más allá de lo que Platón habría podido imaginar: más de 40.000 ediciones se hicieron entre 1450 y 1500. Entonces aparecieron también algunos de los tipos que ahora se usan: en lugar del tipo gótico que había tratado de imponer la imprenta centroeuropea de Gutenberg, los humanistas del Renacimiento prefirieron reproducir el tipo romano de la antigüedad clásica, que era casi igual que la cursiva carolingia del siglo IX, en cuyo formato se habían transmitido muchas obras clásicas. Y, como imitación del tipo romano, se propuso en Italia, en la imprenta Aldina, de Venecia, en 1495, el tipo itálico…

La tipografía fue una industria estable durante más de 300 años. Creció en cantidad -el doble, el triple, el quíntuplo… de libros que en el Renacimiento- pero descendió en calidad. El número creciente de ediciones demandadas por las poblaciones europeas y americanas no bastaba para que el platillo de la oferta ascendiera gran cosa en la balanza. Lo prueba el hecho de que en el siglo XVIII la mayoría de los que se dedicaban a aprender el oficio, en el que había que gastar más de cinco años, iban directos al desempleo. Muchos entraban de aprendices a la edad de nueve años y llegaban a oficiales después de haber bregado duramente en las tareas de la edición impresa, pero no pasaban después de ser meros peones mal pagados. La rentabilidad no era suficientemente alta… Baste saber, como prueba de esto, que había que fundir a mano las letras, a una velocidad media de dos páginas por jornada si el fundidor era verdaderamente experto.

En la primera mitad del siglo XIX apareció la máquina de fundir tipos, que alcanzó a producir 60.000 letras por hora, luego la de composición, después la linotipia -«línea de tipos», un desprecio por la etimología.-, la monotipia, la máquina de escribir -una de las primeras, la Remington, fue creada por una firma que producía armas de fuego, máquinas de coser y aperos de labranza-, la prensa tipográfica, y, en otras ramas de la invención, la producción mecanizada de papel a partir de la madera -y no de los trapos, de la paja de algodón o lino, del esparto de España…- la fotografía y el cine, y, ya en pleno siglo XX, la informática, las redes militares de comunicación, los ordenadores personales … Y ahora Internet, estas aguas de unos y ceros que consta de unos cuantos terabites de extensión, en cuya navegación es posible trascender instantáneamente las fronteras y que son el último uno de los efectos de la confluencia de aquellas otras tecnologías.

Todo ello sin olvidar que este desarrollo fue acompañado de otras secuelas repetidamente mencionadas en las historias del ramo, como las luchas contra la introducción de nuevas máquinas, que ocasionaban mayor paro, la exigencia de más periódicos y libros por parte de una población creciente que accedía por fin al conocimiento, reservado para un escaso número de aristócratas poseedores de esclavos en el siglo V a. d. C. y para un número proporcionalmente mayor de burgueses ilustrados en el XVIII, el arrasamiento de bosques para convertirlos en papel impreso, el muy verosímil control que es posible ejercer sobre quienes accedemos a la red…

Por este sendero ha ido creciendo la inteligencia humana. Sin las peripecias que lo han abierto a lo largo de tantos siglos ahora no sobrepasaría el nivel de la prehistoria.

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La escritura

Aunque el mito de Platón abomina de la escritura, como he contado en el artículo de ayer, su autor dedicó largas jornadas de su vida al prolijo deber del escritor. La verdad no improbable de sus palabras no le impidió ser el primer filósofo en lengua escrita de la Historia. Hubo ciertamente otros, como Anaximandro o Parménides, que también escribieron, pero, aparte de que sus obras apenas existen para nosotros, o no existen en el mismo grado que las de Platón, de ninguno de ellos puede decirse que descubriera y explorara como él el territorio propio de la filosofía, las Ideas. Le precedieron en el tiempo, pero no en la Historia, que, como es sabido, es siempre una invención más o menos acertada y congruente, una reconstrucción del pasado al hilo del criterio presente. Cada nuevo movimiento la reconstruye de nuevo y aunque al hombre no le es dado crear deliberadamente las consecuencias de su acción, sí puede crear sus antecedentes en su memoria.

Quiere esto decir que el historiador no penetra en una época, como si ésta fuera algo existente de antemano que sólo esperara ser examinado, sino que más bien la reconstruye. La mirada hacia atrás es de quien mira, no de quien es mirado. Y en esa mirada nuestra Platón ocupa ahora la primera posición justamente porque escribió. Aunque el arte de la escritura no fue una condición suficiente, sí fue una condición necesaria, para ocupar ese puesto. Si hubiera sido de otro modo, si Platón no hubiera escrito sus diálogos, el recuerdo de su nombre apenas destacaría sobre el de aquellos otros a quienes atribuimos en el presente unas cuantas tesis más o menos imprecisas y escasamente desarrolladas, como Sócrates, Anaxágoras, Demócrito…

El relato inventado por Platón en el Fedro sí es nuestro mito. Lo mismo que el de Prometeo prefigura la superación del estado animal por la posesión del fuego, origen neolítico de las artes de la civilización, el de Platón anticipa un cambio profundo que los siglos posteriores han corroborado: el uso de esta nueva tecnología del intelecto que es la escritura habría ciertamente de modificar desde la raíz los hábitos mentales propios de las tradiciones orales. A partir de ella nada es ya como era. Platón, que había conocido las antiguas tradiciones en el seno de la secta pitagórica, que prohibía divulgar sus conocimientos, es el primero de los modernos, no el último de los antiguos. En rigor, pues, su persona y su actividad son nuestro mito de los orígenes, un mito filosófico que anuncia que el objeto de la filosofía, la razón, indiscernible del orden del lenguaje, se habría de manifestar en adelante por medio de signos menudos trazados sobre diversos materiales.

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Dos mitos

La tecnología no es solo acción. Es también pensamiento, pensamiento extendido por todas las vetas de los grupos humanos. La tecnología se introduce en la práctica de las sociedades, pero forma parte a la vez de la serie de figuraciones con que los hombres interpretan, justifican, rechazan, aceptan, viven… el mundo y a sí mismos. No es infrecuente que las figuraciones tecnológicas, que desde el Neolítico han contado siempre con un lugar prominente en el vasto universo de los símbolos, representen en él el mal que ha de venir, la infracción del orden natural, un desorden que no puede quedar impune. Así lo atestiguan algunas noticias sobre los pueblos primitivos, que cuentan el temor suscitado en el aborigen de la Edad de la Piedra por el dominio del fuego (V. Heusch, Pourquoi l’épouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971). Y lo atestiguan también algunos mitos importantes, como el de Prometeo, expresión simbólica de una usurpación del poder de los dioses y del castigo implacable de la Moira, que acecha en lo oscuro. Éste es el mejor mito neolítico que ha llegado hasta nosotros, un prototipo de alusión a la ruptura de un orden anterior a la iniciación del camino de la Historia. Por la fuerza de los símbolos que encarna y por representar en un relato insuperable el ambiguo sentimiento de temor y admiración por la tecnología que nos embarga, es también un mito de nuestro tiempo. El Neolítico en nosotros.

No es el único mito viejo y nuevo. La presentación de sentimientos y temores que se halla en él es más minuciosa en otro mito que también se ha encargado Platón de conservar para nosotros. Se trata de un pasaje no carente de ironía y paradoja de un filósofo racionalista hacedor de mitos. Según «una tradición que viene de los antiguos», dice en el Fedro (274 b – 277 c), Theuth presentó un día al dios Ammón sus siete inventos: «el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos de damas y dados y las letras». Los juegos de damas y dados no merecen juicio alguno por parte de Platón, pero de los cuatro primeros descubrimientos sabemos por otros escritos que acaso habrían bastado para que considerase a su autor uno de los dioses más grandes del panteón egipcio, superior con mucho a Prometeo en el olímpico, porque éste se limitó a enseñar a los hombres el arte del herrero, un trabajo propio de artesanos e indigno de ser comparado al estudio de los números o de los movimientos de los astros en el cielo.

No era de esperar que Ammón emitiese un juicio tan severo contra la escritura. No al menos en un escrito de Platón, que tal vez inventó el mito él mismo. Forjada para hacer más sabios a los hombres, dijo, sólo habrá de lograr el objetivo contrario, haciéndolos más ignorantes y, por tanto, más insolentes, porque la letra escrita les hará presumir de lo que carecen: de sabiduría. La escritura es útil para el recuerdo, no para la memoria, añadió, porque, al contrario que las razones serias y firmes, siempre afirma lo mismo y no distingue quiénes son sus receptores y si les concierne o no lo que con ella se dice. Sus signos son palabras pétreas para pensamientos alados, en tanto que el discurso vivo y animado del sabio está escrito en su alma, no en la tablilla o el pergamino. Imagen borrosa de éste, la escritura no debe tomarse en serio. Por eso el hombre sabio no ve en ella más que un entretenimiento para el tiempo de descanso. Sólo durante ese tiempo se habrá de dedicar a la siembra de jardines de letras, por si al llegar la vejez del olvido puede echar mano de ellos a modo de recordatorios y fórmulas. Esta fútil razón tal vez baste para alegrarse viéndolos crecer, pero en las horas de verdadera actividad se dedicará al pensamiento.

No es de sabios escribir, sentencia el mito. Pero nosotros no paramos de hacerlo. Entre jardines de letras nos hemos criado y en ellos esperamos contemplar nuestros últimos días. Nuestra decadencia es, según esto, irremediable contumacia.

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