Isabel de Castilla fue una reina admirable y una mujer no menos admirable. De ello da fe el final de su vida y el testamento que dictó poco antes de que éste llegara. Se leerá con provecho el comentario que hace de ambos el ilustre historiador Don Modesto Lafuente en el Capítulo XIX del Libro IV, Tomo VII, de su monumental Historia General de España.
En 12 de octubre (1504) otorgó su testamento, cuya extensión, así como las muchas y graves materias sobre que da sus últimas disposiciones, demuestran que su entendimiento se hallaba en el más completo y perfecto estado de lucidez. En este notable documento resaltan los sentimientos de la virtud más pura y de la piedad más acendrada. La reina de dos mundos dejó consignado en este último acto de su vida un ejemplo insigne de humildad, mandando que se la enterrara en el convento de San Francisco de Granada, vestida con hábito franciscano, en sepultura baja, y cubierta con una losa llana y sencilla. «Pero quiero é mando, añade, que si el rey mi señor eligiere sepultura en otra qualquier iglesia á monasterio de qualquier otra parte, ó lugar destos mis reynos, que mi cuerpo sea allí trasladado é sepultado junto con el cuerpo de su señoría, porque el ayuntamiento que tovimos viviendo, é que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios ternán en el cielo, lo tengan é representen nuestros cuerpos en el suelo.» Ordena que se le hagan unas exequias sencillas, sin colgaduras de luto y sin demasiadas hachas, y lo que había de gastarse en hacer un funeral suntuoso se invierta en dar vestidos á pobres. Que se paguen todas sus deudas religiosamente, y satisfechas que sean, se distribuya un millón de maravedís en dotes para jóvenes menesterosas, y otro millón para dotar doncellas pobres que quieran consagrarse al servicio de Dios en el claustro; y destina además ciertas cantidades para vestir á otros doscientos pobres y para redimir de poder de infieles igual número de cautivos.
Manda que se supriman los oficios superfinos de la Real Casa, y revoca y anula las mercedes de ciudades, villas, lugares y fortalezas, pertenecientes á la corona, que había hecho por necesidades é importunidades, y no de su libre voluntad,» aunque las cédulas y provisiones lleven la cláusula proprio motu. Pero confirma las mercedes concedidas á sus fieles servidores el marqués y marquesa de Moya (don Andrés de Cabrera y doña Beatriz de Bobadilla, su íntima y constante amiga), y les otorga otras de nuevo. Recomienda y manda á sus sucesores que en manera alguna enajenen ni consientan enajenar nada de lo que pertenece á la corona y real patrimonio, que han de mantener íntegro, haciendo expresa mención de la plaza de Gibraltar, que quiere no se desmembre jamás de la corona de Castilla. Atenta á todo, aun en aquellos momentos críticos, prescribe á los grandes señores y caballeros que de ninguna manera impidan, como lo estaban haciendo algunos, á sus vasallos y colonos apelar de ellos y de sus justicias á la chancillería del reino, pues lo contrario era en detrimento de la preeminencia y suprema jurisdicción real.
Después de varias otras medidas y reformas que dice dejar ordenadas «en descargo de su conciencia,» procede á designar por sucesora y heredera de todos sus reinos y señoríos á la princesa doña Juana su hija, archiduquesa de Austria y duquesa de Borgoña, mandando que como tal sea reconocida reina de Castilla y de León después de su fallecimiento. Mas no olvidando la calidad de extranjero de su yerno don Felipe y queriendo prevenir los abusos á que pudieran dar ocasión sus relaciones personales, recomienda, ordena y manda á dichos príncipes sus hijos, que gobiernen estos reinos conforme á las leyes, fueros, usos y costumbres de Castilla, pues de no conformarse á ellos no serían obedecidos y servidos como deberían; «que no confiaran alcaldías, tenencias, castillos ni fortalezas, ni gobernación, ni cargo, ni oficio que tenga en qualquier manera anexa jurisdicción alguna, ni oficio de justicia, ni oficios de cibdades, ni villas, ni lugares de estos mis reynos y señoríos, ni los oficios de la hacienda dellos ni de la casa é corte… ni presenten arzobispados, ni obispados, ni abadías, ni dignidades, ni otros beneficios eclesiásticos, ni los maestrazgos ni priorazgos, á personas que non sean naturales destos mis reynos, e vecinos e moradores dellos.) Y les manda que mientras estén fuera del reino no hagan leyes ni pragmáticas, «ni las otras cosas que en cortes se deben hacer según las leyes de Castilla.»
Previendo también aquella gran reina el caso de que la princesa su hija no estuviese en estos reinos al tiempo que ella falleciese, ó se ausentase después de venir, «ó estando en ellos non quisiese ó non pudiere entendéis en la gobernación dellos, nombra para todos estos casos por único regente, gobernador y administrador de los reinos de Castilla, al rey don Fernando su esposo, en atención á las excelentes cualidades y su mucha experiencia y el amor que siempre se han tenido, hasta que el infante don Carlos, primogénito y heredero de doña Juana y don Felipe, tenga lo menos veinte años cumplidos, y venga á estos reinos para regirlos y gobernarlos. Y suplica al rey su esposo que acepte el cargo de la gobernación, pero jurando antes á presencia de los prelados, grandes, caballeros y procuradores de las ciudades, por ante notario público que dé testimonio de ello, que regirá y gobernará dichos reinos en bien y utilidad de ellos, y los tendrá en paz y en justicia, y guardará y conservará el patrimonio real, y no enajenará de él cosa alguna, y mantendrá y hará guardar á todas las iglesias, monasterios, prelados, maestres, órdenes, hidalgos, y á todas las ciudades, villas y lugares los privilegios, franquicias, libertades, fueros y buenos usos y costumbres que tienen de los reyes antepasados. Encarga á los dichos sus hijos que amen, honren y obedezcan al rey su padre, así por la obligación que de hacerlo como buenos hijos tienen, «como por ser (añade) tan excelente rey é príncipe, é dotado é insignido de tales é tantas virtudes, como por lo mucho que ha satisfecho é trabajado con su real persona en cobrar estos dichos mis reynos que tan enajenados estaban al tiempo que yo en ellos sucedí » y da á los príncipes herederos los más sanos y prudentes consejos para el gobierno de sus subditos. Continúa designando el orden de sucesión desde doña Juana y su hijo primogénito don Carlos en todos los casos que pudieran sobrevenir conforme a las leyes de Partida, prefiriendo el mayor al menor y los varones á las hembras. Señala al rey su marido la mitad de todas las rentas y productos líquidos que se saquen de los países descubiertos en Occidente, y además diez millones de maravedís al año situados sobre las alcabalas de los maestrazgos de las órdenes militares. Y queriendo dejar á él y al mundo un testimonio de su constante amor conyugal, añade esta tierna cláusula: «Suplico al rey mi señor que se quiera servir de todas las joyas é cosas, ó de las que á su señoría mas agradaren; porque viéndolas pueda haber mas continua memoria del singular amor que de su señoría siempre tuve; é aun porque siempre se acuerde de que ha de morir, é que le espero en el otro siglo; é con esta memoria pueda mas santa é justamente vivir.
Vuelve á acordarse de sus iglesias y de sus pobres, y todavía previene lo siguiente: «Cumplido este mi testamento mando que todos los otros mis bienes muebles que quedaren se den á iglesias é monasterios para las cosas necesarias al culto divino del Santo Sacramento, así como para custodia é ornamento del Sagrario… é ansi mismo se den á hospitales, é pobres de mis reinos, é á criados mios, si algunos hobiese pobres, como á mis testamentarios paresciere.» Los testamentarios que dejaba nombrados eran, el rey, el arzobispo de Toledo Cisneros, los contadores mayores Antonio de Fonseca y Juan Velázquez, el obispo de Falencia Fr. Diego de Deza, confesor del rey, y el secretario y contador Juan López de la Carraga; pero dando plena facultad al rey y al arzobispo para proceder en unión con cualquiera de los otros.
Hemos notado las principales disposiciones contenidas en el célebre testamento de la Reina Católica, para que se vea con cuan admirable solicitud atendía aquella ilustre princesa hasta en sus últimos momentos á las cosas del gobierno, al orden, á la justicia, al bienestar de sus subditos; sus sentimientos de acendrada piedad y beneficencia; su tierno amor á su esposo; el afecto á sus amigos y leales servidores; su humildad y modestia; y aquella prudencia, aquella política previsora de que había dado constantes muestras en el discurso de su vida.
Y todavía no se contentó con esto. Entre su testamento y su muerte trascurrió aún mes y medio, y en este período, que puede llamarse de agonía, su espíritu admirablemente entero y firme recordó otros asuntos de gobierno que quiso dejar ordenados, y tres días antes de morir otorgó un codicilo (23 de noviembre), dictando diversas disposiciones y providencias. Entre ellas las más notables é importantes son, la de dejar encargado al rey y á los príncipes sus sucesores que nombraran una junta de letrados y personas doctas, sabias y experimentadas, para que hiciesen una recopilación de todas las leyes y pragmáticas del reino y las redujeran á un solo cuerpo, donde estuvieran más breve y compendiosamente compiladas, «ordenadamente por sus títulos, por manera que con menos trabajo se puedan ordenar é saber:» pensamiento que había tenido siempre, y que por muchas causas no había podido realizar. Otra de ellas se refería á la reforma de los monasterios, y mandaba se viesen los poderes de los reformadores y conforme á ellos se les diese favor y ayuda, y no más.
Otra de las providencias que más honran á la reina Isabel, y que es de lamentar no se cumpliese, siquiera por haber sido dictada en el artículo de la muerte, fué la relativa al trato que se había de dar á los naturales del Nuevo Mundo. Sobre esto encargaba y ordenaba al rey y á los príncipes sus sucesores, que pusieran toda la diligencia para no consentir ni dar lugar á que los naturales y moradores de las Indias y Tierra Firme, ganadas y por ganar, recibiesen agravio alguno en sus personas y bienes, sino que fuesen bien y justamente tratados, y si algún agravio hubiesen ya recibido, que lo remediasen y proveyesen.
¡Admirable mujer, que al tiempo de rendir su espíritu se acuerda de los habitantes de otro hemisferio, y no se despide de la tierra sin dejar consignado que es una obligación de humanidad y de justicia tratar benignamente á los infelices indios! ¡Cuan mal se habían de cumplir con aquellas razas desventuradas las benéficas intenciones y mandatos de la piadosa Isabel!
Su conciencia abrigaba algunas dudas acerca de la legalidad del impuesto de la alcabala, y manda á sus herederos y testamentarios que con una junta de personas de ciencia y conciencia averigüen bien y examinen cómo y cuándo y para qué se impuso aquel gravamen, si fué temporal ó perpetuo, si hubo ó no libre consentimiento de los pueblos, y si se ha extendido á más de lo que fué puesto en un principio; y vean si justamente se pueden perpetuar y cobrar tales rentas sin ser fatigados y molestados sus subditos, dándolas por encabezamientos á los pueblos, ó si se pueden moderar, ó tal vez suprimir para que no sufran vejaciones y molestias; «y si nescesario fuere (añade), hagan luego juntar cortes, é den en ellas orden qué tributos se deban justamente imponer en los dichos mis reinos para sustentación del dicho Estado Real dellos, con beneplácito de los dichos mis reinos, para que los reyes que después de mis dias en ellos reinasen lo puedan llevar justamente.»
Tales fueron los últimos actos de gobierno de esta magnánima reina, ordenados en el lecho y en las vísperas de la muerte.
A pesar de la prolongación de su enfermedad y del convencimiento de que no había humano remedio para ella, el pueblo no podía resignarse con la idea de ver desaparecer el benéfico genio que tantos años había velado por su felicidad y bienestar. Isabel, arreglados sus negocios temporales, no pensó ya más que en aprovechar el breve plazo que le quedaba para dar cuenta á Dios de sus obras, bien que toda su vida hubiera sido una continua preparación para la muerte. Recibió, pues, los sacramentos de la Iglesia con aquella fe y aquella tranquilidad cristiana que es símbolo de la beatitud. Cuéntase que para recibir el óleo santo de la Extremaunción no consintió que se le descubrieran los pies, llevando en el último trance el recato y el pudor al extremo que había acostumbrado toda su vida. Finalmente, el miércoles 26 de noviembre (1504), poco antes de la hora del mediodía pasó á gozar de las delicias eternas de otra mejor vida la que tantos beneficios había derramado en este mundo entre los hombres. Se hallaba en los cincuenta y cuatro años de su edad, y era el treinta de su reinado. Nunca sin duda con más razón vertió el pueblo español lágrimas de dolor y de desconsuelo.
No extrañamos que un hombre como el ilustrado Pedro Mártir de Angleria, que acompañó tanto tiempo aquella magnánima reina, y conocía de cerca su bondad y sus virtudes, y se halló presente en su muerte, escribiera en aquellos momentos afectado y transido de dolor: «La pluma se me cae de las manos, y mis fuerzas desfallecen á impulsos del sentimiento: el mundo ha perdido su ornamento más precioso, y su pérdida no sólo deben llorarla los españoles, á quienes tanto tiempo había llevado por la carrera de la gloria, sino todas las naciones de la cristiandad, porque era el espejo de todas las virtudes, el amparo de los inocentes y el freno de los malvados: no sé que haya habido heroína en el mundo, ni en los antiguos ni en los modernos tiempos, que merezca ponerse en cotejo con esta incomparable mujer.»
Con arreglo á su testamento tratóse seguidamente de trasladar sus restos mortales á Granada. Al día siguiente una numerosa y lúgubre comitiva, compuesta de prelados, de grandes caballeros y de personas distinguidas de todas las profesiones, salió de Medina del Campo, lugar del fallecimiento de aquella inolvidable reina. Las lluvias que sobrevinieron á poco de la salida pusieron intransitables los caminos. El cielo parecía haberse cubierto de luto, puesto que todo el tiempo de aquel trabajoso viaje no alumbró el sol la procesión funeral. Los ríos y los torrentes inundaban los campos; y hombres, caballos y mulas se inutilizaban ó perecían en los barrancos y en los valles. Después de mil penalidades y trabajos llegó al fin el triste cortejo con el precioso y venerando depósito al lugar de su destino (18 de diciembre), y los inanimados restos de la heroica conquistadora de Granada descansaron, en cumplimiento de su última voluntad, en el convento de San Francisco de la Alhambra, «á la sombra, como dice un elocuente escritor, de aquellas venerables torres musulmanas, y en el corazón de la capital que con su noble constancia había recobrado para su reino.»
«Su urna, dice con más laudable entusiasmo que gusto de estilo el autor de las Memorias de las Reinas Católicas, debe ser adornada con extraordinarios relieves. Ruecas, Abujas y Lanzas se pueden hermanar en la que de tal suerte manejó las unas, que no supo desairar las otras. Cruces, Mitras y Cetros debes poner por blasón en la que militaba en sus conquistas por la fe; en la que empeñó su poder por restablecer la disciplina de la Iglesia; en la que fué irreconciliable enemiga de la superstición. No quisiera te distrajeses á formar inscripción de la nobleza de sus ascendientes: di que sabemos los padres; pero no de quién heredó la heroicidad del ánimo. Manda hacer un gran plano de mármol en la frente de su urna para esculpir el epitafio; pero no te fatigues en discurrir elogios. Yo daré la inscripción. En toda esa gran tabla no has de esculpir mas que esto: ISABEL LA CATÓLICA. Pero puedes añadir lo que el Sabio dijo de la temerosa de Dios: Ipsa Laudabitur : por sí misma será ella alabada.»