Había algo en la muerte que no podía tocarse, no podía encerrarse en un frasco de laboratorio ni encerrarse en un ataúd bien barnizado. Algo que no obedecía ni a los microscopios ni a las autopsias. No era la muerte, pensaba el hombre junto a la ventana, sino mi muerte. Y eso era lo inquietante.
La muerte corporal, esa que desciende como un velo sobre los párpados, que apaga la lámpara y deja solo el zumbido del universo en la distancia, no era todavía la suya. Podía ver cuerpos dejar de moverse, amigos cerrar los ojos para siempre, madres con las manos frías, niños cuyos juguetes no volverían a ser recogidos. Pero eso, por más que doliera, no era su muerte. Era otra cosa. Algo que le ocurría a los otros. A “cualquiera”.
Y sin embargo, se decía mientras las motas de polvo bailaban en el rayo de sol como almas sin dueño, la muerte solo es muerte cuando yo me muero. No hay sustituto, ni metáfora. Ni siquiera el amor alcanza a prestarle un sentido. El amor… ¡Ah! El amor no dejaba morir del todo. Porque si te sigo amando, si aún encuentro tu nombre encendido como una luciérnaga en mi memoria, entonces no estás del todo muerta. Porque, decía Gabriel Marcel, “Toi que j’aime, tu ne mourras pas.” Tú, a quien amo, no morirás.
Esa certeza se aferraba al alma como la hiedra al muro calcinado. Porque la muerte ajena era sospechosamente irreal. La muerte de alguien que fue, para mí, una persona. No un cuerpo. No un historial clínico. Una persona. Esa muerte no encajaba en los pliegues de lo pensable.
Los libros lo habían dicho con otros labios. Heidegger susurraba que “la muerte, en cuanto que es, es mi muerte.” Y Jaspers: “La muerte es impensable.” Como una habitación sin puertas ni ventanas. Como una página en blanco donde no cabe palabra alguna. En el fondo, musitaba el hombre junto al cristal empañado, nadie ha muerto nunca para mí. Solo han desaparecido.
Y sin embargo, allí están los cementerios, los seguros, los hospitales que cosen heridas imposibles con hilo estadístico. Allí están los ritos, los mármoles con nombres, las flores de plástico. Son la forma en que los vivos se blindan contra la pregunta que no saben formular: ¿qué significa morir?
Lo cierto es que la muerte no se representa, no se asoma. Solo se presiente en los temblores del sueño, en el desmayo que nos roba el mundo, en la anestesia que nos convierte en pura materia sin historia. La muerte, en su sentido más íntimo, es perder el mundo. Es quedarse solo. Y no solo sin compañía: solo sin mundo.
Entonces, el cuerpo que antes era puente entre yo y la risa de los otros, entre yo y la calle mojada, entre yo y el árbol, se hace piedra. Ya no brilla. Ya no me lleva a ninguna parte. Se vuelve opaco. O, como decían los antiguos, tenebroso. Se cierra. Y uno se queda allí, en un cuarto sin puertas, sin ventanas, sin relojes. Solo. Eso es la muerte.
Pero aún así, decía el hombre mientras la sombra de la tarde se derramaba sobre sus pies, hay algo que la muerte no puede llevarse: el amor. Porque si yo aún te amo, si todavía me haces falta, si tu ausencia me deja sin aire como un pez sobre la arena, entonces no te has ido. Porque “Sólo a una mujer amaba, / que fue verdad veo yo / en que todo se acabó / y esto solo no se acaba”, como dijo Segismundo al despertar y comprobar que todo había sido sueño. Todo acaba, menos lo que de veras amamos.
Y por eso, ¡oh, misterio intacto!, aún el cadáver tiene dignidad. Lo tocamos como si fuese un relicario. Sabemos que ya no eres tú. Pero es tuyo. Tu forma. Tu signo. Tu presencia deshecha. Es como tocar la ropa de quien ya no vuelve, y, sin embargo, saber que no está vacía del todo.
Por eso Ulises debió volver y enterrar a Elpénor. No por obediencia a los dioses. Sino por respeto al abismo. Porque el cuerpo sin sepultura nos recuerda que hay algo en nosotros que no se deja enterrar.
Así es: la muerte no se experimenta. Solo se imagina. Y en ese imaginar la rozamos. Nos tiembla la piel. Se nos escapa el mundo entre los dedos. Pero todavía no.
Todavía estamos vivos. Y mientras el amor persista, la muerte no será del todo real. A lo sumo, un paréntesis entre dos fogonazos.
Un silencio que aún no ha aprendido a durar.