Archivo de la categoría: Economía

El sueldo del legionario

En sus Discursos políticos (1), “Discurso tercero. Sobre el dinero”, Hume se apoya en el libro IV de los Annales de Tácito para traer a colación que un soldado de Roma cobraba un dinero al día, lo que equivale a algo menos de ocho sueldos de su tiempo en Inglaterra. Un emperador mantenía normalmente unas veinte y cinco legiones, que a cinco mil hombre por legión suman un total de ciento veinticinco mil. Había también legiones auxiliares, pero, siendo variables su número y la paga de de sus legionarios, no es preciso tenerlas en cuenta aquí. Si se cuentan solo los soldados rasos, la paga de las veinticinco legiones no iban más allá de 1.600.000 libras esterlinas de la época de Hume, lo que es bien poco en verdad, pues, como él dice, el Parlamento Inglés había concedido para la última guerra 2.500.000 libras. Hay 900.000 de diferencia, que podrían haber bastado para pagar a los oficiales y atender otros gastos de las legiones de Roma. Y habría sobrado a buen seguro, pues en estas legiones había muy pocos oficiales en comparación con los que hay en los ejércitos modernos. Además la paga de aquéllos era muy exigua. Un centurión, por ejemplo, solo cobraba el doble que un solado, según dice Tácito en el libro I de sus Annales. A esas soldadas hay que descontar además el coste de la tienda, las armas y la ropa, que el emperador se cobraba del sueldo del legionario. Luego resultó muy barato mantener un ejército tan poderoso como el de Roma y extender los dominios del Imperio a todo el mundo conocido. Roma no dispuso de grandes cantidades de dinero ni siquiera después de la conquista de Egipto.

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Newton y la bolsa

Newton se sabía capaz, según él mismo dijo, de calcular los movimientos de los astros en el cielo, pero no la locura de la gente en la tierra. Confiado en que las trayectorias de la insania tienen alguna regularidad, el año 1720 vendió sus acciones en la Compañía de los Mares del Sur y ganó 7.000 libras, el 100% de lo que había invertido, pero, yendo en pos de su buena estrella, volvió a tentar su suerte en un momento posterior de máxima efervescencia de la bolsa, lo que le llevó a perder unas 20.000, que equivalen a más de tres millones de dólares actuales. Después de aquel descalabro prohibió que se nombrara en su presencia la Compañía de los Mares del Sur.
El coeficiente intelectual de Sir Isaac Newton ha debido ser uno de los más elevados de la especie. Sin embargo, al dejarse contagiar del entusiasmo bursátil de la gente se portó como un estúpido. Entre la sabiduría y la necedad hay un corto paso que muy pocos son capaces de no dar.
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Salvemos el euro

Los bancos centrales, tanto en Europa como en Estados Unidos, se dedican en gran parte a permitir y fomentar la expansión ilimitada del crédito sin respaldo en el ahorro real, lo cual, alentado por grupos de interés, como los partidos políticos, los sindicatos y las entidades financieras dedicadas a la especulación, tiene que conducir de forma recurrente a que la institución financiera en su conjunto se halle al borde del colapso, a que quiebren muchos bancos y cajas de ahorro y a que se desplome la producción económica. Ésta es la dolorosa lección que estamos aprendiendo en estas fechas. Un sistema financiero así es fuente constante de inestabilidad económica.
Es, por otra parte, un grave atentado contra el derecho de propiedad el hecho de que los bancos no estén obligados por la ley a mantener el cien por cien del coeficiente de caja, lo cual entra en el terreno de la ética. Esto se evitaría volviendo al patrón oro, pues entonces habría una base monetaria que los poderes públicos no podrían manipular y sometería a una disciplina estricta a muchos agentes sociales y sus tendencias inflacionistas. También disciplinaría a los ciudadanos particulares, que no encontrarían el medio de endeudarse y dejar pender su futuro y el de sus hijos del hilo del crédito fácil.
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La crisis del 29

La crisis de 1929 llegó de forma inesperada casi para todos. A algunos, sin embargo, les resultaba familiar la música. La situación anterior a ese año les recordaba la burbuja del tulipán, la del salami, la del Partido Único, etc. Los beneficios eran demasiado fáciles. Los billetes eran como las hojas de los árboles en otoño. Joe Kennedy, el fundador de la dinastía de los Kennedy fue uno de los que percibió la canción cuando, según se cuenta, recibió de su limpiabotas el consejo de comprar acciones del ferrocarril y el petróleo, lo que le hizo pensar que si todo el mundo podía comprar acciones y un limpiabotas sabía predecir el futuro era porque había una sobrevaloración excesiva en el mercado. Por ese motivo vendió todo y no volvió a comprar. La burbuja había llegado a su máxima expansión. Solo faltaba el ligero roce que la hiciera explotar. Los economistas no se ponen de acuerdo todavía en cuál fue ese motivo, pero eso importa poco. El año 1929, en septiembre, había estallado el crac del Photomatón en Londres. Se trataba de una sociedad cuyos artilugios, hoy llamados con su nombre, o sea, fotomatones, se han extendido por todo el planeta. Quebró unas semanas antes del crac. Como aquellas máquinas representaban la tecnología más avanzada del momento y la gente no entendía bien su utilidad, se alarmó en seguida: “¿no será todo un negocio ficticio? ¿qué clase de producto fabrica un fotomatón?, ¿y la radio, los coches, la seda artificial, las plumas estilográficas, etc.?, ¿no será todo un castillo de naipes?”   Además, muchas empresas recién creadas creaban a su vez otras empresas hijas, las hijas creaban otras y unas se compraban acciones a otras sin que ya nadie distinguiera las hijas de las madres o las nietas. Era cierto que todos los valores subían, pero nadie sabía por qué y se empezó a creer que había gato encerrado en el mercado de acciones. De pronto todos pensaron que aquello no podía seguir así. La tormenta empezó el 22 de octubre. Ese día tuvo lugar la primera oleada de ventas. Al día siguiente, sin embargo, los valores volvieron a su nivel anterior. Había sido un susto nada más. Así lo creyó la mayoría porque le convenía creerlo así. Y como el día anterior los precios habían bajado, muchos volvieron a comprar, provocando nuevas subidas. Los motivos para convencerse no faltaban. El Diario de Wall Street lo reflejó así: “Solo es una reacción de Bolsa, natural y saludable. Ciertos títulos se vendían por encima de su valor intrínseco y era necesaria una enmienda”.   “Valor intrínseco”… Es una insensatez. Las cosas no tienen valor intrínseco. Que su precio suba a las alturas o descienda al abismo no depende de ellas, sino del estado de ánimo de una multitud de individuos, el cual puede cambiar cada día.   Los banqueros, reunidos en casa de J. P. Morgan II, ya ventearon el grave peligro. Decidieron inyectar una enorme cantidad de dinero, doscientos cuarenta millones de dólares de entonces, en Wall Street. Pero no fue más que un alivio pasajero. De pronto todo el mundo quiso salir por la misma puerta. Las llamadas a la calma no sirvieron de nada. La gente había perdido la cabeza. Todos vendían y nadie compraba. Hubo un jueves negro, un martes negro, etc., y en el mes de noviembre los precios llegaron al suelo.   Las acciones de General Motors habían bajado desde 92$ a 1,25$, las de General Electric desde 220$ a 20$, las de Chrysler desde 135$ a 5$, las de Radio Corporation desde 115$ a 3,50$, las de New York Central desde 256$ a 5$, las de Montgomery Ward desde 70$ a 3$, las de United Steel desde 375$ a 22$.   Los valores bajaron y los suicidios subieron. A un caballero que pidió una habitación elevada en un hotel-rascacielos le preguntó el conserje si era para dormir o para saltar. Algunas estadísticas son dignas de conocerse: -179.397 maridos abandonaron a sus amantes porque les resultaban demasiado caras. La moral salió fortalecida en este asunto. -123.884 especuladores que habían ido a Wall Street en Cadillac regresaron a su casa a pie. -111.835.248 monedas de cinco centavos fueron acuñadas por la Casa de la Moneda para gentes que nunca habían tomado el metro.   Cosas de los americanos.   Sigue leyendo

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La deuda estatal

En ontología se aprende que todo ser es limitado porque es él en exclusiva y no puede ser lo que es otro. En economía se aprende un principio parecido: que los recursos son escasos porque lo que un sujeto consume no puede ser consumido por otro. En los dos casos son afirmaciones de valor universal y necesario. Lo que yo soy no puedes serlo tú. Lo que yo gasto no puedes gastarlo tú. Uno queda fuera del ser del otro. Uno es expulsado del consumo por el otro. Así de sencillo e incontestable es en ambos casos.
Aplíquese ahora este principio general de la economía a la deuda pública y la escasez de crédito para familias y empresas.
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La burbuja del salami

En todas partes hay burbujas. Son una de las distracciones más queridas por los niños. El titiritero aparece tarde o temprano en la plaza del pueblo, pone en funcionamiento su artilugio y sus mañas y exhibe ante los asombrados ojos infantiles unas burbujas más y más grandes que él extrae del agua jabonosa. Alguna es más grande que las demás. Se levanta majestuosa y lenta en el aire, más y más grande cada vez. Las caras de los niños se llenan de alegría… hasta que de pronto la burbuja estalla y solo quedan unas cuantas gotas sobre el suelo. Pero no importa mucho. Hay otras y otras. Esta que ahora os cuento se hinchó en Budapest hace muchos años. Allí tenía su asiento la famosa Sociedad Anónima del Salami Húngaro. El salchichón que salía de aquella fábrica era exquisito y hacía las delicias de los húngaros. Muchos creían incluso que superaba al salami de Milán. Las ventas y exportaciones no paraban de subir. La Sociedad Anónima del Salami Húngaro cotizó en Bolsa. Sus acciones empezaron valorándose en cincuenta coronas, pero llegaron muy pronto a trescientas. Algunos especuladores creyeron que aquella cotización era excesiva y se constituyeron en un sindicato para ir a la baja con el fin de hacer dinero cuando se derrumbara la cotización de aquel fino manjar. Habían calculado bien y de modo racional, pero no habían tenido en cuenta que en estas cosas muchas veces manda más Afrodita que Atenea. Había una mujer muy hermosa casada con un banquero y especulador de la ciudad. Además de la esposa y el marido había otro, afiliado al sindicato de bajistas. Ella se había encaprichado de un maravilloso collar de perlas de una joyería de la calle La Paz. El del sindicato quería regalárselo, pero no le era posible. ¿Cómo justificaría ella ante el marido un regalo como ése? Entonces se les ocurrió una estratagema. El amante acordó con el joyero el pago de tres cuartas partes del collar con la condición de que lo dejara en el escaparate con el fin de ofrecérselo al marido por el resto del importe. Al encontrarlo tan barato, éste no dejaría pasar la oportunidad de regalárselo a la esposa. El collar se quedó en el escaparate, según lo acordado, aguardando al incauto banquero. Al poco tiempo llegó éste a la joyería guiado por su mujer, que de inmediato se deshizo en alabanzas de la joya y suplicó a su marido que se la regalara por su cumpleaños. El banquero accedió, pero al conocer el precio dijo a la bella que le parecía muy mal regalarle algo tan barato. En cuanto pudo, el hombre volvió solo a la joyería, pagó el poco dinero que el joyero le pedía y marchó a casa. Antes de que llegara, el joyero ya había llamado por teléfono a la esposa avisándole de que la trampa había funcionado a la perfección. La bella mujer esperó el regalo. Pero el regalo no llegó. Pasó un día, luego otro y otro y el marido no se lo entregaba. Investigó la causa de tan extraña conducta. Y se enteró, como toda la ciudad, de lo que había sucedido cuando el collar apareció en el cuello de la prima donna más bella de Budapest. La venganza había sido sutil y efectiva, pero el marido despechado quería más. Ahora tenía que matar a su rival, pero sin ruido de pistolas ni de espadas. Los duelos le parecían algo vulgar. Su rival era un especulador a corto. La especulación a corto consiste en alquilar acciones cuando uno cree que su precio va a bajar obligándose a devolverlas en un plazo fijado de antemano. Una vez alquiladas, las vende de inmediato. Si bajan, las vuelve a comprar y las devuelve a su alquilador, quedándose con la diferencia. El banquero se apoderó casi de todas las acciones del salami, lo que provocó un alza de los precios. Pasaron de 100 a 1.000, a 2.000, a 3.000 e incluso más. Llegó a acudir a capitales extranjeros para comprar más y provocar un alza superior aún. Cuando llegó el plazo de devolución para los bajistas, éstos no tuvieron más remedio que comprar a un precio que era hasta cien veces superior al del principio. Su ruina fue total. Pero la alegría del marido se esfumó pronto. Al poco tiempo las acciones, que él había comprado a precios altísimos, cayeron a plomo hasta el punto de que apenas tuvieron valor y no encontró comprador para ellas. Final de la historia. El joyero se trasladó a Nueva York, donde continuó su negocio con éxito. El amante quedó arruinado y emigró a algún lugar de Hispanoamérica. El banquero se suicidó en París. La esposa adúltera emigró a Italia y allí vivió en la pobreza. La prima donna mudó su residencia a Hollywood. Nadie sabe lo que pasó con el collar. Sigue leyendo

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