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La primera izquierda
La primera izquierda, la que toma su nombre del lugar en que sus miembros estaban sentados en la Asamblea de 1.789, a la izquierda de la presidencia, es la que se opone a la alianza del Trono y el Altar del Antiguo Régimen. El Régimen mismo se convierte retrospectivamente en Antiguo por virtud de los própositos revolucionarios, que buscan subvertir la estructura socio-político entonces existente. La acción analítica empezó a romper los moldes en que habían estado contenidos hasta el momento los franceses con el fin de que todos quedaran libres y fueran iguales entre sí, como libres e iguales son los átomos de un gas contenido en un globo. La manera de conseguirlo fue transformar en ciudadanos a los que habían venido siendo súbditos. La diferencia entre unos y otros estriba ante todo en que los primeros responden a un proyecto universalista y los segundos no pueden ser pensados al margen de la Monarquía. El proyecto de la ciudadanía tiene la vista puesta en la humanidad que habita el planeta Tierra. A ese proyecto responde, por ejemplo, el que se dotara a todo el mundo, y no a los franceses en exclusiva, de un sistema universal de pesas y medidas en la Academia de las Ciencias en 1792. Como es sabido, algunos países, como Inglaterra o Estados Unidos, no entraron en aquel plan.
En vista de lo cual debe afirmarse que si la defensa de los grupos del Antiguo Régimen y la alianza del Trono y el Altar fue lo que definió a la primera derecha, la cual existió solo como resultado de la acción de la primera izquierda, es una traición a todas las clases de izquierda generadas desde entonces un proyecto como el de Blas Infante, que pretende subordinar nuevamente lo político a lo religioso, la Nación al Altar, si bien a un altar musulmán. Algo semejante hay que decir de los partidos que propugnan la vuelta a los reinos medievales, incluso del PSOE cuando participa, promueve o “comprende” los propósitos de éstos. Pero este asunto no debe ocuparnos ahora.
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Publicado en Filosofía práctica, Política
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Izquierda en sentido propio
Un movimiento es de izquierdas o de derechas en sentido político si tiene que ver con el Estado, con su fortalecimiento y debilitamiento. Si no tiene nada que ver con él, entonces no es una cosa ni la otra. G. Bueno llama a los primeros definidos e indefinidos a los segundos. Estos últimos, queriendo acogerse al prestigio que da el poderse llamar “de izquierdas”, se tienen por tal, pero están lejos de serlo. Se trata de las vanguardias artísticas, de algunos movimientos rebeldes, los perroflautas, las ONGs que se sitúan contra la globalización, algunos movimientos anticulturales, religiosos etc., que en muchas ocasiones se sostienen sobre las subvenciones que los propios Estados les otorgan. Si acaso son izquierdas en un sentido impropio. Se parecen a las izquierdas en sentido propio en que, lo mismo que éstas se oponen a la derecha conservadora, ellas se oponen a la tradición o a lo que juzgan como tal. En todo caso, lo que hacen casi nunca tiene nada que ver con la acción política, sin perjuicio de que algún partido político lo aproveche para sus fines. ¿O habrá que aceptar que la música de Stravinski y la pintura de Dalí, que eran ambos de derechas, ha contribuido en algo a los objetivos de la izquierda porque se trate de actividades artísticas de vanguardia?
Puesto que aquí se toman en consideración las izquierdas en sentido propio y no figurado o impropio, se dejarán por ahora de lado esas agrupaciones que se dan a sí mismas un nombre que no las designa para, una vez establecidos los límites de las primeras, señalar el terreno que resta para las segundas. No serán pertinentes, en consecuencia, aquellos casos en que a alguna izquierda se le quieran añadir rasgos como la tolerancia, la mirada hacia el futuro, el pacifismo, la salud, la preferencia por unas fechas históricas, la manera de vestir, los modismos del habla, las preferencias culinarias, etc.
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¿Izquierda nihilista?
Aunque la primera tarea emprendida por la izquierda (tarea que la constituyó como la primera izquierda que ha existido) fue la trituración del orden político existente, aunque la finalidad (finis operis) implícita en su empresa era la aniquilación de todas las estructuras hasta llegar al átomo inexistente del hombre desprovisto de atributos, aunque su empeño destructivo fue sin duda llevado adelante sin hallar obstáculos que lograran impedirlo, no por ello ha de calificarse como nihilista aquel impulso. La primera izquierda empezó destruyendo cuanto encontraba a su paso, pero su propósito no era la destrucción misma, en lo cual consiste el nihilismo, sino un orden más justo que el que había habido hasta entonces.
El nihilismo es más propio de los movimientos milenaristas, que comenzaron ya en el alba del cristianismo y continúan vivos en la actualidad, y suele aparecer asociado a creencias religiosas que propugnan la destrucción a sangre y fuego de los malos con el fin de que empiecen la era definitiva de bienaventuranza para los buenos. Ni siquiera Bakunin y otros anarquistas deberían ser entonces calificados de nihilistas, pues, según ellos, la destrucción es creadora del nuevo orden.
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Siete conclusiones provisionales
Antes de seguir adelante, expongamos las siguientes siente conclusiones provisionales:
1. La primera es que la Nación política es esencialmente republicana. Solamente si se derrotaba a las potencias enemigas se detenía la disolución de la Nación en el agua del Reino Absoluto, que podría haber adquirido la forma de una República Universal de Primates. Las potencias enemigas, no se olvide, apoyaban a la derecha reaccionaria o conservadora del interior. No es una casualidad que el mismo día en que el ejército prusiano era vencido en la batalla de Valmy, el 20 de septiembre de 1792, cuando las tropas de Kellerman gritaron “¡Viva la Nación!”, en vez de “¡Viva el rey!”, como hasta entonces habían hecho, se proclamara la República por una Asamblea de 750 diputados, cada uno de los cuales contaba con el atributo de la soberanía que antes había correspondido al rey.
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La Idea de nación
El curso del nacimiento de una Nación política se parece al curso de la constitución del Cuerpo Místico de Cristo. En palabras del Apóstol San Pablo: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gálatas 3, 28). De un modo semejante, se pudo decir (y Danton lo dijo casi literalmente) cuando se instauró la Nación francesa: “ya no hay normandos, ni corsos, ni burgundios, ni galos, pues somos todos franceses”. También cuando se instauró la Nación española: “ya no hay castellanos, catalanes o navarros, sino solo españoles”. En cierto modo lo dejó dicho el poeta portugués Luís Vaz de Camões o Camoens (1524 – 1580): “portugueses y castellanos, todos españoles”.
Estas reminiscencias teológicas en el terreno político no son casuales, pero no deben ser tratadas ahora. Quede claro en todo caso que para que naciera la Nación francesa había que dejar de lado los orígenes galos, normandos, etc., de los habitantes de Francia. La Nación política ofrecería a todos ellos un terreno nuevo, el terreno de una sociedad política de nuevo cuño de la que todos, clérigos, campesinos, burgueses, nobles, etc., todos los que luchaban contra el rey como soberano, contra la soberanía del rey, fueran miembros por igual.
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Nacimiento de la nación
La nación política francesa no surgió de una inexistente humanidad constituída por individuos universales desprovistos de tradición, lengua, religión, etc., sino de la monarquía borbónica, cuyos súbditos eran católicos, hablaban francés, estaban ordenados en grupos como familias, gremios, estados, etc. Lo que sucedió fue que, una vez que la tarea de análisis destruyó las paredes de estos grupos y puso a los individuos frente a frente como iguales entre sí, hubo que emprender la de síntesis, es decir, la vuelta a la composición de tales individuos en unidades mayores, y se halló que la anterior entidad política del Antiguo Régimen ya no existía y no hubo más remedio que refundir el todo en otra unidad, la nación.
Pero la nación no era histórica ni étnica. Esta clase de nación, a la que pretenden volver de manera ridícula los secesionistas españoles de la periferia, no constituye una entidad de orden político. Aunque los nombres coincidan, la nación política es una entidad de nuevo cuño que brotó de la monarquía anterior. Los revolucionarios pudieron quizá pensar que estaban creando una sociedad nueva a partir de la nada, pero era una ilusión. Ni en la historia ni en la naturaleza sucede nunca nada semejante. La monarquía del Antiguo Régimen se transformó en una Nación Republicana por obra de los jacobinos. Ello no significa que fuera nueva en algo más que en la doctrina que apoyó el nuevo orden de cosas, es decir, en la doctrina sobre la fuente de la soberanía, que para el Estado del Trono y el Altar era la teología política según la cual Dios da el poder directamente al monarca y para la nueva república es el pueblo, que ocupa el anterior lugar de Dios, el que lo da a quienes dicen estar en su lugar o representarlo. Ambas doctrinas son sumamente confusas, pero han tenido fuerza suficiente como para justificar regímenes políticos duraderos. La diferencia, con todo, era importante, pero era una diferencia que no traía consigo otras. Así, el nuevo orden conservó el centralismo administrativo que Luis XIV había puesto en marcha con suma eficacia. Los revolucionarios se encontraron con un poder que no habían soñado que fuera tan grande y se dedicaron a administrarlo según su criterio.
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