Santo Tomás de Aquino

Las obras de Aristóteles no fueron bien recibidas por la cristiandad medieval. Transmitidas a través de árabes y judíos, traían el sello de la infidelidad religiosa. De hecho la Universidad de París prohibió su lectura en 1210. Más tarde hubo algunas otras prohibiciones, si bien apenas tuvieron seguimiento.

Pese a todo, el extraordinario vigor filosófico y teológico del cristianismo medieval se mostró menos en la superación de esos obstáculos que en la admirable reinterpretación de Aristóteles, una empresa que corrió a cargo de dos dominicos: San Alberto Magno y su alumno Santo Tomás de Aquino.

El sistema de ideas desplegado por Tomás de Aquino es una síntesis semejante a la que al final del periodo clásico había construido el propio Aristóteles. En su obra confluyen las tradiciones griega, latina, cristiana, judía y árabe. Es un error, por tanto, presentar la filosofía del Aquinate como una cumbre de la historia cristiana. En rigor, es una cumbre universal.

El objeto de ese sistema omnicomprensivo lo constituyen Dios y la naturaleza, dos conceptos lo bastante amplios como para dar cabida en su seno a la totalidad de lo real. Las ciencias particulares se ocupan de objetos concretos y limitados. La filosofía especifica los principios universales en que se sostienen. Especifica también los de la teología revelada, cuyo contenido es el de más alto rango. Es así porque la fe es superior a la razón, si bien es también realización de la razón. No hay fisuras entre ambas en el templo del saber.

En la visión tomista lo superior ordena lo inferior. Dios, que se halla en la cúspide de la realidad, rige el universo y, en orden descendente a partir de Él, cada cosa sigue su naturaleza en pos de su bien y su perfección propios. Ninguna carece de valor y todas poseen su grado de bondad en el orden perfecto del conjunto. En el hombre, por ejemplo, el cuerpo material es bueno y, al ser inferior al alma, es gobernada por ésta. El alma a su vez es gobernada por Dios.

Algo semejante sucede en la vida social y política, pues la sociedad es también un sistema encaminado a su propia perfección, donde lo superior ha de guiar y conducir a lo inferior. En ella tiene lugar un intercambio constante de bienes materiales y espirituales encaminado a la vida buena. El campesino ofrece alimentos, el clérigo rezos y rituales religiosos, el guerrero la defensa de todos, el artesano enseres artificiales, etc. En ese conjunto de intercambios consiste la sociedad. Para el buen orden de la misma es preciso que alguien la dirija, como Dios dirige al alma y ésta al cuerpo.

De ahí deriva la justificación del dirigente. Ni el poder que ejerce sobre sus súbditos ni la riqueza que les arrebata en forma de impuestos deben ir más allá de lo necesario para conservar el buen orden de los intercambios, de manera que los individuos puedan llevar una vida feliz y virtuosa y, en última instancia, aspirar a la vida celestial. Esta última, no obstante, está más allá del poder humano y no debe ser impuesta por el dirigente.

El dirigente debe ante todo contener su acción dentro de los límites de la ley. Si los traspasa se convierte en tirano y se hace aborrecible. Pero no debe ser asesinado. La defensa del tiranicidio que Juan de Salisbury había incluido en su Policraticus es rechazada por Santo Tomás. En lugar de eso, dice que el súbdito tiene derecho a resistir al tirano siempre que con su acción no provoque un mal mayor que el que pretende eliminar.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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