En el mundo medieval la santidad de la ley era incuestionable. Esa convicción era también la de Santo Tomás de Aquino, que por ello no veía siquiera necesario justificar su existencia. Su problema era otro: relacionar la ley divina y la humana. A ello le movía no solo su inclinación por hallar la armonía en todas partes, sino también su seguridad de que la ley humana tiene una función que no se limita a la mera organización de las relaciones entre los hombres, pues engarza en la legislación general que rige este mundo que Dios ha creado. Puesto que es una parte de un todo mucho más amplio, un gobernante ilegítimo, un tirano, es algo peor que eso: un rebelde contra los planes de Dios, un infractor del orden universal.
No se trata de que la naturaleza esté gobernada por una voluntad divina ejercida por medio de milagros o, menos aún, de modo caprichoso. Es más bien lo contrario. Las cuatro formas que tiene para Tomás la ley son cuatro formas de realización de la razón. Ésta es siempre la misma, pero se manifiesta en cuatro niveles: la ley eterna, la natural, la divina y la humana.
Hablaré en esta entrada de las dos primeras y dejaré las otras dos para una entrada posterior.
La ley eterna es la razón de Dios que ordena todo lo real de acuerdo con un plan. Dado que la razón del hombre es finita, no puede comprender del todo ese plan, pero el hombre participa de él. La razón eterna del mundo no es irracional. Habría que llamarla más bien suprarracional.
La segunda ley, la natural, es un reflejo de la razón de Dios en todas y cada una de las cosas. En el hombre se muestra en la máxima primera de su razón práctica: el bien ha de hacerse y el mal ha de evitarse.
Puesto que no existe un solo ser que sea malo, no es difícil saber en qué consiste el bien, pues ha de ir en paralelo con sus inclinaciones naturales.
De éstas, la primera y más general es la que comparte con todas las sustancias y consiste en la tendencia a preservar el ser propio. Esta es una inclinación y en eso consiste el bien que debe hacerse. De tal inclinación da prueba incluso el suicida, cuyo acto afirma el vivir, por más que niegue el vivir de cierta manera.
La segunda corresponde al alma animal y comprende tendencias como el alimento y el sexo, que también son buenos y moralmente deseables.
La última procede del alma racional y abarca el deseo de la verdad y la vida en sociedad. Uno se manifiesta en que nadie permanece en la falsedad a sabiendas. El otro en que un hombre no se basta a sí mismo, como habían dicho Platón y Aristóteles.