Los seres contingentes

Para que la fe cristiana en la creación del mundo pueda ser verdadera se requiere que los objetos que componen el mundo tengan una consistencia ontológica tal que puedan ser producidos sin contar con un material preexistente y también aniquilados sin convertirse en otra cosa. La primera opción no parece que esté al alcance de ningún ser natural, pues todo lo que se hace se hace a partir de algo. Eso al menos dicta nuestra experiencia. La segunda tampoco, pues lo que se destruye deja de existir en su forma actual, pero los elementos de que está compuesto quedan disponibles para formar parte de otra cosa. Que nada nace de la nada y que nada desaparece en ella ha sido siempre para muchos filósofos un principio inconmovible de filosofía natural. Un hombre que muere deja de existir como tal hombre, pero el material de su organismo entra en otras combinaciones de la naturaleza. Un hombre que nace se construye con piezas aportadas por sus progenitores, a las que se van adhiriendo otras en el curso de su vida posterior. Y entre la cuna y la tumba no sucede nada que no sea idéntico hasta cierto punto -hasta el mantenimiento de la estructura del organismo- a lo que se da en ambos extremos, pues el cuerpo está sin cesar adquiriendo unas sustancias de su medio y desprendiéndose de otras.

El fundador de la escuela de Elea, Jenófanes de Colofón, expresó este principio del modo más conciso que quepa imaginar. Nada, dijo, se produce y nada deja de existir: si algo nuevo se hiciera, se haría de algo o de nada, pero lo segundo no es posible, pues de nada no se hace algo, y lo primero tampoco, porque entonces ya habría algo antes de hacerse. (V. Fernández Rueda, E., y Giménez Pérez, F., Historia de la filosofía y de la ciencia, Editorial Penta, La Coruña, 2003, página 17)

En contra de este argumento, la doctrina de la creación afirma que sí se produce algo nuevo, lo que lleva consigo el que también pueda aniquilarse. ¿Cómo es esto posible?

Varios argumentos deben tenerse en cuenta antes de responder a esta pregunta.

El primero tiene que ver con el significado de la expresión "a partir de". Se dice que crear es hacer algo a partir de la nada. También que fabricar algo es hacerlo a partir de algún material anterior. Parece así que, lo mismo que se hace una mesa partiendo de la madera, Dios hizo a Adán partiendo de la nada. Muchos entienden por esto que lo mismo que la mesa está hecha de madera, Adán está hecho de nada o que la nada entra en su ser.

Pero esto último no parece posible. La mesa se hace a partir de la madera y es de madera. La expresión "a partir de" apunta en este caso a la causa material aristotélica, lo que no sucede con Adán, donde significa solo orden de sucesión, como al decir que la noche se hace a partir del día. Lo que no es no puede ser materia de lo que es porque habría contradicción. La nada no puede ser entendida como causa material, pues habría entonces algún ser que constaría de no ser.

El segundo argumento tiene que ver con la causa eficiente de Aristóteles, la cual no es requerida necesariamente en la aparición de un nuevo objeto, como Hume puso de manifiesto (V. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro primero, parte tercera, "De los elementos componentes de nuestros razonamientos relativos a la causa y efecto"). No puede probarse por experiencia ni por razonamiento que todo lo que tiene un comienzo tiene también una causa, dice este filósofo. Nuestra experiencia, que es limitada, no puede hacerlo, porque nunca podrá recorrer la totalidad posible de los sucesos para comprobar que en todos ellos se dan juntos y, aunque lo lograra, no se seguiría de ello que deben darse juntos necesariamente, porque una cosa es que algo suceda de un cierto modo y otra que deba suceder así. Tendría que ser la razón quien probara que es imposible que se den separados, pero eso es algo que está fuera de su alcance, porque si dos ideas como la de causa y la de comienzo son distintas entonces pueden separarse en nuestra mente y ésta no viene por tanto obligada a pensar una cuando piensa la otra ni al revés. Es posible por tanto concebir que un objeto no existe en un momendo dado y sí en el siguiente, sin tener que concebir por ello que algo lo ha producido. No hay en ello contradicción alguna y, dado que nuestra razón solo puede probar lo contrario de lo que implica contradicción, no podrá nunca demostrar que lo que empieza a existir tiene una causa.

Luego el razonamiento de Jenófanes de Colofón no prueba lo que pretende probar y queda en pie la idea de que algo puede empezar a existir a partir de la nada. Así lo entiende Santo Tomás de Aquino (V. Summa theologica, I, q. 45, art. 1), quien dice que no solo debe analizarse el origen del ser particular, sino también el de todo ser. Cuando se trata del primero lo nacido no se presupone en su nacimiento y así al brotar el árbol, antes no era ese árbol y de ahí se hizo él. Pero al tratarse de lo segundo, del origen del ser universal, no resulta posible presuponer cosa alguna en su nacimiento. Ahora bien, la nada es la negación de toda cosa. Luego, lo mismo que el árbol se hace a partir de algo que no es árbol, el ser universal se hace a partir de algo que no es ser, es decir, de la nada.

Lo cual prueba, a mi entender, que la estructura ontológica de los seres del mundo es tal que pueden haber nacido de la nada.

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Jerez de la Frontera

Jerez, la antaño industriosa Jerez, que en tiempos concentró casi un tercio de toda la exportación comercial española, es ahora una ciudad fallida, según se ha escrito en un periódico nacional. La que ha exportado su nombre con su vino. Vino que es otra cosa que vino. ¿Cómo se entiende si no que Shakespeare le atribuya las propiedades que le atribuye?:

LANCASTER
Adiós, Falstaff. En mi calidad de jefe hablaré de vos mejor de lo que merecéis.
FALSTAFF
Ojalá tengáis ingenio para hacerlo; valdría más que vuestro ducado. A fe que este mozo impasible no me aprecia, ni hay quien le haga reír. No es de extrañar: no bebe vino. Estos jóvenes tan sobrios no llegan nunca a nada, pues se enfrían tanto la sangre con bebida floja y comen tanto pescado que pillan una especie de clorosis masculina y, cuando se casan, sólo engendran mozas. Suelen ser necios y miedosos, como algunos lo seríamos si no fuera por los estimulantes. Un buen jerez produce un doble efecto: se te sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el jerez la calienta y la hace correr de la entrañas a las extremidades. Ilumina la cara, que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos vitales y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que, reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña. Y esta valentía viene del jerez, pues la destreza con las armas no es nada sin el jerez (que es lo que la acciona), y la teoría, tan sólo un montón de oro guardado por el diablo, hasta que el jerez la pone en práctica y en uso. De ahí que el príncipe Enrique sea tan valiente, pues la sangre fría que por naturaleza heredó de su padre, cual tierra yerma, árida y estéril, la ha abonado, arado y cultivado con tesón admirable bebiendo tanto y tan buen jerez fecundador que se ha vuelto ardiente y valeroso. Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez.
(Shakespeare, Enrique IV, 2ª parte)

La ciudad de Jerez ha fracasado, según dicen. Si fuera una familia o una empresa privada, su Ayuntamiento ya se habría disuelto o habría cerrado. Ahora es un símbolo de otra cosa, de pésima gestión administrativa. Una vergüenza. Con una tasa de paro superior al 35%, una deuda municipal de casi un millón de euros, sin la industria que había tenido hasta hace poco, la única empresa que ha quedado es el Ayuntamiento, empresa improductiva que sin embargo ha dado más empleo que muchas otras de España. El Cabildo gasta en personal 84 millones de euros, pero el año 2004 gastaba poco más de 64. En gratificaciones y productividades, que no en sueldos, ha venido gastando durante la crisis 15,7 millones anuales. De los individuos que reciben sueldos y gratificaciones, tres cuartas partes ocupan su puesto sin haber opositado a él ni haber dado muestras de su capacitación. Lo que no ha impedido que algunos de esos sueldos hayan sobrepasado los 100.000 euros anuales. También se han emprendido obras enormes sin presupuesto, ha aumentado la plantilla en un 25% en cuatro años, etc.

Y ahora resulta que no puede pagar los salarios que con toda justicia y derecho exigen las señoras de la limpieza de los colegios de primaria, de manera que ha habido días en que varios miles de críos no podían asistir a clase o, si lo hacían, era entre la basura. Para sonrojarse. Hay un sindicalista que tiene la solución: "A Jerez se le debe una industrialización". ¿Quién se la debe?

¿Quiénes son los responsables de este desatino? Todos, aunque unos más que otros. Es lo que pasa en toda la nación, solo que Jerez ha devenido símbolo a su pesar:

-Pues bien -dije-, he aquí otra cosa que debes creer también.
-¿Cuál?
-Que cada uno de los particulares asalariados o los que esos llaman sofistas y consideran como competidores no enseña otra cosa sino los mismos principios que el vulgo expresa en sus reuniones, y a esto es a lo que llaman ciencia. Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y supiera por dónde hay que acercársele y por dónde tocarlo y cuándo está más fiero o más manso y por qué causas y en qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y cuáles son, en cambio, las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y, una vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga familiaridad, considerase esto como una ciencia y, habiendo compuesto una especie de sistema, se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay realmente en esas tendencias y apetitos de hermoso o de feo, de bueno o de malo, de justo o de injusto, y emplease todos estos términos con arreglo al criterio de la gran bestia, llamando bueno a aquello con que ella goza y malo a lo que a ella le molesta, sin poder, por lo demás, dar ninguna otra explicación acerca de estas calificaciones, y llamando también justo y hermoso a lo inevitable cuando ni ha comprendido ni es capaz de enseñar a otro cuánto es lo que realmente difieren los conceptos de lo inevitable y lo bueno. ¿No te parece, por Zeus, que una tal persona sería un singular educador?
-En efecto -dijo.
-Ahora bien, ¿te parece que difiere en algo de éste el que, tanto en lo relativo a la pintura o música como a la política, llama ciencia al haberse aprendido el temperamento y los gustos de una heterogénea multitud congregada?
(Platón, República, 493a – 493d)

¿Quiénes han aprendido a hacer halagos a la multitud? ¿Quiénes se han anticipado a sus caprichos y luego los han complacido? ¿Acaso la multitud no se ha sentido muy a gusto con las caricias de sus educadores-políticos? Unos han dado lo que otros deseaban y pocos han hecho algo por saber lo debe desearse y lo que no.

¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde.

Así habla Zeus al principio del canto I de la Odisea

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Esencia y existencia

Dice Sartre en L’Action que todo objeto consta de esencia y existencia. La primera es un conjunto de propiedades que definen al objeto. La esencia del agua, según esto, sería el estar compuesta de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Son propiedades que no pueden desaparecer ni cambiar, pues ya no se trataría de agua, sino de otra cosa. Son propiedades necesarias. Eso es lo que debe entenderse por «propiedades constantes».

La existencia es por su lado una «presencia efectiva en el mundo». Presencia ante algo o alguien, se entiende. Efectiva también y no meramente posible o figurada. Y ha de darse en el mundo, es decir, entre las cosas.

Añade Sartre que para muchas personas la esencia viene antes de la existencia y que esa convicción procede la fe cristiana. Puesto que Dios habría creado el mundo según sus ideas, en las que estaban presentes las propiedades necesarias de las cosas, ha de entenderse que la esencia de cada una de ellas es anterior a su existencia. Esta es una forma de pensar que permanece viva en muchos que no tienen fe, según él.

No le falta razón. Concebir la naturaleza o esencia humana como algo dado con independencia de que haya hombres es algo común a casi todos los filósofos ilustrados y sigue siéndolo de manera más o menos consciente para casi todas las personas de nuestro tiempo.

Es sabido que, según la tesis de Sastre, en el hombre y solo en el hombre estas cosas suceden al revés, pues ahí la existencia precede a la esencia. Venimos a este mundo y no somos nada, una cosa más entre las cosas. Lo que seamos lo construiremos nosotros. Esta es una tarea de la que no podemos evadirnos. Estamos condenados a ser libres, dijo. Con menos dramatismo había dicho Ortega y Gasset varios decenios antes que somos libres por fuerza.

Lo cual es cierto, sin duda alguna. Sartre sostiene además que el modelo al que hemos de ajustar nuestro ser también hemos de construirlo nosotros. En lo cual vuelve a tener razón. La existencia, la vida, es el medio del que hemos de hacer uso para conquistar nuestro ser. Esto no se desenvuelve por sí solo sin que nosotros tengamos nada que ver.

Si esto es lo que significa para Sartre la existencia, un acto de libertad por el que uno se convierte en un santo o en un canalla, habrá que convenir en que dice la verdad. Pero si las ideas de esencia y existencia que él usa se refieren a los antiguos conceptos encerrados en ambos términos, entonces debe estar en un error.

La esencia y la existencia se dan en un ente particular, sin que por sí mismas y de forma separada sean entes. Esto último sería inconcebible. Un ente concreto, un hombre por ejemplo, no se da si no es con ambas. No puede decirse que primero existe y luego es algo ni al revés, pues ello equivaldría a admitir que pueden darse separadas físicamente. Esto es algo que puede y debe decirse de todos los entes, con independencia de que sean humanos o no.

Se ha de añadir algo más. Toda cosa es producida por otra y producida a partir de otra, que en ningún caso puede ser ella misma. Lo que se produce no puede ser anterior a la producción de sí mismo. Ni el hombre se hace a partir del hombre ni, generalizando esta idea, el ente se hace a partir del ente. Tampoco a partir de uno cualquiera de sus elementos, sea la esencia o la existencia, porque éstas se producen con él.

Si no hay posibilidad alguna de que haya una existencia pura, entonces parece que habría que admitir que el ente se produce a partir de su esencia. Si preguntamos entonces a partir de dónde se hace la esencia, habría que contestar que a partir de algo que no es ella, para así caer en la afirmación de Heidegger: «todo ente en cuanto ente se produce a partir de la nada», una afirmación que tiene un claro precedente en Santo Tomás (S. T., I, q. 45, art. 1): «la emanación de todo ser es de lo no ente, lo cual es nada».

V. Aquino, T. de, Sobre el ente y la esencia


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¿Progresismo malthusiano?

La Revolución Francesa parecía una promesa de realización de los ideales utópicos que muchos hombres de letras –philosophes– habían alimentado durante el siglo XVIII: desaparición de los privilegios de la nobleza, igualdad de todos los hombres, difusión de las luces y retroceso de las tinieblas, liberación de los oprimidos, paz perpetua, pan, prosperidad, seguridad, etc. El fervor revolucionario llevó a algunos a creer que a la familia y a la propiedad les había llegado también su hora.

El resultado buscado no coincidió exactamente con el logrado, pues la nueva etapa se abrió con guerras mucho más sangrientas que las anteriores, el poder político culminó la concentración y la potencia que había comenzado a adquirir con Luis XIV, apareció la nación política, la época del terror, etc. Fueron luces y sombras, aunque al principio predominaron las segundas. Los partidarios de la Revolución, muy numerosos hasta que cayeron las primeras gotas de sangre, se escindieron en partidarios y adversarios.

Tomás Roberto Malthus no fue de los primeros. Su principio de la población echaba por tierra los ideales ilustrados. Si tal principio era cierto, la erradicación de la pobreza era imposible. Si además se abolían la familia y la propiedad, la humanidad entera se hundiría en la miseria.

Lo extraño del caso es que las ideas de Malthus, que negaban la realización de los ideales progresistas del siglo XVIII, son hoy el humus del que se alimentan nuestros muy izquierdistas defensores del progreso, que vaticinan la destrucción de la naturaleza por causa de lo que llaman la bomba poblacional. El creced y multiplicaos de la Biblia es hoy la amenaza de una inmensa catástrofe que se cierne sobre la humanidad. Incluso algunos teólogos se hacen eco de la amenaza y preconizan la reducción del número de los humanos. Si toda esta muchedumbre que añora la utopía no pone a Malthus a la cabeza de su procesión es porque los escritos de este clérigo inglés no dejan lugar alguno a los sueños de un futuro feliz.

El padre de Malthus tenía convicciones liberales. Era amigo de personalidades ilustres de la filosofía, como Hume y Rousseau. Pero el hijo se rebeló contra esas ideas, aduciendo el mencionado principio de la población, conocido por él a través de la lectura de La riqueza de las naciones de Adam Smith, un amigo de Hume. Del principio se seguía que una política igualitaria no significaría un progreso en la mejora de la sociedad, sino todo lo contrario. Estas y otras cosas del mismo o parecido jaez pensaba el joven Malthus. Su padre le animó a que diera a sus ideas forma de libro y así lo hizo en su Ensayo sobre el principio de la población.

Argumentó en él contra el ideario progresista que la única defensa frente a la pobreza y el vicio es el matrimonio y la propiedad. No puede discutirse, dijo, que el alimento es necesario para la existencia de los hombres y que la atracción entre los sexos no rebajará nunca su intensidad. Seguía diciendo que el poder de la población era mucho mayor que el poder de la tierra para producir los alimentos necesarios para su subsistencia. La conclusión era contundente: el freno constante ejercido por el segundo poder sobre el primero significa la pobreza para una amplia porción de la humanidad. Nadie será nunca capaz de evitarlo. La miseria será siempre nuestra compañía inseparable y los ideales del progreso son un embuste mayúsculo.

Como estas ideas del clérigo Malthus no casaban bien con su sentido de la Providencia, el libro se publicó de forma anónima. No sucedió lo mismo con su Segundo ensayo sobre la población, que dejó el anterior como el primero. Malthus se había dulcificado un tanto. Había descubierto otra fuerza que, junto a la adversidad y el vicio, serviría de freno al crecimiento poblacional. Se trataba de la disciplina moral, es decir, de la continencia sexual, traducida en que los jóvenes deberían retrasar el matrimonio hasta que fueran capaces de mantener una posición social y económica igual a la de sus padres.

No cabe duda de que los jóvenes siguen hoy por lo general este consejo y apenas se reproducen. Pero no están dispuestos a renunciar a la actividad sexual. Seguramente se habrían mostrado de acuerdo con Malthus cuando éste se opuso a la convicción de Lord Godwin, amigo de su padre, según el cual los ardores genitales irían apagándose conforme se extendieran la civilización y el progreso. Los jóvenes siguen a Malthus, pero en lugar de ser castos, como él aconsejó, hacen uso de los anticonceptivos y, llegado el caso, del aborto. La disciplina moral no cae entre sus propósitos.

Las segundas reflexiones de Malthus, junto a estos hechos y otros semejantes, hacen pensar que las teorías del Primer ensayo no son ciertas. Sin embargo, resulta sumamente interesante saber por qué no lo son. Es verdad, por un lado, que las sociedades preindustriales permanecían irremisiblemente atrapadas en un círculo de restricción poblacional y miseria. La mortalidad infantil era muy alta, la producción agrícola muy baja y si alguna vez había algún periodo continuado de producción abundante era solo para ser seguido de otro de abundante reproducción que consumía pronto las reservas del anterior y retornaba a la miseria.

También es verdad, por otro lado, que las sociedades industriales han escapado de la trampa malthusiana. La liberación del comercio, las mejoras agrícolas, la conversión de la familia extensa en familia nuclear, la protección de la propiedad, etc., han hecho que aparezcan sociedades ricas. El problema que han planteado correctamente los dos ensayos de Malthus no es por qué existe la pobreza en las sociedades primeras, pues en ellas es algo que pertenece a su naturaleza, sino por qué existe la riqueza en las segundas, pues se trata de una anomalía que se ha producido solo en el último periodo de la historia humana y no en todas partes. La miseria aparece sola. La riqueza aparece solo cuando ciertos elementos de la vida social, económica y política la propician.

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John Stuart Mill

John Stuart Mill fue un niño prodigio. Fue educado por su padre, que estaba convencido de que la mente es como una tabla rasa en la que no hay nada escrito(tanquam tabula rasa in qua nihil scriptum est) Esta falsa convicción fue aparentemente corroborada sin embargo por su puesta en práctica en la educación de Mill. Sin ir a ningún colegio ni universidad, aprendió griego a los tres años, aritmética poco tiempo después, latín a los ocho, lógica a los doce, economía a los trece. A todo ello se iban juntando largas lecturas de historia. A los trece años había culminado su instrucción según los planes de su progenitor.

Las disparatadas concepciones pedagógicas del padre no surtieron el efecto deseado, al menos en teoría económica. Había enseñado a su retoño las teorías clásicas, que no establecían una neta distinción entre los sistemas productivos y las instituciones de distribución basadas en la propiedad privada. Contra esa idea se acabaría rebelando Stuart Mill. Así fue cuando se convenció de que los sistemas de producción obedecen a leyes estrictas, como las de la física o la química, sin depender por tanto de los hombres, y de que la distribución de los productos es efecto exclusivo de las instituciones humanas. Lo primero venía a ser natural e inmutable, lo segundo cultural y sujeto a la voluntad política. Era posible entonces dejar que la producción siguiera su ritmo propio y diseñar planes de "justicia social" para la distribución.

Esto no era otra cosa que inclinarse por el socialismo del momento, a pesar de que, según el mismo Mill dejó escrito, la puesta en práctica de ese sistema produciría "un espantoso derramamiento de sangre".

El abandono de las ideas primeras y el inicio de la senda hacia lo que hoy llamamos socialdemocracia partió de su nueva concepción de la propiedad privada. Esta solo es justa, dijo, si tiene su origen en el trabajo. Su fundamento no puede ser otro que el derecho de los trabajadores a lo que ellos mismos han producido.

Lo cual conduce de inmediato a la necesidad de suprimir las leyes de herencia. Mill parece que no se atrevió a tanto, pero dio las razones que necesitaban los que sí se atrevieran. Aparte de ello, había que considerar que no es el individuo, sino la sociedad, el propietario de sus habilidades personales, de sus aptitudes, de sus relaciones de amistad –muy útiles habitualmente para la producción de bienes-, de su inteligencia, su capacidad de trabajar, etc. Tampoco de una fuente de riqueza descubierta por él, de un invento suyo, etc. Así es como la sociedad, y, en su lugar, el Estado, se apropia de casi todo y, aun permitiendo su explotación a los individuos, cree estar autorizada a cobrarles impuestos a cambio.

Al ligar la propiedad al trabajo, Mill abrió la puerta a la exacción fiscal y la opresión política. Se trata de un error que nunca debió cometer un defensor de la libertad y la propiedad privada, pues él debió saber que la prosperidad sigue al uso libre de todo lo que los individuos reciben de sus antecesores, de todo lo que descubren, de todo lo que producen y de todo lo que intercambian. En su lugar parece que acabó por abrigar el ideal de una sociedad estancada en la que los individuos se entregan al desarrollo de sus facultades intelectuales, al estudio, a la contemplación del arte, al cultivo de los lazos de amistad, etc. Es extraño que hasta los más refinados intelectos caigan en esas concepciones buenistas de la vida humana.

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Reducción del gasto médico

Se dice que ha disminuido considerablemente el consumo de medicamentos desde que se ha instaurado la obligación de pagar una parte mínima de los mismos para cada individuo que los demande. Como es de creer que, salvo algunas excepciones, nadie haya dejado de medicarse según su necesidad, hay que pensar que antes había un exceso innecesario de gasto porque se trataba de productos gratuitos o casi gratuitos.

Que una persona pague una parte importante de su medicación le hace ser más responsable de su propia salud y se exime de paso a otros de la obligación de pagar impuestos por él. El beneficio, pues, es doble, pues se gana en libertad y se disminuye la exacción del patrimonio de los ciudadanos. Si se hiciera lo mismo con la educación y las pensiones, entonces se estaría encaminando a los individuos por el camino de la libertad, que no es otra cosa que enseñorearse de sí mismos, de su salud, su preparación para el trabajo, su presente y su futuro. Y también el de sus hijos, claro está. De paso se valoraría mucho más lo que ahora se menosprecia: el trabajo intelectual, la dedicación de los médicos, la atención a los ancianos, etc. Como todo eso es ahora como el aire, que cada cual toma lo que necesita, no se entiende que tenga un dueño al que hay que resarcir con justicia.

Pero es necesario bajar los impuestos que ahora se dedican a montar esa enorme estructura denominada “Estado de bienestar”, a cuyo servicio y mantenimiento se dedican tantas oficinas, cargos funcionariales, departamentos estatales, autonómicos, locales, etc. Las CCAA, según parece, se justifican ante todo por dedicarse a eso. ¿No seríamos todos mucho más capaces económicamente si se disolvieran porque se han quedado sin tener nada que hacer?

Si cada uno dedicara una parte de su propiedad a satisfacer sus necesidades de formación, sanidad, ancianidad, etc., en lugar de ver cómo durante toda su vida tiene que estar pagando impuestos para que el Estado protector lo haga en su lugar, es seguro que viviríamos todos con más holgura económica y menos dependencia política.

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Cierre de bibliotecas

No es fácil exagerar lo que significa la pérdida de un libro. No se trata de su pérdida física. Un libro se ha perdido cuando reposa en un estante durante largo tiempo sin ser leído. El profesor que abre por primera vez las hojas de uno que fue comprado en su departamento cincuenta años atrás puede aceptar que ha estado perdido durante esos años. La pérdida no se produce en el inventario del instituto, sino en el entendimiento de quien podría haberlo leído y no lo ha hecho. Esa pérdida es irreparable.

En nuestra civilización el libro es una pieza fundamental. No el actual de papel. El papiro, el pergamino, la piel, el papel o el soporte informático son lo de menos. Su importancia reside en ser tecnología del intelecto. Hoy tenemos matemáticas, filosofía, teología, etc., porque tenemos letras impresas en negro sobre blanco desde hace más de dos mil años. Incluso tenemos historia por eso mismo, pues la historia no se refiere a las cosas que pasan, lo cual sucede en todas partes, sino a la reconstrucción de algunas de ellas que se juzgan más significativas. Eso no podría darse si no hubiera libros. Por eso hay pueblos sin historia, como los arunta, los yanomami, los vascos, etc., -los vascos tienen historia en cuanto españoles; en cuanto vascos, sea lo que sea lo que esto quiere decir, tienen solo mitos falsos- porque no poseen textos escritos que, mediante la confrontación entre ellos, atestigüen la existencia de un pasado cierto a los hombres del presente. En su lugar no tienen otra opción que poner algunos mitos e invenciones de hombres posteriores, que las proyectan hacia atrás.

Un libro sistematiza y ordena los pensamientos. Permite que estén libres de contradicciones, porque las hace palmarias. Sin los libros no sabríamos pensar bien. Un filósofo consigue hacerlo en la medida en que puede someter a examen las ideas de Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, etc. Con ellos entabla un diálogo que no impiden los siglos transcurridos entre ellos. El libro los hace contemporáneos. Un profesor de matemáticas introduce a Pitágoras en la clase cuando explica el triángulo rectángulo. ¿Cómo podrían hacerlo si ese saber no se les hubiera conservado en pensamientos ordenados que fueron pasando del papiro al pergamino, del pergamino a la piel, de la piel al papel, etc.? Nuestra religión es quizá el caso más certero. Su contenido se encierra en las Sagradas Escrituras, en la Biblia, que quiere decir “libros”. La necesidad de contar con ellos fue tan fuerte desde el principio que los cristianos de las catacumbas hubieron de inventar el actual volumen de hojas cosidas por el lomo.

El libro denota y exige una profundidad que hoy escasea. Se observa hasta en los movimientos insurgentes de nuestros días, en los individuos del 15M, del 25S, etc. No parece que sus partícipes hayan leído un solo libro sobre las cosas que reclaman en sus protestas. También sucede con los que se les oponen.

Siendo ésta la tendencia general, a nadie debe extrañarle que, por carencia de dinero, se cierren las bibliotecas. La causa inmediata de ello puede estar en las autoridades de turno, pero el motivo profundo y real es que la biblioteca se ha vuelto innecesaria. ¿Por qué se lamentan ahora? Es lo mismo que una parroquia que se cierra.

Miren a su alrededor. Si ven que nadie lee libros, entonces duélanse, que es una gran pérdida para ellos, pero entendiendo que la pérdida no es el cierre de la biblioteca, sino el empobrecimiento de su espíritu que difícilmente puede ya remediarse. El cierre de la biblioteca es lo de menos.

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Impuestos y tiranía

Piensan muchos que el gobernante no debería tener obstáculo alguno ante sí a la hora de poner impuestos y gabelas al pueblo. De ellos, unos lo han defendido con mucha fuerza cuando ha gobernado su sección, como sucedió en la época de Rusia soviética y sucede ahora todavía en algunos otros lugares, como Cuba. Otros, que hacen gala de defensa de la democracia, aducen que es requisito necesario el convocar Cortes. Y todos ponen por delante ideales como el de la justicia social, sin que ninguno sepa decir en qué consiste, y la función social de la propiedad, recogido este último en la Constitución del 78, que tampoco saben lo que es, si es que hay algo que saber aquí.

A lo de convocar el Parlamento para obtener de él su aprobación, pretendiendo así haberla obtenido del pueblo que ha de pechar con los gravámenes, habría que responder aquello que dejó escrito Juan de Mariana en su Sobre la moneda de vellón, cap. II, es a saber:

Bien se entiende que presta poco lo que en España se hace, digo en Castilla, porque los más de ellos son poco a propósito, como sacados por suertes, gentes de poco ajobo en todo y que van resueltos a costa del pueblo miserable de henchir sus bolsas; demás que las negociaciones son tales que darán en tierra con los cedros del Líbano. Bien lo entendemos, y que como van las cosas, ninguna querrá el príncipe a que no se rindan, y que sería mejor para excusar cohechos y costas que nunca allá fuesen ni se juntasen; pero aquí no tratamos de lo que se hace, sino de lo que conforme a derecho y justicia se debe hacer, que es tomar el beneplácito del pueblo para imponer en el reino nuevos tributos y pechos.

¿Os habéis fijado? Los que van a las Cortes “son poco a propósito, como sacados por suertes, gentes de poco ajobo en todo y que van resueltos a costa del pueblo miserable de henchir sus bolsas”.

Mucho no han debido cambiar los tiempos desde que se pronunciaron estas palabras. Si acaso lo han hecho en que esos que miran por “henchir sus bolsas” concitan a las gentes en las plazas para que protesten de lo que ellos mismos han sido causa en gran parte.

Pero dejémoslos ahora, que lo que interesa es solo aclarar que, si bien el pueblo debe acudir a remediar las necesidades del Estado y evitar que éste quiebre, de lo que se seguiría un grave perjuicio para él mismo, también es justo que el gobernante vea si hay otros medios, como por ejemplo la reforma del propio Estado y su estrechamiento a lo que es conveniente para los súbditos. Eso dice Mariana que se hacía en las antiguas Cortes de Castilla. ¿No deberían imitarlas las actuales para que a todos nos fuera mejor?

Allí se reconocía que el rey no es señor de las haciendas particulares de sus vasallos y no estaba autorizado a tomar nada de ellas sin el consentimiento de sus dueños. Obrar de otra manera se estimaba que era propio de tiranos.

Vean cómo lo atestigua la petición 68 de las Cortes habidas en Madrid el año 1329, siendo rey D. Alfonso XI:

Otrosí que me pidieron por merced que tenga por bien de les no echar ni mandar pagar pecho desaforado ninguno especial ni general en toda la mi tierra sin ser llamados primeramente a Cortes e otorgado por todos los procuradores que vinieren: a esto respondo que lo tengo por bien e lo otorgo.

Y Felipe de Comines, que escribió sobre la Corona de Francia, dijo así:

Por tanto, para continuar mi propósito no hay rey ni señor en la tierra que tenga poder sobre su estado de imponer un maravedí sobre sus vasallos sin consentimiento de la voluntad de los que deben pagar, sino por tiranía y violencia.

Añade además que tal príncipe “demás de ser tirano, si lo hiciere será excomulgado”.

Comines, Mariana y otros lo vieron así. Lo que no pudieron ver fue las formas refinadas en que hoy se hace pagar impuestos. Mirad a Bernanke y su Quantitativ Easing. Pero eso queda para otro momento.

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La movilidad estudiantil

La palabra “Universidad” resuena ahora a dobles titulaciones, estudio de idiomas nuevos como el alemán y el chino, a los masters, Erasmus, etc. Todo lo cual tiene que ver con la economía, no entendida como el mundo de las altas finanzas, los negocios, la especulación, etc., ni siquiera como administración de la hacienda, según la entendía Aristóteles, sino como la necesidad de organizar la propia vida con vistas a un futuro digno, lo que difícilmente se logra sin asegurarse unos ingresos suficientes. La necesidad de labrarse un futuro en que uno dependa ante todo de sí mismo es una necesidad económica ante todo. Y su satisfacción es una de las cosas más meritorias que pueden alcanzarse.

Lo que no es posible si no se cuenta con las circunstancias del medio y el momento. En el medio abundan las posibilidades. Un joven puede hallarse con la de ser novio de una chica de la que se ha enamorado. También se hallará con la de ir a la Universidad. Podrá parecerle que es más determinante la primera, pero tal vez se esté engañando, porque de la chica se podrá separar si lo ve conveniente, pero de la profesión que elija es casi seguro que no podrá separarse nunca. Eso es algo que no puede arreglar ningún Zapatero con una ley de divorcio exprés.

¿Qué actitud adoptar frente a las posibilidades que a un joven se le presentan? ¿A qué debe estar dispuesto con vistas a alcanzar una vida buena?

Ante todo debe disponerse a salir al mundo exterior. Ahora ya no es cuestión de inclinación personal por conocer otros países, hablar otras lenguas, ampliar los conocimientos, etc. Ya no es cosa de cultivar la propia personalidad –cultura animi-, o ya no es lo más importante.

Salir al exterior puede llevar consigo ante todo romper con los lazos del entorno inmediato, el más cercano. Quien crea que ese es su entorno propio se equivoca, porque su vida se puede estar fraguando en China, Alemania o Estados Unidos sin que él lo sepa. De hecho está sucediendo ya así, de manera que si se resigna a quedarse toda la vida en un radio de unos pocos kilómetros alrededor de la chimenea de su hogar paterno estarán determinando otros su vida y no él mismo.

El entorno inmediato puede tal vez procurarle a uno un trabajo duradero, pero es casi seguro que será a costa de recomendaciones y enchufes, lo que siempre arrastrará una deuda y una sujeción axfisiantes. Para empezar, hay que hacer todo lo posible por salir a la Universidad o a alguna institucion semejante. Digo a la Universidad, que es algo que denota universalidad, no a las universidades de provincias engendradas por la demagogia de nuestros políticos lugareños. A ellos les importa solo la tribu y han pretendido producir lo universal en lo particular.

Dice Gabriel que es lo que ha pasado con los aeropuertos. Magnífica comparación. Un aeropuerto es un lugar desde donde se puede volar a todas partes, pero si se “localiza”, si se particulariza, no sirve para nada. Esos magníficos aeropuertos –Guadalajara, Gerona, etc.- producidos por el mismo empeño demagógico y trincante de los políticos son un monumento a la estulticia. Como tantas universidades que ahora nadie sabe cómo cerrar.

Decía que hay que procurar ir a la Universidad, a ser posible a otra diferente de la local. Un estudio del BBVA estima que quien se halla en posesión de titulación universitaria tiene un 38% más de probabilidades de encontrar empleo. Quien tiene estudios secundarios tiene un 15% más. Lo mínimo es tener estudios secundarios. De otro modo no se va a ninguna parte.

Además, el tener que salir de la propia localidad en busca de otra universidad obliga a dejar la casa de los padres en esa edad de los 20 años, lo que forma la personalidad en un sentido importante. Es cierto que algunos jóvenes se sienten desorientados, pero los más aprenden a desenvolverse por sí mismos y a no depender más que de sus propias personas en sus tareas cotidianas, algo que no puede suceder en la casa familiar.

Fíjense. Una de las carreras con más demanda por parte de las empresas es Ingeniería Industrial. Muchos jóvenes que la han cursado fueron llamados el año pasado a trabajar a Alemania por la canciller Angela Merkel. En España han obtenido una formación muy exigente, pero no hay empresas que los absorban. Bueno es que vayan a Alemania, no ya como los emigrantes españoles antiguos, analfabetos sin formación que iban como mano de obra, sino como trabajadores muy competentes y cualificados. Emigrar a Alemania en esas condiciones ya no es traumático. Es una gran oportunidad que hay que aprovechar.

El idioma ya no es una traba. Es una de las cosas buenas que tiene la homologación europea de los estudios. Hoy resulta fácil a un estudiante pasar fuera al menos un año cursando algunos créditos de su carrera, lo que no solo le servirá para acabarla, sino para dominar un idioma ajeno. Así se va rompiendo la tradicional renuencia española a las lenguas. Además, esta movilidad estaba prevista en la extensión del euro como moneda única, algo de lo que muchos políticos nuestros no se enteraron o no se quisieron enterar, de manera que al hacer universidades provinciales y aeropueros que no van a ninguna parte iban en contra de la tendencia de las cosas que ellos mismos estaban impulsando al imponer el euro. Una moneda única exige movilidad en el sector laboral. No es éste el momento de hablar de ello, pero conviene dejarlo indicado.

Ayer, día 14 de septiembre, traía Expansión la noticia de la concesión de becas L’Oreal-Unesco por valor de 15.000 euros a mujeres científicas españolas. Se les han concedido, se dice, para que vuelvan a España. Es decir, que estaban fuera. Se añade que todas ellas han hecho en algún país extranjero al menos una parte de su formación. Es decir, que no solo estaban fuera, sino que además habían estado fuera para estudiar y formarse. ¿No es esto un cierto contrasentido? Lo de volver aquí dependerá de las oportunidades con que se encuentren. Si tiene que ser a través de becas es que la situación no es tan halagüeña como quiere presentarlo esa noticia de Expansión.

Otra carrera con gran demanda es la de Ingeniería informática. A poco que uno se mueva en el mundo de la informática se verá obligado a dominar el idioma inglés, no solo para hacer software¸ sino ademá para hacer uso de él. Y no solo para esta carrera, sino para otras muchas. El inglés es ahora la lingua franca. No es una lengua más, sino la que resulta imprescindible a un hindú para trabajar en Nueva Delhi para una empresa que fabrica productos para Europa o Japón. Y a un español para asomarse a otros mundos.

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La propiedad del súbdito

Dice Juan de Mariana en su Tratado de la moneda de vellón (en Obras del padre Juan de Mariana, tomo II, M. Rivadeneira, Madrid, 1854, páginas 577-591) que la ralea de hombres más perjudicial que hay en el mundo y la que más abunda en la cercanía del poderoso es la que trata de extender el poder de éste. Pero que el poderoso se engaña si se deja convencer por tales sujetos, porque, consistiendo su grandeza solo en “la salud pública y particular de los pueblos”, debido a que el mando es como la virtud, que tiene un exceso y un defecto y deja de ser buena tanto en un extremo como en el otro. Y así como es saludable llevarse alimentos a la boca cuando es menester, pero es sumamente insalubre comer en demasía, así también es bueno ejercer el mando con prudencia y es malo acumular más del que conviene, pues entonces el rey se hace tirano y su gobierno no solo se hace malo y odioso, sino sobre todo débil y poco duradero, pues concita contra sí la enemistad de sus vasallos, contra la que no hay fuerza que valga si se alza contra él.

No debe, pues, el rey, por mucho que se lo barboteen al oído sus aduladores, pensar que es suya la propiedad de los súbditos. Tome de ella lo necesario para la salvaguarda y protección de éstos así en la guerra como en la paz, tanto en asuntos de milicia como de comercio o administración de las haciendas privadas. Pero no tome más de lo necesario para estos fines sin el consentimiento del pueblo si no quiere horadar la base en que se sustenta el reinado. A la verdad, tampoco debe tomar lo necesario para los fines antedichos si el pueblo no lo consiente.

Así lo había fijado el Panormitano[1] en el cap. IV de su De iur. iur., escribiendo que los reyes no pueden en modo alguno hacer nada en perjuicio del pueblo si éste no lo consiente, entendiendo por perjuicio el quitarle su hacienda o una parte de ella. Es evidente, por lo demás, que la hacienda no es del rey, pues entonces no podría el vasallo poner demanda contra él, como así sucede a menudo.

Sucede también sin embargo que los poderosos han buscado y hallado otras maneras más seguras y ocultas de entrar en la propiedad de sus súbditos. De lo que fue Mariana el primero en levantar acta de acusación contra ellos.


[1] Mariana debe referirse a Nicolò de' Tudeschi (Panormitanus, Abbas Modernus o Recentior, Abbas Panormitanus o Siculus, 1386-1445), que, tras renunciar a los puestos de prelado auditor del Tribunal de la Rota y referendario apostólico, se puso al servicio de Alfonso V de Aragón, que le nombró obispo de Palermo, de donde le viene su sobrenombre.

 

 

 

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