Derechos

Ayer volví al mismo local. A los pocos instantes de servirme el café y disponerme a leer el periódico llegaron los dos personajes del día anterior, se sentaron a la mesa contigua y reanudaron su conversación más o menos en los siguientes términos:

-Como te decía, no existen hombres y mujeres, padres y madres, esposos y esposas. Tampoco existen razas, que son un derivado del esclavismo americano y europeo. Todo es producto del ambiente social e histórico. Si quitas esto lo que queda es vida humana pura y sencilla, vida humana como un continuo indistinguible que no admite diferenciaciones internas. ¿Lo comprendes?

-No estoy del todo seguro. Según tu opinión, el que tú y yo seamos varones es un producto histórico…

-Sí. Y te diré más. El continuo humano de que te hablo no debería llegar únicamente a lo que los biólogos han llamado homo sapiens, dejando fuera a otros seres vivos sin justificación alguna. Se nos ha acostumbrado a pensar en términos de “nosotros” y “ellos” como si nosotros no fuéramos ellos y ellos nosotros. Hora es ya de romper esos falsos moldes en que se nos ha encasillado e incluir a otros animales en la misma concepción de los humanos. Cada tribu, cada sociedad, cada raza ha pensado siempre que lo humano se encerraba solo en ella. Pero eso ha resultado falso cuando todas esas agrupaciones han empezado a pertenecer a un todo común. Los límites de la especie siguen siendo rígidos, pero también a ella le ha llegado la hora, aunque parece que todavía hay que esperar un tanto. La tarea del presente consiste en liberarse de toda opresión con el fin de que aparezca la vida humana auténtica o más bien el animal natural tal como es.

-¿Rousseau?

-Tal vez. Pero Rousseau solamente intuyó la verdad que ahora nosotros hemos alcanzado como una demostración en la que concurren muchas ciencias diferentes. Todo lo que se nos obliga a ser es fruto de la convención. Hay, pues, que destruir toda convención para que emerja desde lo profundo nuestra verdadera naturaleza.

-¿Cómo?

-Si un individuo que ahora es del género masculino, está casado con una mujer y tiene un hijo, pero descubre un hombre del que se enamora, se divorcia de su esposa y se casa con él, tiene derecho a formar una nueva pareja en la que él adopte el papel de esposa y madre del niño del que antes era padre, y su marido podrá desempeñar el de padre. La ley tiene que reconocer estos derechos. Lo contrario debe ser visto como una opresión y una injusticia.

-Pero…

-No te sorprendas. Esto es algo que está sucediendo ya sin obstáculos legales gracias a nosotros. Éste es el camino de la auténtica revolución. Cada cual tiene que poder encontrarse consigo mismo y el Estado debe verlo como un derecho.

En ese momento llegó un tercer individuo a la mesa contigua y se pusieron a hablar de otra cosa. Yo me enfrasqué en la lectura del periódico.

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La revolución auténtica

(De una conversación oída en un café:)

-Convéncete de una vez. Todo lo que huela a marxismo, liberalismo, anarquismo, y socialismo es una antigualla Bien está que todo eso se utilice como fraseología cuando haga falta, pero nada más. Tarde o temprano no quedará ni eso.

-Esas ideologías han envejecido y ya no dicen nada, de acuerdo. Pero algo tiene que poder salvarse. Por ejemplo, la socialdemocracia. Tú y yo somos socialdemócratas, ¿no? Es una actitud progresista que tú también defiendes.

-Sí, lo defiendo, pero no te confundas. Yo defiendo la socialdemocracia a condición de que se modernice y se desprenda de toda la ganga inútil del pasado. Todo eso de las estructuras sociales, económicas y políticas, lo del proletariado, la burguesía, la explotación de la mano de obra, el capitalismo, los mercados… ¿No te das cuenta de que es palabrería hueca? Con eso no hay nada que hacer. Es ideología, no ciencia, aunque hace cincuenta años parecía otra cosa. La revolución actual es otra cosa. Está apoyada por la ciencia.

-Me sorprende que digas eso. ¿Es que la revolución no es también cosa del pasado?

-No, ésta de que yo te hablo no. Ésta ya te he dicho que tiene respaldo científico. Está demostrado que el hombre en sí no existe y que su ser resulta del ambiente cultural. Desde la teoría evolucionista hasta las últimas ideas psicológicas, sociológicas, ecológicas, etc., todo es ambientalismo. Es decir, que no hay padres y madres, sino roles sociales que nos toca desempeñar. Cualquier persona puede hacer de padre o de madre. Tampoco hay individuos de sexo masculino o femenino, sino imposiciones de la historia cristiana de Europa. El que ahora hace de marido o de padre puede mañana hacer de madre o esposa. Y con los hijos pasa lo mismo. Cualquiera puede ser hijo de cualquiera sin necesidad de pasar por el trámite de haber sido engendrado o parido con su ayuda.

-Pero hay quien argumenta que todo eso no es verdad y que la ciencia…

-Quien dice eso es un reaccionario. La verdad es algo que se construye entre todos, democráticamente. La ciencia tiene que ser participativa, antidogmática y respetuosa con el medio. Para eso hemos impuesto una asignatura en Bachillerato que todos deben cursar. Se llama Ciencias para el mundo contemporáneo. Presta atención al título. Dice para¸ no del ¿Te das cuenta? Es una propedéutica, una orientación para la vida en el mundo que entre todos tenemos que realizar. Un mundo que habitará el hombre nuevo.

(A partir de este momento no pude oír nada más)

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Ideologías biológicas

Las ideologías del siglo XVIII y la mayor parte del XIX procuraban la reorganización del Estado según sus principios. Las que se formaron en torno a la doctrina de la evolución darwiniana procuraron reorganizar la biología de los miembros del Estado. Es como si en la definición aristotélica del hombre como animal político unas hubieran prestado atención exclusiva al segundo vocablo del sintagma, a la pólis, y otras al primero, a la animalidad del hombre.

Los revolucionarios franceses de 1789 predicaban cosas como la liberación de la opresión monárquica, la libertad de imprenta, la supremacía del derecho o la igualdad de los hombres ante la ley. Las ideologías biológicas predican la liberación sexual, el derecho al aborto, el homosexualismo o la salud.

El cambio de tendencia lo marcó el nacionalsocialismo, un movimiento que fue también el máximo representante del biologismo que hoy perdura casi con la misma intensidad, pero sin violencia, al menos de momento. Se diría que el nazismo se ha vuelto pacifista porque su biologismo fue derrotado en el campo de batalla.

El nazismo vio en la selección natural la prueba de la supremacía de unas razas sobre otras y decidió que había que proteger a las superiores mediante programas de eugenesia y de aniquilación masiva de las inferiores. Se trataba de una perspectiva racial que estaba ya presente en la Revolución Francesa, que el abate Sieyès interpretó como la derrota de la opresora raza germánica a manos de la galo-romana. Pocos siguieron ese camino. Uno de ellos no fue Marx, pues, pese al entusiasmo con que recibió el evolucionismo darwiniano, siempre distinguió con claridad los conceptos de naturaleza e historia.

Fueron sus seguidores los que no tuvieron las cosas tan claras. Algunos mezclan el naturalismo racial, defendido hoy por quienes se esfuerzan en propulsar las naciones étnicas –éthnos equivale a raza-, y el socialismo historicista, sirviéndose cuando les conviene de la clase de violencia perpetrada tanto por los nacionalsocialistas como por los comunistas durante los dos primeros tercios del siglo XX. Un ejemplo grotesco e insuperable es la ETA y sus acompañantes.

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Laicismo

El laicismo se origina en el humanismo y se transforma en lo que es ahora por la revolución industrial y la revolución tecnológica. Su pretensión es reducir a cero la tensión entre lo divino y lo humano, lo sobrenatural y lo natural, que ha sido siempre el motor de Occidente, para quedarse solo con lo humano y lo natural y expulsar toda fe religiosa, porque, según pregona, las religiones producen el fanatismo y son contrarias a la paz y el progreso.

El laicismo sería, según sus seguidores, la gran aportación de una Europa socialdemócrata a la aldea global del presente. Dios ha muerto. Este espíritu terreno es su sucesor. Apoyado sobre el evolucionismo trocado en dogma, sobre el progresismo y sobre su fe en la tecnociencia, el laicismo tiene aspiraciones totalizadoras. En esto, en su afán por extenderse y abarcar toda vida humana, es igual que el cristianismo que pretende superar.

Pero, dado que la religión es el núcleo de la cultura y la cultura es la forma que adopta una sociedad determinada, el triunfo absoluto del laicismo sería el fracaso total de la cultura y la sociedad. El hundimiento en la inanidad más completa.

En su esencia es lo contrario de la religión cristiana, negadora de la Nada en cuando que la creación a partir de ella es expresión del poder exclusivo de Dios. De ahí que si se niega a Dios se afirma la nada anterior a la creación y se retorna al nihilismo.

Esto no hace del laicismo una herejía de la religión cristiana, como han dicho algunos, sino una pretensión de erigirse en su sucesor, adoptando la forma de una fe religioso-política cuyo seguidor es, como dijo Nietzsche, el último hombre, el hombre que ya no es un trabajo para sí mismo y no sabe ya tender la cuerda de su arco. El hombre de ahora, un tipo vulgar, defensivo, esclavo y gregario, que goza del verde placer del pasto. El desprovisto de voluntad, el más débil que haya existido jamás. El hombre de un tiempo poblado de individuos que se divierten con diversiones masivas y hacen lo que hacen para no ser presa del inmenso aburrimiento de una vida que no quiere nada o, mejor, que quiere la nada.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 09/11/2011: Sonido-09-11-11)

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Evolucionismo

Se dice que Darwin rogaba al cielo que le protegiera de las disparatadas ideas de Lamarck y su tendencia al progreso. Es seguro que el cielo atendió su súplica al principio de su estudio de las especies vivas, pues su teoría de la selección natural es ajena a la idea del mejoramiento de los seres vivos y deja el transcurso de éstos al azar. Pero, sea porque Darwin no perseveró en sus oraciones, sea porque sus seguidores no pidieron lo mismo que él, lo cierto es que el evolucionismo se entendió casi de inmediato como una tendencia a lo mejor.

Así lo entendió Carlos Marx, que estaba más cerca de Lamarck que de Darwin, lo que le hizo un digno antecesor de los biólogos lysenkianos de la Unión Soviética. Saludó el darwinismo como la explicación definitiva de la marcha de las especies vivas y creyó poderlo integrar en su propia explicación de la marcha de la historia humana, con lo que ésta se convertía en una continuación de la naturaleza. Engels se aplicó a la tarea en su Dialéctica de la naturaleza, una obra en que las ideas de Hegel, Darwin, Marx y otras del momento formaron un extraño conjunto digno de Babel. Otros vendrían más tarde a continuar la senda iniciada por ellos: Lenin tratando de aprovechar las indagaciones de Pavlov para la doctrina bolchevique, Stalin haciendo lo propio con las de Michurin, Oparin esforzándose en ver cómo nace la vida de la materia inerte, etc.

La reinterpretación marxista de la selección natural, una lectura hecha en los términos del romanticismo historicista del siglo XIX, era la negativa que el cielo devolvía a las oraciones de Darwin. Tal vez él se percató del asunto, pues cuando Marx le pidió que prologara su obra, El capital, él se negó con cortesía inglesa. De paso evitaba la obligación de leerlo, lo que no era poco.

Marx fue solo el principio. Otros muchos científicos naturales y sociales, filósofos y diletantes de muy variada índole, todos ellos adversarios de la religión cristiana, vieron en el evolucionismo la derrota científica de la teología. Les resultó muy fácil sustituir la idea del Creador que origina el mundo por un primer ancestro común a todos los seres vivos. Remontándose más atrás, había que pensar que todo partía de la materia inerte. Un protozoo habría podido ser la primera piedra del edificio de la vida y un átomo comprimido la de toda la materia. Así se reemplazaba la Primera Causa por una causa primera.

Así pensaron más o menos individuos como Ernst Haeckel, un divulgador de las ideas de Darwin que tuvo éxito al introducir en el acervo común de nuestro tiempo vocablos como “ontogenia”, “filogenia”, “ecología”, etc., pero careció de él en sus doctrinas, pues ni una sola de ellas ha recibido validación científica.

Una vez admitida la marcha hacia lo mejor a partir de un único antepasado, a muchos les pareció evidente que existen especies y razas que se han quedado atrasadas y deben ser protegidas. Es obvio que solo puede ver un trozo de madera sobre otro el que los ha transformado previamente en peldaños de una escalera y ha puesto ésta en vertical. Si los hubiera dejado como estaban los habría visto todos en el mismo nivel. Una vez fabricada la escalera mental que disponía todos los seres vivos en estratos superiores e inferiores, era posible ver a otras poblaciones humanas más abajo y estimular el paternalismo protector que sirvió de coartada al imperialismo depredador del siglo XIX.

Otros, como Sir Francis Galton, discurrieron de otro modo. Debe ser posible, pensaron, conseguir una raza de hombres superiores que está tan por encima de los europeos actuales como éstos de las razas negras de África. Para ello solo sería necesario aplicar una selección racial bien planificada que incluyera la extensión sistemática de la eugenesia. Y, ya puestos, también de la eutanasia. ¿Por qué no?

La idea pasó a los estados Unidos de América y en alguna de sus universidades, tras aplicar los cálculos pertinentes, se concluyó que hay unos diez millones de humanos deformes a los que habría que liquidar para que el resto se mantuviera sano y fuerte. La idea no se aplicó en América, pero sí en Alemania, donde, tras el exterminio de unos doscientos mil alemanes con enfermedades mentales y otras deficiencias, la industria de destrucción de seres humanos quedó lista para ser aplicada a judíos, gitanos y otros seres vistos como atrasados en el camino del mejoramiento de la especie.

Las explicaciones evolucionistas servían a esas alturas para entender todo. Se habían convertido en una cosmovisión, una teoría social, política, moral, etc. Conformaban una ciencia total. Hasta la producción de ideas y formas estéticas, la literatura, el arte, la religión, el derecho y la filosofía se entendían en términos de adaptación al medio. Había que pensar, por ejemplo, que El origen de la especies, de Darwin, era un libro generado en un proceso adaptativo de las razas sajonas y no en la mente de su autor. El punto de vista de la selección natural impide pensar en algo que no sean las condiciones ambientales. Éstas sustituyen la mente y la conciencia del hombre como el primer ancestro o la materia inerte habían sustituido al Creador.

Parece que algunos de estos desbordamientos de su teoría disgustaron a Darwin, pero lo cierto es que su posición fue ambigua en más de una ocasión. Hay quien dice que su esposa, una ferviente unitarista, le previno y defendió de algunos excesos. Sea como fuere, hay al menos uno que pudo ver con claridad: que la ciencia dice cómo son las cosas, no cómo deben ser.

Es indudable que si se deja morir a un niño que nace con una enfermedad hereditaria se contribuye a la erradicación de esa enfermedad, pues el niño no podrá transmitirla a otros. Pero no por eso deja de ser una acción criminal. El paso que va de una verdad asentada en la ciencia a un principio moral que se extrae de ella está en el origen de algunas de las mayores masacres que unos humanos han infligido a otros.

Otros saltos y otros desbordamientos ha tenido la teoría evolucionista. En otra ocasión habrá que volver a ellos.

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Pelagianismo político

La tesis sobre la bondad natural del hombre continúa uno de los frentes abiertos en la disputa teológica sobre el pecado original. Su representante más conocido es Rousseau, ue debe considerarse un pelagiano. El monje britano Pelagio, como es sabido, estaba convencido de que el hombre nace sin pecado original y así lo predicó con notable éxito. San Agustín le opuso la tesis del libre albedrío. Mucho tiempo más tarde Lutero se apoyó en San Agustín para defender la esencial corrupción de la naturaleza humana.

Atribuyendo bondad innata al hombre, Rousseau militó contra San Agustín, Hobbes, Lutero, Maquiavelo, Locke, el protestantismo y el catolicismo. Puso el bien en la naturaleza humana y el mal en las estructuras sociales, sobre todo en la propiedad. Luego si éstas se suprimieran emergería el hombre tal como es, puro e inocente. Hay, pues, que liberarlo de la tradición cristiana, de la armonización de los intereses en el juego de la economía, de los mercados, de la propiedad, de lo político, etc. Esta es la idea matriz de todos los socialismos, lo que sería suficiente para calificarlos también de pelagianos.

Y si no es posible desembarazarse de las instituciones sociales entonces queda la opción de apoderarse del Estado y tratar de mejorar a la especie mediante acondicionamiento legal hasta que emerja el hombre nuevo, progresado y socialdemócrata. Hasta un pueblo de demonios, siempre que tengan entendimiento, decía Kant, puede recorrer la senda del bien si el Estado lo dirige, a condición de que sus dirigentes no sean ignorantes.

Y así es como el Estado de Derecho se trueca por el Estado Moralizador.

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Propiedad privada

Aunque el marxismo ha fenecido en todas partes, menos en la fraseología de los partidos de izquierda cuando hay elecciones y en los manuales de filosofía e historia del Bachillerato, el éxito del vocabulario que introdujo en el lenguaje común sigue vigente.

El vocablo “proletario”, por ejemplo, que evoca una clase social que nunca existió en la realidad, compuesta de individuos despojados de sus bienes y reducidos a la única función de tener prole, señala uno de los triunfos de su propaganda.

La verdad es, sin embargo, muy distinta. Antes de nacer el capitalismo –otro vocablo propio de la ideología marxista, inventado con el fin de desacreditar la economía de mercado basada en la propiedad privada- no había esperanza de formar una familia y alimentarla como es debido s no se heredaban medios de producción, sobre todo tierras. Cuando los que poseían esos medios pudieron invertir su capital porque había esperanzas fundadas de obtener ganancias, muchos de los que hasta entonces habían permanecido separados de esos medios pudieron convertirse en productores y reproducirse en mejores condiciones. Por eso aumentó su número.

La sociedad a la que hasta el momento habían pertenecido consumía lo que producía y no dejaba nada o casi nada para el ahorro y la inversión. Cuando cambió la situación y se puso en marcha el desarrollo económino aumentaron con rapidez los ingresos per capita. Los trabajadores vieron cómo su renta aumentaba hasta veinte veces y todos comprobaron cómo el aumento de la especialización y de los productos destruyeron las barreras puestas al tráfico y al comercio, dando lugar a los mercados de masas, abastecidos por una producción también en masa, con una reducción correspondiente de los costes por unidad y un aumento en el ingreso real por hora de trabajo. Esta expansión ha afectado a toda la producción, ya sea la agricultura, la industria o el comercio.

Los proletarios ya no dependieron como antes de los propietarios. Los segundos fueron más libres, pues se desligaron de la tierra y las obligaciones que llevaba consigo, pero también lo fueron los primeros. El sistema de propiedad privada disponible para la inversión y el negocio ha sido la más importante garantía de libertad para unos y otros. En el presente nadie tiene un poder total sobre ninguno de nosotros, exceptuando a quienes se apoderan de la producción económica de la sociedad y disponen de ella según su arbitrio, pues al hacerlo se apoderan también de los individuos.

El poder de cualquiera de los multimillonarios del presente no puede compararse al de cualquiera de estos déspotas. Un multimillonario de éstos puede ser mi vecino y mi patrón, pero no tiene sobre mí la capacidad de coacción que tenían los antiguos señores feudales ni la que puede tener el dictador socialista de una sociedad invervenida.

Fue precisamente Marx uno de los primeros en darse cuenta de que la propiedad privada instaurada en Europa desde hace tres siglos ha dado al hombre más libertad que cualquier otra institución de la historia humana. Lo sorprendente es que creyera posible aumentar hasta el infinito la libertad humana aboliendo esta institución. Si en el pasado no había sido así, ¿cómo pudo pensar que en el futuro sería posible?

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Constitución política

Una muchedumbre cualquiera no es una comunidad de ciudadanos. Tampoco un clan, una tribu, una nación étnica o cualquier otro agregado humano que reclame un progenitor común, sea real o ficticio. Una comunidad de ciudadanos, una nación política, no se identifica siquiera con el territorio que habitan sus miembros, sino con la continuidad en el tiempo otorgada por la seguridad de formar parte de un conjunto al que pertenecen por igual los hombres del presente, los que ya murieron y los que habrán de nacer más tarde. Todos ellos contribuyen en una medida u otra a la construcción de un todo que consta de artes, ciencias, derecho, religión y moralidad. La participación en esta obra y el disfrute de la misma es lo que hace que un hombre sea ciudadano y tenga la oportunidad de ser un hombre completo y realizado.

El hecho de que esta obra, en la que consiste verdaderamente la nación política, haya existido durante muchos siglos bajo diferentes gobiernos es una prueba suficiente de su vigor. Esto solo debería bastar para comprender que no puede haber brotado de una decisión ocasional, por más multitudinaria que haya podido ser, y que no pertenece al orden de lo artificial, sino al de lo natural, pues hunde sus raíces en la naturaleza propia de las cosas humanas. Ahí reside su orden propio. Esto es la constitución natural.

Lo que llamamos habitualmente constitución es una ley promulgada por un grupo particular de individuos que viven en un presente dado. La de 1.812 y todas las que vinieron después hasta la de 1.978 pertenecen a esta clase. Son leyes cuya relación con la constitución natural se parece a la relación que guarda un libro de gramática con el idioma hablado en que serán tanto más verdaderas cuanto mejor reflejen el orden y estructura de la nación política, es decir, cuanto mejor recojan en su articulado ese todo constituido por las artes, las ciencias, el derecho, la religión y la moralidad que cultivaron nuestros mayores, disfrutamos nosotros hoy y heredarán nuestros sucesores.

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Partidos políticos

Cuatro son las fases por las que han pasado los partidos políticos desde hace unos ciento cincuenta años. Las cuatro pueden darse juntas, pero en cada ocasión predomina alguna de ellas.

La primera se caracteriza por la presencia de cuadros dirigentes formados por un pequeño grupo de jefes de partido que disponen de una bancada parlamentaria sumisa. Los militantes apenas cuenta, pues no son ellos, sino el erario público, quien financia al partido.

La segunda fase es la de los partidos de masas. Los dirigentes actuan como profetas iluminados que reciben de lo alto el mensaje sobre lo que es bueno para el partido y para la sociedad en general. El dominio de la ideología, una auténtica dogmática religiosa civil por la que muchos adeptos están dispuestos a sacrificarse, es absoluto. Esta fase vivió sus días de gloria hasta mediados del siglo pasado con el comunismo, el nacionalsocialismo, el fascismo y el socialismo.

La tercera sigue a la descomposición de los dogmas por causa de la derrota de nazis y fascistas en la Segunda Guerra Mundial y el posterior derrumbamiento del socialismo real, simbolizado en la caída del muro de Berlín en 1989. Irrumpen entonces otros dogmas menores, como el feminismo, el homosexualismo, el ecologismo y el laicismo. Las organizaciones partidarias tratan por todos los medios de atrapar todas las ideas posibles para sobrevivir, sin importar que choquen con los dogmas de la fase anterior. Un ejemplo de ello es que los socialistas Indalecio Prieto y Largo Caballero se oponían a incluir a homosexuales en las listas electorales del PSOE por creer que alguien “indigno” –la expresión es de ellos- no podía ser socialista.

La cuarta fase de los partidos políticos no es ya la entrega de privilegios a la élite del partido o la reforma social. Ni siquiera la mejora de la sociedad. La política es ahora algo secundario, sin perjuicio de que se empleen los antiguos ideales como piezas demagógicas para la publicidad electoral. La actividad de los partidos se convierte en una profesión que hay que proteger. Esto explica en gran parte la división territorial de España porque así hay más puestos a los que acceder. Explica incluso que los criminales etarras se esfuercen en acceder a una actividad laboral bien remunerada y sosegada.

Lo que no se explica bien es que una sección tan grande de ciudadanos siga poniendo su fe y su esperanza en empresas políticas partidarias que solo defenderán al Estado en la medida en que defiendan su propia organización de partido. Será porque resulta difícil desprenderse de la fe y de la esperanza.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 02/11/2011: Sonido (02-11-11))

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Escribir en la red

El sentimiento de temor por la técnica, dice Heusch (1), se halla ya en el hombre prehistórico, un cazador-recolector que no puede menos que mirar con cierta inquietud el humo, los ruidos y todos los objetos nuevos que salen del taller del primer herrero. Es la inquietud por el secreto que Prometeo había robado a los dioses, el uso del fuego, primer brote y origen de las artes de la civilización. No obstante, el cazador usó las herramientas y armas del herrero, trocando con ello la Edad de la Piedra en la Edad de los Metales. Dejó de ser cazador y se hizo habitante de la ciudad, súbdito del Estado, agricultor y pastor.

Heredero de aquel temor antiguo, Platón actuó exactamente igual. La escritura le indujo el mismo temor. Creía que la escritura, aun estando pensada para escapar del olvido conducirá fatalmente a él, porque los hombres que la practiquen aprenderán a recordar desde fuera y no desde dentro. Puesto que conocer es recordar y escribir es poco más que distraerse en el olvido, el hombre serio no debe escribir. Las letras son dibujos en el agua, concluyó(2).

La ambigüedad de Platón es extrema: rechaza la escritura escribiendo, un arte en que sobresalió como pocos. Y, para abundar en la ambigüedad, todo Occidente se ha tomado siempre muy en serio sus escritos, pese a algunas voces que parecen querer denunciar la impostura, como la de Colli, para quien el arte de Platón refleja la vocación por la mentira (3).

Menos inclinado al enigma o la paradoja, Aristóteles, que no quiso entender el movimiento de los seres naturales por una confusa participación en las Ideas ni por las interacciones mecánicas de la materia, lo asimiló a la actividad del artesano. En rigor, la naturaleza es esa actividad semejante en todo a la del alfarero que modela en barro una vasija. Pero no hay en ella alma o demiurgo inteligentes que produzcan su obra con designio. La naturaleza no delibera, dice, pero eso no le impide llevar a cabo un plan. Tampoco delibera el artificio, pero sus objetos son inconcebibles sin referencia a un fin. La diferencia entre naturaleza y artificio reside en que la materia preexiste en la primera y el segundo tiene que producirla según su función. Ejemplo de lo primero es la vara con que se arrea a los bueyes; de lo segundo, los ladrillos con que se hace la casa. Pero esta diferencia no basta para separarlos, pues lo que cuenta es la forma, y en la forma son coincidentes. De ahí que, según Aristóteles, los seres naturales serían como los de ahora si los fabricara el arte, y, simétricamente, los objetos artificiales serían asimismo como los que conocemos si nacieran de la naturaleza. Ésta haría nacer casas del suelo como las que hacen los arquitectos si se propusiera producir habitáculos adecuados a los hombres. La causa de que sólo haya madrigueras para roedores o cuevas para osos es, pues, que no se lo propone. Y, si la técnica se propusiera fabricar artilugios para ver, produciría ojos como los que ahora tenemos por naturaleza. Una llega a donde la otra no alcanza. Son, en verdad, lo mismo (4).

Dicho sea de paso: la técnica humana no fabrica instrumentos iguales que los ojos, sino mucho más potentes. Baste un ejemplo: las galaxias fotografiadas por el telescopio Hubble durante el mes de Diciembre de 1.995 se hallan a una distancia tal que son 4.000 millones de veces más imperceptibles que el objeto más pequeño que pueda detectarse a simple vista en el cielo nocturno. Si la luz de la estrella Polaris tarda más de 400 años en llegar a la Tierra, ¿cuántos años habrán empleado hasta ser detectados por el Hubble unos rayos de luz que proceden de galaxias que son, como mínimo, 4.000 millones de veces más imperceptibles que la Polaris? Una cosa es evidente en cualquier caso: que las fotografías de Diciembre de 1.995 no corresponden a esa fecha, sino a muchos millones de años atrás. Tal vez esas galaxias ni siquiera existen ya y, si existen, no están donde estaban. Las imágenes fotográficas corresponden a un pasado ya extinguido y la astronomía no se diferencia en lo fundamental de la arqueología. Luego los ojos que fabrica la técnica no solamente ven más, sino que, por escudriñar un pasado ya extinguido obligan a la construcción de un objeto de reflexión, el universo, al que no podríamos acceder con nuestros ojos naturales. Los ojos que fabrica la técnica ven en el espacio y en el tiempo.

Aristóteles no despreció menos que su maestro el oficio del artesano. Como él, llegó a decir que una ciudad bien ordenada no debe permitir que los ciudadanos se dediquen a tareas manuales, que carecen de nobleza y son contrarias a la virtud (5), lo que no le impidió concebir lo natural según el modelo de lo artificial. No sólo pensó la técnica como algo natural, según el decir de García Bacca (6), sino la naturaleza como algo técnico.

De nuevo lo que en un registro se niega en el otro se ejecuta. Son ambigüedades no inusuales, pues rara vez han ido parejas las prácticas y las convicciones. El discurso de los dos filósofos rechaza la técnica, pero Platón hace filosofía escribiendo y Aristóteles transfigura la actividad artesanal en una sistema teleológico casi perfecto. Un caso contrario, que no habría incurrido en contradicción por rechazar de plano lo artificial, tanto en la práctica como en las ideas, habría sido el de Diógenes el Cínico, pero cabe conjeturar que su biografía, compuesta de hechos de renuncia a lo artificial, es más mítica que real. La reconstrucción de ésta, hecha 500 años más tarde por Diógenes Laercio con noticias de muy diversas fuentes, ha permitido a un erudito decir que es «una antología del humor griego» y no la vida de un hombre real (7).

Nadie, pues, ha sido natural. Y menos nosotros, los desmemoriados de Platón. Diógenes, dice el mito, arrojó su vaso cuando vio a un niño beber agua con la mano. ¿Cuál sería nuestro vaso si hubiéramos de hacer lo mismo, ahora que nuestra existencia se devana necesariamente en una madeja interminable de artilugios?

Ellul especifica (8): la técnica dominante del siglo XX se concentra en cinco elementos: el átomo, la ingeniería genética, el láser, la exploración del espacio y la informática. Para observar las variaciones habidas en el discurso que la acompaña, basta mencionar el primero y el último. El átomo suscitó terrores durante la guerra fría: centrales nucleares, bombas atómicas, bombas de neutrones y guerra de las galaxias fueron, entre otros, los dioses del mal durante más de veinte años. La informática, por el contrario, es un valor en sí mismo desde hace poco más de quince. Nadie pregunta ya para qué sirve un ordenador. Lo compra. Quien hace preguntas queda anticuado. Y con la informática ha llegado la ideología justificadora de la técnica en general. La victoria sobre la miseria del tercer mundo, la curación de la enfermedad, la supresión de la contaminación, la prolongación de la juventud, etc., todo parece a punto de lograrse artificialmente. Los dioses se han vuelto benefactores. La técnica es también un proyector de imágenes que dan sentido y color a la realidad, promoviendo ilusiones de índole social, económica, personal y política. Los mitos mantienen intacto su poder.

La peculiaridad de la informática reside en que, frente a casi todas las demás técnicas, es improductiva. Las otras producen objetos materiales. Ella no produce nada. Ha nacido para almacenar información y transmitirla de un lado a otro del globo, sin más fronteras que las impuestas por la diversidad de idiomas, y aun ésas no son infranqueables. Aunque exige desarrollar algunas habilidades, la facilidad con que después se obtienen los datos más variados no tiene antecedentes. Una nebulosa de unos y ceros llamada Internet lo ha facilitado.

Muchas parecen ser las posibilidades ofrecidas por esta red de comunicaciones. Muchos esperan de ella grandes bienes. Demasiados a veces. Así, en una tertulia electrónica sobre ética y política organizada por Le monde diplomatique y la UNESCO hace años se hablaba de que tal vez furea factible una teledemocracia efectiva, pues los ciudadanos podrían sustituir a los parlamentarios para votar. También de que el mundo entero es ya de hecho una aldea global, de que se aproxima el final de la información vertical, emitida hasta ahora por empresas de medios de comunicación y por el Estado, que reducen a los individuos a meros receptores. Ilusiones de alma juvenil.

Lo que sí sabemos ahora es que los temores de Platón no eran infundados y que la escritura es el límite entre un antes y un después. Pero sabemos también que el propio Platón es el primero de la nueva era, no el último de la anterior, como ya había sucedido a Homero en otro ámbito, y que la escritura no ha sido igualada por ninguna otra técnica del intelecto. La imprenta y la informática no habrían existido sin ella. En consecuencia, no parece que deba esperarse de ésta última una revolución tan profunda como la de aquélla, que cambió los hábitos de pensamiento de las escuelas de filosofía al transmitir sus secretos a todo aquel que quisiera saber. Desvelamiento de un conocimiento que hasta entonces se había transmitido de maestro a discípulo en el interior de grupos selectos de pensadores, la escritura los puso al alcance de todos los habitantes de la pólis, como el mercader, contemporáneo suyo, exponía también sus mercancías a todo aquel que quisiera comprar. El libro impreso amplió los lectores más allá de las murallas de la ciudad. La informática y su corolario, la red, o internet, amplía los límites casi hasta el máximo, lo que es la continuación de un proceso antiguo que debe aprovecharse.


(1) V. Heusch, Luc de, Pourquoi l’épouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971.
(2) V. Platón, Fedro, 274 B – 277 C.
(3) Colli, G., Filosofía de la expresión, trad. de M. Morey, Ediciones Siruela, Madrid, 1996, página 244.
(4) V. Aristóteles, Física, II, 199 a, 199 b.
(5) Muchos textos pueden atestiguar esto, pero sea suficiente mencionar: Aristóteles, Política, 1329, a, IV, y Platón: Leyes, 846 d – 847 b.
(6) V. García Bacca, J. D., Elogio de la técnica, Anthropos, Barcelona, 1987. Esto que yo digo no es una crítica, sino, como mucho, una matización a las opiniones de G. Bacca sobre Aristóteles.
(7) D. R. Dudly, en Garcia Gual, C., y Diógenes Laercio, La secta del perro / Vidas de los filósofos cínicos (respect.), Alianza Editorial, Madrid, 1987, página 45.

(8) Ellul, J., Le bluff technologique, Hachette, Paris, 1988, página 15.


 

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