Cuatro son las fases por las que han pasado los partidos políticos desde hace unos ciento cincuenta años. Las cuatro pueden darse juntas, pero en cada ocasión predomina alguna de ellas.
La primera se caracteriza por la presencia de cuadros dirigentes formados por un pequeño grupo de jefes de partido que disponen de una bancada parlamentaria sumisa. Los militantes apenas cuenta, pues no son ellos, sino el erario público, quien financia al partido.
La segunda fase es la de los partidos de masas. Los dirigentes actuan como profetas iluminados que reciben de lo alto el mensaje sobre lo que es bueno para el partido y para la sociedad en general. El dominio de la ideología, una auténtica dogmática religiosa civil por la que muchos adeptos están dispuestos a sacrificarse, es absoluto. Esta fase vivió sus días de gloria hasta mediados del siglo pasado con el comunismo, el nacionalsocialismo, el fascismo y el socialismo.
La tercera sigue a la descomposición de los dogmas por causa de la derrota de nazis y fascistas en la Segunda Guerra Mundial y el posterior derrumbamiento del socialismo real, simbolizado en la caída del muro de Berlín en 1989. Irrumpen entonces otros dogmas menores, como el feminismo, el homosexualismo, el ecologismo y el laicismo. Las organizaciones partidarias tratan por todos los medios de atrapar todas las ideas posibles para sobrevivir, sin importar que choquen con los dogmas de la fase anterior. Un ejemplo de ello es que los socialistas Indalecio Prieto y Largo Caballero se oponían a incluir a homosexuales en las listas electorales del PSOE por creer que alguien “indigno” –la expresión es de ellos- no podía ser socialista.
La cuarta fase de los partidos políticos no es ya la entrega de privilegios a la élite del partido o la reforma social. Ni siquiera la mejora de la sociedad. La política es ahora algo secundario, sin perjuicio de que se empleen los antiguos ideales como piezas demagógicas para la publicidad electoral. La actividad de los partidos se convierte en una profesión que hay que proteger. Esto explica en gran parte la división territorial de España porque así hay más puestos a los que acceder. Explica incluso que los criminales etarras se esfuercen en acceder a una actividad laboral bien remunerada y sosegada.
Lo que no se explica bien es que una sección tan grande de ciudadanos siga poniendo su fe y su esperanza en empresas políticas partidarias que solo defenderán al Estado en la medida en que defiendan su propia organización de partido. Será porque resulta difícil desprenderse de la fe y de la esperanza.
(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 02/11/2011: Sonido (02-11-11))