El vil metal

Los que dicen odiar el dinero están casi siempre dispuestos a apoderarse de él por medios inmorales en vez de hacerlo con su propio esfuerzo y contando con las demás personas. Para el que ha logrado acumularlo porque ha pensado en sus hijos o en su vejez es algo honroso, casi sagrado. Si el gobernante mete sus manos en ese capital, como pretende hacer en estas fechas, con el fin de salir de una crisis económica, se comporta como el ladrón que penetra en la morada de un hombre honrado con violencia. Es incluso una canallada superior, pues, aparte de no dejar posibilidad alguna de defenderse, carga sobre la personalidad de su víctima los peores insultos. Es el colmo del cinismo: te roban y además te acusan de no ser solidario.

Para conseguir dinero y guardarlo hace falta ser virtuoso. Para apoderarse de él sin merecerlo o para despilfarrarlo es necesario no tener valentía ni sentido moral. Este tipo de sujetos son los que están obligados a pedir perdón por sus acciones, no el otro. Conviene apartarse de ellos. Llevan piel moralizante, pero son lobos depredadores. Hace muchos siglos que han aprendido a tender trampas para cazar a los buenos ciudadanos que estiman su dinero y a los que piden perdón por tenerlo. A unos les aligeran el bolsillo, a los otros les alivian de su culpa.

Se apoyan en la fuerza, sobre todo en la fuerza de la ley, y vampirizan a aquellos de quienes dependen.

Dice una fábula que un escorpión pidió a un tortuga que le permitiera subirse a su concha para atravesar el río y que la tortuga se negaba porque tenía miedo de que a mitad del trayecto la matara, pero que al fin cedió porque el escorpión argumentó que sería irracional hacerlo, pues entonces él mismo perecería ahogado. Sin embargo, cuando se hallaban en la mitad del río le clavó el aguijón.

-Pero esto es irracional –clamó la tortuga.

-No he podido evitarlo. Está en mi naturaleza –contestó el escorpión.

Está en la naturaleza de los individuos de doble moral el querer ser virtuosos sin esfuerzo, el tratar de convertirse en ladrones legales, el intentar apoderarse de la riqueza de las víctimas inermes. Hay que cuidarse de ellos.

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La corrupción política

El 13 de junio de 1918 dio Max Weber una conferencia sobre el significado del socialismo al círculo de oficiales del real e imperial ejército de Austria-Hungría. En ella desgranó las siguientes palabras sobre las preferencias políticas de un americano medio:

Sobre esto he hablado muchas veces con obreros americanos. El verdadero obrero americano yanqui ocupa un nivel muy alto en la escala de salarios y de capacitación. El salario de un obrero americano supera el de más de un profesor supernumerario de universidad. Son personas que han asimilado por completo las formas de la sociedad burguesa, que se presentan en público con chistera y acompañados de sus esposas —que quizá no tienen tantos modales o tanta elegancia como una «lady», pero que, por lo demás, se comportan exactamente igual que ella —, mientras que los emigrantes venidos de Europa fluyen hacia las capas inferiores de la sociedad. Cuando se me presentaba la ocasión de hablar con alguno de tales obreros yo solía decirle: no comprendo cómo os dejáis gobernar por la gente que os han puesto en esos cargos, pues como del sueldo que cobran tienen que entregar una parte en concepto de cuota al partido, y, como al cabo de cuatro años han de abandonar su cargo sin derecho a pensión, es lógico que procuren sacarle todo el jugo posible: ¿cómo, pues, os dejáis gobernar por ese grupo corrompido que os roba a ojos vistas centenares de millones? La respuesta típica que se me solía dar, y que con el permiso de ustedes quiero repetir ahora literalmente en toda su crudeza, era ésta: «Da lo mismo. Hay bastante dinero para ser robado y siempre quedará algo de sobra para que otros puedan ganar su parte —también nosotros —. Nosotros escupimos a esos professionals, a ecos funcionarios; los despreciamos. Pero si ocupara los cargos una clase con estudios y títulos, como ocurre entre vosotros, serían ellos entonces los que nos escupirían a nosotros.»

Eso era lo más decisivo para ellos: el miedo de que se creara un cuerpo de funcionarios tal como el que ya existe en Europa; una plantilla permanente de empleados públicos profesionalmente capacitados y especializados en las universidades.


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Corrupción política

 


El 13 de junio de 1918 dio Max Weber una conferencia sobre el significado del socialismo al círculo de oficiales del real e imperial ejército de Austria-Hungría. En ella desgranó las siguientes palabras sobre las preferencias políticas de un americano medio:


Sobre esto he hablado muchas veces con obreros americanos. El verdadero obrero americano yanqui ocupa un nivel muy alto en la escala de salarios y de capacitación. El salario de un obrero americano supera el de más de un profesor supernumerario de universidad. Son personas que han asimilado por completo las formas de la sociedad burguesa, que se presentan en público con chistera y acompañados de sus esposas —que quizá no tienen tantos modales o tanta elegancia como una «lady», pero que, por lo demás, se comportan exactamente igual que ella —, mientras que los emigrantes venidos de Europa fluyen hacia las capas inferiores de la sociedad. Cuando se me presentaba la ocasión de hablar con alguno de tales obreros yo solía decirle: no comprendo cómo os dejáis gobernar por la gente que os han puesto en esos cargos, pues como del sueldo que cobran tienen que entregar una parte en concepto de cuota al partido, y, como al cabo de cuatro años han de abandonar su cargo sin derecho a pensión, es lógico que procuren sacarle todo el jugo posible: ¿cómo, pues, os dejáis gobernar por ese grupo corrompido que os roba a ojos vistas centenares de millones? La respuesta típica que se me solía dar, y que con el permiso de ustedes quiero repetir ahora literalmente en toda su crudeza, era ésta: «Da lo mismo. Hay bastante dinero para ser robado y siempre quedará algo de sobra para que otros puedan ganar su parte —también nosotros —. Nosotros escupimos a esos professionals, a ecos funcionarios; los despreciamos. Pero si ocupara los cargos una clase con estudios y títulos, como ocurre entre vosotros, serían ellos entonces los que nos escupirían a nosotros.»

Eso era lo más decisivo para ellos: el miedo de que se creara un cuerpo de funcionarios tal como el que ya existe en Europa; una plantilla permanente de empleados públicos profesionalmente capacitados y especializados en las universidades.

 

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La educación de los hijos

 


Opinan nuestras leyes, y es en verdad opinión común de nuestro tiempo, que los padres deben estar presentes en todo momento en la educación de sus hijos. La opinión contraria parece ser más acertada, al menos según el juicio de Montaigne, el Señor de la Montaña, como le llamaba Quevedo con el mayor respeto.


De igual modo es opinión de todos recibida, que no es conveniente educar a los hijos en el regazo de sus padres; el amor de éstos los enternece demasiado y hace flojos hasta a los más prudentes. No son los padres capaces ni de castigar sus faltas, ni de verlos alimentarse groseramente, como conviene que se haga; tampoco podrían soportar el verlos sudorosos y polvorientos después de algún ejercicio rudo, ni que bebieran líquidos demasiado calientes o fríos, ni el verlos sobre un caballo indócil, ni frente a un tirador de florete o un boxeador, como tampoco disparar la primera arcabuzada, cosas todas necesarias e indispensables. Tales ejercicios son el único medio de formar un hombre cual debe apetecerse, y ninguno hay que descuidar durante la juventud; hay que ir a veces contra los preceptos de la medicina:
Vitamque sub dio, et trepidis agat

in rebus.[i]
No basta sólo fortificar el alma, es preciso también endurecer los músculos; va el alma demasiado deprisa si muy -112- luego no es secundada, y tiene por si sola demasiada labor para bastar a dos oficios. Yo sé cuán penosamente trabaja la mía unida como está a un cuerpo tan flojo y tan sensible que se encomienda constantemente a sus fuerzas, y con frecuencia advierto que en sus escritos mis maestros los antiguos presentan como actos magnánimos y valerosos, ejemplos que dependen más bien del espesor de la piel y eje dureza de los huesos, que del vigor anímico. (Montaigne, M. de, Ensayos, Libera los libros, pág. 112)

(Montaigne, M. de, Ensayos, Libro I, Casa Editorial Garnier Hermanos, [s.a.]., 1912, pág. 166)


[i] Que no tenga otro techo que el firmamento; que viva rodeado de alarmas. HORACIO, Od., III, 2, 5 (N. del T.)

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Profesores

Si se lee filosofía política de San Agustín se encuentra uno con la siguiente tesis: que el Estado no debe obligar a nadie a ser bueno y a nadie debe impedir que sea malo, excepto cuando se vea alterada la paz social. Ser un mentiroso o un borracho es algo que debe quedar al libre arbitrio de cada cual. La ley solo debe intervenir si el que se embriaga interrumpe el descanso de los vecinos o si el que miente trata de vender una propiedad que no es suya.

El Estado moderno ha sabido hallar un medio para proteger esta libertad en el funcionario libre e inamovible, un individuo obligado a atenerse a ordenamientos administrativos rigurosos y que solo puede ocupar su puesto si previamente ha demostrado poseer una cualificación específica para él. Un juez, un policía o un profesor dependen solo de su deber y están obligados a no obedecer a un jefe y a no seguir una ideología política.

Con esto no se busca una casta de privilegiados, sino la protección de la libertad ciudadana frente al poder político. Cuando un partido logra atraer a sus filas al funcionario la vida de la pólis se empezará a corromper sin remedio, como viene sucediendo con los profesores casi desde que se instauró la democracia en España. Comenzó con las huelgas salvajes que los sindicatos promovieron contra el gobierno débil de la UCD de Suárez, obligando a que se violentara el principio de la capacitación del funcionario. El cuerpo de docentes de la Universidad y el Bachillerato se inundó de individuos que casi no tuvieron que demostrar su cualificación. Eran individuos predispuestos a las formas ideológicas que les dieron entrada en la administración del Estado.

Luego vinieron las sucesivas leyes de educación. Todas ellas tratan de inculcar la ideología constructivista que conduce al hombre nuevo mediante una adecuada dosificación de refuerzos positivos. Esa ridícula asignatura llamada Educación para la ciudadanía solo es un botón de muestra que apenas tiene significado frente a la marea general.

Ahora los profesores protestan porque se les quieren imponer dos horas lectivas más, que llevan aparejadas otras varias de preparación de clase, preparación y corrección de exámenes, asistencia a reuniciones normalmente improductivas y tediosas, sesiones de evaluación, etc.. Loa profesores tienen razón en su protesta. Por el contrario, las razones que dan Doña Esperanza Aguirre y su consejera de educación se añaden a la serie de las que viene dando el partido que ha pergeñado esas leyes. Los sindicatos, por su lado, siendo los grandes causantes del grave deterioro de la enseñanza junto al partido del gobierno, están haciendo el ensayo de una lucha política que por el momento sirve, por ejemplo, para que la prensa adicta al poder no mencione otra gran agresión al funcionariado: la colocación de más de 25.000 individuos en los puestos del Estado sin otra cualificación que haber pertenecido a agencias de la Junta de Andalucía y haber sido designados sin pasar filtro alguno. Tales individuos deberán su puesto a otros individuos y no estarán sujetos al deber como lo está un funcionario cualificado.

Esta es la clase de acciones que van contra la tesis de San Agustín.

(Publicado en La piquera, de COPE-Jerez. Archivo sonoro: Profesores28-09-11)

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Si el euro se rompe

Según un informe de UBS Investment Research, es muy poco probable que se expulse a un país de la zona euro. Aunque dicha zona no debería existir, pues se está viendo que no funciona con los parámetros actuales, ahora no hay más remedio que tomar una de las dos decisiones siguientes: o bien se consigue una mayor integración fiscal de los países miembros de la zona euro, sin expulsar a ninguno, o bien se expulsa a los más peligrosos, lo que llevaría seguramente aparejada la ruptura de la moneda común.

Ahora bien, las consecuencias de la segunda opción de este dilema pueden ser desastrosas. La primera sería que la creación de una nueva divisa o el retorno a la anterior, lo que viene a ser lo mismo, tendría un coste elevadísimo y provocaría ataques en cascada de los mercados contra otras economías débiles que permanecieran en el euro. El país que volviera a su antigua divisa tendría que denominar su deuda en euros, lo que la duplicaría o en su nueva divisa, lo que le conduciría a una quita estatal y corporativa. Es muy probable además que ese país tuviera que bloquear sus bancos para evitar la retirada masiva del dinero depositado en ellos.

El valor de la nueva divisa no sobrepasaría el 60% sobre el euro, lo que llevaría consigo que la Unión Europea tendría que imponer tasas y aranceles al comercio con ese país en ese porcentaje. Esto causaría el derrumbe de sus exportaciones, la destrucción de empresas, el aumento del paro y los desórdenes civiles consecuentes. UBS habla incluso de guerras.

Esto es para el caso de que sea un Estado débil, como Grecia, el que abandone el euro. Si es un Estado fuerte, como Alemania, el que lo hace, su moneda se revalorizaría con respecto al euro y ocasionaría también una gran disminución en sus exportaciones, un grave daño para sus empresas, destrucción de empleo y desórdenes civiles.

UBS Investment Research cuantifica los costes de ambas alternativas para un ciudadano alemán: 9.500-11.500€ por ciudadano de ese país en el primer año y de 3.000€ a 4.000€ los siguientes, para la primera opción, y 6.000-8.000€ el primer año y de 3.500€ a 4.500€ los sucesivos, para la segunda.

Pero existe una tercera opción, que consiste en rescatar a Grecia, Irlanda y Portugal, una opción que, aun contando con que hubiera que cargar con una quiebra total de la deuda de estos países, no pasaría de 1.000 euros por ciudadano alemán en una sola ocasión.

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Educación de los mejores

Lo peculiar de nuestro tiempo es la interacción entre los gustos de la masa y una gran eficiencia lograda por las técnicas para satisfacerlos. El gentío es el amo. Quiere esto, lo otro, lo de más allá… viajes, alimentos bien sabrosos, ropa de marca, vacaciones, sexo, alcohol… Quiere todo, aunque en el fondo quiere todo eso porque no sabe querer. Un filón para el mercado en todo caso. Para la producción de cosas, la cual, ayudada por la tecnología del presente es capaz de producir mucho más de lo que el gentío pide.

Ocurre, sin embargo, que las técnicas, dotadas del máximo prestigio a los ojos del gentío carecen en cuanto tales de principios morales o estéticos. ¿Cómo no? A un físico se le puede encomendar el diseño de una central nuclear, a un genetista el de un clon humano. Saben hacerlo. Otra cosa es que deban hacerlo. Eso no pertenece a su especialidad. No es que estos personajes sean inmorales, no. Es que los principios que podrían regir la vida de las masas no son tales principios. Son valores, como los de la bolsa. Suben y bajan de cotización. Es decir, son convencionales y pueden ser más amados por unos que por otros. Incluso pueden ser seguidos un día sí y otro no. En estas condiciones la educación moral se sustituye por el condicionamiento… para seguir comprando. Lástima que la crisis amenace este sistema tan bien ensamblado mientras había dinero en abundancia, dinero que incrementaba la oferta y aumentaba la demanda en una espiral que parecía no tener fin.

Ahora parece que muchos están despertando de su sueño dogmático, de su estado de bienestar.

Poco puede esperarse en estas condiciones. Una educación universal no producirá excelencia. El consejo es cultivar el propio jardín, como Epicuro, y buscar para sí mismo al menos los placeres puros del espíritu. No es solo un consejo. Estimo que es también una obligación una vez que la mayoría ni siquiera desea saber que existe este camino.

Pero no se trata de pertenecer a los mejores para guiar a las masas. Eso es un viejo sueño siniestro, una pesadilla en realidad. Así que ni siquiera se debe desear. Recuérdese que al grupo de los mejores pertenecieron Marx, el padre del comunismo, y Nietzsche, el abuelo –putativo, se dice- del nazismo. La buena educación tiene que ir unida a la prudencia si no se quiere correr el riesgo de repetir los terremotos que sacudieron el siglo XX. La política no se debe despreciar. Tampoco se deben esperar imposibles de ella. ¿O vamos ahora a retornar a las directrices visionarias y utópicas? Eso no es propio del hombre prudente y bien educado.

El diagnóstico es poco esperanzador, sin duda. Pero, amigo mío, lo que yo digo es que es fácil ganar en el juego cuando se tienen buenas cartas y que cuando son malas es inútil lamentarse y abandonar la partida. En vez de eso hay que poner más inteligencia y más pasión para ganar.

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Democracia directa, democracia representativa

Democracia directa

Dado que en la democracia ateniense el voto de cada ciudadano tenía el mismo valor que el de cualquier otro, la igualdad era, junto a la libertad, un rasgo característico del sistema. Un hombre de aquella época sabía bien que lo que definía su organización política era la isonomía, la igualdad ante la ley, y la isegoría, la igualdad de derechos para expresar públicamente la opinión propia. Los atenienses creían profundamente en el imperio de la ley, pese a la frecuente acusación de que a veces fueron objeto por sus enemigos, a saber, que se saltaban sus propias leyes mediante psephísmata, decretos aprobados según las circunstancias para fines particulares. También sabía que otro rasgo que definía su democracia era que todo individuo que hubiera ejercido cualquier poder estaba sometido a la euthyna, esto es, a la investigación de sus actuaciones y a la rendición de cuentas. La euthyna era aplicada a todos los funcionarios al final de su mandato, que normalmente duraba un año.

Este régimen perduró en Atenas hasta que en el 322-321 a. d. J., al final de la «guerra Lamia», fue destruido por Antípatro. Sucedió a la muerte de Alejandro Magno, cuando los atenienses, al saber la noticia, emprendieron una revuelta contra la dominación macedónica y fueron derrotados, después de lo cual se instauró una oligarquía. Durante el tiempo que duró sufrió variaciones importantes, pero lo sustancial permaneció inalterable. Es fácil convertirla en objeto de crítica, bien porque no todos los habitantes de la ciudad participaban del gobierno, bien porque a veces se cometieron graves injusticias, como la muerte de Sócrates, porque favoreció en ocasiones la tiranía de los demagogos, o porque hizo uso de instituciones injustas, como el ostracismo. Pero de ninguna manera puede negarse que aquel régimen fuera una verdadera democracia. Lo que está fuera de duda es precisamente lo contrario, que fue la única verdadera democracia que ha existido desde entonces.

Fue la única no por ser representativa, sino por no serlo. No fue la representatividad lo que la hizo, sino la falta completa de ella. El hecho de la representación política implica necesariamente que el titular sobre el que ésta recae, el pueblo representado, no es capaz por sí mismo de querer y obrar directamente, y ha de hacerlo por medio de otros, sus representantes, a los que confiere esa cualidad por medio de las urnas. De aquí se sigue que las acciones políticas del representante son imputables al representado. Pero es justamente esa separación del político profesional, dotado de la facultad de representación, y el pueblo representado, lo que brilla por su ausencia en la democracia ateniense. Allí eran los individuos del demos o, mejor dicho, de los démoi, quienes participaban directamente en los asuntos del Estado interviniendo en la asamblea soberana, tanto cuando ésta deliberaba como cuando legislaba, actuando como jueces, desempeñando cargos funcionariales, formando parte del ejército, etc.

Además de estas funciones generales del Estado, existían otras muchas en los gobiernos locales de los démoi, que también estaban organizadas democráticamente. Mandar y obedecer fueron la misma cosa. Nunca más ha vuelto a ser así ni podrá volver a serlo jamás, por mucho que se empeñen nuestros malos demagogos en proponerlo al incauto votante.

Por último, el complejo equilibrio de poderes opuestos puesto en acción en aquel gobierno fue un medio excelente no solamente para impedir que cualquiera se alzara sobre los demás y oprimiera a la población, sino también para mitigar los excesos que cualquiera de los poderes pudiera cometer.

Hay muchas cosas que pueden aprenderse de aquel régimen de gobierno. Una es que la representatividad no define a las democracias, sino a las oligarquías. Otra que una democracia real, no representativa, no puede existir, como tampoco puede existir un autobús de diez kilómetros. Una tercera, que lo más importante en nuestro tiempo no es que el sistema sea o no representativo –no puede dejar de serlo- sino que el poder consista en un sistema de contrapesos que lo haga más liviano para el súbdito. Sin olvidar, claro está, la aplicación de la euthyna a todo aquel que haya desempeñado un cargo.

Democracia representativa

En consecuencia, la antigua democracia ateniense y la moderna democracia parlamentaria no son dos especies de un mismo género, sino dos géneros distintos. No es posible convertir en democracia directa el parlamentarismo actual. ¿O acaso podría hacerse reuniendo a cuarenta millones en la plaza pública? ¿En facebook y twitter acaso? ¿Sería posible así la isegoría? Pensar en cosas tales es pensar desatinos.

Decir que el río Guadalquivir lleva vino porque se ha derramado una botella desde el Puente de Triana es lo mismo que decir que hay gobierno del pueblo en una sociedad de 45 millones de habitantes.

El gobierno del pueblo es una fantasía. Como también lo es la idea de que el pueblo se constituye en soberano por un acto de voluntad. Eso pertenece a la ideología artificialista de nuestro tiempo. El régimen parlamentario español no nació de un acto fundador decidido por el pueblo, sino de las fuerzas reales existentes antes. Nació del franquismo. ¿De dónde si no? ¿O es que podría haber surgido de la nada? Ni hubo acto fundador ni, en caso de que lo hubiera habido, sería obligatorio obedecerlo, porque, aun admitiendo que tal cosa fuera posible, lo que una generación de hombres decide otra puede deshacerlo con igual autoridad.

Un régimen democrático no brota de una decisión libre de la población, sino que más bien pone en marcha la libertad de ésta. Ahora bien, esa libertad no es la que se entiende como una disciplina personal que consiste en tener decisión y voluntad fuerte, sino la de poder elegir productos en el mercado. El régimen democrático acompaña al mercado libre. Podría existir mercado sin democracia, como en China, pero no democracia sin mercado.

La raíz de la democracia actual es el mercado libre, al que concurren individuos que ponen en marcha la demanda y con ésta la producción. Así eligen bienes y servicios y así eligen también gobernantes. Es el mismo proceso. Un niño que acompaña a sus padres al supermercado se adiestra para la elección de gobernantes. Formará parte de la demanda de representantes como forma parte de los consumidores que demandan productos en los estantes para poder elegir entre ellos. Por eso tiene que haber diversos partidos políticos, pues de otro modo no existiría esa libertad de elección.

Una vez que se comprende la esencia de este régimen de gobierno se ve de lejos el desatino que consiste en presentar los “valores democráticos” como valores morales. Moral y democracia tienen que ver entre sí lo que el fútbol y un soneto de Quevedo.

Conclusión

Por todo lo cual, el que tiene el propósito de alcanzar la democracia real, la democracia como gobierno directo del pueblo, no sabe lo que piensa y tiene la cabeza llena de bruma y fantasía. O, más bien, es un peligro público, pues es la clase de tirano que emerge de esta clase de régimen político. Si el poder procede del pueblo hay que admitir que el pueblo tiene que delegarlo, porque es imposible que lo ejerza.

La delegación no se puede hacer tampoco por vía directa. Tiene que ser convencional. La convención es aquí la regla de las mayorías. Los electores no son una masa compacta que forme una unidad superior, sino individuos dispersos, con intereses encontrados entre sí, a los que se da a elegir entre varias alternativas cerradas. Esto es de la máxima importancia. No son los electores los que proponen las opciones entre las que han de moverse. Tales opciones no dependen de ellos. Ellos solo deben votar, elegir una de las propuestas que se les hacen.

Dicho sea de paso: que reflexionen o no sobre el sentido de su voto después de haber estudiado detenidamente las propuestas carece por completo de importancia. Lo que importa es que voten y que el resultado de su votación pueda conformar una mayoría estadística. El promedio estadístico es, pues, algo que define a esta clase de gobierno y ya se sabe que en la estadística se pierde la individualidad.

Quienes hayan obtenido esa mayoría estadística de votos dirán con toda seguridad que ellos representan al pueblo, pero eso no podrá ser cierto de ninguna manera. Si lo fuera, entonces el partido que hubiera obtenido la minoría quedaría deslegitimado para oponerse al ganador, pues iría contra la voluntad del pueblo. La manifestaciones, huelgas, protestas, etc., contra dicha voluntad expresada en el partido gobernante sería ilegítima.

El partido que gana unas elecciones no representa al pueblo. Tampoco el que pasa a la oposición. Ni siquiera lo puede representar la totalidad de los partidos que componen la cámara legislativa. Si las partes por separado no representan al pueblo, ¿por qué habrían de hacerlo todas ellas juntas? ¿No son acaso contrarias entre sí? La voluntad del pueblo sería entonces contraria consigo misma, lo cual es un despropósito. En realidad, nadie representa a nadie en este juego político, excepto a sí mismo.

De este embrollo mental solo se sale considerando que ni existe la voluntad popular ni los partidos políticos la pueden representar  en ningún sentido aceptable y no fantástico de la palabra “representar”.

Es un error, en consecuencia, pensar que el pueblo toma decisiones a través de sus delegados. Las decisiones no las toma ni siquiera el partido que ha ganado las elecciones, sino una camarilla de dicho partido que las impone a todos sus correligionarios y luego a la cámara legislativa, convirtiéndolas en leyes.

En estas circunstancias, un buen gobernante no es el que toma decisiones tratando de ajustarlas a las voluntades, inclinaciones u opiniones de la gente que lo ha votado o a la fantástica voluntad popular, sino el que se rodea de un grupo de hombres selectos y las toma bajo su propia responsabilidad. El buen gobernante no hará uso de esa estúpida demagogia que consiste en presentar lo que hace como voluntad del pueblo.


 

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Regímenes políticos de Atenas

El arcontado

Un recorrido por los regímenes políticos de Atenas es sumamente instructivo para comprender algo de la esencia de lo político. Se comienza por el arcontado.

Egeo, el noveno rey de Atenas, vio correr sus años a lo largo del siglo XIII a. C. Fueron sus padres Pandión II y Pilia. Él mismo, pese a haber desposado a varias mujeres, no lograba tener descendencia, por lo que se desplazó a Delfos con el fin de inquirir la causa a Apolo. Éste respondió:

-No abras la boca de tu odre de vino hasta que llegues a Atenas.

Egeo no comprendió el oráculo, pero sí Piteo, en cuya casa se hospedó a la vuelta de Delfos. Éste supo que su huésped tendría un hijo de la primera mujer con quien se uniera después de consultar al dios, por lo que, tras lograr que se emborrachara, hizo que pasara la noche con su hija Etra.

Un tiempo más tarde Egeo dio cobijo en Atenas a Medea, que había asesinado a sus propios hijos en venganza por la traición de su marido y padre de los mismos, Jasón. Medea había prometido descendencia al rey y así sucedió, pues de ambos nació un hijo, de nombre Medo.

Pero Etra también había concebido un niño la noche que siguió al oráculo y le llamó Teseo. Éste se presentó en casa de su padre y Medea trató de matarlo, pero no lo consiguió, porque Egeo reconoció a su hijo por una espada y unas sandalias que había entregado a Etra para que, si de su unión resultaba algún fruto, se le presentasen como señal del mismo.

Sisyphus Painter. Llegada o despedida de un joven guerrrero (tal vez Teseo, cuya espada reconoce su padre Egeo). British Museum. Fotografía der Marie-Lan Nguyen (User:Jastrow), 2007

Teseo llegó cuando su padre tenía más necesidad de ayuda, pues eran los días en que se veía forzado a hacer frente a los cincuenta hijos de Palante, que le disputaban el trono. Los Palántidas fueron vencidos y se restableció la paz, pero un nuevo infortunio vino a caer sobre la ciudad debido a que la muerte de Androgeo, el hijo de Minos y Pasífae, la misma mujer que se había enamorado locamente de un toro y había concebido de su unión carnal con él al Minotauro, se atribuyó a Teseo y por causa de ello el rey de Creta exigió el pago de un impuesto anual de siete doncellas y siete mancebos, que debían ser entregados al Minotauro en su laberinto.

Teseo se ofreció para matar al monstruo. Convino con su padre una señal: el barco que le trajera de vuelta mostraría una vela blanca en señal de triunfo y negra en señal de derrota. El joven mató al Minotauro, pero los marinos desplegaron por error la vela negra y su padre, desesperado, se arrojó al mar. Desde entonces ese mar se llama Egeo. Hoy surcan sus aguas los barcos de una floreciente industria turística y sus pasajeros oyen estas historias para distraerse.

Teseo heredó el trono, liberó su territorio de bandidos y monstruos y lo engrandeció llevando sus fronteras hasta Corinto. Fue incluso el forjador de los estamentos políticos que con el correr de los años habrían de dar lugar a la democracia. Hasta entonces los habitantes del Ática estaban distribuidos en pequeños grupos políticos, oikoi, organizados en torno a nobles terratenientes. Teseo unificó los oikoi y fundó una sola boulé, o asamblea, y un solo pritaneo, o gobierno. Ambas instituciones estaban dirigidas por arcontes. Por esto se ha pensado siempre que Teseo fue el fundador del arcontado.

El último de los arcontes que todavía llevó el nombre de rey fue Codro. La ciudad se llamaba todavía Cecropia, por el primero de sus reyes, Cécrope, que había reinado en el siglo XVI a. C. El cambio de nombre le vino después de una disputa entre Poseidón y Atenea. No poniéndose de acuerdo ambos dioses, decidieron elegir al rey como árbitro.

Para convencer a Codro de que la ciudad debía llamarse Poseidonia, el dios del mar clavó su tridente en el suelo y allí mismo brotó una fuente. La diosa arrojó su lanza y en el lugar en que quedó clavada brotó un olivo. Codro sintió sed y bebió de la fuente, pero encontró que el agua estaba salada, por lo que eligió el olivo. Desde aquel día la ciudad se llama Atenas. También es desde entonces una ciudad con muy escasos recursos de agua, debido a que Poseidón sigue ofendido.

Durante su reinado la ciudad fue atacada por invasores dorios. Sabiendo Codro que, según un oráculo, obtendría la victoria el pueblo cuyo rey muriera en el combate, se introdujo disfrazado en los campamentos de los enemigos para que éstos lo mataran, como así sucedió. Conmovidos por este hecho, los atenienses proclamaron que sólo Zeus podía ser más grande en virtud que Codro y que sólo éste o sus hijos eran dignos de poseer el título de arcontes de Atenas. Por esto solo estuvieron dispuestos a nombrar a Medonte, su hijo, para esta dignidad, originándose así la monarquía hereditaria.

Todos los reyes de Atenas fueron grandes en merecimiento y virtud. No otro era el fundamento de su gobierno, según Aristóteles. También lo fue, según él, de la aristocracia:

El reinado, repito, se clasifica al lado de la aristocracia, en cuanto es, como ésta, el premio de la consideración personal, de una virtud eminente, del nacimiento, de grandes servicios hechos o de todas estas circunstancias unidas a la capacidad. Todos los que han hecho grandes servicios a las ciudades y a los pueblos, o que eran bastante poderosos para poder hacerlos, han obtenido esta alta distinción: los unos por haber evitado con sus victorias que el pueblo cayera en esclavitud, como Codro. (Aristóteles, Política, cap. VIII)

El arcontado fue al principio decenal, luego anual y, por último, se repartió entre nueve arcontes, que llevaban los nombres de epónimo, el que daba el nombre al año, polemarco, el general en jefe de las tropas, basiléus, el juez de los asuntos religiosos. Los restantes eran los tesmoteta, cuya misión era registrar las leyes nuevas.

La monarquía gozó de estima entre los atenienses por motivos míticos o religiosos. Todo poder los necesita. La diferencia es que el mito era poético en los antiguos siglos griegos, en tanto que hoy es prosaico.

Con todo, está escrito con letra indeleble en el alma de los hombres que éstos se duelen del mal y se cansan del bien y que por este motivo están siempre queriendo cambiar el orden establecido. Debido a esto, la monarquía hubo de ser reemplazada por otro régimen, en lo que, como suele acontecer, tuvieron parte importante las gentes del pueblo llano, en quienes reside la auténtica fuerza, de lo cual es una prueba la discusión que mantuvieron Calicles y Sócrates en el Gorgias de Platón.

El poder de las mayorías

Calicles defiende que el mejor es el poderoso. Sócrates encuentra que entonces la multitud sería mejor, pues ella es sin disputa más poderosa que un solo hombre. Apoyados en groseras razones que el propio Calicles niega en este diálogo, muchos piensan hoy que la mayoría popular es por excelencia más noble, excelente y buena. Pero esto no puede sostenerse. La verdad de la cosa está en que las minorías no poseen la fuerza, sino que se enseñorean de la opinión y así consiguen que les obedezcan las mayorías:

Sócrates.- Pero ¿llamas tú a la misma persona indistintamente mejor y más poderosa? Pues tampoco antes pude entender qué decías realmente. ¿Acaso llamas más poderosos a los más fuertes, y es preciso que los débiles obedezcan al más fuerte, según me parece que manifestabas al decir que las grandes ciudades atacan a las pequeñas con arreglo a la ley de la naturaleza, porque son más poderosas y más fuertes, convencido de que son la misma cosa más poderoso, más fuerte y mejor, o bien es posible ser mejor y, al mismo tiempo, menos poderoso y más débil, o, por otra parte, ser más poderoso, pero ser peor, o bien es la misma definición la de mejor y mas poderoso? Explícame con claridad esto. ¿Es una misma cosa, o son todas distintas más poderoso, mejor y más fuerte?

Calicles.- Pues bien, te digo claramente que son la misma cosa.

Sóc.- ¿No es cierto que la multitud es, por naturaleza, más poderosa que un solo hombre? Sin duda ella le impone las leyes, como tú decías ahora.

Cal.- ¿Cómo no?

Sóc.- Entonces las leyes de la multitud son las de los más poderosos.

Cal.- Sin duda.

Sóc.- ¿No son también las de los mejores? Pues los más poderosos son, en cierto modo, los mejores, según tú dices.

Cal.- Sí.

Sóc.- ¿No son las leyes de éstos bellas por naturaleza, puesto que son ellos más poderosos?

Cal.- Sí.

Sóc.- Así pues, ¿no cree la multitud, como tú decías ahora, que lo justo es conservar la igualdad y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? ¿Es así o no? Y procura no ser atrapado aquí tú también por vergüenza. ¿Cree o no cree la multitud que lo justo es conservar la igualdad y no poseer uno más que los demás, y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? No te niegues a contestarme a esto, Calicles, a fin de que, si estás de acuerdo conmigo, mi opinión quede respaldada ya por ti, puesto que la comparte un hombre capaz de discernir.

Cal.- Pues bien, la multitud piensa así.

Sóc.- Luego no sólo por ley es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla y se estima justo conservar la igualdad, sino también por naturaleza. Por consiguiente, es muy posible que no dijeras la verdad en tus anteriores palabras, ni que me acusaras con razón, al decir que son cosas contrarias la ley y la naturaleza y que, al conocer yo esta oposición, obro de mala fe en las conversaciones y si alguien habla con arreglo a la naturaleza lo refiero a la ley, y si habla con arreglo a la ley lo refiero a la naturaleza.

Cal.- Este hombre no dejará de decir tonterías. Dime, Sócrates, ¿no te avergüenzas a tu edad de andar a la caza de palabras y de considerar como un hallazgo el que alguien se equivoque en un vocablo? En efecto, ¿crees que yo digo que ser más poderoso es distinto de ser mejor? ¿No te estoy diciendo hace tiempo que para mí es lo mismo mejor y más poderoso? ¿O crees que digo que, si se reúne una chusma de esclavos y de gentes de todas clases, sin ningún valer, excepto quizá ser más fuertes de cuerpo, y dicen algo, esto es ley?

Sóc.- Bien, sapientísimo Calicles; ¿es eso lo que dices?

Cal.- Exactamente. (Platón, Gorgias, 488 c – 489 c)

Aristocracia y timocracia

Sumergidos en nuestros propios mitos, no vislumbramos la valía de los ajenos, cuando tanto los nuestros como los de ellos sirven para conformar esa opinión que ha de ser la norma de la conducta de las mayorías.

El oráculo de Delfos, las hazañas de Teseo, la muerte de Codro… eran los mitos que envolvían a los griegos. Ellos los veían no solo como verdaderos, sino como origen de sus instituciones más preciadas. Con su hilo se había tejido la trama del arcontado y la monarquía, como queda dicho. Era un entrelazamiento de creencias religiosas y organizaciones políticas que explica por qué los atenienses posteriores mostraran veneración por aquellas primeras formas de gobierno.

Tan buena memoria guardaban de ellas que la aristocracia que vino después hubo de recurrir a su prestigio para justificar su control de la sociedad. La primera aristocracia ateniense hundía su raíz en la posesión de la tierra. La tierra llevaba consigo derechos y deberes como la administración de justicia, la defensa frente a agresiones externas y otras prestaciones. En torno a esos derechos y deberes de los que era portador el noble terrateniente se organizaba el mundo social

Pero al lado de éste surgió otra aristocracia, la del dinero procedente del comercio. Era una clase social desarraigada del suelo y libre de las obligaciones que pesaban sobre la aristocracia. Con ella se introdujo el desequilibrio en la sociedad ateniense. Trajo, por ejemplo, la usura y ésta creció tanto que los deudores llegaron al punto de verse obligados a pagar las cinco sextas partes de su trabajo para devolver sus deudas so pena de ser vendidos como esclavos si no lo hacían. Los disturbios no tardaron en aparecer y hubo que reformar el gobierno ateniense. De ello se encargó Dracón en el año 621 a. d. J., promulgando nuevas leyes, que resultaron tan severas que hubieron de ser abolidas en poco tiempo.

Volvieron los disturbios. El pueblo exigía que se repartieran las propiedades, la nobleza se oponía con todas sus fuerzas y la guerra se aproximaba cada vez más. El año 594 se nombró arconte con poderes dictatoriales a Solón para que actuara como mediador y resolviera los conflictos. Su acción fue acertada. Se ganó las simpatías del pueblo  tras su victoria sobre Megárida. Anuló las deudas injustas, prohibió vender como esclavos a los insolventes y reformó la Constitución de los atenienses.

En Atenas había tres clases de hombres: los libres, los esclavos y los metecos. Los primeros se dividían en nobles o eupátridas, labradores y artesanos. Inicialmente sólo los primeros participaban en el gobierno de la ciudad, después fueron admitidos los que entre ellos contaban con una renta de 500 medimnos de trigo o cebada, más tarde los que contaban con una de 300, después los de 200. Solón estableció una división del pueblo en cuatro clases según la riqueza, conservó los nueve arcontes y creó un Consejo (boulé) de 400 hombres mayores de 30 años. Los arcontes debían ser extraídos de las dos clases superiores y los miembros de la boulé de las tres. Creó asimismo la asamblea popular (ekklesía), a la que pertenecían todos los ciudadanos mayores de 20 años, y el Areópago, un tribunal superior formado por los antiguos arcontes.

En tiempo de guerra todos los ciudadanos debían prestar servicio de armas hasta los sesenta años. Los de las tres primeras clases iban como hoplitas, los de la última como infantería ligera. En tiempo de paz solamente prestaban servicio de armas durante dos años, el primero para recibir instrucción militar y el segundo para prestar servicio en alguna de las fortalezas de Atenas.

La enseñanza que puede extraerse de estas transformaciones es que las gentes se rebelan contra el orden establecido bien en defensa de la igualdad si creen que son iguales que los que les oprimen o bien en defensa de la desigualdad si creen que son superiores a otros y que no se les reconoce su valía. Esta causa general explica por qué los atenienses abandonaron el arcontado y cayeron en la aristocracia, cuando los miembros de esta clase dieron en pensar que ellos no eran inferiores al propio rey, por qué los nobles poseedores del dinero no sufrieron la primacía de los aristócratas poseedores del suelo y por qué el pueblo llano no permitió a la larga que nadie sobresaliera por encima de él. Así fue como Atenas recorrió el camino que va de la monarquía a la aristocracia, de ésta a la timocracia, de la timocracia a la tiranía y luego a la democracia, que con facilidad se tornó en una forma más de tiranía.

La tiranía

Una vez que introdujo una serie importante de reformas, Solón, en lugar de aprovecharse de su prestigio y su posición para medrar, abandonó el poder. Pero los disturbios no tardaron en aparecer de nuevo. Nacieron tras facciones, capitaneadas por nobles; cada una de ellas pretendía dominar a las otras dos.

Corría el año 560 a. d. J. Pisístrato, que era pariente de Solón y pertenecía a la nobleza, consiguió ponerse al frente del partido de los más pobres y, gracias al apoyo de éstos y a algunas estratagemas que él urdió, implantó la tiranía en Atenas, lo que no significaba entonces que impusiera un gobierno cruel, sino que ocupaba el poder sin corresponderle según la ley.

El mismo tipo de régimen había florecido en otras ciudades, como Corinto y Megara, y posteriormente en Siracusa. En todas ellas había dado el mismo fruto que dio el de Pisístrato en Atenas. Este favoreció a los campesinos confiscando las tierras de los nobles derrotados y entregándoselas a ellos, renovó la moneda, ordenando que representara a Atenea y a la lechuza, emprendió grandes construcciones públicas, como la del Partenón, el templo de Zeus y la columnata de la Acrópolis, con las que dar trabajo e ingresos a los que lo habían alzado hasta el poder, instauró las fiestas Panateneas, etc., y no cambió las leyes de Solón. Era generoso y perdonaba con facilidad las ofensas, daba a los labradores necesitados lo que exigía su tarea, entabló relaciones políticas con otras naciones helénicas, llamó a su corte a muchos poetas y artistas para embellecer la ciudad, etc. Atenas vivió durante su mandato una época de esplendor. Según comenta Aristóteles, supo hacer uso de los medios necesarios para mantener una tiranía.

Pero, como también dictaminó Aristóteles para toda tiranía, la de Pisístrato no fue duradera. A su muerte, le sucedieron sus dos hijos, Hipias e Hiparco, hombres de costumbres depravadas y licenciosas que no estuvieron a la altura que su función requería. El oráculo de Delfos no cesaba de repetir a cuantos iban a consultarlo que había que destituirlos. Harmodio y Aristogitón asesinaron a Hiparco en un solemne ritual de las fiestas Panateneas. Hipias, atacado por sus cada vez más numerosos detractores, escapó a Persia, donde se dedicó a intrigar contra su patria, dando con ello pruebas de su carácter miserable.

Así recorrió Atenas el camino que lleva a la tiranía.

La democracia real

Tras la muerte de los hijos de Pisístrato volvió a estallar la división social. Los nobles, separados en facciones contrarias, luchaban entre sí, hasta que uno de ellos, Clístenes, comprendiendo que no podía vencer de otra manera a sus enemigos, decidió, como Pisístrato antes que él, ponerse a la cabeza del pueblo y darle una constitución más acorde con sus exigencias que la de Solón. Esto sucedió entre los años 510 y 507. Sus disposiciones procuraban confundir a todas las clases sociales, que dejaron de estar divididas según sus rentas y se dividieron en tribus o demos. Las instituciones de aquella democracia fueron, en esencia, las siguientes:

  1. La Asamblea o ekklesía.- Todos los ciudadanos varones mayores de 20 años constituían la Asamblea, que era directa y no representativa, y se reunía diez veces al año de modo regular y de manera extraordinaria a requerimientos del Consejo. Los actos de esta Asamblea eran similares a los de nuestros Parlamentos cuando dictan leyes. No se discutía la política a seguir en casos concretos ni las medidas adoptadas por el cuerpo ejecutivo de la ciudad. La originalidad de esta Asamblea radica en que las decisiones políticas eran tomadas por todos los ciudadanos, que votaban a mano alzada en ella. Solamente eran ciudadanos los varones adultos. Las mujeres y los esclavos carecían de derechos políticos. No debe olvidarse que la mitad de la población o más estaba compuesta de esclavos.
  2. El Consejo de los Quinientos o boulé.- Era el órgano ejecutivo central del gobierno y tenía un control absoluto de la hacienda, la administración de la propiedad pública y los impuestos. También controlaba la flota y sus arsenales y había una multitud de comisiones y cuerpos de funcionarios que dependían de él. Cada una de las diez tribus, o demos, en que se dividía la población proporcionaba 50 hombres para su composición, pero sólo se podía ser miembro de este cuerpo dos veces en la vida. Como el número de 500 era muy elevado para tratar los asuntos, se reducía su tamaño mediante la rotación en los cargos, lo que daba lugar a un comité ejecutivo, el pritaneo.
  3. El pritaneo.- Los cincuenta de cada tribu actuaban durante la décima parte del plazo anual de ejercicio del cargo, es decir, cada 36 días. Ese comité de cincuenta, más un consejero por cada una de las tribus restantes, lo que daba un total de 59, tenía el control real y tramitaba los asuntos en nombre de todo el Consejo. Se escogía por sorteo, entre los cincuenta de turno, un presidente, o epistades, para cada día. Sólo se podía ser epistades una vez en la vida. El procedimiento de hacer depender todos los cargos, incluido el de presidente, del sorteo tenía el fin de evitar la aparición de grupos y partidos políticos interesados, así como el de evitar el surgimiento de nuevos tiranos.
  4. Los tribunales.- Junto con el Consejo de los Quinientos, eran los cuerpos gobernantes verdaderamente esenciales de la democracia ateniense. Eran la clave de todo el sistema. Sus miembros eran también nombrados por las tribus, en número de 6.000 ciudadanos cada año. Se les designaba por sorteo para los distintos tribunales y casos judiciales. Todo ciudadano ateniense de 30 años de edad podía ser nombrado. Los tribunales se componían de varios centenares de personas: entre 201 y 501, a veces incluso más. Los jueces eran también jurados. Las partes litigantes estaban obligadas a defender personalmente sus posiciones. El tribunal se limitaba a votar: primero sobre la culpa y después sobre la pena. No había posibilidad de recurrir una sentencia, pues se pensaba que actuaban en nombre de todo el pueblo, cuyas decisiones se estimaban inapelables. Sus poderes no eran sólo judiciales, sino también ejecutivos y legislativos. Controlaban leyes y magistrados. El control sobre los segundos se conseguía de tres modos:
    1. Poder de examen, que consistía en la posibilidad de entablar un proceso de recusación contra un candidato que no considerasen apto para un cargo. La elección de magistrados por sorteo dependía del azar menos de lo que podría parecer.
    2. Poder de revisión de los actos de un funcionario una vez que concluía su mandato.
    3. Auditoría especial de cuentas y revisión del manejo de los dineros públicos. Podía aplicarse contra cualquier ciudadano que hubiera desempeñado un cargo.
  5. Control de las leyes, que era tal que un tribunal podía anular cualquier de ellas si descubría que era contraria a la norma fundamental. Se juzgaba a las leyes como a las personas.
  6. El ejército.- La organización de la población en tribus se transfirió al ejército. En lugar del polemarco, que hasta entonces había detentado el mando sobre el ejército, éste se transfirió a diez generales, o estrategas, por elección popular, no por sorteo. El sorteo parece que se reservaba para cargos menores, sobre todo para aquellos que no fueran militares. Cada tribu proporcionaba un regimiento de soldados para el combate, comandado por un estratega, lo que arrojaba la cifra de diez regimientos a las órdenes de diez generales. Al mando de todos ellos estaba el arconte polemarco. Los generales eran seleccionados por elección directa, no por sorteo, y, a diferencia del resto de los cargos, eran reelegibles y no estaban sujetos a inspección como el resto de los magistrados.
  7. El ostracismo.- Para cerrar la puerta a la tiranía, Clístenes estableció este postrer procedimiento, que permitía sustraer de la vida política a cualquier ciudadano que estuviera adquiriendo más prestigio del corriente, ya fuera por su hacienda, sus hazañas guerreras o sus virtudes cívicas. Cada año, en la asamblea principal de la sexta división conciliar del año, se decidía si se quería condenar a alguien al ostracismo. Cada ciudadano escribía entonces en un ostrakon (trozo de cerámica) el nombre del individuo al que quería expulsar de la ciudad. No había debate. El voto era secreto. El quorum tenía que ser de 6.000 votantes. El individuo que recibía más votos debía exiliarse por diez años de la ciudad, pero no perdía sus derechos de ciudadanía ni de propiedad.

Democracia esclavista

La democracia ateniense era realmente el gobierno directo del pueblo, luego era una democracia real, si se atiene uno al significado del nombre: demos, o pueblo, y kratía, o gobierno. Habría que decir, sin embargo, que el gobierno correspondía a los demoi –plural de demos-, que eran las circunscripciones administrativas establecidas por Clístenes. Había diez, como se ha indicado.

Pero no todos los habitantes de Atenas estaban encuadrados en algún demos. No todos eran ciudadanos, miembros de la pólis, ni participaban en el gobierno. En tiempos de Pisístrato se calcula que en Atenas había ciento diez mil esclavos, unos cuarenta mil metecos y veinte mil ciudadanos. Los esclavos, los metecos, las mujeres y los menores de dieciocho o veinte años –según las fechas-, quedaban excluidos. Luego la democracia era en realidad una oligarquía que se había alzados sobre la mayoría de la población. Los asuntos del gobierno eran controlados por unos siete u ocho mil hombres varones libres mayores de edad y nacidos en Atenas.

La totalidad del pueblo, de los demoi, tomaba, sí, las decisiones políticas, pero era una totalidad muy restringida. Además, atendiendo al hecho de que las clases de los propietarios se quejaban de que la democracia era en realidad el dominio de los pobres sobre los ricos, hay que entender que así era de hecho, como hace notar Aristóteles en su Política. Hay que entender, en consecuencia, que la democracia fue antes que nada un freno a las pretensiones de los ricos para explotar a los pobres. Ahora bien, una sociedad que protege a sus clases bajas del poder de los ricos es una sociedad que se las tiene que arreglar como puede para explotar el trabajo de otras clases sociales. Puesto que no se podía explotar más allá de ciertos límites a los metecos, que eran hombres libres, aunque extranjeros, había que explotar entonces a los esclavos, que no tenían ningún derecho. De aquí se sigue que la esclavitud se desarrolló durante el periodo democrático más que en cualquier otro, y que no era un suceso accidental, sino una consecuencia necesaria del sistema. Si no se puede explotar a los ciudadanos libres, porque están protegidos por leyes que ellos mismos promueven y aprueban en la Asamblea, no queda más remedio que explotar a los esclavos, que no pueden hacer nada para defenderse. Esto explica la paradoja de que en Atenas había más esclavitud cuanta más libertad había. De ello hay un excelente estudio realizado por un gran historiador marxista, G. E. M. de Sainte Croix. El título de la obra es La lucha de clases en el mundo griego antiguo.

El propósito fundamental de los demócratas era, en efecto, que su sociedad alcanzara las libertades mayores. Que ello trajera consigo una mayor esclavitud no debió preocuparles demasiado, pues la esclavitud les pareció a ellos tan imprescindible como a todas las clases y estamentos del mundo antiguo.

Luego la única democracia real de que tenemos noticia fue una democracia esclavista, lo cual significa que sin la esclavitud no habría sido posible. De hecho pudo sobrevivir gracias a una explotación de los esclavos superior a la de otras clases de gobierno. También sobrevivió por ser una democracia militarista.


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El códice de Samarcanda

 – ¿Para qué sirve un zapato? –preguntó una vez Sócrates a un zapatero.

– Para calzarse, ¿para qué si no? -respondió el otro como si hablara con un idiota.

– Y un zapatero ¿qué es?

– Un hombre que hace zapatos.

– De dos zapateros ¿es mejor el que los hace buenos o el que los hace malos?

– El que los hace buenos, claro está.

– Para ello hay que saber antes qué es un buen zapato ¿no?

– ¡Pues claro!

– Luego un buen zapatero sabe lo que es un buen zapato ¿no es verdad?

– Sí.

– ¿Y qué es un buen zapato?

– Pues… –el zapatero titubeó; no se le ocurría nada convincente y definitivo, pero tampoco podía decir que lo ignoraba. Había oído decir que Sócrates era un impertinente y no quería ser objeto de su ironía, así que optó por guardar silencio.

– Parece cierto que para hacer bien algo hay que saber antes lo que uno se trae entre manos. También que si uno no lo sabe no podrá hacerlo, y menos aún hacerlo bien, a no ser por casualidad, pero no es de creer que alguien trabaje bien y lo haga por casualidad, ¿no es así?

– Sí, sí -respondió el zapatero.

– Por otro lado, hemos admitido demasiado deprisa que un buen zapatero es el que hace buenos zapatos y uno malo el que los hace malos. Habría que decir más bien que un zapatero es bueno tanto si sabe hacer zapatos buenos como si sabe hacerlos malos. Además, una cosa no va sin la otra. No puede negarse que quien sabe hacer bien una cosa también sabe hacerla mal. Depende de que quiera o no. Luego la clave está en saber y querer, ¿no te parece?

El zapatero no contestó. Se negó a seguir hablando con Sócrates, pro éste ni siquiera se percató de ello, pues siguió calle arriba conversando con su daimon:

– ¿No sucede aquí como en geometría, que primero se sabe con exactitud lo que es una circunferencia y solamente después es posible dibujarla?

– Sí, sin duda -respondió el daimon.

– Es indudable que no resulta igual de fácil decir con exactitud qué es un buen zapato, un buen barco o una buena espada. Pero que no sea fácil no quiere decir que sea imposible. La dificultad parece que está más bien en nuestra inteligencia que en la cosa misma.

– Cierto.

– Algo tienen que ser el buen zapato y la buena espada, aunque no haya zapatos o espadas. En caso contrario ¿cómo es que se dice de alguien que es un buen zapatero o un buen herrero? Si estas dos cosas son nada, si no tienen ser, entonces o bien no se sabe lo que se dice y en ese caso sería mejor callar o bien sí se sabe y en ese otro caso debería poderse contestar a quien pregunte. Sin embargo, nadie contesta cuando se le pregunta, como acabamos de ver.

– Luego parece que esas cosas no tienen ser.

– ¿Son no seres acaso? Bien sabes cuál es a mi juicio la naturaleza de los hombres, pues alguna vez te he explicado que nacen en el fondo de una caverna y allí permanecen toda su vida, que se encuentran atados de pies y manos de tal suerte que solamente pueden mirar una pared que hay al fondo, en la que se proyectan las sombras de unas figuras por causa de una hoguera que hay tras ellas, y que ninguno puede darse cuenta siquiera de que las sombras son sombras.

– Los hombres son seres extraños, sin duda alguna, Sócrates.

– Pero es así. Por eso pregunto ahora si lo que hace que alguien sea bueno o malo en algo es una sombra y un no-ser o es, por el contrario, algo real. Lo primero no puede ser. Las cosas no serían largas ni cortas si no existiera la unidad de longitud, con respecto a la cual son ciertamente largas o cortas. Los escribientes no cometerían faltas si no existieran las normas sintácticas, morfológicas, etc., con respecto a las cuales las cometen. Del mismo modo nadie obraría bien ni mal si no existieran normas morales. Y no habría asesinatos, violaciones, traiciones, ni, en general, existirían el bien y el mal sobre la faz de la tierra. Otra cosa bien distinta es que nos sea fácil saber con exactitud qué son y cuáles son. Pero primero habría que aceptar que son reales para más tarde definir su ser.

– Es verdad.

– Que el bien y el mal existen es una cosa cierta. Que se ha de practicar el primero y evitar el segundo no lo es menos. De otro modo no habría bienes ni males, no podría decirse que alguien es asesino, violador o ladrón, y no sería justo que fuera castigado con multas o penas de prisión.

– Tampoco sería injusto, Sócrates.

– Tienes razón, pues donde no existe norma o criterio de bien y mal, de justicia e injusticia, nada es bueno o malo, justo o injusto, como nada es grande o pequeño si no existe una unidad de medida.

(Del códice hallado en Samarcanda el año 173 d. C. y falsamente atribuido a Platón)

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