El ente en la filosofía de Aristóteles

Aristóteles, nacido en Estagira el año 384 antes de la venida de Cristo, de profesión médico por ascendencia paterna y por formación filósofo, floreció en la escuela del divino Platón, de quien fue discípulo aventajado y, no obstante, renovador audaz. Criado entre las ciencias naturales y los cuerpos vivientes, no tardó en inclinar su ingenio al estudio de la experiencia, más que a la contemplación de las formas eternas. Fue maestro de Alejandro, el macedonio que habría de conquistar el orbe, mas en su propia empresa filosófica prefirió conquistar el saber desde su raíz.

La filosofía que dejó escrita, por mano y por obra, brota en buena parte del combate entre la doctrina de su maestro y la perspicacia de su mirada sobre las cosas de este mundo. Porque Platón, ensimismado en el esplendor de las Ideas, despojó a la naturaleza —a la physis de los antiguos— de sustancia propia, haciéndola residuo, mera imagen de un modelo invisible. Esta posición, aunque noble en intención, desmerecía a juicio de Aristóteles, por cuanto dejaba sin alma al universo visible, reduciéndolo a sombra efímera de un cielo inteligible.

Pensó Aristóteles que tal negación de lo sensible equivalía a la ruina del filosofar mismo. ¿Cómo entender la naturaleza si no se le reconoce entidad propia? ¿Cómo estudiar el cambio, la generación, la corrupción, si sólo se admiten formas ideales que apenas tocan el mundo como reflejos en agua? La filosofía, dijo, debe comenzar por aquello que está a la vista, y sólo desde ahí remontarse a lo universal. Y si algo no puede negarse, es que el cambio existe, pues el ojo lo ve, la carne lo siente y la mente lo concibe.

Mas no bastaba corregir a Platón: era también preciso revisar a Parménides, quien al afirmar que el ser es uno e inmóvil, había desterrado la pluralidad y el devenir del ámbito de lo pensable. A esta tarea consagró Aristóteles su vigor intelectual: explicar cómo puede haber cambio sin que ello destruya el ser; cómo lo que es puede llegar a no serlo y, sin embargo, seguir siendo; cómo lo múltiple no aniquila la unidad, sino que la realiza por grados.

Fruto de este empeño fue un sistema tan rico en articulaciones como vasto en influencias, que habría de perdurar junto al de Platón y, con el tiempo, ejercer mayor dominio en las escuelas. Si aquel nos ofreció el modelo celeste del saber, Aristóteles nos dio su armazón terrestre, sin el cual ningún saber puede sostenerse.

Entre las obras que legó a la posteridad, hay una que por excelencia merece el nombre de ciencia primera: la que Andrónico de Rodas, editor escrupuloso del corpus aristotélico en el siglo I antes de nuestra era, colocó después de los tratados de física y llamó «Metafísica» —es decir, «lo que viene después de la física»[1]—. El nombre era accidental, pero el contenido no: allí se aborda el estudio del ser en cuanto ser, del ón heón, lo que es por excelencia y sin restricción.

Este ser, que los latinos tradujeron por ens, no tiene traducción exacta al castellano; sería menester forjar formas sustantivas como «siendo» o «siente», de uso poco feliz. Se mantiene pues la voz latina ente, por tradición y por conveniencia. Y este ente no es especie entre otras ni género sometido a diferencias, pues todo lo que existe, de alguna manera, participa de él. De ahí que no pueda definirse como se definen los demás: el ser se dice de muchos modos, pero con una analogía que los ordena.

En el libro IV de dicha obra, se dice que hay una ciencia que considera el ser en cuanto ser y sus atributos esenciales, sin recortar su campo como hacen las demás ciencias particulares[2]. La física, por ejemplo, estudia el ser en cuanto dotado de movimiento; la matemática, en cuanto abstracto y permanente; la teología, en cuanto supremo y perfecto. Pero la ciencia primera se ocupa del ente sin calificación alguna: es ciencia universal, ontología en sentido pleno.

Ahora bien, toda ciencia exige un principio, y el de la metafísica es el principio de no contradicción. Nada puede ser y no ser a la vez y en el mismo sentido. Esta proposición, que parece evidente, es también necesaria: quien la niega, destruye la posibilidad misma de pensar. Aristóteles la formula en dos modos: uno ontológico (“es imposible que el mismo ser sea y no sea a la vez”) y otro lógico (“es imposible que un mismo atributo convenga y no convenga simultáneamente a un mismo sujeto”)[3].

Sobre este principio descansa toda ciencia: sin él no hay definición posible, ni juicio coherente. Si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, entonces no puede no tener tres lados y seguir siendo triángulo. El ser, en cuanto ser, implica necesidad. Pero no toda necesidad es absoluta. Hay cosas que son siempre así, y otras que son así la mayor parte del tiempo. Las primeras se llaman sustancias; las segundas, accidentes. Y de ambas se ocupa la metafísica, pero priorizando las primeras, por ser fundamento de las otras.

De esta distinción brota también la clasificación de las ciencias. Las que tratan de lo necesario son la física, la matemática y la metafísica. Las que versan sobre lo contingente se dividen en prácticas (como la ética y la política) y productivas (como la arquitectura y las artes). Mas todas se ordenan, en última instancia, a la comprensión del ser.

Ahora bien, si el ser se dice de muchos modos, hay uno que por su dignidad y necesidad reclama prioridad: el de la sustancia. Y la sustancia, para Aristóteles, no es ni pura forma ni pura materia, sino compuesta de ambas. Así nace la doctrina que la posteridad llamó hilemorfismo —de hylé, materia, y morphé, forma—[4].

Toda sustancia natural, dice nuestro autor, está sujeta al cambio. Nace, crece, decae, se corrompe. Pero para que haya cambio sin aniquilación, es menester que algo permanezca. Ese algo es la materia, principio de posibilidad, sustrato común de las formas que vienen y van. Pero la materia sola no es nada en acto; sólo se hace algo cuando recibe una forma. Por eso todo cambio implica tres cosas: lo que no se es aún (privación), lo que permite serlo (materia), y lo que finalmente se es (forma)[5].

Piénsese en el joven que ha de ser médico. No lo es aún: hay una privación. Pero posee la capacidad de llegar a serlo: hay materia. Cuando adquiere el arte, lo es efectivamente: hay forma. La sustancia es, pues, acto de un sujeto capaz. Y esa unión de potencia y acto, de materia y forma, constituye la esencia misma del ser natural.

De aquí se sigue que ningún ser sensible es enteramente estable: todo lo compuesto tiende a disolverse. Porque lo que ha sido unido puede ser separado. Sólo sería imperecedero lo que fuera forma pura, sin mezcla de materia: acto sin potencia, ser sin posibilidad. Pero eso, en la naturaleza, no se encuentra.

Y sin embargo, la materia nunca se agota: cuando algo desaparece, sus elementos entran en nuevas combinaciones. Se quema un leño y queda ceniza; se marchita una flor y sus jugos nutren otra. La materia, como posibilidad abierta, está siempre al acecho de una nueva forma. Y así se renueva el mundo.

Pero tampoco la forma existe separada, salvo en el pensamiento. En la realidad concreta, sólo existe el compuesto: materia informada, forma encarnada. No vemos formas puras ni materias sin determinar. Vemos casas, árboles, cuerpos vivos. Y cada uno de ellos es lo que es por su forma, pero sólo existe porque una materia la recibe.

Por eso la sustancia primera no es la forma, ni la materia, sino su compuesto. Este compuesto es el sujeto de los accidentes, el portador de las categorías. Y cuando el cambio afecta a la forma misma, decimos que una sustancia ha perecido y otra ha nacido.

Así, en el hilemorfismo, Aristóteles resuelve la antigua tensión entre lo uno y lo múltiple, entre el ser y el devenir. Muestra cómo el cambio no destruye el ser, sino que lo realiza por grados. Y da a la filosofía una clave para comprender el movimiento sin caer ni en el escepticismo heraclíteo ni en el inmovilismo parmenídeo.

Toda naturaleza, dice Aristóteles, tiende a un fin. Nada ocurre sin causa ni se ordena al azar. Si el movimiento fuera fortuito, no habría regularidad en los procesos naturales. Pero la hay. Por tanto, todo ser natural actúa con vistas a un término, según su naturaleza y capacidad. Este principio finalista es central en la física aristotélica: el cambio no es mera alteración, sino despliegue hacia una forma determinada[6].

De aquí que no pueda admitirse una física puramente materialista, como la de Demócrito, que atribuía los cambios a choques fortuitos de átomos. Aristóteles sostiene que todo movimiento exige una causa formal, una finalidad intrínseca que guía la actualización de las potencias. Por eso distingue entre movimientos según el tipo de fin que persiguen y el principio que los origina.

Así, en el reino mineral, los cuerpos tienden a ocupar su lugar natural: la piedra cae, el fuego asciende. Este movimiento local es causado por una inclinación interna, aunque no consciente. En el reino vegetal, se añade el crecimiento, la nutrición y la reproducción: funciones que revelan un principio vital, una psiché vegetativa. En los animales, aparece además la sensibilidad, el deseo y el movimiento voluntario: facultades que presupone una psiché sensitiva.

Pero en el hombre, hay una dimensión más alta: la razón, el logos, capaz de deliberar, juzgar y conocer lo universal. El alma racional contiene las potencias de las otras, pero las supera por su capacidad de intencionar lo eterno. En el acto de pensar, el hombre toca lo divino, porque el objeto del pensamiento no es otra cosa que lo permanente e inmutable[7].

Así, el alma no es una sustancia separada ni un huésped del cuerpo, como pretendían los pitagóricos, sino la forma de un cuerpo natural que tiene vida en potencia. El alma es, por tanto, el acto primero de un cuerpo organizado[8][8]. No es un motor externo, sino principio inmanente de vida. Cada tipo de ser tiene su alma, conforme a su naturaleza: planta, animal u hombre.

Y las facultades del alma no están separadas realmente, sino sólo en la razón. Se distinguen por sus funciones, pero se unen en un sujeto. Como decía Aristóteles, no es el ojo el que ve, sino el hombre mediante el ojo.

El mundo, en su admirable regularidad, no puede explicarse por sí solo. Aunque cada ser natural tenga en sí su principio de movimiento, este principio no basta para rendir cuenta del conjunto. Porque todo lo que se mueve, se mueve por otro, y si la cadena de causas motoras fuera infinita, nunca habría comenzado el movimiento. Es necesario, por tanto, admitir un primer motor inmóvil, causa última de todo movimiento, que no se mueve a su vez por nada[9].

Este motor, por ser inmóvil, no actúa como causa eficiente, como un empujón inicial, sino como causa final: es aquello que todo desea, el fin supremo hacia el cual tiende el universo. Y como fin, es acto puro, sin mezcla de potencia, sin cambio, sin deficiencia. No puede ser cuerpo, porque todo cuerpo tiene partes y, por tanto, potencialidades. Debe ser inmaterial, simple, eterno.

Mas si es acto puro, ¿en qué consiste? En pensamiento. Y no en cualquier pensamiento, sino en el más alto: el pensamiento de lo más perfecto. Pero lo más perfecto es él mismo. Por tanto, se piensa a sí mismo. Es pensamiento de pensamiento, intelección de intelección[10]. No conoce por pasos ni por razonamiento discursivo, sino en un solo acto eterno y perfecto. No hay en él diferencia entre el que entiende y lo entendido: es uno y el mismo.

Este ser, que Aristóteles llama Dios, no crea el mundo ni lo gobierna con providencia, como más tarde sostendrán los teólogos, pero lo mueve como el amado mueve al amante. Es causa final del cosmos, principio de orden, centro de atracción. Por él gira la esfera de las estrellas fijas, y por su influjo se organizan las esferas inferiores.

Así, el universo entero, con sus cielos eternos y su región sublunar corruptible, se ordena en torno a un principio puramente actual. El primer motor inmóvil es la cima del ser, la medida de toda perfección. Y en él culmina la filosofía primera, que comenzó preguntando por el ente en cuanto ente y concluye reconociendo que el más perfecto de los entes es un acto eterno de intelección.

Tal es, en compendio fiel, el edificio doctrinal que erigió Aristóteles, estagirita ilustre, sobre los cimientos del asombro filosófico y la experiencia del mundo. Con ojo atento a la naturaleza, pero sin abdicar del rigor lógico, quiso reconciliar el cambio con el ser, la multiplicidad con la unidad, el movimiento con la inteligibilidad. Donde Platón separaba radicalmente lo sensible y lo inteligible, Aristóteles los articuló por medio de la potencia y el acto, de la materia y la forma, del ente en sus múltiples acepciones.

Desde su metafísica, ciencia del ser en cuanto ser, que a la vez es ontología y teología, hasta su física, que reconoce fines y causas formales en las cosas naturales, pasando por su hilemorfismo y su doctrina de las categorías, todo en él busca un orden, una explicación, una unidad que no niega la diversidad, sino que la integra. Por eso no rehuyó la distinción entre sustancia y accidente, ni entre lo necesario y lo contingente, ni entre los modos diversos de ser que se predican analógicamente. Y al coronar su sistema con el primer motor inmóvil, acto puro, pensamiento pensante, dio término —no sin noble ambición— a la empresa de comprender el universo como un cosmos racionalmente inteligible[11].

Su filosofía no fue ni negación de la experiencia ni mero empirismo, sino un saber que, partiendo de lo que aparece, asciende a lo que permanece. No se contentó con señalar las sombras, sino que buscó las causas. Así, el pensamiento humano, al mirarse a sí mismo, descubre que su luz no le viene sólo de su propia lumbre, sino de aquello que todo lo mueve sin moverse: la suprema actualidad, el ser necesario, eterno, que no desea otra cosa sino conocerse a sí mismo, y en cuyo pensamiento resuena el orden del mundo.

Por esto la obra del Estagirita no es solo un sistema entre otros, sino una forma eminente de sabiduría, donde el entendimiento se ejercita según su naturaleza más alta y donde el hombre —animal racional y político— encuentra la vía para contemplar lo divino y regir lo humano. Tal fue el intento del Filósofo, como lo llamarán las edades futuras: dar razón de lo que es, y hacerlo con la fidelidad del observador y la precisión del geómetra, pero también con la elevación de quien sabe que la verdad no se opone a la belleza ni el conocimiento al asombro.


[1] Andrónico de Rodas, según relata Diógenes Laercio (Vidas y opiniones de los filósofos ilustres, V, 1), agrupó los tratados aristotélicos y colocó los libros sobre el ser tras los de física, de donde vino el nombre metafísica.

[2] Aristóteles, Metafísica, IV, 1, 1003a21-24.

[3] Ibid., IV, 3, 1005b19-24. Cf. también Metafísica, Gamma.

[4] El término hilemorfismo no es de Aristóteles, sino de la escolástica medieval, que sistematizó su doctrina en latín técnico. Véase Tomás de Aquino, De ente et essentia, cap. 2.

[5] Aristóteles, Metafísica, IX, 7, 1049a1-25; Física, I, 7, 190a13-23.

[6] Aristóteles, Física, II, 8, 199a8-32.

[7] Aristóteles, De anima, III, 4, 429a18-24..

[8] Ibid., II, 1, 412a20-21.

[9] Aristóteles, Física, VIII, 5, 257a10-25.

[10] Aristóteles, Metafísica, XII, 6-7.

[11] Véase Metafísica, XII, 10, 1075a11–1076a4; cf. Tomás de Aquino, In Metaphysicam Aristotelis, lib. XII, lect. 11.

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Vestigios humanos primitivos y la formación cultural de la humanidad

O sobre qué puede hallarse en la edad primitiva del hombre para hacerse una idea sobre la religión original

Entre los datos más significativos que ofrece la paleontología humana, deben destacarse dos hechos de notoria relevancia. El primero se refiere a la dispersión geográfica de los hallazgos de restos óseos humanos: en efecto, en regiones como Java, China, África y Europa, no así en América hasta el presente, se han descubierto osamentas de gran antigüedad. Sin embargo, estas no permiten construir una auténtica serie genealógica que ordene de forma evolutiva la aparición de la forma humana. Toda tentativa en tal sentido no deja de ser una operación del intelecto que impone un orden ideal a lo que permanece en sí mismo sin conexión manifiesta[1]. Tal interpretación descansa en un presupuesto no demostrado: que la multiplicidad solo puede ser comprendida mediante la categoría de la descendencia y el principio de evolución[2].

El segundo hecho, de gran peso anatómico, concierne al volumen encefálico de los restos hallados. Aun aquellos cuya antigüedad geológica se considera mayor exhiben una capacidad craneal muy próxima a la media del ser humano actual[3], superando en más del doble el volumen del cerebro de los denominados antropoides superiores[4]. Desde una perspectiva biológica, no se trata, por tanto, de formas transicionales, sino de hombres ya constituidos como tales. Las anomalías morfológicas presentes en algunos individuos, como la ausencia de mentón, la protuberancia supraorbital o la inclinación de la frente, no son suficientes para excluirlos de la humanidad. Además, permanece ignorado su origen racial, su posible pertenencia a ramas colaterales del género humano, o su vínculo genealógico con los hombres actuales[5].

Estos resultados dificultan cualquier intento serio de establecer una serie evolutiva coherente. Sólo los estratos geológicos permiten ordenar los hallazgos conforme a una sucesión temporal. Así, puede trazarse una secuencia cronológica parcial, en la que los distintos tipos de restos se distribuyen conforme al terreno en que fueron hallados[6]. Puede proponerse, con carácter aproximativo, el siguiente esquema:

La época diluvial constituye la última gran etapa de la historia geológica de la Tierra. En ella se suceden varios períodos glaciales e interglaciales. A continuación se abre la época aluvial, que se extiende desde el último gran periodo glacial hasta tiempos relativamente recientes. Esta última no sobrepasa la duración de un período interglacial medio, estimándose en unos quince mil años. En cambio, la época diluvial podría haberse prolongado por un lapso cercano al millón de años[7].

Según los testimonios arqueológicos, el hombre habitaba ya el planeta durante la época diluvial, en sus fases glaciales e interglaciales últimas. No es hasta el transcurso de la última glaciación, hace aproximadamente veinte mil años, que surge la raza de Cromañón, cuyas características antropológicas no difieren en esencia de las nuestras[8]. A este hombre de Cromañón debemos las admirables pinturas rupestres de las cavernas franco-españolas, ejecutadas hacia el fin de aquel último ciclo glacial. En virtud del primitivismo técnico de sus útiles líticos, tal estadio ha sido denominado Paleolítico.

El Neolítico, caracterizado por el uso de piedra pulimentada, se sitúa cronológicamente entre los años 8000 y 5000 antes de Cristo. Es en este periodo donde se atestiguan las etapas más antiguas de la civilización histórica, en Egipto, Mesopotamia, el valle del Indo y la cuenca del río Amarillo en China[9].

Sin embargo, todo intento de explicar esta evolución cultural como una progresión lineal resulta insatisfactorio. En rigor, no se trata de una gradación uniforme, sino de la aparición y yuxtaposición de múltiples círculos culturales, en los que ciertas líneas de progreso técnico, como el perfeccionamiento de la industria lítica, se transmitieron lentamente por contacto y tradición, más que por innovación espontánea[10].

La prehistoria puede dividirse, según los criterios actuales, en dos grandes segmentos: la prehistoria absoluta, que abarca todo el tiempo anterior al nacimiento de las grandes culturas hacia el 4000 a. C., y la prehistoria relativa, que es coetánea al desarrollo de dichas civilizaciones históricas. Esta última puede a su vez subdividirse: por un lado, comprende las culturas tardías (germánicas, romanas, eslavas), desarrolladas bajo la influencia o proximidad de los grandes focos civilizatorios; por otro, se extiende hasta aquellos pueblos que, por razones diversas, han perdurado en estado primitivo hasta tiempos recientes, una suerte de prehistoria remanente, todavía no absorbida del todo por la historia documentada[11].


[1] Cfr. Sobre las limitaciones metodológicas de la paleoantropología, en Leroi-Gourhan, A., Le geste et la parole, vol. I, Albin Michel, Paris, 1964.

[2] El principio de continuidad y progresividad en la evolución ha sido criticado, entre otros, por Stephen Jay Gould (The Structure of Evolutionary Theory, 2002), quien propone un modelo de equilibrios interrumpidos.

[3] Véanse los estudios de endocraneometría en: Holloway, R. L., «Brain Endocasts: A Paleoneurological Method», en American Anthropologist, vol. 78, núm. 2, 1976.

[4] El cerebro del Pan troglodytes (chimpancé) tiene un volumen medio de 400 cc; el del Homo sapiens moderno ronda los 1350 cc.

[5] Sobre la dificultad de trazar filiaciones directas en paleoantropología, véase Tattersall, I., Becoming Human: Evolution and Human Uniqueness, Oxford University Press, 1998.

[6] Cfr. Leakey, R., The Origin of Humankind, Basic Books, 1994.

[7] Véase el cuadro cronológico en: Walker, M., «Quaternary Dating Methods», Wiley-Blackwell, 2005.

[8] Ver: Valladas, H. et al., «Chronology of the Grotte Chauvet Cave Paintings», Proceedings of the National Academy of Sciences, vol. 98, núm. 7, 2001.

[9] Sobre la datación del Neolítico: Childe, V. G., Man Makes Himself, 1936.

[10] Cf. Clark, G., World Prehistory in New Perspective, Cambridge University Press, 1977.

[11] Una propuesta moderna sobre la distinción entre prehistoria y protografía puede consultarse en: Renfrew, C., Prehistory: The Making of the Human Mind, Modern Library, 2008.


 
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El arcano de la prehistoria

De cómo el origen de la religión, la familia, el lenguaje, etc., en la prehistoria nos es totalmente desconocido.

Contemplar el tiempo, no como lo mide el reloj del comerciante o el calendario del labriego, sino en la vastedad de los siglos y en el abismo del ser, es menester de filósofo y de teólogo. Pues si tomamos la edad de este planeta, según dan por cierta los modernos naturalistas, en más de dos mil millones de años, y la vida que en ella vegeta, se mueve y respira, en torno a quinientos millones, el espacio que corresponde al hombre, y más aún a su historia consciente, es un punto apenas visible en la esfera del tiempo.

El hombre que piensa en sí y escribe sus memorias, ese que somos nosotros mismos, apenas acaba de alzarse del polvo. La historia, esto es, la memoria escrita de nuestros hechos, es como la chispa que salta al frotar dos piedras: leve, pasajera, difícil de sostener. No puede representarse con suficiente fuerza este hecho fundamental: que nuestra historia es todavía infancia, acaso el primer minuto del día primero.

Y con todo, desde que el hombre alzó la frente y miró hacia su origen, se ha sentido como al término, ya sea como quien alcanza la cumbre, ya como quien rueda hacia la decadencia. Extraña condición la nuestra: estar en el inicio y creernos en el final. Mas si en verdad fuésemos una mera interrupción, un intervalo evanescente, ¿qué sentido tendría esta interrupción? ¿Por qué este relámpago de conciencia entre dos noches?

Las preguntas que la prehistoria, ese tiempo sin letra ni cifra, pone ante nuestro conocimiento, son como antorchas encendidas en caverna: ¿De dónde venimos? ¿Qué éramos antes de hablarnos con palabras, antes de contarnos con fechas? ¿Qué aconteció para que pudiéramos tener historia? ¿Cómo emergieron la lengua, el mito, el símbolo, la familia, la religión, ya plenamente formados en el primer momento de la historia conocida?

Ante estas preguntas, yerra tanto quien se entrega a un romanticismo melancólico e imagina edades de oro y revelaciones perdidas como quien reduce todo a materia trivial, a piedra, a osamenta, a analogía con los animales. En realidad, casi todo lo que afirmamos no pasa de pobre conjetura. La prehistoria es como aquella región del firmamento que, por su distancia, nos parece inmóvil: silenciosa, mágica, suspendida en una significación inasible.

Desde el principio mismo de los tiempos históricos, el hombre ha sentido que algo lo precedía. Seguramente. Sus mitos son ecos, si no de hechos ciertos, sí de una necesidad interior de reencontrarse con lo profundo. En ellos se cruzan los dioses y los hombres, los paraísos y las catástrofes, la confusión de las lenguas y la esperanza de una verdad primitiva. Tales relatos no informan, pero revelan. No son documentos, pero sí síntomas del anhelo humano de saberse enraizado en un fondo más antiguo que la escritura. Es muy probable que fuera así, mas ¿cómo saberlo con certeza, en qué documentos nos es posible atestiguarlo?

Los sabios de nuestro tiempo procuran ser prudentes. Se esfuerzan en conocer lo que puede ser conocido. Por los huesos hallados en la tierra, por las piedras talladas, por las sepulturas, las pinturas rupestres, intentan reconstruir lo que el hombre poseía ya al comenzar la historia: herramientas, lenguaje, ritos sociales. Pero por muchos yacimientos que se hallen, poco se halla en sentido. Todo nos habla a medias: ni el alma, ni la creencia, ni la interioridad del hombre paleolítico nos son accesibles. Es como mirar un rostro ya sin ojos, sin voz y sin expresión.

Por eso muchos historiadores, con razón metodológica, desconfían de los comienzos. Nada cierto sabemos de la prehistoria, y sin embargo ella está preñada de sentido. Es un vacío aparente que pesa, como los cuerpos celestes oscuros, cuya masa se mide por su influencia.

Otro camino, más espiritual, ha sido propuesto: no el de las piedras y los carbones, sino el de la constancia del espíritu humano desde sus primeros textos hasta nuestros días. Si algo permanece, si algo se conserva por debajo de la historia explícita, entonces la prehistoria no ha muerto, sino que vive como tradición inconsciente. Visiones como las de Bachofen, que vio en los símbolos, costumbres y mitologías reflejos de un fondo ancestral, permiten intuir los perfiles del alma humana antes de su autoconciencia.

No se trata de ciencia verificable en sentido estricto, sino de inteligencia hermenéutica, de comprensión sutil del hombre por sus signos visibles. Así se abre un campo no de hallazgos, sino de posibilidades, donde se interpreta el acontecer histórico con ojos que ven lo invisible a través de lo visible.

En suma, todos los modos de tratar la prehistoria, ya sea el mítico, el empírico o el intuitivo, nos devuelven a una conciencia renovada: allí, en esos tiempos remotos, se fraguó lo esencial del ser humano. Lo que ocurrió entonces decidió, como forma y como destino, todo lo que vino después, pero, ¡ay!, permanece sumido en la oscuridad. La historia, si bien joven y frágil, es hija de una revelación primordial cuyos vestigios aún nos iluminan, aunque nunca llegaremos a comprenderlos.


 
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Cosas y conceptos, según Platón

Aunque a muchos parezca cosa de su mero entender y juicio lo que piensan y conciben, no por eso dejan los conceptos de estar firmemente encajados en un orden que excede a la mente humana. Y fue Platón, entre los antiguos, el primero que entendió que no se puede alcanzar el orden del mundo sin antes haber esclarecido los movimientos y leyes de la razón[1]. Porque, como decía, más importa indagar cómo pensamos que saber qué pensamos, pues lo uno es principio de lo otro.

No quiso Platón seguir el camino de Tales y de otros físicos antiguos[2], los cuales, sin reparar en la contradicción, intentaron sacar la multitud de las cosas de una sola, como si fuera lícito pasar sin más de la unidad a la pluralidad, siendo ambas contrarias y no mediando razón que lo permita. Pusieron, pues, la física antes que la lógica, lo cual juzgó Platón gran yerro, y por tanto ordenó que se empezase por la lógica, esto es, por los conceptos, que permanecen estables aun cuando las cosas muden[3].

Porque un concepto bien formado contiene en sí el ser determinado de la cosa. Así, si decimos que el triángulo es un polígono de tres lados, comenzamos por señalar el género, polígono, que comprende no sólo triángulos, sino también cuadrados, pentágonos y otros. Mas, añadiendo la diferencia específica, tres lados, excluimos los demás y llegamos al concepto propio, el cual no se muda aunque se dibujen mil triángulos diversos[4].

De esta suerte, el verdadero saber de una cosa se alcanza partiendo de un universal más alto y añadiéndole lo que le es propio, lo cual engendra la especie, esto es, la naturaleza o esencia de lo tratado. Y este concepto permanece firme, aunque los individuos que lo encarnan pasen y muden[5].

De un lado está, pues, el universal, el concepto de triángulo, y del otro los triángulos particulares que se ven en las pizarras, en las señales de caminos o en las artes. ¿Dónde está el ser del triángulo: en el universal o en lo particular?

En el universal, responde Platón sin vacilar[6]. Y añade que no es éste una mera abstracción de la mente, sino una entidad verdadera, sin la cual no podría hacerse juicio alguno[7]. Porque todo juicio supone aplicar un universal a un caso particular; y si no hay universales verdaderos, no podrá decirse que el triángulo es un polígono ni que el hombre es un animal ni que el tigre es felino. Suprimido el universal, nada quedará que decir ni que entender. El universal da, pues, el ser a los particulares.

Sirva la geometría de ejemplo para entender lo dicho. Cuando decimos que ciertos objetos son circulares, lo hacemos por la semejanza que guardan con la forma de círculo, pero esta forma no se halla entre ellos. Así tampoco se halla en la naturaleza forma perfecta de esfera, de línea recta o de cilindro. Y si sólo existiesen tales cosas imperfectas, la geometría carecería de objeto[8]. Mas un saber sin objeto es saber vano. Así, forzoso es admitir que existen las formas perfectas, que no son sensibles, sino inteligibles[9].

Estas formas, que Platón llama Ideas, no son los particulares, sino aquello por lo cual los particulares pueden ser conocidos. Ellas fundan la necesidad que hay en toda definición verdadera[10]. No se podrá decir con verdad qué es el triángulo si se atiende solamente a los triángulos que se ven, pues éstos nunca alcanzan la perfección de la Idea. El mundo natural, sujeto al devenir, no alcanza la plenitud del ser. Sólo aquello que es necesario, inmutable, siempre idéntico a sí, merece el nombre de ente en sentido propio. Las cosas mudables que se nos ofrecen en los sentidos habitan el tiempo y el espacio; las Ideas, en cambio, están fuera de ambos, pues su naturaleza es fija, determinada y sin mezcla[11].

Estas Ideas son, en verdad, la esencia de las cosas[12]. Y como cada grado del ser depende de otro superior, es menester que haya un término último que no dependa de otro, sino que sea por sí y en sí. Si no lo hubiera, nos perderíamos en una cadena infinita sin fundamento, y ningún juicio sería posible[13]. A este término último Platón lo llama la Idea del Bien, que es el ser en su grado sumo y absoluto, principio de todo entendimiento y medida de toda realidad[14].

De ella reciben todas las cosas su ser y su posibilidad de ser conocidas. Pero el Ser mismo, según Platón, no tiene esencia como los otros, ni existe como los demás, sino que trasciende a todos[15]. No es un ente entre los entes, sino su principio y su raíz.


[1] V. Fedón, 96a–100b; República, VI, 509d–511e.

[2] Tales de Mileto propuso que todo era agua (Aristóteles, Metafísica, I, 3, 983b).

[3] Platón discute la prioridad de los conceptos sobre las cosas sensibles en Fedón, 65d–66a.

[4] La división conceptual que se propone sigue el método dialéctico desarrollado por Platón en Sofista y Político.

[5] V. República, VII, 518c–520a, donde se contrapone el mundo inteligible al mundo visible.

[6] Fedón, 74a–e: “las cosas bellas participan de la Belleza en sí”.

[7] Parménides, 132d–134e, donde se examina la necesidad ontológica del universal para que sea posible la predicación.

[8] Fedón, 73a–d; República, VII, 527a–530c.

[9] Fedón, 78d–79a; República, VI, 510e–511b.

[10] Cratilo, 389a–c; Menón, 72c–76e.

[11] Timeo, 27d–29d, donde se describe el mundo sensible como copia de un modelo inteligible.

[12] Fedro, 247c–d: las Ideas son “lo que verdaderamente es

[13] Parménides, 132b–135b. Esta objeción está tratada también en Aristóteles, Metafísica, I, 9.

[14] República, VI, 509a–511e: la Idea del Bien como causa del ser y del conocer.

[15] República, VII, 517b: el Bien está “más allá del ser, superándolo en dignidad y poder”.

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Del ser y del no ser, y de cómo Parménides impugnó a Heráclito y a la común opinión de los hombres

Parménides, varón de agudo ingenio y no menor severidad en el juzgar, contradijo a los sabios que le precedieron, y entre todos a Heráclito, que afirmaba que todo cuanto es, muda y se transforma. Mas Parménides, buscando asentarse sobre principios firmes e inconcusos, no consintió tal sentencia, pues vio que en ella se encerraba contradicción manifiesta e intolerable al entendimiento recto.

Porque si el ser es mudanza, y mudarse es dejar de ser lo que se es para comenzar a ser lo que no se es, síguese que en todo cambio se da que el ser no es, lo cual repugna al sentido primero y más universal del entendimiento. Si lo que es deja de ser, es porque ya no es; y si comienza a ser otra cosa, es porque antes no era eso otro. De manera que, al admitir el cambio como naturaleza del ser, se afirma a un tiempo que el ser es y no es, lo cual es absurdo y contrario a razón.

Estableció, pues, Parménides un principio segurísimo y sin tacha: que el ser es y no puede no ser, y que el no ser no es y no puede ser. Esta sentencia no puede ser violentada por ninguna hipótesis, pues es fundamento de todo discurrir humano. El pensamiento no puede concebir sino lo que es; y querer pensar el no ser es no pensar en absoluto, pues pensar es pensar algo, y el no ser no es algo, sino nada.

Propuso, pues, tres caminos al entendimiento:

El primero, que es el del ser, afirmando que solo el ser es y puede ser pensado.
El segundo, que es el del no ser, que queda vedado por la misma razón.
El tercero, que pretende juntar el ser con el no ser, lo cual ni la mente ni el habla pueden soportar, pues entre ser y no ser no hay medio ni término intermedio. Tertium non datur, decían los antiguos.

Así, rechazado el tercero por imposible, y el segundo por contradictorio, queda solo el primero como digno de asentimiento.

Parménides razonaba así: si afirmamos que algo no es, no decimos nada inteligible, a no ser que con tal negación señalemos otra afirmación. Decir que algo no es agua, no es vino, no es ave ni número par, no es sino indicar que es tierra, aceite, gato o número impar. Toda negación presupone alguna afirmación. Por tanto, el hablar del no ser no es hablar propiamente, sino abusar del habla; y el pensar en el no ser, no es pensar, sino vaciar el pensamiento de objeto. De ahí que Parménides concluyese: ser y pensar son lo mismo, pues solo lo que es puede ser pensado.

De esto se siguen estas necesarias consecuencias:

Primera. Si se dijere del ser que fue o que será, y no simplemente que es, se estaría admitiendo que hubo tiempo en que no era, o tiempo en que aún no es, lo cual lo hace depender del no ser, lo que ya se vio ser imposible. Luego el ser es sin tiempo, presente eterno, instante que no corre, perfección sin mudanza. El tiempo, propiamente hablando, no le toca.

Segunda. Fuera del ser no puede haber cosa alguna. Si se dijere que hay algo fuera de él, sería o ser o no ser. Si es ser, ya está contenido en él. Si no es ser, entonces no es nada. Luego el ser es único, sin segundo.

Tercera. El cambio se da cuando lo que es se transforma en otro. Pero ¿en qué podría transformarse el ser? ¿En otro ser? No, pues ya es. ¿En no ser? Imposible. Luego el cambio es ilusión, no realidad.

Cuarta. Lo limitado es aquello que halla otro que lo contiene o lo excluye. Pero el ser no puede hallar fuera de sí nada que lo limite, pues nada hay fuera de él. Lo que no es no puede limitar lo que es. Luego el ser es sin límite, entero, perfecto, uno.

De esta manera dejó sentado Parménides, con rigor y sin concesión a los sentidos ni al vulgo, que el ser es eterno, uno, inmóvil e ilimitado. Y, lo que es más, que tales atributos no fueron afirmados a la ventura, sino por vía de reducción al absurdo, mostrando que todo cuanto se niega del ser conduce a contradicción.

Dirá alguno que tal doctrina se aparta de la vida y la experiencia; y así es. Porque, como decía el filósofo, los sentidos engañan, y el común de los hombres, que vive por ellos, ve mil cosas que vienen y van, que nacen y mueren, que mudan sin cesar. Mas esto, para Parménides, no es más que apariencia y confusión. La verdad está fuera del teatro del mundo sensible. Allí todo es mezcla de ser y no ser, de verdad y de engaño. Por eso los hombres, atrapados entre lo que ven y lo que piensan, son como aquellos de dos cabezas, que miran con una a lo contrario de lo que con la otra contemplan.

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La constitución prehistórica del hombre y su fragilidad histórica

De cómo la prehistoria subyace en el fondo oscuro del hombre histórico

Entre los diversos saberes que al hombre ilustrado es lícito cultivar, ninguno hay más provechoso que aquel que, remontándose por encima de las edades del mundo, busca las raíces de la humanidad misma: su forma originaria, sus impulsos primeros, su constitución más íntima y constante. Pues así como el médico ha de conocer no sólo los accidentes de la enfermedad, sino la complexión natural del cuerpo sano, así el filósofo ha de discurrir no sólo sobre las instituciones del presente, sino sobre el humus prehistórico donde el hombre fue primero sembrado.

Y es que si consideramos con juicio recto los tiempos de la historia y de la prehistoria, hallamos que ambas edades han formado, por así decir, los dos cimientos del edificio humano. El primero, anterior a todo códice y a toda inscripción, modeló en la arcilla primigenia los rasgos esenciales de nuestro ser: sus potencias elementales, sus pasiones iniciales, su disposición natural al temor, a la cólera, al deseo y a la asociación. Es ese fondo inconsciente, común a todos los hombres, el que constituye lo que algunos modernos llaman el stock básico, que nosotros preferimos llamar substratum essentiale hominis.

Sobre esta materia oscura y tumultuosa se deposita, como película sutil o esmalte delicado, la tradición consciente, la cultura, la enseñanza, las costumbres políticas y religiosas, todo cuanto el decurso histórico ha producido como forma racional, moral y simbólica de la existencia. Mas, así como el barniz puede ser saltado por un golpe, así también la tradición puede ser arrancada por una catástrofe, y dejar a la vista la rudeza de la piedra original. Y entonces, bajo el cielo cubierto de aeroplanos, vuelve a despertarse el hombre del paleolito, que no ha cesado de habitar en nosotros, aunque revestido de ropas nuevas.

Grande es, por tanto, el peligro de que, olvidada la historia, deshecho el vínculo de la tradición, renazca en nosotros el hombre antiguo, semejante a quien, habiendo perdido la memoria, retorna a las andanzas del instinto sin saberlo. Pues, según parece, en lo sustancial, el hombre no ha mudado mucho desde que dejó la cueva por la choza, ni desde que cambió la lanza de hueso por la pluma de acero. Biológica y psicofísicamente, somos, en la médula, los mismos. No más de cien generaciones nos separan de aquellos primeros, y eso no basta para transfigurar una naturaleza.

Lo adquirido por la evolución prehistórica se transmite con la sangre, se hereda sin enseñanza y permanece aun en medio de los incendios de la civilización. Lo adquirido por la historia, en cambio, pende de hilos más frágiles: de la palabra viva, del rito, del maestro y del discípulo. Y como no se hereda, sino que se aprende, puede perderse sin dejar huella, como se pierde un idioma no escrito, como se borra un camino por el que ya no se anda.

Por ello, conocer la prehistoria sería como tener acceso a la fórmula secreta del ser humano. Saber qué potencias se gestaron en aquel horno originario sería penetrar en el sancta sanctórum de la antropología filosófica. ¿Cuáles son los impulsos que nos mueven? ¿Cuáles resisten toda mudanza de época? ¿Cuáles irrumpen cuando la historia enmudece? ¿Cuáles son sometidos y cuáles, apenas sofocados, resurgen con más fuerza cuando cae la civilización?

Todas estas preguntas son tan filosóficas como médicas, pues tratan del sustrato vital, no del accidente cultural. En este sentido, los pocos conocimientos que poseemos sobre la prehistoria, aunque sean de segundo grado, derivados de la etnología, la historia comparada y la psicología, son como espejos deformantes en los que, no obstante, vislumbramos la sombra de lo que somos. En ellos se refleja esa parte del hombre que preferimos no ver, aquella que se disimula bajo la toga del jurista, el alzacuello del clérigo o el uniforme del soldado, pero que puede surgir, inesperadamente, como un seísmo o un incendio, cuando se rompe el frágil dique de la tradición.

Mas, nótese bien: estas imágenes no son determinaciones absolutas, sino figuraciones del entendimiento que se alimenta de historia, pero se orienta por la libertad. El hombre no está cerrado en su pasado ni determinado fatalmente por sus impulsos primigenios. En su conciencia puede hallar la capacidad de elegir, de resistir, de trascender. Por ello, aunque las fuerzas prehistóricas obren en nuestro fondo, no tienen la última palabra: tienen voz, pero no voto.

Así, pues, el estudio del origen no es sólo curiosidad de anticuario, sino advertencia para la prudencia: quien desconoce sus fundamentos puede ser derribado por ellos. La historia sin memoria es barro, y el hombre sin tradición es arcilla maleable por los vientos del caos.

 
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De si hay algo que verdaderamente sea

Lo primero que se pregunta el filósofo cuando pone mano a su arte y comienza a discurrir es si hay algo que verdaderamente exista y que tenga ser tal que se pueda conocer qué es. Y aunque a muchos tal pregunta les parezca necia, como si fuese desatino propio de hombre desvariado y falto de juicio, no por eso se ha de dejar de considerar con gravedad. Porque, dirán algunos: ¿Cómo puede dudarse de que hay cosas reales, estando como estamos rodeados de montes, de ríos, de ganados, de árboles, de personas, casas y otras mil cosas que a cada paso vemos y tocamos? ¿Es esto tiempo de preguntar si hay algo? ¿No basta abrir los ojos para saber que lo hay?

Pero sucede que el filósofo no se contenta con ver que hay cosas, sino que quiere saber qué son, y si son de verdad, o si acaso su ser es prestado y no propio, como el resplandor de la luna, que no es suyo, sino que lo recibe del sol. Porque bien pudiera ser que muchas de las cosas que vemos sean, en realidad, cosas compuestas, hechas de otras más primeras, y que su ser les venga de aquellas. Y si es así, razón será juzgar que no todas las cosas son reales del mismo modo, sino que unas lo son en plenitud y otras por participación, como el discípulo que sabe porque el maestro le enseñó.

Y por esto se ha de considerar que unas cosas preceden y otras siguen; unas son origen y otras derivación. Así como enseña la física que todos los cuerpos están compuestos de ciertos principios llamados átomos, así también en la filosofía se busca si hay algo primero, simple y no compuesto, de lo cual proceda lo demás. Y si así fuere, habremos de decir que aquello primero es lo verdaderamente real, y que lo demás no es sino apariencia de ser.

Esto mismo pensó el primero de los filósofos de quien se tiene memoria, que fue Tales de Mileto, el cual dijo que el agua es el principio de todas las cosas, y que todo lo que hay no es otra cosa que agua mudada de forma. Que el río, la piedra, la bestia, el hombre y el árbol no son sino agua transformada en esta o en aquella figura. Y así como para Tales todo es agua, hay hoy quien dice que todo es materia, o que todo es química, sin saber que en esto no hacen sino repetir la doctrina del sabio de Mileto.

Mas no todos los filósofos estuvieron conformes con él. Heráclito de Éfeso, varón agudo y profundo, vio que cada uno afirmaba una cosa: Tales decía que era el agua; Anaximandro, que era algo sin determinación, a lo cual llamó ápeiron; Anaxímenes, que era el aire; los pitagóricos, que era el número. Y él, como más sutil, vino a decir que todos tenían parte de razón y ninguno la tenía del todo; pues ninguna cosa permanece siendo lo que es, sino que todas mudan y se hacen otras. Y así como el humo se desvanece o el río corre sin detenerse, así también todas las cosas pasan. No es el ser lo que hay, sino el devenir. No hay cosa que sea, sino que todo va siendo. Y así pronunció su sentencia: “Todo fluye, nada permanece”.

Y cosa semejante dijo San Agustín cuando quiso entender qué cosa sea el tiempo. En el libro undécimo de sus Confesiones, capítulo catorce, declara que el tiempo se divide en pasado, presente y futuro. Mas el pasado ya no es, porque si fuese, sería presente; y el futuro aún no es, porque si fuese, también sería presente. El uno está solo en la memoria, y el otro en la imaginación. De modo que no tienen ser fuera de nuestra alma. Solo el presente parece tener algo de ser, y aun éste huye de nuestras manos, porque en cuanto se dice “ahora”, ya es “entonces”. Y concluye que el tiempo es ser que tiende a no ser, o no-ser disfrazado de ser.

Y así como para San Agustín es el tiempo, así para Heráclito es toda la realidad: cosa que se desvanece, que nunca se fija ni se asienta, como sombra que se estira en el suelo al pasar el día. Y si esto se entiende bien, vendrá el lector a entender también por qué el filósofo, cuando comienza a filosofar, no pregunta si hay cosas, sino si hay algo que sea de veras, sin mezcla de mudanza ni apariencia. Y en esto está toda la sabiduría.

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De la arbitrariedad de una fase arreligiosa en la historia del hombre

El moderno ateísmo ha incurrido en arbitrariedades y deformaciones al valerse de la historia y la etnología para negar la existencia de Dios

Uno de los errores más difundidos por las escuelas antropológicas y sociológicas modernas consiste en suponer, como punto de partida de la historia del género humano, un estado de completa irreligión, es decir, una etapa primitiva en la cual el hombre no habría conocido, ni sentido, ni practicado forma alguna de religión. Esta hipótesis, que procede de ciertos sistemas racionalistas del siglo pasado, tiene su raíz en una concepción materialista de la naturaleza humana, y ha sido sostenida por autores como Lubbock, quien pretendía que la humanidad, en sus comienzos, vivió no sólo en promiscuidad sexual, sino también en absoluta carencia de sentimiento religioso.

Tales conjeturas, sin embargo, han sido impugnadas ya por autoridades competentes. A. Van Gennep calificó la teoría de la promiscuidad primitiva como fantástica; y Edward Westermarck, con apoyo en la crítica histórica y etnológica, demostró en su History of Human Marriage que carece de base científica. Lo mismo cabe afirmar del supuesto ateísmo de los pueblos primitivos. Los ejemplos propuestos por Lubbock han resultado erróneos uno tras otro. Algunas tribus, que antaño se creían carentes de religión, han manifestado a observadores más pacientes la existencia de creencias y ritos que no habían sido percibidos antes. Strehlow, por ejemplo, documentó la vida religiosa de los Arunta en Australia Central, desmintiendo así las afirmaciones negativas de Spencer y Gillen. De modo semejante, los yaganes de Tierra del Fuego, que Darwin había calificado como ateos —y cuyo testimonio fue reproducido por Frazer—, fueron reconocidos como pueblo religioso por Gusinde y Koppers.

A falta de pruebas etnográficas, los defensores de esta tesis acuden a la prehistoria. Alegan que, en los períodos anteriores al paleolítico superior, no se ha encontrado indicio alguno de religiosidad. Pero este argumento adolece de insignificancia. La ausencia de restos materiales no puede interpretarse como prueba positiva de irreligión. En rigor, nada sabemos de la vida espiritual de aquellos hombres, y por tanto no hay más razón para suponer que carecían de religión que para afirmar que poseían nociones monoteístas. Como observa con sensatez el P. de Lubac, no debe especularse con ligereza sobre el contenido religioso de los períodos prehistóricos.

En todo caso, desde el Musteriense —período en el cual hallamos ya formas sepulcrales que implican una atención especial hacia los muertos— se impone reconocer una cierta disposición del alma humana hacia lo trascendente. Estas prácticas, aunque envueltas en oscuridad, son indicios legítimos de una preocupación que podemos calificar, en sentido amplio, de religiosa.

Que esta cuestión no carece de trasfondo ideológico lo demuestra el interés con que el pensamiento marxista insiste en la necesidad de postular una fase completamente arreligiosa. Para esta escuela, la religión no es sino un producto de las condiciones socioeconómicas, una superestructura ideada por las clases dominantes para mantener la opresión de las masas. Si se prueba que hubo un tiempo en que el hombre vivió sin religión, se concluye que esta no es connatural al espíritu humano, sino un accidente histórico. Por tal motivo, el marxismo combate también la teoría freudiana, que, al considerar la religión como una proyección del inconsciente humano, incurre —según ellos— en el error de convertir una categoría histórica en una necesidad psicológica.

Mas es evidente que no son los hechos los que sustentan la tesis, sino que es la tesis la que determina el modo de presentar los hechos. Hay en ello una inversión del método racional.

Del error naturalista en la explicación de la religión

Otro vicio metodológico, común a muchas explicaciones modernas del hecho religioso, consiste en reducirlo a un fenómeno puramente intelectual o social. Es indudable que la religión se manifiesta en creencias y en instituciones sociales; pero ni lo uno ni lo otro agota su contenido. Su raíz última está en lo más íntimo del alma humana, donde la razón y el corazón, la conciencia moral y el sentido de lo sagrado, concurren para levantar al hombre hacia lo absoluto.

Por tanto, no puede afirmarse sin grave ligereza que la religión sea efecto del animismo, de la magia o de las condiciones económicas. Aunque estas realidades influyan en su forma externa, no constituyen su principio esencial. Cabe, por el contrario, suponer —como hace Lubac con buen juicio— que la religión ha existido desde el principio, si bien con diversos grados de claridad y desarrollo. Tal hipótesis no puede ser excluida sin prejuicio.

La historia de la religión y la historia de la sociedad humana están íntimamente vinculadas, pero no se identifican. Hay discontinuidades, asimetrías, momentos en que la primera se adelanta a la segunda o la desborda.

La explicación marxista del origen del monoteísmo, a título de ejemplo, atribuye su nacimiento a las condiciones políticas y mercantiles de los grandes imperios. Según esta versión, los dioses serían proyecciones celestes de los reyes, y el dios único reflejo del mercado impersonal. Así, el monoteísmo, lejos de ser una iluminación de la razón sobre el ser divino, sería una superestructura ideológica. Se trata de una interpretación reductiva y hostil, que no hace justicia al contenido doctrinal ni a la fuerza espiritual del monoteísmo bíblico o cristiano.

La inteligibilidad cristiana del fenómeno religioso

Pese a la escasez y oscuridad de los datos históricos, el fenómeno religioso, cuando se lo contempla desde la luz de la fe, cobra una inteligibilidad superior. En una humanidad creada a imagen y semejanza de Dios, pero caída por el pecado, es natural que la idea de lo divino surja con fuerza y, a la vez, sea objeto de constante amenaza y deformación. Las condiciones materiales de la existencia, los errores del entendimiento, las desviaciones morales, todo conspira para que el hombre oscurezca el conocimiento natural de Dios. A veces lo confunde con la naturaleza misma; otras, lo sustituye por divinidades imaginarias o lo reduce a un concepto abstracto, sin calor ni vida.

De ahí la necesidad de una purificación incesante. La historia de la religión está llena de tentativas de reforma, y no han faltado pensadores, incluso ajenos a la fe, que han contribuido a corregir deformaciones idolátricas. El ateo que niega a Dios por las caricaturas que de Él ha hecho el hombre puede, a su modo, colaborar a una mejor inteligencia de lo divino.

La religión, como se ve, no desaparece: se transforma, se depura, resurge. Aun en los momentos de mayor negación, el hombre conserva en su interior la huella de Dios. Orígenes, con su aguda percepción del alma humana, decía que “el hombre refiere a cualquier cosa antes que a Dios su indestructible noción de Dios”.

Conclusión: la religión como necesidad permanente del espíritu humano

El ateísmo moderno, al valerse de la historia y la etnología para negar la existencia de Dios, ha incurrido con frecuencia en arbitrariedades y deformaciones. Como señala Van der Leeuw, en su obra sobre el hombre primitivo, el mismo impulso que lleva a negar a Dios denota una experiencia religiosa latente. El hombre del siglo XX, desengañado del racionalismo abstracto, redescubre poco a poco su sed de lo divino.

El verdadero problema, en este nuevo contexto, no es ya si la religión debe desaparecer, sino si el hombre será capaz de elevarse de nuevo hacia el Dios que lo ha creado, o si, en su ceguera, se dejará arrastrar por nuevos ídolos —tan groseros y crueles como los antiguos. El cristianismo ofrece una respuesta luminosa: Dios, aun cuando el hombre le huye, no deja de buscarle; su imagen permanece impresa en el alma, y su gracia trabaja en el corazón humano desde el principio de los tiempos.


 
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El Cyborg

El sueño de fabricar un hombre es antiguo. No me remonto a su historia. La abrevio ciñéndome a un poema de Borges que habla de cómo Judá León, rabino en Praga, quiso descifrar el terrible nombre de Dios que supieron Adán en el Jardín y las estrellas, un nombre de unas cuatas vocales y consonantes que cifre el saber y la omnipotencia divinas.

Permutando letras, incansable, en largas noches de la judería, lo encontró por fin, lo pronunció y creó un ser que llamó Golem. Debió cometer alguna falta de ortografía, porque aquel ser, con ojos más de perro que de hombre, al que trató de enseñar el universo (“esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga”) alcanzó, después de muchos años de vano aprendizaje a barrer mal que bien la sinagoga.

El sueño antiguo ha dado ahora en la idea de un organismo cibernético, un Cyborg. Ahora es la biología combinada con la fabricación de máquinas la que indaga cómo fusionar el organismo y el artificio para crear un nuevo ser, un hombre mejorado que no padezca enfermedades, que tenga sus capacidades físicas y mentales elevadas hasta lo irreconocible, cuya vida se prolongue más de cien años, o llegue a no morir nunca.

José Luis Cordeiro, uno de los que ha tomado el relevo a Judá Leví en este empeño, profesor de la Universidad de la Singularidad de Silicon Valley, dirigida por Ray Kurzweil y patrocinada por Google y por la NASA, dice que el primer inmortal vive ya entre nosotros. El envejecimiento será, a su juicio, una enfermedad curable desde el año 2045.

Para crear el Golem ya no hará falta recurrir a la cábala y encontrar el nombre oculto de Dios mediante combinaciones de letras, pues será el fruto de las ciencias y tecnologías transhumanistas. Su cuerpo, mezcla de elementos biológicos y mecánicos, ya se está gestando, dicen. Hay personas con marcapasos, implantes cocleares para la audición, extremidades robóticas controladas por el cerebro, películas y novelas que lo anticipan. Se le podría hasta inducir la mente de alguien ya fallecido, sus recuerdos, ideas, emociones.

Y uno se pregunta: un humano así ¿sentirá la suave brisa del atardecer o la melancolía de un día de lluvia, o será como el Golem, algo tosco y animal, que hacía que el gato se escondiera?

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El origen de la religión y sus falsas genealogías


 

Trazar el origen de la religión es como trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. 

Gran yerro ha sido, y no poco extendido, el intento de explicar el origen de la religión como quien pretende trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. Desde hace un siglo —o poco más— se han ideado sistemas numerosos y entretejidos como tela de Penélope: ora el naturismo, que ve en los elementos del mundo la cuna de lo sagrado; ora el animismo y sus versiones incipientes, que atribuyen alma a las brisas y a los montes; ora el totemismo, que hermana al hombre con la fiera; ora el magismo, que confunde la oración con el conjuro. Añádase a esta procesión el sociologismo, el neonaturismo y otras voces de fábrica reciente, que como moneda de cobre relucen más de lo que valen.

Todos estos sistemas, semejantes a antiguos mapas cuajados de monstruos marinos y sirenas, no hacen sino girar en torno a una ilusión primera: la creencia en que se puede alcanzar con certeza científica aquello que fue la conciencia religiosa de los primeros hombres. Quimera digna de Ícaro, que con alas de cera pretende remontarse al sol del origen y no hace sino precipitarse en las aguas de la conjetura.

Declárese sin ambages: el problema de los orígenes absolutos, en lo tocante a la religión, es tan insoluble como querer fijar el instante en que el primer relámpago fue temido o la primera sombra fue adorada. Las inducciones, por más sutiles que sean, no traspasan el umbral del tiempo en que los mitos aún no tenían nombre, y el alma humana apenas balbuceaba su asombro ante lo invisible.

Los etnólogos, deseosos de ordenar lo múltiple y trazar genealogías del espíritu, se han dejado seducir, no pocas veces, por ideologías de su siglo, como por sirenas que cantan desde la roca del racionalismo. El más célebre de estos esquemas fue el de Augusto Comte, quien dictaminó que el espíritu humano pasaba por tres edades —la teológica, la metafísica y la positiva— como si el alma del hombre fuese linterna mágica que proyecta, en sucesión ordenada, las imágenes de su peregrinaje intelectual. Otros, como Lubbock, añadieron más estaciones al viaje: ateísmo, fetichismo, totemismo, y más allá, el monoteísmo, como si la divinidad fuese criatura que muda de forma por evolución natural.

Más allá aún fue Frazer, quien con aparato científico quiso mostrar que religión y ciencia son paralelas sendas del intelecto, y que ambas tienden, como dos ríos hacia el mar, a la simplificación y unificación. Así como el físico reduce los cuerpos a una substancia única —el hidrógeno—, del mismo modo el espíritu habría reunido a los dioses múltiples en un solo Ser supremo. Pero esto, si no es error, es al menos exceso, pues quien así reduce la teología a química espiritual yerra tanto como quien quiere explicar a Homero con leyes de la gramática.

Preside, en efecto, estos afanes una ideología racionalista que presume del progreso lineal y continuo, como si la historia fuese escalera cuyo último peldaño es la ciencia, y el primero, superstición grosera. Según este modo de ver, la religión habría nacido de un error de infancia —un juicio mal formado, una asociación espuria— y, creciendo en edad y luces, habría de perecer al fin por obra de la razón adulta, como se desvanecen los miedos del niño al llegar la mañana.

Otros, no menos audaces, hallan la raíz de lo sagrado en una actividad colectiva: Durkheim en el éxtasis del clan, Lévy-Bruhl en una mentalidad primitiva que prefiere lo místico a lo lógico. Pero aun estos, aunque cambian el acento, repiten la partitura: que la religión es infancia, que su curso es decadente, y que su destino es perecer.

Así resucita la antigua fantasía de Comte: el hombre religioso sería un estadio transitorio, como lo fue la sociedad armada o el arado de madera. Lo religioso no sería eterno, sino vestigio de un tiempo que la ciencia borrará como el sol disuelve la neblina.

De esta manera, se incurre en la ilusión de lo elemental, que toma lo rudimentario por fundamental, como si el balbuceo del infante dijese más sobre el lenguaje que la poesía de un sabio. Taylor, por ejemplo, ve en el animismo —la creencia en almas y espíritus— la semilla de todas las religiones, como si el sueño de un salvaje explicara la mística de san Juan de la Cruz.

Mas he aquí la paradoja: el propio Durkheim reconoce, en un pasaje digno de notarse, que para entender bien una institución es mejor seguirla hasta su desarrollo más alto. La verdad de una flor se revela mejor en su floración que en su semilla. ¿Cómo, pues, pretende este autor explicar el cristianismo por el totemismo arunta, si admite que el sentido se aclara en la madurez de la forma?

En suma: cuatro son las ilusiones que acechan al estudioso de la religión si no guarda prudencia escolástica. Primera: creer que la ciencia puede remontarse a los orígenes absolutos. Segunda: pensar que la psicología puede distinguir lo más primitivo entre los pueblos actuales. Tercera: suponer que lo más antiguo es lo más esencial. Cuarta: creer que aplicar un sistema equivale a haber hecho ciencia.

Contra estas ilusiones —como contra fantasmas de la razón— conviene armarse de juicio, de erudición bien dispuesta y, sobre todo, de reverencia ante el misterio que, en el alma humana, precede a toda ciencia y la desborda.


 
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