El Cyborg

El sueño de fabricar un hombre es antiguo. No me remonto a su historia. La abrevio ciñéndome a un poema de Borges que habla de cómo Judá León, rabino en Praga, quiso descifrar el terrible nombre de Dios que supieron Adán en el Jardín y las estrellas, un nombre de unas cuatas vocales y consonantes que cifre el saber y la omnipotencia divinas.

Permutando letras, incansable, en largas noches de la judería, lo encontró por fin, lo pronunció y creó un ser que llamó Golem. Debió cometer alguna falta de ortografía, porque aquel ser, con ojos más de perro que de hombre, al que trató de enseñar el universo (“esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga”) alcanzó, después de muchos años de vano aprendizaje a barrer mal que bien la sinagoga.

El sueño antiguo ha dado ahora en la idea de un organismo cibernético, un Cyborg. Ahora es la biología combinada con la fabricación de máquinas la que indaga cómo fusionar el organismo y el artificio para crear un nuevo ser, un hombre mejorado que no padezca enfermedades, que tenga sus capacidades físicas y mentales elevadas hasta lo irreconocible, cuya vida se prolongue más de cien años, o llegue a no morir nunca.

José Luis Cordeiro, uno de los que ha tomado el relevo a Judá Leví en este empeño, profesor de la Universidad de la Singularidad de Silicon Valley, dirigida por Ray Kurzweil y patrocinada por Google y por la NASA, dice que el primer inmortal vive ya entre nosotros. El envejecimiento será, a su juicio, una enfermedad curable desde el año 2045.

Para crear el Golem ya no hará falta recurrir a la cábala y encontrar el nombre oculto de Dios mediante combinaciones de letras, pues será el fruto de las ciencias y tecnologías transhumanistas. Su cuerpo, mezcla de elementos biológicos y mecánicos, ya se está gestando, dicen. Hay personas con marcapasos, implantes cocleares para la audición, extremidades robóticas controladas por el cerebro, películas y novelas que lo anticipan. Se le podría hasta inducir la mente de alguien ya fallecido, sus recuerdos, ideas, emociones.

Y uno se pregunta: un humano así ¿sentirá la suave brisa del atardecer o la melancolía de un día de lluvia, o será como el Golem, algo tosco y animal, que hacía que el gato se escondiera?

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El origen de la religión y sus falsas genealogías


 

Trazar el origen de la religión es como trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. 

Gran yerro ha sido, y no poco extendido, el intento de explicar el origen de la religión como quien pretende trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. Desde hace un siglo —o poco más— se han ideado sistemas numerosos y entretejidos como tela de Penélope: ora el naturismo, que ve en los elementos del mundo la cuna de lo sagrado; ora el animismo y sus versiones incipientes, que atribuyen alma a las brisas y a los montes; ora el totemismo, que hermana al hombre con la fiera; ora el magismo, que confunde la oración con el conjuro. Añádase a esta procesión el sociologismo, el neonaturismo y otras voces de fábrica reciente, que como moneda de cobre relucen más de lo que valen.

Todos estos sistemas, semejantes a antiguos mapas cuajados de monstruos marinos y sirenas, no hacen sino girar en torno a una ilusión primera: la creencia en que se puede alcanzar con certeza científica aquello que fue la conciencia religiosa de los primeros hombres. Quimera digna de Ícaro, que con alas de cera pretende remontarse al sol del origen y no hace sino precipitarse en las aguas de la conjetura.

Declárese sin ambages: el problema de los orígenes absolutos, en lo tocante a la religión, es tan insoluble como querer fijar el instante en que el primer relámpago fue temido o la primera sombra fue adorada. Las inducciones, por más sutiles que sean, no traspasan el umbral del tiempo en que los mitos aún no tenían nombre, y el alma humana apenas balbuceaba su asombro ante lo invisible.

Los etnólogos, deseosos de ordenar lo múltiple y trazar genealogías del espíritu, se han dejado seducir, no pocas veces, por ideologías de su siglo, como por sirenas que cantan desde la roca del racionalismo. El más célebre de estos esquemas fue el de Augusto Comte, quien dictaminó que el espíritu humano pasaba por tres edades —la teológica, la metafísica y la positiva— como si el alma del hombre fuese linterna mágica que proyecta, en sucesión ordenada, las imágenes de su peregrinaje intelectual. Otros, como Lubbock, añadieron más estaciones al viaje: ateísmo, fetichismo, totemismo, y más allá, el monoteísmo, como si la divinidad fuese criatura que muda de forma por evolución natural.

Más allá aún fue Frazer, quien con aparato científico quiso mostrar que religión y ciencia son paralelas sendas del intelecto, y que ambas tienden, como dos ríos hacia el mar, a la simplificación y unificación. Así como el físico reduce los cuerpos a una substancia única —el hidrógeno—, del mismo modo el espíritu habría reunido a los dioses múltiples en un solo Ser supremo. Pero esto, si no es error, es al menos exceso, pues quien así reduce la teología a química espiritual yerra tanto como quien quiere explicar a Homero con leyes de la gramática.

Preside, en efecto, estos afanes una ideología racionalista que presume del progreso lineal y continuo, como si la historia fuese escalera cuyo último peldaño es la ciencia, y el primero, superstición grosera. Según este modo de ver, la religión habría nacido de un error de infancia —un juicio mal formado, una asociación espuria— y, creciendo en edad y luces, habría de perecer al fin por obra de la razón adulta, como se desvanecen los miedos del niño al llegar la mañana.

Otros, no menos audaces, hallan la raíz de lo sagrado en una actividad colectiva: Durkheim en el éxtasis del clan, Lévy-Bruhl en una mentalidad primitiva que prefiere lo místico a lo lógico. Pero aun estos, aunque cambian el acento, repiten la partitura: que la religión es infancia, que su curso es decadente, y que su destino es perecer.

Así resucita la antigua fantasía de Comte: el hombre religioso sería un estadio transitorio, como lo fue la sociedad armada o el arado de madera. Lo religioso no sería eterno, sino vestigio de un tiempo que la ciencia borrará como el sol disuelve la neblina.

De esta manera, se incurre en la ilusión de lo elemental, que toma lo rudimentario por fundamental, como si el balbuceo del infante dijese más sobre el lenguaje que la poesía de un sabio. Taylor, por ejemplo, ve en el animismo —la creencia en almas y espíritus— la semilla de todas las religiones, como si el sueño de un salvaje explicara la mística de san Juan de la Cruz.

Mas he aquí la paradoja: el propio Durkheim reconoce, en un pasaje digno de notarse, que para entender bien una institución es mejor seguirla hasta su desarrollo más alto. La verdad de una flor se revela mejor en su floración que en su semilla. ¿Cómo, pues, pretende este autor explicar el cristianismo por el totemismo arunta, si admite que el sentido se aclara en la madurez de la forma?

En suma: cuatro son las ilusiones que acechan al estudioso de la religión si no guarda prudencia escolástica. Primera: creer que la ciencia puede remontarse a los orígenes absolutos. Segunda: pensar que la psicología puede distinguir lo más primitivo entre los pueblos actuales. Tercera: suponer que lo más antiguo es lo más esencial. Cuarta: creer que aplicar un sistema equivale a haber hecho ciencia.

Contra estas ilusiones —como contra fantasmas de la razón— conviene armarse de juicio, de erudición bien dispuesta y, sobre todo, de reverencia ante el misterio que, en el alma humana, precede a toda ciencia y la desborda.


 
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De la religión y la necesidad de abordar su estudio


El estudio de lo religioso tiene que atender al dato, a la manifestación del fenómeno religioso.

El espíritu humano, cuando ha alcanzado su grado de madurez, se halla en disposición de abarcar la totalidad de lo real y de organizarlo en un sistema coherente y comprensivo. Todo cuanto debía acontecer ha acontecido ya, y es llegado, por tanto, el tiempo de comprender. Pero no todas las sociedades están dotadas para empresa tan alta: sólo aquella que ha logrado instituir formas estables de memoria y reflexión, es decir, aquella que dispone de instituciones capaces de recoger, custodiar y examinar el testimonio de lo acaecido, puede aspirar a este universal entendimiento.

Hoy confluyen en el saber humano tres grandes direcciones: una que se vuelve hacia el universo material; otra que se orienta al hombre; y una tercera que tiende a Dios. Si una de ellas se absolutiza y anula las otras, sobreviene el extravío. La primera, centrada en la técnica y la producción material, suele desembocar en indiferencia religiosa o franca negación de Dios. La admirable evolución que desde la materia conduce hasta el cuerpo viviente parece, a algunos, bastarse a sí misma. La segunda, que gira en torno al hombre, busca su salvación sin referencia a lo divino: es el camino de Sartre, de Marx y de otros humanismos sin trascendencia. Pero cabe preguntar con justicia: ¿puede haber verdadero humanismo sin Dios?

La tercera corriente, en cambio, dirige su mirada hacia lo alto. Mas es preciso que el sentido de la trascendencia no eclipse el valor de la razón. La fe, sin duda, posee su objeto, pero si se anula el juicio racional, la fe pierde su fundamento. Es necesario, por tanto, conservar el orden de los saberes y su legítima autonomía: la razón constituye el soporte sobre el que se edifica el conocimiento analógico de Dios; la fe, como libre asentimiento, se ofrece como homenaje del espíritu al amor divino que se revela.

El estudio positivo de la religión, que en nuestro idioma apenas comienza a despuntar como ciencia, representa un esfuerzo en tal dirección. Hasta hace poco, el estudio de lo religioso quedaba casi exclusivamente en manos de teólogos y filósofos. Los primeros partían del dato revelado, esto es, de la verdad contenida en los textos sagrados del cristianismo, el judaísmo o el islam; los segundos se ocupaban de la existencia y esencia de Dios, objeto propio de la razón metafísica. Ambos métodos, sin duda dignos y necesarios, han adolecido, empero, de una limitación: atendiendo casi exclusivamente a la tradición propia, han descuidado muchas veces aquellos otros datos religiosos que florecieron en tiempos, lugares y culturas diversos.

Ahora bien, en este tiempo nuestro, en que la humanidad entera se aproxima a una especie de comunidad planetaria, una aldea global, como suele decirse, urge ampliar el horizonte. Tal apertura no ha de empobrecer, sino enriquecer tanto a la filosofía como a la teología. Se hace menester, pues, comenzar por los hechos, por los innumerables modos en que los hombres han vivido lo sagrado en todas las latitudes y edades, y ordenar este copioso acervo en categorías inteligibles para el entendimiento.

Aquí se inscribe el estudio de la religión. Su tarea no es construir una metafísica ni emitir juicios teológicos, sino atender al dato, a la manifestación del fenómeno religioso en su inmediatez. Como disciplina, puede prestar no pocos servicios a la teología, a la filosofía y, sobre todo, al conocimiento profundo del hombre. No pretende ser sociología de la religión ni psicología de lo religioso, sino mera exposición de los modos en que lo sagrado se presenta y es vivido. Su objeto no es el valor funcional del fenómeno, si contribuye o no al orden social o al equilibrio psíquico, sino el fenómeno en sí mismo.


 
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Sobre la escritura

Menosprecian la tecnología porque, dicen, es mera práctica. La labor del intelecto puro es superior, según ellos. Más aún ahora, que la información troceada que llega a través de las redes entorpece las inteligencias. Pero no tienen en consideración algunos puntos importantes.

No parecen tener en cuenta que la tecnología es acción, sí, pero es también pensamiento. Siempre se ha introducido en la práctica de los grupos humanos al tiempo que ha formado parte de la serie de figuraciones e imágenes con que los hombres interpretan, justifican, rechazan, aceptan, viven… el mundo y a sí mismos. No es infrecuente que las figuraciones tecnológicas, provistas siempre de un lugar prefijado en el vasto universo de los símbolos, representen en él males por venir, infracciones del orden natural que no pueden quedar impunes…

Así lo atestiguan algunas noticias sobre los pueblos primitivos, que cuentan el temor suscitado en el aborigen de la Edad de la Piedra por el dominio del fuego[1]. Y lo atestiguan también algunos mitos importantes, como el de Prometeo, expresión simbólica de una usurpación del poder de los dioses y del castigo implacable de la Moira, que acecha en lo oscuro. Mas éste es un antiguo mito neolítico, pues alude a la ruptura de un orden anterior a la iniciación del camino de la Historia, lo que debería bastar para comprender que, pese a representar con acierto ese sentimiento ambiguo de temor y admiración por la tecnología que todavía embarga a nuestro tiempo, no es propiamente un mito de nuestro tiempo.

Presagios, prospecciones hacia el futuro, augurios. La aparición de cualquier técnica importante siempre ha estado acompañada de todas esas creencias. Y todo eso no es práctica, sino pensamiento.

Todo lo cual halla una expresión más minuciosa en un pasaje no carente de ironía y paradoja de un filósofo racionalista hacedor de mitos: Platón. Según “una tradición que viene de los antiguos”, dice en el Fedro[2] , Theuth presentó un día al dios Ammón sus siete inventos: “el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos de damas y dados y las letras”. Los juegos de damas y dados no merecen juicio alguno por parte de Platón, pero de los cuatro primeros descubrimientos sabemos por otros escritos que acaso habrían bastado para que considerase a su autor uno de los dioses más grandes del panteón egipcio, superior con mucho a Prometeo en el olímpico, porque éste se limitó a enseñar a los hombres el arte del herrero, un trabajo propio de artesanos e indigno de ser comparado al estudio de los números o de los movimientos de los astros en el cielo.

Y, por último, no cabía esperar que Ammón emitiese un juicio tan severo contra la escritura. Forjada para hacer más sabios a los hombres, dijo, sólo habrá de lograr el objetivo contrario, haciéndolos más ignorantes y, por tanto, más insolentes, porque la letra escrita les hará presumir de lo que carecen: de sabiduría. La escritura es útil para el recuerdo, no para la memoria, añadió, porque, al contrario que las razones serias y firmes, siempre afirma lo mismo y no distingue quiénes son sus receptores y si les concierne o no lo que con ella se dice. Sus signos son palabras pétreas para pensamientos alados, en tanto que el discurso vivo y animado del sabio está escrito en su alma, no en la tablilla o el pergamino. Imagen borrosa de éste, la escritura no debe tomarse en serio. Por eso el hombre sabio no ve en ella más que un entretenimiento para el tiempo de descanso. Sólo durante ese tiempo se habrá de dedicar a la siembra de jardines de letras, por si al llegar la vejez del olvido puede echar mano de ellos a modo de recordatorios y fórmulas. Esta fútil razón tal vez baste para alegrarse viéndolos crecer, pero en las horas de verdadera actividad se dedicará al pensamiento.

¿Qué diría Ammón no ya de la escritura en pergaminos, papiros o tablillas de cera, sino en pantallas de ordenadores, teléfonos móviles, tablets y demás? Una escritura fugaz, tan volátil como las palabras, aunque fijada en códigos de unos y ceros?


[1] V. Heusch, L., Pourquoi l’epouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971.

[2] Platón, Fedro, 274b – 277c

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Sobre metafísica

Un hombre piensa, siente, imagina, y como pensar, sentir e imaginar son acciones que acontecen en lo que él llama su interior, cree que proceden enteramente de ahí. Se concibe a sí mismo como el manantial de donde emanan pensamientos amores, creencias y proyectos. Cuesta convencerse de lo contrario, pero lo contrario es lo cierto. Las ideas, creencias, convicciones y, en suma, lo que se llama cosmovisión o forma de entender el mundo y las normas o guías para actuar en él, son elementos que le vienen dados, aunque forman parte de él y es imposible arrebatárselos. Es la metafísica. Todo lo que hay en su entendimiento, su voluntad, su imaginación y su memoria ha sido ya pensado, predicado y formulado en los idiomas de la Antigua Grecia, la Antigua Roma y el cristianismo, pese a que para él, enfrascado en su presente, el pretérito sea un tiempo sumergido en la oscuridad.

Al pensar y sentir sigue, pues, alguna senda abierta desde antiguo. Es una herencia introducida en su conciencia, la trama y la urdimbre de que se tejen sus sueños, sus ideas y sus esperanzas. Es un material que se ha vuelto a mostrar en idiomas nuevos, o no tan nuevos, es el espíritu de los hombres, el espíritu que engloba su fe, sus principios morales, su sensibilidad estética y moral, el sentido o sin sentido de la vida. Es su metafísica, que suele proceder de su religión o concordar con ella, formando ambas casi siempre un solo cuerpo. Una metafísica puede ser tierra fértil durante muchas generaciones, pero también a la tierra fértil le llega tarde o temprano la sequedad estéril y entonces el espíritu, que nunca muere, emigra a otras latitudes. No obstante, en circunstancias más o menos parecidas, vuelve por donde solía.

Ahora está volviendo a nuestro presente un cierto espíritu antiguo, que trae a hombros una metafísica parecida en algo y en algo distinta. Lo sucedido en el registro de los hechos tiene grandes semejanzas con la actualidad. Se puede estar de acuerdo en esto con Marx. La historia se repite, pero no en el mismo punto, pues no es un círculo. Marx, heredero de la ideología progresista de la Ilustración, dice que es una espiral ascendente, en lo cual comete error, pues se trata más bien de una espiral que a veces asciende y a veces desciende.

Repetición, retorno, renacimiento… ¿Habrá que añadir más vocablos que empiecen por la misma sílaba “re”? Además, ¿de qué y desde cuándo? Se dice que desde el Renacimiento y la Reforma de Lutero, Calvino, Zuinglio, Copérnico, Kepler, Galileo, etc. Baste decir que nuestra edad parte del punto en que se empieza a debilitar, o a morir, el espíritu que había regido Europa durante más de mil años, su metafísica, la malla de sus ideas. Algo así había sucedido antes, durante el periodo helenístico. Son muchos los que están convencidos de que hemos ascendido a otro plano de la historia desde los siglos XIV, XV o XVI. Ese convencimiento se nos transmite en los libros de historia cuando somos niños y adolescentes. Ese convencimiento parece fundado en la seguridad de que faltaba un Tercer Reino que, siguiendo el orden trinitario del abad de Fiore[1], estaba esperando a la humanidad. A la Edad Antigua y a la Edad Media le faltaba la Edad Moderna, la nuestra, para completar este eón[2]. Una civilización fenece y otra alborea. Supuesta ley del transcurso histórico. Estamos en el alba de una nueva etapa, cuando la tiniebla nocturna no se ha diluido y “la aurora de rosáceos dedos” ha puesto en el horizonte el primer destello del día. Es el mito de nuestro tiempo, el que nos sirve de orientación.


[1] El Beato Joaquín de Fiore (1135-1202), abad nacido en Calabria. En algún momento habré de examinar sus ideas y la influencia que han ejercido en la posteridad.

[2] Téngase en cuenta que la tripartición de la historia se introdujo el siglo XV por Flavio Biondo, que nació en 1392 y falleció en 1463. Habían transcurrido ya dos de las tres edades y se estaba entrando en la tercera, la definitiva. ¿Tan evidente era para Biondo que una edad desconocida para él venía a coronar la Historia?

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El mundo era bello entonces

La imagen física prevaleciente entre los antiguos procede de Eudoxo de Cnido (390 a. C. – 337 a. C.), Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.) y Ptolomeo (100 d. C. – 170 d. C.), cuya autoridad hizo que se prolongara durante un largo periodo de más de mil años. Alguna excepción, como las Demócrito, Lucrecio y Epicuro, no rompió la continuidad de esta línea.

La Tierra es un globo flotando en el centro de un sistema de esferas concéntricas que giran en perfecto orden y regularidad. Este globo hecho de aire, agua, tierra y fuego, es lo más impuro. Por encima están las esferas de éter, quinta esencia pura y divina, de la luna, el Sol y los cinco planetas, todas circundadas por la octava esfera, que en sus veinticuatro horas de perfecta revolución traslada consigo las estrellas fijas, prendidas en su interior como el fresco del Juicio Universal de Vasari y Zuccari en la cúpula de la catedral de Florencia, de Brunelleschi, la reina del cielo florentino. El orden del todo es divino, excepto en el interior terrestre, y su movimiento es propio, sin necesidad de que nada ni nadie lo mueva, porque es un ser vivo, el Ser Viviente.

Esta cosmovisión fue aceptada por todos, salvo los materialistas citados más arriba. Aristóteles había introducido una distinción entre lo infralunar y lo supralunar que fue aceptada también por todos. Por encima de la Luna estaban los cielos inmutables, “orden sobre orden, hueste de ley inalterable”, por debajo quedaba este mundo terrestre nuestro, el reino del cambio, el azar y la muerte. Si estaba en el centro del sistema era por su peso. Los demás seres eran ingrávidos. Por último, era demasiado pequeño en comparación con la totalidad: un punto inapreciable que ponía de manifiesto la inutilidad de los anhelos humanos. Se observa en Cicerón, Séneca, Celso, Lucano y, sobre todo, en Marco Aurelio, que escribió para sí mismo y no por el afán de seguir alguna moda reinante. Como la Tierra es un punto en el espacio, la vida del hombre es un punto en el tiempo y sus obras son “humo y nada”. Se asemeja a Abrahán cuando se dirige a su Dios: “polvo y ceniza”. Dodds recuerda otras expresiones del emperador filósofo, el “individuo en medio de su soledad”, el que logró importantes victorias sobre los sármatas, de las que, lejos ocasionarle orgullo, le hacían pensar en la “satisfacción de la araña que acaba de atrapar una mosca”. El ruido de las armas no era para él más que “una riña de cachorros por un hueso”. La condición humana carece de interés. Lo que los hombres emprendan, sus hazañas y acciones gloriosas, no son cosas reales en verdad.

Es como todos fueran marionetas en el vasto escenario del mundo. Parece que estuviera evocando a Platón, cuando este filósofo decía en Las leyes que somos muñecos producidos por Dios “con un mínimo de realidad”. En todo caso, el estoicismo posterior a Crisipo utiliza con profusión esta metáfora, que volverá con una fuerza poética insuperable en La vida es sueño y El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca:

“Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende”[2].

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Un apunte sobre el matriarcado

En lugar de aportar otras pruebas, han refutado la tarea de los antropólogos tachando sus estudios de machistas y han tratado de revivir creencias de siglos pasados, como el matriarcado, una imaginada institución que halló su defensa en un libro de J. J. Bachofen: El derecho materno: un estudio sobre la ginecocracia del mundo antiguo según su naturaleza religiosa y legal[2]. El autor se sirvió de diversos mitos, leyendas y variados textos históricos y legales para respaldar su tesis sobre la existencia de una ginecocracia en la antigüedad, explorando además cómo este sistema original de gobierno fue reemplazado gradualmente por uno patriarcal.

El libro no carece de buenos argumentos y una composición adecuada, pero no se ha encontrado hasta el momento un solo indicio de población humana que haya gozado de esa clase de poder femenino. A favor de la fe feminista hay que decir, no obstante, que del hecho de que todas las poblaciones conocidas hayan estado bajo el predominio del varón no se deduce que ese predominio sea parte de la naturaleza humana y, por tanto, sea inamovible. Esto es cometer la falacia naturalista, que consiste en confundir lo que es con lo que debe ser, como sucede a quien cree que, dado que el placer es natural, es bueno y deseable, pese a que hay placeres malos y no deseables.


[1] V. Harris, M., Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, trad.de H. G. Trejo, Argos, Barcelona, 1978, cap. 6. “El origen de la supremacía masculina y del complejo de Edipo”.

[2] Bachofen, J. J., Das Mutterrecht: eine Untersuchung über die Gynaikokratie der alten Welt nach ihrer religiösen und rechtlichen Natur, Verlag von Krais & Hoffmann, Stutgart, 1861.

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Dad una oportunidad a la guerra

En julio de 1999, Edward N. Luttwak publicó en la revista Foreign Affairs un artículo de título provocador: Give War a Chance («Dale una oportunidad a la guerra»). Su tesis, audaz y desconcertante a primera vista, sostiene que la intervención humanitaria o diplomática prematura en los conflictos armados puede, lejos de resolverlos, perpetuarlos. Desde una visión netamente realista y despojada de sentimentalismos, Luttwak aboga por dejar que ciertos conflictos lleguen a su desenlace natural, aunque esto implique permitir la continuidad de la violencia durante un tiempo. El autor argumenta que sólo una victoria definitiva puede imponer una paz verdadera, mientras que las treguas impuestas desde fuera a menudo congelan tensiones y prolongan el sufrimiento.

El autor parte de una constatación histórica: muchas guerras han terminado de modo estable solo cuando una de las partes ha sido completamente derrotada (como sucedió con la victoria del ejército de Franco en el año 1939, una vez aniquilada toda la capacidad militar del enemigo; ese año se instauró una paz que dura hasta el presente -86 años-, pese a que algunos pretenden ahora reivindicar a los vencidos). La intervención internacional, con fines humanitarios o diplomáticos, detiene los combates, pero no resuelve las causas profundas del conflicto. Al interrumpir la lógica interna de la guerra, estas intervenciones impiden que se consolide una nueva estructura de poder que pueda garantizar el orden. Así, las treguas impuestas suelen derivar en conflictos congelados o en reanudaciones esporádicas de la violencia.

El caso de Bosnia es un ejemplo paradigmático. La intervención occidental detuvo la guerra, pero dejó intactas las tensiones étnicas y religiosas. No hubo un vencedor ni una paz verdadera, sino una suerte de equilibrio forzado. Para Luttwak, este tipo de soluciones superficiales prolongan el sufrimiento y hacen ilusoria la paz.

Desde esta perspectiva, la guerra es vista como un proceso violento, sí, pero necesario en ciertos casos para llegar a un nuevo orden. En consecuencia, propone una suerte de «realismo moral»: antes que condenar la guerra por principio, debemos considerar cuál es el desenlace más estable y duradero para los pueblos implicados.

Luttwak representa una voz clara del realismo político contemporáneo. La tradición clásica (Platón, Aristóteles, santo Tomás, etc.) no niega que haya guerras necesarias, pero exige siempre que estas sean ordenadas a la paz verdadera, no al dominio o al equilibrio del miedo. La guerra, si ha de ser justa, debe ser el último recurso, y su curso debe ser limitado por principios racionales y morales.

Luttwak no tiene en cuenta la justicia ni la “paz verdadera”. En su lugar, pone sobre la mesa una verdad incómoda: que muchas veces la paz superficial es peor que la guerra decidida. Su diagnóstico prescinde de consideraciones sobre lo bueno o lo malo. Su denuncia del fracaso de ciertas formas de intervencionismo occidental es certera y pone de relieve los errores de un pacifismo superficial.

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Mosca: las oligarquías

Entender la realidad política observando el oleaje diario es tarea imposible, porque los movimientos profundos permanecen ocultos. Entenderla con los conceptos otorgados por las ideologías de los que contienden por el poder no es otra cosa que apoyar uno mismo sus intereses sin participar de sus ganancias. Para ir tras la verdad efectiva de la cosa hay que fijar la mirada en otro lado.

Es preferible, con mucho, hacer uso de los conceptos elaborados por Gaetano Mosca (1858-1941), jurista, politólogo e historiador italiano, una figura clave de la teoría elitista del poder. Su obra, Elementi di Scienza Politica (1896), expone su teoría de la clase política, que se inserta en una tradición sociológica que enfatiza la inevitabilidad del gobierno de las oligarquías.

La tesis central de Mosca es que, en cualquier sociedad organizada, el poder no es ni puede ser ejercido por el pueblo en su conjunto, sino por una minoría organizada que él denomina “clase política”. Esta minoría, por su cohesión, disciplina y acceso a los recursos, domina a la mayoría desorganizada y dispersa. Las ideas democráticas yerran en este punto, porque la igualdad política es una ilusión: en toda sociedad, incluso en aquellas con regímenes democráticos, pues también en éstas el poder está siempre en manos de un grupo reducido de individuos, de una oligarquía.

Esta oligarquía, o “clase política” es el grupo reducido que gobierna sobre la mayoría y que posee el monopolio de las decisiones estratégicas en la sociedad. Según Mosca, esta clase se distingue por tres factores principales.

En primer lugar, por su capacidad organizativa, que le permite mantenerse en el poder y ejercer el control sobre las instituciones. En contraste con ella, la mayoría de la población es una masa desorganizada e incapaz de tomar decisiones.

En segundo lugar, por su acceso privilegiado a los recursos, tanto económicos como ideológicos y militares. Las oligarquías dominan una gran cantidad de medios económicos, sobre todo en las democracias de masas, en las que una mitad de los recursos del país están en sus manos. Dominan también una parte considerable de los medios de comunicación. Y tienen el mando efectivo sobre la milicia y la policía.

En tercer lugar, por su capacidad para legitimarse, creando sistemas de justificación del poder que refuercen su autoridad. Entre estos sistemas, destaca el ideológico.

La estructura de dominación de las oligarquías permanece inalterable a través del tiempo, no que no quiere decir que se perpetúen los mismos individuos ni los mismos grupos. Antes al contrario, el sistema está en constante transformación: nuevas élites pueden emerger y reemplazar a las anteriores.

Las élites no son estáticas. Con el tiempo, la clase política se renueva, ya sea por la cooptación de nuevos miembros o por desplazamientos internos. No obstante, el sistema de poder no cambia en su esencia: simplemente se sustituyen unas élites por otras. Esto anticipa, en cierto sentido, la teoría de la circulación de las élites de Vilfredo Pareto, otro de los grandes teóricos elitistas.

Para Mosca, las élites no gobiernan sólo ni principalmente mediante la fuerza. El dominio por la violencia es débil en realidad. Necesitan legitimarse a través de ideologías y sistemas de creencias que justifiquen su dominio. Cada sistema político cuenta con una fórmula política, una doctrina o ideología que legitima el poder de la clase dominante y hace que su dominio sea aceptado por las masas. Estas fórmulas pueden variar según la época: en las monarquías absolutas era el derecho divino de los reyes; en las democracias modernas, la soberanía popular.

De todo esto deriva un profundo escepticismo respecto a la democracia en su sentido idealista. Aunque las instituciones democráticas permitan cierta movilidad dentro de la clase política, la dominación de una minoría sobre la mayoría es también inevitable en este régimen. En cuanto al socialismo, fue en tiempo de Mosca una nueva forma de justificación del poder, donde una nueva élite burocrática sustituye a la antigua aristocracia, pero, por mucho que predicara la igualdad política y económica, la realidad es que no alteró, sino que fortaleció, la estructura oligárquica de la sociedad.

La teoría de Mosca ha sido clave para el desarrollo del pensamiento político contemporáneo. Su concepto de la clase política influyó en autores como Robert Michels, que formuló la ley de hierro de la oligarquía, y en la teoría elitista moderna de autores como Joseph Schumpeter. Además, su perspectiva ha sido utilizada en el análisis de regímenes autoritarios y democráticos, mostrando que, incluso en las sociedades más abiertas, el poder tiende a concentrarse en manos de una minoría.

En conclusión, Mosca desmonta el mito de la soberanía popular y muestra que la estructura de poder en las sociedades humanas está dominada por minorías organizadas. Su teoría de la clase política sigue vigente en el análisis del funcionamiento de los sistemas políticos modernos, desde las democracias representativas hasta los regímenes autoritarios.

He aquí, pues, un buen punto de partida para el análisis y comprensión de fenómenos políticos acaecidos en el pasado y que están produciéndose en el presente. Teniendo en cuenta los escritos de Mosca, Michels, Pareto, Schumpeter, Negro Pavón y otros, es posible descubrir los movimientos reales y tener como aparentes los aparentes.

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Krugman: el mayor robo de la historia

El día 6 de marzo pasado Paul Krugman publicó un artículo de nombre “Trump Is Planning the Biggest Heist in History”, en que lanza una crítica severa y vehemente contra un supuesto proyecto de Donald Trump: la creación de una “reserva estratégica de criptomonedas”, que Krugman ve como un fraude colosal en ciernes.

El tono de alarma abre el artículo: en un contexto ya de por sí sombrío y turbulento, el economista se declara sorprendido de que apenas reciba atención atención mediática lo que, a su juicio, será el mayor robo de la historia moderna. A su entender, lo que está gestándose bajo el paraguas del proyecto trumpista de una «reserva estratégica de criptomonedas» no es otra cosa que un fraude monumental, una operación de estafa sistemática a gran escala, disfrazada de política económica.

Como antecedente, Krugman menciona un reciente y masivo robo cibernético: el saqueo de monedas Ethereum por valor de 1.500 millones de dólares, perpetrado contra la plataforma Bybit, con sede en Dubai. Se sospecha que detrás del ataque se encuentra el régimen norcoreano. A juicio del autor, este episodio ha merecido muy escasa atención de los medios por el hastío de los periodistas ante la proliferación constante de fraudes y delitos en el ámbito cripto, un sector donde la estafa parece haberse convertido en norma estructural.

Más adelante introduce el concepto de “rug pull” —»tirón de alfombra»— que designa una estafa típica del mundo cripto: se crea una moneda con apariencia prometedora, se estimula su compra entre pequeños inversores, y luego los promotores venden sus participaciones a precios altos, provocando el colapso del valor y dejando a los demás con activos sin valor.

Dos ejemplos ilustrativos de este fenómeno son:

El caso argentino del $Libra, una criptomoneda promocionada por el presidente Javier Milei, que atrajo inversiones masivas y terminó desplomándose tras el retiro oportuno de los inversores privilegiados, y el caso del $Trump coin, lanzado con gran fanfarria en enero. Esta criptomoneda, según Krugman, atrajo miles de millones de dólares de seguidores de Trump (simpatizantes MAGA), para luego perder más del 80% de su valor. Aunque se desconoce si la intención de los “grandes compradores” fue estafar o simplemente ganar influencia política, el efecto fue el mismo: miles de pequeños inversores quedaron arruinados.

El proyecto de una “reserva estratégica de criptomonedas” es, a juicio de Krugman, una versión institucionalizada y a gran escala del mismo esquema fraudulento. Imitando el modelo de la Reserva Estratégica de Petróleo, esta propuesta consistiría en utilizar dinero público para acumular criptomonedas. Sin embargo, Krugman denuncia que estas “reservas” no tienen ningún valor estratégico ni utilidad económica real: se trata, a fin de cuentas, de secuencias digitales fácilmente hackeables, volátiles y sin respaldo real.

Más aún, la única utilidad concreta que Krugman atribuye a las criptomonedas en el mundo real es su empleo en actividades ilegales: lavado de dinero, financiación del crimen organizado, pagos de rescates, etc. En este contexto, el autor se pregunta: ¿para qué destinar dinero de los contribuyentes a este tipo de activo, salvo que el objetivo sea precisamente encubrir prácticas corruptas o beneficiar a redes criminales?

Otro eje importante del análisis es la moneda Tether, una criptomoneda “estable” cuyo valor está vinculado al dólar. Tether, según Krugman, es la favorita de los criminales por su supuesta estabilidad. Su respaldo se basa en bonos del Tesoro estadounidense custodiados por Cantor Fitzgerald, cuyo antiguo CEO, Howard Lutnick, ha sido nombrado secretario de Comercio por Trump. Esta conexión le permite a Krugman insinuar un nexo preocupante entre intereses privados especulativos y la maquinaria estatal bajo la influencia del expresidente.

Krugman califica el proyecto del «crypto reserve» como un ejemplo de manual de “pump-and-dump” institucionalizado, es decir, una operación donde se inflan artificialmente los precios de un activo para que los inversores internos vendan con grandes ganancias antes del desplome. En este caso, dice Krugman, los especuladores no han hackeado ordenadores, sino han hackeado la Administración Trump, para inducirla a anunciar la compra de criptomonedas con fondos públicos, provocando un aumento en su precio… y permitiendo así a los iniciados lucrarse antes del inevitable colapso.

Krugman ironiza sobre las posibles funciones de esa reserva: ¿hacer pagos a mafias?, ¿sobornar a dictaduras?, ¿sostener el valor del dólar mediante activos que carecen de valor intrínseco? En cualquier caso, advierte de que si la confianza en el Estado estadounidense se desplomase al punto de tener que vender criptomonedas para financiarse, estaríamos ante un escenario catastrófico. Sería, en resumen, un suicidio económico.

Krugman concluye con una acusación rotunda: el gobierno de Trump se ha convertido en un régimen al servicio de los estafadores, en el que los pequeños ahorradores pierden y los grandes especuladores ganan, bajo la apariencia de iniciativas políticas patrióticas. La supuesta reserva estratégica no es más que una coartada para robar a los contribuyentes y transferir riqueza hacia los poderosos, disfrazando el fraude de visión de Estado.

Bajo la pluma de Krugman, la política económica de Trump aparece no como un proyecto ideológico ni como una estrategia racional, sino como una sucesión de engaños deliberados, diseñados para saquear los recursos públicos y premiar a una nueva élite de especuladores cripto. Su advertencia es clara: la mayor estafa de la historia puede estar en marcha, y lo está bajo el amparo de un gobierno que ha sido capturado por los intereses más turbios del capitalismo especulativo.

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