La constitución prehistórica del hombre y su fragilidad histórica

De cómo la prehistoria subyace en el fondo oscuro del hombre histórico

Entre los diversos saberes que al hombre ilustrado es lícito cultivar, ninguno hay más provechoso que aquel que, remontándose por encima de las edades del mundo, busca las raíces de la humanidad misma: su forma originaria, sus impulsos primeros, su constitución más íntima y constante. Pues así como el médico ha de conocer no sólo los accidentes de la enfermedad, sino la complexión natural del cuerpo sano, así el filósofo ha de discurrir no sólo sobre las instituciones del presente, sino sobre el humus prehistórico donde el hombre fue primero sembrado.

Y es que si consideramos con juicio recto los tiempos de la historia y de la prehistoria, hallamos que ambas edades han formado, por así decir, los dos cimientos del edificio humano. El primero, anterior a todo códice y a toda inscripción, modeló en la arcilla primigenia los rasgos esenciales de nuestro ser: sus potencias elementales, sus pasiones iniciales, su disposición natural al temor, a la cólera, al deseo y a la asociación. Es ese fondo inconsciente, común a todos los hombres, el que constituye lo que algunos modernos llaman el stock básico, que nosotros preferimos llamar substratum essentiale hominis.

Sobre esta materia oscura y tumultuosa se deposita, como película sutil o esmalte delicado, la tradición consciente, la cultura, la enseñanza, las costumbres políticas y religiosas, todo cuanto el decurso histórico ha producido como forma racional, moral y simbólica de la existencia. Mas, así como el barniz puede ser saltado por un golpe, así también la tradición puede ser arrancada por una catástrofe, y dejar a la vista la rudeza de la piedra original. Y entonces, bajo el cielo cubierto de aeroplanos, vuelve a despertarse el hombre del paleolito, que no ha cesado de habitar en nosotros, aunque revestido de ropas nuevas.

Grande es, por tanto, el peligro de que, olvidada la historia, deshecho el vínculo de la tradición, renazca en nosotros el hombre antiguo, semejante a quien, habiendo perdido la memoria, retorna a las andanzas del instinto sin saberlo. Pues, según parece, en lo sustancial, el hombre no ha mudado mucho desde que dejó la cueva por la choza, ni desde que cambió la lanza de hueso por la pluma de acero. Biológica y psicofísicamente, somos, en la médula, los mismos. No más de cien generaciones nos separan de aquellos primeros, y eso no basta para transfigurar una naturaleza.

Lo adquirido por la evolución prehistórica se transmite con la sangre, se hereda sin enseñanza y permanece aun en medio de los incendios de la civilización. Lo adquirido por la historia, en cambio, pende de hilos más frágiles: de la palabra viva, del rito, del maestro y del discípulo. Y como no se hereda, sino que se aprende, puede perderse sin dejar huella, como se pierde un idioma no escrito, como se borra un camino por el que ya no se anda.

Por ello, conocer la prehistoria sería como tener acceso a la fórmula secreta del ser humano. Saber qué potencias se gestaron en aquel horno originario sería penetrar en el sancta sanctórum de la antropología filosófica. ¿Cuáles son los impulsos que nos mueven? ¿Cuáles resisten toda mudanza de época? ¿Cuáles irrumpen cuando la historia enmudece? ¿Cuáles son sometidos y cuáles, apenas sofocados, resurgen con más fuerza cuando cae la civilización?

Todas estas preguntas son tan filosóficas como médicas, pues tratan del sustrato vital, no del accidente cultural. En este sentido, los pocos conocimientos que poseemos sobre la prehistoria, aunque sean de segundo grado, derivados de la etnología, la historia comparada y la psicología, son como espejos deformantes en los que, no obstante, vislumbramos la sombra de lo que somos. En ellos se refleja esa parte del hombre que preferimos no ver, aquella que se disimula bajo la toga del jurista, el alzacuello del clérigo o el uniforme del soldado, pero que puede surgir, inesperadamente, como un seísmo o un incendio, cuando se rompe el frágil dique de la tradición.

Mas, nótese bien: estas imágenes no son determinaciones absolutas, sino figuraciones del entendimiento que se alimenta de historia, pero se orienta por la libertad. El hombre no está cerrado en su pasado ni determinado fatalmente por sus impulsos primigenios. En su conciencia puede hallar la capacidad de elegir, de resistir, de trascender. Por ello, aunque las fuerzas prehistóricas obren en nuestro fondo, no tienen la última palabra: tienen voz, pero no voto.

Así, pues, el estudio del origen no es sólo curiosidad de anticuario, sino advertencia para la prudencia: quien desconoce sus fundamentos puede ser derribado por ellos. La historia sin memoria es barro, y el hombre sin tradición es arcilla maleable por los vientos del caos.

 
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De si hay algo que verdaderamente sea

Lo primero que se pregunta el filósofo cuando pone mano a su arte y comienza a discurrir es si hay algo que verdaderamente exista y que tenga ser tal que se pueda conocer qué es. Y aunque a muchos tal pregunta les parezca necia, como si fuese desatino propio de hombre desvariado y falto de juicio, no por eso se ha de dejar de considerar con gravedad. Porque, dirán algunos: ¿Cómo puede dudarse de que hay cosas reales, estando como estamos rodeados de montes, de ríos, de ganados, de árboles, de personas, casas y otras mil cosas que a cada paso vemos y tocamos? ¿Es esto tiempo de preguntar si hay algo? ¿No basta abrir los ojos para saber que lo hay?

Pero sucede que el filósofo no se contenta con ver que hay cosas, sino que quiere saber qué son, y si son de verdad, o si acaso su ser es prestado y no propio, como el resplandor de la luna, que no es suyo, sino que lo recibe del sol. Porque bien pudiera ser que muchas de las cosas que vemos sean, en realidad, cosas compuestas, hechas de otras más primeras, y que su ser les venga de aquellas. Y si es así, razón será juzgar que no todas las cosas son reales del mismo modo, sino que unas lo son en plenitud y otras por participación, como el discípulo que sabe porque el maestro le enseñó.

Y por esto se ha de considerar que unas cosas preceden y otras siguen; unas son origen y otras derivación. Así como enseña la física que todos los cuerpos están compuestos de ciertos principios llamados átomos, así también en la filosofía se busca si hay algo primero, simple y no compuesto, de lo cual proceda lo demás. Y si así fuere, habremos de decir que aquello primero es lo verdaderamente real, y que lo demás no es sino apariencia de ser.

Esto mismo pensó el primero de los filósofos de quien se tiene memoria, que fue Tales de Mileto, el cual dijo que el agua es el principio de todas las cosas, y que todo lo que hay no es otra cosa que agua mudada de forma. Que el río, la piedra, la bestia, el hombre y el árbol no son sino agua transformada en esta o en aquella figura. Y así como para Tales todo es agua, hay hoy quien dice que todo es materia, o que todo es química, sin saber que en esto no hacen sino repetir la doctrina del sabio de Mileto.

Mas no todos los filósofos estuvieron conformes con él. Heráclito de Éfeso, varón agudo y profundo, vio que cada uno afirmaba una cosa: Tales decía que era el agua; Anaximandro, que era algo sin determinación, a lo cual llamó ápeiron; Anaxímenes, que era el aire; los pitagóricos, que era el número. Y él, como más sutil, vino a decir que todos tenían parte de razón y ninguno la tenía del todo; pues ninguna cosa permanece siendo lo que es, sino que todas mudan y se hacen otras. Y así como el humo se desvanece o el río corre sin detenerse, así también todas las cosas pasan. No es el ser lo que hay, sino el devenir. No hay cosa que sea, sino que todo va siendo. Y así pronunció su sentencia: “Todo fluye, nada permanece”.

Y cosa semejante dijo San Agustín cuando quiso entender qué cosa sea el tiempo. En el libro undécimo de sus Confesiones, capítulo catorce, declara que el tiempo se divide en pasado, presente y futuro. Mas el pasado ya no es, porque si fuese, sería presente; y el futuro aún no es, porque si fuese, también sería presente. El uno está solo en la memoria, y el otro en la imaginación. De modo que no tienen ser fuera de nuestra alma. Solo el presente parece tener algo de ser, y aun éste huye de nuestras manos, porque en cuanto se dice “ahora”, ya es “entonces”. Y concluye que el tiempo es ser que tiende a no ser, o no-ser disfrazado de ser.

Y así como para San Agustín es el tiempo, así para Heráclito es toda la realidad: cosa que se desvanece, que nunca se fija ni se asienta, como sombra que se estira en el suelo al pasar el día. Y si esto se entiende bien, vendrá el lector a entender también por qué el filósofo, cuando comienza a filosofar, no pregunta si hay cosas, sino si hay algo que sea de veras, sin mezcla de mudanza ni apariencia. Y en esto está toda la sabiduría.

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De la arbitrariedad de una fase arreligiosa en la historia del hombre

El moderno ateísmo ha incurrido en arbitrariedades y deformaciones al valerse de la historia y la etnología para negar la existencia de Dios

Uno de los errores más difundidos por las escuelas antropológicas y sociológicas modernas consiste en suponer, como punto de partida de la historia del género humano, un estado de completa irreligión, es decir, una etapa primitiva en la cual el hombre no habría conocido, ni sentido, ni practicado forma alguna de religión. Esta hipótesis, que procede de ciertos sistemas racionalistas del siglo pasado, tiene su raíz en una concepción materialista de la naturaleza humana, y ha sido sostenida por autores como Lubbock, quien pretendía que la humanidad, en sus comienzos, vivió no sólo en promiscuidad sexual, sino también en absoluta carencia de sentimiento religioso.

Tales conjeturas, sin embargo, han sido impugnadas ya por autoridades competentes. A. Van Gennep calificó la teoría de la promiscuidad primitiva como fantástica; y Edward Westermarck, con apoyo en la crítica histórica y etnológica, demostró en su History of Human Marriage que carece de base científica. Lo mismo cabe afirmar del supuesto ateísmo de los pueblos primitivos. Los ejemplos propuestos por Lubbock han resultado erróneos uno tras otro. Algunas tribus, que antaño se creían carentes de religión, han manifestado a observadores más pacientes la existencia de creencias y ritos que no habían sido percibidos antes. Strehlow, por ejemplo, documentó la vida religiosa de los Arunta en Australia Central, desmintiendo así las afirmaciones negativas de Spencer y Gillen. De modo semejante, los yaganes de Tierra del Fuego, que Darwin había calificado como ateos —y cuyo testimonio fue reproducido por Frazer—, fueron reconocidos como pueblo religioso por Gusinde y Koppers.

A falta de pruebas etnográficas, los defensores de esta tesis acuden a la prehistoria. Alegan que, en los períodos anteriores al paleolítico superior, no se ha encontrado indicio alguno de religiosidad. Pero este argumento adolece de insignificancia. La ausencia de restos materiales no puede interpretarse como prueba positiva de irreligión. En rigor, nada sabemos de la vida espiritual de aquellos hombres, y por tanto no hay más razón para suponer que carecían de religión que para afirmar que poseían nociones monoteístas. Como observa con sensatez el P. de Lubac, no debe especularse con ligereza sobre el contenido religioso de los períodos prehistóricos.

En todo caso, desde el Musteriense —período en el cual hallamos ya formas sepulcrales que implican una atención especial hacia los muertos— se impone reconocer una cierta disposición del alma humana hacia lo trascendente. Estas prácticas, aunque envueltas en oscuridad, son indicios legítimos de una preocupación que podemos calificar, en sentido amplio, de religiosa.

Que esta cuestión no carece de trasfondo ideológico lo demuestra el interés con que el pensamiento marxista insiste en la necesidad de postular una fase completamente arreligiosa. Para esta escuela, la religión no es sino un producto de las condiciones socioeconómicas, una superestructura ideada por las clases dominantes para mantener la opresión de las masas. Si se prueba que hubo un tiempo en que el hombre vivió sin religión, se concluye que esta no es connatural al espíritu humano, sino un accidente histórico. Por tal motivo, el marxismo combate también la teoría freudiana, que, al considerar la religión como una proyección del inconsciente humano, incurre —según ellos— en el error de convertir una categoría histórica en una necesidad psicológica.

Mas es evidente que no son los hechos los que sustentan la tesis, sino que es la tesis la que determina el modo de presentar los hechos. Hay en ello una inversión del método racional.

Del error naturalista en la explicación de la religión

Otro vicio metodológico, común a muchas explicaciones modernas del hecho religioso, consiste en reducirlo a un fenómeno puramente intelectual o social. Es indudable que la religión se manifiesta en creencias y en instituciones sociales; pero ni lo uno ni lo otro agota su contenido. Su raíz última está en lo más íntimo del alma humana, donde la razón y el corazón, la conciencia moral y el sentido de lo sagrado, concurren para levantar al hombre hacia lo absoluto.

Por tanto, no puede afirmarse sin grave ligereza que la religión sea efecto del animismo, de la magia o de las condiciones económicas. Aunque estas realidades influyan en su forma externa, no constituyen su principio esencial. Cabe, por el contrario, suponer —como hace Lubac con buen juicio— que la religión ha existido desde el principio, si bien con diversos grados de claridad y desarrollo. Tal hipótesis no puede ser excluida sin prejuicio.

La historia de la religión y la historia de la sociedad humana están íntimamente vinculadas, pero no se identifican. Hay discontinuidades, asimetrías, momentos en que la primera se adelanta a la segunda o la desborda.

La explicación marxista del origen del monoteísmo, a título de ejemplo, atribuye su nacimiento a las condiciones políticas y mercantiles de los grandes imperios. Según esta versión, los dioses serían proyecciones celestes de los reyes, y el dios único reflejo del mercado impersonal. Así, el monoteísmo, lejos de ser una iluminación de la razón sobre el ser divino, sería una superestructura ideológica. Se trata de una interpretación reductiva y hostil, que no hace justicia al contenido doctrinal ni a la fuerza espiritual del monoteísmo bíblico o cristiano.

La inteligibilidad cristiana del fenómeno religioso

Pese a la escasez y oscuridad de los datos históricos, el fenómeno religioso, cuando se lo contempla desde la luz de la fe, cobra una inteligibilidad superior. En una humanidad creada a imagen y semejanza de Dios, pero caída por el pecado, es natural que la idea de lo divino surja con fuerza y, a la vez, sea objeto de constante amenaza y deformación. Las condiciones materiales de la existencia, los errores del entendimiento, las desviaciones morales, todo conspira para que el hombre oscurezca el conocimiento natural de Dios. A veces lo confunde con la naturaleza misma; otras, lo sustituye por divinidades imaginarias o lo reduce a un concepto abstracto, sin calor ni vida.

De ahí la necesidad de una purificación incesante. La historia de la religión está llena de tentativas de reforma, y no han faltado pensadores, incluso ajenos a la fe, que han contribuido a corregir deformaciones idolátricas. El ateo que niega a Dios por las caricaturas que de Él ha hecho el hombre puede, a su modo, colaborar a una mejor inteligencia de lo divino.

La religión, como se ve, no desaparece: se transforma, se depura, resurge. Aun en los momentos de mayor negación, el hombre conserva en su interior la huella de Dios. Orígenes, con su aguda percepción del alma humana, decía que “el hombre refiere a cualquier cosa antes que a Dios su indestructible noción de Dios”.

Conclusión: la religión como necesidad permanente del espíritu humano

El ateísmo moderno, al valerse de la historia y la etnología para negar la existencia de Dios, ha incurrido con frecuencia en arbitrariedades y deformaciones. Como señala Van der Leeuw, en su obra sobre el hombre primitivo, el mismo impulso que lleva a negar a Dios denota una experiencia religiosa latente. El hombre del siglo XX, desengañado del racionalismo abstracto, redescubre poco a poco su sed de lo divino.

El verdadero problema, en este nuevo contexto, no es ya si la religión debe desaparecer, sino si el hombre será capaz de elevarse de nuevo hacia el Dios que lo ha creado, o si, en su ceguera, se dejará arrastrar por nuevos ídolos —tan groseros y crueles como los antiguos. El cristianismo ofrece una respuesta luminosa: Dios, aun cuando el hombre le huye, no deja de buscarle; su imagen permanece impresa en el alma, y su gracia trabaja en el corazón humano desde el principio de los tiempos.


 
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El Cyborg

El sueño de fabricar un hombre es antiguo. No me remonto a su historia. La abrevio ciñéndome a un poema de Borges que habla de cómo Judá León, rabino en Praga, quiso descifrar el terrible nombre de Dios que supieron Adán en el Jardín y las estrellas, un nombre de unas cuatas vocales y consonantes que cifre el saber y la omnipotencia divinas.

Permutando letras, incansable, en largas noches de la judería, lo encontró por fin, lo pronunció y creó un ser que llamó Golem. Debió cometer alguna falta de ortografía, porque aquel ser, con ojos más de perro que de hombre, al que trató de enseñar el universo (“esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga”) alcanzó, después de muchos años de vano aprendizaje a barrer mal que bien la sinagoga.

El sueño antiguo ha dado ahora en la idea de un organismo cibernético, un Cyborg. Ahora es la biología combinada con la fabricación de máquinas la que indaga cómo fusionar el organismo y el artificio para crear un nuevo ser, un hombre mejorado que no padezca enfermedades, que tenga sus capacidades físicas y mentales elevadas hasta lo irreconocible, cuya vida se prolongue más de cien años, o llegue a no morir nunca.

José Luis Cordeiro, uno de los que ha tomado el relevo a Judá Leví en este empeño, profesor de la Universidad de la Singularidad de Silicon Valley, dirigida por Ray Kurzweil y patrocinada por Google y por la NASA, dice que el primer inmortal vive ya entre nosotros. El envejecimiento será, a su juicio, una enfermedad curable desde el año 2045.

Para crear el Golem ya no hará falta recurrir a la cábala y encontrar el nombre oculto de Dios mediante combinaciones de letras, pues será el fruto de las ciencias y tecnologías transhumanistas. Su cuerpo, mezcla de elementos biológicos y mecánicos, ya se está gestando, dicen. Hay personas con marcapasos, implantes cocleares para la audición, extremidades robóticas controladas por el cerebro, películas y novelas que lo anticipan. Se le podría hasta inducir la mente de alguien ya fallecido, sus recuerdos, ideas, emociones.

Y uno se pregunta: un humano así ¿sentirá la suave brisa del atardecer o la melancolía de un día de lluvia, o será como el Golem, algo tosco y animal, que hacía que el gato se escondiera?

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El origen de la religión y sus falsas genealogías


 

Trazar el origen de la religión es como trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. 

Gran yerro ha sido, y no poco extendido, el intento de explicar el origen de la religión como quien pretende trazar la génesis de un río mirando tan sólo sus remolinos. Desde hace un siglo —o poco más— se han ideado sistemas numerosos y entretejidos como tela de Penélope: ora el naturismo, que ve en los elementos del mundo la cuna de lo sagrado; ora el animismo y sus versiones incipientes, que atribuyen alma a las brisas y a los montes; ora el totemismo, que hermana al hombre con la fiera; ora el magismo, que confunde la oración con el conjuro. Añádase a esta procesión el sociologismo, el neonaturismo y otras voces de fábrica reciente, que como moneda de cobre relucen más de lo que valen.

Todos estos sistemas, semejantes a antiguos mapas cuajados de monstruos marinos y sirenas, no hacen sino girar en torno a una ilusión primera: la creencia en que se puede alcanzar con certeza científica aquello que fue la conciencia religiosa de los primeros hombres. Quimera digna de Ícaro, que con alas de cera pretende remontarse al sol del origen y no hace sino precipitarse en las aguas de la conjetura.

Declárese sin ambages: el problema de los orígenes absolutos, en lo tocante a la religión, es tan insoluble como querer fijar el instante en que el primer relámpago fue temido o la primera sombra fue adorada. Las inducciones, por más sutiles que sean, no traspasan el umbral del tiempo en que los mitos aún no tenían nombre, y el alma humana apenas balbuceaba su asombro ante lo invisible.

Los etnólogos, deseosos de ordenar lo múltiple y trazar genealogías del espíritu, se han dejado seducir, no pocas veces, por ideologías de su siglo, como por sirenas que cantan desde la roca del racionalismo. El más célebre de estos esquemas fue el de Augusto Comte, quien dictaminó que el espíritu humano pasaba por tres edades —la teológica, la metafísica y la positiva— como si el alma del hombre fuese linterna mágica que proyecta, en sucesión ordenada, las imágenes de su peregrinaje intelectual. Otros, como Lubbock, añadieron más estaciones al viaje: ateísmo, fetichismo, totemismo, y más allá, el monoteísmo, como si la divinidad fuese criatura que muda de forma por evolución natural.

Más allá aún fue Frazer, quien con aparato científico quiso mostrar que religión y ciencia son paralelas sendas del intelecto, y que ambas tienden, como dos ríos hacia el mar, a la simplificación y unificación. Así como el físico reduce los cuerpos a una substancia única —el hidrógeno—, del mismo modo el espíritu habría reunido a los dioses múltiples en un solo Ser supremo. Pero esto, si no es error, es al menos exceso, pues quien así reduce la teología a química espiritual yerra tanto como quien quiere explicar a Homero con leyes de la gramática.

Preside, en efecto, estos afanes una ideología racionalista que presume del progreso lineal y continuo, como si la historia fuese escalera cuyo último peldaño es la ciencia, y el primero, superstición grosera. Según este modo de ver, la religión habría nacido de un error de infancia —un juicio mal formado, una asociación espuria— y, creciendo en edad y luces, habría de perecer al fin por obra de la razón adulta, como se desvanecen los miedos del niño al llegar la mañana.

Otros, no menos audaces, hallan la raíz de lo sagrado en una actividad colectiva: Durkheim en el éxtasis del clan, Lévy-Bruhl en una mentalidad primitiva que prefiere lo místico a lo lógico. Pero aun estos, aunque cambian el acento, repiten la partitura: que la religión es infancia, que su curso es decadente, y que su destino es perecer.

Así resucita la antigua fantasía de Comte: el hombre religioso sería un estadio transitorio, como lo fue la sociedad armada o el arado de madera. Lo religioso no sería eterno, sino vestigio de un tiempo que la ciencia borrará como el sol disuelve la neblina.

De esta manera, se incurre en la ilusión de lo elemental, que toma lo rudimentario por fundamental, como si el balbuceo del infante dijese más sobre el lenguaje que la poesía de un sabio. Taylor, por ejemplo, ve en el animismo —la creencia en almas y espíritus— la semilla de todas las religiones, como si el sueño de un salvaje explicara la mística de san Juan de la Cruz.

Mas he aquí la paradoja: el propio Durkheim reconoce, en un pasaje digno de notarse, que para entender bien una institución es mejor seguirla hasta su desarrollo más alto. La verdad de una flor se revela mejor en su floración que en su semilla. ¿Cómo, pues, pretende este autor explicar el cristianismo por el totemismo arunta, si admite que el sentido se aclara en la madurez de la forma?

En suma: cuatro son las ilusiones que acechan al estudioso de la religión si no guarda prudencia escolástica. Primera: creer que la ciencia puede remontarse a los orígenes absolutos. Segunda: pensar que la psicología puede distinguir lo más primitivo entre los pueblos actuales. Tercera: suponer que lo más antiguo es lo más esencial. Cuarta: creer que aplicar un sistema equivale a haber hecho ciencia.

Contra estas ilusiones —como contra fantasmas de la razón— conviene armarse de juicio, de erudición bien dispuesta y, sobre todo, de reverencia ante el misterio que, en el alma humana, precede a toda ciencia y la desborda.


 
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De la religión y la necesidad de abordar su estudio


El estudio de lo religioso tiene que atender al dato, a la manifestación del fenómeno religioso.

El espíritu humano, cuando ha alcanzado su grado de madurez, se halla en disposición de abarcar la totalidad de lo real y de organizarlo en un sistema coherente y comprensivo. Todo cuanto debía acontecer ha acontecido ya, y es llegado, por tanto, el tiempo de comprender. Pero no todas las sociedades están dotadas para empresa tan alta: sólo aquella que ha logrado instituir formas estables de memoria y reflexión, es decir, aquella que dispone de instituciones capaces de recoger, custodiar y examinar el testimonio de lo acaecido, puede aspirar a este universal entendimiento.

Hoy confluyen en el saber humano tres grandes direcciones: una que se vuelve hacia el universo material; otra que se orienta al hombre; y una tercera que tiende a Dios. Si una de ellas se absolutiza y anula las otras, sobreviene el extravío. La primera, centrada en la técnica y la producción material, suele desembocar en indiferencia religiosa o franca negación de Dios. La admirable evolución que desde la materia conduce hasta el cuerpo viviente parece, a algunos, bastarse a sí misma. La segunda, que gira en torno al hombre, busca su salvación sin referencia a lo divino: es el camino de Sartre, de Marx y de otros humanismos sin trascendencia. Pero cabe preguntar con justicia: ¿puede haber verdadero humanismo sin Dios?

La tercera corriente, en cambio, dirige su mirada hacia lo alto. Mas es preciso que el sentido de la trascendencia no eclipse el valor de la razón. La fe, sin duda, posee su objeto, pero si se anula el juicio racional, la fe pierde su fundamento. Es necesario, por tanto, conservar el orden de los saberes y su legítima autonomía: la razón constituye el soporte sobre el que se edifica el conocimiento analógico de Dios; la fe, como libre asentimiento, se ofrece como homenaje del espíritu al amor divino que se revela.

El estudio positivo de la religión, que en nuestro idioma apenas comienza a despuntar como ciencia, representa un esfuerzo en tal dirección. Hasta hace poco, el estudio de lo religioso quedaba casi exclusivamente en manos de teólogos y filósofos. Los primeros partían del dato revelado, esto es, de la verdad contenida en los textos sagrados del cristianismo, el judaísmo o el islam; los segundos se ocupaban de la existencia y esencia de Dios, objeto propio de la razón metafísica. Ambos métodos, sin duda dignos y necesarios, han adolecido, empero, de una limitación: atendiendo casi exclusivamente a la tradición propia, han descuidado muchas veces aquellos otros datos religiosos que florecieron en tiempos, lugares y culturas diversos.

Ahora bien, en este tiempo nuestro, en que la humanidad entera se aproxima a una especie de comunidad planetaria, una aldea global, como suele decirse, urge ampliar el horizonte. Tal apertura no ha de empobrecer, sino enriquecer tanto a la filosofía como a la teología. Se hace menester, pues, comenzar por los hechos, por los innumerables modos en que los hombres han vivido lo sagrado en todas las latitudes y edades, y ordenar este copioso acervo en categorías inteligibles para el entendimiento.

Aquí se inscribe el estudio de la religión. Su tarea no es construir una metafísica ni emitir juicios teológicos, sino atender al dato, a la manifestación del fenómeno religioso en su inmediatez. Como disciplina, puede prestar no pocos servicios a la teología, a la filosofía y, sobre todo, al conocimiento profundo del hombre. No pretende ser sociología de la religión ni psicología de lo religioso, sino mera exposición de los modos en que lo sagrado se presenta y es vivido. Su objeto no es el valor funcional del fenómeno, si contribuye o no al orden social o al equilibrio psíquico, sino el fenómeno en sí mismo.


 
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Sobre la escritura

Menosprecian la tecnología porque, dicen, es mera práctica. La labor del intelecto puro es superior, según ellos. Más aún ahora, que la información troceada que llega a través de las redes entorpece las inteligencias. Pero no tienen en consideración algunos puntos importantes.

No parecen tener en cuenta que la tecnología es acción, sí, pero es también pensamiento. Siempre se ha introducido en la práctica de los grupos humanos al tiempo que ha formado parte de la serie de figuraciones e imágenes con que los hombres interpretan, justifican, rechazan, aceptan, viven… el mundo y a sí mismos. No es infrecuente que las figuraciones tecnológicas, provistas siempre de un lugar prefijado en el vasto universo de los símbolos, representen en él males por venir, infracciones del orden natural que no pueden quedar impunes…

Así lo atestiguan algunas noticias sobre los pueblos primitivos, que cuentan el temor suscitado en el aborigen de la Edad de la Piedra por el dominio del fuego[1]. Y lo atestiguan también algunos mitos importantes, como el de Prometeo, expresión simbólica de una usurpación del poder de los dioses y del castigo implacable de la Moira, que acecha en lo oscuro. Mas éste es un antiguo mito neolítico, pues alude a la ruptura de un orden anterior a la iniciación del camino de la Historia, lo que debería bastar para comprender que, pese a representar con acierto ese sentimiento ambiguo de temor y admiración por la tecnología que todavía embarga a nuestro tiempo, no es propiamente un mito de nuestro tiempo.

Presagios, prospecciones hacia el futuro, augurios. La aparición de cualquier técnica importante siempre ha estado acompañada de todas esas creencias. Y todo eso no es práctica, sino pensamiento.

Todo lo cual halla una expresión más minuciosa en un pasaje no carente de ironía y paradoja de un filósofo racionalista hacedor de mitos: Platón. Según “una tradición que viene de los antiguos”, dice en el Fedro[2] , Theuth presentó un día al dios Ammón sus siete inventos: “el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, los juegos de damas y dados y las letras”. Los juegos de damas y dados no merecen juicio alguno por parte de Platón, pero de los cuatro primeros descubrimientos sabemos por otros escritos que acaso habrían bastado para que considerase a su autor uno de los dioses más grandes del panteón egipcio, superior con mucho a Prometeo en el olímpico, porque éste se limitó a enseñar a los hombres el arte del herrero, un trabajo propio de artesanos e indigno de ser comparado al estudio de los números o de los movimientos de los astros en el cielo.

Y, por último, no cabía esperar que Ammón emitiese un juicio tan severo contra la escritura. Forjada para hacer más sabios a los hombres, dijo, sólo habrá de lograr el objetivo contrario, haciéndolos más ignorantes y, por tanto, más insolentes, porque la letra escrita les hará presumir de lo que carecen: de sabiduría. La escritura es útil para el recuerdo, no para la memoria, añadió, porque, al contrario que las razones serias y firmes, siempre afirma lo mismo y no distingue quiénes son sus receptores y si les concierne o no lo que con ella se dice. Sus signos son palabras pétreas para pensamientos alados, en tanto que el discurso vivo y animado del sabio está escrito en su alma, no en la tablilla o el pergamino. Imagen borrosa de éste, la escritura no debe tomarse en serio. Por eso el hombre sabio no ve en ella más que un entretenimiento para el tiempo de descanso. Sólo durante ese tiempo se habrá de dedicar a la siembra de jardines de letras, por si al llegar la vejez del olvido puede echar mano de ellos a modo de recordatorios y fórmulas. Esta fútil razón tal vez baste para alegrarse viéndolos crecer, pero en las horas de verdadera actividad se dedicará al pensamiento.

¿Qué diría Ammón no ya de la escritura en pergaminos, papiros o tablillas de cera, sino en pantallas de ordenadores, teléfonos móviles, tablets y demás? Una escritura fugaz, tan volátil como las palabras, aunque fijada en códigos de unos y ceros?


[1] V. Heusch, L., Pourquoi l’epouser? et autres essais, Gallimard, Paris, 1971.

[2] Platón, Fedro, 274b – 277c

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Sobre metafísica

Un hombre piensa, siente, imagina, y como pensar, sentir e imaginar son acciones que acontecen en lo que él llama su interior, cree que proceden enteramente de ahí. Se concibe a sí mismo como el manantial de donde emanan pensamientos amores, creencias y proyectos. Cuesta convencerse de lo contrario, pero lo contrario es lo cierto. Las ideas, creencias, convicciones y, en suma, lo que se llama cosmovisión o forma de entender el mundo y las normas o guías para actuar en él, son elementos que le vienen dados, aunque forman parte de él y es imposible arrebatárselos. Es la metafísica. Todo lo que hay en su entendimiento, su voluntad, su imaginación y su memoria ha sido ya pensado, predicado y formulado en los idiomas de la Antigua Grecia, la Antigua Roma y el cristianismo, pese a que para él, enfrascado en su presente, el pretérito sea un tiempo sumergido en la oscuridad.

Al pensar y sentir sigue, pues, alguna senda abierta desde antiguo. Es una herencia introducida en su conciencia, la trama y la urdimbre de que se tejen sus sueños, sus ideas y sus esperanzas. Es un material que se ha vuelto a mostrar en idiomas nuevos, o no tan nuevos, es el espíritu de los hombres, el espíritu que engloba su fe, sus principios morales, su sensibilidad estética y moral, el sentido o sin sentido de la vida. Es su metafísica, que suele proceder de su religión o concordar con ella, formando ambas casi siempre un solo cuerpo. Una metafísica puede ser tierra fértil durante muchas generaciones, pero también a la tierra fértil le llega tarde o temprano la sequedad estéril y entonces el espíritu, que nunca muere, emigra a otras latitudes. No obstante, en circunstancias más o menos parecidas, vuelve por donde solía.

Ahora está volviendo a nuestro presente un cierto espíritu antiguo, que trae a hombros una metafísica parecida en algo y en algo distinta. Lo sucedido en el registro de los hechos tiene grandes semejanzas con la actualidad. Se puede estar de acuerdo en esto con Marx. La historia se repite, pero no en el mismo punto, pues no es un círculo. Marx, heredero de la ideología progresista de la Ilustración, dice que es una espiral ascendente, en lo cual comete error, pues se trata más bien de una espiral que a veces asciende y a veces desciende.

Repetición, retorno, renacimiento… ¿Habrá que añadir más vocablos que empiecen por la misma sílaba “re”? Además, ¿de qué y desde cuándo? Se dice que desde el Renacimiento y la Reforma de Lutero, Calvino, Zuinglio, Copérnico, Kepler, Galileo, etc. Baste decir que nuestra edad parte del punto en que se empieza a debilitar, o a morir, el espíritu que había regido Europa durante más de mil años, su metafísica, la malla de sus ideas. Algo así había sucedido antes, durante el periodo helenístico. Son muchos los que están convencidos de que hemos ascendido a otro plano de la historia desde los siglos XIV, XV o XVI. Ese convencimiento se nos transmite en los libros de historia cuando somos niños y adolescentes. Ese convencimiento parece fundado en la seguridad de que faltaba un Tercer Reino que, siguiendo el orden trinitario del abad de Fiore[1], estaba esperando a la humanidad. A la Edad Antigua y a la Edad Media le faltaba la Edad Moderna, la nuestra, para completar este eón[2]. Una civilización fenece y otra alborea. Supuesta ley del transcurso histórico. Estamos en el alba de una nueva etapa, cuando la tiniebla nocturna no se ha diluido y “la aurora de rosáceos dedos” ha puesto en el horizonte el primer destello del día. Es el mito de nuestro tiempo, el que nos sirve de orientación.


[1] El Beato Joaquín de Fiore (1135-1202), abad nacido en Calabria. En algún momento habré de examinar sus ideas y la influencia que han ejercido en la posteridad.

[2] Téngase en cuenta que la tripartición de la historia se introdujo el siglo XV por Flavio Biondo, que nació en 1392 y falleció en 1463. Habían transcurrido ya dos de las tres edades y se estaba entrando en la tercera, la definitiva. ¿Tan evidente era para Biondo que una edad desconocida para él venía a coronar la Historia?

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El mundo era bello entonces

La imagen física prevaleciente entre los antiguos procede de Eudoxo de Cnido (390 a. C. – 337 a. C.), Aristóteles (384 a. C. – 322 a. C.) y Ptolomeo (100 d. C. – 170 d. C.), cuya autoridad hizo que se prolongara durante un largo periodo de más de mil años. Alguna excepción, como las Demócrito, Lucrecio y Epicuro, no rompió la continuidad de esta línea.

La Tierra es un globo flotando en el centro de un sistema de esferas concéntricas que giran en perfecto orden y regularidad. Este globo hecho de aire, agua, tierra y fuego, es lo más impuro. Por encima están las esferas de éter, quinta esencia pura y divina, de la luna, el Sol y los cinco planetas, todas circundadas por la octava esfera, que en sus veinticuatro horas de perfecta revolución traslada consigo las estrellas fijas, prendidas en su interior como el fresco del Juicio Universal de Vasari y Zuccari en la cúpula de la catedral de Florencia, de Brunelleschi, la reina del cielo florentino. El orden del todo es divino, excepto en el interior terrestre, y su movimiento es propio, sin necesidad de que nada ni nadie lo mueva, porque es un ser vivo, el Ser Viviente.

Esta cosmovisión fue aceptada por todos, salvo los materialistas citados más arriba. Aristóteles había introducido una distinción entre lo infralunar y lo supralunar que fue aceptada también por todos. Por encima de la Luna estaban los cielos inmutables, “orden sobre orden, hueste de ley inalterable”, por debajo quedaba este mundo terrestre nuestro, el reino del cambio, el azar y la muerte. Si estaba en el centro del sistema era por su peso. Los demás seres eran ingrávidos. Por último, era demasiado pequeño en comparación con la totalidad: un punto inapreciable que ponía de manifiesto la inutilidad de los anhelos humanos. Se observa en Cicerón, Séneca, Celso, Lucano y, sobre todo, en Marco Aurelio, que escribió para sí mismo y no por el afán de seguir alguna moda reinante. Como la Tierra es un punto en el espacio, la vida del hombre es un punto en el tiempo y sus obras son “humo y nada”. Se asemeja a Abrahán cuando se dirige a su Dios: “polvo y ceniza”. Dodds recuerda otras expresiones del emperador filósofo, el “individuo en medio de su soledad”, el que logró importantes victorias sobre los sármatas, de las que, lejos ocasionarle orgullo, le hacían pensar en la “satisfacción de la araña que acaba de atrapar una mosca”. El ruido de las armas no era para él más que “una riña de cachorros por un hueso”. La condición humana carece de interés. Lo que los hombres emprendan, sus hazañas y acciones gloriosas, no son cosas reales en verdad.

Es como todos fueran marionetas en el vasto escenario del mundo. Parece que estuviera evocando a Platón, cuando este filósofo decía en Las leyes que somos muñecos producidos por Dios “con un mínimo de realidad”. En todo caso, el estoicismo posterior a Crisipo utiliza con profusión esta metáfora, que volverá con una fuerza poética insuperable en La vida es sueño y El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca:

“Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe,
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Que hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que a medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende”[2].

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Un apunte sobre el matriarcado

En lugar de aportar otras pruebas, han refutado la tarea de los antropólogos tachando sus estudios de machistas y han tratado de revivir creencias de siglos pasados, como el matriarcado, una imaginada institución que halló su defensa en un libro de J. J. Bachofen: El derecho materno: un estudio sobre la ginecocracia del mundo antiguo según su naturaleza religiosa y legal[2]. El autor se sirvió de diversos mitos, leyendas y variados textos históricos y legales para respaldar su tesis sobre la existencia de una ginecocracia en la antigüedad, explorando además cómo este sistema original de gobierno fue reemplazado gradualmente por uno patriarcal.

El libro no carece de buenos argumentos y una composición adecuada, pero no se ha encontrado hasta el momento un solo indicio de población humana que haya gozado de esa clase de poder femenino. A favor de la fe feminista hay que decir, no obstante, que del hecho de que todas las poblaciones conocidas hayan estado bajo el predominio del varón no se deduce que ese predominio sea parte de la naturaleza humana y, por tanto, sea inamovible. Esto es cometer la falacia naturalista, que consiste en confundir lo que es con lo que debe ser, como sucede a quien cree que, dado que el placer es natural, es bueno y deseable, pese a que hay placeres malos y no deseables.


[1] V. Harris, M., Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, trad.de H. G. Trejo, Argos, Barcelona, 1978, cap. 6. “El origen de la supremacía masculina y del complejo de Edipo”.

[2] Bachofen, J. J., Das Mutterrecht: eine Untersuchung über die Gynaikokratie der alten Welt nach ihrer religiösen und rechtlichen Natur, Verlag von Krais & Hoffmann, Stutgart, 1861.

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