Archivo de la categoría: Filosofía práctica

Operaciones que han de ejecutarse sobre las personas con vistas al bien

El monopolio sindical

La exención de responsabilidad civil a los sindicatos viene de lejos. La Trade Dispute Act inglesa, de 1906, les otorgaba la irresponsabilidad por las faltas más graves, permitiéndoles gozar de un privilegio que no se concedía a ninguna persona física o jurídica.
Con ello no se ha estimulado nunca la lucha por la igualdad, sino por el privilegio. Schumpeter se quejaba ya en 1942 de que al no aplicar la ley a los piquetes se estaba dando cobertura legal a la amenaza de fuerza y exoneración de responsabilidad por los daños causados, lo que no era, en su opinión, otra cosa que admitir que los sindicatos pueden delinquir.
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La legitimidad sindical

Durante la etapa franquista el Estado español fue hostil a las asociaciones horizontales de clase y protegió a las verticales. En la etapa parlamentaria prohibe las verticales y protege y financia a las de clase hasta el punto de haberlas convertido en monopolios laborales que caen fuera de su control y es casi imposible destruirlos sin que el propio Estado democrático corra un grave riesgo.
Antes eran ilegales. Ahora no solo son legales sino que el prestigio que les otorgó la prohibición anterior les ha dado un aura tal de legitimidad que se han convertido en instituciones privilegiadas a las que se exime de la obligación de responder ante la ley como cualquier otra institución privada. Esto es un fracaso de la democracia.
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Ni ricos ni pobres

Dado que los potentados y los desheredados de la fortuna se temen unos a otros, es muy difícil, si no imposible, que tramen algo conjuntamente. Unos temen el yugo de los otros y desconfían entre sí. Por eso solo pueden estar de acuerdo en que gobierne la gente de en medio. Es lo que sucede cuando luchan dos partidos contrarios, que necesitan un árbitro que no pertenezca a uno ni al otro.
Muchos gobernantes han cometido el mismo error: dar demasiado poder a los ricos y engañar luego a los inferiores. Con ello solo han logrado un mal de un bien que no era verdadero. La ambición de los ricos es inagotable y es causa más corriente de la ruina de los Estados que la de los pobres.
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La mediana fortuna

Las razones mencionadas en las fichas dedicadas a las clases medias explican por qué en naciones donde está extendida la pobreza extrema en un lado y en el otro la extrema riqueza, escaseando la fortuna mediana, como sucede en algunas de Sudamérica, del mundo árabe, etc., se apodera del mando para sí sola la demagogia oligárquica.
La demagogia y la oligarquía eran dos gobiernos opuestos en la Antigüedad, pero en nuestros días parecen formar una sola unidad. Se debe esto o bien a que los demagogos toman el poder gracias a sus artimañas y luego se enriquecen con él o bien porque son los oligarcas quienes lo hacen y luego aprenden a ser demagogos. A nadie se le escapa que lo más frecuente es lo primero, aunque no faltan ejemplos de lo segundo. En todo caso, logran ser más duraderos de lo que había concedido Aristóteles a estos regímenes, pero, pese a todo, están amenazados de inestabilidad.
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Las correciones paternas

Hace unos días arrestó la Guardia Civil a los padres de una chica de 16 años por haberla castigado a no salir de casa un fin de semana. El cuerpo armado actuó cumpliendo alguna norma promulgada por la Administración de Andalucía y la propia Junta de esta región aprobó el hecho.
No habiéndose tratado de un castigo brutal ni humillante, sino de una corrección paterna usual, se pregunta uno qué es lo que persiguen la ley y la Junta de Andalucía para justificar tales cosas.
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La salvación del Estado

Es muy importante que no exista en un Estado ni una mayoría de pobres ni de ricos. Los segundos es casi imposible que sean mayoría, pero lo que quiere decirse es que no debe permitirse que tengan demasiada preponderancia. Las gentes de medianos recursos tienen sobre unos y otros la gran ventaja de no insurreccionarse nunca, en tanto que los ricos por mantener su posición o hacerla más elevada y los pobres por salir de ella, unos por no bajar y otros por subir, están siempre dispuestos a sublevarse.
La tranquilidad de los Estados, cuando la hay, se debe ante todo a las clases medias, o al menos ellas son ocasión de muy escasos disturbios. Cuando, como es el caso actual por las zozobras financieras, las gentes se dividen en dos facciones, la de los adinerados y la de los abandonados de la fortuna, la inestabilidad puede surgir por alguna de las dos causas mencionadas o por las dos a la vez.
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Ni opulentos ni indigentes

Es cosa cierta que el hombre que se ha criado con grandes comodidades no está preparado para obedecer a nadie. Tampoco para mandar, a no ser que lo haga con capricho y siguiendo el impulso de cada momento. Ha vivido con lujo y ahora no sabe hacer otra cosa que seguir en medio del lujo. Es vanidoso y altanero. Solo sabrá despreciar a aquellos sobre los que mande. Por esto no es bueno que haya una casta de individuos sobresalientes destinados a ejercer el poder de una nación. Hablaba con verdad el albañil americano que hizo saber a Max Weber su preferencia por los políticos ladrones de Estados Unidos en lugar de las clases de funcionarios superiores de Europa. Así al menos podían despreciarlos en lugar de ser despreciados por ellos.
Pero tampoco está hecho para las exigencias del mando y la obediencia el que ha nacido y se ha criado en la indigencia, porque la pobreza suele tener un efecto degradante sobre quien la padece, de modo que si obedece es como esclavo, sin altura de miras, y si manda es como déspota, sin condescencia alguna.
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Las clases medias

Para pensar en el Estado mejor no debe pensarse en el Estado ideal, ni en el Estado justo, el igualitario, el feliz, el perfecto, etc. No se debe tampoco esperar que existan esos buenos gobernantes adornados de virtudes que de ordinario están lejos de las que tiene el común de los mortales. Esos ensueños han sido fuente de graves disturbios y desgracias cuando se han querido poner en práctica.
El mejor Estado es aquel que se ajusta a la vida que a la mayoría de los ciudadanos es dado vivir, una vida que no sobrepase los dones de la naturaleza, no aspire a construirse sobre el aprovechamiento ajeno y procure no depender de nadie, excepto de uno mismo. Una vida sabia puesta al alcance de casi todos por las potencias de este mundo.
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Minoría y mayoría

Un gobierno bien ordenado no es una democracia ni una tiranía. La primera porque tiende con facilidad a convertirse en la segunda por la acción de los demagogos y la segunda porque apenas puede subsistir cuando perece el tirano. Dicho sea esto teniendo en cuenta que los gobiernos parlamentarios son democráticos solo de nombre. Esto no es una corrupción que padecieran, pues por muy poco avisado que se sea se comprenderá que el pueblo no puede gobernar en ningún caso. Él sería el gobernante y el súbdito y no habría diferencia alguna entre los ciudadanos desde el punto de vista del poder. Pero esto no es posible cuando la población excede de ciertos límites. Es muy dudoso que una democracia de todos gobernando a todos haya existido jamás. La de Atenas, que se pone a veces como modelo, no cumplió este requisito, pues la mayoría estaba compuesta por esclavos, mujeres, jóvenes y metecos que no tenían derechos políticos.
Luego un régimen bien ordenado no puede ser más que una combinación y equilibrio de fuerzas oligárquicas y democráticas, entendiendo por las primeras la tendencia de los más a asimilarse a los menos y la segunda la de los menos por permanecer distintos de los más. Los que esgrimen derechos que proceden de ambas fuerza tienen razón unas veces y otras no.
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España: el todo y las partes

Un individuo nacido en Reus el año 1850, de nombre Joaquín Bartrina, dijo lo siguiente: Oyendo hablar a un hombre, fácil es
Acertar dónde vio la luz del Sol:
Si os alaba a Inglaterra, será inglés;
Si os habla mal de Prusia, es un francés,
Y si habla mal de España, es español. Son versos que expresan la inclinación de muchos españoles a escarnecer su nación y su historia y a poner en solfa un día sí y otro también su unidad y su existencia. Parecería que se han tragado toda entera la leyenda negra y la están regurgitando, como los bueyes. Los alemanes, franceses, chinos, rusos y americanos tendrían muchos más motivos que los españoles para comportarse de ese modo, pero se cuidan mucho de hacerlo. En España, por el contrario, es corriente sentir vergüenza. Se celebran las regiones, cuya estructura política actual deriva exclusivamente de la Constitución Española de 1978 –una de las muchas constituciones que ha tenido España- y no de una historia regional inexistente si se la separa del conjunto. En los institutos de bachillerato, por virtud de una leyes de enseñanza destinadas a falsear la realidad o a encubrirla, se enseña a los jóvenes la idea que España es un agregado de partes, cuando es justamente al revés. Las partes existen aquí después del todo y sin él no serían lo que son. Hasta en el lenguaje corriente se pretende disfrazar este hecho. Se da al todo el nombre de Estado, un nombre que propuso el mes de octubre de 1936 el general Franco, no con el fin de evitar el de España, sino el de República y el de Reino. Sucesores semánticos suyos son quienes ahora sí procuran evitar el de España y procuran convencer a otros de que lo que en realidad existe son diecisiete partes firmantes de un contrato constitucional que habría originado el Estado Español, como si éste hubiera empezado a existir después de 1978 y como si la Constitución de aquel año no fuera más que una serie de normas que habrán acertado mejor o peor a reflejar la tradición nacional más antigua de Europa. El patriotismo se restringe según ellos a las supuestas naciones firmantes. Al patriotismo español le reserva la izquierda socialdemócrata el pedante título habermasiano de patriotismo constitucional. Sigue leyendo

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