Gobierno y administración. Movimiento intelectual durante el reinado de Felipe V

Carácter de Felipe V.—Sus virtudes y defectos.—Medidas de gobierno interior.—Aumento, reforma y organización que dio al ejército.—Brillante estado en que puso la fuerza naval.—Impulso que recibió la marina mercante.—Comercio colonial.—Sevilla; Cádiz; Compañía de Guipúzcoa.—Industria naval.—Leyes suntuarias.—Fabricación: manufacturas españolas.—Sistema proteccionista.—Aduanas.—Agricultura.—Privilegios a los labradores.—Contribuciones.—Arbitrios extraordinarios.—Corrección de abusos en la administración.—Provincias Vascongadas: aduanas y tabacos.—Rentas públicas: gastos e ingresos anuales.—Aumento del gasto de la casa real.—Pasión del rey a la magnificencia.—Construcción del palacio y jardines de San Ildefonso.—Palacio Real de Madrid.—Real Seminario de Nobles.—Protección a las ciencias y a las letras.—Creación de academias y escuelas.—Real Academia Española.—Universidad de Cervera.—Biblioteca Real de Madrid.—Real Academia de la Historia.—Idem de Medicina y Cirujía.—Afición a las reuniones literarias.—El Diario de los Literatos.—Sabios y eruditos españoles.—Feijoo.—Macanaz.—Médicos: Martín Martínez.—Fr. Antonio Rodríguez.—Historiadores: Ferreras; Miñana: Belando: San Felipe—Mayans y Ciscar.—El deán Martí.—Poesía.—Luzán: su Poética.—Aurora de la regeneración intelectual.

downloadTantos y tan grandes y tan continuados acontecimientos políticos y militares; tantas guerras interiores y estertores; tantas negociaciones diplomáticas; tantas y tan diversas confederaciones y alianzas entre las potencias de Europa; tantos y tan diferentes tratados de paz y amistad, tan frecuentemente hechos y tan a menudo quebrantados; tantas empresas terrestres y tantas expediciones marítimas; tantas agregaciones y segregaciones de Estados y territorios; tantas conquistas y tantas pérdidas; tantas batallas campales y navales; tantos sitios de plazas; tantos enlaces de príncipes, proyectados unos, deshechos otros, y otros consumados; tan complicado juego de combinaciones y de intrigas de gabinetes; tantas renuncias y traspasos de coronas, de principados y de reinos; tal sustitución de dinastías, tales mudanzas en las leyes de sucesión de las monarquías y de los imperios; y por último la parte tan principal que tuvo España en los grandes intereses de todas las potencias europeas . que en en este tiempo se agitaron y pusieron en litigio, nos han obligado a dedicar a estos importantes asuntos casi toda la narración histórica de este largo reinado. Su cohesión y encadenamiento apenas nos han dejado algún claro, que hemos procurado aprovechar, para indicar tal cual medida de administración y gobierno interior de las que se dictaron en este importante período.

Al proponernos ahora dar cuenta de algunas de estas disposiciones, lo haremos solamente de aquellas que basten para dar a conocer el espíritu y la marcha del gobierno de este príncipe, sin perjuicio de explanarlas en otro lugar, cuando hayamos de examinar y apreciar la situación de la monarquía en los primeros reinados de la casa de Borbón, según nuestra costumbre y sistema.

Dotado Felipe V. de un alma elevada y noble, aunque no de todo el talento que hubiera sido de desear en un príncipe en las difíciles circunstancias y miserable estado en que se encontraba la monarquía; dócil a los consejos de los hombres ilustrados, pero débil en obedecer a influencias, si muchas veces saludables, muchas también perniciosas; modelo de amor conyugal, pero sucesivamente esclavo de sus dos mujeres, no parecidas en genio, ni en discreción, ni en inclinaciones; rodeado generalmente de ministros hábiles, que buscaba siempre con el mejor deseo, a veces no con el acierto mejor; ejemplo de integridad y de amor a la justicia, en cuya aplicación ojalá hubiera seguido siempre el impulso de sus propios sentimientos; pronto a ejecutar todo proyecto grande que tendiera a engrandecer o mejorar sus estados, pero deferente en demasía a los que se los inspiraban por intereses personales; merecedor del dictado de Animoso con que le designa la historia, cuando obraba libre de afecciones que le enervaran el ánimo, pero indolente y apático cuando le dominaba la hipocondría; morigerado en sus costumbres, y tomando por base la moralidad para la dispensación de las gracias, cargos y mercedes, pero engañándose a veces en el concepto que merecían las personas; apreciador y remunerador del mérito, y amigo de buscarlo donde existía, aunque no siempre fuera acertado su juicio; humano y piadoso hasta con los rebeldes y traidores; enemigo de verter sangre en los patíbulos, pero sin dejar de castigar con prisiones o con penas políticas a los individuos ya los pueblos que le hubieran sido desleales; amigo y protector de las letras, sin que él fuese ni erudito, ni sabio; religioso y devoto hasta tocar en la superstición, pero firme y entero, y hasta duro con los pontífices y sus delegados en las cuestiones de autoridad, de derechos y de prerrogativas; extremadamente amante de su pueblo, con el cual llegó a identificarse, contra lo que pudo esperarse y creerse de su origen, de su educación, y de las inspiraciones e influencias que recibía; francés que se hizo casi todo español, pero español en quien revivían a veces las reminiscencias de la Francia; príncipe que tuvo el indisputable mérito de preferir a todo su España y sus españoles, a riesgo de quedarse sin ninguna corona y sin ningún vasallo, pero a quien en ocasiones estuvo cerca de hacer flaquear el antiguo amor patrio; Felipe V., con esta mezcla de virtudes y de defectos (que vicios no pueden llamarse), si no reunió todas las las dotes que hubieran sido de desear en un monarca destinado a sacar la España de la postración en que yacía, tuvo las buenas prendas de un hombre honrado, y las cualidades necesarias en un príncipe para sacar de su abatimiento la monarquía, y empujarla por la vía de la regeneración y de la prosperidad.

Un monarca de estas condiciones no podía dejar de ocupar el tiempo que le permitieran las atenciones de las infinitas guerras en que se vio envuelto, en adoptar y plantear las medidas de administración y de gobierno interior, que él mismo alcanzara o que sus ministros le propusieran. Como su primera necesidad fue el pelear, tuvo que ser también su primer cuidado el aumento, organización y asistencia del ejército, que encontró menguado, indisciplinado, hambriento y desnudo. Merced a sus incesantes desvelos, y a una serie de acertadas disposiciones, aquel pobre y mal llamado ejército que había quedado a la muerte de Carlos II., llegó en este reinado a ser más numeroso y aún más brillante que los de los siglos de mayor grandeza y de las épocas de más gloria. Verdad es que el amor que supo inspirar a sus pueblos hizo que le suministraran sin repugnancia, y aún con gusto, recursos y soldados, que de otra manera no habría podido convertir aquellos escasos veinte mil hombres que se contaban en los dominios españoles a la muerte del último monarca austríaco, en los ciento veinte batallones y más de cien escuadrones, con una dotación de trescientas cuarenta piezas de artillería, de que disponía al terminar la guerra de sucesión, con general admiración y asombro.

Debiósele a él la creación de los guardias de Corps, la de los regimientos de guardias españolas y valonas (1704), la de la compañía de alabarderos (1707), la organización del cuerpo de ingenieros militares (1711), la de las compañías de zapadores mineros, la de las milicias provinciales (1734), institución que permitía mantener a poca costa un número considerable de soldados robustos y dispuestos para los casos de guerra, sin molestarlos ni impedirles dedicarse a sus faenas en tiempo de paz, y contar con brazos preparados para empuñar las armas sin robar a los campos y a los talleres sino el tiempo puramente preciso. Estableciéronse escuelas de instrucción para el arma de artillería y fundiciones de cañones en varias ciudades. Los soldados que por edad o por heridas se inutilizaban para el servicio, los cuales se designaban con el título de inválidos, encontraban en las provincias un asilo, y disfrutaban de una paga, aunque corta, suficiente para asegurar su subsistencia. La organización del ejército, el manejo y el tamaño y medida de las armas, las categorías, el orden y la nomenclatura de los empleos y grados de la milicia, se tomaron del método y sistema que se había adoptado en Francia, y se ha seguido con algunas modificaciones, que la experiencia y los adelantos de la ciencia han aconsejado como útiles, hasta los tiempos modernos. Apreciador Felipe del valor militar, de que más de una vez dio personal ejemplo; nunca perezoso para ponerse al frente de sus tropas y compartir con ellas los trabajos y privaciones de las campañas; no escaso en remunerar servicios, y justo distribuidor de los ascensos, que generalmente no concedía sino a los oficiales de mérito reconocido, restableció la perdida disciplina militar, y no se veían ya aquellas sublevaciones, aquellas rebeliones tan frecuentes de soldados que. empañaban las glorias de nuestros ejércitos en los tiempos de la dominación austríaca. Y con esto, y con haber traído a España acreditados generales e instruidos oficiales franceses de los buenos tiempos de Luis XIV., logró que se formaran también aquellos hábiles generales españoles, que pelearon con honra, y muchas veces con ventaja con los guerreros de más reputación de Europa, y supieron llevar a cabo empresas difíciles y hacer conquistas brillantes, renovando las antiguas glorias militares de España.

Teniendo desde el principio por enemigas potencias marítimas de la pujanza y del poder de Inglaterra y Holanda, bien fue menester que Felipe y su gobierno se aplicaran con todo celo y conato al restablecimiento de la marina española, reducida casi a una completa nulidad en el último reinado de la dinastía austríaca. Y de haberlo hecho así daba honroso testimonio la escuadra de más de veinte navíos de guerra, y más de trescientos buques de trasporte que se vio salir de los puertos de España a los diez años de hecha la paz de Utrecht. La expedición marítima a Orán en los postreros años de Felipe dejó asombrada a Europa por la formidable armada con que se ejecutó; y la guerra de Italia con los austríacos y sardos no impidió al monarca español atender a la lucha naval con la Gran Bretaña y abatir más de una vez el orgullo de la soberbia Albión en los mares de ambos mundos. De modo que al ver el poder marítimo de España en este tiempo, nadie hubiera podido creer que Felipe V. a su advenimiento al trono solo había encontrado unas pocas galeras en estado casi inservible.

Tan admirable resultado y tan notable progreso no hubieran podido obtenerse sin una oportuna y eficaz aplicación de los medios que a él habían de conducir, porque la marina de un país no puede improvisarse, como la necesidad hace muchas veces improvisar soldados. Eran menester fábricas y talleres de construcción, astilleros, escuelas de pilotaje, colegios en que se diera la conveniente instrucción para la formación de buenos oficiales de marina. Trabajóse en todo esto con actividad asombrosa; se dieron oportunas medidas para los cortes de madera de construcción, y para las manufacturas de cables, no se levantaba mano en la construcción de buques, el astillero que se formó en Cádiz bajo la dirección del entendido don José Patiño fue uno de los más hermosos de Europa, y del colegio de guardias marinas creado en 1727, dotado de buenos profesores de matemáticas, de física y de las demás ciencias auxiliares de la náutica, salieron aquellos célebres marinos españoles que antes de terminarse este reinado gozaban ya de una brillante reputación.

La marina mercante recibió el impulso y siguió la proporción que casi siempre acostumbra en relación con la decadencia o prosperidad de la de guerra; y si el comercio exterior, especialmente el de la metrópoli con las colonias de América, que era el principal, no alcanzó el desarrollo que hubiera sido de apetecer, no fue porque Felipe y sus ministros no cuidaran de fomentarle y protegerle, sino que se debió a causas ajenas a su buena intención y propósitos. Fuéronlo entre ellas muy esenciales, de una parte las ideas erróneas que entonces se tenían todavía en materias mercantiles y principios generales de comercio, que en este tiempo comenzaban ya a rectificar algunos hombres ilustrados; de otra parte las continuas guerras marítimas y terrestres, unas y otras perjudicialísimas para el comercio colonial, las unas haciendo inseguro y peligroso el tráfico nacional y lícito y dando lugar al contrabando extranjero, las otras obligando al rey a aceptar y suscribir a tratados de comercio con potencias extrañas, sacrificando los intereses comerciales del reino a la necesidad urgente de una paz o a la conveniencia política de una alianza. La providencia que se tomó durante la guerra de sucesión de prohibir la exportación de los productos del país a los otros con quienes se estaba en lucha produjo inmensos perjuicios, y nacían del mismo sistema que otras iguales medidas tomadas en análogas circunstancias en los reinados anteriores. El privilegio del Asiento concedido a los ingleses por uno de los artículos del tratado de Utrecht fue una de aquellas necesidades políticas; y el ajuste con Alberoni sobre los artículos explicativos, fuese obra del soborno o del error, de cualquier modo no dejó de ser una fatalidad, por más artificios que el gobierno español, y más que nadie aquel mismo ministro, discurrió y empleó después para hacer ilusorias las concesiones hechas en aquel malhadado convenio.

El sistema de abastos a América por medio de las flotas y galeones del Estado se vio que era perjudicial o insuficiente, por más que se dictaran disposiciones y se dieran decretos muy patrióticos para favorecer la exportación, fijando las épocas de salidas y retornos de los galeones, y regularizando las comunicaciones comerciales entre la metrópoli y sus colonias, y por más que el gobierno procurara alentar a los fabricantes y mercaderes españoles a que remitiesen a América los frutos y artefactos nacionales. Los galeones iban siempre expuestos a ser bloqueados o apresados, o por lo menos molestados por las flotas enemigas que estaban continuamente en acecho de ellos. El establecimiento de los buques registros, que salían también en épocas fijas, remedió solamente en parte aquel mal. Los mercados de América no podían estar suficientemente abastecidos por estos medios: dábase lugar al monopolio, y la falta de surtido disculpaba en cierto modo el ilícito comercio, que llegó a hacerse con bastante publicidad. En este sentido la guerra de los ingleses hizo daños infinitos al comercio español.

Concentrado antes el de América en la sola ciudad de Sevilla, pasó este singular privilegio a la de Cádiz (1720), a cuyo favor se hizo pronto esta última ciudad una de las plazas mercantiles más ricas y más florecientes de Europa. Siguiendo el sistema fatal de privilegios, se concedió el exclusivo de comerciar con Caracas a una compañía que se creó en Guipúzcoa, y a cuyos accionistas se otorgó carta de nobleza para alentarlos, imponiendo a la compañía la obligación de servir a la marina real con un número de buques cada año. Esta compañía prosperó más que otra que se formó en Cádiz durante el ministerio de Patiño para el comercio con la India Oriental, la cual no pudo sostenerse, no obstante habérsele concedido la monstruosa facultad de mantener tropas a sus expensas y de tener la soberanía en los países en que se estableciera. La grande influencia que sobre el comercio español tenía que ejercer la famosa Compañía de Ostende, y las gravísimas cuestiones de que fue objeto en muchos solemnes tratados entre España y otras potencias de Europa, lo han podido ver ya nuestros lectores en el texto de nuestra historia.

Procuróse también en este reinado sacar la industria del abatimiento y nulidad a que había venido en los anteriores por un conjunto de causas que hemos tenido ya ocasión de notar, y que había venido haciéndose cada día más sensible, principalmente desde la expulsión de los moriscos. La poca que había estaba en manos de industriales extranjeros, que eran los que habían reemplazado a aquellos antiguos pobladores de España. A libertarla de esta dependencia, a crear una industria nacional, y a darle impulso y protección se encaminaron diferentes pragmáticas, órdenes y decretos, dictados por el celo más plausible. No se prohibía a los extranjeros venir a establecer fábricas o a trabajar en los talleres. Al contrario, se los llamaba y atraía concediéndoles franquicias y exenciones, dándoles vivienda por cuenta del Estado, y dispensándoles todo género de protección. El rey mismo hizo venir a sus expensas muchos operarios de otros países. Había interés en que establecieran, ejercieran y enseñáran aquí sus métodos de fabricación. Lo que se prohibía era la importación de objetos manufacturados en el extranjero, con los cuales no podían sostener la competencia los del país. Y para promover el desarrollo de la fabricación nacional, llegó a imponerse por real decreto a todos los funcionarios públicos altos y bajos de todas las clases, inclusos los militares, la obligación de no vestirse sino de telas y paños de las fábricas del reino bajo graves penas.

A estas medidas protectoras acompañó y siguió la publicación de leyes suntuarias, que tenían por objeto moderar y reprimir el lujo en todas las clases del Estado, prohibiendo el uso de ciertos adornos costosos, en trajes, muebles, carruajes, libreas, etc. tales como los brocados, encajes, telas y bordados de oro y plata, perlas y piedras finas, aunque fuesen falsas, y otros aderezos, prescribiendo las reglas a que habían de sujetarse en el vestir y en otros gastos y necesidades de la vida todas las clases y corporaciones, desde la más alta nobleza hasta los más humildes menestrales y artesanos. La más célebre pragmática sobre esta materia fue la que se publicó en Madrid a 15 de noviembre de 1723 con la mayor solemnidad, y se mandó repetir el año siguiente. El rey y la real familia fueron los primeros a dar ejemplo de sujetarse a lo prescrito en esta pragmática. «De modo, dice un historiador contemporáneo, que causaba edificación a quien miraba al rey Católico, al serenísimo príncipe de Asturias y a los reales infantes vestidos de un honesto paño de color de canela, lo cual en todo tiempo será cosa digna de la mayor alabanza y útil para los españoles, sin admitir las inventivas y las diferentes vanidades que cada día discurren los extranjeros para sacar el dinero de España. En estos últimos días en que escribo esto se negociaron en Madrid para París casi cien mil pesos en letras de cambio, por el coste de las vanidades de los hombres y por los adornos mujeriles, que en aquella corte y en otras de la Europa se fabrican y después se traen a estos reinos.»

Merced a estas y otras semejantes medidas, tales como la ciencia económica de aquel tiempo las alcanzaba, se establecieron y desarrollaron en España multitud de fábricas y manufacturas, de sedas, lienzos, paños, tapices, cristales, y otros artefactos, siendo ya tantas y de tanta importancia que se hizo necesaria la creación del cargo de un director o un superintendente general de las fábricas nacionales, empleo que tuvo el famoso holandés Riperdá, y que le sirvió de escalón para elevarse a los altos puestos a que después se vio encumbrado. Las principales por su extensión y organización y las que prosperaron más fueron la de paños de Guadalajara, la de tapices, situada a las puertas de Madrid, y la de cristales que se estableció en San Ildefonso. Y todas ellas hubieran florecido más a no haber continuado ciertos errores de administración, y acaso no tanto la ignorancia de los buenos principios económicos (que españoles había ya que los iban conociendo), como ciertas preocupaciones populares, nocivas al desarrollo de la industria fabril, pero que no es posible desarraigar de repente en una nación. Comprendíase ya la inconveniencia y el perjuicio de la alcabala y millones, y pedían los escritores de aquel tiempo su supresión, o la sustitución por un servicio real y personal. Clamábase también por la reducción de derechos para los artefactos y mercancías que salían de los puertos de España, y por el aumento para los que se importaban del extranjero. Se tomó la justa y oportuna providencia de suprimir las aduanas interiores (31 de agosto, 1717), pero se cometió el inconcebible error de dejarlas en Andalucía, que era el paso natural de todas las mercaderías que se expedían para las Indias Occidentales.

De este modo, y con esta mezcla de medidas protectoras y de errores económicos, pero con un celo digno de todo elogio por parte del rey y de muchos de sus ministros, si la industria fabril y manufacturera no recobró en el reinado de Felipe V. todo el esplendor y toda la prosperidad de otros tiempos, recibió todo el impulso que la ciencia permitía, y que consentían las atenciones y necesidades del Estado, en una época de tantas guerras y de tanta agitación política.

Al decir de un insigne economista español, la guerra de sucesión favoreció al desarrollo de la agricultura. «Aquella guerra, dice, aunque por otra parte funesta, no sólo retuvo en casa los fondos y los brazos que antes perecían fuera de ella, sino que atrajo algunos de las provincias extrañas, y los puso en actividad dentro de las nuestras.» No negaremos nosotros que aquella guerra produjera la retención de algunos brazos y de algunos capitales dentro del reino; pero aquellos brazos no eran brazos cultivadores, sino brazos que peleaban, que empuñaban la espada y el fusil, no la azada ni la esteba del arado, y brazos y capitales continuaron saliendo de España para apartadas naciones en todo el reinado de Felipe V. Lo que a nuestro juicio favoreció algo más la agricultura fueron algunas disposiciones emanadas del gobierno, tal como la del real decreto de 10 de enero de 1724, que entre otras cosas prescribía: «Que se renueven todos los privilegios de los labradores, y estén patentes en parte pública y en los lugares, para que no los ignoren, y puedan defenderse con ellos de las violencias que pudieren intentarse por los recaudadores de las rentas reales, los cuales no hayan de poder obligarlos a pagar las contribuciones con los frutos sino según las leyes y órdenes. Y si justificaren haberlos tomado a menor precio, se obligue al delincuente a la satisfacción; sobre lo cual hago muy especial encargo al Consejo de Hacienda, esperando que con el mayor cuidado haga que a los labradores se guarden con exactitud todos los privilegios que las leyes les conceden.»

Lo que además de esto favoreció a la clase agrícola más que la guerra de sucesión, con respeto sea dicho de aquel ilustre economista, fue la medida importante de sujetar al pago de contribuciones los bienes que la Iglesia y las corporaciones eclesiásticas adquiriesen, del mismo modo que las fincas de los legos; fueron las órdenes para precaver los daños y agravios que se inferían a los pueblos, ya en los encabezamientos, ya por los arrendadores y recaudadores de las rentas reales; fue la supresión de algunos impuestos, tales como los servicios de milicias y moneda forera, y la remisión de atrasos por otros, como el servicio ordinario, el de millones y el de reales casamientos. Y si no se alivió a los pueblos de otras cargas, fue porque, como decía el rey en el real decreto: «Aunque quisiera dar a todos mis pueblos y vasallos otros mayores alivios, no lo permite el estado presente del Real Patrimonio, ni las precisas cargas de la monarquía; pero me prometo que, aliviadas o minoradas éstas en alguna parte, se pueda en adelante concederles otros mayores alivios, como lo deseo, y les comunico ahora el correspondiente a las gracias referidas, habiéndoles concedido poco ha la liberación de valimiento de los efectos de sisas de Madrid, que son todas las que presentemente he podido comunicarles, a proporción de la posibilidad presente, en la cantidad y calidad que he juzgado conveniente.»

Eran en efecto muchas las necesidades, o las cargas de la monarquía, como decía el rey, lo cual no solo le impidió relevar de otros impuestos, sino que le obligó a apelar a multitud de contribuciones y de arbitrios (y esto nos conduce ya a decir algo de la administración de la Hacienda en general), algunos justos, otros bastante duros y odiosos: pudiéndose contar entre aquellos la supresión de los sueldos dobles, la de los supernumerarios para los empleos, y la de los que vivían voluntariamente fuera de España; y entre éstos la capitación, la renta de empleos, el veinte y cinco por ciento de los caudales que se esperaban de Indias, y otros semejantes. Un hacendista español de nuestro siglo redujo a un cuadro el catálogo de las medidas rentísticas de todo género que se tomaron en el reinado de Felipe V., el cual constituye un buen dato para juzgar del sistema administrativo de aquel tiempo.

Pero no hay duda de que se corrigieron bastantes abusos en la administración, y que se hicieron reformas saludables. La de arrendar las rentas provinciales a una sola compañía o a una sola persona en cada provincia, fue ya un correctivo provechoso contra aquel enjambre de cien mil recaudadores, plaga fatal que pesaba sobre los pueblos producida por los arrendamientos parciales. Más adelante se aplicó la misma medida a las rentas generales, con no poca ventaja de los pueblos y del gobierno; por último llegaron a administrarse por cuenta del Estado seis de las veinte y dos provincias de Castilla, cuyo ensayo sirvió para extender más tarde el mismo sistema de administración a todo el reino. Estancáronse algunas rentas, y entre ellas fue la principal la del tabaco. Púsose este artículo en administración hasta en las Provincias Vascongadas, y como los vizcaínos lo resistiesen, negándose a reconocer y obedecer el real despacho en que se nombraba administrador, alegando ser contra el fuero del señorío, hubo con este motivo una ruidosa competencia, en que el Consejo de Castilla sostuvo con enérgica firmeza los derechos reales, hasta tal punto que los comisionados de Vizcaya se vieron obligados a presentarse al rey suplicándole les perdonase lo pasado y se diese por servido con poner al administrador en posesión de su empleo, y pidiéndole por gracia que tomase el Estado por su coste el tabaco que tenían almacenado, o les permitiese exportarlo por mar a Francia y otras partes. Guipúzcoa cumplió la orden sin reclamación. En Álava hubo algunos que protestaron, e hicieron una tentativa semejante a la de los vizcaínos, pero mandados comparecer en el Consejo, se les habló con la misma resolución, y concluyeron por acatar y ejecutar la orden del gobierno.

Cuando se arregló el plan de aduanas, suprimiendo las interiores y estableciéndolas en las costas y fronteras, también alcanzó esta reforma a las provincias Vascongadas, pasando sus aduanas a ocupar los puntos marítimos que la conveniencia general les señalaba. Mas como los vascongados tuviesen entonces muchos hombres en el poder y muchos altos funcionarios, lograron por su favor y mediación que volvieran las aduanas (1727) a los confines de Aragón y de Castilla como estaban antes, por medio de un capitulado que celebraron con el rey.

No hubo tampoco energía en el gobierno para variar la naturaleza de los impuestos generales, y sobre haber dejado subsistir muchos de los más onerosos, y que se reconocían como evidentemente perjudiciales a la agricultura, industria y comercio, ni aún se modificaron, como hubiera podido hacerse, las absurdas leyes fiscales, y continuaron las legiones de empleados, administradores, inspectores y guardas que exigía la cobranza de algunas contribuciones, como las rentas provinciales, con sus infinitas formalidades de libros, guías, registros, visitas y espionaje. Corregir todos los abusos no era empresa fácil, ni aún hubiera sido posible. De las reformas que intentó el ministro Orri hemos hablado ya en nuestra historia, y también de las causas de la oposición que experimentó aquel hábil rentista francés, que en medio de la confusión que se le atribuyó haber causado en la hacienda, es lo cierto que hizo abrir mucho los ojos de los españoles en materia de administración.

Impuestos y gastos públicos, todo aumentó relativamente al advenimiento de la nueva dinastía. De Carlos II. a Felipe V. subieron los unos y los otros, en algunos años, dos terceras partes, en otros más o menos según las circunstancias. Los gastos de la casa real crecieron desde once hasta treinta y cinco millones de reales. Verdad es que una de las causas de este aumento fue la numerosa familia de Felipe V.; pero también es verdad que otra de las causas fue su pasión a la magnificencia. Porque aquel monarca tan modesto en el vestir, que dio el buen ejemplo de empezar por sí y por su familia a observar su famosa pragmática sobre trajes, no mostró la misma abnegación en cuanto a renunciar a otros gastos de ostentación y de esplendidez; y eso que una de las juntas creadas para arbitrar recursos le propuso (1736) que reformara los gastos de la real casa, mandando a los jefes de palacio que hicieran las oportunas rebajas, «en la inteligencia, añadía, que si no se establece la regla en estas clases capitales, empezando por las casas de V. M., difícilmente se podrá conseguir.»

Esta pasión a la magnificencia, mezclada con cierta melancólica afición al retiro religioso y al silencio de la soledad, fue sin duda lo que le inspiró el pensamiento de edificar otro Versalles en el declive de un escarpado monte cerca de los bosques de Balsaín, donde acostumbraba a cazar, y donde había una ermita con la advocación de San Ildefonso a poca distancia de una granja de los padres jeronimianos del Parral de Segovia, que les compró para levantar un palacio y una colegiata, y adornar de bellísimos jardines aquella mansión, que había de serlo a la vez de retiro y de deleite. De aquí el principio del palacio, templo y sitio real de San Ildefonso (1721), con sus magníficos y deliciosos jardines, con sus soberbios grupos, estatuas, fuentes, estanques, surtidores y juegos de aguas, que aventajan a las tan celebradas de Versalles, que son hoy todavía la admiración de propios y extraños, pero en que consumió aquel monarca caudales inmensos, y en que sacrificó a un capricho de su real fantasía muchos centenares de millones, que hubieran podido servir para alivio de las cargas públicas, o para las necesidades de las guerras, o para fomento de las manufacturas, o para abrir canales o vías de comunicación, de que había buena necesidad.

No se dejó llevar tanto de su amor a la magnificencia en la construcción del real palacio de Madrid, hoy morada de nuestros reyes, edificado en el mismo sitio que ocupaba el antiguo alcázar, devorado hacía pocos años por un incendio. Quería, sí, hacer una mansión regia que aventajara a las de todos los soberanos de Europa; pero habiéndole presentado el abate Juvarra, célebre arquitecto italiano, un modelo de madera, que representaba la traza del proyectado palacio, con sus 1.700 pies de longitud en cada uno de sus cuatro ángulos, sus veinte y tres patios, sus treinta y cuatro entradas con todos los accesorios y toda la decoración correspondiente a la grandiosidad del conjunto, o por que el área del sitio elegido no lo permitiese, o por que le asustara el coste de tan vasto y suntuoso edificio, prefirió hacer uno acomodado al diseño que encargó a Juan Bautista Saqueti, discípulo de aquél; y adoptado que fue, se dio principio a la construcción del que hoy existe, colocándose con toda solemnidad la primera piedra el 7 de abril de 1738, introduciendo en el hueco de ella el marqués de Villena en nombre del rey una caja de plomo con monedas de oro, plata y cobre de las fábricas de Madrid, Sevilla, Segovia, Méjico y el Perú.

Debióse también a Felipe V. la creación del Rea| Seminario de Nobles de Madrid, con el objeto, como su nombre lo indica, de formar para la patria hombres instruidos de la clase de la nobleza (1727). Dábase en él, además de la instrucción religiosa, la de idiomas, filosofía, todo lo que entonces podía enseñarse de bellas letras, y de estudios de adorno y de recreo, como dibujo, baile, equitación y esgrima. Salieron de este establecimiento hombres notables y distinguidos, que se hicieron célebres más tarde, principalmente en los fastos del ejército y de la marina.

Condúcenos ya esto naturalmente a hacer algunas breves observaciones sobre lo que debieron al primer príncipe de Borbón las ciencias y las letras españolas, tan decaídas en los últimos reinados de la casa de Austria.

Educado Felipe en la corte fastuosa y literaria de Luis XIV., así como había adquirido inclinación a erigir obras suntuosas y magníficas, tomó también de su abuelo y trajo a España cierta afición a proteger y fomentar las ciencias y las letras, tan honradas en la corte de Versalles, siendo la creación de academias y escuelas una de las cosas que dieron más lustre a su reinado, y que más contribuyeron a restaurar bajo nuevas formas la cultura y el movimiento intelectual en España, y a sacarle del marasmo en que había ido cayendo. Apenas la guerra de sucesión le permitió desembarazarse un poco de las atenciones y faenas militares, y no bien concluida aquella, acogió con gusto y dio su aprobación al proyecto que le presentó el marqués de Villena de fundar una Academia que tuviera por objeto fijar y purificar la lengua castellana, desnaturalizada por la ignorancia y el mal gusto, limpiar el idioma de las palabras, frases y locuciones incorrectas, extrañas, o que hubieran caído en desuso. Aquel esclarecido magnate, virrey que había sido de Nápoles, hombre versadísimo en letras, y que en sus viajes por Europa había adquirido amistosas relaciones con los principales sabios extranjeros, obtuvo del rey primeramente una aprobación verbal (1713), y algún tiempo más adelante la real cédula de creación de la Real Academia Española (3 de octubre, 1714), de que tuvo la gloria de ser primer director el don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, en cuya casa se celebraron las primeras juntas. Esta ilustre corporación, que después fue dotada con algunas rentas, publicó en 1726 el primer tomo de su gran Diccionario, y en 1739 había dado ya a la estampa los cinco restantes, que en las ediciones sucesivas se redujeron a un solo volumen, suprimiendo las autoridades de los clásicos en que había fundado todos los artículos del primero. Y continuando sus trabajos con laudable celo, en 1742 dio a luz su tratado de Ortografía, escrito con recomendable esmero.

Sosegadas las turbulencias de Cataluña, quiso el rey establecer en el principado una universidad que pudiera competir con las mejores de Europa, refundiendo en ella las cinco universidades que había en las provincias catalanas, y haciendo un centro de enseñanza y de instrucción. El punto para esto elegido fue la ciudad de Cervera, donde ya en 1714 se habían trasladado de Barcelona las enseñanzas de teología, cánones, jurisprudencia y filosofía, dejando solamente en aquella capital la medicina y cirujía, y la gramática y retórica. Las dificultades que ofrecía una población entonces de tan corto vecindario como Cervera para hacerla el punto de residencia de tantos profesores como habían de necesitarse y de tantos alumnos como habían de concurrir, los crecidísimos gastos que exigía la construcción de un gran edificio de nueva planta, y las pingües rentas que habían de ser precisas para el sostenimiento de una escuela tan universal, nada detuvo a Felipe V., que resuelto a premiar la fidelidad, con que en la reciente lucha se había distinguido aquella población, determinó que allí, y allí solamente, y no en dos lugares de Cataluña como le proponían, había de erigirse la Universidad; mandó formar la planta, se procuró dotarla de las necesarias rentas, se buscaron fondos para la construcción del edificio, y el 11 de mayo de 1717, hallándose el rey en Segovia, expidió el real decreto de fundación de la célebre Universidad de Cervera, debiendo comenzar las enseñanzas el 15 del próximo septiembre.

Dispuesto Felipe a promover y fomentar todo lo que pudiera contribuir a la ilustración pública y a difundir el estudio de las letras, había creado ya en Madrid con el título de Real Librería (1711) el establecimiento bibliográfico que es hoy la Biblioteca Nacional, reuniendo al efecto en un local los libros que él había traído de Francia, y los que constituían la biblioteca de la reina madre y existían en el real alcázar, sufragando él mismo los gastos, y poniendo el nuevo establecimiento bajo la dirección de su confesor el Padre Robinet. La Biblioteca se abrió al público en marzo de 1712, y por real orden de 1716 le concedió el privilegio de un ejemplar de cada obra que se imprimiera en el reino.

En una de las piezas de esta biblioteca acostumbraban a reunirse varios literatos, aficionados principalmente a los estudios históricos. Privadamente organizados, celebraban allí sus reuniones literarias hasta que aprovechando la feliz disposición de Felipe V. a proteger las letras, solicitaron la creación de una Academia histórica. La pretensión tuvo tan favorable éxito como era de esperar, pues en 18 de abril de 1738 expidió el rey en Aranjuez tres decretos, creando por el uno la Real Academia de la Historia, con aprobación de sus estatutos, concediendo por el otro a sus individuos el fuero de criados de la Real Casa con todos sus privilegios, y disponiendo por el tercero que la Academia continuara celebrando sus sesiones en la Biblioteca Real. Fue el primer director de la Academia don Agustín de Montiano y Luyando, secretario de S. M. y de la real cámara de Justicia. El instituto de esta corporación fue y es ilustrar la historia nacional, aclarando la verdad de los sucesos, purgándola de las fábulas que en ella introdujeran la ignorancia o la mala fe, y reunir, ordenar y publicar los documentos y materiales que puedan contribuir a esclarecerla. Esta reemplazó a los antiguos cronistas de España e Indias, y por real decreto de 1743 se le aplicaron por la de dotación los sueldos que aquellos disfrutaban. Los trabajos y tareas propias de su instituto a que desde luego se consagró le dieron pronto un lugar honorifico entre los más distinguidos cuerpos literarios de Europa, lugar que ha sabido conservar siempre con gloria de la nación.

De origen parecido, esto es, de las reuniones particulares que algunos profesores de medicina celebraban entre si para tratar de materias y puntos propios , de aquella ciencia, nació la Academia de Medicina y Cirujía, debiéndose al espíritu protector de Felipe V. la conversión que hizo de lo que era y se llamaba Tertulia Literaria Médica, en Real Academia (1734), dándole la competente organización, y designando en los estatutos los objetos y tareas a que la nueva corporación científica se había de dedicar. Del mismo modo y con el mismo anhelo dispensó Felipe su regia protección a otros cuerpos literarios ya existentes, tales como la Academia de Barcelona, la Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla, y algunas otras, aunque no de tan ilustre nombre.

El espíritu de asociación entre los hombres de letras comenzaba, como vemos, a dar saludables frutos bajo el amparo del nielo de Luis XIV. Entonces fue también cuando se hizo la publicación del Diario de los Literatos (1737), obra del género crítico, y principio de las publicaciones colectivas, que aunque duró poco tiempo, porque la ignorancia se conjuró contra la crítica, fue una prueba más de la protección que el gobierno dispensaba a las letras, puesto que los gastos de impresión fueron costeados por el tesoro público.

Aunque el catálogo de los hombres sabios de este reinado no sea tan numeroso como el de otros siglos, ni podía serlo cuando sólo empezaba a alumbrar la claridad por entre las negras sombras en que habían envuelto al anterior la ignorancia, la preocupación, el fanatismo y el mal gusto, fueron aquellos tan eminentes, que aparecen como luminosos planetas que derramaron luz en su tiempo y la dejaron difundida para las edades posteriores. El benedictino Feijoo fue el astro de la crítica, que comenzó a disipar la densa niebla de los errores y de las preocupaciones vulgares, del pedantesco escolasticismo, y de las tradiciones absurdas, que como un torrente habían inundado el campo de las ideas, y ahogado y oscurecido la verdad. «La memoria de este varón ilustre, dice con razón otro escritor español, será eterna entre nosotros, en tanto que la nación sea ilustrada, y el tiempo en que ha vivido será siempre notable en los fastos de nuestra literatura.» «La revolución que efectuó el Padre Feijoo en los entendimientos de los españoles, dice un erudito extranjero, sólo puede compararse a la que el genio poderoso de Descartes acababa de hacer en otras naciones de Europa por su sistema de la duda filosófica.» «Lustre de su patria y el sabio de todos los siglos», le llamó otro extranjero. ¿Qué podemos añadir nosotros a estos juicios en alabanza del ilustre autor del Teatro crítico y de las Cartas eruditas?

Hombre de vastísimo ingenio, de infatigable laboriosidad y de fecundísima pluma, don Melchor de Macanaz, que produjo tantas obras que nadie ha podido todavía apurar y ordenar el catálogo de las que salieron de su pluma, y de las cuales hay algunas impresas, muchas más manuscritas y no poco dispersas, de quien dijo el cardenal Fleury, con no ser apasionado suyo: «¡Dichoso el rey que tiene tales ministros!» de esos pocos hombres de quienes suele decirse que se adelantan al siglo en que viven, hizo él solo, más que hubieran podido hacer juntos muchos hombres doctos en favor de las ideas reformadoras. No decimos más por ahora de este ilustrado personaje, porque como siguió figurando en los reinados posteriores, y en ellos y para ellos escribió algunas de sus obras, ha de ofrecérsenos ocasión de hablar de él en otra revista más general que pasemos a la situación de España.

Los estudios médicos encontraron también en Martín Martínez un instruido y celoso reformador, bien que la ignorancia y la injusticia se desencadenaron contra él, y fue, como dijo Feijoo, una de las víctimas sacrificadas por ellas, muriendo de resultas de los disgustos que le ocasionaron en lo mejor de su edad (1734). Este famoso profesor, médico de cámara que fue de Felipe V., conocedor de las lenguas sabias, y muy versado en los escritos de los árabes, griegos y romanos, dejó escritas varias obras luminosas especialmente de anatomía, siendo entre ellas también notable la titulada: Medicina escéptica, contra los errores de la enseñanza de esta facultad en las universidades.—Otro reformador tuvo la medicina en un hombre salido del claustro, y que así escribió sobre puntos de teología moral y de derecho civil y canónico, como resolvió cuestiones médico-quirúrgicas con grande erudición. La Palestra crítica médica tuvo por objeto destronar lo que llamaba la falsa medicina. El padre Antonio José Rodríguez, que éste era su nombre, religioso de la orden de San Bernardo, era defensor del sistema de observación en medicina.

Desplegóse también grandemente en este tiempo la afición a los estudios históricos, y hubo muchos ingenios que hicieron apreciables servicios al país en este importante ramo de la literatura. El eclesiástico Ferreras, a quien el rey Felipe V. hizo su bibliotecario, escribió su Historia, o sea Sinopsis histórica de España, mejorando la cronología y corrigiendo muchos errores de los historiadores antiguos; obra que alcanzó cierta boga en el extranjero, que se publicó en París traducida al francés, que ocasionó disgustos al autor y le costó escribir una defensa, y de cuyo mérito y estilo hemos emitido ya nuestro juicio en otra parte.—El trinitario Miñana continuaba la Historia general del P. Mariana desde don Fernando el Católico, en que éste la concluyó, hasta la muerte de Felipe II. y principio del reinado de Felipe III., y daba a luz la Historia de la entrada de las armas austríacas y sus auxiliares en el reino de Valencia.—El franciscano descalzo Fr. Nicolás de Jesús Belando publicó con el nombre algo impropio de Historia civil de España la relación de los sucesos interiores y estertores del reinado de Felipe V. hasta el año 1732.—Seglares laboriosos, y eruditos, pertenecientes a la nobleza, consagraban también su vigilias, ya desde los altos puestos del Estado, ya en el retiro de sus cómodas viviendas, a enriquecer con obras y tratados históricos la literatura de su patria. El marqués de San Felipe escribió con el modesto título de Comentarios de la Guerra de España las apreciables Memorias militares, políticas, eclesiásticas y civiles de los veinte y cinco primeros años del reinado de Felipe V., que continuó por algunos más, después de su muerte, don José del Campo-Raso. Y todavía alcanzó este reinado el ilustre marqués de Mondéjar, autor de los Discursos históricos, de las Advertencias a la Historia de Mariana, de la Noticia y Juicio de los más principales escritores de la Historia de España, de las Memorias históricas de Alfonso el Noble y de Alfonso el Sabio, y de otros muchos opúsculos, discursos y disertaciones históricas.

Fue una de las lumbreras más brillantes de este reinado, y aún de los siguientes (y por lo mismo diremos ahora poco de él, como lo hemos hecho con Feijoo y con Macanaz), el sabio don Gregorio Mayans y Ciscar, a quien Heineccio llamó Vir celebérrimus, laudatissimus, elegantissimus, a quien Voltaire dio el título de Famoso, y el autor del Nuevo Viaje a España nombró el Néstor de la literatura española. Sus muchas obras sobre asuntos y materias de jurisprudencia, de historia, de crítica, de antigüedades, de gramática, de retórica y de filosofía, ya en latín, ya en castellano, le colocan en el número de los escritores más fecundos de todos tiempos, y en el de los más eruditos de su siglo.

Otros ingenios cultivaban la amena literatura, componían comedias, poemas festivos, odas y elegías, y hacían colecciones de manuscritos, de medallas y otros efectos de antigüedades, como el deán de Alicante don Manuel Martí, grande amigo de Mayans y de Miñana, y de muchos sabios extranjeros. Hizo una descripción del anfiteatro de Itálica, otra del teatro de Sagunto, el poema de la Gigantomaquia, y dejó una colección de elegías sobre asuntos bien extraños, como los metales, las piedras preciosas, los cuadrúpedos, los pájaros, las serpientes, etc.

El gusto poético, tan estragado en el siglo anterior, tuvo también un restaurador en un hombre que aunque no era él mismo gran poeta, estaba dotado de un fino y recto criterio, y tenía instrucción y talento para poder ser buen maestro de otros. Tal era don Ignacio de Luzán, que educado en Italia, versado en los idiomas latino, griego, italiano, francés y alemán, doctor en derecho y en teología en la universidad de Catana, individuo de la Real Academia de Palermo bajo el nombre de Egidio Menalipo, cuando volvió a Zaragoza, su patria, compuso su Poética (1737), que entre las varias obras que escribió fue la que le dio más celebridad, como que estaba destinada a restablecer el imperio del buen gusto, tan corrompido por los malos discípulos de Góngora y de Gracián, y a ser el fundamento de una nueva escuela. Que aunque al principio fue recibida por algunos con frialdad, por otros impugnada, porque los ánimos estaban poco preparados para aquella innovación, al fin triunfó como en otro tiempo Boscán, y sobre sus preceptos se formaron Montiano, Moratín, Cadalso, y otros buenos poetas de los reinados siguientes. Los enemigos de la reforma llamaban afrancesados a los que seguían las reglas y la escuela de Luzán, como en otro tiempo llamaron italianos a los sectarios del gusto y de las formas introducidas por Boscán. Porque así como éste se había formado sobre los modelos de la poesía italiana, aquél citaba como modelos a Corneille, Crouzaz, Rapin, Lamy, Mad. Dacier y otros clásicos franceses. La poética de Luzán era un llamamiento a los principios de Aristóteles; la escuela italiana, importada a España en el siglo XVI., siglo de poesía, había regularizado el vuelo de la imaginación; la escuela francesa, importada en el siglo XVIII., siglo más pensador que poético, alumbraba y esclarecía la razón: cada cual se acomodaba a las costumbres de su época.

Baste por ahora la ligera reseña que acabamos de hacer de la situación política, económica, industrial e intelectual de España en el reinado del primer Borbón, para mostrar que en todos los ramos que constituyen el estado social de un pueblo se veía asomar la aurora de la regeneración española, que había de continuar difundiendo su luz por los reinados subsiguientes.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Tomo VI, Parte III, Dominación de la Casa de Borbón, (Libros VI, VII y VIII) [Felipe V, Luis I, Fernando VI y Carlos III], Capítulo XXIII) 

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La paz de Utrecht. Sumisión de Cataluña

De 1712 a 1715.

Plenipotenciarios que concurrieron a Utrecht.—Conferencias.—Proposición de Francia.—Pretensiones de cada potencia.—Manejos de Luis XIV.—Situación de Felipe V.—Opta por la corona de España, renunciando sus derechos a la de Francia.—Tregua entre ingleses y franceses.—Separase Inglaterra de la confederación.—Campaña en Flandes.—Triunfos de los franceses.—Renuncias recíprocas de los príncipes franceses a la corona de España, de Felipe V. a la de Francia.—Aprobación y ratificación de las cortes españolas.—Altera Felipe V. la ley de sucesión al trono en España.—Cómo fue recibida esta novedad.—Tratado de la evacuación de Cataluña hecho en Utrecht.—Tratados de paz: de Francia con Inglaterra; con Holanda; con Portugal; con Prusia; con Saboya.—Tratado entre España e Inglaterra.—Concesión del asiento o trata de negros.—Niegase el emperador a hacer la paz con Francia.—Guerra en Alemania: triunfos del francés.—Tratado de Rastadt o de Baden: paz entre Francia y el Imperio.—La guerra de Cataluña.—Muerte del duque de Vendôme.—Movimientos de Staremberg.—Evacúan las tropas inglesas el Principado.—Sale de Barcelona la emperatriz de Austria.—Bloqueo y sitio de Gerona.—Estipulase la salida de las tropas imperiales de Cataluña.—Piden inútilmente los catalanes que se les conserven sus fueros.—Resuelven continuar ellos solos la guerra.—Marcha de Staremberg.—El duque de Popoli se aproxima con el ejército a Barcelona.—Escuadra en el Mediterráneo.—Bloqueo de la plaza.—Insistencia y obstinación de los barceloneses.—Guerra en todo el Principado.—Incendios, talas, muertes y calamidades de todo género.—Tratado particular de paz entre España o Inglaterra.—Artículo relativo a Cataluña.—Justas quejas de los catalanes.—Intimación a Barcelona.—Altiva respuesta de la diputación.—Bombardeo.—Llegada de Berwick con un ejército francés.—Sitio y ataques de la plaza.—Resistencia heroica.—Asalto general.—Horrible y mortífera lucha.—Sumisión de Barcelona.—Gobierno de la ciudad.—Concluye la guerra de sucesión en España.

downloadAcordados y establecidos entre las cortes de Francia e Inglaterra los preliminares para la paz151; elegida por la reina Ana la ciudad de Utrecht para celebrar las conferencias; despachadas circulares convocando el congreso para el 12 de enero de 1712; nombrados plenipotenciarios por parte de la reina de Inglaterra y del rey Cristianísimo; habiendo igualmente nombrado los suyos los monarcas de España y de Portugal; frustrada, como indicamos antes, la tentativa del príncipe Eugenio, que había ido a Londres como representante del Imperio para ver de disuadir .a la reina Ana de los proyectos de paz, y vuelto a Viena sin el logro de su misión; convencido ya el emperador, vista la firme resolución de aquella reina, de la necesidad de enviar también sus plenipotenciarios al congreso, y hecho el nombramiento de ellos; verificada igual nominación por las demás potencias y príncipes interesados en la solución de las grandes cuestiones que en aquella asamblea habían de resolverse152; abrieronse las conferencias el 29 de enero (1712), bien que no hubieran concurrido todos los plenipotenciarios, anunciando la apertura el obispo de Bristol, y pronunciando el abad de Polignac un discreto discurso en favor de la paz.

Llegado que hubieron los plenipotenciarios del emperador, los franceses presentaron por escrito sus proposiciones (febrero, 1712). La Francia proponía: el reconocimiento de la reina Ana de Inglaterra y la sucesión de la casa de Hannover; la demolición de Dunkerque; la cesión a Inglaterra de las islas de San Cristóbal, Terranova y bahía de Hudson, con Puerto Real; que el País Bajo cedido por el rey de España al elector de Baviera serviría de barrera a las Provincias Unidas, y se haría con ellas un tratado de comercio sobre bases beneficiosas; que el rey don Felipe renunciaría los estados de Nápoles, Cerdeña y Milán, y lo que se hallaba en poder del duque de Saboya; que del mismo modo la casa de Habsburgo renunciaría a todas sus pretensiones sobre España; que se restituirían sus estados a los electores de Colonia y de Baviera; que las cosas de Europa quedarían con Portugal como antes de la guerra; que el rey de Francia tomaría las medidas convenientes para impedir la unión de las coronas de Francia y España en una misma persona153.

En vista de estas proposiciones los ministros de los aliados pidieron un plazo de veinte y dos días para informar de ellas a sus cortes y poderlas examinar con madurez. Cumplido el plazo y abierta de nuevo la sesión, cada cual presentó la respuesta de su soberano con su pretensión respectiva. Diremos sólo las principales. Exigía el emperador que la Francia restituyera todo lo que había adquirido por los tratados de Munster, de Nimega y de Ryswick, y que adjudicara a la casa de Habsburgo el trono de España, y todas las plazas que había ganado en este reino, en Italia y en los Países Bajos.—Pedía Inglaterra el reconocimiento del derecho de sucesión en la línea protestante, la expulsión del territorio francés del pretendiente Jacobo III., la cesión de las islas de San Cristóbal y demás mencionadas, la conclusión de un tratado de comercio, y una indemnización para los aliados.—Reclamaba Holanda que renunciara el francés e hiciera renunciar a los aliados todo derecho que pudieran pretender a los Países Bajos españoles, con la restitución de las plazas que poseía la Francia, que lo relativo a la barrera se acordara con el Imperio, que se hiciera un tratado de comercio con las exenciones y tarifa de 1664, que se modificara el artículo cuarto de Ryswick sobre la religión, etc.—Por este orden presentaron sus particulares pretensiones Prusia, Saboya, los Círculos germánicos, el elector Palatino, el de Tréveris, el obispo de Munster, el duque de Witemberg y todos los demás príncipes.

Al ver tantas pretensiones los plenipotenciarios franceses, juntáronlas todas, y pidieron tiempo para reflexionar sobre ellas. Otorgaronsele los aliados, pero la respuesta se hizo esperar tanto, que la tardanza les inspiró el mayor recelo e inquietud; sospecharon que se los burlaba, y se arrepentían de haber puesto sus pretensiones por escrito. En efecto, el francés entretanto negociaba en secreto con Inglaterra para sacar después mejor partido de los demás, según su antigua costumbre, y en esta suspensión lograron ponerse de acuerdo sobre el punto principal, que era la resolución de Felipe V. para que no recayeran en su persona las dos coronas de España y Francia.

Influyó también mucho en esta dilación la circunstancia singular y lastimosa de haber fallecido en Francia en pocos días los más inmediatos herederos de aquella corona: el 12 de febrero la delfina; el 18 el delfín mismo, antes duque de Borgoña, y el 8 de marzo el tierno infante duque de Bretaña, que era ya delfín. Estas inesperadas y prematuras defunciones variaban esencialmente la posición de Felipe V., porque ya entre él y el trono de Francia no mediaba más que el duque de Anjou, niño de dos años y de complexión débil. Era por consecuencia cada día más urgente impedir la reunión de las dos coronas, y sobre esto se siguió una correspondencia muy activa entre las cortes de Inglaterra y Francia. Felipe tenía por precisión que renunciar una de las dos. Sobre esto apretaba la reina de Inglaterra, y no hubieran consentido otra cosa los aliados. Era ya llegada la estación favorable para emprender de nuevo la campaña, y Luis XIV. no quería fiar la suerte de su reino a las eventualidades de la guerra. A pesar de la inclinación del francés a que le sucediera Felipe, y de haber tentado probar la imposibilidad de que renunciase a la corona de Francia, fundado en las leyes de sucesión del país, instruyó a su nieto de todo lo que pasaba, de la necesidad perentoria de la paz, y de la urgencia de que se decidiese al punto por un partido. Felipe, no obstante el momentáneo conflicto en que le ponían los encontrados afectos, de gratitud a los españoles, de inclinación a la Francia y de amor a su abuelo, después de haber recibido los sacramentos para prepararse a una acertada resolución, llamó al marqués de Bonnac, y le dijo con firmeza: «Está hecha mi elección, y nada hay en la tierra capaz de moverme a renunciar la corona que Dios me ha dado: nada en el mundo me hará separarme de España y de los españoles»154.

Gran contento produjo esta resolución cuando se comunicó al ministerio inglés. Por parte de los sucesores al trono de Francia había de hacerse igual renuncia de sus derechos eventuales al de España: y tratóse al punto de fijar las formalidades con que ambas habían de efectuarse, debiendo ser sancionadas por los cuerpos legislativos de cada reino. En Francia, a petición de Luis XIV., con la cual se conformó el lord Bolingbroke, suplió la sanción del parlamento a la de los estados generales; en España recibió la sanción de las Cortes, en los términos que luego diremos.

Obtenida esta resolución, convínose luego en una tregua y suspensión de armas entre ingleses y franceses. El general inglés, conde de Ormond, que había reemplazado en los Países Bajos al célebre Marlborough, tuvo orden de no tomar parte alguna en las operaciones de los aliados que daban entonces principio a la nueva campaña. Sorprendido se quedó el príncipe Eugenio, generalísimo del ejército de la confederación, al oír la resolución y al ver la inmovilidad del inglés. A pesar de esta actitud, sitió el príncipe Eugenio la plaza de Quesnoy con el ejército imperial y holandés, y la tomó después de repetidos ataques (4 de julio, 1712). Mas como en este intermedio se publicara el tratado de la tregua, y se hiciera saber a los aliados, y se entendieran ya los generales inglés y francés, Ormond y Villars, pasaron los ingleses a ocupar la plaza de Dunkerque con arreglo al tratado, y lográronlo (10 de julio), no obstante los esfuerzos que hicieron ya los confederados para impedirlo. Esta defección de Inglaterra y la separación de sus tropas llenó de indignación a las demás potencias de la grande alianza; los representantes del imperio proponían otra nueva confederación para continuar la guerra, y de contado el príncipe Eugenio, tomada Quesnoy, se puso sobre Landrecy. Mas la separación de los ingleses no solo infundió aliento al mariscal de Villars, sino que daba a su ejército hasta una superioridad numérica sobre el de los aliados. Así, mientras el príncipe imperial sitiaba a Landrecy, el francés atacó denodadamente y forzó las líneas de Denain, donde se hallaba un cuerpo considerable de los aliados, y haciendo grande estrago en los enemigos, y cogiendo de ellos hasta cinco mil hombres (24 de julio, 1712), ganó una completa y brillante victoria que decidió la suerte de la campaña. Levantó al momento Eugenio el sitio de Landrecy, y ya no hubo quien resistiera el ímpetu de los franceses. Apoderáronse sucesivamente de Saint-Amand (26 de julio); de Marchiennes (31 de julio), plaza importante, por ser donde tenían los aliados sus principales almacenes; de Douay, de Quesnoy y de Bouchain (agosto, 1712): y al fin de la campaña no había ya ejército capaz de resistir los progresos rápidos de las armas francesas155.

En este tiempo se habían hecho las renuncias recíprocas que habían de servir de base al arreglo definitivo del tratado entre Inglaterra, Francia y España. Felipe V. juntó su Consejo de Castilla ( 22 de abril, 1712), y le anunció su resolución, así como la de la renuncia que hacían por su parte los príncipes franceses. La satisfacción con que aquella fue recibida por los consejeros, y en general por todos los españoles, se aumentó con la que produjo poco tiempo después el nacimiento de un segundo infante de España (6 de junio), a quien se puso por nombre Felipe. No contento el rey con ejecutar y hacer pública su resolución participándola por real decreto de 8 de julio a los Consejos y tribunales, quiso que se convocaran las Cortes del reino para dar más solemnidad y más validación al acto.

Congregadas y abiertas las Cortes en Madrid156, hizo el rey leer su proposición (5 de noviembre, 1712), manifestando el objeto de la convocatoria, que era el de las recíprocas renuncias de las coronas de España y Francia, esperando que el reino junto en Cortes daría su aprobación a la que por su parte había resuelto hacer. Al tercer día siguiente (8 de noviembre) respondieron a S. M. los caballeros procuradores de Burgos, expresando en un elocuente discurso cuán agradecido estaba el reino a los testimonios de amor y de paternal cariño que de su monarca estaba recibiendo desde que la Providencia puso en sus sienes la corona de Castilla, ponderando los esfuerzos de su ánimo y los riesgos de su preciosa vida para luchar contra tantos y tan poderosos enemigos y vencerlos, así como los inmensos gastos y sacrificios que la nación por su parte había hecho gustosamente para afianzar el cetro en sus manos, haciéndose cargo de las justas razones que motivaban su resolución, dándole las gracias por la preferencia que en la alternativa de elegir entre dos monarquías daba a la española, aprobando y ratificando todos los puntos que abrazaba su real proposición, y obligándose en nombre de estos reinos a mantener sus resoluciones a costa, si fuese menester, de toda su sangre, vidas y haciendas. Lo cual oído y entendido por todos los demás procuradores, unánimes y conformes, némine discrepante, se conformaron y adhirieron a lo manifestado por los de Burgos.

En su consecuencia, al otro día (9 de noviembre) presentó el rey a las Cortes la siguiente solemne renuncia, que trascribimos literalmente en su parte esencial, no obstante su extensión, por su importancia y por la influencia que ha tenido en los destinos ulteriores de las naciones de Europa.

«Don Felipe, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, etc. etc. Por la relación, y noticia de este instrumento, y escritura de renunciación y desistimiento, y para que quede en perpetua memoria, hago notorio y manifiesto a los Reyes, Príncipes, Potentados, Repúblicas, Comunidades, y personas particulares, que son, y fueren en los siglos venideros, que siendo uno de los principales Tratados de Paces pendientes en la Corona de España y la de Francia con la Inglaterra, para cimentarla firme y permanente, y proceder a la general, sobre la máxima de asegurar con perpetuidad el universal bien y quietud de la Europa en un equilibrio de Potencias, de suerte, que unidas muchas en una, no declinase la balanza de la deseada igualdad en ventaja de una a peligro y recelo en las demás, se propuso, e instó por la Inglaterra, y se convino por mi parle y la del rey mi abuelo, que para evitar en cualquier tiempo la unión de esta Monarquía y la de Francia, y la posibilidad de que en ningún caso sucediese, se hiciesen recíprocas renuncias por mi, y toda mi descendencia, a la sucesión posible de la monarquía de Francia, y por la de aquellos príncipes, y todas sus líneas existentes y futuras, a la de esta monarquía, formando una relación decorosa de abdicación de todos los derechos, que pudieren acertarse para sucederse mutuamente las dos Casas Reales de ésta y aquella Monarquía, separando con los medios legales de mi renuncia mi rama del tronco Real de Francia, y todas las ramas de la de Francia de la troncal derivación de la sangre real española; previniéndose asimismo, en consecuencia de la máxima fundamental y perpetua del equilibrio de las potencias de Europa, el que así como éste persuade y justifica evitar en todos casos excogitantes la unión de la Monarquía, pudiese recaer en la Casa de Austria; cuyos dominios y adherencias, aún sin la unión del imperio las haría formidables: motivo que hizo plausible en otros tiempos la separación de los estados hereditarios de la Casa de Austria del cuerpo de la Monarquía española, conviniéndose a este fin por la Inglaterra conmigo, y con el rey mi abuelo, que en falla mía y de mi descendencia, entre en la sucesión de esta Monarquía el duque de Saboya, y sus hijos descendientes masculinos, nacidos en constante legítimo matrimonio; y en defecto de sus líneas masculinas, el príncipe Amadeo de Carinan, sus hijos descendientes masculinos, nacidos en constante legítimo matrimonio; y en defecto de sus líneas, el príncipe Tomás, hermano del príncipe de Carinan, sus hijos descendientes masculinos, nacidos en constante legítimo matrimonio, que por descendientes de la infanta doña Catalina, hija del señor Felipe II., y llamamientos expresos, tienen derecho claro, y conocido…

»He deliberado, en consecuencia de lo referido, y por el amor a los españoles… el abdicar por mí, y todos mis descendientes, el derecho de suceder a la Corona de Francia, deseando no apartarme de vivir y morir con mis amados y fieles españoles, dejando a toda mi descendencia el vínculo inseparable de su fidelidad y amor; y para que esta deliberación tenga el debido efecto, y cese el que se ha considerado uno de los principales motivos de la guerra que hasta aquí ha afligido a la Europa. De mi propio motu, libre, espontánea y grata voluntad, yo don Felipe, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, etc. etc. Por el presente instrumento, por mí mismo, por mis herederos y sucesores, renuncio, abandono, y me desisto, para siempre jamás, de todas pretensiones, derechos y títulos, que yo, o cualquiera descendiente mío, haya desde ahora, o pueda haber en cualquier tiempo que suceda en lo futuro, a la sucesión de la Corona de Francia; y me declaro, y he por excluido, y apartado yo, y mis hijos, herederos, y descendientes, perpetuamente, por excluidos, e inhabilitados absolutamente, y sin limitación, diferencia, y distinción de personas, grados, sexos, y tiempos, de la acción y derecho de suceder en la Corona de Francia; y quiero, y consiento por mí, y los dichos mis descendientes, que desde ahora para entonces se tenga por pasado y transferido en aquel, que por estar yo y ellos excluidos, inhabilitados, e incapaces, se hallare siguiente en grado, e inmediato al rey, por cuya muerte vacare, y se hubiere de regular y diferir la sucesión de la dicha Corona de Francia en cualquier tiempo y caso, para que la haya y tenga como legítimo y verdadero sucesor, así como si yo y mis descendientes no hubiéramos nacido, ni fuésemos en el mundo, que por tales hemos de ser tenidos y reputados, para que en mi persona y la de ellos no se pueda considerar, ni hacer fundamento de representación activa, o pasiva, principio, o continuación de línea efectiva, contemplativa, de substancia, o sangre, o calidad, ni derivar la descendencia o computación de grados de las personas del rey Cristianísimo, mi señor y mi abuelo, ni del señor Delfín, mi padre, ni de los gloriosos reyes sus progenitores, ni para otro algún efecto de entrar en la sucesión, ni preocupar el grado de proximidad, y excluirle de él, a la persona, que como dicho es, se hallare siguiente en grado. Yo quiero, y consiento por mi mismo, y por mis descendientes, que desde ahora, como entonces, sea mirado y considerado este derecho como pasado, y trasladado al duque de Berry, mi hermano, y u sus hijos, y descendientes masculinos, nacidos en constante legítimo matrimonio; y en defecto de sus líneas, al duque de Borbón, mi primo, y a sus hijos y descendientes masculinos, nacidos en constante y legítimo matrimonio, y así sucesivamente a todos los príncipes de la sangre de Francia, sus hijos y descendientes masculinos, para siempre jamás, según la colocación y orden con que ellos fueron llamados a la Corona por el derecho de su nacimiento…

»Y en consideración de la mayor firmeza del acto de la abdicación de todos los derechos y títulos que me asistían a mí, y a todos mis hijos y descendientes para la sucesión de la referida Corona de Francia, me aparto y desisto, especialmente del que pudo sobrevenir a los derechos de naturaleza por las letras patentes, instrumento por el cual el rey, mi abuelo, me conservó, reservó, y habilitó el derecho de sucesión a la Corona de Francia; cuyo instrumento fue despachado en Versalles en el mes de diciembre de 1700, y pasado, aprobado, y registrado por el Parlamento; y quiero, que no me pueda servir de fundamento para los efectos en él prevenidas, y le refuto, y renuncio, y le doy por nulo, irrito, y de ningún valor, y por cancelado, y como si tal instrumento no se hubiese ejecutado; y prometo, y me obligo en fe de palabra Real, que en cuanto fuere de mi parte, de los dichos mis hijos y descendientes, que son y serán, procuraré la observancia y cumplimiento de esta escritura, sin permitir, ni consentir, que se vaya, o venga contra ello, directe, o indirecte, en todo, o en parte; y me desisto y aparto de todos y cualesquiera remedios sabidos, o ignorados, ordinarios, o extraordinarios, y que por derecho común, o privilegio especial nos puedan pertenecer a mí y a mis hijos y descendientes, para reclamar, decir, y alegar contra lo susodicho; y todos ellos los renuncio…

»Y si de hecho, o con algún color quisiéramos ocupar el dicho reino por fuerza de armas, haciendo o moviendo guerra ofensiva, o defensiva, desde ahora para entonces se tenga, juzgue, y declare por ilícita, injusta y mal intentada, y por violencia, invasión, y usurpación hecha contra razón y conciencia…

»Y este desistimiento y renunciación por mí, y los dichos hijos, y descendientes ha de ser firme, estable, válida, o irrevocable perpetuamente, para siempre jamás. Y digo, y prometo, que no echaré, ni haré protestación, o reclamación en público, o en secreto, en contrario, que pueda impedir, o disminuir la fuerza de lo contenido en esta Escritura; y que si la hiciere, aunque sea jurada, no valga, ni pueda tener fuerza. Y para mayor firmeza, y seguridad de lo contenido en esta renuncia, y de lo dicho y prometido por mi parte en ella, empeño de nuevo mi fe, palabra real, y juro solemnemente por los Evangelios contenidos en este Misal, sobre que pongo la mano derecha, que yo observaré, mantendré y cumpliré este acto, y instrumento de renunciación, tanto por mi, como por todos mis sucesores, herederos, y descendientes, en todas las cláusulas en él contenidas, según el sentido y construcción-más natural, literal y evidente; y que de este juramento no he pedido, ni pediré relaxación; y que si se pidiere por alguna persona particular, o se concediere motu propio, no usaré, ni me valdré de ella; antes para en el caso que se me conceda, hago otro tal juramento, para que siempre haya, y quede uno sobre todas las relajaciones que me fuesen concedidas; y otorgo esta Escritura ante el presente Secretario, notario de este mi reino, y la firmé y mandé sellar con mi Real Sello».—Sigue la firma del rey, y las de veinte y dos grandes, prelados, y altos funcionarios como testigos.

Las Cortes dieron su aprobación, consentimiento y ratificación a la renuncia en todas sus partes, y acordaron se hiciese consulta para que se estableciera como ley. En su virtud, se leyó a las Cortes en sesión de 18 de marzo de 1713 el decreto del rey declarando ley fundamental del reino todo lo contenido en el instrumento de renuncia, con derogación, casación y anulación de la ley de Partida y otras cualesquiera, en lo que a él fuesen contrarias. Esta resolución obtuvo también el acuerdo y conformidad de las Cortes157.

Hasta aquí no hallaban los españoles sino pruebas de amor de su soberano y motivos de agradecimiento a su conducta. Mas quiso luego Felipe establecer una nueva ley de sucesión en España, variando y alterando la que de muchos siglos atrás venía rigiendo y observándose constantemente en Castilla. El nuevo orden de sucesión consistía en eximir a las hembras, aunque estuviesen en grado más próximo, en tanto que hubiese varones descendientes del rey don Felipe en línea recta o trasversal, y no dando lugar a aquellas sino en el caso de extinguirse totalmente la descendencia varonil en cualquiera de las dos líneas.

No dejaba de conocer el rey don Felipe el disgusto con que había de ser recibida en el reino una novedad que alteraba la antigua forma y orden de su cesión, que de inmemorial costumbre venía observándose en Castilla: novedad tanto más extraña, cuanto que procedía de quien debía su corona al derecho de sucesión de las hembras, y de quien en su instrumento de renuncia al trono de Francia llamaba a heredar el cetro español a la casa de Saboya, cuyo derecho traía también su derivación de la línea femenina. Temiendo pues el desagrado popular que la nueva ley habría de producir, y sospechando sin duda que si la proponía desde luego a las Cortes del reino, sin cuyo consentimiento y conformidad no podía tener validez, no habría de ser bien acogida, manejóse diestramente para obtener antes la aprobación del Consejo de Estado, empleando para ello la reina la influencia que tenía con los duques de Montalto y Montellano, y con el cardenal Giúdice, hasta conseguir una votación unánime, según las palabras del rey. Quiso luego robustecer el dictamen del Consejo de Estado con el de Castilla; pero consultado éste, halló en él tanta variedad de pareceres, siendo desde luego contrarios al propósito del monarca los del presidente don Francisco Ronquillo, y los de otros varios consejeros, que al fin nada concluían, «y parecía aquella consulta, dice un autor contemporáneo, seminario de pleitos y guerras civiles». Tanto, que indignado el rey mandó que se quemara el original de la consulta, y ordenó que cada consejero diese su voto separadamente por escrito, y se le enviase cerrado y sellado. Parece que a esta prueba no resistió la firmeza de aquellos consejeros, y que si con ella no alcanzó el rey verdaderamente su objeto, exteriormente apareció haberlo logrado, resultando una extraña y sorprendente unanimidad en el Consejo de Castilla, en que antes hubo tan discordes opiniones158.

Luego que el rey se vio apoyado con los dictámenes de los dos consejos, determinó pedir su consentimiento a las Cortes que se hallaban reunidas: más como quiera que los procuradores no hubiesen recibido poderes de sus ciudades para un asunto tan grave, como era la variación de una ley fundamental de la monarquía, escribió el rey a las ciudades de voto en cortes (9 de diciembre, 1712), mandándoles que enviaran nuevos y especiales poderes para este objeto a los procuradores y diputados que formaban ya las Cortes de Madrid159. Hecho esto, y cumplido el mandamiento por las ciudades, presentó el rey a las Cortes su famosa ley de sucesión, para que fuese y se guardase como ley fundamental del reino (10 de mayo, 1713), por la cual variaba el orden y forma de suceder en la corona, dando la preferencia a los descendientes varones de varones, en línea recta o trasversal, por orden riguroso de agnación y de primogenitura, y no admitiendo las hembras sino en el caso de extinguirse y acabarse totalmente las líneas varoniles en todos sus grados, exigiendo, sí, que los príncipes sucesores hubiesen de ser nacidos y criados en España. «Sin embargo, decía, de la ley de la Partida, y de otras cualesquier leyes y estatutos, costumbres y estilos, y capitulaciones, u otras cualesquier disposiciones de los reyes mis predecesores que hubiere en contrario, las cuales derogo y anulo en todo lo que fueren contrarias a esta ley, dejando en su fuerza y vigor para lo demás, que así es mi voluntad»160. Estas leyes habían sido ya en parte quebrantadas antes por el modo y forma con que en el documento de renuncia llamaba a suceder la casa real de Saboya, pero no las barrenaba tan directa y absolutamente como con esta pragmática161. En las mismas Cortes, que concluyeron en 10 de junio inmediato (1713), se leyeron las renuncias solemnes que a su vez hicieron el duque de Berry y el de Orleans, por sí y por todos sus descendientes en todas las líneas, de los derechos que pudieran tener a la corona de España.

Volvamos ya a las negociaciones para la paz, y al congreso de Utrecht.

Hechas las recíprocas renuncias, que eran la condición precisa para realizarse el tratado de paz entre Inglaterra y Francia, formalizóse aquél, casi en los mismos términos que se había estipulado en los preliminares, como veremos luego, habiendo precedido una suspensión de armas de cuatro meses por ambas partes (agosto, 1712), de cuyo beneficio disfrutaron algunos ilustres prisioneros de ambas naciones que con tal motivo recobraron su libertad, entre ellos por parte de España el marqués de Villena, preso en Gaeta desde la pérdida del reino de Nápoles, por parte de Inglaterra el general Stanhope, prisionero en la batalla de Brihuega.

Continuaban las conferencias de Utrecht, con hartas dificultades todavía para un arreglo, especialmente por parte de Alemania, la más contraria a la paz; que las otras potencias ya iban bajando de punto en sus pretensiones en vista del acomodamiento de Francia e Inglaterra y de los desastres de los Países Bajos. Portugal convino en una tregua de cuatro meses con España. Se acordó, a pesar de la repugnancia de los imperiales, la evacuación del principado de Cataluña y de las islas de Mallorca e Ibiza (14 de marzo, 1713), debiendo una armada inglesa trasladar a Italia desde Barcelona a la archiduquesa, o sea ya emperatriz de Austria162. Ésta fue la última sesión que celebró el congreso en las casas de la ciudad, que era el lugar señalado para las conferencias; lo demás se trató ya en las moradas de los ministros. Instaban y apretaban los plenipotenciarios ingleses para que se concluyera el tratado y se pusiera término al congreso. Diferíanlo los alemanes hasta obtener respuesta de su soberano. Por último, sin esperar su asistencia, estipularon los de Francia cinco tratados separados con las demás potencias (14 de abril, 1713); uno con Inglaterra, otro con Holanda, otro con Portugal, otro con Rusia, y el quinto con Saboya163. A estos siguieron otros para la seguridad y beneficio del comercio. Y finalmente, habiendo llegado los plenipotenciarios de España, duque de Osuna y marqués de Monteleón, se firmaron otros tratados, el uno entre España e Inglaterra, haciendo aquella a ésta la concesión del asiento o trato de negros en la América española, el otro de cesión de la Sicilia por parte de Felipe V. al duque de Saboya, y el tratado de paz y amistad entre estos dos príncipes164.

Tal fue el resultado de las negociaciones y conferencias del congreso deUtrecht para la paz general. «Tuvo Inglaterra, dice en sus Memorias el ministro de Francia Torcy, la gloria de contribuir a dar a Europa una paz dichosa y duradera, ventajosa a Francia, puesto que le hizo recobrar las principales plazas que había perdido durante la guerra, y conservar las que el rey había ofrecido tres años antes; gloriosa, por cuanto conservó a un príncipe de la real familia en el trono de España; necesaria, por la pérdida lastimosa que afligió al reino cuatro años después de esta negociación, y dos después de la paz, con la muerte del mayor de cuantos reyes han ceñido jamás una corona… El derecho de los descendientes de San Luis quedó reconocido por las potencias y naciones que antes habían conspirado a fin de obligar a Felipe a bajar del trono en que Dios le colocó».

Sólo el emperador quedó fuera de los tratados, por más que se le instó a que entrase en ellos, por su tenaz insistencia en no renunciar a sus pretensiones sobre España, las Indias y Sicilia, ni conformarse con las condiciones que se le imponían al darle los Países Bajos. Obstinóse, pues, en continuar la guerra, comprometiendo en ella a los príncipes del imperio. Y como se hubiese obligado ya a evacuar la Cataluña, celebró un tratado de neutralidad con Italia, a fin de concentrar todas sus fuerzas en el Rhin, donde esperaba poder triunfar de Francia, aún sin el auxilio de los aliados. Pero equivocóse el austríaco en el cálculo de sus recursos.

Tomó el mando del ejército francés del Rhin el mariscal de Villars, harto conocido por sus triunfos en Alemania y en los Países Bajos. Este denodado guerrero comenzó la campaña apoderándose de Spira (junio 1713), atacando y rindiendo a Landau (20 de agosto), donde hizo prisionero de guerra al príncipe de Wittemberg que la defendía con ocho mil hombres, y poniéndose sobre Friburg, del otro lado del Rhin. Ascendía el ejército de Villars a cien mil hombres. El príncipe Eugenio, noticioso de lo que pasaba, desde Malberg donde tenía su campo, hizo algún movimiento en ademán de socorrer a Friburg, pero sólo sirvió para que Villars apretara el ataque de la plaza hasta apoderarse de la ciudad (septiembre, 1713), a cuyos habitantes pidió un millón de florines si querían evitar el saqueo. Retirada la guarnición al castillo, sito sobre una incontrastable roca, resistió por algún tiempo, hasta que consultados el príncipe Eugenio y la corte de Viena, se recibió la orden del emperador consintiendo en que se rindiera, como se efectuó el 17 de noviembre (1713).

Estos reveses convencieron al príncipe Eugenio, y aún al mismo emperador, de la necesidad de hacer la paz con Francia que tanto había repugnado. El príncipe pasó a tratar de ella directa y personalmente con Villars: juntáronse estos dos insignes capitanes en el hermoso palacio de Rastadt, perteneciente al príncipe de Baden, y yendo derechos a su objeto y dejando a un lado argumentos impertinentes, entendiéronse y se concertaron fácilmente, adelantando más en un día y en una conferencia que los plenipotenciaros de Utrecht en un año y en muchas sesiones. Cada general dio parte a su soberano de lo que habían tratado y convenido; pero la Dieta del imperio, reunida en Augsburg, a la cual fue el negocio consultado, procedía con la lentitud propia de los cuerpos deliberantes numerosos. Menester fue que instaran fuertemente los dos generales para que se resolviera pronto un negocio que tanto interesaba al sosiego y bienestar de ambos pueblos. Aún así era ya entrado el año siguiente (1714) cuando obtuvieron la respuesta de sus respectivas cortes. Volvieronse entonces a juntar el 28 de febrero, y el 1.º de marzo firmaron ya los preliminares, que fueron muy breves, y sustancialmente se reducían, a que quedaran por la casa de Austria los Países Bajos, el reino de Cerdeña, y lo que ocupaba en los Estados de Italia; a que no se hablara más del Principado que se pretendía para la princesa de los Ursinos; a que los electores de Colonia y Baviera fuesen restablecidos en sus Estados; a que la Francia restituyera Friburg, el Viejo Brissach y el fuerte de Kekl, y a que sobre la barrera entre el Imperio y la Francia se observara el tratado de Ryswick.

Sobre estos preliminares se acordó celebrar conferencias en Baden, ciudad del Cantón de Zurich. Abrióse el congreso (10 de junio, 1716) con asistencia de dos plenipotenciarios por cada una de las dos grandes potencias, concurriendo además los de los príncipes del Cuerpo Germánico, de España, de Roma, de Lorena, y otros, hasta el número de treinta ministros. Volvieron las pretensiones y memoriales de cada uno; más para cortar complicaciones y entorpecimientos resolvieron pasar al Congreso el príncipe Eugenio y el mariscal de Villars, decididos ambos a no admitir razones ni argumentos de ningún ministro, y a dar la última mano a lo convenido en Rastadt. Llegó el primero el 5, y el segundo el 6 de septiembre; y el 7 quedó ya firmado por los seis ministros de ambas potencias el tratado de paz entre la Francia y el Imperio165. Resultado que llenó de júbilo a todas la naciones y se publicó con universal alegría. Con el correo mismo que trajo el tratado a Madrid envió Felipe V. el Toisón de oro al mariscal de Villars en agradecimiento de tan importante servicio.

Réstanos dar cuenta de lo que había acontecido en Cataluña en tanto que estos célebres tratados se negociaban y concluían.

Dejamos al terminar el año 1711 en cuarteles de invierno las tropas del Principado. Preparábanse en la primavera del siguiente a abrir de nuevo la campaña los dos generales enemigos, y ya habían comenzado las primeras operaciones, cuando sobrevino la impensada muerte del generalísimo de nuestro ejército Luis de Borbón, duque de Vendôme (11 de junio, 1712), en la villa de Vinaroz, del reino de Valencia, en la raya de Cataluña166: acontecimiento muy sentido en España, y cuyo vacío había de hacerse sentir en la guerra, y así fue. Reemplazóle en el mando de las tropas de Cataluña el príncipe de Tilly, y se dio el gobierno de Aragón al marqués de Valdecañas. Pasó el príncipe a visitar todas las plazas y fronteras, y halló que entre el Segre y el Cinca había cincuenta batallones y sesenta y dos escuadrones. Pero recibióse aviso de la corte (agosto, 1712) para que el ejército estuviese solo a la defensiva, atendidas las negociaciones para la paz que se estaba tratando en Utrecht. Valióse acaso de esta actitud Staremberg para molestar las tropas del rey Católico, y emprendió algunas operaciones con refuerzos que recibió de Italia, bien que sin notable resultado. En esta situación llegó a Cataluña la orden para que las tropas inglesas evacuaran el Principado, con arreglo al armisticio acordado entre Francia e Inglaterra. La retirada de estas tropas fue un golpe mortal para los catalanes, y para el mismo Staremberg, que se apresuró a reforzar con alemanes la guarnición de Tarragona. Comenzóse a notar ya más tibieza en el amor de los catalanes a la emperatriz de Austria, que aún estaba entre ellos. Una tentativa de los enemigos para sorprender la plaza de Rosas quedó también frustrada, y Staremberg se retiró hacia Tarragona y Barcelona para ver de repararse de los reveses de la fortuna: pero no pudo impedir que el príncipe de Tilly hiciera prisionero un regimiento entero de caballería palatina (6 de octubre, 1712) en las cercanías de Cervera.

No hubo el resto de aquel año otro acontecimiento militar notable por aquel lado. Pero tiempo hacía que preocupaba a los enemigos el pensamiento y el deseo de apoderarse de la importantísima plaza de Gerona, y con este intento en aquella misma primavera pasó el Ter con bastantes tropas, encargado de bloquearla el barón de Vetzél. Habíala abastecido y guarnecido con tiempo el gobernador marqués de Brancas, teniente general del ejército franco-español, y hallábase apercibido y vigilante. Desde el mes de mayo comenzaron los encuentros entre unas y otras tropas, y los ataques a las inmediatas fortificaciones, que alternativamente se perdían y recobraban, y continuaron así con éxito vario hasta el mes de octubre, en que los enemigos estrecharon ya la plaza, falta de víveres con tan largo bloqueo, reducidos a la mayor extremidad los moradores, declarada en la ciudad una mortífera epidemia, y viéndose obligada la guarnición a hacer salidas arriesgadas, siquiera pereciese mucha gente, para ver de introducir algunos mantenimientos. Fueron éstos tan escasos que llegó al mayor extremo la penuria, no obstante haber salido de la población multitud de religiosos y religiosas, ancianos, mujeres y niños167. En tal situación llegó el conde de Staremberg a la vista de la plaza, y animados con su presencia los enemigos, embistiéronla por diferentes partes la noche del 15 de diciembre (1712), llegando a poner las escalas a la muralla; pero fueron rechazados por los valerosos defensores de Gerona después de una hora de sangrienta lucha.

Recibióse a este tiempo en la ciudad la nueva feliz de que el duque de Berwick con el ejército del Delfinado se hallaba en Perpiñán y venía a Cataluña. Alentáronse con esto los sitiados, pero también fue motivo para que Staremberg apresurara y menudeara los ataques; y por último se preparaba para un asalto general, persuadido de que con él se apoderaría de la plaza, cuando se tuvo noticia de que Berwick se hallaba ya en el Ampurdán; y en efecto, el 31 de diciembre se adelantaron sus tropas hasta Figueras, y prosiguieron su marcha cruzando el Ter y acampando en las cercanías de Torrella. Con esto levantó su campo el general alemán (2 de enero, 1713), retirándose a Barcelona. De esta manera quedó libre Gerona de un sitio de nueve meses: Berwick entró en la ciudad el 8 de enero, y dejando en ella una guarnición de diez mil hombres volvióse a descansar al Ampurdán. Premió el rey don Felipe con el Toisón de oro el valor y la constancia del marqués de Brancas en esta larga y penosa defensa168.

A poco tiempo de esto, y a consecuencia de las negociaciones de Utrecht, se firmó el tratado entre Inglaterra y Francia (14 de marzo, 1713), en que se estipuló que las tropas alemanas evacuaran la Cataluña, y que la emperatriz que estaba en Barcelona fuera conducida a Italia en la armada inglesa mandada por el almirante Jennings. En su virtud, y estando prontos los navíos ingleses, despidióse la emperatriz de los catalanes, asegurándoles que jamás olvidaría su afecto, ni dejaría de asistirles en todo lo que las circunstancias permitiesen, y que allí quedaba el conde de Staremberg que seguiría prestándoles sus servicios como antes. Mas no por eso dejaron los catalanes de ver su partida con tanto disgusto como pesadumbre, conociendo demasiado el desamparo en que iban a quedar. A consecuencia del tratado nombró Felipe virrey de Cataluña al duque de Pópoli, designando también los gobernadores de las plazas que habían de ir evacuando los enemigos. El 15 de mayo (1713) regresó a Barcelona el almirante Jennings con la armada en que había trasportado la emperatriz a Génova, y quiso permanecer allí para intervenir en la manera de la evacuación. Juntaronse en Hospitalet para arreglar el modo de ejecutarla, por parte del general español el marqués de Cevagrimaldi, por la del alemán el conde de Keningseg, y por la del inglés los caballeros Huwanton y Wescombe. Todo el afán de los catalanes era que se expresara en el convenio la condición de que se les mantendrían sus privilegios y libertades. Repetidas veces, a instancia suya, intentó Staremberg recabar esta condición de los representantes español e inglés, sin poder alcanzar de ellos más respuesta sino que no les correspondía otra cosa que ejecutar el artículo primero del tratado, reservándose lo demás a la conclusión de la paz general. Así, pues, acordóse, sin concesión alguna, y se firmó por todos el 22 de junio, el convenio en que se arreglaba la manera y tiempo en que habían de evacuar las tropas extranjeras el Principado169.

Pero los catalanes, a pesar de verse abandonados de todo el mundo, no se mostraban dispuestos a ceder de su rebelión. Visto lo cual por Staremberg, y previendo los funestos resultados de ella, renunció su cargo de virrey y capitán general de Cataluña, y resolvió partir también él mismo. En efecto, los catalanes, tenaces como siempre en sus rebeliones, determinaron no sujetarse a la obediencia del rey Católico, ni entregar a Barcelona, sino mantener viva la guerra. Y procediendo a formar en nombre de la Diputación su gobierno militar y político, nombraron generalísimo a don Antonio Villarroel; general de las tropas al conde de la Puebla; comandante de los voluntarios a don Rafael Nebot; director de la artillería a Juan Bautista Basset y Ramos, repartiendo así los demás cargos y empleos entre aquellos que más se habían señalado desde el principio en la revolución, y con más firmeza la habían sostenido. Y juntando fondos, y previniendo almacenes, y circulando despachos por el Principado, y contando con los voluntarios, y con los alemanes que se les adherían, y con la esperanza de encontrar todavía apoyo en el Imperio, declararon atrevidamente al son de timbales y clarines la guerra a las dos coronas de España y Francia.

Cuando se embarcó Staremberg, lo cual hubo de ejecutar mañosamente y como de oculto temiendo los efectos de la indignación de los catalanes, no llevó consigo todas las tropas como se prevenía en el tratado. Quedaban aún alemanes en Barcelona, Monjuich, Cardona y otros puntos, sin los que desertaban de sus filas, acaso con su consentimiento. Poco faltó para que el intrépido Nebot con un cuerpo de voluntarios se apoderara de Tarragona en el momento de evacuarla las tropas imperiales, y antes que la ocuparan las del rey Católico, y hubiéralo logrado a no haberse dado tanta prisa los ciudadanos a cerrarle las puertas, lo cual fue agradecido por el rey como un rasgo brillante de fidelidad. El duque de Pópoli se adelantó con las tropas hasta los campos de Barcelona, dejando bloqueada la ciudad por tierra, al mismo tiempo que lo hacían por mar seis galeras y tres navíos españoles. Publicóse a nombre del rey un perdón general y olvido de todo lo pasado para todos los que volvieran a su obediencia y se presentaran al duque de Pópoli para prestarle homenaje. Hiciéronlo los de la ciudad y llano de Vich, y de la misma capital lo habrían efectuado muchos a no impedírselo los rebeldes. Costóle caro a Manresa el haberse refugiado a ella gran número de éstos, pues mandó el general arrasar sus muros, quemar las casas de los que seguían a Nebot, y confiscarles los bienes.

El 29 de julio (1713) despachó el duque un mensajero a la Diputación de Barcelona con carta en que decía: que si la ciudad no le abría las puertas, sometiéndose a la obediencia de su rey y acogiéndose al perdón que generosamente le ofrecía, se vería obligado a tratarla con todo el rigor de la guerra, e indefectiblemente sería saqueada y arruinada. La respuesta de la Diputación fue: que la ciudad estaba determinada a todo; que no la intimidaban amenazas; que el duque de Pópoli podía tomar la resolución que quisiera, y que si atacaba la plaza, ella sabría defenderse. Ni bajó de punto la firmeza de los barceloneses porque vieran embarcarse en las naves del almirante Jennings los seis batallones alemanes que aún habían quedado en Hostalrich (19 de agosto). Quedabanse rezagados muchos austríacos, supónese que no sin anuencia de sus jefes, que no disimulaban su afición a los catalanes. El intrépido y terrible Nebot corría la tierra con sus miqueletes, y aunque contra él se destacó con un campo volante al no menos denodado y activo guerrillero don Feliciano de Bracamonte, que le destruyó en algunos encuentros, Nebot se rehacía en las montañas de Puigcerdá, tomando caballos a los eclesiásticos, caballeros y labradores, y recogiendo desertores y forajidos, con que volvía a reunir un cuerpo tan irregular como temible. Tan osados los voluntarios de fuera como los que estaban dentro de Barcelona, hervían las guerrillas en todo el Principado, y en villas, lugares y caminos no había sino estragos y desórdenes. Obligó esto al duque de Pópoli a emplear un extremado rigor, mandando incendiar las poblaciones en que los voluntarios se abrigaban, y condenando a muerte al paisano a quien se encontrara un arma cortante, aunque fuese un cuchillo. Todo era desolación y ruina, y habían vuelto en aquel desgraciado país los tiempos calamitosos de Felipe IV.170

Los de Barcelona, a pesar del bloqueo terrestre y marítimo, recibían de Mallorca y de Cerdeña socorros considerables de hombres y de vituallas (octubre y noviembre, 1713), y haciendo salidas impetuosas atacaban nuestros cuarteles y lograban introducir en la ciudad vacadas enteras y rebaños de carneros que les llevaban los de las montañas. Nuestras tropas derrotaban en Solsona y Cardona cuerpos de voluntarios, pero estos parecía que resucitaban multiplicados, y a veces tomaban represalias sangrientas. El rey don Felipe, conociendo la necesidad de vencer de una vez aquella tenaz rebelión, mandó que todas las tropas de Flandes y de Sicilia vinieran a Cataluña, y que se pusiera sitio formal a Barcelona. Mas como estuviese ya la estación adelantada, se determinó dejar el sitio para la primavera, formando entre tanto un cordón de tropas que estrechara la plaza, sin otro abrigo que las tiendas. Y como el duque de Pópoli diera orden a los soldados de no hacer fuego, mofabanse los de la ciudad diciendo que no tenían pólvora, y desde los muros los insultaban y escarnecían.

En este intermedio se había hecho y firmado el tratado particular de paz entre el rey don Felipe de España y la reina Ana Estuardo de Inglaterra (13 de julio, 1713), fundado sobre las bases de los demás tratados de Utrecht171. Pero había en éste un artículo que afectaba directamente a Cataluña y a los catalanes. La sustancia de este artículo era: «Por cuanto la reina de la Gran Bretaña insta para que a los naturales del Principado de Cataluña se les conceda el perdón, y la posesión y goce de sus privilegios y haciendas, no solo lo concede Su Majestad Católica, sino también que puedan gozar en adelante aquellos privilegios que gozan los habitadores de las dos Castillas.» Parecía, pues, por los términos de este artículo, que se concedía a los catalanes como una merced y un favor el gobierno y la Constitución de Castilla, cuando lo que en realidad envolvía la cláusula era la abolición de sus fueros y privilegios, que era la idea de Felipe V., y contra lo que ellos enérgicamente protestaban. Y ciertamente no era esto lo que habían ofrecido los plenipotenciarios de Inglaterra en Utrecht y el embajador Lexington en Madrid, sino intervenir y mediar por que les fueran mantenidos sus fueros y libertades. Y aún en el mismo tratado llamado de la Evacuación había un artículo, el 9.°, que decía: «Respecto de que los plenipotenciarios de la potencia que hace la evacuación insisten en obtener los privilegios de los catalanes, y habitadores de las islas de Mallorca e Ibiza, que por parte de la Francia se ha dejado para la conclusión de la paz, ofrece Su Majestad Británica interponer sus oficios para lo que conduzca a este fin.» Esta irregular conducta de la reina de Inglaterra, en cuyo auxilio y apoyo tanto habían confiado, tenía indignados a los catalanes, que no menos apegados a sus fueros que los aragoneses, peleaban hasta morir por conservarlos, con aquella decisión y aquella tenacidad que habían acreditado en todos tiempos; así como la resolución de Felipe era someter todos sus estados a unas mismas leyes, y hacer en Cataluña lo mismo que había hecho en Aragón.

Ardía la guerra en el Principado con todos los excesos, toda la crueldad, todos los estragos y todos los horrores de una lucha desesperada. Las tropas reales oprimían los pueblos con exacciones insoportables para mantenerse; los paisanos armados tomaban cuanto hallaban a mano en campos y en poblaciones. Unos y otros talaban e incendiaban; en los reencuentros se combatían con furia, y los prisioneros que mutuamente se hacían eran feroz e inhumanamente ahorcados o degollados. Todo era desdicha y desolación. En la Plana y en las montañas de Vich, en las partes de Manresa y Cervera, en Puigcerdá y en Solsona, orillas del mar y en las riberas del Segre, gruesas partidas de voluntarios daban harto que hacer a los generales del rey, y pusieron en grande aprieto a los dos más diestros capitanes en este género de guerra, Vallejo y Bracamonte. El duque de Pópoli iba estrechando la plaza de Barcelona, pero tenían los rebeldes porción de pequeñas y ligeras naves con que introducían socorros y víveres de Italia y de Mallorca, y fue menester armar una escuadra de cincuenta velas que cruzara el Mediterráneo, compuesta de navíos españoles, franceses e ingleses, y con los cuales se formó un cordón delante de Barcelona. El 4 de marzo (1714) enviaron los de la ciudad a decir al duque que darían tres millones de libras por los gastos del sitio, y dejarían las armas, con tal que se les conservaran sus privilegios. La proposición fue rechazada, y cuatro días después se dio principio al bombardeo de la ciudad, hasta que llegó un correo de Madrid con la orden de suspender el fuego, a causa de la negociación que se estaba tratando en Rastadt para las paces entre el emperador y el rey de Francia.

En peor situación que antes puso a Cataluña aquel tratado. Hízose creer a los catalanes que por él quedaba el emperador con título de rey y con la calidad de conde de Barcelona. Celebróse la nueva en la ciudad con salvas de artillería (23 de abril, 1714), y a nombre de la Diputación salió Sebastián Dalmáu, un mercader que había levantado a su costa el regimiento llamado de la Fe, a decir a los generales franceses que en virtud del Tratado debían cesar desde luego las hostilidades entre las tropas catalanas y francesas. Trabajo costó persuadir a los catalanes de que en aquella convención no se había hecho mención alguna de ellos, y así lo más que les ofrecían a nombre del rey Católico, si dejaban las armas, era un perdón general, dándoles de plazo para rendirse hasta el 8 de mayo. Y como ellos rechazaran el perdón diciendo que no le necesitaban, el 9 de mayo comenzó otra vez el bombardeo, y se construyeron baterías, y se atacó el convento de Capuchinos, y se abrieron en él trincheras, y se tomó por asalto, y fueron pasados a cuchillo todos sus defensores, y en las comarcas vecinas se hacía una guerra de estrago y de exterminio.

No se apretó por entonces más la plaza, porque así lo ordenó el rey don Felipe: el motivo de esta disposición era que Luis XIV., el mismo que en unión con la reina de Inglaterra había ofrecido interceder por los catalanes, so pretexto de que estos se habían excedido determinó enviar al monarca español su nieto veinte mil hombres mandados por el duque de Berwiek para ayudarle a someter a Barcelona, y Felipe quiso que se suspendiera el ataque de la ciudad hasta la llegada de estas fuerzas. En efecto, el 7 de julio llegó el de Berwiek con su ejército al campo de Barcelona: el de Pópoli entregó el mando al mariscal francés, según orden que tenía, y se vino a Madrid con el ministro de hacienda Orri, que allí se hallaba, a dar cuenta de todo al rey y a proveer lo que fuese necesario. La primera operación del de Berwiek fue deshacer una flotilla que venía de Mallorca con socorros para los barceloneses. Procedió después a atacar la ciudad (12 de julio) por la parte de Levante con gran sorpresa de los sitiados; y con esto, y con haber visto ahorcar en el campo a los que de resultas de una vigorosa salida quedaron prisioneros, la Diputación envió un emisario con cartas al comandante de los navíos, el cual las devolvió sin querer abrirlas. Lo mismo ejecutó el de Berwiek con otra que le pasó Villarroel, dando por toda respuesta, que con rebeldes que rehusaban acogerse a la clemencia de su rey, no se debía tener comunicación. Y perdida toda esperanza de sumisión y de acomodamiento, comenzaron el 24 a batir la muralla con horrible estruendo treinta cañones, y abriéronse brechas, y diéronse sangrientos asaltos, y hacíanse salidas que costaban combates mortíferos, y se continuaron por todo aquel mes y el siguiente todas las operaciones y todos los terribles accidentes de un sitio tan rudo y obstinado como era pertinaz y temeraria la defensa.

El 4 de septiembre hizo intimar el de Berwick la rendición a los sitiados, diciéndoles que de no hacerlo sufrirían los últimos rigores de la guerra, y sería arruinada la ciudad, y pasados a cuchillo hombres, mujeres y niños. Dos días dilataron los barceloneses la respuesta, al cabo de los cuales dijeron que los tres brazos habían determinado no admitir ni escuchar composición alguna, y que estaban todos resueltos a morir con las armas en la mano antes que rendirse: y dirigiéndose el enviado de la ciudad al caballero Dasfeldt que estaba en la brecha, le dijo: Retírese Vuecelencia. En vista de tan áspera y resuelta contestación, decidió el mariscal de Berwick acabar de una vez dando el asalto general (11 de septiembre, 1714). He aquí cómo describe un autor contemporáneo aquel terrible acontecimiento:

«Cincuenta compañías de granaderos empezaron la tremenda obra; por tres partes seguían cuarenta batallones, y seiscientos dragones desmontados; los franceses asaltaron el bastión de Levante que estaba en frente, los españoles por los lados de Santa Clara y Puerta Nueva: la defensa fue obstinada y feroz. Tenían armadas las brechas de artillería, cargadas de bala menuda que hizo gran estrago… Todos a un tiempo montaron la brecha, españoles y franceses; el valor con que lo ejecutaron no cabe en la ponderación. Más padecieron los franceses, porque atacaron lo más difícil: plantaron el estandarte del rey Felipe sus tropas en el baluarte de Santa Clara y Puerta Nueva; ya estaban los franceses dentro de la ciudad: pero entonces empezaba la guerra, porque habían hecho tantas retiradas los sitiados, que cada palmo de tierra costaba muchas vidas. La mayor dificultad era desencadenar las vigas y llenar los fosos, porque no tenían prontos los materiales, y de las troneras de las casas se impedía el trabajo. Todo se vencía a fuerza de sacrificada gente, que con el ardor de la pelea ya no daba cuartel, ni le pedían los catalanes, sufriendo intrépidamente la muerte. Fueron éstos rechazados hasta la plaza mayor; creían los sitiadores haber vencido, y empezaron a saquear desordenados. Aprovecháronse de esta ocasión los rebeldes, y los acometieron con tal fuerza, que les hicieron retirar hasta la brecha. Los hubieran echado de ella si los oficiales no hubieran resistido. Empezóse otra vez el combate más sangriento, porque estaban unos y otros rabiosos… Cargados los catalanes de esforzada muchedumbre de tropas, iban perdiendo terreno: los españoles cogieron la artillería que tenían plantada en las esquinas de las calles, y la dirigieron contra ellos. Esto los desalentó mucho, y ver que el duque de Berwick, que a todo estaba presente, mandó poner en la gran brecha artillería… Ocupado el baluarte de San Pedro por los españoles, convirtieron las piezas contra los rebeldes; otros los acababan divididos en partidas. Villarroel y el cabo de los conselleres de la ciudad juntaron los suyos, y acometieron a los franceses que se iban adelantando ordenados: ambos quedaron gravemente heridos. Pero en todas las partes de la ciudad se mantuvo la guerra doce continuas horas, porque el pueblo peleaba. No se ha visto en este siglo semejante sitio, más obstinado y cruel. Las mujeres se retiraron a los conventos. Vencida la plebe, la tenían los vencedores arrinconada; no se defendían ya, ni pedían cuartel; morían a manos del furor de los franceses. Prohibió este furor Berwick, porque algunos hombres principales que se habían retirado a la casa del magistrado de la ciudad pusieron bandera blanca. El duque mandó suspender las armas, manteniendo su lugar las tropas, y admitió el coloquio.

»En este tiempo salió una voz (se ignora de quién), que decía en tono imperioso: «Mata y quema.» Soltó el ímpetu de su ira el ejército, y manaron las calles sangre, hasta que con indignación la atajó el duque. Anocheció en esto, y se cubrió la ciudad de mayor horror… La noche fue de las más horribles que se pueden ponderar, ni es fácil describir tan diferentes modos con que se ejercitaba el furor y la rabia… Amaneció, y aunque la perfidia de los rebeldes irritaba la compasión, nunca la tuvo mayor hombre alguno, ni más paciencia Berwick. Dio seis horas más de tiempo; fenecidas, mandó quemar, prohibiendo el saqueo: la llama avisó en su último peligro a los rebeldes.

»Pusieron otra vez bandera blanca: mandóse suspender el incendio; vinieron los diputados de la ciudad a entregársela al rey sin pacto alguno: el duque ofreció sólo las vidas si le entregaban a Monjuich y a Cardona: ejecutóse luego. Dio orden el magistrado de rendir las dos fortalezas: a ocupar la de Cardona fue el conde de Montemar; y así en una misma hora se rindieron Barcelona, Cardona y Monjuich. Hasta aquí no había ofrecido más que las vidas Berwick; ahora ofreció las haciendas si luego disponían se entregase Mallorca; esto no estaba en las manos de los de Barcelona»172.

Apoderadas las tropas de la ciudad, fueron presos los principales cabezas de la rebelión, y llevados los unos al castillo de Alicante, los otros al de Segovia, al de Pamplona otros, y otros a otras prisiones173. Se nombró gobernador de Barcelona al marqués de Lede; se obligó a todos los ciudadanos a entregar las armas; se mandó bajo graves penas que los fugados se restituyeran a sus casas con el seguro del perdón, y se publicó un bando (2 de octubre), imponiendo pena de muerte a los catalanes que injuriasen a los castellanos, y a los castellanos que trataran mal a los catalanes. De allí a poco tiempo el duque de Berwick partió para venir a la corte (28 de octubre, 1714), donde fue recibido con general aplauso.

Así terminó en Cataluña después de trece años de sangrienta lucha la famosa guerra de sucesión, una de las más pertinaces y terribles que se registran en los anales de los pueblos. Costóles la pérdida de sus fueros, estableciéndose desde entonces en el Principado un gobierno en lo civil y económico acomodado en su mayor parte a las leyes de Castilla, lo cual dio margen a nuevos sucesos de que daremos cuenta después. La resistencia de Barcelona fue comparada a la de Sagunto y Numancia por los mismos escritores de aquel tiempo más declarados contra la rebelión. La suerte de Cataluña causó compasión, bien que compasión ya estéril, al rey y al pueblo inglés; y el emperador, por cuya causa había sufrido aquel país tantas calamidades, se lamentaba de las desgracias de sus pobres catalanes, como él los llamaba, y cuyo ilimitado amor a su persona reconocía. Quejábase amargamente, en carta que escribía al general Stanhope, de la imposibilidad en que se hallaba de socorrerlos, y de que quererlos amparar sería consumar su ruina.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Tomo VI, Parte III, Dominación de la Casa de Borbón, (Libros VI, VII y VIII) [Felipe V, Luis I, Fernando VI y Carlos III], Capítulo IX)

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Rendición y entrega de Granada

Intimación de Fernando a Boabdil para que le entregue la ciudad de Granada.—Respuesta negativa del rey moro.—Invade la frontera cristiana, y ataca y toma algunas fortalezas.—El conde de Tendilla.—El rey Fernando con ejército en la vega de Granada: combate: sorpresas.—Cerco y ataque de Salobreña: hazaña de Hernán Pérez del Pulgar.—Otras proezas de Pulgar: id. de Gonzalo de Córdoba: id. del conde de Tendilla.—Campaña de 1494.—Acampa el grande ejército cristiano en la vega de Granada.—Resolución del rey Chico y de su consejo.—Irrupción de Fernando en las Alpujarras.—Fijanse los reales en la Vega.—Pabellón dela reina Isabel.—Desafíos y combates caballerescos. Se aproxima la reina a examinar los baluartes de Granada.—Batalla de la Zubia favorable a los cristianos.—Vuelven los monarcas a los reales.—Incendiase el campamento cristiano: alarma general: verdadera causa del incendio.—Fundación de la ciudad de Santa Fe.—Abatimiento de los moros.—Propuesta de capitulación por parte de Boabdil.—Conferencias secretas.—Capítulos y bases para la entrega de la ciudad.—Insurrección en Granada.—Apuros y temores de Boabdil.—Acuérdase anticipar la entrega.—Salida del rey Chico y entrada del cardenal Mendoza en la Alhambra.—Encuentro de Boabdil y Fernando: entrega el rey moro las llaves de la ciudad.—Saluda a la reina y se despide.—Ondea la bandera cristiana en la Alhambra: alegría en el campamento.—Entrada solemne de los Reyes Católicos en Granada.—Fin dela guerra.—Acaba la dominación mahometana en España.

downloadSe aproxima el término de la dominación de los hijos de Mahoma en España, y el plazo en que va a cumplirse el destino del pueblo musulmán en la tierra clásica del cristianismo. No tenemos reparo en anunciar anticipadamente este grande acontecimiento, porque el lector que se haya informado de las campañas que acabamos de narrar, le presiente también y le ve venir.

Conquistadas Alhama, Loja, Vélez, Málaga, Baza, Almería y Guadix, toda la parte occidental y oriental del reino granadino, rendidos el príncipe Cid Hiaya, el rey Abdallah el Zagal, los caudillos de más nervio y de más vigor del pueblo sarraceno, quedaban Granada con su vega y con las montañas que desde el balcón de la Alhambra podía alcanzar con su vista Boabdil, el rey Chico, desprestigiado entre los suyos por su infausta estrella y por sus derrotas, y sospechoso a los buenos musulmanes por sus pactos y alianzas con los cristianos, teniendo que habérselas con dos monarcas poderosos y amados de todo el pueblo español, que disponían de un numeroso y disciplinado ejército, endurecido con los ejercicios y fatigas de la campaña, envanecido con una serie de gloriosos triunfos, entusiasmado con su rey y con su reina, y ardiente de entusiasmo y de fe.

Una de las condiciones con que el rey Chico había obtenido el rescate de su cautiverio en el cerco de Loja, era que tomada Guadix por las armas cristianas abdicaría su trono, entregaría Granada con todas sus pertenencias y castillos, y se retiraría a aquella ciudad con título de duque o marqués y señorío de algunos lugares de la comarca. El cumplimiento de aquella estipulación fue el que exigió Fernando de Boabdil, requiriéndole a ello por medio del conde de Tendilla. Escusóse el rey moro y procuró eludir una intimación que a tan humillante y miserable estado le reducía, alegando que no podía sin riesgo de su vida entregar una población que había acrecido de un modo extraordinario y estaba resuelta a defenderse. Esto, que aparecía una especiosa disculpa, era también una verdad. Porque Granada, que rebosaba de población con los muchos millares de refugiados de las ciudades conquistadas por nuestros reyes, si bien abrigaba gentes que deseaban a toda costa la paz, como eran los propietarios, comerciantes, industriales y labradores, encerraba también caudillos valerosos, belicosas tribus, nobles y esforzados personajes, cuales eran los Abencerrajes y Gazules, los Almorávides y Ommiadas, descendientes de las antiguas razas árabes y africanas, que estaban decididos a defender aquel resto de la gloriosa herencia de sus mayores. Y había sobre todo en Granada una muchedumbre de emigrados, de advenedizos, de renegados y aventureros, gente desesperada y turbulenta, que excitada por los fanáticos musulmanes, llamaba impío, traidor y rebelde al que hablara de transacción con los cristianos.

La respuesta de Boabdil la recibieron los reyes en Sevilla, donde habían ido a pasar el invierno, y donde se ocupaban en reformar abusos y en robustecer la administración de justicia. Alegróse Fernando de una respuesta que le proporcionaba ocasión de apellidar a Boabdil aliado voluble, pérfido y sin palabra, y para comprometerle escribió a los granadinos descubriéndoles la capitulación de Loja, y exigiendo se cumpliera pronta y puntualmente. La carta surtió el efecto que el astuto monarca aragonés se proponía. La gente tumultuaria y fanática se alborotó llamando al Zogoybi traidor y cobarde, y se dirigió en tropel a la Alhambra con desaforados gritos; hubiera tal vez perecido Boabdil a manos de las turbas, sin la enérgica intervención de los nobles y caballeros que las aquietaron y restablecieron el orden. No tuvo ya más remedio el rey Chico que declarar la guerra a Fernando, con lo cual despertando el espíritu bélico en aquella ciudad que parecía aletargada, comenzaron los moros a hacer algaras en las fronteras de los cristianos.

Hallábanse Fernando e Isabel, cuando recibieron esta nueva, celebrando en Sevilla con magníficas fiestas y regocijos, danzas, torneos y otros ejercicios marciales, los desposorios de su hija mayor la infanta Isabel con el príncipe Alfonso, heredero de la corona de Portugal (abril, 1490), que embajadores de Lisboa habían venido a negociar con el deseo de estrechar alianza entre los dos reinos, desunidos hasta entonces, o al menos recelosos a causa de las añejas y frecuentemente renovadas pretensiones de doña Juana la Beltraneja. Aprestáronse los reyes a tomar venganza de la conducta de Boabdil y de los granadinos, e inmediatamente enviaron al conde de Tendilla a Alcalá la Real, nombrado capitán mayor dela frontera. Los moros habían sorprendido ya algunos destacamentos cristianos, tomado algún castillo y bloqueado otros, y el conde de Tendilla reforzó oportunamente los más cercanos a Granada, y dictó otras medidas propias de su experiencia y de su talento. Entretanto Fernando, reuniendo hasta cinco mil caballos y veinte mil peones, avanzaba por Sierra Elvira, y entrando en las llanuras de Granada llegaba casi hasta los muros de la capital talando las mieses que los vasallos de Boabdil a la sombra de la paz habían estado cultivando con esmero. Quiso el rey señalar esta expedición con una ceremonia solemne, y allí en medio del campo, a la vista de los enemigos que podían presenciarlo desde las almenas de la ciudad, armó caballero al príncipe don Juan su hijo, de edad entonces de 12 años, siendo padrinos los dos antiguos y poderosos rivales, los duques de Cádiz y de Medinasidonia. El acto terminó confiriendo el caballero novel los mismos honores de la caballería a varios jóvenes sus compañeros de armas. La reina se había quedado en Moclín. Continuando la devastación, salieron los moros y dieron un vigoroso ataque a la gente del marqués de Villena, de que resultó entre otras la muerte de su hermano don Alfonso Pacheco y una herida en un brazo al mismo marqués en el acto de acudir a la defensa de un fiel criado suyo a quien vio atacado por seis moros; a consecuencia de aquella lanzada el generoso marqués quedó manco de aquel brazo para siempre.

En esta correría llamó la atención un gallardo moro, que a caballo y solo, con una bandera blanca en la mano se acercaba a las filas cristianas. Este arrogante musulmán expuso que habiendo muerto tres de sus hermanos por la propia mano y acero del valiente conde de Tendilla, deseaba vengar la ilustre sangre derramada por el guerrero cristiano, peleando con él en combate singular. El conde aceptó el reto, y obtenida licencia del rey, salió al encuentro del moro, le venció y se le presentó a Fernando, el cual le mandó que le retuviera cautivo en su poder.

Habían acompañado al monarca cristiano en esta expedición los príncipes moros el Zagal y Cid Hiaya, cada uno con una corta hueste de caballería, así por la fidelidad que habían ofrecido al rey de Aragón, como por odio a Boabdil. En el sitio de la vega llamado hoy el Soto de Roma había una fortaleza nombrada la torre de Román, que servía de abrigo a los cultivadores sarracenos. A ella se dirigió un día Cid Hiaya con su escuadrón de moros de Baza; llegóse a la puerta del fuerte, y habló en árabe a los vigilantes que estaban en las troneras pidiendo asilo para guarecerse de los cristianos que le perseguían. El alcaide y los del castillo no tuvieron dificultad en franquearles la entrada en la confianza de que hacían un servicio a los suyos. Mas tan pronto como el auxiliar de Fernando se vio dentro con su gente, desnudaron todos los alfanjes y se apoderaron de los engañados defensores de la fortaleza. Este ardid, con que se propuso Cid Hiaya dar una prueba de lealtad a su vencedor y amigo, excitó la rabia de los granadinos contra él, y no se cansaban de llamarle traidor infame. Los prisioneros fueron puestos en libertad como vencidos a mala ley, y Fernando, hecha la tala, que duró treinta días, se retiró otra vez a Córdoba.

Alentado Boabdil con la retirada del monarca aragonés, irritado con las correrías que Mendo de Quesada y otros capitanes cristianos hacían en sus campos estorbando las labores de los labriegos, y aprovechando la ocasión de estar ocupado el marqués de Villena en aquietar los mudéjares de Guadix que andaban un poco levantiscos, se animó a cercar y acometer la fortaleza de Alhendín que poseían los cristianos por astucia de Gonzalo de Córdoba y por traición del alcaide moro. Un incidente impidió al de Villena acudir con sus fronterizos tan pronto como quería al socorro de los sitiados, y no pudo evitar que Mendo de Quesada y los cristianos que defendían el castillo cayeran en poder de Boabdil y que fueran degollados y reducida a escombros la fortaleza. Creció con esto el ánimo del rey Chico, e invadió repentinamente la Taha de Andarax y las tierras del señorío de el Zagal y de Cid Hiaya, regresando orgulloso a la Alhambra con cautivos y ganados, después de haber rendido y desmantelado el castillo de Marchena. Los vasallos del Zagal quedaron alborotados y en rebelión, y síntomas de querer rebelarse seguían notándose en los mudéjares de Guadix. Esto último movió al marqués de Villena a tomar con ellos una determinación fuerte y radical. Allegando cuanta gente pudo, acampó con ella cerca de aquella ciudad. Reforzó la guarnición cristiana, y mandó a los moros salir al campo con protesto de hacer un alarde, y tan pronto como estuvieron fuera cerróles las puertas y les obligó a alojarse en los arrabales y caseríos. Dióles después a escoger entre abandonar el país con su riqueza mobiliaria o quedar sujetos a una pesquisa judicial para averiguar quiénes habían sido los conjurados y los instigadores. Ellos optaron unánimemente por la expatriación, y dejaron sus antiguos hogares trasladándose con cuantos efectos pudieron trasportar a África o Granada. Las poblaciones que por estos y otros medios quedaban desiertas de moros iban siendo repobladas por cristianos que de diversas provincias afluían a ellas.

Ya más contentos los granadinos con Boabdil por el éxito de sus primeras excursiones, meditaron otra, que al principio pensaron dirigir a Malaha, pero de la cual desistieron por temor al prudente y valeroso Gonzalo de Córdoba que se hallaba allí. Después a propuesta del intrépido Mohammed el Abencerraje acordaron emprender la reconquista de algún pueblo de la costa para ver de ponerse en comunicación con África, con la esperanza de recibir de allí socorros. A este intento se encaminaban ya a Almuñécar, cuando de repente mandó Boabdil torcer el rumbo por noticia que tuvo de que la guarnición de Salobreña se hallaba sin municiones, sin agua y sin vituallas. Pronto se apoderó de los arrabales y estrechó el castillo (agosto, 1 490). Por veloces que quisieron acudir en auxilio de los sitiados los gobernadores de Vélez y de Málaga, don Francisco Enríquez y don Íñigo Manrique, con su gente, no pudieron pasar de Almuñécar y de una isleta frontera al castillo, desde la cual apenas podían incomodar a los moros. Sólo el hazañoso Hernán Pérez del Pulgar, acostumbrado a ejecutar las proezas más difíciles, fletó un barco, espió una ocasión, se acercó a la orilla de la costa, tomó tierra, y seguido de sesenta escuderos armados de ballestas y espingardas, burló la vigilancia de los enemigos y se metió en la fortaleza, desde la cual arrojó al campamento de los moros un cántaro de agua y una copa de plata, para que vieran que no les apuraba la sed. Irritáronse con esta provocación Boabdil y sus capitanes, y ordenaron a sus soldados el asalto previniéndoles que no tuvieran piedad de nadie. Pero los cristianos de la isleta molestaban cuanto podían con sus fuegos a los asaltantes: Pulgar y los defensores del castillo resistían heroicamente, cuando al cabo de algunos días de pelear sin comer ni dormir los unos, de dar infructuosos asaltos los otros, supo Boabdil que los condes de Tendilla y de Cifuentes avanzaban a Almuñécar con fuerzas considerables, y que el rey Fernando se apostaba para cortarle la retirada en el valle de Lecrín. El rey Chico y sus capitanes tuvieron a bien cesar en los asaltos, levantar de prisa el cerco, ganar la sierra y volver a encerrarse en la Alhambra, desesperados del inútil ataque de Salobreña, pero contentos con haber acertado a eludir un encuentro con Fernando.

El rey, después de otra irrupción en la vega de Granada, en la cual empleó quince días para hacer la tala de los panizos que los moros habían sembrado, e irlos así privando de mantenimientos (setiembre), volvió sobre las comarcas de Baza y Almería, y como no se le ocultase que aquellos habitantes, participando del mal espíritu de los de Guadix, mantenían secretos tratos con los de Granada, los hizo salir de las ciudades y de las plazas fuertes, dándoles a escoger entre pasar a África o quedarse a vivir en las aldeas abiertas y alquerías, sin poder entrar en población cercada. Unos se resignaron a aceptar este último partido; otros prefirieron desamparar la tierra de España, ya que así eran lanzados de los techos bajo los cuales habían nacido y vivido sus padres. Merced a esta dura y fuerte medida pudo Fernando regresar más tranquilamente a Córdoba, a prepararse para otra más seria campaña.

Mientras los reyes hacían sus grandes preparativos, los capitanes de frontera ejecutaban proezas individuales y mostraban con rasgos de valor heroico hasta dónde rayaba, o su entusiasmo religioso, o su espíritu caballeresco. Cuéntase entre otras la arriesgada y peligrosa hazaña que realizó Hernán Pérez del Pulgar. Este campeón insigne, acompañado de quince de sus valerosos compañeros, buscados y excitados por él, partió un día desde Alhama, su ordinaria residencia, camino de Granada,con el temerario designio y resolución de penetrar en la ciudad y ponerle fuego. Después de haberse ocultado un día entre las alamedas de la Malaha, tomaron un haz de delgada leña y prosiguieron la vía de Granada sin ser vistos ni sentidos hasta llegar al pie de sus muros. Guiábalos un granadino, moro converso, y bajo su dirección Pulgar con una parte de los intrépidos aventureros saltó por unas acequias, atravesó en el silencio de la noche las oscuras y desiertas calles llegó a la puerta de la gran mezquita, y clavó en ella con su puñal un pergamino en que se leía el lema cristiano Ave-María. Dirigióse luego al vecino barrio de la Alcaicería, más al sacar fuego del pedernal para encender y aplicar al haz de leña se oyó y divisó una ronda de moros; los aventureros desenvainaron sus espadas, arremetieron y dispersaron la ronda, espolearon sus caballos, y dirigidos por el moro ganaron el puente y se alejaron de la ciudad, que al ruido de aquella refriega comenzaba ya a alborotarse. El rey premió largamente a los quince osados campeones, y concedió además a Pulgar asiento de honor en el coro de la catedral.

Hazañas parecidas ejecutaron también Gonzalo de Córdoba y su compañero Martín de Alarcón. Y cuentanse igualmente aventuras caballerescas y galantes como la del conde de Tendilla, el frontero mayor de Alcalá la Real. Noticioso el conde de que una noble doncella granadina, sobrina del alcaide Aben Comixa, que tenía concertado casamiento con el alcaide de Tetuán, iba a ser llevada a un puerto de la costa para embarcarla y trasportarla a África a celebrar sus bodas, determinó sorprenderla emboscándose en la sierra, como lo ejecutó apoderándose de la joven y de su pequeña comitiva, que llevó consigo a Alcalá, donde dispensó a los cautivos todas las atenciones de un cumplido caballero. Con noticia que tuvo de este suceso el alcaide Aben Comixa, tío de la bella Fátima, que así se llamaba la doncella, despachó al caballero aragonés don Francisco de Zúñiga, a quien tenía prisionero, con carta del mismo Boabdil para el conde, ofreciendo por el rescate de la novia hasta cien cautivos cristianos de los de Granada, los que el conde eligiese. A esta propuesta contestó el de Tendilla poniendo a Fátima a las puertas de Granada, escoltada por los suyos, después de haberle regalado algunas joyas. Agradecido Boabdil a la galantería del caballeroso conde, dio libertad a veinte sacerdotes cristianos y ciento treinta hidalgos castellanos y aragoneses, y más agradecido todavía Aben Comixa entabló desde aquel día y mantuvo después amigable correspondencia con el galante don Íñigo López de Mendoza.

Llegó en esto la primavera de 1491, y Fernando se halló en disposición de moverse camino de Granada al frente de un ejército de cincuenta mil hombres, de ellos una quinta parte de a caballo, compuesto de los contingentes de las ciudades de Andalucía y de la gente que de otras provincias habían enviado o llevado los grandes y nobles del reino. Suponese que acompañaban personalmente al rey el marqués de Cádiz, el marqués deVillena, el gran maestre de Santiago, los condes de Cabra, de Cifuentes, de Ureña y de Tendilla, el brioso don Alonso de Aguilar y otros ilustres y nobles capitanes que representaban los glorias de Alhama, de Loja, de Málaga y de Baza. El 26 de abril acampaba el ejército en la Vega a dos leguas de la corte del antiguo reino de los Alhamares. La reina se quedó en Alcalá con el príncipe y las infantas para atender como siempre a la subsistencia y a las necesidades de los guerreros. En el palacio árabe de la Alhambra celebraba Boabdil gran consejo con sus alcaides y alfaquíes sobre lo que debería hacerse para la defensa de la ciudad. Acordes todos en cuanto a la resistencia, quedó esta decretada y organizada. Contábase en la capital del emirato una población de doscientas mil almas, entre naturales y emigrados; además de las huestes de veteranos había veinte mil mancebos en edad y actitud de manejar las armas; abundaban las provisiones en los almacenes; surtíanla el Darro y el Genil de aguas copiosas; protegíanla las escabrosas montañas de Sierra Nevada, y le enviaban su grata frescura; ceñíanla formidables muros y torres, y se podía llamar la ciudad fuerte.

Convencido Fernando de la dificultad de reducirla por la fuerza, determinó hacer una correría de devastación por el ameno valle de Lecrín y por la Alpujarra, de cuyos frutos se abastecía la ciudad. El marqués de Villena iba delante incendiando aldeas, y recogiendo ganados y cautivos. El rey y los condes de Cabra y de Tendilla tuvieron que sostener serias refriegas con los feroces montañeses y con la hueste del terrible Zahir Aben Atar que les disputaban aquellos difíciles pasos. Al fin, después de arruinar poblaciones y de talar sembrados, regresó el ejército devastador, no sin ser molestado por el activo Zahir, a la vega de Granada, donde volvió a sentar sus reales para no levantarlos ya más. Plantáronse las tiendas de los caudillos y las barracas de los soldados en orden simétrico, formando calles como una población, y cercóse el campamento de fosos y cavas. La animación y el entusiasmo que se advirtió un día en los reales era el anuncio de la llegada de la reina Isabel con el príncipe y las infantas y con las doncellas que constituían su cortejo. El marqués de Cádiz destinó a su soberana el rico pabellón de seda y oro que él había usado en las campañas: las damas se acomodaron en tiendas menos suntuosas, pero de elegante gusto.

Exaltados los moros granadinos con la vista del campamento cristiano, diestros en el combate, buenos y gallardos jinetes, amantes de empresas arriesgadas y dados a hacer alarde de un valor caballeresco, ya que no se atrevían a pelear en general batalla con todo el ejército reunido, salían diariamente o solos o en pequeñas bandas y cuadrillas a provocar a los caballeros españoles a singular combate. Los campeones cristianos los aceptaban, siquiera por ostentar su lujo y su gallardía y por hacer gala de su valor ante las bellas damas de la corte que presenciaban aquellas luchas caballerescas, y premiaban con sus finezas o sus aplausos el arrojo, el brío o la destreza de los mejores combatientes. Desde la llegada de Isabel era el campo cristiano un palenque siempre abierto a esta especie de sangriento torneo; teniendo al fin que prohibir el rey, como ya lo había hecho en alguna otra ocasión, estos costosos desafíos, en que se vio no estar las más veces la ventaja por los cristianos, pues cuéntase que hubo moro tan ágil cabalgador y tan arrojado, que apretando las espuelas a su caballo árabe saltó fosos, brincó empalizadas, atropelló tiendas, clavó su lanza junto al pabellón de la reina, y volvió a su campo sin que hubiese quien le alcanzara en su veloz carrera.

Isabel, a quien los cuidados del gobierno no bastaban a distraer de los de la guerra, inspeccionaba todo lo relativo al campamento, cuidaba de las provisiones y de la administración militar, y muchas veces pasaba revista a las tropas a caballo y armada de acero alentando a los soldados. Un día quiso ver desde más cerca las fortificaciones y baluartes de Granada y el aspecto exterior de la ciudad. Obedientes todos a la más ligera insinuación de sus deseos, acompañaronla con las debidas precauciones el rey, el marqués de Cádiz y los principales caballeros, junto con el embajador de Francia que allí estaba, hasta la Zubia, pequeña población situada en una colina cerca y a la izquierda de la ciudad. Isabel estuvo contemplando desde la ventana de una casa los muros, torres y palacios de la grande y única población que representaba ya el imperio muslímico en España. Ella había prevenido al marqués de Cádiz que no empeñara aquel día combate con los moros, pues no quería que se derramara sangre cristiana por la satisfación de una simple curiosidad o antojo suyo. Mas no pudiendo sufrirlos de Granada la presencia tan inmediata del enemigo, cuya inacción misma parecía un silencioso reto o insulto, arrojáronse fuera de la ciudad con algunas piezas de artillería, cuyos certeros disparos hicieron algún daño en las filas cristianas. A tal provocación no les fue ya posible ni a los capitanes ni a los soldados españoles contener su ardor ni reprimir su enojo, y arremetiendo con impetuosa furia los marqueses de Cádiz y de Villena, los condes de Tendilla y de Cabra, don Alonso de Aguilar y don Alonso Montemayor con sus respectivas huestes, arrollaron de tal modo la infantería sarracena, que envolviendo ella misma y desordenando en su fuga a los jinetes quedaron más de dos mil moros entre muertos, cautivos y heridos. Los demás entraron atropelladamente en la ciudad por la puerta de Bibataubín (julio). Debe suponerse, y la historia así lo dice, que la reina perdonó fácilmente al marqués de Cádiz y a sus bravos compañeros la trasgresión de su mandato en gracia del triunfo. Los reyes, que habían presenciado la pelea desde la Zubia con no poca zozobra, ordenaron por la tarde la retirada al campamento.

Menos afortunados don Alonso de Aguilar, su hermano Gonzalo de Córdoba, el conde de Ureña y otros caballeros hasta el número de cincuenta, que se quedaron en emboscada para sorprender a los moros que habían de salir aquella noche a recoger los cadáveres, fueron ellos sorprendidos y degollados los más, y gracias que se salvaron aquellos célebres caudillos; y no fue poca fortuna la de Gonzalo de Córdoba, que habiendo caído en una acequia y pudiendo apenas incorporarse y menos huir a pie con el peso de la armadura, encontró quien le diera un caballo, con el cual se puso en franquía. En cambio, en una salida que después hizo Boabdil al frente de su caballería se vio en tanto apuro y tan acosado por los cristianos, que solo a la velocidad de su caballo tuvo que agradecer no haber caído segunda vez prisionero, y volver a pisar los suntuosos pavimentos de los salones de la Alhambra.

Una noche (era el 14 de julio), la alarma, el sobresalto, la consternación cundieron de repente en el real de los españoles. El fuego devoraba el rico pabellón de la reina, y en breve se hizo general comunicándose con espantosa rapidez de unas en otras tiendas. Isabel, que, envuelta entre humo y llamas, había podido salvar su persona y sus papeles, corrió al pabellón del rey, y le despertó: sobresaltado Fernando con el aviso, empuñó su lanza y su adarga, y a medio vestir montó en su caballo y salió al campo. La alarma era ya general como el fuego: el ruido de las cajas y trompetas se confundía con el de los gritos y voces de la asustada gente: los capitanes y soldados acudían a las armas, y las damas despavoridas y medio desnudas corrían sin saber dónde. Todos creían que el fuego había sido puesto por el enemigo, mientras los moros, que desde los baluartes de la ciudad veían la Vega iluminada por las llamas, creían a su vez que era un ardid de los cristianos. Cuando el incendio se fue apagando, y vieron estos que no aparecían enemigos por ninguna parte, se pudo ya averiguar con calma la causa de aquel contratiempo y alboroto, que era en verdad bien pequeña y sencilla. Al acostarse la reina Isabel mandó a una de sus dueñas que retirara una bujía cuya luz la molestaba: la doncella tuvo la imprecaución de dejar la vela cerca de una colgadura, que ondulando sin duda con alguna ráfaga de viento que se levantó a media noche, se prendió y comunicó instantáneamente el fuego a toda la tienda, y de allí a las demás. Por fortuna el incendio no causó degracias personales, y sí solo la destrucción de algunos efectos de valor, telas, brocados, joyas y alhajas en las tiendas de algunos nobles.

Pasado el susto y calmados los ánimos, vino a convertirse en un bien aquel desastre: pues para precaver otro de la misma especie en lo sucesivo, y por si el sitio se prolongaba hasta el invierno, determinaron los reyes reemplazar las tiendas con casas, al modo de algunas que se habían ya construido. Inmediatamente se puso en ejecución este plan. Capitanes y soldados, caballeros de las órdenes, grandes señores y concejos de las ciudades, todos se convirtieron instantáneamente en fabricantes, artesanos y alhamíes. Cesó el choque y estruendo de las armas de guerra, y sólo se oía el ruido de la pica, del martillo, y de los instrumentos de las artes de paz. Merced a esta maravillosa conversión y a la actividad de todos los trabajadores, en el breve tiempo de ochenta días apareció como por encanto construida una ciudad cuadrangular de 400 pasos de larga por 312 de ancha, atravesada por dos espaciosas calles, que cortadas por el centro formaban una cruz, con cuatro puertas a los extremos. En cada cuartel se puso una inscripción que expresaba la parte que cada ciudad había tenido en la obra. Luego que estuvo concluida, todo el ejército deseaba que la nueva ciudad se denominara Isabela, por honra a su ilustre fundadora, pero Isabel lo rehusó modestamente, y quiso que llevara el título de Santa Fe, en testimonio de la sagrada causa que todos defendían. Idea grande y sublime, la de fundar una ciudad, única de España en que no había podido penetrar la falsa doctrina de Mahoma, frente a otra ciudad, la única en que tremolaba todavía el estandarte mahometano.

La fundación de Santa Fe produjo más abatimiento en los moros que si hubieran perdido muchas batallas. La presencia de un enemigo que tan a sus ojos y tan confiadamente se asentaba en su suelo, exaltaba a la plebe granadina que empezaba a insubordinarse otra vez contra Boabdil y sus consejeros, y aunque en la ciudad se habían acopiado víveres en abundancia, la aglomeración de gentes era tal que todo se consumía, y ya iba amagando el hambre. En tal situación reunió y consultó el rey Chico su gran consejo o mexuar; el wazir Abul Cacim Abdelmelik hizo una pintura desconsoladora del estado de la ciudad y de sus recursos, y todos convinieron en que era imposible sostener la plaza por mucho tiempo. En su virtud, y muy secretamente para no irritar al pueblo, el mismo Abul Cacim fue nombrado para que pasase con poderes del emir a hacer proposiciones de avenencia a los reyes cristianos. Recibieron éstos al wazir muy benévolamente, y oída su embajada, otorgaron una tregua de setenta días (desde el 5 de octubre) para arreglar las condiciones de la capitulación, y autorizaron al secretario Hernando de Zafra y al capitán Gonzalo de Córdoba para que sobre ello conferenciaran con los caballeros de Boabdil, el cual nombró por su parte al mismo Abul Cacim, al cadí de los cadíes y al alcaide Aben Comixa. Las conferencias se celebraban de noche y con mucho sigilo y cautela, unas veces dentro de la ciudad, otras en la aldea de Churriana. Al cabo de muchos debates y discusiones, quedaron al fin acordados los capítulos de la entrega bajo las bases siguientes:

En el término de sesenta y cinco días, a contar desde el 25 de noviembre, el rey Abdallah (Boabdil el Chico), sus alcaides, cadíes, alfaquíes, etc., harían entrega a los reyes de Castilla y Aragón de todas las puertas, fortalezas y torres de la ciudad:—los reyes cristianos asegurarían a los moros de Granada sus vidas y haciendas, respetarían y conservarían sus mezquitas, y les dejarían el libre uso de su religión y de sus ritos y ceremonias; los moros continuarían siendo juzgados por sus propias leyes y jueces o cadíes, aunque con sujeción al gobernador general cristiano; no se alterarían sus usos y costumbres, hablarían su lengua y seguirían vistiendo su traje;—no se les impondrían tributos por tres años, y después no excederían de los establecidos por la ley musulmana;—las escuelas públicas de los musulmanes, su instrucción y sus rentas proseguirían encomendadas a los doctores y alfaquíes, con independencia de las autoridades cristianas:—habría entrega o canje recíproco de cautivos moros y cristianos:—ningún caballero, amigo, deudo, ni criado de el Zagal obtendría cargo de gobierno:—los judíos de Granada y de la Alpujarra gozarían de los beneficios de la capitulación:—para seguridad de la entrega se darían en rehenes quinientas personas de familias nobles:—ocupada la fortaleza de la Alhambra por las tropas castellanas, serían devueltos los rehenes. Añadíanse otras condiciones sobre litigios, sobre abastos, sobre el surtido y uso de aguas limpias de las acequias y otros puntos semejantes.

Además de las estipulaciones públicas, se ajustaron hasta diez y seis capítulos secretos, por los cuales se aseguraba a Boabdil, a su esposa, madre, hermanos e inmediatos deudos la posesión de todos los heredamientos, tierras, huertas y molinos que constituían el patrimonio de la real familia, con facultad de enajenarlo por sí o por procurador; se le cedía en señorío y por juro de heredad cierto territorio en la Alpujarra, con todos los derechos de una docena de pueblos que se señalaron, excepto la fortaleza de Adra que se reservaron los reyes; y se pactó además darle el día de la entrega treinta mil castellanos de oro.

Aprobaron y ratificaron las capitulaciones los reyes cristianos y Boabdil; más no habían podido hacerse con tanto sigilo que no trasluciera el pueblo el espíritu de las negociaciones, y hasta los artículos secretos. Subió de punto la fermentación y el disgusto popular cuando aquellas acabaron de hacerse patentes; y como ya Boabdil era mirado o con aborrecimiento o con desconfianza por la plebe granadina a causa de sus relaciones con los cristianos, la agitación de las turbas estalló en abierto tumulto, excitadas también y fogueadas por un fanático ermitaño o santón, que corría como un frenético las calles llamando a voz en grito a Boabdil y a sus consejeros «cobardes y traidores.» Hasta veinte mil hombres armados se reunieron en torno al fogoso predicador, que nuestros cronistas representan como un demente; pero es lo cierto que la imponente actitud de la furiosa plebe obligó al rey Chico a encerrarse y parapetarse en la Alhambra hasta el día siguiente, en que se atrevió ya a arengar a la amotinada muchedumbre; y por lo menos en la apariencia se apaciguó el tumulto y se restableció el orden. El hambre sin embargo contribuía a mantener viva la irritación, y Boabdil temía que de un momento a otro reventara de nuevo el furor popular, y de una manera que peligraran su persona, su familia, sus amigos y los ciudadanos más nobles y honrados, sin que bastara a contener los ánimos acalorados una proclama que Fernando e Isabel habían dirigido a los granadinos exhortándolos a la paz so pena de hacer con ellos un escarmiento como el de Málaga. Por lo mismo despachó a Aben Comixa con un presente de dos magníficos caballos y una preciosa cimitarra, haciéndole portador de una carta para los reyes, en que les exponía la conveniencia y el deseo de acelerar la entrega de la ciudad antes que se cumpliese el plazo convenido. Fernando e Isabel aceptaron la proposición, y previas algunas conferencias y contestaciones sobre el ceremonial que había de observarse en la entrega, para no mortificar en cuanto fuese posible al rey vencido ni herir el orgullo de la sultana madre, que no había perdido su natural altivez, quedó aquella concertada para el 2 de enero, en vez del 6, en que cumplía el plazo antes convenido.

Al dorar los rayos del sol del 2 de enero de 1492 las cumbres de Sierra Nevada y los fertilísimos campos de la Vega, veíase a los capitanes, caballeros, escuderos, pajes y soldados del ejército cristiano, vestidos de rigurosa gala, con arreglo a una orden la noche anterior recibida, agruparse a las banderas para formar las batallas. A pena de muerte estaba condenado el que aquel día faltara a las filas. Los mismos reyes y personas reales vistieron de gran ceremonia, dejando el traje de luto que llevaban por la inesperada muerte del príncipe don Alfonso de Portugal, malogrado esposo de la infanta de Castilla doña Isabel. Todo era movimiento y animación en el campamento de los españoles, y una alegría inefable se veía pintada en el rostro de todos los combatientes. En esto retumbaron por el ámbito de la Vega tres cañonazos disparados desde los baluartes de la Alhambra. Era la señal convenida para que el ejército vencedor partiera de los reales de Santa Fe para tomar posesión de la insigne ciudad muslímica. Diéronse al aire las banderas, y comenzó la marcha. Iba delante el gran cardenal de España don Pedro González de Mendoza, asistido del comendador mayor de León don Gutierre de Cárdenas, y de otros prelados, caballeros e hidalgos, con tres mil infantes y alguna caballería. Atravesó la hueste el Genil, y con arreglo al ceremonial acordado subía la Cuesta de los Molinos a la explanada de Abahul, al tiempo queBoabdil, saliendo por la puerta de los Siete Suelos con cincuenta nobles moros de su casa y servidumbre, se presentó a pie al gran sacerdote cristiano: apeóse al verle el cardenal y le salió al encuentro; saludáronse muy respetuosamente, apartáronse un corto trecho, y después de conversar un breve espacio, «Id, señor, le dijo el príncipe musulmán en alta voz y con triste acento, id en buen hora y ocupad esos mis alcázares en nombre de los poderosos reyes, a quienes Dios, que todo lo puede, ha querido entregarlos por sus grandes merecimientos y por los pecados de los musulmanes.» Y se despidió del prelado con ademán melancólico.

Mientras el cardenal con su hueste proseguía su camino y hacía su entrada en la Alhambra, el rey moro cabalgaba seguido de su comitiva, y bajaba por el mismo carril al encuentro de Fernando, que esperaba a la orilla del Genil, junto a una pequeña mezquita, consagrada después bajo la advocación de San Sebastián. Al llegar a la presencia del monarca vencedor, el príncipe moro hizo demostración de querer apearse y besarle la mano en señal de homenaje, pero Fernando se apresuró a impedirlo y contenerle. Entonces Boabdil se acercó y le presentó las llaves de la ciudad diciéndole: «Tuyos somos, rey poderoso y ensalzado; éstas son, señor, las llaves de este paraíso; esta ciudad y reino te entregamos, pues así lo quiere Alá, y confiamos en que usarás de tu triunfo con generosidad y con clemencia.» El monarca cristiano le abrazó, y le consoló diciendo que en su amistad ganaría lo que la adversa suerte de las armas le había quitado. Seguidamente sacó el rey Chico de su dedo un anillo, y ofreciéndosele al conde de Tendilla, nombrado gobernador de la ciudad, le dijo: «Con este sello se ha gobernado Granada; tomadle para que la gobernéis, y Dios os dé más ventura que a mí.» Despidióse el infortunado príncipe con su familia, dejando a todos enternecidos y profundamente afectados con esta escena. En las inmediaciones de Armilla se presentó la triste comitiva a la reina Isabel, que además de recibirla benigna y afable, restituyó a Boabdil su hijo que formaba parte de los jóvenes nobles que se habían dado en rehenes en octubre. La desgraciada familia prosiguió escoltada hasta los reales de Santa Fe, donde ocupó Boabdil la tienda del gran cardenal, a cuyo hermano, adelantado que era de Córdoba, había encomendado el rey el servicio y esmerada asistencia del príncipe moro.

Reinaba en Granada pavoroso silencio. La reina Isabel, que colocada en una pequeña eminencia no apartaba sus ojos de las torres de la Alhambra, sentía latir su corazón de impaciencia al ver lo que tardaba en ondear en el palacio árabe la enseña del cristianismo. En esto hirió su vista un resplandor que bañó su pecho de alegría. Era el brillo de la cruz de plata que Fernando llevaba en las campañas, plantada en la torre llamada hoy de la Vela. A su lado vio tremolar el estandarte de Castilla y el pendón de Santiago. ¡Granada, Granada por los reyes don Fernando y doña Isabel! gritaron en alta voz los reyes de armas. El júbilo se difundió por todo el ejército. Salvas y vivas resonaron por toda la Vega. Isabel se postró de rodillas mirando a la cruz; el ejército hizo lo mismo; los prelados, sacerdotes y cantores de la real capilla entonaron el Te Deum laudamus, nunca cantado con más devoción y fervor ni en ocasión más grande y solemne. Incorporáronse la reina y el rey, y dando a besar sus reales manos a los nobles y capitanes que les habían ayudado a terminar tan grande empresa, procedieron a posesionarse de la Alhambra, a cuyas puertas los aguardaban ya el cardenal Mendoza, el comendador Cárdenas y el alcaide Aben Comixa. El rey entregó las llaves de Granada a la reina, la cual las hizo pasar sucesivamente a las manos del príncipe don Juan, del cardenal y del conde de Tendilla, nombrado gobernador de la ciudad y del alcázar. «Las damas y los caballeros, dice un erudito escritor, discurrían embelesados por aquellos aposentos de alabastro y oro, aplaudiendo los sutiles conceptos de leyendas y versos estampados en sus paredes, y explicados por Gonzalo de Córdoba y otros personajes peritos en el árabe.»

Todavía los reyes no entraron aquel día en la ciudad. Todavía volvieron a los reales de Santa Fe, para disponer desde allí la entrada triunfal que se verificó el 6, día de la Epifanía. Esta entrada se hizo con la solemnidad correspondiente a tan gran suceso. Seiscientos cristianos arrancados a la esclavitud y sacados de las mazmorras, iban delante llevando en sus manos los hierros con que habían estado encadenados y cantando letanías y alegres himnos. Tras ellos marchaba una lucida escolta de caballeros, cuyas limpias armas y bruñidos arneses deslumbraban la vista. Seguía el príncipe don Juan vestido de toda gala, y acompañado del gran cardenal Mendoza y del obispo de Ávila, electo de Granada, Fr. Fernando de Talavera, ambos en mulas con sus ropajes sagrados. A los lados de la reina marchaban sus damas y dueñas con sus más ricos y vistosos paramentos; cabalgaba el rey en su soberbio caballo, circundado de la flor de la nobleza castellana y andaluza; y cerraba la marcha el grueso del ejército al son de marciales cajas, pífanos y trompetas, ostentando los estandartes de los grandes y de los concejos. Entró la solemne procesión en Granada por la puerta de Elvira, recorrió algunas calles y plazas, y subió a la Alhambra, donde los reyes se sentaron en un trono que en el salón de Comares les tenía preparado el conde de Tendilla, y terminó la ceremonia dando a besar sus manos a los nobles y magnates de Castilla y a los caballeros moros que quisieron rendir homenaje a los nuevos soberanos.

Así acabó la guerra de Granada, que nuestros cronistas no sin razón han comparado a la de Troya por su duración, y por la variedad de hechos históricos y de dramáticos incidentes que la señalaron. Y tal fue el feliz desenlace de la larga, penosa y admirable lucha sostenida por cerca de ocho siglos entre españoles y sarracenos, entre el Evangelio y el Corán, entre la cruz y la cimitarra. Acabó el imperio de Mahoma en los dominios de Occidente; España es libre y cristiana, y los Reyes Católicos Fernando e Isabel han visto cumplidos sus deseos y coronada su obra.

Así acabó, dice el autor arábigo, el imperio de los muslimes en España «el día 5 de Rabie primero del año 897.»

(Lafuente, M., Historia general de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS], capítulo VII)

 

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Cisneros. Reforma de las órdenes religiosas

Confesores y consejeros de la reina Isabel.—Virtudes y carácter del obispo don Fr. Fernando de Talavera.—Ídem del Gran Cardenal don Pedro González de Mendoza: su muerte.—Fr. Francisco Jiménez de Cisneros.—Su nacimiento, estudios y carrera.—Cómo y por qué fue preso por el arzobispo de Toledo: su carácter independiente.—Cisneros en Sigüenza.—Toma el hábito en la orden de San Francisco.—Su vida penitente y austera: sus virtudes.—Cisneros en los conventos del Castañar y de Salceda.—Eligenle guardián de su convento.—Cómo fue nombrado confesor de la reina.—Su virtuosa abnegación.—Medita la reforma de las órdenes religiosas: dificultades que encuentra.—Es nombrado arzobispo de Toledo: tenacidad con que se resiste a aceptar la mitra: obliganle la reina y el papa: notable ejemplo de independencia y de justificación.—Vida ascética, frugal y penitente de Cisneros.—Prosiguen la reina y el arzobispo la obra de la reforma.—Dulzura de Isabel y severidad de Cisneros.—Medios que emplean sus enemigos para desacreditarle con la reina: sigue Isabel protegiéndole.—Obstáculos para la reforma: oposición del cabildo de Toledo: resistencia de los franciscanos: breves del papa.—Perseverancia de la reina y del arzobispo.—Superan las dificultados, y reforman las órdenes religiosas.—Reforma del clero secular.

downloadNo basta a los príncipes y a los soberanos y jefes de las naciones para regir con acierto un grande estado guiarse por sus propias luces y talento. Por grande y privilegiado que sea éste, y por luminosas que se supongan aquellas, necesitan rodearse de varones doctos y de consejeros prudentes, que, o los ayuden con su consejo, o les inspiren ideas saludables, o sepan ejecutar y dar cumplida cima a sus pensamientos. De la elección acertada o inconveniente de las personas depende la buena o mala dirección de los asuntos públicos y el éxito feliz y desgraciado de los más graves negocios. Ésta fue precisamente una de las dotes en que sobresalió más la reina Isabel, y en que más se mostró la discreción y buen juicio de aquella gran señora. No sólamente tuvo un admirable tino, resultado de la penetración de su ingenio, para conocer y elevar los sujetos de más valer por sus virtudes y su talento y llevarlos cerca del trono, sino también para darles aquel grado de autoridad, y dispensarles aquella honra y consideración a que su saber y sus prendas los hacían acreedores.

Limitándonos ahora a los que escogió para directores de su conciencia, cargo de la primera importancia en aquel tiempo, y al que era como inherente un influjo grande en los negocios del Estado, aparte de una lamentable excepción, en la que precisamente tuvo menos participación su voluntad, siempre se pronunciarán con veneración y respeto los nombres de don Fr. Fernando de Talavera y de don Pedro González de Mendoza. Nada más merecido y justificado, y nada más honroso para la reina Isabel que la elevación del virtuoso, del prudente, del humanitario Talavera al confesonario regio, al obispado de Ávila y al arzobispado de Granada. Nada tampoco más noble y más sublime que la conducta de la reina y de su confesor la primera vez que éste ejerció tan delicado ministerio. «Éste es el confesor que yo buscaba», dijo la reina de Castilla; y estas palabras las pronunció con ocasión de haberle dicho el religioso: «Señora, yo he de estar sentado, y V. A. de rodillas, porque éste es el tribunal de Dios, y hago aquí sus veces.» Grande se mostró en este acto la reina Isabel, y bien merecía tan digno sacerdote sentarse el primero en la silla arzobispal de la última ciudad que se ganó a los moros.

El Gran Cardenal de España y arzobispo de Toledo don Pedro González de Mendoza, a quien tantas veces hemos tenido ya que mencionar, alcanzó tanto influjo, tanto poder y autoridad en el gobierno por espacio de más de veinte años, que uno de los más ilustrados escritores de su tiempo le llamaba por donaire el tercer rey de España. Mas no sin justicia había elevado Isabel a tan alta dignidad, y no sin razón dispensaba tanto favor e influjo al «gran varón, y muy experimentado y prudente en negocios», según la calificación de otro de sus sabios contemporáneos, al hombre de tan grandes y elevadas miras y que tanto ayudó a sus reyes en todas sus más generosas empresas, al que gastaba las inmensas rentas de su silla en fomentar la instrucción pública, en proteger a los hombres instruidos y en crear escuelas y establecimientos piadosos, al fundador del colegio mayor de Santa Cruz de Valladolid y del hospital de expósitos del mismo nombre en Toledo, al que si en la edad juvenil pagó como hombre su tributo a la flaqueza humana y a las costumbres de su época, supo en la edad madura borrar aquellas faltas con grandes y gloriosas acciones, con sabios y prudentes consejos, y con importantes y eminentes servicios. La reina se los pagó con honras y mercedes. En la última enfermedad del cardenal, Isabel fue en persona a visitarle acompañada del rey su marido, le prodigó todo género de consuelos, y admitió el cargo de albacea suyo. «Viose a una reina rodeada de poder y de gloria, dice su ilustrado panegirista, objeto de la admiración de toda Europa, tomar por sí misma las cuentas a los criados de su amigo, y entender menudamente en el arreglo de sus intereses y en la ejecución de sus últimas disposiciones.» Así elevaba y honraba la reina Isabel a los hombres que por su talento y sus prendas descollaban entre sus súbditos.

Con la muerte del ilustre Cardenal Mendoza en Guadalajara (11 de enero, 1495) quedaba vacante la silla primada de Toledo, la más alta y la más pingüe dignidad de la iglesia española, y tal vez en aquel tiempo de toda la cristiandad, a excepción del pontificado. La reina, a quien por el arreglo pactado con el rey correspondía la provisión de todos los beneficios, piezas y dignidades eclesiásticas de Castilla, había consultado con el cardenal Mendoza acerca de la persona que podría sucederle en aquella silla. El gran Cardenal, después de aconsejarle que no elevase a tan alto puesto a ningún individuo de la grandeza, por el temor de que unidos el poder de dignidad y el poder de familia en algún sujeto ambicioso, pudiera dar disgustos o intentar ataques a la autoridad real (prevención notable de parte de quien pertenecía a una de las casas más poderosas e ilustres de Castilla), procedió a indicar como el más apto y más digno, y como el más conveniente al bien de la iglesia y del reino, a un hombre de discreción, de saber, de virtud acrisolada, pero de más humilde que elevada cuna, y que vestía el tosco sayal de la orden de San Francisco: sujeto a quien en otras ocasiones había ya recomendado y favorecido, y aún puesto al lado de la reina. Hablábale de su mismo confesor. Pronunció, pues, el cardenal el nombre de Fr. Francisco Jiménez de Cisneros. El nombre sonó bien en los oídos de la piadosa Isabel, y resolvió aceptarle.

El gran papel que este hombre extraordinario ha representado con mucha justicia en la historia de España, y el influjo poderoso que desde entonces ejerció como confesor, como prelado, como ministro, como gobernador y regente en la suerte de esta nación, hace necesario dar cuenta de los antecedentes que motivaron su elevación y encumbramiento, para poder apreciar después mejor sus hechos en las importantes situaciones en que sus merecimientos le colocaron.

Jiménez de Cisneros, hijo de un hidalgo pobre de Torrelaguna (hoy provincia de Madrid), donde nació en 1436, comenzó sus estudios en Alcalá de Henares, continuó su carrera en la universidad de Salamanca, donde se graduó de bachiller en ambos derechos, canónico y civil, y pasó después a Roma, como otros muchos de los que deseaban ampliar su instrucción en aquel tiempo, prometiéndose también hacer allí más adelantos en su carrera eclesiástica. Había, no obstante, progresado más en ciencia que en fortuna, cuando al cabo de seis años tuvo que regresar a su patria con motivo del fallecimiento de su padre y del mal estado en que éste había dejado los intereses y negocios de su casa, obteniendo antes una bula y gracia apostólica, por la que se le confería el primer beneficio de cierta congrua que vacara en el arzobispado de Toledo. En su virtud se posesionó Cisneros del arciprestazgo de Uceda que vacó algunos años después, mas con tan poca ventura, que teniendo anticipadamente destinada el arzobispo don Alfonso Carrillo aquella prebenda para uno de sus familiares, quiso obligar a Cisneros a que cediese su derecho en favor de aquel. Pero en esta ocasión comenzó a mostrar Jiménez su carácter firme, digno e independiente; y como no se dejase vencer ni de persuasiones, ni de halagos, ni de amenazas, irritóse el irascible prelado, y procedió a encerrarle en el castillo de Uceda, de donde le trasladó a la torre de Santorcaz, como si fuese un eclesiástico díscolo o rebelde, que para éstos estaba destinada aquella prisión. Sufrióla con imperturbable entereza el digno sacerdote, sin doblegarse a las exigencias de su injusto perseguidor, hasta que, o mejor aconsejado éste, o convencido de la invencible inflexibilidad del preso, determinó después de seis años ponerle en libertad, y Cisneros se posesionó de su arciprestazgo.

A poco tiempo se le proporcionó permutar su beneficio por la capellanía mayor de la catedral de Sigüenza, en lo cual no vaciló, a trueque de salir de la jurisdicción inmediata de un prelado de quien había recibido tan mal tratamiento. La resolución no pudo ser más acertada. Ocupaba la silla episcopal de Sigüenza otro prelado, cuyos sentimientos y carácter no se asemejaban en nada a los del primado de Toledo. Era el ilustre don Pedro González de Mendoza, de quien hablamos poco ha. Cuando la casualidad o las circunstancias ponen en contacto dos genios extraordinarios, pronto se comprenden. Mendoza supo apreciar las altas dotes de saber y de virtud de Cisneros, que se consagraba allí con nuevo ardor a los estudios sagrados, y al de las lenguas hebrea y caldea, que tanto habían de servirle para la famosa edición de la Biblia de que después habremos de hablar, y le nombró vicario general de su diócesis, empleo en que desplegó Cisneros su gran capacidad y sus relevantes dotes de gobernador.

Pero otra era la carrera, otro el género de vida a que le inclinaba su genio austero y contemplativo. Enemigo del ruido mundanal, deseaba consagrarse al servicio de Dios en el retiro y silencio de un claustro, y empapado su espíritu religioso en esta idea, dispuesto a abrazar la institución monástica que se distinguiese más por la severidad de su regla, se resolvió a abandonar la ventajosa posición que ocupaba, y sin moverle las razones de los amigos que intentaban disuadirle, tomó el hábito en el convento de franciscanos observantes de San Juan de los Reyes en Toledo. Señalóse allí entre los mismos conventuales por las mortificaciones de todo género con que se preparaba a la profesión, y por una rigidez en la observancia de la regla, en que tal vez el mismo santo fundador no le habría excedido. Cuando profesó, era ya tal la fama de su santidad y de su doctrina, que apenas entró en el ejercicio del púlpito y del confesonario, sus sermones atraían un inmenso concurso, y las gentes más ilustradas le buscaban por director de sus conciencias. Todavía era poca soledad y poca penitencia aquella para el recogimiento y la austeridad que anhelaba el espíritu ya un tanto tétrico de Cisneros, y en su virtud pidió y le fue permitido trasladarse al convento del Castañar, así llamado por un bosque de castaños que rodeaba aquella solitaria casa. Allí se entregó a su gusto a la contemplación, a la oración, al estudio, a la abstinencia y a las maceraciones, en una estrecha cabaña que fabricó por su mano junto al convento, donde pasaba los días y las noches, alimentándose con yerbas y agua como el anacoreta más austero de los primitivos tiempos del cristianismo. Destinado tres años más adelante de orden de sus superiores al convento de Salceda en la provincia de Guadalajara, continuaba allí en los mismos devotos y severos ejercicios, hasta que la reputación de sus virtudes hizo que fuera elevado al cargo de guardián del mismo convento. Entonces tuvo que renunciar en mucha parte a la vida individual y contemplativa para atender al cuidado de otros y al gobierno de la comunidad. Tal era la situación de Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, cuando, impensadamente para él, y ya a los cincuenta y cinco años de su edad, se le abrió una nueva y vastísima carrera, a que ni había sentido nunca inclinación, ni siquiera se le había pasado jamás por el pensamiento.

Conquistada Granada de los moros (1492), y nombrado para la dignidad del arzobispo de la nueva diócesis el confesor de la reina Isabel don Fr. Fernando de Talavera, consultó la reina a su íntimo consejero el cardenal de España don Pedro González de Mendoza, que ya era arzobispo de Toledo por muerte de don Alfonso Carrillo, sobre la persona a quien le convendría encomendar su dirección espiritual en el confesonario. El Gran Cardenal no se había olvidado nunca del hombre virtuoso a quien había conocido en Sigüenza y que con tanto tino y sabiduría había desempeñado el cargo de vicario general que le confió. El ilustrado Mendoza sentía que un hombre tan docto y de tan sólida virtud y extraordinarias dotes se hallara como sepultado en la lóbrega soledad de un claustro, y aprovechó aquella ocasión para encomiar y recomendar a la reina de Castilla el guardián de San Francisco de Salceda. Isabel, deferente siempre a las insinuaciones y consejos del cardenal, quiso ver y hablar al virtuoso franciscano, y Cisneros fue llamado a la corte, que se hallaba en Valladolid, sin que supiese el verdadero objeto de su llamamiento. Acudido que hubo el religioso, condujole un día el cardenal como por acaso y le presentó en la cámara de la reina. El anacoreta del Castañar no se turbó por verse tan inopinadamente a la presencia de la reina de Castilla, antes con noble continente y con respetuoso desembarazo contestó a las preguntas de su reina, la cual con su singular penetración comprendió que el recomendado era muy merecedor de las alabanzas que de él había hecho el cardenal. A los pocos días el franciscano Jiménez de Cisneros estaba nombrado confesor de la reina. Era demasiado elevado el espíritu de Cisneros para que le fascinara el brillo de tan envidiada posición, y así, lejos de mostrarse envanecido por favor tan señalado, no le aceptó sin violencia, y pasó por condición para admitirle que todo el tiempo que no necesitara para el cumplimiento de sus nuevos y sagrados deberes, se le habría de permitir observar las reglas de su instituto y consagrarse a sus ejercicios de devoción y de piedad.

Gran sensación causó en los cortesanos la aparición en la escena de aquel nuevo Hilario sacado del desierto, pálido su rostro y macerado su cuerpo con las vigilias y los ayunos, a la edad de 55 años; censurabanle los envidiosos, y los más adictos a sus virtudes temían verlas sucumbir a la prueba de una transición tan repentina. A envidiosos y amigos fue tranquilizando el nuevo confesor, conduciéndose con la misma abnegación en la corte que en el claustro; y la reina Isabel, tan justa apreciadora del mérito, le halló tan digno de su confianza, que en los negocios más arduos y graves no dejaba nunca de consultar con su buen franciscano. La justa celebridad que había adquirido y la consideración de que gozaba para con la reina, influyeron sin duda en el nombramiento de provincial que al año siguiente hizo en Cisneros el capítulo de su orden. En cumplimiento de este nuevo cargo, se dio a visitar los conventos de Castilla, lo cual ejecutaba caminando a pie, pidiendo limosna, y guardando en todo muy escrupulosamente la regla como si fuese el último y el más humilde de todos los religiosos. En estas visitas fue cuando tuvo ocasión de observar por sí mismo la relajación de costumbres en que comúnmente vivían las comunidades y casas de regulares, y se propuso reformarlas restableciendo la observancia rigurosa de la antigua disciplina, a cuya obra halló muy dispuestos a los reyes.

La relajación de costumbres en las órdenes monásticas era por desgracia demasiado cierta, y ya en otro capítulo de nuestra historia lo dejamos demostrado. Tiempo hacía que Fernando e Isabel trabajaban por poner remedio a la licencia y a los escándalos de aquellas casas que en otro tiempo habían sido modelos de recogimiento, de pureza y de virtud. Pero el fruto de su celo y de sus diligencias había sido hasta entonces escaso, por las dificultades y obstáculos que para resistirla opusieron, especialmente algunos institutos, acostumbrados a la soltura, a la posesión de bienes y riquezas, a la profusión, al desorden y a la vagancia, y apoyados por sus mismos superiores, que se suponían autorizados por bulas pontificias para dispensar en las reglas y preceptos de sus santos fundadores. No eran en verdad los franciscanos los que menos se habían separado de las obligaciones de su instituto, en especial los llamados claustrales o conventuales, que vivían holgadamente y poseían en toda España magníficos conventos y pingües rentas, a diferencia de los observantes (a los cuales pertenecía Cisneros), que eran menos en número, más pobres, y observaban más estrictamente la regla del santo fundador. Los reyes acogieron con avidez el pensamiento y proyecto de reforma de Cisneros, y se propusieron ayudarle y favorecerle. Al efecto impetraron de la Santa Sede, y el papa Alejandro VI. les otorgó y expidió un breve pontificio (27 de marzo, 1493), autorizandolos para nombrar prelados y varones de integridad y conciencia que visitasen los convenios y casas de religión de su reino, con facultad para inquirir, informar y reformar in capite et in membris los dichos monasterios, corregir y castigar mediante justicia, y restablecer en ellos la vida santa y religiosa.

Ibase pues haciendo la reforma lenta y trabajosamente y al través de mil dificultades, cuando aconteció la muerte del gran cardenal Mendoza y la vacante de la mitra de Toledo. Ya hemos visto cómo aquel ilustre prelado dejó recomendado a la reina para sucesor suyo en aquella primera dignidad de la Iglesia española a su confesor Fr. Francisco Jiménez de Cisneros. La reina Isabel le prefirió a otros en quienes había pensado, y tuvo la suficiente firmeza para anteponerle al arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey su marido, sujeto que no carecía de talento, pero cuya conducta y costumbres no le recomendaban para el ministerio que ejercía, cuanto más para la silla primada a que su padre se empeñaba en elevarle. Resistió pues la reina con tan mañosa dulzura como entereza a todas las recomendaciones, y solicitó secretamente las bulas en favor de Cisneros (1495). Cuando éstas llegaron, llamó a su confesor y se las dio a leer. Grandemente turbado se quedó el religioso cuando llamándole la atención la reina hacia el sobrescrito, leyó: A nuestro venerable hermano Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, electo arzobispo de Toledo. Demudósele el color, y exclamando: Señora, estas bulas no se dirigen a mi, entregó el pliego, y se salió rápida y bruscamente de la regia cámara. Al menos, padre mío, repuso dulcemente la reina, me permitiréis que yo vea lo que el papa os escribe; y le dejó salir de palacio, disimulandole y tal vez complaciéndose en aquel arranque de dura abnegación.

No era esta abnegación simulada, sino muy sincera. Cisneros se apresuró a salir de Madrid donde esto acontecía, y los caballeros de la corte que la reina despachó en su seguimiento le encontraron ya a tres leguas de esta población, caminando a pie con dos religiosos de su orden. Todas las exhortaciones y todas las instancias que aquellos le hicieron para que regresara a la corte y aceptara la dignidad a que la reina y el pontífice le habían ensalzado, fueron inútiles. A todas sus reflexiones contestaba el humilde religioso: «que no se consideraba digno de tan alto ministerio, ni con fuerzas para sobrellevar tan grave carga; que la reina y el papa no le conocían bastante, y se habían equivocado en cuanto a sus luces y su mérito; que su vocación era la pobreza, la austeridad y el retiro, y que creía hacer un servicio a la religión y a los hombres en no aceptar una elección que debería recaer en sujeto más digno.» Expuso todo esto con tanta decisión y energía, que los enviados de la reina hubieron de volverse a Madrid con el desconsuelo de no haber logrado su objeto. Por más de seis meses se mantuvo inflexible en su resolución el franciscano, hasta que la reina obtuvo segunda bula del papa, en la cual Su Santidad ya no sólo le exhortaba, sino que le mandaba con toda su autoridad que aceptara sin dilación ni escusa su nombramiento, hecho en toda forma y por ambas potestades, temporal y eclesiástica. A tan explícito mandamiento, hubo Cisneros de resignarse, mas no sin la condición de que las rentas de la iglesia vinculadas al sustento de los pobres no se habían de distraer a otros usos y objetos, condición que los reyes aceptaron sin contradicción alguna. En su virtud se consagró el nuevo arzobispo de Toledo en Tarazona (11 de octubre, 1495) a presencia de sus monarcas, a quienes besó respetuosamente las manos, y ellos a su vez quisieron también besar con humilde devoción las del prelado.

Jamás se vio llevado a más alto punto por parte de un sujeto el Nolo episcopari, y nunca por parte de un soberano y de un pontífice se cumplió mejor y con más provecho de la iglesia el Nolentibus datur. Pronto se vio también la noble independencia con que Cisneros se proponía ejercer su autoridad. El arzobispo de Toledo tenía anexos a la dignidad desde el tiempo de San Fernando ciertos empleos y gobiernos civiles y militares como el de gran canciller de Castilla y otros. Acaso el más pingüe de todos era el adelantamiento de Cazorla, que por nombramiento del último arzobispo, el cardenal Mendoza, poseía don Pedro Hurtado de Mendoza su hermano. Este caballero, temeroso de que peligrara su destino en las reformas que el nuevo arzobispo comenzaba a hacer en el personal, obtuvo una recomendación de la reina, e hizo que sus parientes y amigos hablaran en su favor al prelado. Hicieronlo estos así, ensalzando los merecimientos de su pariente, exponiendo el interés que por él tomaba la reina, y recordandole las consideraciones que siempre había debido al cardenal su antecesor. Cisneros, después de haberlos escuchado, «el arzobispo de Toledo, les dijo, debe disponer libremente, y no por recomendaciones, de los empleos que le pertenecen: los reyes, mis señores, a quienes respeto, podrán enviarme a la celda de donde me han sacado, pero no obligarme a hacer cosa alguna contra mi conciencia y contra los derechos de la Iglesia.» Incomodados los pretendientes con esta respuesta, la llevaron a la reina quejándose de la arrogancia del prelado, y procurando irritarla contra él. Isabel calló, y no dio muestras de disgustarse de la entereza del arzobispo.

Algún tiempo después, al entrar Cisneros en su palacio, divisó a don Pedro Hurtado de Mendoza, que parecía huir de encontrarse con él, resentido del anterior desaire. El arzobispo le señaló llamándole Adelantado de Cazarla. Como el Mendoza se quedase un tanto sobrecogido, «sí, (le dijo acercándose el prelado), adelantado de Cazorla, ahora que estoy en plena libertad os confirmo en este cargo, que no he querido dar a ningún otro, por seros debido de justicia; y espero que en adelante serviréis al rey, al estado y al arzobispo como antes lo hicisteis.» Mendoza se mostró altamente reconocido, y sirvió fielmente a Cisneros toda la vida. Desde este ejemplar nadie se atrevió a molestar al arzobispo con recomendaciones para empleos.

Estos rasgos de inflexible independencia resaltaban más en un hombre que después de haber empuñado el báculo del apóstol y posesionadose de los cuantiosos bienes de la primera mitra de España, continuaba haciendo la vida humilde y austera del franciscano observante. El arzobispo Cisneros no había dejado de llevar sobre sus carnes el tosco sayal de San Francisco; el primado de España seguía viajando a pie con el bastón del peregrino: el opulento prelado comía parca y frugalmente, y reposaba sobre una tarima miserable: ni decoraban tapices las habitaciones de su palacio, ni se veían ricas vajillas en su mesa, ni cubrían su lecho telas de seda, ni aún de lino: las rentas del arzobispado se repartían la mayor parte entre los pobres, y el arzobispo de Toledo no había dejado de ser Fr. Francisco Jiménez. Acostumbradas las gentes al boato y ostentación de los anteriores prelados toledanos, y no pudiendo comprender tanta virtud y humildad en medio de tanto poder y opulencia, murmurabanle los envidiosos llamando hipocresía a la virtud, bajeza a la humildad, y desdoro de la dignidad apostólica lo que era austeridad evangélica. Menester fue también que el jefe de la iglesia universal le advirtiera y exhortara a que en su porte exterior y en el orden económico de su casa y mesa guardara formas y maneras más correspondientes a su elevada posición, para que ni su dignidad ni su persona se rebajaran en la estimación del pueblo. Desde entonces, obsecuente siempre Cisneros a los mandatos de la Santa Sede, desplegó toda la magnificencia que acostumbraban sus antecesores. Admitió en su palacio familiares de ilustres casas y aumentó el número de sirvientes; pero los educaba en ejercicios de piedad y les hacía observar una rigurosa disciplina: decoró su casa e hizo mejorar el servicio de su mesa; pero los manjares de más gusto y delicadeza y que ya con más abundancia se presentaban, estaban de perspectiva para el arzobispo, que no salió nunca de su frugal alimento: ostentábase en la cámara arzobispal un lecho adornado con ricas telas y colgaduras, pero el prelado seguía durmiendo sobre un pobre jergón de paja: sobre las vestiduras arzobispales se veían ricas pieles de armiño, pero nunca llegó a sus carnes la camisa de lienzo, ni dejó nunca de llevar sobre ellas la túnica de lana prescrita por el fundador de su orden, que él solía coser con sus propias manos. Los que antes le criticaban de bajo y humilde, le censuraban después de espléndido y ostentoso. Cisneros menospreciaba unos y otros juicios, y muchas veces los murmuradores tuvieron que rendir homenaje a la virtud, abochornados de la ligereza de sus calificaciones.

El gran poder que a este hombre singular y extraordinario le daba su nueva dignidad, le alentó a proseguir con más vigor la obra difícil de la reforma de las órdenes y comunidades religiosas de ambos sexos, que tanto ansiaban llevar a cabo los Reyes Católicos. Pero la reina y el arzobispo emplearon para ello distintos medios, según su diverso carácter y el diferente temple de su alma. Isabel visitaba en persona los conventos de monjas, llevaba la rueca o la costura, juntaba las hermanas y las invitaba a tomar parte en aquellas labores, las trataba y hablaba con dulzura y agrado, las exhortaba a dejar la vida frívola y desarreglada que hacían, y a guardar la clausura y las reglas monásticas, y de tal modo les captaba los corazones, que fue raro el convento que visitó en que más o menos no recogiera el fruto de su piadoso trabajo y deseo.

Cisneros, por el contrario, acostumbrado a ser severo consigo mismo, no acertaba a ser indulgente con los demás. Horrorizado a la vista de la licencia y la relajación que contaminaba a los claustrales, creyó necesario refrenarla con mano fuerte y firme. Hizose pronto intolerable aquella severidad a hombres avezados a la soltura, y desconfiando de poder desacreditarle para con la reina, denunciaronle al general de la orden que residía en Roma, pintandole como un enemigo de la institución, que trataba a los de su hábito como esclavos, y que estaba desacreditando la orden en España. Apresuróse el general a venir a Castilla, habló con los enemigos del arzobispo, y guiado por sus informes solicitó una audiencia y se presentó a la reina Isabel. Expusole atrevidamente que se admiraba de que hubiera elegido para arzobispo de Toledo a un hombre sin cuna, sin ciencia y sin virtudes, cuya santidad no era sino hipocresía, que tan ligeramente pasaba de la extremada pobreza al más insultante fausto, cuyo carácter intratable y duro le hacía odioso a todos; concluyendo por aconsejar a Isabel que, si estimaba su reputación y el bien de la Iglesia y del estado, depusiera a un hombre tan inepto y perjudicial, o le obligara a hacer dimisión de un puesto que no le correspondía. La reina, reprimiendo su indignación, se limitó a decirle: «¿Habéis pensado bien, padre mío, lo que decís, y sabéis con quién habláis?—Sí, señora, contestó el osado interlocutor, lo he pensado bien, y sé que hablo con la reina doña Isabel de Castilla, que es polvo y ceniza como yo.» Y se salió enfurecido del aposento. La reina estuvo demasiado indulgente con el perpetrador del desacato, pero continuó honrando y estimando cada día más a Cisneros: éste tuvo la prudencia y la virtud de no mostrar desabrimiento hacia su calumniador y de no intentar justificarse con la reina, y ambos prosiguieron la obra de la reforma.

No halló el ilustre reformador menos oposición y resistencia en el cabildo de su Iglesia misma, cuyas costumbres tampoco eran nada edificantes. El solo anuncio del arzobispo de quererlos sujetar en lo posible a la antigua disciplina, fue una trompeta cuya voz alarmó a aquellos capitulares, en términos que inmediatamente enviaron a Roma al más hábil negociador de entre ellos, don Alfonso de Albornoz, para representar al papa contra el arzobispo. La salida y objeto del comisionado capitular no fueron tan secretos que no los trasluciera el prelado. En su virtud despachó por su parte a dos oficiales de justicia con mandamiento de prender al canónigo donde quiera que le alcanzasen, y con autorización, si aquel se hubiese ya embarcado, para que tomasen el buque más velero y procuraran llegar antes que él a Roma, provistos al propio tiempo de cartas de la reina para el embajador Garcilaso de la Vega, en que le ordenaba detuviese y entregase al canónigo en cuanto llegase. Esto último fue lo que aconteció. Al poner el pie el representante del cabildo en el puerto de Ostia, apoderaronse de su persona de orden del embajador Garcilaso, y entregado a los oficiales de justicia, trajeronle éstos a España como preso de Estado. Encerraronle primeramente en un castillo, y después fue trasladado a Alcalá, donde pasó diez y ocho meses en prisión o con centinelas de vista. Este rasgo de energía atemorizó a los demás capitulares, a los cuales sin embargo procuró tranquilizar el arzobispo, exponiendoles que su intención no era hacerlos vivir rigurosamente como regulares, sino corregir los desórdenes, moralizar las costumbres, y hacer que se practicasen y cumpliesen mejor los preceptos del Evangelio.

Mientras el celoso arzobispo se ocupaba sin descanso en el arreglo de su diócesis, haciendo importantes y utilísimas novedades, la reforma de los regulares estaba causando grandes alborotos en el reino, siendo los más renitentes y díscolos los claustrales de San Francisco, apadrinandolos muchos grandes señores por una mal entendida piedad, pues suponían que reducidos los frailes al cumplimiento del voto de pobreza, y no pudiendo poseer las rentas que las fundaciones de sus mayores habían aplicado a los conventos, tampoco se cumplirían las obligaciones religiosas de memorias, misas y otras semejantes afectas a aquellas rentas. Cisneros, sin embargo, iba con su natural e inflexible energía venciendo estas dificultades en España. Los mayores obstáculos los encontraba en Roma, donde el general, a su regreso de Castilla, representó al pontífice que Cisneros estaba abriendo la puerta a disensiones escandalosas entre los frailes, y que destruía la orden en vez de reformarla, y así le persuadió a que le permitiera enviar a España dos comisarios suyos, que unidos a los nombrados por la corte de Castilla interviniesen en la reforma, y no consintiesen hacer innovación alguna sin su voluntad y consejo. Pero el arzobispo continuaba su obra como si tales comisarios no hubiesen venido. Entonces el general redobló sus quejas al papa, diciendo, entre otras cosas, que era tal el rigor con que Cisneros se conducía, que muchos, antes que someterle a tanta estrechez preferían abandonar los conventos y el país, y pasarse desesperados a tierras de infieles y apostatar de la fe. Guiado por estos informes el papa Alejandro, y oída la congregación de cardenales, expidió un breve (9 de noviembre, 1496) mandando a los reyes que se suspendiese la reforma hasta que se declarase más la verdad, y la Santa Sede pudiese dar providencia.

Comunicado por la reina el contenido de la bula al arzobispo, éste, que sentía crecer la fortaleza de su espíritu al compás que crecían las contrariedades, lejos de desmayar alentó a la reina a que perseverara con mayor ardimiento en su noble y religioso designio. Isabel, a quien tampoco hacían fácilmente desfallecer los obstáculos, le ofreció ayudarle con todas sus fuerzas, y emplear todos los oficios con Su Santidad a fin de hacerle conocer el verdadero objeto de una obra tan útil y santa a despecho de sus enemigos y calumniadores. Los agentes de la reina Isabel en Roma fueron tan diestros y tan eficaces, que al fin el papa, persuadido de la verdad que hasta entonces le habían ocultado, expidió nuevo decreto autorizando la prosecución de la reforma, y nombrando al mismo Cisneros comisario apostólico en unión con el nuncio de Su Santidad, el arzobispo de Catania (1497). Con esto el infatigable arzobispo pudo llevar a feliz término su empresa, a pesar de todas las oposiciones, «y quedaron, dice uno de sus biógrafos, pocos monasterios donde la observancia no se restableciese, con gran contento del arzobispo y edificación de los pueblos, que se hicieron muy devotos con los grandes ejemplos de penitencia y piedad que recibieron de este santo orden.»

Aunque la reforma no fuese tan completa como la reina y el arzobispo deseaban, ni tanto tal vez como la demandaba y requería la relajación que en las costumbres y en la disciplina monástica se había introducido, consiguieronse, no obstante, resultados admirables, atendida la resistencia que los reformadores encontraron, y que ciertamente sin la entereza y la constancia de una reina como Isabel, sin la insistencia imperturbable de un prelado como Cisneros, y sin el ejemplo de las virtudes de ambos no se hubieran obtenido. El clero regular español se puso por lo menos en situación de poder sufrir sin desventaja un paralelo con el de otras naciones en materia de costumbres, y se preparó el terreno para que pudiera producir los hombres eminentes en ciencia y en virtud que de su seno brotaron después.

Desembarazado Cisneros del espinoso asunto de la reforma de los regulares, emprendió con la propia energía y firmeza la del clero secular, especialmente en materia de privilegios, inmunidades y exenciones alcanzadas de la corte de Roma, continuo manantial de indisciplina y de rebeldías en el arzobispado. Provisto también para esto de una autorización de la Santa Sede, fortalecido ya con el doble apoyo de la reina y del papa, revocó todos aquellos privilegios, restableció en su plenitud la jurisdicción episcopal, resucitó la antigua severidad de costumbres, e hizo a sus diocesanos tan dóciles, obedientes y sumisos que parecían otros hombres.

Dejemosle aquí para verle obrar en el siguiente capítulo en otro bien diferente teatro.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,  TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS], capítulo XIII)

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Expulsión de los judíos

1492.

Edicto de 31 de marzo expulsando de los dominios españoles todos los judíos no bautizados.—Plazo y condiciones para su ejecución.—Salida general de familias hebreas.—Países y naciones en donde se derramaron.—Cuadros horribles de las miserias, penalidades y desastres que sufrieron.—Cálculo numérico de los judíos que salieron de España.—Juicio crítico del famoso edicto de expulsion: bajo el punto económico: bajo el de la justicia y la legalidad.—Examínase la verdadera causa del ruidoso decreto.—Júzgase la conducta de los reyes al sancionarle.—Efectos que produjo.

downloadResonaban todavía en las calles de Granada y en las bóvedas de los templos nuevamente consagrados al cristianismo los cantos de gloria con que se celebraba el triunfo de la religión, cuando la mano misma que había firmado la capitulación de Santa Fe, tan amplia y generosa para los vencidos musulmanes, firmaba un edicto que condenaba a la expatriación, a la miseria, a la desesperación y a la muerte muchos millares de familias que habían nacido y vivido en España. Hablamos del famoso edicto expedido en 31 de marzo, mandando que todos los judíos no bautizados saliesen de sus reinos y dominios en el preciso término de cuatro meses, en cuyo plazo se les permitía vender, trocar o enajenar todos sus bienes muebles y raíces, pero prohibíaseles sacar del reino y llevar consigo oro, plata, ni ninguna especie de moneda.

Esta dura y cruel medida contra los israelitas, tan contraria al carácter compasivo y humano de la bondadosa Isabel, y tan en contradicción con las generosas concesiones que el mismo Fernando acababa de hacer en su capitulación a los mahometanos, había de ser sin remisión ejecutada y cumplida, bajo la pena de confiscación de todos sus bienes, y con expreso mandamiento a todos los súbditos de no acoger, pasado dicho término, en sus casas, ni socorrer ni auxiliar de manera alguna a ningún judío. En su virtud, los desgraciados hebreos se prepararon a hacer el forzoso sacrificio de desamparar la patria en que ellos y sus hijos habían nacido, la tierra que cubría los huesos de sus padres y de sus abuelos, los hogares en que habían vivido bajo el amparo de la ley, y el suelo a que por espacio de muchos siglos habían estado adheridos ellos y sus más remotos primogenitores, para ir a buscar a la aventura en naciones extrañas una hospitalidad que no solía concederse a los de su raza, un rincón en que poder ocultar la ignominia con que eran arrojados de los dominios españoles. Vanas eran cualesquiera tentativas de los proscritos para conjurar la tormenta que sobre sus cabezas rugía. El terrible inquisidor Torquemada esgrimía sobre ellos las armas espirituales de que se hallaba provisto, y por otro edicto de abril prohibía a todos los fieles tener trato ni roce, ni aún dar mantenimiento a los descendientes de Judá, pasados los cuatro meses. No había compasión para la raza judaica: el clero predicaba contra ella en templos y plazas, y los doctores rabinos apelaban también a la predicación para exhortar a los suyos a mantenerse firmes en la fe de Moisés, y a sufrir con ánimo grande la prueba terrible a que ponía sus creencias el Dios de sus mayores. Así lo comprendió ese pueblo indómito y tenaz, pues casi todos prefirieron la expatriación al bautismo. Antes de cumplir el edicto, iban, como sucedió en Segovia, a los hosarios o cementerios en que descansaban las cenizas de sus padres, y allí estaban días enteros llorando sobre las tumbas y deshaciéndose en tiernos lamentos.

Natural era que decididos a abandonar para siempre sus hogares, aprovecharan la facultad que el edicto les daba para salvar los restos de su opulencia y enajenar sus fincas y bienes. Pero la perentoriedad del plazo les obligaba a malvender sus heredades, puesto que nadie quería comprar sino a menos precio, como en tales casos acontece siempre, y el cronista Bernáldez nos dice que él mismo vio dar «una casa por un asno, y una viña por un poco de paño o lienzo.». Por otra parte, como les estaba prohibido sacar oro, plata y moneda acuñada, y sólo se les permitía trasladar sus haberes en letras de cambio, crecían las dificultades para el trasporte de sus riquezas, y así iban padeciendo una mengua enorme. En tal conflicto, cuando llegó el plazo de la partida, muchos recurrieron al arbitrio de coser monedas en los vestidos, en los aparejos y jalmas de las caballerías, otros las tragaban por la boca, y las mujeres las escondían donde no se puede nombrar.

Cumplido el plazo, viéronse los caminos de España cruzados por todas partes de judíos, viejos, jóvenes y niños, hombres y mujeres, huérfanos y enfermos, unos montados en asnos y mulas, muchos a pie, dando principio a su peregrinación, y excitando ya la lástima de los mismos españoles que los aborrecían. «La humanidad, dice un escritor español de nuestros días, no puede, en efecto, menos de resentirse al imaginarse aquel miserable rebaño errante y desvalido, llevando sus miradas hacia los sitios en donde dejaba sus más gratos recuerdos, en donde descansaban los huesos de sus mayores, lanzando profundos suspiros y lastimosas quejas contra sus perseguidores.». Embarcáronse en diversos puntos y para diversas partes. Los que pasaron a África y tierra de Fez, con la confianza de hallar buena acogida entre los muchos correligionarios que allí contaban , fueron los que experimentaron más desastrosa suerte. Acometidos por las tribus feroces del desierto, no sólo fueron despojados hasta de lo que llevaban más oculto, sino que aquellos bárbaros sin Dios y sin ley abrían el vientre a las mujeres que sospechaban, o tal vez sabían que habían tragado algún oro, y uniendo al latrocinio y a la crueldad la más brutal concupiscencia, violaban las esposas y las hijas a la presencia de los infelices e indefensos esposos y padres. Muchos de aquellos desgraciados pudieron volverse al puerto cristiano de Ercilla, que en la costa de África tenían los portugueses, donde consintieron en recibir el bautismo a trueque de que les dejaran regresar a su tierra natal. Otros tomaron el rumbo de Italia, y no puede decirse que fueron menores los trabajos y penalidades que pasaron. «Una gran parte perecieron de hambre, dice un historiador genovés, testigo de su arribo a Génova: las madres, que apenas tenían fuerzas para sostenerse, llevaban en brazos a sus hambrientos hijos, y morían juntamente.. No me detendré en pintar la crueldad y avaricia de los patrones de los barcos que los trasportaban de España, los cuales asesinaron a muchos para saciar su codicia, y obligaron a otros a vender sus hijos para pagar los gastos del pasaje. Llegaron a Génova en cuadrillas, pero no les permitieron permanecer allí por mucho tiempo.. Cualquiera podía haberlos tomado por espectros; ¡tan demacrados y cadavéricos iban sus rostros y tan hundidos sus ojos! no se diferenciaban de los muertos más que en la facultad de moverse, que apenas conservaban..». Los que fueron a Nápoles, de resultas de haber ido apiñados en pequeños y sucios barcos, llevaron una enfermedad maligna, que desarrollada produjo una epidemia que se extendió e hizo muchas víctimas en Nápoles y en toda Italia.

No se engañaron menos miserablemente los que prefirieron quedarse en Portugal, confiados en los informes que les habían dado sus exploradores. El rey don Juan II dio en efecto permiso para que entrasen en su reino hasta seiscientas familias, aunque pagando ocho escudos de oro por el hospedaje, y con apercibimiento de que trascurrido cierto plazo, habían de salir de sus dominios o quedar como esclavos. Mas luego, con pretexto de haber excedido los refugiados de aquel número, declaró esclavos a los que no pagasen la imposición, y envió a los demás a las islas desiertas, llamadas entonces de los Lagartos, donde contaba que de seguro habían de perecer. Su cuñado y sucesor don Manuel, no fue menos duro y cruel con los que quedaron, obligándoles a escoger entre la esclavitud y el bautismo, llevándolos por fuerza a los templos y arrojándoles el agua encima, lo cual hacía que muchos provocaran de intento las iras del monarca, hasta hacerse merecedores de la muerte, que recibían como un alivio a sus tribulaciones, o se la daban por sus propias manos, o se arrojaban a los pozos antes que someterse a una ley impuesta por la violencia.

Derramáronse otros por Grecia, Turquía y otras regiones de Levante, y otros se asentaron en Francia e Inglaterra. «Aún hoy día, dice un escritor inglés, recitan algunas de sus oraciones en lengua española en algunas sinagogas de Londres, y todavía los judíos modernos recuerdan con vivo interés a España, como tierra querida de sus padres e ilustrada con los más gloriosos recuerdos.»

Aún no se ha fijado, ni será fácil ya fijar con exactitud el número de judíos no bautizados que a consecuencia del famoso decreto salieron aquel año de España. Hacenle algunos subir a 800.000.: a la mitad le reducen otros, y otros a mucho menos todavía. En esta diversidad de cálculos., parecenos que nada arriesgamos en adoptar el que le limita a menor cifra, y que bien podemos seguir el que nos dejó expresamente consignado el cronista Bernáldez, historiador contemporáneo, testigo y actor en aquella gran catástrofe del pueblo hebreo-hispano, el cual reduce a 35 o 36.000 las familias de judíos no conversos que había en España al tiempo de la expulsión, y que compondrían unos 170 a 180.000 individuos.

Mas de todos modos, no ha de juzgarse la conveniencia o el perjuicio de aquella terrible medida por el número de personas y por la mayor o menor despoblación que sufriera el reino, en verdad ya harto despoblado por las guerras y por el desgobierno de los reinados anteriores., sino por la calidad de los expulsados. En este sentido no puede menos de calificarse de perjudicial para los materiales intereses de España la salida violenta y repentina de una clase numerosa, que se distinguía por su actividad, por su destreza y por su inteligencia para el ejercicio de las artes, de la industria y del comercio. La expulsión de los judíos fue en este sentido un golpe mortal que obstruyó en España estas fuentes de la riqueza pública para que fuesen a fecundar otros climas y a engrandecer extrañas regiones. Así no nos maravilla que cuando se hicieron conocer en Turquía los judíos lanzados del suelo español, exclamara el emperador Bayaceto, que tenía formada una ventajosa idea del rey Fernando: «¿Éste me llamáis el rey político, que empobrece su tierra y enriquece la nuestra?». Era en verdad error muy común en aquel tiempo que el oro y la plata constituían la riqueza de las naciones, y sin duda participó de él Fernando creyendo que remediaba el mal con prohibirles la extracción de aquellos preciosos metales, sin mirar que llevaban consigo la verdadera riqueza, que era su industria y su actividad e inteligencia mercantil.

Ya que la expulsión de los judíos fuera económicamente perjudicial a los intereses del estado, ¿infringieron aquellos esclarecidos monarcas las leyes de la nación, y faltaron a las de la humanidad con aquella violenta medida? ¿Se había hecho acreedora a ella la raza judaica? ¿O qué causas impulsaron al político Fernando y a la piadosa Isabel a dictar tan fuerte providencia contra los desventurados descendientes de Israel?

Rechazamos desde luego como calumniosa la especie por algunos modernos escritores vertida, y en ningún fundamento apoyada, de atribuir la expulsión de los hebreos a codiciosas miras de los reyes y a deseo de apoderarse de sus riquezas y haberes. Semejante pensamiento, sobre ser indigno de tan grandes monarcas y opuesto a su índole y carácter, ni siquiera hallamos que pasara por la imaginación de los mismos judíos; y la única cláusula del edicto en que quisiera fundarse, que era la prohibición de exportar la plata y el oro, no era sino el cumplimiento de una ley general, por dos veces sancionada en las cortes del reino. Tal vez no fuera imposible descubrir en la medida algo de poca gratitud hacia unos hombres, que aunque odiados, menospreciados y perseguidos, y aunque impulsados por el móvil de la ganancia y de la usura, al fin habían hecho beneficios a los monarcas en la última guerra, habían contribuido a su triunfo abasteciendo los ejércitos de víveres y vituallas, a veces no dejando nada que desear a la viva solicitud de la reina Isabel.

Hubo, pues, una causa más fuerte que todas las consideraciones, que movió a nuestros monarcas a expedir aquel ruidoso decreto, y esta causa no fue otra que el exagerado espíritu religioso de los españoles de aquel tiempo, y que en muchos, bien puede decirse sin rebozo, era verdadero fanatismo: el mismo que produjo años después la expulsion de los judíos de varias naciones de Europa, con circunstancias más atroces aún que en la nuestra. En el capítulo III. de este libro hicimos una reseña de la historia de la raza hebrea en nuestra España, y demostramos la enemiga y el odio nacional que contra ella encontraron pronunciado Fernando e Isabel a su advenimiento al trono: odio y enemiga que se habían manifestado en las leyes de las cortes, en las pragmáticas de los reyes, en los tumultos populares; el encono no se había extinguido; manteníase vivo en la opinión pública, le alentaba el clero y le excitaban los inquisidores.; y una vez establecida directamente la Inquisición contra los judíos, veíase venir como una consecuencia casi natural, tan pronto como cesaran las atenciones de la guerra, una persecución general que había de estallar de un modo o de otro. Hízose estudio de persuadir a los reyes, y no era el inquisidor Torquemada el que con menos ahínco insistía en ello, que los judíos no bautizados subvertían a los conversos y los hacían judaizar, y que su comunicación con los cristianos era una causa perenne de perversión. Traíanles a la memoria el robo y profanación de la hostia sagrada en Segovia a principios del siglo, una conjuración que en 1445 se les atribuyó en Toledo para minar y llenar de pólvora las calles por donde había de pasar la procesión del Corpus, el robo y crucifixión de un niño cristiano en Valladolid en 1452, el caso igual acontecido en Sepúlveda en 1468, otro semejante en 1489 en la villa de la Guardia, provincia de la Mancha, y otras anécdotas de este género, juntamente con los casos de envenenamiento que se habían imputado a los médicos y boticarios judíos, y hacíase entender a los reyes que no habían renunciado a la perpetración de estos crímenes.

Así en el razonamiento o discurso que precedía al edicto se expresaban los monarcas de esta manera: «Sepades e saber debedes, que porque Nos fuimos informados que hay en nuestros reinos e avia algunos malos cristianos que judaizaban de nuestra santa fe católica, de lo qual era mucha culpa la comunicación de los judíos con los cristianos e otrosí ovímos procurado e dado orden como se ficiesc inquisición en los nuestros reinos e señoríos, lo qual como sabeis ha más de doce años que se ha fecho e face, é por ella se han fallado muchos culpantes, segunt es notorio e segunt somos informados de los inquisidores e de otras muchas personas religiosas, eclesiásticas e seglares, e consta e parece ser tanto el daño que a los cristianos se sigue e ha seguido de la participación, conversación e comunicación que han tenido e tienen con los judíos, los quales se precian que procuran siempre por quantas vias e maneras pueden de subvertir de nuestra santa fe católica a los fieles cristianos, etc.»

Siguieron, pues, los reyes, al sancionar tan dura providencia, o contemporizaron con el espíritu del pueblo, dieron crédito a las acusaciones, acogieron las excitaciones y consejos que los inquisidores y otras personas fanáticas les daban y hacían, y creyeron que no era grande abuso de autoridad desterrar a los que la opinión pública proscribía, y quitar de delante objetos que eran odiados. No nos atrevemos nosotros a asegurar que por parte de Fernando no se mezclase también alguna otra mira política, y que tal vez no le pesara de que le pusieran en aquella necesidad. Pero por lo menos de parte de Isabel tenemos la firme convicción de que en materias de esta especie, animada como en todas de la más recta intención y buen deseo, no hacía sino deferir y someter su juicio, con arreglo a las máximas piadosas en que había sido educada, a los directores de su conciencia, en quienes suponía ciencia y discreción para bien aconsejarla y dirigirla en negocios que tocaban a la religión y a la fe. De modo que si errores había en las resoluciones de Isabel como reina, los mismos errores nacían de virtud propia, y de la ignorancia, o del fanatismo, o de la intención de otros.

Tales fueron a nuestro juicio las causas del famoso decreto de proscripción y destierro de los judíos, que si dañoso en el orden económico, duro e inhumano, innecesario tal vez, y si se quiere no del todo justificado, demandábale el espíritu público; si algunos entonces le reprobaban, ninguno abiertamente le contradecía; era una consecuencia de antipatías seculares y de odios envejecidos; estaba en las ideas exageradas de la época, y vino a ser útil bajo el aspecto de la unidad religiosa tan necesaria para afianzar la unidad política.

Pero apartemos ya la vista de tan triste cuadro, y dirijamosla a otro más halagüeño, más brillante y más glorioso.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,  TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS], capítulo VIII)

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La Inquisición en tiempos de los Reyes Católicos

De 1477 a 1485.

I.—Inquisición antigua.—Su principio: su historia.—Luchas religiosas en los primeros siglos de la Iglesia.—Durante el imperio romano.—En la dominación visigoda.—En los primeros siglos de la edad media.—Conducta de los pontífices, de los concilios, de los príncipes y soberanos, con los infieles, herejes y judíos en las diferentes épocas.—La Inquisición antigua en Francia, en Alemania, en Italia, en España.—Sus vicisitudes: su carácter.—Procedimientos: sistema penal y penitencial.—Estado de la Inquisición en Castilla en los siglos XIV y XV.—II.—Situación de los judíos en España.—Durante la dominación goda.—En los primeros siglos de las restauración.—En los tiempos de San Fernando.—De don Alfonso el Sabio.—De don Pedro de Castilla.—De los reyes de la dinastía de Trastamara.—Cultura de los judíos: su industria, su comercio, sus riquezas.—Su influjo en la administración: su conducta: su avaricia.—Odio de los cristianos a la raza judaica.—Persecuciones: tumultos populares.—Protección que les dispensaron algunos monarcas.—Peticiones de las cortes contra ellos.—Leyes contra los judíos.—Hebreos conversos: su comportamiento.—Escenas sangrientas.—Clamor popular.—III.—Precedentes para el establecimiento de la Inquisición moderna.—Quejas dadas a Fernando e Isabel sobre la conducta y excesos de los judíos.—Primera propuesta de Inquisición.—Repugnancia de la reina.—Bula de Sixto IV.—Establecese la Inquisición en Sevilla.—Primeros inquisidores y sus primeros actos.—Nombramiento de inquisidor general.—Torquemada.—Tribunales subalternos.—Consejo de Inquisición.—Organización del tribunal.—Resistencia en Aragón al establecimiento del Santo Oficio.—Conspiración contra los inquisidores.—Asesinato del inquisidor Pedro Arbués en el templo.—Castigo de los asesinos y cómplices.—Queda establecido en Aragón el Santo Oficio.

downloadI.—Antes de presentar esta famosa institución bajo la forma que se le dio en tiempo de los reyes don Fernando y doña Isabel, creemos indispensable dar algunas noticias y explanar otras de las que ya hemos apuntado acerca de la Inquisición primitiva.

Muy antigua es la tendencia y propensión de los hombres a no tolerarse de buen grado, y hasta malquererse y odiarse entre sí los que profesan opuestas o distintas creencias religiosas. Los primitivos cristianos fueron horriblemente perseguidos por los emperadores y los prefectos gentiles, tratándolos como a conspiradores contra el Estado y como a perturbadores de la tranquilidad pública, a ellos que eran los hombres más pacíficos del mundo. A su vez cuando la religión cristiana subió hasta el trono de los Césares, los cristianos persiguieron también a los gentiles e hicieron leyes contra los que sacrificaban a los ídolos, a pesar de la mansedumbre recomendada por el Evangelio y de la tolerancia y moderación usada y encargada por Constantino.

Casi desde que hubo religión cristiana, hubo también herejías; y si al principio se empleó para la conversión de los herejes la exhortación, la persuasión, la doctrina, la discusión y las apologías, contentándose con evitar su comunicación y trato cuando las amonestaciones eran ineficaces, poco a poco se fue usando de medios más violentos, hasta que a fines del siglo IV. de la iglesia un emperador cristiano y español, el gran Teodosio, promulgó ya un edicto contra los herejes maniqueos, no solo imponiendoles la pena de confiscación de bienes y hasta el último suplicio, sino mandando al prefecto del Pretorio que nombrara personas encargadas de inquirir y declarar los herejes ocultos, que fue ya la creación de una especie de comisión inquisitorial.. Esta ley, así como las penas contra los herejes, sufrieron diferentes modificaciones durante el imperio romano, según las circunstancias particulares del tiempo, y la índole y las creencias de los emperadores y de los gobernantes, como se ve por las diferentes leyes del Código Teodosiano, y habrá podido ver con frecuencia el más medianamente versado en la historia general de la iglesia.

La de España después de la invasión de los godos, y mientras sus reyes y sus gobernadores fueron arríanos, sufrió los rigores de una cruda persecución, que concluyó por el sangriento sacrificio de un hijo ordenado por su mismo padre. Triunfó al fin el catolicismo con el martirio de San Hermenegildo y la conversión de Recaredo, y tan luego como la religión católica se halló dominando en el trono y en el pueblo, comenzaron los concilios toledanos a dictar disposiciones canónicas y a prescribir castigos contra los idólatras, contra los judíos y contra los herejes. La raza judaica fue sobre la que descargó más larga y más rudamente el peso de la intolerancia, de la persecución, y hasta del encono. No solo esgrimió la iglesia contra los judíos las armas espirituales de la excomunión y demás censuras eclesiásticas en los siglos VI. y VII., sino que se decretaron contra ellos severísimas penas, como el destierro, las cadenas, los azotes, la confiscación, la infamia, todas menos la muerte, y algunas más crueles que la muerte misma, como era la esclavitud, como era arrancar a los padres y a las madres los hijos de sus entrañas..

En los siglos siguientes, en que la potestad pontificia se fue arrogando la dominación temporal, en que los papas excomulgaban y deponían a los reyes, relevaban a los súbditos del juramento de fidelidad, coronaban a los soberanos y disponían de los tronos, castigábase a veces a los herejes con las penas corporales, considerando los delitos contra la fe como delitos contra el Estado. Sin embargo, al terminar el siglo VIII. todavía no se impuso a los obispos herejes españoles, Félix de Urgel y Elipando de Toledo, sino penas espirituales. Pero a principios del siglo XI. Se vio en Francia quemar vivo en la plaza de Orleans al presbítero Esteban, confesor de la reina Constanza, con algunos compañeros de su error.. Los papas, en virtud de la prepotencia universal que alcanzaron, solían mandar a los reyes bajo pena de excomunión, y aún de destronamiento, que expulsaran los herejes de sus dominios. En los siglos XI. y XII. las cruzadas acostumbraron a los hombres a mirar como un acto altamente meritorio la muerte que se daba a los infieles, considerabase como mártires a los que morían en aquellas guerras, y se esperaba por aquel medio la remisión de cualesquiera delitos y pecados, y el premio de la bienaventuranza eterna. En el discurso de nuestra historia hemos visto cuántas veces se concedió honores, privilegios, gracias e indulgencias de cruzada a los que fuesen a pelear contra príncipes y monarcas cristianos de quienes el papa se creyera ofendido, como si fuesen a guerrear contra infieles o sarracenos, calificándolos de cismáticos o de fautores de la herejía, y no fueron los reyes de España los que menos arrostraron las iras pontificias en este sentido.

A fines del siglo XII. en el concilio de Verona bajo Lucio III. se fijó ya más la tendencia a entregar los herejes a la justicia secular, encargando a los obispos que por sí o por su arcediano visitasen una o dos veces cada año los lugares en que sospecharan haber algunos herejes, y obligaran a los moradores a prometer bajo juramento que los delatarían al obispo, el cual los hacía comparecer a su presencia, y si persistiesen en su error los entregaría a los jueces, condes, barones, señores o cónsules para que los castigasen según las leyes o costumbres del país, prescribiéndoles el modo de proceder. Poco después (1194), habiendo venido a España un legado del papa Celestino III. y celebrado un concilio en Lérida, exhortó al rey de Aragón Alfonso II. a que diese un edicto mandando salir del territorio de sus dominios en un breve plazo a los herejes valdenses y otros de cualquiera otra secta, prohibiendo a sus vasallos bajo la pena de confiscación y de ser tratados como reos de lesa majestad ocultarlos ni menos protegerlos bajo ningún pretexto. Su hijo y sucesor Pedro II. expidió otro edicto aún más apremiante, prescribiendo ya a los gobernadores y jueces que juraran ante los obispos que trabajarían y celarían por el descubrimiento de los herejes y su castigo, e imponiendo penas severas a los receptadores u ocultadores.

El papa Inocencio III. fue quien a principios del siglo XIII. con motivo de la herejía de los albigenses que infestaba los condados de Tolosa, Narbona, Carcasona, Bezieres, Foix y otras provincias meridionales de Francia, nombró ya delegados pontificios especiales, distintos de los obispos, con plena facultad para inquirir y castigar los herejes. El abad del Císter, jefe de esta comisión, usando de las facultades pontificias, eligió doce abades más de su instituto, a los cuales se agregaron para predicar contra la herejía dos célebres y celosos españoles, Santo Domingo de Guzmán y el obispo de Osma don Diego de Acebes. Aplicar las indulgencias a los cruzados, predicar y convertir a los herejes, inquirir y descubrir a los contaminados con la herejía, reconciliar a los convertidos, y entregar los pertinaces al conde Simón de Monfort, jefe y caudillo de la cruzada, era el oficio de estos inquisidores. De estas célebres guerras contra los albigenses de Francia, hemos dado cuenta en otro lugar., así como de los millares de víctimas que perecieron en los tormentos, en las llamas, o al filo de las espadas de los cruzados a consecuencia del establecimiento de esta Inquisición. Sin embargo, no parece que Inocencio III. se propusiera todavía fundar un tribunal perpetuo, ni que con la creación de inquisidores delegados intentara quitar a los obispos sus facultades naturales, como jueces ordinarios en las causas de fe desde Jesucristo.

Honorio III. prosiguió fomentando la Inquisición, y protegiendo y favoreciendo a Santo Domingo de Guzmán y su orden de predicadores, a quienes nombró familiares del tribunal, y le estableció no sólo en los estados alemanes del emperador Federico, sino en Italia, y en la misma Roma, donde también penetró el contagio de la herejía. Poco después el pontífice Gregorio IX., protector de Santo Domingo y de los frailes dominicanos, organizó la institución y le dio forma estable. Se designó el orden en las denuncias y las reglas que se habían de guardar para las pesquisas y delaciones, se establecieron ya todas las penas de confiscación, deportación, cárcel perpetua, privación de oficios, signos y trajes infamantes, relajación al brazo secular, de infamia a los hijos de los herejes y sus fautores u ocultadores hasta la segunda generación, de hoguera para los impenitentes o relapsos, y de ser cortada la lengua a los blasfemos.

Tal era el estado de la Inquisición en Francia e Italia, cuando se introdujo en España por breve de Gregorio IX. en 1232, dirigido al arzobispo Aspargo de Tarragona y a los obispos comprovinciales suyos, remitiéndoles copia de la bula expedida el año antecedente contra los herejes de Roma, y de aquel principio del establecimiento de la antigua Inquisición en Cataluña, Aragón, Castilla y Navarra, sucesivamente y en la forma y términos que en otro lugar dejamos ya expresados.. Allí hablamos ya de la instrucción de inquisidores escrita por el religioso dominico español San Raimundo de Peñafort, penitenciario del papa, del concilio de Tarragona, de la protección y confianza que Inocencio IV. siguió dispensando a los dominicos de España para los empleos y ejercicio de inquisidores, y de otras noticias referentes a este asunto. También dijimos en su lugar oportuno, bosquejando el espíritu y las ideas y costumbres del siglo XIII., que así como el rey San Luis de Francia había sancionado el establecimiento de la Inquisición en su reino, el rey San Fernando de Castilla, lleno de celo religioso, llevaba en sus propios hombros la leña para quemar a los herejes: ¡tan poderoso es el espíritu de un siglo, y tanto perturba los entendimientos más ilustrados! Bajo la impresión de estas mismas ideas formó su hijo, el Rey Sabio, el código de Partidas. Los reyes de Aragón prosiguieron favoreciendo las máximas inquisitoriales, y Jaime II. expidió un edicto expulsando de sus dominios todos los herejes de cualquiera secta, mandando a las justicias del reino auxiliar a los frailes dominicos como inquisidores pontificios, y ejecutar las sentencias que pronunciaban dichos inquisidores, si bien a muchos de estos les costó la muerte, siendo asesinados y a veces apedreados por los herejes o sus fautores, lo cual valió a los que así perecieron el honor y la gloria del martirio que sus contemporáneos les dieron..

Durante los dos primeros tercios del siglo XIV. Se hicieron de tiempo en tiempo en diferentes puntos varios autos de fe parciales, en que no sólo se impusieron a algunos herejes penitencias públicas, y se les aplicaron las penas corporales de cárcel, deportación, confiscación, y otras aflictivas o infamatorias, sino que algunos fueron entregados a la justicia secular para ser quemados, y también se mandó desenterrar y quemar los huesos de algunos que habían muerto pertinaces, y el rey don Jaime de Aragón asistió con sus hijos y dos obispos al suplicio de don Pedro Durando de Baldach, que fue quemado por sentencia del inquisidor general Burguete..

O mucho debió aflojar después la Inquisición, o muy diminuto era el número de los errores y delitos contra la fe en España, cuando a fines del siglos XIV. y principios del XV. apenas puede saberse si existía tribunal de Inquisición en Castilla. Cierto que en el decimoquinto se hallaban todavía algunos nombramientos de inquisidores, así para Castilla y Portugal como para Aragón y Valencia, pero parece haber sido más de fórmula que de ejercicio, puesto que son contados los casos en que se los ve actuar, y menos con la formalidad de tribunal permanente. El suceso mismo que se refiere de la sacrílega profanación de la hostia sagrada en Segovia en el reinado de don Juan II., no fue juzgado y castigado sino por el obispo, «a quien como tal, dice el ilustrado historiador de aquella ciudad, pertenecían de derecho en aquel tiempo las averiguaciones y castigos de delitos semejantes.». Algo más inquisitorial fue una comisión de pesquisa enviada por aquel rey a Vizcaya contra un fraile francisco que defendía la secta de los beguardos, mas aunque algunos de sus cómplices fueron quemados en Valladolid y en Santo Domingo de la Calzada, no consta que se observaran las formas de la antigua institución.. La quema de los libros de don Enrique de Villena hecha por Fr. Lope de Barrientos de orden del rey puede considerarse más bien como un expurgo, un rasgo de preocupación y de ignorancia, o acaso un resabio de las antiguas costumbres, que como un acto rigorosamente inquisitorial. Que en el reinado de Enrique IV. no existía la Inquisición en Castilla lo indicó bien el mismo Fr. Alonso de Espina, el que auxilió a don Álvaro de Luna en sus últimos momentos, y el autor del Fortalitium fidei, cuando se quejaba el rey del gran daño que en concepto suyo padecía la religión por no haber inquisidores, suponiendo que los herejes y judíos la vilipendiaban sin temor del rey ni de sus ministros. Y últimamente cuando el papa Sixto IV. mandó al general de los dominicos de España en 1474 que nombrara inquisidores para todas partes, parece que los nombró para Cataluña, Aragón, Valencia, Rosellón y Navarra, más no consta que los nombrara para Castilla..

Nosotros haremos conocer un documento de 1464, de que parece no haber tenido noticia ni Llorente ni ningún otro historiador que hayamos visto, del que se deducen evidentemente dos cosas; primera, que en aquella época no existía la Inquisición en Castilla; segunda, que había muchos que la proponían y la deseaban. Pero antes daremos una idea del carácter de la Inquisición antigua, de su forma y procedimientos, para que pueda luego cotejarse con la moderna que se estableció en el reinado de Fernando e Isabel.

La Inquisición antigua se instituyó primeramente contra los herejes, mas luego se fue extendiendo a los sospechosos, fautores o receptadores, a los delitos de blasfemia, sortilegio, adivinación, cisma, tibieza en la persecución de los enemigos de fe y otros delitos semejantes, y también a los judíos y moros. Los inquisidores procedían en unión con los obispos, jueces natos en las causas de fe, y aunque podían formar separadamente proceso, los autos y sentencias definitivas habían de ser de los dos, y en caso de desacuerdo se remitía el proceso al papa. No tenían dotación ni gozaban sueldo; los gastos de viajes y otras diligencias, que al principio se hacia costear a los obispos y a los señores territoriales, se suplieron después de los bienes mismos que se confiscaban. Las autoridades y jueces seculares estaban obligados bajo pena de excomunión a darles toda clase de auxilios y asegurar sus personas. Cuando los inquisidores llegaban a un pueblo hacían comparecer al alcalde o gobernador, al cual tomaban juramento de cumplir todas las leyes sobre herejes,se predicaba un sermón en un día festivo, y se publicaba un edicto señalando un término, o para que se denunciasen a sí mismos, o para que otros hicieran las delaciones, pasado el cual se procedía en rigor de derecho. Las delaciones se escribían en un libro reservado. A los procesados se les daba copia incompleta del proceso, ocultando los nombres del delator y testigos. Al que confesaba un error contra la fe, aunque negase los demás, no se le concedía defensa, porque ya constaba el crimen inquirido. Si abjuraba, se le reconciliaba con imposición de penas o con penitencia canónica; de lo contrario, se le declaraba hereje y se le entregaba a la justicia secular. Cuando el reo estaba negativo, pero convicto, o había indicios vehementes, se le ponía a cuestión de tormento para que confesase. Cuando no constaba bien el crimen de herejía, pero resultaba difamación, se le declaraba infamado, y se le condenaba a destruir su mala fama por medio de la purgación canónica. Guardábase en los procedimientos un secreto impenetrable, y se empleaban ya en la Inquisición antigua los modos más insidiosos de acusación..

El sistema penal y penitencial de la Inquisición antigua era sin duda mucho más rigoroso y severo que el de la moderna, según tendremos ocasión de ver cuando de ésta tratemos. Además de las penas espirituales de excomunión, irregularidad, suspensión, degradación y privación de beneficios, hemos hablado ya de las corporales y pecuniarias, como confiscación, deportación, cárcel temporal o perpetua, infamia, privación de oficios, honores y dignidades, muerte y hoguera. Estas últimas no hubieran podido imponerlas los jueces eclesiásticos si no lo consintiesen los soberanos: y aún así, en cuanto a la pena capital, como contraria al espíritu del Evangelio y al carácter del sacerdocio, absteníanse los inquisidores eclesiásticos de imponerla: en su lugar se discurrió, declarado el delito de herejía, entregar los reos a los jueces civiles para la aplicación de la pena, que era lo que se llamaba relajar al brazo secular, con conocimiento de que las leyes civiles prescribían la pena de muerte. Aun sabiendo esto los inquisidores, todavía usaban la cláusula (el lector juzgará de la sinceridad con que esto pudiera hacerse) de rogar a los jueces que no condenaran al reo al último suplicio, siendo así que no solamente éstos no podían dispensarse de hacerlo, sino que si alguno se mostraba tibio o indulgente, se le formaba proceso por sospechoso, puesto que le habían hecho antes jurar que ejecutaría y cumpliría las leyes promulgadas contra los herejes.

Las penitencias públicas a que se sujetaba a los reconciliados y arrepentidos, eran en extremo degradantes, bochornosas y crueles. Entre ellas debe contarse el distintivo que se les hacía llevar en los vestidos, que a veces eran dos cruces grandes de tela amarilla, una a cada lado del pecho, a veces se añadió otra tercera en la capucha si era hombre, y en el velo si era mujer, a veces era una túnica o saco, que se acostumbraba a bendecir, de lo cual se llamó saco bendito, y después por corrupción sambenito, sobre cuyo signo y forma variaron las disposiciones de los concilios y de los inquisidores. «Los que dieren crédito a los errores de los herejes, decía el concilio de Tarragona de 1242., hagan penitencia solemne de este modo: en el próximo día futuro de Todos Santos, en el primer domingo de Adviento, en los de Nacimiento del Señor, Circuncisión, Epifanía, Santa María de febrero, Santa María de marzo, y todos los domingos de cuaresma, concurran a la catedral y asistan a la procesión en camisa, descalzos, con los brazos en cruz, y sean azotados en dicha procesión por el obispo o párroco, excepto el día de Santa María de febrero y el domingo de Ramos, para que reconcilien en la iglesia parroquial. Asimismo en el miércoles de Ceniza irán a la catedral en camisa, descalzos, con los brazos en cruz, conforme a derecho, y serán echados de la iglesia para toda la cuaresma, durante la cual estarán así en las puertas, y oirán desde allí los oficios… previniendo que esta penitencia del miércoles de Ceniza, la de Jueves Santo, y la de estar fuera de la iglesia y en sus puertas los otros días de cuaresma, durará mientras viviesen todos los años… Lleven siempre dos cruces en el pecho, etc.»

Un autor antiguo, muy afecto a la Inquisición, y por lo mismo nada sospechoso en lo que vamos a decir, da noticia de la penitencia que Santo Domingo impuso a un hereje converso y reconciliado, llamado Poncio Roger, condenándole a ser llevado en tres domingos consecutivos desde la puerta de la villa hasta la de la iglesia, desnudo y azotándole un sacerdote; a abstenerse de carnes, de huevos, queso y demás manjares derivados de animales para siempre, menos en los días de Resurrección, Pentecostés y Natividad; a hacer tres cuaresmas al año; a abstenerse de pescados, aceite y vino tres días a la semana por toda la vida, excepto en casos de enfermedad o de trabajo excesivo con dispensa; a llevar el saco y las cruces de los penitentes; a oír misa todos los días, y asistir a vísperas los domingos y rezar diariamente las horas diurnas y nocturnas, y el Padre Nuestro siete veces en el día, diez en la noche, y veinte a las doce de la misma; a guardar castidad, y enseñar todos los meses aquella carta a su párroco, el cual estaba encargado de vigilar su conducta..

Hasta la abjuración de los levemente sospechosos se hacía con pública solemnidad y con unas ceremonias sonrojosas y humillantes. Hacíase en el templo anunciándose en todas las iglesias el domingo precedente. El día señalado concurrían el clero y el pueblo: el procesado y reconciliado por leve sospecha se colocaba en un alto tablado de pie, de modo que pudiera ser visto por todo el mundo. Se cantaba la misa, predicaba el inquisidor un sermón contra la herejía de que había sido acusado por sospecha leve el hombre que se hallaba en el cadalso, hacia un relato del proceso, y manifestaba que estaba pronto a abjurar: poníansele seguidamente la cruz y los evangelios, y se le daba a leer la abjuración escrita, se pronunciaba la sentencia, y se le imponían las penitencias correspondientes. Estas ceremonias eran más graves y más solemnes, según que la sospecha era más vehemente, o vehementísima.

Los autos de fe para los no conversos o impenitentes se anunciaban por toda la comarca para que pudiera asistir un gran concurso: se preparaba un tablado en la plaza pública, se leían los crímenes que resultaban del proceso, predicaba el inquisidor, se hacía entrega del reo a la justicia secular, y pronunciada la sentencia de condenación conforme a las leyes civiles, se le conducía a la hoguera ya preparada fuera del pueblo, y se le arrojaba vivo a las llamas..

Tal es en resumen la historia, y tales eran la forma y los procedimientos de la Inquisición antigua, aunque perdido su primitivo rigor en los dos últimos siglos, casi olvidada y sin ejercicio en esta parte de España, y tal era el estado de Castilla en este punto cuando subieron al trono Isabel y Fernando.

II.—En esta situación tratóse de dar otra vez movimiento a aquella enmohecida máquina, y se encontró pábulo y materia con que alimentarla en esa desventurada raza sin rey y sin pueblo, que anda errante por todas las naciones pagando los pecados de sus padres, en cumplimiento de una profecía y de una maldición, los judíos.

Ya hemos visto cuán dura y cruelmente fueron tratados los judíos de España durante la dominación de los visigodos, y a cuán miserable y triste condición los redujeron aquellos monarcas y aquellos concilios. En los edictos de los reyes, en los cánones de las asambleas religiosas de Toledo, y en las leyes del código visigodo, se encuentra, si no el nombre ni la forma, el espíritu al menos y el germen de una inquisición contra la raza hebrea. Ellos sufrieron todas las calamidades y amarguras, ellos aguantaron todos los infortunios, todas las penalidades, todas las humillaciones y todos los castigos con que se propuso agobiarlos, escarnecerlos y anonadarlos el pueblo cristiano en su rencorosa saña contra los descendientes de Israel. Pero ellos a su vez, aunque al parecer pacientes y sufridos, fueron reconcentrando y atesorando en sus corazones el odio y el resentimiento de siglos enteros, y esperaron día y ocasión en que vengar los ultrajes recibidos de sus perseguidores. En vano los últimos monarcas godos procuraron mejorar su condición, sacándolos de su envilecimiento y abriendo a los que habían pasado a otras tierras las puertas de su patria adoptiva. Tenaz en sus odios como en sus creencias el pueblo maldecido, ingrato, mañoso y disimulado, fomentó y protegió la invasión de los sarracenos en España, sin darle cuidado por la ruina del suelo en que habían nacido sus hijos, con tal de vengar los agravios sufridos de los cristianos españoles, viendo con gusto y contribuyendo con placer a la pérdida del imperio godo. La ayuda que los judíos habían prestado a los árabes, su común origen oriental y la semejanza en muchas de las costumbres religiosas de los dos pueblos, proporcionaron a los israelitas ser atendidos y considerados por los nuevos conquistadores, y bajo tan favorables auspicios, y merced a su diligencia, industria y natural adquisividad, fueron aumentando sus riquezas, extendiendo su comercio, progresando en la industria y en las artes, ganando privilegios y elevándose a las principales dignidades del imperio mahometano. Ellos cultivaron las letras con tan buen éxito, que a mediados del siglo X fundaron ya una academia en Córdoba, rivalizando los doctores rabinos con los cultos árabes en varios ramos de los conocimientos humanos, y formando una literatura hebrea, cuando más espesas eran las tinieblas que cubrían el horizonte del pueblo cristiano español. Las letras, las artes y la riqueza se vinieron con ellos a Toledo, y cuando Alfonso VI. a fines del siglo XI. reconquistó al cristianismo la antigua corte delos godos, halló en ella muchos ricos e ilustrados judíos, a quienes tuvo que comprender en la capitulación, dejándolos morar libremente, gobernarse por sus leyes y conservar los ritos de su falsa religión. Mas no tardó en resucitar el antiguo odio de los cristianos a la raza y secta judaica; en un alboroto popular las sinagogas fueron saqueadas, los rabinos inmolados al pie de sus cátedras, y las calles de Toledo salpicadas con sangre de judíos (principios del siglo XII); don Alfonso quiso castigar aquel atentado, pero fue detenido su brazo por los hebreos mismos, temerosos de mayores males.

El ejemplo de Toledo fue sin embargo el preludio de más terribles desafueros y de más sangrientas matanzas. A pesar de los privilegios que se les conservaban en los fueros de las poblaciones, al paso que los cristianos adquirían mayor poder con la conquista, iban vejando más a los judíos, gravabanlos con impuestos cuantiosos a favor de los reyes y de las iglesias, y llegó a imponerseles el tributo personal de treinta dineros llamado judería, por el favor y en recompensa de dejarlos vivir en las ciudades y pueblos de Castilla. Las victorias ulteriores de los cristianos, el célebre triunfo de Alfonso el Noble en las Navas de Tolosa, las conquistas de Córdoba y Sevilla por San Fernando, casi simultáneas a las de Mallorca y Valencia por don Jaime I. de Aragón antes de mediar el siglo XIII., engrandecieron inmensamente el poder del pueblo cristiano, al par que dejaron la proscrita raza judaica a merced del aborrecimiento y de la tiranía de los vencedores.

Mas este pueblo sin patria, arrojado en medio del mundo, en pena y expiación del mayor de los crímenes cometido por sus mayores, se afanaba en medio de su abatimiento por conquistar una influencia y adquirir algunos merecimientos que oponer y con que neutralizar la saña de sus señores. Ademas del influjo que les daban las riquezas ganadas con su genio activo e industrioso, mientras los cristianos se entregaban casi exclusivamente al ejercicio y al arte de la guerra, ellos se dedicaban con empeño, émulos en esta parte de la gloria de los árabes, al estudio de las ciencias, y al cultivo de las letras y de las artes, llegando a sobresalir en muchas de ellas, principalmente en la astronomía, en las matemáticas, en la medicina, en la economía y administración, y en la bella literatura. Con tal motivo el rey don Alfonso el Sabio, para quien los hombres doctos e instruidos lo merecían todo, protegió a los judíos, acaso más de lo que permitía el espíritu de la época, permitiendoles reedificar sinagogas y prohibiendo a los cristianos molestarlos en el ejercicio de su culto; si bien no pudiendo desentenderse de las opiniones dominantes en el pueblo cristiano, y de los excesos y abusos que los mismos judíos cometían con frecuencia, consignó en las Partidas algunas leyes para tenerlos a raya, imposibilitándolos para los cargos públicos si persistían en sus creencias, y obligandolos a llevar un distintivo que los diferenciara de los cristianos. A pesar de esto siguieron siendo los médicos de los reyes, los administradores y recaudadores de las rentas reales, y ejerciendo los principales cargos y oficios así en el palacio como en las casas de los grandes señores. Prosiguió de allí adelante la lucha entre el odio que les profesaba el pueblo y el favor que les dispensaban los reyes y los magnates. A mediados del siglo XIV. se les prohibió tomar nombres cristianos, so pena de ser tratados y hacer justicia de ellos como herejes. AlfonsoXI. a petición de las cortes de Madrid quitó el almojarifazgo al famoso judío don Yussaph de Écija, y dispuso que de allí adelante no ejerciera ninguno de su religión aquel importante cargo, mudando además el nombre de almojarife en el de tesorero. El rey don Pedro protegía a los de aquella raza; todo el mundo conoce, y nosotros hemos contado la historia de su célebre tesorero Samuel Leví, y en su tiempo se levantó la suntuosa sinagoga de Toledo, en cuyas lápidas se pusieron inscripciones grandemente laudatorias de don Pedro de Castilla.

Por el contrario, Enrique II. el Bastardo mostró un odio rencoroso contra los hebreos, que seguían el partido de su hermano, y bien lo mostró en las matanzas de las juderías de Burgos y Toledo: acaso aquel aborrecimiento a los judíos contribuyó mucho a la boga que alcanzó en el pueblo castellano la causa del bastardo de Trastamara. Prevalieronse de este espíritu algunos sacerdotes cristianos para atreverse ya a predicar al pueblo en los templos y a concitarle en las plazas al exterminio de la raza judaica. A una de estas predicaciones se debió el furor con que en Sevilla fueron despiadadamente inmolados hasta cuatro mil israelitas, por el populacho que asaltó la judería, excitado por los fogosos discursos del fanático arcediano de Écija don Hernando Martínez en tiempo de don Juan I. La impunidad en que quedó el atentado de Sevilla produjo poco más adelante los tumultos y las matanzas horribles y casi simultáneas en las aljamas y juderías de Burgos, de Valencia, de Córdoba, de Toledo, de Barcelona y de varias otras ciudades de Aragón y de Castilla. Aterrados con aquel degüello universal, los que quedaban con vida pedían a gritos el bautismo, único medio de librar sus gargantas de la cuchilla con que veían segar las de sus padres, esposas, hijos y deudos.

Varias eran las causas que habían ido preparando el ánimo del pueblo a perpetrar estos estragos y sangrientas ejecuciones. Primeramente el odio inveterado entre los hombres de las dos creencias, y el resentimiento tradicional de los cristianos hacia los que en otro tiempo habían favorecido a los destructores de su patria y a los enemigos de su fe: después las tiranías, exacciones, usuras, excesos y desmanes de todo género con que los judíos oprimían los pueblos como arrendadores, repartidores y recaudadores de los impuestos y rentas públicas que estaban siempre en sus manos: el sentimiento de verlos apoderados de los oficios más lucrativos, y la envidia de sus riquezas y de su prosperidad, dueños como eran de la industria y del comercio: las exhortaciones y provocaciones de los sacerdotes intolerantes o fanáticos.

Mas los que así abjuraban de la fe de sus padres en medio del abatimiento, del espanto o de la desesperación, a la vista de sus casas saqueadas, de sus familias asesinadas, de la carnicería y de la sangre que veían en derredor de sí, y repentinamente prometían abrazar otra religión o recibían el bautismo por evitar la muerte, no podían ser cristianos de corazón ni de convencimiento, y no lo eran, y volvían siempre que podían a las prácticas de su culto y a los ritos y ceremonias de su antigua creencia, más o menos oculta o públicamente, según que arreciaba o aflojaba la persecución y era más o menos inminente el peligro. Por otra parte, poseedores los judíos de la industria, de las artes y del comercio, conocedores y prácticos en la administración de la hacienda, abiertas siempre sus arcas a los reyes en los apuros del Estado, útiles como contribuyentes, aunque interesados y usurarios como prestamistas, y tiranos como repartidores y colectores, la destrucción de su fortuna era al mismo tiempo la destrucción de la industria, quedaban sin ocupación los numerosos telares de Sevilla y Toledo, dejaban de venir los productos y mercancías de Oriente y Occidente, las tiendas de las grandes ciudades quedaban desiertas, y las rentas de las iglesias y de la corona sufrían grande y visible disminución. Ellos, no obstante, procuraban reponerse de su quebranto a fuerza de paciencia, y se esforzaban por ganar a los próceres y magnates ofreciéndose a pagarles nuevos pechos y tributos, lo cual no impidió que siguieran promulgándose contra ellos ordenanzas tan duras como la de la reina doña Catalina en Valladolid (principios del siglo XV.) sobre el encerramiento de los judíos y de los moros, encaminada a obligarlos a vivir en barrios aparte, circundados de una muralla, aislarlos todo lo posible de los cristianos y evitar su trato y comunicación, privarlos de traficar y de ejercer oficios mecánicos, y en una palabra, cerrarles todos los caminos y reducirlos a la impotencia.

Vinieron a tal tiempo las fervorosas predicaciones de San Vicente Ferrer, que con su inspirada e irresistible elocuencia arrancaba al judaísmo los creyentes a millares, y hacia las milagrosas conversiones que en otra parte hemos apuntado. Uno de estos rabinos conversos, que se llamó Jerónimo de Santa Fe, de los más sabios doctores y talmudistas, se propuso sacar a los de su antigua secta de los errores en que él mismo había estado. A este fin convocó y abrió, de acuerdo con el papa Benito XIII. (Pedro de Luna), un congreso teológico en Tortosa, donde como en un palenque académico se discutieran todos los puntos en que se diferencian la religión de Jesucristo y la de Moisés, convidando a los más sabios judíos de España a que compareciesen allí a disputar y argüir con él. Abierta la discusión en aquella especie de certamen rabínico, el converso Jerónimo combatió con tan vigorosas razones las doctrinas del Talmud, que llevando la convicción a los entendimientos de sus antiguos correligionarios, de los catorce doctores que se sabe asistieron al congreso sólo dos permanecieron contumaces en sus errores. De sus resultas expidió Benito XIII. la célebre Bula de Valencia (1315), por la cual se mandaba entre otras cosas que no pudiera haber más de una sinagoga en cada población, que ningún judío pudiera ser médico, cirujano, tendero, droguero, proveedor, ni tener otro oficio alguno público, ni vender ni comprar viandas a los cristianos, ni hacer ni tener trato alguno con ellos, etc. Y mientras esto pasaba en los dominios de Aragón, en un concilio que contra ellos se celebraba en Zamora (Castilla) se derogaban todos los privilegios que hasta entonces habían asegurado la libertad individual y la propiedad de los judíos, se confiscaban las sinagogas levantadas en los últimos tiempos, se les prohibía también el ejercicio de la medicina, que era su gran recurso, y se establecían otros cánones no menos duros y opresivos.

Todavía tuvo un respiro la desventurada raza en el reinado de don Juan II. Este monarca, amante de los hombres de letras como Alfonso el Sabio, quiso como él dispensar protección a los hebreos, a pesar del odio popular y de las reclamaciones de las cortes, y atrevióse a dar en Arévalo una pragmática (6 de abril, 1443), por la cual ponía bajo su guarda y seguro, como cosa suya y de su cámara, a los hijos de Israel: último y pasajero alivio que experimentó la familia proscrita. Pronto comenzó otra vez la reacción. El sacrilegio de la hostia cometido por un judío en Segovia costó a muchos rabinos de aquella ciudad ser arrastrados, ahorcados y descuartizados. Para mayor desgracia suya, los ilustres conversos Pablo de Santa María, Alfonso de Cartagena, Fr. Alfonso de Espina y otros de los que habían abrazado el cristianismo, eran los que concitaban más las pasiones populares contra sus antiguos correligionarios, y las canonizaban con su ejemplo. En el principio del reinado de don Enrique el Impotente fueron los judíos el blanco de la saña de los revoltosos y el objeto en que descargaban todas las iras. En 1460 los magnates rebeldes ponían por condición al rey que echase de su servicio y de sus estados los judíos y moros que manchaban la religión y corrompían las costumbres. La reacción estaba preparada, los combustibles se habían ido hacinando, y un crimen que cometieron o que se atribuyó a aquellos hombres desesperados, fue la chispa que encendió la llama de la más ruda y sangrienta persecución.

Cuéntase que en un día de la pasión del Señor los judíos de Sepúlveda se apoderaron de un niño, y llevándole a un lugar retirado, después de haber ejecutado en él toda clase de malos tratamientos, acabaron por sacrificarle, parodiando la muerte dada por sus mayores al Salvador. Cierto o no el horroroso crimen, se divulgó por la población, el obispo de Ávila don Juan Arias instruyó el proceso y condenó a los acusados, haciendo llevar a Segovia diez y seis de los que aparecían más culpables, de los cuales unos murieron en el fuego, otros arrastrados y ahorcados. El castigo no satisfizo el furor popular; los moradores de Sepúlveda juraron el exterminio de los impíos israelitas, entraban en sus casas y los inmolaban con rabioso frenesí. Los que huían a otras poblaciones no encontraban asilo en ninguna, porque en todas se habían hecho correr noticias de anécdotas y casos parecidos al del niño de Sepúlveda. Los cristianos se creyeron obligados a matar judíos, y por todas partes se renovaron los tumultos que un siglo antes habían hecho correr la sangre de los hijos de Judá por las calles de Sevilla, de Toledo, de Burgos, de Valencia, de Tudela y de Barcelona. Las ciudades de Andalucía tomaron las armas para acabar con los descendientes de Israel, y su ejemplo fue pronto imitado por los castellanos. Ya no se perseguía como antes solamente a los judíos contumaces; el odio se extendió también a los convertidos, a quienes hasta entonces no solo se había respetado, sino que se los había favorecido con privilegios, con empleos, con altas dignidades eclesiásticas. A todos se miraba ya con recelo, y se les armaban asechanzas. Decíase, tal vez con verdad de muchos, tal vez sin razón de otros, que fingiéndose de público cristianos, practicaban en secreto los ritos y ceremonias de su antiguo culto. Añadíase que observaban la pascua, que comían carne en la cuaresma, que se abstenían de la de puerco, que enviaban aceite para llenar las lámparas de las sinagogas, que seducían las vírgenes de los claustros, que repugnaban llevar sus hijos a bautizar, o si los llevaban, los limpiaban al volver a su casa, y propagabanse otras voces semejantes, aún de hechos pequeños y pueriles, pero muy propios para exaltar el fanatismo del pueblo.

Tal es en compendio la historia, tales fueron las vicisitudes, y tal era la situación de los judíos de España, y en tal estado se hallaba el espíritu y la opinión popular en Castilla relativamente a la raza judaica, cuando Isabel I. de Castilla y Fernando II. de Aragón ocuparon juntos el trono castellano..

Sentados estos antecedentes, sin los cuales no creemos posible juzgar con acierto de las causas que impulsaron a los unos a aconsejar, a los otros a decretar el establecimiento de la nueva Inquisición, veamos ahora por qué trámites se verificó la creación de este famoso tribunal hecha por los monarcas cuyo reinado examinamos..

III.—Diez años antes de la muerte de Enrique IV. y de la proclamación de la reina Isabel hubo ya proyecto y tentativa de establecer la Inquisición en Castilla. En la concordia de Medina del Campo celebrada entre los delegados del rey don Enrique y los de los grandes del reino (1464-65), en que se hicieron unas ordenanzas generales para el gobierno en todos los ramos de la administración, ordenanzas que no se pusieron en ejecución por la causa que en la historia de aquel reinado expusimos, se encuentran algunos capítulos en que se trató de formar una inquisición para la averiguación y castigos de los malos cristianos y de los herejes o sospechosos en la fe, si bien encomendando este cargo y oficio a los arzobispos y obispos del reino como a naturales jueces en los asuntos, causas y delitos contra la religión..

No hallamos que desde entonces se volviera a proponer o pedir el establecimiento del tribunal, por más que la ojeriza y el encarnizamiento contra los judíos fuera creciendo cada día en los términos que antes hemos expresado, hasta 1477, en que ya un inquisidor siciliano que vino a Sevilla, ya el nuncio del papa en la corte española, Niccolo Franco, ya el prior de los dominicos de Sevilla, Fr. Alfonso deOjeda, representaron a los reyes Fernando e Isabel la conveniencia y ventajas de un tribunal semejante a la Inquisición antigua, para inquirir, reprimir y castigar los cristianos nuevos que apostataban y volvían a judaizar, y de quienes se contaban multitud de abominaciones, irreverencias y profanaciones del género de las que hemos referido. Encontraba el consejo un obstáculo en el carácter dulce y en el corazón generoso y benigno de la reina Isabel. Mas por otra parte, llena de celo religioso, educada en las máximas y sentimientos de devoción y de piedad, amante de la pureza de la fe, y dispuesta a ejecutar lo que varones respetables le representaban como una obligación de conciencia, condescendió en que se solicitase una bula del papa para el objeto que le proponían, bula que Sixto IV. otorgó con gusto de noviembre, 1478), concediendo facultad a los reyes para elegir tres prelados, u otros eclesiásticos doctores o licenciados, de buena vida y costumbres, para que inquiriesen y procediesen contra los herejes y apóstatas de sus reinos conforme a derecho y costumbres.

Todavía sin embargo hizo Isabel suspender la ejecución de la bula pontificia hasta ver si por medios más suaves se alcanzaba a remediar los males que se lamentaban. Digno intérprete de sus sentimientos el venerable arzobispo de Sevilla don Pedro de Mendoza, cardenal de España, compuso e hizo circular por su arzobispado un catecismo de doctrina cristiana acomodado a las circunstancias, y recomendó a los párrocos explicasen con frecuencia a los cristianos nuevos la verdadera doctrina del Evangelio. Encargaron igualmente los reyes a otros varones piadosos y doctos que en público y en particular informasen, predicasen, exhortasen y trabajasen por reducir aquellas gentes a la fe. En tal estado un judío imprudente o fanático escribió un libro contra la religión cristiana y censurando las providencias de los reyes (1480). La aparición de este escrito excitó sin duda más y exacerbó el odio popular contra los judíos, y tal vez dio ocasión o pretexto al prior de los dominicos de Sevilla, Fr. Alfonso de Ojeda, al provisor don Pedro de Solís, al asistente don Diego de Merlo, y al secretario del rey don Fernando don Pedro Martínez Camoño, para persuadir a los reyes de la insuficiencia de las medidas benignas, y de la necesidad de emplear medios rigurosos. No era menester tanto para convencer al rey como a la reina, pero al fin, consultado por Isabel el cardenal de España y otros varones a quienes tenía por doctos y piadosos, se resolvió a poner en ejecución la bula pontificia, y hallándose los monarcas en Medina del Campo nombraron primeros inquisidores (17 de setiembre, 1480) a dos frailes dominicos, Fr. Miguel Morillo y Fr. Juan de San Martín, juntamente con otros dos eclesiásticos, como asesor el uno y como fiscal el otro, facultándoles para establecer la Inquisición en Sevilla, y librando reales cédulas a los gobernadores y autoridades de la provincia para que les facilitasen todo género de auxilios y cuanto necesitasen para el ejercicio de su ministerio. Primer paso, hijo de un error de entendimiento dela ilustrada y bondadosa Isabel, cuyas consecuencias no previó, y cuyos resultados habían de ser tan fatales para España..

Los nuevos inquisidores, que se establecieron en el convento de San Pablo de Sevilla, si bien no tardaron en trasladarse a la fortaleza de Triana en 1481., comenzaron a ejercer sus funciones publicando por todas las ciudades y pueblos del reino un edicto que llamaron de gracia, exhortando a todos los que hubiesen apostatado o incurrido en delitos contra la fe, a que dentro de cierto plazo se denunciaran y los confesaran a los inquisidores para que estos los reconciliaran con la iglesia, pasado cuyo término se procedería contra ellos con todo el rigor de derecho. En virtud de este edicto se presentaron a confesar y pedir perdón de sus errores hasta diez y siete mil personas entre hombres y mujeres, a los cuales se absolvía imponiendo a cada cual la penitencia que se creía correspondiente a sus pecados o excesos. Trascurrido el término, se publicó otro edicto mandando bajo la pena de excomunión mayor delatar las personas de quienes se supiese o sospechase haber incurrido en el crimen de judaísmo o de herejía, con arreglo a un interrogatorio, en que principalmente se señalaban las prácticas, costumbres y ceremonias judaicas, muchas de ellas al parecer insignificantes y pueriles. El resultado de este segundo edicto, y de las delaciones y procesos que le siguieron, fue entregar a la justicia seglar para ser quemados en persona en el resto de aquel año y el siguiente hasta dos mil judaizantes, hombres y mujeres; muchos otros fueron quemados en estatua; a muchos más se los condenó a penitencia pública, a infamia, a cárcel perpetua, y a otras penas no menos rigurosas. Se mandó sacar de las sepulturas los huesos de los que se averiguó haber judaizado en vida, para quemarlos públicamente: se inhabilitó a los hijos de estos para obtener oficios y beneficios, y los bienes de los sentenciados fueron aplicados al fisco. Muchos de los de aquel linaje, temerosos de que los alcanzara la persecución y el castigo, abandonaron sus casas y haciendas, y huyeron aterrados a Portugal, a Navarra, a Francia, a Italia y a otros reinos, siendo tal la emigración que solamente en Andalucía quedaron vacías de cuatro a cinco mil casas.. Para el castigo de hoguera se levantó en Sevilla en el campo de Tablada un cadalso de piedra, a que se dio el nombre de Quemadero, que duró hasta el siglo presente, a cuyos cuatro ángulos había cuatro estatuas de yeso que llamaban los cuatro Profetas.

Algunos parientes de los condenados y de los presos, y otros de los quemados en efigie se quejaron al papa de la injusticia de los procedimientos de los inquisidores. El pontífice amenazó hasta con privarlos de oficio porque no se sujetaban a las reglas del derecho, mas no lo hizo por consideración al nombramiento que tenían de los reyes. Y luego prosiguió expidiendo bulas, ya aumentando el número de inquisidores (1482), ya nombrando juez único de apelaciones en las causas de fe al arzobispo de Sevilla don Íñigo Manrique. ya dando instrucciones a los arzobispos y obispos, hasta que en 1483 (2 de agosto) expidió un breve nombrando inquisidor general de la corona de Castilla a Fray Tomás de Torquemada, prior del convento de dominicos de Segovia, cuyo nombramiento hizo extensivo más adelante (17 de octubre) a la corona de Aragón.. No podía haber recaído la elección en persona más adusta y severa, y de más energía y actividad. Torquemada procedió desde luego a la creación de cuatro tribunales subalternos en Sevilla, Córdoba, Jaén y Ciudad Real; éste último se trasladó muy pronto a Toledo: y tomó dos asesores jurisconsultos, que fueron Juan Gutiérrez de Chaves y Tristán de Medina. Entonces los reyes Fernando e Isabel tuvieron por conveniente crear un Consejo real, que se llamó el Consejo de la Suprema, compuesto del inquisidor general, como presidente nato, y de otros tres eclesiásticos, dos de ellos doctores en leyes, así para asegurar los intereses de la corona en las confiscaciones, como para que velasen por la conservación de la jurisdicción real y civil, a los cuales se dio voto decisivo en todos los asuntos pertenecientes a la potestad real y temporal, pero consultivo solamente en los que pertenecían a la espiritual, los cuales quedaban sometidos al inquisidor general por las bulas pontificias. Esto fue lo que dio origen a tantas controversias entre los inquisidores generales y los consejeros de la Suprema, y a las invasiones de la Inquisición en los poderes temporales que la historia nos irá demostrando.

Pensó también desde luego Torquemada en formar unas constituciones para el gobierno del tribunal de la Inquisición, y así lo encargó a sus dos asesores, con presencia del manual de la Inquisición antigua recopilado en el siglo XIV. por Eymerich, y procurando acomodarlas a las circunstancias de los tiempos. Formadas aquellas, y convocada una junta general de inquisidores y consejeros en Sevilla (1484), con asistencia de los asesores, quedaron reconocidas y establecidas las Instrucciones, que fueron como las leyes orgánicas del tribunal del Santo Oficio, y de esta manera se constituyó y organizó en Castilla la Inquisición moderna, de que tantas veces tendremos la triste necesidad de hablar en el discurso de nuestra historia, y que por espacio de tres siglos ejerció sus rigores en los vastos dominios de nuestra España..

Alguna más resistencia encontró su establecimiento en Aragón. Allí donde parece que deberían estar más acostumbrados, o por lo menos conservarse más los recuerdos de la Inquisición antigua del siglo XIII., fue precisamente donde se recibió la moderna con menos sumisión y docilidad que en Castilla. De resultas de una junta que se tuvo en Tarazona (abril, 1484), cuando el rey don Fernando celebró en aquella ciudad sus cortes de aragoneses, el inquisidor general fray Tomás de Torquemada nombró inquisidores apostólicos para los reinos de Aragón y Valencia, siendo los nombrados para el primero el dominico fray Gaspar Inglar, y el doctor Pedro Arbués, canónigo de Zaragoza. Y en la junta general de inquisidores celebrada en Sevilla (noviembre), en que se aprobaron las instrucciones y se determinó el modo de proceder en las causas de fe, se nombraron los oficiales necesarios para el tribunal de Aragón, y se estableció el Santo Oficio en Zaragoza, previo juramento que se tomó al Justicia, diputados y altos funcionarios del reino de que prestarían todo auxilio y favor a los inquisidores, denunciarían los herejes o sus fautores, guardarían y harían guardar la santa fe católica, etc. Pero había en Aragón muchos cristianos nuevos, muchos descendientes de judíos, en más o menos inmediato grado, gente rica y emparentada con familias nobles, los cuales, temerosos de correr la misma suerte que los de Castilla, comenzaron a alborotarse a fin de estorbar el ejercicio de la Inquisición, representándole como contrario a las libertades del reino. Dos cosas, decían, se oponen a los fueros de Aragón, la confiscación de bienes por delitos contra la fe, y la ocultación de los nombres de los testigos que deponen contra los acusados: «dos cosas muy nuevas, y nunca usadas y muy perjudiciales al reino.».

Muchos caballeros y gente principal se adhirieron a los que así pensaban, y se preparaban a la resistencia. Fijábanse principalmente en lo de impedir la confiscación, sin lo cual suponían que no podría sostenerse el tribunal. Tuvieron al efecto diversas reuniones, invirtieron largas sumas de dinero, así para repartir entre los conversos como para enviar a Roma y a la corte del rey, trabajaron por inducir a la reina a que quitase lo de la confiscación, insistían en que se proveyese la inhibición del oficio del Justicia, lograron que a la voz de libertad se congregasen los cuatro estados del reino en la sala de la diputación como en causa universal que tocaba a todos, enviaron embajadores al rey, impidieron la entrada a los inquisidores que en aquel tiempo habían sido enviados a Teruel, y organizaron de cuantos modos pudieron la resistencia. Pero todos sus propósitos y tentativas se estrellaban en la voluntad firme y resuelta del rey, que desde Sevilla mandaba a los inquisidores aragoneses (febrero, 1485) que usasen de su jurisdicción apostólica conforme les tenía ordenado, y procediesen al castigo de los herejes judaizantes. No les sirvió a los conjurados ni seguir derramando caudales para engrosar su partido, queriendo darle un carácter de resistencia nacional a los que suponían atropellar sus fueros, ni tener en la corte del rey, que a tal tiempo se había trasladado a Córdoba, personas encargadas de entenderse y tratar con sus privados y ministros. Viendo la inutilidad de sus gestiones y diligencias por aquel camino, resolvieron emplear otro medio, que les pareció el más eficaz, pero también el más violento y el más contrario a la moral y el más impropio de gente noble y honrada, que fue el de asesinar dos o tres inquisidores, persuadidos de que con tal ejemplar y escarmiento no habría quien se atreviera a tomar y ejercer el oficio de inquisidor. Al efecto buscaron para ejecutores de su designio a hombres valientes, aviesos y desalmados, entre ellos a un Juan de la Abadía, conocido por sus hazañas de este género, y célebre entre los de su misma ralea, el cual se proporcionó los oportunos auxiliares entre la gente de su cuadrilla. Las víctimas escogidas eran el canónigo inquisidor Pedro Arbués, el asesor del Santo Oficio, y algún otro ministro del tribunal. Después de algunas juntas entre ellos, y después de haber intentado un día arrojar al río al asesor Martín de la Raga, lo que por un incidente no pudieron ejecutar, deliberaron matar cuanto antes al inquisidor Arbués en su misma casa, que la tenía dentro del recinto de la iglesia de la Seo. Intentáronlo una noche, mas como tuviesen que arrancar una reja que salía a la calle, fueron sentidos, y tuvieron que diferirlo para otra ocasión. Ala noche siguiente a la hora de maitines, entre doce y una, entraron en la iglesia en dos cuadrillas armados y disfrazados, y aguardaron con silencio en dos puestos a que entrara el inquisidor. Llegó éste por la puerta del claustro, con una linternilla en una mano y una asta corta de lanza en la otra, como quien sospechaba ya que había quien atentara a su vida, y según después se vio llevaba también una especie de cota de malla debajo de la sotana clerical, y un casquete de fierro en la cabeza oculto con el gorro. Colocóse debajo del púlpito a la parte de la epístola, y arrimando el asta al pilar se arrodilló ante el altar mayor (15 de setiembre, 1485). Acudieron los asesinos y le rodearon, dirigidos por Juan de la Abadía, y mientras los canónigos rezaban a coro los maitines, Vidal Durando le dio una cuchillada en el cuello, y Juan de Speraindeo le arremetió con su espada y le dio dos estocadas, dejándole por muerto tendido sobre las losas del templo. Huyeron los asesinos en la mayor turbación, acudió todo el clero, y se recogió el cuerpo del desventurado Arbués, que aún vivía, pero que entregó su espíritu a las veinte y cuatro horas..

La noticia de haberse cometido tan sacrílego crimen produjo en el pueblo el efecto contrario al que se habían propuesto los instigadores y perpetradores. Antes de amanecer corrían las calles grupos de gente gritando: ¡al fuego los conversos, que han muerto al inquisidor! y tuvo que salir el arzobispo de Zaragoza don Alfonso de Aragón, hijo natural del rey don Fernando, a caballo por las calles para impedir que pasasen a cuchillo a los principales judíos conversos. La reacción fue completa: nombrados nuevos inquisidores, se fijó el tribunal del Santo Oficio en el palacio de la Aljafería, como en señal de estar bajo la salvaguardia real. Procedióse activamente contra los autores y cómplices de estos asesinatos, y los más fueron habidos y juzgados como fautores de herejes o como sospechosos, e impedientes del Santo Oficio, relajados a la justicia secular en varios autos de fe, y sentenciados a la pena de fuego. Muchos fueron sumidos por largo tiempo en calabozos, y apenas hubo familia que no sufriera el bochorno de ver salir algún individuo suyo con el hábito infamante de penitenciado, por delito o por sospecha de complicidad. En cuanto a Pedro Arbués, erigiósele un magnífico mausoleo, hiciéronsele exequias solemnes como a un varón santo, la iglesia le colocó después en el número de los santos mártires, y como a tal sigue dandosele culto en España.

De este modo quedó establecida la Inquisición moderna en Castilla y en Aragón. Las formas que se fueron introduciendo y adoptando en los procedimientos, los privilegios que se fueron concediendo a los inquisidores, el influjo y poder que alcanzaron, las invasiones que hicieron en la jurisdicción real y civil, las luchas que esto produjo entre las potestades eclesiástica y temporal, las modificaciones y vicisitudes que la institución fue recibiendo, la influencia que el Santo Oficio ejerció en la condición social de España, el número de sentenciados, penados y penitenciados que sufrieron los rigores del adusto tribunal en sus diferentes épocas, las ventajas o los inconvenientes, los bienes o los males que resultaron de la institución a las costumbres, a la moral, a la religión, a la política, a las letras, a las artes, a los conocimientos humanos y a la civilización en general, los iremos viendo y notando en el discurso de nuestra historia. El objeto del presente capítulo ha sido solo exponer el principio, el progreso y el carácter de la Inquisición antigua, el estado de las ideas religiosas en España en los tiempos que precedieron a la época que examinamos, la suerte que habían ido corriendo los enemigos de la fe católica, la opinión pública respecto a ellos, las causas y antecedentes que motivaron la creación de la Inquisición moderna, y por qué trámites, modos y formas quedó establecida en España.

Volvamos ahora la vista a otro campo más halagüeño, donde al tiempo que esto acontecía recogían ya gloriosos y no escasos laureles así los dos monarcas que un venturoso lazo había unido, como los valerosos campeones castellanos y aragoneses, los prelados, los magnates, los pueblos y la nación entera.

(Lafuente, M., Historia general de España, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días,  TOMO III, PARTE II (Libro IV) [LOS REYES CATÓLICOS])

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El origen de la sociedad

Esta discusión sobre las primeras fases de la sociedad humana considera los hechos que tuvieron lugar hace un millón de años, en lugares no específicamente determinados, bajo circunstancias que son fruto únicamente de la especulación razonada. Es, por tanto, un ejercicio de inferencia, no de observación. Esto significa yuxtaponer la vida social de nuestros parientes más próximos: los monos y los simios, por un lado, y la organización de las sociedades primitivas conocidas, por otro. La distancia entre ambas formas de vida se salva  con el trabajo del intelecto. Ningún primate vivo se puede igualar directamente con el verdadero antepasado simio del hombre, así como ningún pueblo contemporáneo primitivo es idéntico, desde el punto de vista cultural, a nuestros antepasados. En ambas instancias sólo es posible seleccionar los rasgos sociales generales, en detrimento de los particulares y los específicos, con vistas a la comparación histórica. Por  lo que respecta a los primates, se debe confiar básicamente en los pocos trabajos de campo llevados a cabo con los grupos que viven en régimen de libertad, y en ciertos estudios pioneros sobre animales que viven en cautividad. Se trata de los monos antropomorfos, sobre todo, los gibones y los chimpancés (que son los más cercanos al hombre), y también de los monos del Viejo y del Nuevo mundo. En cuanto a los hombres, las sociedades contemporáneas más próximas a la condición cultural de las sociedades primitivas son los cazadores-recolectores, pueblos pre-agrícolas, cuyo modo de vida depende básicamente de la recolección de alimentos silvestres. Este orden cultural fue característico de la Edad de Piedra, cuya antigüedad comprende entre un millón y  unos 15 o 10000 años aproximadamente.

La solvencia del procedimiento comparativo que viene a equiparar a los pueblos cazadores-recolectores modernos con los protagonistas reales de la Edad de Piedra se ve reforzada por la extraordinaria consonancia social observada entre estos pueblos, a pesar de que históricamente están tan separados unos de otros como lo está la Edad de Piedra de los tiempos modernos.  Algunos de estos pueblos  son los aborígenes australianos, los bosquimanos de Sudáfrica, los isleños andamaneses, los shoshones del Gran Cañón, los esquimales y los grupos de pigmeos de Africa, Malasia y las Islas Filipinas.

La comparación de la sociología de los primates con los hallazgos de la investigación antropológica sugieren de inmediato una conclusión sorprendente: el modo en que los hombres actúan, y probablemente han actuado siempre, no es la expresión de una naturaleza humana inmanente. Hay una diferencia considerable, más aún, una oposición total, entre las sociedades humanas más rudimentarias y los grupos de primates subhumanos más avanzados. Tal discontinuidad implica que la emergencia de la sociedad humana supuso la represión de la condición primate del hombre, en lugar de su manifestación directa. La vida social humana no está determinada biológica, sino culturalmente.

La afirmación según la cual la conducta social de los simios es forzosamente innata y no depende del aprendizaje no implica difamación alguna de estos animales. Con toda claridad hay que decir que es un producto de su naturaleza, de las necesidades y reacciones propiamente animales, de los procesos fisiológicos y de las respuestas psicológicas.

Su vida social varía, por tanto, de forma directa, en función de la constitución orgánica del individuo y de la horda. En un medio estable las características de una especie determinada de primates subhumanos se mantienen estables, mientras no se produzcan variaciones orgánicas en la especie como tal. En cambio, en las organizaciones sociales humanas no sucede así. Los hombres formamos una sola especie, pero nuestros ordenamientos sociales crecen y divergen unos de otros, aún cuando el medio se mantenga estable, y todo ello sucede con independencia de las ligeras diferencias biológicas (raciales) que se dan entre pueblos diferentes.

Esta liberación de la sociedad humana del control biológico directo fue su gran fuerza evolutiva. La cultura salvó al primer hombre, le proporcionó abrigo, alimento y bienestar. En nuestra época ha sido posible apilar una vivienda sobre otra en grandes edificios sociales capaces de garantizar la supervivencia de millones de personas. Pero lo más llamativo de la suplantación que la cultura ha hecho de la evolución biológica reside en que, al hacer esto, se opuso frontalmente a la naturaleza primate del hombre en muchos terrenos y trató de sojuzgarla. Resulta extraordinario el hecho de que las inclinaciones simiescas del hombre son, con frecuencia, una fuente de conflictos para la vida social, y que en lugar de constituir un fundamento sólido de la misma, contribuyen a debilitarla.

La batalla decisiva entre la cultura primitiva y la naturaleza humana se ha debido librar en el terreno de la sexualidad primate. La poderosa atracción social del sexo fue el mayor impulso de la sociabilidad de los primates subhumanos. Esto ha sido admitido así hace ya tiempo. Pero quien hizo de la sexualidad el asunto central de la sociología de los primates fue el anatomista inglés Sir S. Zuckerman, cuyo interés por la materia se produjo a partir de la observación de la conducta casi depravada de los babuinos de los zoológicos. Estos primates subhumanos están disponibles para aparearse en todas las estaciones y, aunque las hembras muestran una receptividad acusada en el punto medio del ciclo menstrual, son a menudo capaces de tener una actividad sexual en otras ocasiones. Es muy significativo, de cara a la evaluación de su papel histórico, destacar que el sexo durante todo el año está asociado a la vida social heterosexual durante todo el año en los primates superiores. En otros mamíferos la actividad sexual queda confinada comparativamente, con frecuencia,  al corto período de la reproducción.

Hay, por supuesto, otras actividades sociales importantes dentro de  la horda primate subhumana. La existencia del grupo confiere ventajas tales como la defensa frente a los depredadores, ventajas que trascienden la gratificación de las necesidades eróticas. Desde una perspectiva evolutiva, la sexualidad intensa  y de larga duración del individuo primate es el complemento histórico de las ventajas de la horda primitiva. Por otra parte, al considerar la sexualidad primate subhumana no hay que centrar la atención exclusivamente en el acto del coito. Parece cada vez más evidente que ciertos monos del Viejo y del Nuevo Mundo: los babuinos, los monos rhesus y los monos japoneses, muy cercanos entre sí, pasan por períodos en que se reduce su capacidad reproductora, sin que cese, por ello, su vida dentro de  la horda. En cualquier caso, el sexo interviene en las relaciones sociales de los primates subhumanos en variedad de formas, y la cópula es sólo una de ellas. El acto sexual de montar a la hembra implica una posición de dominio que nace de la competencia crónica por el alimento, las hembras y otros objetos deseables. El sexo es además un elemento cotidiano del juego de los jóvenes; de hecho, las hembras de los primates superiores son las únicas de todo el reino de los mamíferos que reproducen el patrón de conducta sexual de los adultos antes de la pubertad. El rasgo tan familiar entre los primates del aseo mutuo: la acción de quitar y lamer los parásitos y otros objetos de la piel del otro, resulta ser a menudo una actividad sexual secundaria. El sexo es mucho más que una fuerza de atracción entre los adultos machos y las hembras adultas, ya que se da también entre los jóvenes y entre individuos del mismo sexo. El término más adecuado para designar estos actos no es el de promiscuidad, sino el de indiscriminación. Y si bien podríamos considerar como perversiones algunas de esas conductas, todas, son aceptables socialmente para los monos y los simios.

El sexo no es siempre beneficioso para la vida social de los primates. La competencia por las hembras, por ejemplo, puede conducir a una disputa feroz y, a veces, letal. Este rasgo de la sexualidad de los primates es el que hizo que la cultura primitiva frenara y reprimiera el sexo.  El primate humano emergente, inmerso en una lucha a muerte con la naturaleza por la supervivencia, no podía permitirse el lujo de mantener además una lucha  social. La cooperación era esencial, no así la competencia. De este modo, la cultura puso a la sexualidad bajo su control. Más aún, el sexo fue sometido a reglas, reglas tales como el tabú del incesto, que actuaron al servicio de las relaciones de parentesco basadas en la cooperación. Entre los primates subhumanos el sexo organizó la sociedad; las costumbres de los cazadores-recolectores testifican de forma elocuente que fue la sociedad la que ordenó el sexo, en interés de la adaptación económica del grupo.

La evolución de la fisiología del sexo suministró una base para la reorganización cultural de la vida social. Como ha señalado F. Beach, profesor de la Universidad de Yale, la emancipación progresiva de la sexualidad del control hormonal atraviesa todo el orden primate. Esta tendencia culmina en los seres humanos, en los cuales el sexo está más controlado por la mente -el cortex cerebral- que por las glándulas. De este modo, llega a ser posible regular el sexo por medio de reglas morales y subordinarlo a fines colectivos más altos. La represión consecuente de la sexualidad primate presente en el hombre ha adoptado formas sorprendentes tanto en las sociedades primitivas como en las más avanzadas. En toda sociedad humana el sexo está sujeto a  tabúes de varias clases: a propósito del tiempo, el lugar (sólo el animal humano busca la intimidad), el sexo y la edad de la pareja, la referencia al sexo en determinados contextos sociales, la exhibición de los genitales -sobre todo en las mujeres-, la cohabitación durante la realización de determinadas actividades de interés social y cultural, como la guerra, las ceremonias e incluso la preparación de la cerveza. Con todo, es preciso hacer notar que la represión del sexo en favor de otros fines es una batalla que, aunque ha sido ganada por la especie, todavía hoy se está librando en el terreno individual. En la famosa alegoría de S. Freud, el conflicto entre el ¨ello¨ egoista y libidinoso y el  ¨super-yo¨ consciente reproduce el desarrollo de la cultura que tuvo lugar en un pasado remoto.

El fin de muchos de estos tabúes es claro: la fascinación desconcertante del sexo y sus consecuencias potencialmente perturbadoras tenían que ser eliminadas de las actividades sociales importantes. Por eso se puede afirmar que el tabú del incesto es el guardián de la armonía y la solidaridad dentro de la familia, algo central para la sociedad de cazadores-recolectores, dado que para ellos la familia es el grupo económico fundamental. Al mismo tiempo, la prohibición de relaciones sexuales y matrimoniales entre parientes próximos obliga por fuerza a las familias a la formación de alianzas, lo cual contribuye a expandir el parentesco y la red de ayudas entre unos y otros.

Se ha dicho que el parentesco, en su faceta económica de cooperación, se convirtió en el programa de la sociedad primitiva humana. El  ¨parentesco¨ es aquí una forma cultural, no un hecho biológico. Los simios, por supuesto, están emparentados genéticamente unos con otros, pero no tienen nombres, ni pueden nombrar y distinguir a sus parientes y no usan el parentesco como una organización simbólica de la conducta. Por otra parte, el parentesco cultural no tiene virtualmente nada que ver con la relación biológica. Nadie puede estar, pongamos por caso, absolutamente seguro de quien es su padre biológico, pero en todas las sociedades humanas  la paternidad es un status social fundamental.  Casi todas las sociedades hacen suya, implícita o explícitamente, la máxima del código napoleónico que dice: el  padre del niño es el marido de la madre.

Muchos cazadores y recolectores llevan el parentesco a tal extremo que no deja de ser algo curioso para nosotros. Siguiendo un mecanismo técnicamente conocido como parentesco clasificatorio, estos pueblos ignoran las diferencias genealógicas entre parientes colaterales y lineales en determinados puntos, dado que al referirse a ellos utilizan los mismos términos y adoptan la misma conducta social. Así, el hermano de mi padre puede ser ¨padre¨ para mí y yo actúo en consecuencia.  La misma lógica utilizada para los parientes cercanos se puede extender de forma indefinida: el hijo del hermano de mi padre es mi ¨hermano¨, el hermano de mi abuelo es mi ¨abuelo¨, su hijo es mi ¨padre¨, el hijo de éste, mi ¨hermano¨ y así sucesivamente.  Según el comentario de un observador de los aborígenes australianos: ¨Es imposible que un australiano nativo tenga algo que ver con alguien que no sea  pariente suyo, de una clase o de otra, cercano o lejano.¨

La horda primate subhumana varía de tamaño según las diferentes especies, oscilando entre los cien individuos de ciertos grupos de monos del Viejo Mundo y los diez entre los monos antropomorfos. La horda puede permanecer unida todo el tiempo o dividirse durante el dia, alimentándose en grupos reducidos de distinto tipo: parejas de machos y hembras, hembras acompañadas de sus hijos, o machos solos, y volver a reunirse al  llegar la noche en los lugares de descanso. Los monos suelen tender a la dispersión con más frecuencia que los simios.

Normalmente en las hordas de primates hay más hembras que machos adultos, como es el caso de los monos aulladores, donde son tres veces más numerosas. Esto puede ser debido, en parte, a que las hembras alcanzan la madurez más deprisa, por término medio. También puede reflejar la eliminación de algunos machos como resultado de las rivalidades surgidas por la adquisición de las hembras. Pero no es la muerte lo que les sobreviene necesariamente a estos machos perdedores, sino una vida solitaria fuera de la horda o en sus inmediaciones, de la que tratan de escapar tratando en todo momento de formar parte de algún grupo y de obtener parejas.

La emancipación creciente del sexo del control hormonal en los primates, como ha señalado Beach, ha ido de la mano con la evolución del apareamiento promiscuo y la formación de parejas heterosexuales estables y exclusivas entre animales específicos. En ciertos grupos de monos del Nuevo Mundo las hembras y sus hijos forman una comunidad separada de la horda y sólo cuando la hembra está en celo la abandona para buscar pareja. La hembra no llega a estar unida a un macho determinado, sino que pasa de uno a otro después de dejarlos agotados sucesivamente. La horda de los monos Rhesus del Viejo Mundo es similar a aquélla, como también lo son las relaciones sexuales, si bien aquí la hembra receptiva es poseída en primer lugar por los machos dominantes, lo cual representa un paso hacia la exclusividad. En los gibones antropoides la tendencia a la exclusividad se ha desarrollado de forma completa: la horda entera está compuesta comúnmente por un macho adulto, una hembra consorte estable  y sus hijos respectivos. Hasta la fecha  no es posible, sin embargo, establecer de forma segura e inequívoca que semejante cambio progresivo atraviese todo el orden de los  primates. Lo que sí parece claro es que los primates superiores subhumanos prefiguran la familia humana con mucha más fuerza que los primates inferiores.

La horda de primates es un grupo social cerrado. Cada horda posee un territorio, y los grupos locales de la mayoría de las especies lo defienden (el territorio o los árboles) de las intrusiones de otros grupos de su misma especie. La relación habitual entre las hordas que están próximas es de enemistad, sobre todo, según parece, cuando el alimento escasea. Las fronteras son puntos de desviación social y el contacto entre los grupos vecinos consiste, a menudo, en  gritos beligerantes, cuando no desembocan en estallidos de violencia asesina.

Las relaciones territoriales entre las bandas (un término técnico que se usa para referirse al grupo social cohesionado) de los cazadores-recolectores nos ofrecen un contraste significativo. El territorio de la banda no es nunca de uso exclusivo suyo. Los individuos y las familias pueden cambiar de un grupo a otro, sobre todo en aquellos hábitats cuyos recursos alimenticios varían de un año a otro y de un lugar a otro. Además, la hospitalidad y las visitas entre las bandas se deben, en buena medida, a razones puramente sociales y ceremoniales. Las bandas gozan de autonomía política, pero circula una noción general de tribalismo entre las que son vecinas que se sustenta en la semejanza de la lengua y las costumbres y además  en la colaboración social. Estas ideas se hallan reforzadas de un modo importante por el parentesco y la regulación cultural del sexo y el matrimonio. En todos los  supervivientes modernos de la Edad de Piedra está prohibido el matrimonio entre parientes próximos, mientras que el matrimonio fuera de la banda se estima, cuando menos, como el preferido, y a veces como moralmente aconsejable. De este modo, los lazos de parentesco creados llegan a ser los canales sociales de ayuda y solidaridad recíprocas que conectan a las bandas entre sí. No parece injustificada la afirmación de que la capacidad humana de extender el parentesco fue una condición social necesaria para el despliegue del hombre primitivo por las grandes dimensiones del planeta.

Otra consecuencia  del parentesco entre bandas, que merece subrayarse, es el carácter  infrecuente de la guerra en los pueblos cazadores-recolectores. Difícilmente podría darse un conflicto bélico de largo alcance, por razones técnicas y logísticas. Pero, más aún, la contención de la guerra tiene que ver con la omnipresencia de una relación social, como el parentesco, que en las sociedades primitivas, a menudo, es sinónimo de ¨paz¨.  La célebre utopía de Hobbes de ¨la guerra de todos contra todos¨, propia del hombre en estado natural,  no podía estar más lejos de la verdad. La guerra aumenta en intensidad, derramamiento de sangre, duración e importancia para la superviviencia de la sociedad con la evolución de la cultura, y culmina en la civilización moderna. De forma paradójica, la agresividad más cruel, que se considera vulgarmente la quintaesencia de la naturaleza humana, alcanza su punto culminante en unas condiciones humanas muy alejadas de las de los primeros tiempos. El contraste con  lo que se ha dicho de los bosquimanos no podría ser mayor, a saber, que ¨la guerra no forma parte de su naturaleza¨.

La familia es la única organización permanente dentro la banda y ésta es una agrupación de familias emparentadas entre sí, compuesta, por término medio, de unas 20 a 50 personas. Las bandas carecen de ley y de gobierno auténticos; las reglas de buena conducta  no son diferentes de las consagradas por la costumbre para relacionarse con los parientes. En cierto sentido, este sistema de reglas de etiqueta es más efectivo que la propia ley. El incumplimiento de  las mismas  supone una ofensa que debe ser castigada con sanciones que incluyen el ostracismo, el chismorreo y el ridículo.

La familia humana primitiva, a diferencia de la pareja de primates subhumanos, no se basa sólo en la atracción sexual. El sexo tiene fácil solución en la mayoría de las sociedades de bandas, tanto antes como fuera del matrimonio, y por sí solo no origina ni destruye la familia necesariamente. El mismo tabú del incesto implica que la familia humana no puede ser el resultado social de las inclinaciones eróticas. Más todavía, los derechos sexuales que el marido tiene con respecto a su mujer se pueden quedar a menudo en Un15_04suspenso cuando están en juego las relaciones amistosas con otros hombres, tal como sucede con la célebre costumbre de los esquimales del préstamo de la esposa. Este es,por cierto, sólo un mecanismo cultural entre muchos otros que se sirven del matrimonio y del sexo para la creación de alianzas sociales más grandes. De forma claramente opuesta  a lo que sucede en las uniones de primates subhumanos, que se originan y se sostienen  por  la violencia, el matrimonio en las sociedades de bandas es un medio para asegurar la paz. El adulterio y las disputas por las mujeres no son cosas desconocidas entre  los pueblos primitivos. Pero tales acciones son antisociales. En el mundo de los monos y los simios, sucesos similares a éstos, constituyen la fuente del orden social.

El matrimonio y la familia son instituciones demasiado importantes en la vida primitiva como para hacerlas depender de un suelo tan inestable como el ¨amor¨. La familia es la institución económica decisiva de la sociedad. Esta institución es para los pueblos cazadores-recolectores lo que fue el señorío para la Europa feudal, o el sistema corporativo de producción para el capitalismo. La familia es la organización productiva. La división principal del trabajo en la economía de la banda es la que hay entre hombres y mujeres. Los hombres se dedican a la caza y a la preparación de las armas de caza, las mujeres a la recolección de plantas silvestres y al cuidado de la casa y de los niños. El matrimonio es, pues, una alianza entre dos elementos esenciales de la producción. Estos factores se complementan mutuamente – los esquimales dicen que ¨un hombre es el cazador que su esposa ha hecho de él¨- y sellan la unión de ambos  al verse obligados a mantener relaciones maritales y familiares. Muchos antropólogos han sido testigos de que para la mentalidad de los nativos es mucho más importante saber cocinar y coser, o saber cazar, que la belleza de una futura esposa.

El papel económico del matrimonio primitivo es responsable de muchas de las características específicas de esta institución. En primer lugar, el estado civil de todo adulto es el de casado; uno no puede permitirse el lujo, económicamente hablando, de quedarse soltero. Por eso, el primate subhumano que lleva una vida solitaria no tiene equivalente en la banda. El número de esposas que puede tener un hombre en estas sociedades está limitado por consideraciones económicas. Un simio macho tiene tantas hembras como pueda conseguir y defender por sí mismo; un hombre no puede tener más esposas que las que puede mantener. De hecho, el matrimonio es, por lo general, monógamo en los pueblos cazadores y recolectores, aunque  no existen reglas que prohiban la poligamia. En tanto que reflejo de las compulsiones de la economía, la cultura ha alterado de forma dramática los apareamientos humanos y ha diferenciado la familia humana de sus análogos primates más cercanos.

Las relaciones jerárquicas de dominio y sumisión son propias de  la vida social  de los primates subhumanos. Tales relaciones surgen y se mantienen debido a la competencia crónica por las hembras, el alimento, tal vez,  y otras cosas apetecibles, que tiene lugar en todas las agrupaciones de monos y de simios. Las victorias sucesivas garantizan al animal dominante una serie de privilegios para el futuro; los subordinados, siguiendo una respuesta condicionada, abandonan o renuncian a todo lo que tenga valor. Según H.W. Nissen de los Laboratorios Yerkes de Biología de los Primates, ¨cuanto más grande es el animal, mayor es la cantidad de alimento que puede conseguir, cuanto más fuerte es el macho, más hembras le corresponden¨. En la mayoría de las especies los machos suelen dominar a las hembras, pero en ciertas especies de monos antropomorfos, como los Un9_05chimpancés y los gibones, sobre todo, suele suceder al revés. Hay que destacar una diferencia que parece darse en los subórdenes de primates, a propósito de lo que se ha llamado el atributo del poder: en los monos del Nuevo Mundo el poder es ¨débil¨; en los del Viejo Mundo llega a ser ¨áspero¨y ¨brutal¨; y en los simios, aunque aparenta ser grande, no surge, ni se mantiene de forma tan violenta. En todas las especies, sin embargo, el poder repercute en una variedad de actividades sociales, que incluyen tanto el juego, el aseo y las relaciones entre hordas, como el sexo y el alimento. Comparado con los primates subhumanos anteriores y con los desarrollos culturales posteriores, se puede decir que el poder  en los pueblos cazadores-recolectores primitivos se sitúa en su punto más bajo. La cultura es el ¨nivelador¨ más antiguo. Entre los animales capaces de comunicarse simbólicamente, los más débiles pueden siempre confabularse para derrocar a los fuertes. Por otra parte, los medios políticos y económicos de la tiranía están subdesarrollados en los pueblos primitivos.

Hay cierta continuidad evolutiva en la conducta dominante de los primates y los hombres primitivos; el liderazgo entre los cazadores-recolectores, tal como está, recae en los hombres. Con todo, la supremacía de los hombres, como un todo, en la banda no significa necesariamente la subordinación degradante de las mujeres en la casa. Una vez más, el arma del lenguaje articulado debe ser tenido en cuenta; el antropólogo danés K. Birket-Smith observa: ¨Un censo mostraría, sin duda, un porcentaje más alto de maridos calzonazos entre los esquimales que en un país civilizado (excepto, tal vez, los Estados Unidos!); la mayoría de los esquimales tienen un respeto hondamente arraigado por las lenguas de sus esposas¨. Los hombres que lideran la banda son los más sabios y los más viejos. Sin embargo, no se les respeta por su habilidad para incautar determinadas provisiones de alimentos deseados. Muy al contrario, el requisito necesario para tener prestigio es la generosidad; el hombre que más hace por la banda, el que se sacrifica más, será el más querido y respetado por el resto. La prueba indicadora del status entre los cazadores-recolectores es, por lo común, el reverso de lo que sucede con los monos y los simios; el asunto es quien regala, no quien se lo lleva. El segundo requisito del liderazgo es el conocimiento -conocimiento del ritual, de la tradición, de los movimientos de la caza, del terreno y de otras cosas que son necesarias para el control de la vida social. Por esto es por lo que los ancianos son respetados. En una sociedad estable ellos saben más cosas que el resto y estar ¨pasado de  moda¨ es una gran virtud.

El conocimiento, por sí solo, proporciona poco poder. Los jefes de una banda no pueden dar órdenes, tan solo consejos. Como dijo textualmente un jefe pigmeo del Congo a un antropólogo, no vale la pena dar órdenes, ¨pues nadie las cumpliría¨. La manera de referirse a los líderes de las bandas de cazadores-recolectores muestra de forma elocuente cuáles son sus poderes: El líder de los Shoshones es el ¨hablador¨ y su homólogo esquimal es ¨el que piensa¨. En la banda primitiva la familia es una comunidad más cohesionada y fuerte que la banda como un todo, y cada una de ellas es libre para gestionar sus propios asuntos. Según Berket-Smith: ¨No existen rangos o clases entre los esquimales, razón por la cual  deben renunciar a esa satisfacción que Thackeray llama el verdadero placer de la vida, la de relacionarse con los inferiores¨. Lo mismo puede decirse de las demás sociedades primitivas.

La nivelación del orden social que acompañó el desarrollo de la cultura guarda relación con el cambio económico fundamental que pasó del individualismo egoista -literalmente brutal- de los primates a la cooperación con los parientes. Los monos y los simios no cooperan económicamente; los primeros ni siquiera pueden aprender a trabajar juntos, cosa que sí pueden llegar a hacer los simios. Tampoco comparten nunca el alimento, salvo cuando un animal subordinado es intimidado por uno dominante. Entre los primitivos, por otra parte, el reparto de alimentos se sigue automáticamente de la división sexual del trabajo. Más aún, la economía familiar es una puesta en común de bienes y servicios,  -¨comunismo viviente¨, según un famoso antropólogo del siglo XIX. La supervivencia del grupo exige que el cazador afortunado comparta su botín con los que no tienen nada. ¨El cazador abate la presa, los otros la toman¨, dicen los Yukaghir de Siberia.

En una banda los bienes económicos pasan de mano en mano y la circulación de los mismos aumenta a medida que se estrecha el grado de parentesco de los grupos domésticos, y también dependiendo de la importancia de los bienes que afectan a la supervivencia. El alimento, el recurso básico, debe estar siempre disponible para otros, bajo pena de ostracismo; cuanto más escaso, más celeridad hay que mostrar para regalarlo, y todo ello por nada. Además, el alimento y otras cosas, al margen de las consideraciones utilitarias, se comparten a veces con el fin de promover las relaciones amistosas. Hubo un tiempo en los asuntos humanos en que el único derecho de propiedad  que imprimía distinción, era el de dar regalos.

Obviamente, la conducta económica de los primitivos no se ajusta al estereotipo del ¨hombre económico¨ conforme al cual organizamos y analizamos nuestra propia economía. Sin embargo, sí se ajusta a un campo de la economía que nos es familiar, tan familiar que nadie se molesta en hablar de él, y que requeriría una ciencia económica: la economía del parentesco y la amistad. Hay mucho que aprender de la economía primitiva a este respecto, y no sería un mero ejercicio de analogía, pues nuestras relaciones parentales constituyen una supervivencia de tipo evolutivo de las relaciones que una vez abarcaron a la sociedad entera.

Por medio de la adaptación selectiva a los peligros de la Edad de Piedra, la sociedad humana superó o subordinó los rasgos primates, tales como el egoismo, la sexualidad indiscriminada, el dominio y la competencia brutal.  Sustituyó el conflicto por el parentesco y la cooperación, puso la solidaridad por encima del sexo, la moralidad sobre el poder. En esos primeros tiempos se llevó a cabo la reforma más grande de la historia, la superación de la naturaleza primate del hombre, y de esa manera se aseguró el futuro evolutivo de nuestra especie.

(Sahlins, M., 1960, «The Origin of Society»In (ed) Peter B Hammond, Physical Anthropology and Archaeology (1964), The Macmillan Company, New York, USA. pp 59-65. Traducción de Mª. Concepción González Pérez)

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Descubrimiento de América

Quién era Colón.—Su patria, educación y juventud.—Cómo vino a Lisboa.—Progresos de los portugueses en la náutica en el siglo XV.—Ideas de Colón respecto a los mares de Occidente.—Presenta su proyecto al rey de Portugal, y es desechado.—Viene Colón a España: sus primeras relaciones: propónese su plan a los reyes.—Situación de Castilla en este tiempo.—Consejo de sabios en Salamanca.—Es desaprobado en él el proyecto de Colón.—Determina salir de España.—Es llamado a la corte.—Recibele Isabel y acoge su plan.—Tratado entre Colón y los reyes de España.—Prepara su primera expedición.—Parte la flotilla del pequeño puerto de Palos.—Fernando e Isabel en Aragón.—Atentado contra la vida del rey en Barcelona: conducta de Fernando: comportamiento de los catalanes.—Recobra Fernando los condados de Rosellón y Cerdaña.—Noticias del regreso de Cristóbal Colón.—Desembarca en Palos.—Descubrimiento del Nuevo Mundo.—Festejos, alegría general en toda España: asombro universal.—Colón a la presencia de los reyes en Barcelona.—Honores que recibe.—Relación de su viaje.—Sus trabajos: su constancia y su fe.—Primeros descubrimientos.—Las Lucayas.—Cuba.—La Española.—Toma posesión de aquellas tierras en nombre de la corona de Castilla.—Desastre en la flota.—Conducta del capitán Alonso Pinzón.—Fundación de un fuerte y una colonia en la Española.—Regreso de Colón a España.—Mercedes que le hicieron los reyes: título de almirante: nobleza: su escudo de armas.—Preparativos para el segundo viaje.—Grave cuestión con Portugal.—Famosa linea divisoria tirada por el papa de polo a polo, y célebre partición del Océano.—Arréglase la contienda entre España y Portugal; tratado de Tordesillas.—Segundo viaje del almirante Colón.—Nuevos descubrimientos.—La Dominica, Marigalante, Guadalupe: islas de los Caribes: peligros: hazañas de Alonso de Ojeda.—Otras islas.—Puerto Rico.—Desastrosa suerte de la colonia española en Haití.—Conflicto de Colón: abatimiento en la escuadra.—Fundación de la ciudad de Isabela.—Enfermedades en la colonia.—Descubrimiento de las montañas del Oro.—Vuelve la mayor parte de la flota a España.—Se renueva el entusiasmo general.

Cristobal_Colón_de_Barcelona¿Cómo habían de pensar los conquistadores de Granada que la metrópoli del imperio muslímico español que acababan de ganar para el cristianismo había de ser una adquisición insignificante, en comparación de las inmensas posesiones que allá en otro mundo habían de conquistar sus armas, y con que habían de enriquecer la corona de Castilla? ¿Y cómo habían de pensar en las conquistas de otro mundo, si ignoraban que este mundo existía? Y sin embargo había este mundo, que la Providencia tenía destinado a engrandecer la nación que más que otra alguna del globo había luchado con heroísmo, con constancia y con fe contra los enemigos de la religión y del nombre cristiano. ¿De dónde había de venir, y quién había de obrar este prodigio que nadie esperaba?

«Un hombre oscuro y poco conocido, dice un ilustrado escritor español, seguía a la sazón la corte. Confundido en la turba de los importunos pretendientes, apacentando su imaginación en los rincones de las antecámaras con el pomposo proyecto de descubrir un nuevo mundo, triste y despechado en medio de la alegría y alborozo universal, miraba con indiferencia y casi con desprecio la conclusión de una conquista que henchía de júbilo todos los pechos y parecía haber agotado los últimos términos del deseo. Este hombre era Cristóbal Colón.»

Este personaje, oscuro y desconocido entonces, ilustre y célebre después, era natural de Génova, hijo de un cardador de lana, industria no reputada por innoble en aquella república y en aquella época. Cristóbal era mayor que sus dos hermanos Bartolomé y Diego, que después tomaron tanta parte en sus trabajos y en sus glorias. Dedicóle su padre desde muy niño al estudio de la latinidad, de las matemáticas, de la geografía y astronomía en la universidad de Pavía. Su genio le inclinaba con ardor a la ciencia geográfica y a la náutica, y Génova, ciudad marítima, ofrecía abundancia de atractivos y proporciones a los jóvenes fogosos, activos y emprendedores como Colón. Hizo pues varias expediciones navales por el Mediterráneo, y parece estuvo ya encargado de arriesgadas empresas náuticas con motivo de las guerras de Nápoles producidas entonces por las pretensiones de los duques de Anjou. De todos modos Cristóbal Colón no era ya un marino vulgar, cuando en 1470, a consecuencia de un terrible combate naval, según unos, de un naufragio según otros, o guiado por su instinto, o conducido por la Providencia, arribó a Lisboa, centro entonces de atracción para los geógrafos y navegantes de todo el mundo.

Porque en el siglo XV., en ese siglo que mereció señalarse con el glorioso título de siglo de los descubrimientos, debido al entusiasmo por las expediciones marítimas y al desarrollo y progresos de la ciencia náutica, era el pequeño reino de Portugal el que marchaba al frente de los adelantos en la navegación, el centro donde concurrían los espíritus aventureros de todos los países. Merced al superior talento, al celo y a la magnificencia del príncipe Enrique, hijo de Juan I., la marina portuguesa se distinguía por sus atrevidas expediciones, por sus conocimientos geográficos y marítimos, por la grandiosidad de sus empresas y la extensión de sus descubrimientos. La aguja de marear se generalizó entre los portugueses, los marineros adquirieron nueva audacia, habían doblado promontorios hasta entonces espanto de los navegantes, entre ellos el cabo Bojador, suceso que los escritores de aquel tiempo pintaron como superior a los trabajos de Hércules, habían despojado la región de los Trópicos de sus fantásticos terrores, reconocido las costas de África desde Cabo Blanco hasta Cabo Verde, y conquistado islas o desconocidas u olvidadas hasta aquel tiempo. El príncipe Enrique concibió la grande idea de circunnavegar el África para abrir un camino directo y expedito al comercio de la India; pero la navegación del Atlántico estaba en su infancia, y a pesar de haberse extendido a la isla de la Madera y las Canarias, era tan poco conocido que los navegantes ignoraban que tuviese límites esta inmensa extensión de aguas.

Éste era el país que parecía convenirle a Colón, cuyo genio y cuyos conocimientos le llamaban a salir de los estrechos mares de la Liguria. Cuando llegó a Lisboa se hallaba en el vigor de su vida, pues contaba sobre 34 años de edad. Allí adquirió amorosas relaciones y se casó con la hija de un piloto italiano (llamada Felipa Muñiz o Moñis de Palestrello), famoso navegante del tiempo del príncipe Enrique, y gobernador que había sido de la isla de Puerto-Santo. Su viuda, conociendo la pasión de su nuevo yerno a los estudios marítimos, le entregó todos los papeles, cartas, diarios, apuntes e instrumentos que de su difunto esposo le habían quedado, y que fueron verdaderos tesoros para Colón, puesto que por ellos conoció las navegaciones de los portugueses, sus planes y sus ideas, y su lectura y estudio le ayudaron a discurrir sobre la navegación por el Occidente y la India, y le excitaron a viajar con los portugueses por las costas de Guinea y de Etiopía. Esto le proporcionó también vivir algún tiempo en la isla de Puerto-Santo, donde su mujer había heredado alguna propiedad, y allí tuvo a su hijo primogénito Diego. El tiempo en que no navegaba le empleaba en dibujar y levantar cartas geográficas que vendía y de que sacaba para sustentar a su familia, y sus mapas le iban dando grande reputación de entendido cosmógrafo entre los sabios. Uno de estos fue el docto florentino Pablo Toscanelli, cuya correspondencia le fue utilísima, y el cual contribuyó poderosamente a alentarle en sus estudios y en los grandes proyectos que ya Colón traía en su mente. Acaso también fue el que le dio a conocer las magníficas y maravillosas narraciones del veneciano Marco Polo, que entonces se consideraban como fabulosas, acerca de las opulentas regiones del Asia, de Cipango y de Cathay, de los países del oro y de las perlas. Ellas ayudaron a Colón a fijarse en el pensamiento de llegar por el Occidente a las costas de Asia, o de la India, como él la llama siempre, suponiendo extenderse aquella parte del globo hacia Oriente hasta comprender la mayor parte del espacio desconocido.

Diferentes especies de razones servían de fundamento a Colón para creer que hubiese tierras desconocidas en Occidente, y que el mar interpuesto entre el mundo antiguo y el que imaginaba, fuese posible y tal vez fácil de atravesar. Apoyábase en las vagas opiniones de Aristóteles, de Estrabón, de Tolomeo, de Plinio, de Séneca y otros autores antiguos sobre la redondez de la tierra. Recogía con avidez cuantas noticias, datos o indicios suministraban los pilotos y navegantes que habían pasado más allá de las Azores. Pero el principio en que fundaba principalmente su teoría era la esferoide del globo y la existencia de los antípodas. Si la tierra es esférica, decía, se podrá pasar de un meridiano a otro, ya en dirección de Oriente, ya en sentido inverso, y ambos caminos serán complemento uno de otro; de modo que si uno pasa de ciento ocho grados, el otro será mucho menor. Así que, dos felices errores, el de la extensión imaginaria del Asia hacia el Oriente, y el de la supuesta pequeñez de la tierra, le conducían a una verdad, y como dice uno de sus doctos biógrafos, el atractivo de lo falso le llevaba hacia lo verdadero. De todos modos, Colón intentó penetrar uno de aquellos misterios de la naturaleza, que entonces se hacían increíbles, aún supuesta la redondez del mundo, no descubiertas aún las leyes de la gravedad específica y de la gravitación central. Y tan pronto como estableció su teoría, se fijó en ella con toda la resolución de un hombre de genio que tiene fe en sus cálculos, lo cual unido a su profundo sentimiento religioso le hacia mirarse como un hombre destinado por Dios para cumplir altos designios.

Fijo en su grande idea, y aprovechando la feliz oportunidad con que se descubrió la aplicación del astrolabio a la navegación, pero falto de recursos, propuso al rey don Juan II de Portugal, en cuya corte tanto se protegían las empresas náuticas, que si le suministraba hombres y bajeles, emprendería el descubrimiento de un camino más corto y directo para la India, marchando vía recta al Occidente a través del Atlántico. El rey le oyó, y consultó la proposición con una junta de personas inteligentes, la cual calificó su pensamiento de quimérico y extravagante, y condenó su proposición por insensata. Con todo, no faltó quien al ver al monarca poco satisfecho del dictamen de la corporación, le propusiera que se entretuviese al marino genovés, en tanto que se enviaba sigilosamente un buque en la dirección por él indicada, para cerciorarse de los fundamentos de su teoría, cuyo buque salió, y regresó después de haber pasado las Azores, sin resultado alguno, lo cual sirvió para acabar de ridiculizar el proyecto de Colón. Indignado éste dela superchería, y no ligándole ya lazo alguno con aquel reino, pues había perdido a su esposa, abandonó secretamente a Portugal, llevando consigo a su hijo Diego, reducidos ambos a la más extrema pobreza.

No se sabe si fue entonces o antes cuando hizo Colón igual ofrecimiento a Génova su patria, donde no tuvo más feliz acogida, y donde recibió también una repulsa igualmente desdeñosa. Lo cierto es que desechado su plan en ambos países, volvió su vista a Castilla, donde los genoveses habían sido de antiguos tiempos muy generosamente favorecidos, y determinó buscar amparo en los reyes de Castilla, que tenían fama de amantes de las grandes empresas y de protectores de la marina y del comercio.

A la puerta del convento de religiosos franciscanos de la Rábida, distante media legua escasa de Palos, pequeño puerto de Andalucía, llegaron un día dos viajeros a pie, pobremente vestidos, llenos de sudor y de polvo, el uno que parecía ya de edad madura, el otro joven de corta edad, que mostraba ser hijo suyo, para el cual pidió al portero del convento pan y agua. Era el estío de 1485 y un sol ardiente abrasaba los campos de Andalucía. Mientras el niño tomaba aquel pequeño refrigerio, el guardián del convento Fr. Juan Pérez de Marchena, que por allí pasaba, reparó en la majestuosa y grave presencia del viajero, en su mirada penetrante, expresiva y dulce, en su noble fisonomía, y hasta en su vestido, que aunque pobre y estropeado por el polvo y las fatigas de un largo viaje, revelaba cierta elegancia que no era de un hombre vulgar. Acercóse a él, le habló con dulzura, se informó de los antecedentes de su vida, y entonces supo que los huéspedes de la portería eran Cristóbal Colón y su hijo Diego, que caminaban a la vecina ciudad de Huelva, donde residía un cuñado de aquel. Detúvolos el guardián, hombre tan piadoso como entendido, admirado y enamorado de la agradable e instructiva conversación del extranjero, dándoles grata hospitalidad en el convento. Entendiéronse fácilmente el religioso y el peregrino. Éste confió a aquel el secreto de sus grandiosos planes; y el padre Marchena, que tal vez por su trato con los famosos y entendidos marinos del vecino puerto de Palos, poseía conocimientos acerca de la ciencia de la navegación que no podían esperarse en un hombre del claustro, comprendió la importancia, la grandeza y tal vez la posibilidad de los vastos designios de Colón, y se ofreció a ser su amigo y su protector, y a introducirle y recomendarle en la corte de sus soberanos. La religión comprendió al genio, dice elocuentemente uno de los biógrafos del ilustre genovés. El piloto Velasco y el médico Garci Fernández de Palos contribuyeron mucho en las conferencias de la Rábida, con su práctica el uno, con su ciencia el otro, a confirmar al padre Marchena en la alta idea que formó de la persona y de la gigantesca concepción del huésped que parecía haberle deparado el cielo.

Fr. Juan Pérez había sido confesor de la reina Isabel, y conservaba relaciones de amistad con el que lo era entonces, Fr. Fernando de Talavera, prior del monasterio de Prado. Parecióle, pues, que a ninguno mejor podía encomendar el patrocinio del grandioso plan y del magnífico ofrecimiento que Colón iba a presentar a los reyes de España, y en el principio del año siguiente (1486) envió a Colón a Córdoba, donde se hallaba la corte, con cartas para el confesor Talavera. Pero este piadoso varón, instruido y docto en las ciencias eclesiásticas, carecía de los conocimientos, extraños en verdad a su profesión y carrera, que pudieran hacerle comprender la sublime teoría que se le recomendaba, y la miró como un sueño irrealizable. Siendo como era el confesor un hombre tan benéfico, ni siquiera le proporcionó una audiencia con la reina. Colón, extranjero, pobremente vestido, y sin otra recomendación que la de un fraile franciscano, no era fácil que se hiciera escuchar de una corte, por otra parte embargada toda en las atenciones de una guerra viva con los moros. No es en medio del bullicio y de la movilidad donde se puede hacer comprender los pensamientos grandes y nuevos. Sin embargo, no desmayaron ni Colón ni su generoso protector el padre Marchena. Tuvieron paciencia y esperaron ocasión más propicia. Logró al fin el infatigable guardián de la Rábida interesar al Gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza varón juicioso, ilustrado, benévolo y amable, el cual accedió a oír a Colón y escuchar sus razones. Asustó al principio al cardenal una teoría que le parecía envolver opiniones heterodoxas; pero la elocuencia de Colón, la fuerza de sus razones, la grandeza y la utilidad del designio y la fervorosa religiosidad de que estaba animado el autor, vencieron las preocupaciones del prelado, y Colón obtuvo por su mediación una audiencia con los reyes. Apareció el extranjero con modesta gravedad a la presencia de los soberanos de Castilla. «Pensando en lo que yo era, escribía él mismo después, me confundía mi humildad; pero pensando en lo que llevaba, me sentía igual a las dos coronas.» Fernando, frío y cauteloso, pero nunca indiferente a las grandes ideas; Isabel, más expansiva y más entusiasta de los grandes pensamientos, ambos oyeron a Colón benévolamente; pero tratábase de un proyecto que requería conocimientos científicos y especiales, y quisieron someterle al examen de una asamblea de hombres ilustrados, que determinaron se reuniese en Salamanca, bajo la presidencia de Fr. Fernando de Talavera. Aunque para este consejo se nombraron profesores de geografía, de astronomía y de matemáticas, eran la mayor parte dignatarios de la Iglesia y doctos religiosos, que miraban con desconfianza y con incredulidad toda idea que no estuviese en consonancia con su limitado saber y rutinarias doctrinas, y era peligroso sostener teorías que pudieran parecer sospechosas a la recién establecida Inquisición. Así fue que en lugar de examinarse el proyecto de Colón científicamente en la junta del convento de San Esteban de Salamanca, apenas se hizo sino combatirle con textos de la Biblia, y con autoridades de Lactancio, de San Agustín y de otros padres de la Iglesia, de las que deducían que la tierra era plana, que no era posible existiesen antípodas que anduvieran con los pies arriba y la cabeza hacia abajo, y con otros semejantes argumentos, calificando las proposiciones de Colón de insensatas, de poco ortodoxas y casi heréticas. Sin embargo, Colón combatió con dignidad, con elocuencia y con razones sólidas las preocupaciones del consejo. Pero eran los albores de la luz luchando con una niebla densa y apoderada del horizonte, no solo de España sino de todo el mundo: y el que hablaba era además un extranjero desconocido, y mirábanle como un aventurero miserable. Así, a los ojos del vulgo pasaba por un fanático, un soñador o un loco. No faltó a pesar de eso quien conociera el valor de sus elocuentes raciocinios, y se mostrara adicto a sus proyectos. Entre otros merece citarse con honra el religioso dominico Fr. Diego de Deza, profesor de teología entonces y maestro del príncipe don Juan, inquisidor después y arzobispo de Sevilla, que le daba habitación y comida en el convento, y fue más adelante su especial protector para con los reyes. La apática junta no resolvió nada, y dejó trascurrir tiempo y años, como cosa que ni le importaba, ni en su entender había de tener nunca resultados.

En los años que en tal estado trascurrieron, Colón, extranjero y pobre, teniendo que atender a su subsistencia y a la de su hijo, se la procuraba «vendiendo libros de estampa, o haciendo cartas de marear», como dicen dos célebres escritores contemporáneos. Protegiéronle también algunos magnates, principalmente los poderosos duques de Medinasidonia y Medinaceli, y consta que este último le mantuvo a sus expensas al menos por espacio de dos años. Los reyes no le abandonaban tampoco: librábanle de tiempo en tiempo cantidades para su manutención y particulares gastos, y solían expedir reales cédulas para que en sus viajes se le hospedase gratuitamente y con decoro. Honraronle también en cuanto podían y quisieron tenerle a su lado en los sitios de Málaga y de Granada. De modo que Colón solía seguir frecuentemente la corte, y puede decirse que obraba como quien estaba al servicio de los reyes de Castilla.

Pero cansado al fin de la penosa tardanza en resolver su proposición, instó a la corte para que se le diese una contestación definitiva (1491). Triste y apesadumbrado oyó entonces que la junta de Salamanca había declarado su plan quimérico, irrealizable, y apoyado en débiles fundamentos, y que el gobierno no debía prestarle su apoyo, si bien el cardenal Mendoza y el maestro Deza, obispo ya de Palencia, templaron la fatal sentencia, asegurándole que si entonces los reyes se hallaban demasiado ocupados para adoptar su empresa, concluida que fuese la guerra tratarían con él y no dejarían de tomar en consideración sus ofrecimientos. Parecióle aquella respuesta a Colón, o una evasiva, o una repulsa política, y más desesperado que abatido, se disponía a abandonar a España para ir a presentar su proposición al rey Carlos VIII. de Francia, de quien por aquel tiempo había recibido una carta satisfactoria; y con esta intención se dirigió al convento de la Rábida a despedirse del guardián su amigo y a recoger a su hijo Diego que se había quedado allí. Disgustado el Padre Marchena con la contestación que su protegido le anunciaba, redobló su interés y su celo, suplicó a Colón que difiriese su partida, pidió una audiencia a la reina, de quien había sido confesor, y obtenida respuesta favorable, en el momento de recibirla, que era media noche, mandó ensillar su mula y se encaminó a Santa Fe, donde los soberanos se hallaban. Admitido a la presencia de Isabel, habló el elocuente religioso con tanta energía en favor del proyecto de Colón, que la reina, conmovida con sus razones y ardiente partidaria de las empresas heroicas, envió a llamar al marino genovés librando una buena suma para que pudiese presentarse con el conveniente equipo en la corte.

Llegó Colón al real de Santa Fe en ocasión de presenciar la rendición de Granada, y cuando los ánimos se hallaban rebosando de júbilo por la gloriosa terminación de aquella famosa guerra. En aquella feliz coyuntura presentóse el gran proyectista a los reyes, esforzó las razones y fundamentos de su plan, expuso la convicción que tenía de llegar a la India por el camino de Occidente, pintó con vivos colores la opulencia de los reinos de Cipango y de Cathay, según los describían las magníficas relaciones de Marco Polo y otros viajeros y navegantes dela edad media, y representó cuánta gloria y cuán noble orgullo cabría a los monarcas a quienes se debiera la propagación de la fe católica entre los infieles de tan remotos climas y regiones. Lo primero era un gran aliciente para el rey Fernando: en cuanto a la piadosa Isabel, la sola esperanza de ver difundida la luz del Evangelio por extrañas tierras le hubiera bastado, aunque otras ventajas no viese, para acoger con entusiasmo el pensamiento y la empresa de Colón. Inmediatamente, pues, nombró una comisión, no ya para examinar el proyecto, sino para que ajustara con su autor las condiciones con que había de ejecutarle. Colón tenía tal confianza en sí mismo y en el éxito y magnitud de su empresa, que pidió para sí y sus herederos el título y privilegios de gran almirante de los mares que iba a explorar, la autoridad de virrey en las islas y continentes que descubriese, el derecho de designar para el gobierno de cada provincia tres candidatos, entre los cuales elegiría el rey, y además la décima parte de las riquezas o beneficios que se sacaran de la expedición. Parecieron exorbitantes e inadmisibles estas condiciones, tacharonlas los cortesanos y magnates, y entre ellos el docto arzobispo Talavera, de exigencias ofensivas al trono e intolerables en un miserable y extraño aventurero. Propusieronle modificaciones que Colón se negó a admitir con inflexible entereza. Rompieronse, pues, las negociaciones, y Colón resolvió de nuevo alejarse de España, renunciando a sus esperanzas más halagüeñas.

A la noticia del alejamiento de Colón, conmovieronse sus amigos, que los tenía ya muchos y muy buenos, contándose entre ellos Alonso de Quintanilla, contador mayor de Castilla, Luis de Santangel, secretario racional de la corona de Aragón, la marquesa de Moya doña Beatriz de Bobadilla, la íntima amiga de la reina Isabel, y otros de grande influjo en sus consejos. Presentáronse estos a la reina, y pintáronle con vivos colores la gloriosa empresa que iba a dejar escapar de las manos, y de que tal vez se aprovechara algún otro monarca, insistiendo mucho Luis de Santangel en recomendar las prendas que concurrían en Cristóbal Colón, y la ventaja de otorgar unos premios que cuando se dieran los tendría sobradamente merecidos. Isabel examinó de nuevo el proyecto, le meditó, y se decidió a proteger la grandiosa empresa. Menos resuelto o más receloso Fernando, vacilaba en adoptarla en atención a lo agotado que habían dejado el tesoro los gastos de la guerra. «Pues bien, dijo entonces la magnánima Isabel, no expongáis el tesoro de vuestro reino de Aragón: yo tomaré esta empresa a cargo de mi corona de Castilla, y cuando esto no alcanzare, empeñaré mis alhajas para ocurrir a sus gastos.» ¡Magnánima resolución, que decidió de la suerte de Castilla, que había de engrandecer a España sobre todas las naciones, y que había de difundir el glorioso nombre de Isabel por todos los ámbitos del globo y por todas las edades!

Un correo fue despachado a alcanzar a Colón, que iba ya a dos leguas de Granada, y conducirle a Santa Fe, donde los reyes le manifestaron que aceptaban sus condiciones. En su virtud se concluyó en 17 de abril (1492) un tratado entre los reyes de España y Cristobal Colón, bajo las bases siguientes: 1.ª Que Colón y sus herederos y sucesores gozarían para siempre el empleo de almirante en todas las tierras y continentes que pudiese descubrir o adquirir en el Océano; 2.ª Que sería virrey y gobernador de todas aquellas tierras y continentes, con privilegio de proponer tres sujetos para el gobierno de cada provincia, uno de los cuales elegiría el soberano; 3.ª Que tendría derecho a reservar la décima parte de todas las riquezas o artículos de comercio que se obtuviesen por cambio, compra o conquista dentro de su almirantazgo, deduciendo antes su coste; 4.ª Que él o su lugarteniente serían los solos jueces de todas las causas y litigios que ocasionara el tráfico entre España y aquellos países; 5.ª Que pudiera contribuir con la octava parte de los gastos para el armamento de los buques que hubieran de ir al descubrimiento, y recibir la octava parte de las utilidades.

Hecho este convenio, la reina Isabel, con su maravillosa actividad, procedió a dar las órdenes necesarias para llevar a efecto la expedición, que había de salir del pequeño puerto de Palos, cuyos habitantes estaban obligados a mantener cada año dos carabelas para el servicio público. El tercero le proporcionó el almirante mismo con ayuda del guardián de la Rábida y de su amigo el rico comerciante y constructor de aquel puerto Alonso Pinzón. A esto se reducía la flota que había de ir a través del grande Océano a descubrir nuevos mundos. Los mismos habitantes del país tenían tan poca confianza en el éxito del viaje, que fue necesario dar seguro por cualesquiera crímenes a los que se resolviesen a embarcarse, hasta dos meses después de su regreso. Merced a ésta y otras concesiones, fueron venciendo su repugnancia los marineros andaluces, y aún así tardó tres meses en estar dispuesta la flotilla. «Parecía, dice un elocuente escritor, que un genio fatal, obstinado en luchar contra el genio de la unidad de la tierra, quería separar para siempre estos dos mundos que el pensamiento de un solo hombre trataba de unir.»

Por último, en la madrugada del 3 de agosto, después de haber confesado y comulgado la pequeña armada, según la piadosa costumbre de los viajeros españoles, se dio a la vela el intrépido almirante en el mayor de los tres buques, al cual se puso por nombre Santa María. La primera de las dos carabelas, llamada la Pinta, iba mandada por Alonso Pinzón, y la segunda, nombrada la Niña, por su hermano Francisco. Componíase la tripulación de unas ciento veinte personas, contados noventa marineros, un médico, un cirujano, un escribano y algunos sirvientes de varias clases. El coste de la flotilla había ascendido a unos 20.000 pesos, y llevaba víveres para doce meses.

Dejemos ahora al más atrevido de los navegantes, reputado hasta entonces por desjuiciado, insensato o temerario, entregarse en tres frágiles y pequeñas barcas a un piélago inmenso y desconocido, en busca de regiones ignoradas, llevando por principal guía la inspiración de su genio, y veamos lo que aconteció acá en España, hasta que tengamos noticias de la suerte que haya corrido el audaz navegador.

Ocupados hasta entonces ambos monarcas casi exclusivamente en las cosas de Castilla, vencidos los moros, expulsados los judíos, aceptada y protegida la empresa de Colón, y provista y equipada su flotilla, los reyes, después de haber vivido alternativamente en Granada y Santa Fe, determinaron pasar a Aragón, y dejando el gobierno temporal de Granada a cargo de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, y el eclesiástico y espiritual al de fray Fernando de Talavera, primer arzobispo de aquella ciudad, encaminaronse al reino aragonés llevando consigo al príncipe don Juan y a las infantas. El 18 de agosto (1492) fueron recibidos con grandes fiestas en Zaragoza, donde se detuvieron algún tiempo, ya reformando los estatutos de la Santa Hermandad para la persecución de malhechores, ya entendiendo en algunos asuntos del reino de Navarra, y ya reuniendo gente de armas, con la cual, unida a la que llevaban de Castilla, pudieran imponer al rey de Francia, si por acaso rehusara entregar los condados de Rosellón y Cerdaña, según tenían concertado y convenido, y era el objeto principal de la ida delos reyes a aquel reino. Hecho lo cual, siguieron su camino a Cataluña e hicieron su entrada el 18 de octubre en Barcelona, recibiendo en el tránsito inequívocas pruebas del amor de sus pueblos.

Mas a los pocos días de su estancia en Barcelona ocurrió un lance inopinado que puso en peligro la vida del rey, en sobresalto y conflicto a la reina, en consternación y alarma al Principado, y en turbación y desasosiego la nación entera. Un viernes (7 de diciembre), saliendo el rey de presidir en persona el tribunal de Justicia, según una antigua y loable costumbre, así en el reino de Castilla como en el de Aragón, y al tiempo de bajar por la escalera del palacio conversando con algunos oficiales de su consejo, viose repentina y furiosamente acometido por un asesino, que saliendo de un rincón con una espada desnuda, le hirió en la parte posterior del cuello con tal fuerza, «que si no se embarazara, dice el cronista aragonés, con los hombros de uno que estaba entre él y el rey, fuera maravilla que no le cortara la cabeza.»—«¡Traición, traición!» exclamó el rey, y arrojándose sus oficiales daga en mano sobre el asesino, clavaron los aceros en su cuerpo, y hubieranle dejado sin vida, si Fernando con gran valor y serenidad no hubiera mandado que no le mataran para poder averiguar los cómplices del crimen. El rey fue llevado a un aposento del mismo palacio para ser inmediatamente puesto en cura. La noticia se difundió instantáneamente por la ciudad, y hacíanse sobre el hecho y sus causas las más diversas conjeturas y cálculos, y se temían conspiraciones y tumultos, como en tales casos acontece siempre. La reina, a quien la nueva del suceso produjo un desmayo, luego que volvió en sí, mandó que estuviesen prontas las galeras para embarcar a sus hijos, sospechando alguna conjuración nacida de enemiga que a su esposo tuviesen los catalanes. Engañabase en esto la reina Isabel, porque nunca el pueblo catalán dio una prueba más patente y más tierna de afecto y aún de entusiasmo por su monarca, puesto que habiendo corrido la voz deque la herida era mortal y de que peligraba su vida, una indignación general se apoderó de los habitantes de Barcelona, todos corrían a las armas ansiosos de empaparlas en la sangre del vil asesino y de sus cómplices, si los tuviese; la mujeres corrían por las calles como furiosas, mesándose los cabellos, y mezclando agudos alaridos de pena con los gritos de ¡viva el rey! y no se aquietó el tumulto popular hasta que se aseguró repetidas veces al pueblo que el rey se hallaba fuera de peligro, que el malhechor se hallaba preso, y que él y los culpados que resultasen serian juzgados por el tribunal y recibirían el condigno castigo.

El rey había querido presentarse a su pueblo para tranquilizarle; pero opusieronse a ello sus médicos y consejeros, hasta que lo permitió el estado de la herida, que había sido en efecto grave y profunda, aunque no hubo incisión de hueso, o vena o nervio alguno. El asesino era un labrador de los llamados de remensa, y todas las pruebas que con él se hicieron acreditaron que estaba falto de juicio. Puesto a cuestión de tormento, declaró que había querido matar al rey porque le tenía usurpada la corona, que le pertenecía de derecho, pero que no obstante, si le daban libertad la renunciaría. En vista deque se trataba de un demente, y de que no se descubrían por lado alguno síntomas de complicidad, mandó Fernando que no se quitara la vida a aquel miserable. Pero los catalanes, creyendo que no quedaba lavada de otro modo la negra mancha de deslealtad que había caído en su suelo, acabaron con aquel desgraciado de un modo algo tenebroso, diciendo al rey que había expirado en los tormentos. Escusado es decir que la reina Isabel dio a su marido en esta ocasión las más tiernas pruebas de su solicitud y de su amor conyugal, dandole por su mano las medicinas, y velándole constantemente día y noche.

Había sido el principal objeto de la ida de los reyes a Aragón y Cataluña acabar de asentar la concordia comenzada con el rey Carlos VIII. de Francia, que con motivo de sus pretensiones al reino de Nápoles como heredero del duque de Anjou, y de querer prepararse a ellas quedando en paz con España, había ofrecido devolver al monarca aragonés los condados de Rosellón y Cerdaña, empeñados a la corona de Francia desde el tiempo de don Juan II de Aragón, y que por espacio de treinta años habían sido asunto de negociaciones e intrigas y manzana de discordia entre los soberanos de ambos reinos. Al paso que había ido progresando la curación de Fernando, había ido adelantando también la concordia con el monarca francés, de modo que a principios del año siguiente (19 de enero, 1493) quedó firmada y jurada por los representantes de ambos reyes en Tours, con más beneplácito de España que de Francia, porque aquella era la favorecida y ésta la perjudicada en el contrato. Así fue que de tal manera y con tal disgusto se recibió en Francia el convenio, y tanto se murmuraba de los ministros, suponiéndolos sobornados por Fernando, que el monarca francés no hacía sino buscar medios de eludir el cumplimiento de la concordia, y suscitáronse tantas dificultades para la entrega de Perpiñán y de los condados, que más de una vez estuvo a punto de ser causa de guerra lo que se había firmado y jurado como ajuste de paz. Fue necesario que Fernando amenazara a un tiempo a Francia por Navarra y por Rosellón, para que Carlos, después de muchas moratorias, se resolviera a hacer formal restitución de aquellos estados (septiembre), de los cuales pasaron Fernando e Isabel a tomar posesión solemne, volviéndose en seguida a Barcelona.

La recuperación de los condados de Rosellón y Cerdaña era considerada por los hombres de aquel tiempo como una empresa no menos difícil y no menos importante que la conquista de Granada. Por lo cual causó grande admiración, creció en Europa la fama de la astucia y la política de Fernando, y no se comprendía que el rey de Francia hubiera hecho la restitución sin alguna ventaja o recompensa oculta; mas como nunca el tiempo la descubriese, «no cesan hasta ahora los franceses, dice un cronista aragonés, de reprobar en sus historias el consejo y condenar sus consejeros como autores, unos comprados, y otros sinceros, de un injusto escrúpulo del rey».

Época de fortuna y de prosperidad fue ésta para los dos esclarecidos monarcas de Castilla y de Aragón. Con la toma de Granada y con la recuperación de los dos importantes condados de Rosellón y de Cerdaña, coincidió la conquista de la Gran Canaria y de la Palma, hecha ésta por el intrépido y atrevido Alonso Fernández de Lugo, nno de los más ilustres guerreros de su época, digno émulo de Bethencourt, y que estaba destinado a llevar a ejecución la parte más difícil de la empresa del famoso normando. Hasta la desgraciada muerte del marqués de Cádiz, el campeón de la guerra granadina, contribuyó al engrandecimiento del patrimonio real, puesto que habiendo muerto sin hijos, volvió la ciudad y puerto de Cádiz a incorporarse a la corona. De modo que todo era nuevas adquisiciones para los reyes.

Faltaba no obstante la mayor y más gloriosa de todas, y ésta se realizó también. Cristóbal Colón les anunciaba su vuelta a España con la plausible noticia de haber descubierto tierras al otro lado del Océano Occidental. El ilustre navegante había visto coronada su empresa, y venía a certificar a la Europa de que existía un mundo nuevo, y de que la incredulidad general quedaba desmentida. Los reyes aguardaban con ansia la llegada del audaz viajero, y deseaban con impaciente curiosidad oír de su boca las circunstancias de aquel acontecimiento extraordinario.

Hacia la hora de medio día del 15 de marzo de 1493, notábase una agitación desusada en el pequeño puerto de Palos al avistar un buque que entraba por la barra de Saltes. Era uno de los que constituían la pequeña flota del almirante Colón que hacía siete meses habían visto partir con tanta desconfianza. Los parientes y amigos de los que con él se habían embarcado, y a quienes creían ya muertos y engullidos por las olas de desconocidos mares después de un invierno tempestuoso, acudían a la playa con la natural zozobra y ansiedad de ver si los reconocían de nuevo. Imponderable fue la alegría de todos, expresada primero con los ojos y los semblantes, manifestada después con mutuos y tiernos abrazos, cuando Colón saltó en tierra con sus compañeros. Todos miraban asombrados al almirante, y los raros objetos que consigo traía como muestras de las producciones y habitantes de los países nuevamente descubiertos. Las campanas de la población tocaban a vuelo, y el pueblo entero acompañó al ilustre viajero y sus marinos a la iglesia mayor, donde fueron a dar gracias a Dios por el éxito venturoso de su empresa. «Celebrense procesiones, había escrito el afortunado navegante desde Lisboa, haganse fiestas sonlemnes, llenense los templos de ramas y flores, gocese Cristo en la tierra cual se regocija en los cielos, al ver la próxima salvación de tantos pueblos entregados hasta ahora a la perdición.»

Poco permaneció el esclarecido viajero en Palos, porque los reyes deseaban verle, y él también quería tener pronto el orgullo y la satisfacción de ofrecer a las plantas de sus soberanos el fruto de su arriesgada empresa y los testimonios de verdad de sus cálculos, con las pruebas de la existencia de las regiones por él descubiertas. Cerca de un mes tardó en llegar a Barcelona, porque su marcha era a cada paso obstruida por la muchedumbre que se agolpaba a ver y admirar al insigne navegante y los objetos curiosos que consigo llevaba, llamando muy particularmente la atención los isleños semidesnudos y engalanados a la manera rústica y salvaje del país, así como los cuadrúpedos traídos de allá y no conocidos en Europa. En las ciudades por donde pasaba se plagaban las calles, y se coronaban las ventanas, los balcones, y hasta las torres y tejados de curiosos espectadores. Así llegó Colón a Barcelona en medio del general entusiasmo de las poblaciones. Esperabanle los reyes en su palacio, sentados bajo un soberbio dosel. Momento grande y solemne fue aquel en que un extranjero, desdeñado de propios y extraños, menospreciado por los poderosos, ridiculizado por los ignorantes, y protegido sólo por la reina de Castilla, se presentaba ante su augusta protectora a decirle: «Señora, mis esperanzas se han cumplido, mis planes se han realizado, vengo a mostrar mi gratitud a vuestra generosidad y a ofrecer al dominio de vuestro cetro y de vuestra corona regiones, tierras y habitantes hasta ahora desconocidos del mundo antiguo: a ofreceros una conquista que no ha costado hasta ahora a la humanidad, ni un crimen, ni una vida, ni una gota de sangre, ni una lágrima: a vuestras plantas presento los testimonios que acreditan el feliz resultado de mi expedición y el homenaje de mis más profundos respetos a unos soberanos a quienes tanta gloria en ello cabe.» «Fue aquel, en verdad, dice un escritor ilustrado, el momento de mayor satisfacción y orgullo de toda la vida de Colón: había probado plenamente la certeza de su teoría por tanto tiempo combatida, contra todos los argumentos, sofismas, sarcasmos, incredulidad y desprecios, y la había llevado a cabo, no por acaso, sino por razón, y venciendo con su prudencia y entereza los más grandes obstáculos y contradicciones. Los honores que se le tributaron, reservados hasta entonces a la clase, a la fortuna, o a los triunfos militares comprados con la sangre y las lágrimas de millares de seres, fueron en este caso homenaje rendido al poder de la inteligencia empleada gloriosamente en favor de los más altos intereses de la humanidad.»

Tuvieron los reyes especial complacencia en oír de boca de Colón la interesante relación de su arriesgado viaje y la descripción de las tierras que había descubierto. Con aire satisfecho, mas sin ostentar orgullo, les refería el gran marino los peligros que había corrido en su navegación, no por lo que hubiera tenido que luchar con los elementos, sino por los riesgos en que más de una vez le habían puesto la desconfianza, los recelos y la impaciencia de sus mismos compañeros de expedición. En efecto, cuando aquellos hombres, después de haber perdido de vista las Canarias, vieron que trascurrió más de un mes, y que habiendo franqueado con rapidez distancias inmensas, no veían delante de sí sino un mar sin límites, comenzaron a desconfiar y a impacientarse, y cada día que pasaba, crecían los recelos y las murmuraciones hasta prorumpir en denuestos contra el orgulloso o el insensato de quien se habían fiado, y que así los conducía a una muerte cierta, sin que sus familias a tan incalculable distancia pudieran saber siquiera el sitio en que habían perecido. No ignoraba Colón los rumores desfavorables de los marineros, y trabajaba cuanto podía por tranquilizarlos infundiéndoles nuevas esperanzas. Mas éstas desaparecían pronto, y ya los murmullos se convertían en amenazas, no faltando entre aquellos hombres turbulentos quien en su desesperación concibiera y aún propusiera el proyecto de arrojar al agua al extranjero que así los había comprometido, y así había engañado a sus reyes, y en seguida tomar rumbo para España. Colón lo sabía todo, pero imperturbable y sereno, con fe en el corazón, con la vista fija en los astros o en la brújula, y fingiendo ignorar lo que contra él se tramaba, todavía logró persuadirles a que por unos días no desconfiaran de él, y con esto y con las señales que decía observar de no estar muy distante la tierra, y con la tranquilidad que procuraba mostrar en su rostro, iba entreteniendo y manteniendo la paz entre aquella gente bulliciosa y casi desesperada. Cuando calculaba hallarse a setecientas cincuenta leguas de Canarias, bandadas de aves, de las cuales algunas posaron sobre los mástiles de las carabelas, vinieron a anunciar que no podía estar muy lejos alguna isla o continente donde ellas tuvieran alimento y reposo. Colón observó su vuelo y le siguió, a costa de variar un poco el rumbo que antes llevaba. Al cabo de algunos días viose revolotear en derredor de los buques nuevas aves de variados colores, notaronse a la superficie del agua hierbas verdes que parecía acabar de desprenderse de la tierra, pero se echaba la sonda y no se encontraba fondo, y al ponerse el sol no se divisaba sino un horizonte sin límites.

La desesperación llegó ya a su colmo, veíanse síntomas de atentar a la vida de Colón, y los oficiales de su mismo buque, y los mismos hermanos Pinzones se lo advirtieron, y el temor de alguna violencia les hizo aconsejarle que mandase virar para regresar a España. «Tres días os pido no más, dijo entonces el almirante con firmeza, y si al tercer día no hemos descubierto la costa, os prometo solemnemente que volveremos, renunciando a todas mis esperanzas de gloria y de riquezas.» El tono firme con que pronunció estas palabras tranquilizó algún tanto a los revoltosos y les movió a concederle tan corto plazo. No fue menester que se cumpliese entero. Parecía que el hombre tentaba a Dios, y Dios premió la fe del hombre, en vez de castigarla. Al segundo día se vio flotar sobre las aguas alguna caña, una rama de árbol con fruta, un nido de pájaros suspendido en ella, y un bastón labrado con instrumento cortante. La tristeza iba desapareciendo de los semblantes de los marineros. Soplaba una fuerte brisa que hacía avanzar grandemente las naves. Por la noche, colocado Colón de pie en la cubierta de su buque, queriendo penetrar con su vista la inmensidad del espacio, creyó ver brillar una luz en lontananza; su corazón latía con violencia; toda la tripulación aguardaba con ansia ver apuntar el nuevo día; el almirante mandó por precaución amainar el velamen; aquella noche pareció a todos un siglo. Amaneció al fin, y al despuntar los primeros rayos de la aurora… un grito general de alegría resonó a un tiempo en los tres buques; «¡tierra, tierra!» Ofrecióse a los ojos de los navegantes y a corta distancia una costa cubierta de espeso verdor, poblada de árboles aromáticos cuyos perfumes les llevaba la brisa de la mañana. Colón mandó anclar y echar al mar las chalupas, que llenas de gente se acercaron a la costa al son de instrumentos de música y con todo el ruido y aparato de una conquista. Distinguíanse ya en ella habitantes, que con gestos y actitudes extrañas mostraban la sorpresa y admiración de ver por primera vez lo que a ellos, según después significaron, se les antojaban monstruos salidos del seno del mar durante la noche. También a los españoles les causaba sorpresa la forma y el color de los rostros de aquellos seres humanos. Al paso que los unos se acercaban, los otros huían como espantados. Saltó pues a tierra Cristóbal Colón vestido con rico manto de púrpura, como almirante del Océano, con la espada en una mano y la bandera de sus reyes en la otra, siendo el primer europeo que puso el pie en ese Nuevo Mundo, cuyo descubrimiento se debía a su genio y a su perseverancia. Desembarcaron tras él sus compañeros, y prosternaronse en tierra para dar gracias a Dios por el éxito feliz con que acaba de coronar su empresa.

Colón se hincó de rodillas, besó la arena y la regó con sus lágrimas. «Lágrimas de doble sentido y de doble agüero, dice una elocuente pluma extranjera, que humedecían por la vez primera la arcilla de aquel hemisferio visitado por hombres de la antigua Europa: ¡lágrimas de alegría para Colón, que brotaban de un corazón altivo, reconocido y piadoso! ¡lágrimas de luto para aquella tierra virgen que parecía presagiarle las calamidades, las devastaciones, el fuego, el hierro, la sangre y la muerte que aquellos extranjeros le llevaban con su orgullo, sus ciencias y dominación! El hombre era el que derramaba esas lágrimas; la tierra era la que debía llorar.» Pero lágrimas de consuelo, añadiríamos nosotros, para aquella tierra virgen, a la cual llevaban también aquellos extranjeros una civilización, una religión, una fe: vertíalas un hombre, y la tierra y el cielo se regocijaban.

Los pilotos y marineros que la víspera habían ultrajado, atentado a la existencia del hombre que allí los conducía, se avergonzaron de sus criminales tentaciones, se prosternaron con respeto ante aquel ser que miraban ya como sobrehumano, le pedían perdón y le besaban las manos y los vestidos. El Gran Almirante tomó solemne posesión del país a nombre dela corona de Castilla. Sus esperanzas se habían cumplido; sus sueños habían tocado la realidad. Trabajos, miserias, desdenes, sinsabores, sustos, peligros, amenazas y amarguras, todo se olvidó en aquel momento de suprema felicidad. Era el 12 de octubre de 1492.

Concluida aquella ceremonia, los naturales, que habían estado observándola a cierta distancia, se fueron aproximando poco a poco y cobrando confianza hasta el punto de tocar los vestidos y las armas de sus nuevos huéspedes, y con tal sencillez que alguno se hirió al tomar incautamente una espada por el filo. Entonces tuvieron ocasión de contemplarse y admirarse unos a otros. La desnudez de aquellos naturales, su tez cobriza, su rostro sin vello ni barba, sus armas, que consistían en una caña a cuya punta ponían un pedazo de madera o de hueso afilado, formaban singular contraste con el color blanco, la barba poblada, los vistosos trajes y las relucientes armas de acero de los españoles. Dulces, afables, ignorantes y tímidos aquellos isleños, entusiasmabanse a la vista de los más fútiles objetos, como sartas o cuentas de rosario, botones, cascabeles, pedazos de vidrio o de cristal y otras baratijas, mostraban tal deseo de adquirirlos, que por ellos daban gustosos las produciones del país, el oro, todo lo más precioso que ellos creían tener, y se hacían cambios con gran beneplácito de todos, «Así, dice un escritor, en la primera entrevista de los habitantes del Nuevo Mundo con los del Antiguo todo pasó a gusto de los unos y de los otros. Probablemente los hijos de la vieja Europa, ambiciosos e ilustrados, calculaban ya las ventajas que reportarían de estas regiones nuevas; pero los pobres indígenas no podían prever, en su sencilla ignorancia, la pérdida de la independencia que amenazaba a su patria.»

Llamaban los naturales a esta isla Guanahani, pero Colón le puso el nombre de San Salvador, «a conmemoración de su Alta Majestad, dice él mismo, el cual maravillosamente todo esto ha dado.» Guanahani era una de las muchas islas que formaban el archipiélago de las Lucayas, de las cuales reconoció algunas otras, y les puso los nombres de Santa María de la Concepción, Fernandina e Isabela. Parecíanse en todas ellas los habitantes y las produciones, mas como no hallase allí las riquezas ni los pueblos florecientes que él se había imaginado, preguntábales por señas a los isleños de dónde sacaban el oro que ellos tenían, y ellos le significaban que de otras regiones más distantes, señalandole al sur. Dirigió pues sus naves al Mediodía, siempre en busca de las opulentas comarcas que eran el objeto de su viaje, y al cabo de algunos días arribó a una vasta región sembrada de colinas y montañas, con tan lozana vegetación que creyó ser Cathay, o Cipango, o alguna de las que había visto descritas en las maravillosas relaciones de Mandeville y de Marco Polo, siempre considerándolas como una continuación del continente de Asia. Aunque más fértil que las Lucayas o de Bahama, y rica y variada en producciones, tampoco encontró allí la abundancia de oro que se prometía; supo que los habitantes la nombraban Cuba, y aunque él la denominó Juana por honor al príncipe don Juan, primogénito de los reyes, aquella grande isla ha conservado su primer nombre. Detuvose muy poco en Cuba, pues habiéndole indicado los indios al este como la parte de donde sacaban el oro, diose otra vez a la vela sin tardanza, y continuó navegando hasta descubrir la isla Haití, que él nombró la Española, y lleva también el nombre de Santo Domingo. «La Española es maravilla, decía él en su relación: las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras fermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí no haría creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes, y buenas aguas; los más de los cuales traen oro.»

Aquellos habitantes huían despavoridos a los bosques; mas habiendo alcanzado los españoles una joven y tratadola con amabilidad, dándole cuentas de vidrio, anillos de cobre, alfileres y algunas otras bagatelas, enviándola en seguida a reunirse con sus parientes, la joven les contó lo que le había pasado con los hombres blancos, y todos acudían ya a cambiar su oro, sus frutas, sus pescados, sus hermosas aves y todo cuanto poseían, por cuentas de vidrio, y hasta por pedazos de platos y de escudillas, que les parecían preciosas joyas, no cansándose de admirar los vestidos y armas de aquellos hombres, a quienes en su rústica sencillez miraban como bajados del cielo e incapaces de hacerles daño alguno. «Venid, se decían unos a otros en su lengua, venid a ver la gente del cielo.» El cacique Guacanagari que mandaba en aquella costa, y era uno de los más poderosos del país, había de indicar a Colón el paraje de la isla en que se encontraba el oro en abundancia, que era un país montuoso que ellos llamaban Ciba, y el almirante entendió ser su apetecida y codiciada Cipango. Mas desgraciadamente cuando iba a dirigirse a aquel sitio ocurrió un desastre lamentable. Por negligencia o ignorancia de un grumete que provisionalmente gobernaba el timón de la capitana, mientras Colón descansaba un rato en su camarote, se estrelló el buque contra un escollo, abriendose por cerca de la quilla, y empezó a hacer agua de tal manera que hubiera perecido toda la gente, incluso el almirante, sin el oportuno auxilio de los de la Niña, y de los indígenas mismos que botaron al agua porción de canoas, merced al cual se logró salvar la tripulación y los objetos de algún valor de la Santa María. Colón se mostró muy agradecido a Guacanagari, el cual lloraba de placer por haber contribuido a salvar al cacique de los blancos.

Quedaba pues reducido el gran mareante a una sola carabela, porque Alonso Pinzón que mandaba la Pinta se había alejado de allí con su nave, por desavenencias ocurridas entre los dos, tal vez porque el marino andaluz, a quien, como a sus hermanos, se debía en gran parte el mérito y resultado de la expedición, sentía que un extranjero se atribuyera toda la gloria, o, según otros, se indispusieron por haber desaprobado Pinzón una de las disposiciones del almirante, si bien después se reconciliaron por intercesión de los otros dos hermanos Pinzones Francisco Martín y Vicente Yáñez en el puerto que de este suceso se llamó de Gracia. La disposición de Colón fue dar la vuelta desde allí a España, así por creerse con poca gente para conquistar países tan vastos como los que se descubrían y proveerse de más hombres y navíos, como por llevar pronto a sus soberanos la noticia del feliz resultado de su viaje, dejando en aquella isla una parte de sus marineros, ya porque no podían venir todos en la Niña, ya también porque fuesen aprendiendo la lengua de los indios y familiarizándose con ellos, lo cual podría ser muy útil para el segundo viaje que pensaba hacer pronto. Contando pues con la buena voluntad del cacique Guacanagari, que le prestó para ello muy gustoso sus súbditos, hizo construir una pequeña fortaleza de tierra y madera, en la cual empleó el tablaje y puso los cañones del buque encallado; mandó disparar algunos tiros de cañón para imponer a los Caribes que decían habitaban una parte de la isla; recibió suntuosos regalos del obsequioso cacique, oro en coronas, en pepitas, en planchas y en polvo, papagayos y otras vistosas aves, hierbas aromáticas y medicinales, y otros objetos; tomó varios indios que quisieron venirse con él; encargó mucho a los treinta y nueve hombres que allí dejaba que no incomodasen a los indígenas, antes procurasen hacerse amar de ellos, y despidiéndose de sus compañeros y del amable jefe de aquellos salvajes, diose a la vela prometiendo volver a verlos muy pronto, y viéndole todos partir con mucha pena, y más los pocos españoles que allí quedaban tan lejos de su patria y aislados de todo el antiguo mundo (4 de enero, 1493). A los dos días de haber perdido de vista las montañas de Haití, se encontró el almirante con la carabela Pinta y con Alonso Pinzón que la comandaba. Explicó Martín Alonso la causa de su separación, asegurando haber sido contra su voluntad, y disimulando Colón su resentimiento, navegaron juntas las dos naves por más de un mes con dirección a España, hasta que se levantó una de aquellas borrascas terribles que suelen poner a prueba en los mares el valor, la serenidad y la destreza delos más esforzados marinos y de los más hábiles y prácticos pilotos. Fue esta tan espantosa y brava, que todos creyeron ser tragados por las olas y que con ellos iba a quedar sepultada la noticia que traían a Europa de la existencia de un nuevo mundo, que era una de sus mayores aflicciones, y ya no tenían más esperanza que en la misericordia de Dios.

Por fortuna, después de muchos peligros, calmó la tempestad, pero las dos carabelas se habían apartado y cada cual siguió separadamente su rumbo a España. La del almirante arribó a las aguas de Lisboa, la de Pinzón a Bayona de Galicia. Cristóbal Colón dio noticia de su arribo al rey don Juan II. de Portugal; este monarca, aunque en vista del resultado de la expedición se acusaba a sí mismo de no haber aceptado las proposiciones y prohijado la empresa del marino genovés, disimuló su pesar y su envidia y tuvo con Colón las más finas atenciones haciendo justicia a sus extraordinarias prendas. Después de descansar allí unos días continuó su viaje el almirante, y entró con felicidad en la bahía de Palos de donde había salido, según dejamos ya apuntado. A las pocas horas llegó también Alonso Pinzón con su carabela. Pero este famoso mareante, que venía ya bastante delicado de salud, temeroso además de que Colón intentara algún procedimiento contra él por las pasadas desavenencias, se encerró en su casa, donde murió a los pocos días, con lo que perdió la marina española uno de sus más diestros y arrojados pilotos.

Lágrimas de placer y de ternura derramaban Fernando e Isabel al escuchar en su palacio de Barcelona la relación que de palabra les hizo el ilustre viajero de estas y otras circunstancias de su expedición. El júbilo embargaba a la reina Isabel cuando le oyó decir que los sencillos habitantes de aquellas islas le parecían muy dispuestos a recibir la luz del Evangelio, y que allí se abría un ancho campo para difundir la salvadora doctrina del cristianismo. Acabada la relación, durante la cual había tenido Colón la honra desusada de estar sentado delante de los reyes de Castilla, prosternaronse estos y todos los presentes para dar gracias a Dios por el éxito venturoso de tan grande empresa. Mientras permaneció Colón en Barcelona recibió las más señaladas y honrosas distinciones de la corte y de los reyes. Fernando hacía gala, cuando salía en público, de llevar a su lado al gran almirante. Confirieronle los monarcas el almirantazgo hereditario y perpétuo; ratificaronle las prerrogativas concedidas el año anterior; ennoblecieron su linaje, dándole el privilegio de usar el título de Don, que, como dice un escritor moderno, no había degenerado aún en palabra de mera cortesía y por último le hicieron el grande honor de autorizarle para poner en su escudo las armas reales de Castilla y de León, mezcladas y repartidas con otras que asimismo le concedieron de nuevo, con un lema o divisa que decía: Por Castilla y por León nuevo mundo halló Colón.

Efecto grande de sorpresa y de admiración causó en toda Europa la noticia del descubrimiento de vastas regiones más allá del Atlántico; todo el mundo envidiaba la gloria del atrevido y sabio cosmógrafo y la fortuna de los reyes de España, al propio tiempo que todos se felicitaban de haber nacido en un siglo en que se había obrado tal maravilla. Continuaba no obstante Colón en creer que las tierras descubiertas eran como una dependencia del vasto continente de Asia, y los más de los sabios contemporáneos, así españoles como extranjeros, adoptaron esta errada hipótesis. Así es que se les dio el nombre que conservan de Indias Occidentales, para distinguirlas de las Orientales, y a los naturales del Nuevo Mundo se los llamó Indios, nombre que aún llevan.

Desde luego se procedió a preparar otra segunda expedición para proseguir los descubrimientos, y con más grandeza y con más medios que la primera. Creóse un consejo de Indias, cuya dirección se dio al arcediano de Sevilla don Juan de Fonseca. Establecióse en Sevilla una lonja, y en Cádiz una aduana dependiente de ella; principio de la casa de la Contratación de Indias. Se prohibió, con arreglo al sistema mercantil restrictivo de aquel tiempo, ir a Indias, ni menos comerciar allí sin licencia de las autoridades puestas por el gobierno; se hizo provisión de caballos, cerdos, gallinas y otros animales domésticos, de plantas, granos y semillas para trasportarlas y ver de aclimatarlas en las nuevas regiones; de mercancías, espejos, cascabeles, y otros dijes y juguetes para traficar con los naturales; se declaró libres de derechos los artículos necesarios para proveer la armada; se obligó a todos los dueños de barcos en los puertos de Andalucía a tenerlos prontos para la expedición; se alistaron artesanos y mineros, para que provistos unos y otros de los instrumentos de sus oficios, ejerciesen y enseñasen las artes, y descubriesen las riquezas subterráneas encerradas en aquellos países. Nunca los reyes, y menos en esto caso, se olvidaban de los intereses de la religión, y así destinaron también doce eclesiásticos, que en calidad de misioneros propagasen la fe, instruyendo en ella aquellos pobres gentiles. Determinóse igualmente enviar los indios que había traído Colón y habían sido bautizados, para que estimulasen a sus compañeros a hacer lo mismo, excepto uno que quedó agregado a la servidumbre del príncipe don Juan, y se recomendó mucho al almirante que procurara fuesen tratados los indígenas de aquellos países con toda consideración y benignidad, y que castigara severamente a los que los vejasen o molestasen en lo más mínimo.

Para autorizar mas la conquista, quisieron los reyes, «aunque para esto no tuviesen necesidad», como dice un cronista contemporáneo, fortalecer su derecho con la sanción pontificia; a cuyo efecto impetraron una bula del papa, que lo era entonces Alejandro VI., el cual no vaciló en otorgarla (3 de mayo, 1493), confirmando a los reyes de Castilla en el derecho de posesión de las tierras ya descubiertas y de las que en lo sucesivo se descubriesen en el Océano Occidental, en atención a los servicios que los monarcas españoles habían hecho a la religión destruyendo en su reino y preservando a Europa de la dominación mahometana. Pero a esta bula siguió inmediatamente otra de una naturaleza bien extraña y singular. A fin de evitar las cuestiones que pudieran ocurrir entre españoles y portugueses sobre derecho de descubrimiento y conquista de las tierras que hubiese en el Océano, trazó el pontífice una línea imaginaria de polo a polo, y declaró pertenecer a los españoles todo lo que descubriesen al Occidente, a los portugueses lo que descubriesen ellos al Mediodía. No podían desechar los portugueses la mortificante idea de haber sido ellos los primeros que pudieron aprovecharse de la ciencia y de los ofrecimientos de Colón, ni ver sin inquietud y sin envidia el engrandecimiento marítimo de la España debido al hombre que ellos habían desdeñado. Y aunque el almirante a su regreso por Lisboa había declarado que su rumbo y su plan y las instrucciones del gobierno de España era de alejarse de todos los establecimientos portugueses en la costa de África, andaba no obstante el político don Juan II. de Portugal discurriendo cómo entorpecer o desconcertar los descubrimientos de los españoles; y si bien había hecho a Colón una buena acogida y no había dejado de felicitar a los reyes por el éxito de su empresa, tampoco dejaba de hacer armamentos que Fernando e Isabel tuvieron por sospechosos, y que los movieron a enviar por embajador a Lisboa a don Lope de Herrera, con órdenes secretas y facultades especiales para obrar según el empleo que los portugueses dieran a aquella armada. El astuto don Juan lo comprendió, y como no le convenía chocar directamente con un enemigo tan poderoso, para disipar sus recelos se comprometió a no dejar salir de su reino escuadra alguna en el espacio de dos meses, y para manifestar su deseo de hacer un ajuste amistoso entre ambas naciones, envió una embajada a Barcelona, proponiendo que la línea divisoria de las pertenencias de España y Portugal fuera el paralelo de las Canarias, de modo que el derecho de descubrimiento hacia el Norte fuese de los españoles, quedando el del Sur para los portugueses.

Durante estas negociaciones avanzaban los preparativos para la segunda expedición del almirante. La dificultad ahora no era encontrar gente que quisiese embarcarse como la vez primera, sino desembarazarse de la muchísima que a competencia se alistaba cada día, ya por el espíritu aventurero de la época, que concluida la guerra de los moros hallaba en las regiones de un nuevo mundo un vastísimo campo en que desarrollarse, ya por la codicia que habían excitado los objetos traídos por Colón, figurándose muchos que iban a países donde no tenían que hacer otra cosa que recoger oro y riquezas, y algunos iban también impulsados sólo por la curiosidad. Entre los alistados se contaban personas de la casa real, caballeros y gente de clase.

Distinguíase entre estos el joven caballero Alfonso de Ojeda, primo hermano del inquisidor de su mismo nombre, hijo de una familia noble de Andalucía, que gozaba ya fama de generoso y esforzado, ágil en sus movimientos, de genio fogoso y vivo, tan fácil en irritarse como en perdonar, siempre el primero en toda empresa arriesgada, hombre que ni conocía el temor, ni reparaba en el peligro, que peleaba más por placer que tenía en la pelea que por ambición ni por vanidad, querido de la juventud por sus prendas personales, y uno de los héroes que por sus hazañas estaban destinados a adquirir gran renombre entre los primeros descubridores del Nuevo Mundo.

Limitóse sin embargo el número de personas a mil quinientas, y la armada se componía de diez y siete buques entre grandes y pequeños. Para ocurrir a estos gastos contrataron los reyes un empréstito, destinando además el producto de los bienes confiscados a los judíos. Dispuesto ya todo, diose Colón a la vela con su grande escuadra en la bahía de Cádiz a 25 de setiembre (1493), facultado hasta para expedir órdenes con título y sello real sin necesidad de acudir al gobierno.

Tan pronto como partió la armada, enviaron los reyes de Castilla una embajada al de Portugal participándole el envío de la expedición, y manifestandole que la línea divisoria de navegación que él proponía no era admisible, ya por ser contraria a la demarcada por las bulas de Alejandro VI., que suponía tirada de polo a polo, y no de Oriente a Occidente, según el cual el Océano Occidental quedaba todo a disposición de los españoles, ya porque el tratado de 1479 sólo se refería a las posesiones que entonces tenía Portugal en la costa de África y a su derecho de descubrimiento en dirección de las Indias Orientales. Recibió el portugués con igual disgusto la noticia de la expedición y la respuesta de les embajadores; y si bien estos ofrecieron someter el asunto a la decisión arbitral de la corte de Roma, o a la de otro árbitro que de acuerdo nombrasen, pareció al principio querer intimidar a los enviados españoles, llevándolos como por acaso a que viesen la brillante caballería portuguesa, dispuesta a salir a campaña. Mas como luego supiese que en la corte española se tomaban medidas enérgicas y se preparaban duplicadas fuerzas para el caso de un rompimiento de hostilidades, con mucha sagacidad procuró desvanecer la idea de que abrigase tal pensamiento. Convencido también, por otras tentativas que ya había hecho, de que el juicio arbitral de Roma no había de serle favorable, optó por que se decidiese la cuestión por medios y conferencias amistosas.

Pero en esto se había dejado trascurrir el resto de aquel año. Al siguiente cada corona nombró sus representantes para tratar el asunto. Reuniéronse éstos en Tordesillas (7 de junio, 1494), y después de conferenciar algún tiempo firmaron un tratado, por el cual se ratificaba a los españoles el derecho exclusivo de navegación y descubrimiento en el Océano Occidental, y estos, en atención a que los portugueses se quejaban de que la línea del papa reducía sus empresas a muy estrechos límites, convinieron en que en lugar de tirarse a las cien leguas al Occidente del Cabo Verde y las Azores, según la bula pontificia, se extendiese a las trescientas setenta. Cada nación había de enviar a la Gran Canaria dos carabelas con hombres científicos, que dirigiéndose al Occidente hasta la expresada distancia, designasen la línea de partición, poniendo señales de distancia en distancia. Esto último no llegó a verificarse; pero la ampliación de la línea con arreglo al tratado, que ratificaron ambos monarcas, sirvió después a los portugueses para fundar las pretensiones al imperio del Brasil. «Así, dice Vasconcelles, esta gran cuestión, la mayor que se agitó jamás entre las dos coronas, porque era la partición de un nuevo mundo, tuvo amistoso fin por la prudencia de los dos monarcas más políticos que empuñaron nunca el cetro.»

No seguiremos a los descubridores y conquistadores del nuevo Mundo en los interesantes pormenores, sucesos y aventuras de sus viajes de exploración y de conquista, porque sería embarazar el curso de nuestra historia con interminables episodios, que dan copioso y digno asunto para determinadas y particulares historias que de ellos se han hecho, y donde pueden verse. Expondremos sólo los principales resultados de éstas y otras sucesivas expediciones, y las consideraremos en su índole y carácter, y en el influjo que iban ejerciendo en la condición de España.

Sin las inquietudes, hijas de la desconfianza de la vez primera, y sin otro contratiempo que alguna pasajera, aunque imponente borrasca, siguiendo desde las Canarias el rumbo de sudoeste, y con intención de encontrar las islas de los Caribes, de que tanto habían hablado a Colón los indios de la Española, en la tarde del 2 de noviembre vio el almirante señales de estar cerca de tierra; y en efecto, al día siguiente toda la flota divisó con regocijo y arribó con entusiasmo a una isla cubierta de verdes florestas, a la cual llamó Colón la Dominica, por ser domingo aquel día. No viendo en ella proporción de buen anclaje, pasó a otra que les pareció desierta, y de que tomó posesión en nombre de sus soberanos, según costumbre, llamándola Marigalante, del nombre de su buque. Forman estas islas parte del grupo de las Antillas. Continuando su exploración descubrió otra, que nombró Guadalupe, en cumplimiento de una promesa que había hecho a los religiosos del convento de este título en Extremadura. En ésta hallaron pequeñas y rústicas poblaciones, cuyos habitantes huían a su vista, abandonando hasta sus propios hijos. Grande fue el asombro y el terror de los españoles cuando al reconocerla hallaron en las chozas huesos y cráneos humanos, al parecer como si les sirvieran de vasos y utensilios del servicio doméstico. Esto y las explicaciones de algunas mujeres que cogieron, les convencieron de que estaban en una isla de caribes, de aquellos que hacían largas expediciones en sus canoas contra los de otras islas, a quienes aprisionaban y destinaban para pasto en sus feroces festines. Algunas de las mujeres aprehendidas por los españoles eran de estas infelices cautivas, y otras se les presentaban pidiéndoles amparo. Por lo mismo fue mayor el sobresalto de Colón y de sus compañeros al observar que Diego Márquez, capitán de una carabela, que con ocho hombres se había internado por la isla, no pareció en los días siguientes. En vano fue disparar cañonazos en los bosques y en la playa, destacar partidas que sonaran trompetas, y hacer otras llamadas y señales. En vano el intrépido Alonso de Ojeda, seguido de algunos de los más resueltos, recorrió hondos valles y elevadas montañas descargando arcabuces y haciendo resonar clarines. Ojeda volvió con el desconsuelo de no haber hallado vestigios de Márquez y sus compañeros, y ya todos los suponían muertos y devorados por los fieros caníbales. La flota, que sólo por ellos había esperado muchos días, estaba ya para darse a la vela, cuando con universal alegría se vio aparecer a los extraviados, cuyos macilentos y descarnados rostros revelaban los trabajos que habían sufrido. Traían consigo algunas mujeres y muchachos: hombres no habían visto ninguno, pues por fortuna suya habían salido a una de sus expediciones predatorias.

Deseaba mucho Colón volver a encontrar la Española, y saber los progresos que había hecho la colonia del fuerte de Navidad que allí había dejado en su primer viaje. Al efecto navegó costeando al Noroeste de la Guadalupe. Sin empeñarse en ensanchar sus descubrimientos, fue poniendo nombres a las islas que en aquel hermoso archipiélago al paso se le aparecían, como Monserrate, Santa María la Redonda, Santa María de la Antigua, San Martín, Santa Cruz y otras. Aquí sostuvieron los nuestros un combate con una canoa de feroces caribes, armados de arcos y flechas envenenadas. Las mujeres peleaban lo mismo que los hombres. El aspecto de aquellos salvajes era fiero y horrible, y los colores con que se pintaban la circunferencia de los ojos daban a sus rostros una expresión siniestra y repugnante. Vencidos, prisioneros y atados por los españoles, conservaban aquellos salvajes una impavidez imponente. Una carabela enviada por Colón hacia unas islas que se divisaban, volvió diciendo que se descubrían al parecer más de cincuenta. A la mayor del grupo le puso Colón Santa Úrsula, y a las otras las Once mil Vírgenes. Dejando su reconocimiento para otra ocasión, continuó su rumbo hasta llegar a una isla grande, revestida de hermosas florestas y circundada de muy seguros puertos. Era la patria de los cautivos hechos por los caribes que se habían refugiado a los buques, y casi siempre estaban con ellos en lucha. Gobernabalos un cacique, que vivía en una casa grande y regularmente construida, pero todo estaba desierto, porque los naturales habían huido a los bosques al divisar la escuadra. Daban ellos a su isla el nombre de Boriquen: el almirante la llamó San Juan Bautista, y es la que hoy se denomina Puerto Rico.

A los dos días de estancia en aquella isla, y acabando así el crucero por entre las Caribes, diose de nuevo a la vela la escuadra, y el 22 de noviembre arribó a otra isla, que desde luego se reconoció ser el extremo oriental de Haití o la Española, que con tanta ansiedad buscaba el almirante. Sin hacer mucho caso a algunos indios de aquel país de agradables recuerdos, que se presentaron a convidarle de parte de uno de los caciques a ir a tierra ofreciéndole mucho oro, continuó su rumbo con la impaciencia de encontrar el puerto de la Navidad, a cuyo frente llegó al anochecer del 27. Aquí comenzaron las halagüeñas esperanzas de Colon y las doradas ilusiones de los expedicionarios a convertirse en tristes y fatídicos presentimientos. Los cañonazos que aquella noche dispararon desde el buque, no fueron contestados por la colonia que había quedado en la fortaleza. Ni se veía luz en la costa, ni se percibía ruido, ni se advertía señal alguna de vida, todo era silencio y oscuridad. ¿Qué se habría hecho la gente del fuerte? Crueles sospechas empezaron a agitar el ánimo de Colón y de todos los españoles. Las noticias vagas que por algunos indios adquirieron al día siguiente, no hacían sino aumentar su perplejidad y su amargura. Un bote que envió a reconocerla silenciosa y solitaria costa, que creyó encontrar rebosando de animación y de alegre bullicio, volvió con la nueva fatal de no haber hallado sino ruinas y huellas de incendio en el fuerte, y a su inmediación cajones y utensilios rotos y girones de vestidos europeos. Más y más alarmado Colón, saltó él mismo a tierra. En su afanoso reconocimiento halló las mismas señales, con más diez o doce cadáveres semienterrados, que por algunos retazos de ropa que aún se descubrían mostraban haber sido españoles. ¿Habían perecido los treinta y ocho infelices que Colón dejó allí en su primer viaje para que recogieran y almacenaran el oro de la isla, y civilizaran a los indios, y los hicieran amigos y les enseñaran su lengua aprendiendo ellos la suya? Tiempo es ya de que sepamos la historia de aquella primera colonia europea en las regiones del Nuevo Mundo.

Gente la mayor parte indócil, turbulenta y soez la que había dejado allí Colón, como casi toda la que había llevado la vez primera, tan pronto como se vio sin el freno de la presencia del almirante, olvidó sus prevenciones y consejos, menospreció la autoridad de Diego de Arana su lugarteniente, comenzó a cometer todo género de desórdenes y malos tratamientos con los indios; cada cual pensó en satisfacer su avaricia y su sensualidad, a pesar de haber dado el cacique Guacanagarí dos mujeres a cada uno, no estaban libres de sus brutales pasiones las mujeres ni las hijas de los isleños, como no estaban seguros de su rapacidad sus adornos, y los infelices indios que se veían maltratadosy despojados, no acertaban a comprender cómo unos hombres a quienes habían creído bajados del cielo, se entregaban a tales excesos y demasías. Perdida y relajada entre ellos la disciplina, ansiando llenar cada cual de por sí su cofre de oro, dividiéronse en facciones, abandonaron los más de ellos el fuerte, inclusos los otros dos jefes Pedro Gutiérrez y Rodrigo de Escobedo, que con una partida de diez hombres y algunas mujeres, se internaron la isla adelante en busca del oro de las ponderadas montañas de Cibao. Dominaba allí el cacique Caonabo, que quiere decir Señor de la casa de oro, caribe de nacimiento, tan feroz como valiente, que aprovechando la ocasión de vengarse de aquellos extranjeros que iban a apoderarse de sus riquezas, armó secretamente a sus súbditos, y cayendo de improviso sobre los españoles, los degolló a todos. Seguidamente, concertado con el cacique de Marion o Maireni, atravesó silenciosamente las montañas, sorprendió el fuerte de los cristianos, donde solo había quedado Arana con otros diez hombres, y casi todos fueron horriblemente despedazados, y los pocos que huyeron al mar perecieron en él. El buen Guacanagarí peleó con sus súbditos en defensa de los españoles, pero derrotados por sus salvajes vecinos, herido él mismo en una pierna de una pedrada lanzada por el feroz Caonabo, presenció la muerte de muchos de los suyos, y su misma residencia fue incendiada y destruida. Tal es la trágica historia del primer establecimiento europeo que hubo en el Nuevo Mundo.

Aunque Colón, invitado por Guacanagarí, pasó a visitar a este cacique su antiguo amigo, y le halló efectivamente herido y en cama, y aunque Guacanagarí lloró al verle lamentando el desastre dela guarnición española, casi todos sospecharon alguna traición de parte de aquel cacique, menos Colón que nunca dudó de su lealtad, y a pesar de las sugestiones del padre Boil contra el jefe de los indios, no quiso el almirante malquistarse con un aliado que aún era poderoso en el país, y de quien tantas finezas y tantas pruebas de amistad había recibido la vez primera. Sin embargo, ni ya los indios miraban con tanto respeto a sus celestiales huéspedes y a los símbolos de su fe, ni los españoles se fiaban ya de las amistosas demostraciones de Guacanagarí y sus isleños: había una oculta y recíproca desconfianza, nacida en los unos del mal comportamiento de los primeros colonizadores, en los otros del misterio que envolvía la lamentable tragedia de la guarnición del fuerte de Navidad.

Determinó, no obstante, Colón, dejar fundado en aquella isla un establecimiento formal, una ciudad que asegurara su posesión, y en que aprovechar los muchos elementos de colonización que había llevado en la escuadra y que se estaban ya deteriorando. Con este objeto reconoció varios lugares y comarcas de la isla, hasta que halló uno que ofrecía cómodo puerto, en clima suave y feraz, no lejos de las apetecidas montañas de Cibao, donde se encontraban las ricas y abundantes minas de oro. Mandó, pues, aproximar allí las naves, y comenzó el desembarque de la gente de tierra, de los artesanos, menestrales y labradores, de los instrumentos de cada oficio, delos animales, plantas y semillas, de los cañones y provisiones de todas clases para la defensa y mantenimiento de la colonia. Con mucha diligencia y actividad se emprendieron los trabajos de construcción, levantaronse casas de piedra, madera y otros materiales, se erigió un templo, se hicieron almacenes, se edificó, en fin, una población con sus calles y sus plazas, y quedó fundada la primer ciudad cristiana del Nuevo Mundo. Colón le dio el nombre de Isabela, en honra de la reina de Castilla, su regia patrona.

Pero pronto comenzaron a desarrollarse enfermedades en los nuevos colonos; las privaciones que habían sufrido en una navegación larga, la dura vida que habían hecho a bordo y a que no estaban acostumbrados, la mala calidad de algunos alimentos, los trabajos de edificación y de plantación de huertas, las exhalaciones de un suelo virgen y de un clima húmedo y cálido, multitud de causas físicas y morales contribuyeron al desarrollo de enfermedades, de que no se libertó el mismo Colón, el cual se vio obligado a pasar algunas semanas en cama, si bien su espíritu no se abatió nunca ni dejó de atender a los cuidados de su gobierno. Era menester ya enviar a España la mayor parte de los buques. Se necesitaban medicinas, ropas y alimentos de España. Hacían falta armas y caballos para imponer sumisión a los indios; trabajadores mecánicos, mineros y fundidores para los metales que se esperaba obtener. ¿Pero qué enviaba a España para mantener vivo el entusiasmo de los reyes y de los pueblos por los descubrimientos y conquistas del Nuevo Mundo? ¿Qué dirían los españoles si en vez de los cargamentos de oro que esperaban, veían regresar los bajeles vacíos, con más la triste nueva del asesinato y degüello de la guarnición que había quedado en la Española? Todo esto angustiaba el ánimo de Colón, y resuelto a no enviar así la escuadra, despachó a los dos jóvenes e intrépidos caballeros Ojeda y Gorbalán a explorar las doradas montañas de Cibao, que distaban sólo tres o cuatro días de viaje.

Estos dos emisarios partieron por distinta dirección, y después de haber trepado elevadas sierras, y cruzado hondos y oscuros valles, atravesando el imterpérrito Ojeda el país que gobernaba el terrible Caonabo, hallando en una parte cabañas desiertas, en otras indios que le recibían con extraña y sospechosa amabilidad, vadeando auríferos ríos, y pasando por desfiladeros y rocas resplandecientes de oro, volvieron a Isabela con sus respectivas comitivas, no sólo haciendo maravillosas descripciones de la riqueza que encerraban las grietas y senos de las montañas, sino trayendo piedras jaspeadas con ricas venas de oro, cantidad de polvo del mismo metal regalado por los indios, y hasta pedazos grandes de oro virgen hallados en los cauces y lechos de los torrentes, alguno hasta de nueve onzas de peso. Esto reanimó el abatido espíritu de los colonos y del mismo almirante, que ya tenía nuevas muestras que enviar a España de sus prometidas riquezas, con que ir manteniendo y alimentando las esperanzas públicas. Con esto, y sin perjuicio de ir personalmente a visitar las minas y formar allí un grande establecimiento, despachó a España nueve de sus buques, haciendo también embarcarse en ellos los hombres, mujeres y niños cogidos en las islas de los caribes, para que se los instruyese en la fe, y pudieran ser después intérpretes y misioneros para propagarla en sus propios países. La flota se hizo a la vela el 2 de febrero (1494), y su arribo a España volvió a exaltar el entusiasmo público, halagados unos con la idea de las grandes riquezas que esperaban ver llegar de las nuevas regiones, otros con la más noble de ver difundida por los españoles la civilización y la fe cristiana por los ámbitos de un nuevo mundo, otros con la de la dominación en extensas y dilatadas naciones, y cada cual, en fin, con lo que lisonjeaba más su imaginación y sus gustos.

Dejemos ahora al famoso descubridor engolfado en su nuevo mundo, que tantos misterios encerraba para él todavía, y que había de ser ancho teatro de grandes e interesantísimos sucesos, y volvamos ya la vista al interior de nuestra España, y veamos la marcha política que en su gobierno seguían los dos esclarecidos monarcas Fernando e Isabel.

(Capítulo IX. Cristóbal Colón. Descubrimiento del Nuevo Mundo. Tomo III, Parte II (Libro IV: Los Reyes Católicos), de la Historia General de España de D. Modesto Lafuente)

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Ciudadanía

Puesto que todos somos miembros de la pólis, del Estado, todos somos políticos. Lo somos además en un sentido más real y auténtico que los que pertenecen a la “clase política”, aquellos que han hecho un oficio de su dedicación a la conquista del poder. Los verdaderos políticos, o, como les gusta decir a ellos para halagarnos, los ciudadanos, estamos interesados en el buen orden de la pólis por encima de cualquier otra cosa para podernos entregar con tranquilidad y seguridad a nuestras actividades económicas, familiares, religiosas, sociales, deportivas, etc. Para entregarnos a ellas con la tranquilidad de quien sabe que no será importunado en ninguna y con la seguridad de quien tiene a su favor la fuerza del Estado para protegerle de quien trate de impedírselo. No otra es la paz social. Ese es nuestro máximo interés, que es más bien una necesidad básica de nuestra pertenencia al Estado y no puede ser, por tanto, más general. No es el mismo interés el que mueve al político de profesión. Es que lo nuestro es necesidad general y lo suyo es demasiadas veces interés particular.

El político de profesión ordena sus afanes a la conquista y ejercicio del poder sobre la sociedad. Forma grupos, partidos o secciones que estima por encima de todo y se apoya en la capacidad de presión de que dispone sobre el resto de los individuos para acaparar las magistraturas del Estado. Dice que busca dirigir la nave a buen puerto y organizar las cosas en orden al bien, pero esto es algo de cuya verdad o falsedad hemos de juzgar nosotros y no es él quien debe anunciarlo con demagogia para que le prestemos nuestro consentimiento y nuestro voto. Su interés suele ser interés de partido o de sección, no interés del conjunto de los ciudadanos. Alguien podría decir incluso que es interés sectario por esto mismo. No es su pertenencia a esos grupos lo que debería inclinar el juicio del ciudadano a su favor, sino el trabajo bien hecho. Se le debe juzgar por lo que hace, no por lo que dice.

Es inevitable, desde luego, que haya hombres dedicados a la tarea de mandar a los demás, a administrar el poder político. En todo cuerpo compuesto alguien tiene que regir y alguien ser regido y el cuerpo social es compuesto: de oficios, religiones, valoraciones morales, grupos de interés, etc.

La desigualdad entre gobernantes y gobernados es, pues, necesaria, pero debe limitarse al máximo obligando a que los que ocupan cargos del Estado no perduren en ellos más de un cierto tiempo, a que se vean obligados a rendir cuentas de su actuación al frente de ellos, a que existan mecanismos de control y de poder que sirvan de contrapeso a su poder, a que éste se halle dividido, pues su superioridad, aunque sea temporal, es peligrosa para los individuos y con excesiva facilidad limita o suprime la libertad de éstos.

Ellos arriesgan nuestras las libertades. Podemos pasar sin darnos cuenta de ser ciudadanos a ser súbditos, lo que es intolerable para todo aquel que no esté dispuesto a abandonar su criterio en manos de otro ni a aceptar injerencia alguna en su vida, para todo aquel que haya decidido ser el único juez de su persona.

La primera libertad que está hoy perdiéndose, si es que no se ha perdido del todo, es la de pensamiento. En un tiempo en que los individuos se pierden entre la muchedumbre amorfa y en que es la opinión de ésta, transformada en opinión pública, la que gobierna todo, los políticos de profesión hacen gala de una enorme habilidad para aglutinar en su persona y su partido los impulsos y querencias de la muchedumbre. Saben ponerse al frente de ella, adivinar sus movimientos antes de que se produzcan, orientarla y, por medio de una pléyade de profesionales de la comunicación, hablar en su nombre sobre lo divino y lo humano, etc. Así se forma un magma de ideas que lo impregna todo y al que es casi imposible resistirse. Ese magma no solo se hace intolerante con cualquier atisbo de originalidad e individualidad, sino que se introduce en el alma misma de todo hombre, de modo que ninguno se atreve, no ya a expresar ideas diferentes, sino ni siquiera a concebirlas.

Todos oyen lo mismo, ven lo mismo, leen lo mismo, tienen los mismos deseos, anhelos y temores, gozan con lo mismo. Todos se han asimilado entre sí y forman un cuerpo único de opinión. Antes de ponerse a pensar, cualquiera de ellos se cuidará ante todo, sin que ya nadie tenga que imponérselo, de que lo que a él se le ocurra no se salga del camino que todos siguen.

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La filosofía

En sus Disputaciones tusculanas, V, 3, 8-9, guardó memoria Cicerón de un hecho que había recogido Heráclides Póntico, discípulo de Platón y hombre de grandes conocimientos: que Pitágoras llegó en cierta ocasión a Fleunte y habló allí tan bien y con tanta elocuencia ante León, el príncipe de los fliasios, que éste, admirado de ello, quiso saber qué oficio profesaba, a lo que respondió Pitágoras que él no profesaba oficio alguno, sino que era filósofo.

Extrañado León de aquel nombre, que se pronunciaba entonces por vez primera, preguntó de nuevo que a qué se dedicaban los filósofos y en qué se diferenciaban del resto de los hombres. Pitágoras contestó que él veía la vida de los mortales muy semejante a lo que pasa en una olimpíada, a la que unos concurren para alcanzar gloria y celebridad después de un duro entrenamiento, otros por ver si ganan algún dinero comprando y vendiendo mercadería, pues aprovechan así la gran cantidad de gente que se congrega con ocasión de una feria semejante, y otros, por último van allí solo para observar y ver lo que sucede y cómo sucede, porque es lo único que les importa, dándoles igual el dinero y la gloria. Y que de la misma manera que todos estos van a la olimpiada movidos por esos intereses, hemos venido nosotros a esta vida, unos para servir al dinero y otros a la gloria, pero que hay algunos, los menos, que tienen en poco ambas cosas, pues lo que ellos quieren por encima de todo es ser sabios. Estos se llaman a sí mismos amantes del saber, que eso es lo que significa la palabra “filósofo”, y, lo mismo que pasa en la feria, donde el más noble es el que se limita a comprender la naturaleza de las cosas, sin buscar nada para sí, igual ocurre en la vida, pues el conocer y el pensar son superiores a todo lo demás. Este y no otro es el significado de la palabra “filósofo”, concluyó Pitágoras ante León.

Platón encontró más tarde que la palabra “filosofía” incluye otro significado no menos importante que el que Pitágoras halló en ella. En El banquete explicó que el amor no puede ser bello, sino feo, pues se ama lo que no se tiene y es bueno, pero no puede ser llamado se llamado bello el carecer de algo que es bueno, y que esto es así porque el dios Amor es hijo de Poros, el Recurso, y de Penía, la Pobreza, y que por eso es privación, miseria, carencia de hogar, rudeza y terquedad. Por ello asimismo tiene que ser filósofo, pues, no siendo bello, desea ardientemente las cosas bellas y el saber es una de ellas. Los dioses no son filósofos por el motivo opuesto, pues son sabios. Tampoco los ignorantes, para su mal, que consiste justamente en creerse sabios no siéndolo.

Por donde se ve que el filósofo está entre el saber y el no saber, entre el dios y el ignorante. El segundo no sabe que lo es, por eso nunca será sabio, para su mal, que no es otra cosa que su incurable ignorancia. Un ignorante así es malo. El filósofo, por el contrario, ha descubierto sus errores, que antes había tomado por verdades, y los ha destruido o procura hacerlo. Por ello puede aprender algo, pues el que cree que sabe es imposible que salga de ahí. Ni los dioses ni los ignorantes pueden cambiar en este punto, unos para su bien y otros para su mal.

¿Qué cosas hay que saber? Seguramente muchas, pero hay una que debe ser la primera, al menos según decía Sócrates una y otra vez a quien quisiera escucharle: vivir bien. Es lo primero de todo. Lo demás puede esperar hasta que esto se haya logrado.

Para vivir bien es necesario ser justo y para ser justo deben estar bien ajustadas entre sí las inclinaciones y tendencias del propio temperamento. La justicia no es en realidad algo diferente de la armonía, que consiste en general en el equilibrio entre las partes de un todo, lo que hace que el todo sea bello. Justicia y belleza son, pues, inseparables, y un hombre será justo y bello si da a cada uno de sus impulsos el lugar que le corresponde por naturaleza.

Al final de una larga serie de razones que Sócrates y sus discípulos desgranan en otro pasaje de La república, se concluye que las tendencias básicas de cualquier humano coinciden con las mencionadas por Pitágoras, y son el amor al dinero, el amor al poder y el amor al saber, además de que cada una se aloja en algún lugar del cuerpo. Están en guerra constante entre sí y, según se alce con la victoria una u otra, su dueño será de una u otra manera y tendrá una vida acorde con su elección. El hombre está compuesto de elementos tan contrarios como el fuego y el agua, por lo que está en guerra consigo mismo desde que nace hasta que muere. En esas victorias o derrotas es donde se decide cómo es su vida.

En la parte baja del tronco se aloja el afán de dinero, con que se da satisfacción a dos impulsos principales, el del hambre y el del sexo, dos impulsos buenos en sí, pues uno sirve para la perpetuación de uno mismo y el otro para la de la especie, pero que arrastran a la mayoría de los hombres más allá de lo necesario. Ambos están ligados a la vida. Si esta parte se impone sobre el total, no se estará liberando otra energía que la encaminada el comer, el fornicar y otras cosas aparejadas a éstas. Un hombre así ha dejado crecer su vientre y su bajo vientre a expensas de lo demás.

En la sección de en medio anida la parte fogosa de todo individuo. Ahí está el asiento del orgullo, la fuerza de voluntad, el amor propio, etc. Esta parte mueve todo, pero puede inclinarse por la de abajo y se trocará entonces en principio de un hombre esclavizado, o por la de arriba, y será el principio de un hombre libre.

En la parte superior, por último, se encuentra la razón, lo que el hombre tiene de divino e inmortal. Es la capacidad de pensar, que debería gobernar la vida entera para que ésta pudiera vivirse bien.

El que logra la armonía entre estos tres estratos del alma es justo y bello y no es posible que sea infeliz, por lo que carece de sentido preguntarse, como hacían los sofistas, si favorece más al hombre la justicia que la injusticia. Pero, como ya había advertido Pitágoras, los filósofos son los menos, en tanto que los que buscan el placer a costa de lo que sea, por lo que muy a menudo se dan de frente con el dolor, son los más. A lo largo de más de dos milenios, y muy en particular durante los siglos XIX y XX, otros han concluido que el predominio de la muchedumbre, compuesta de individuos que son esclavos de sus pasiones, no es otra cosa que la aceptación de la tiranía de quien no aspira a la justicia y la felicidad. Tienen por dios a su vientre y a su bajo vientre.

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