La burbuja del salami

En todas partes hay burbujas. Son una de las distracciones más queridas por los niños. El titiritero aparece tarde o temprano en la plaza del pueblo, pone en funcionamiento su artilugio y sus mañas y exhibe ante los asombrados ojos infantiles unas burbujas más y más grandes que él extrae del agua jabonosa. Alguna es más grande que las demás. Se levanta majestuosa y lenta en el aire, más y más grande cada vez. Las caras de los niños se llenan de alegría… hasta que de pronto la burbuja estalla y solo quedan unas cuantas gotas sobre el suelo. Pero no importa mucho. Hay otras y otras.

Esta que ahora os cuento se hinchó en Budapest hace muchos años. Allí tenía su asiento la famosa Sociedad Anónima del Salami Húngaro. El salchichón que salía de aquella fábrica era exquisito y hacía las delicias de los húngaros. Muchos creían incluso que superaba al salami de Milán.

Las ventas y exportaciones no paraban de subir. La Sociedad Anónima del Salami Húngaro cotizó en Bolsa. Sus acciones empezaron valorándose en cincuenta coronas, pero llegaron muy pronto a trescientas.

Algunos especuladores creyeron que aquella cotización era excesiva y se constituyeron en un sindicato para ir a la baja con el fin de hacer dinero cuando se derrumbara la cotización de aquel fino manjar. Habían calculado bien y de modo racional, pero no habían tenido en cuenta que en estas cosas muchas veces manda más Afrodita que Atenea.

Había una mujer muy hermosa casada con un banquero y especulador de la ciudad. Además de la esposa y el marido había otro, afiliado al sindicato de bajistas. Ella se había encaprichado de un maravilloso collar de perlas de una joyería de la calle La Paz. El del sindicato quería regalárselo, pero no le era posible. ¿Cómo justificaría ella ante el marido un regalo como ése?

Entonces se les ocurrió una estratagema. El amante acordó con el joyero el pago de tres cuartas partes del collar con la condición de que lo dejara en el escaparate con el fin de ofrecérselo al marido por el resto del importe. Al encontrarlo tan barato, éste no dejaría pasar la oportunidad de regalárselo a la esposa.

El collar se quedó en el escaparate, según lo acordado, aguardando al incauto banquero. Al poco tiempo llegó éste a la joyería guiado por su mujer, que de inmediato se deshizo en alabanzas de la joya y suplicó a su marido que se la regalara por su cumpleaños. El banquero accedió, pero al conocer el precio dijo a la bella que le parecía muy mal regalarle algo tan barato.

En cuanto pudo, el hombre volvió solo a la joyería, pagó el poco dinero que el joyero le pedía y marchó a casa. Antes de que llegara, el joyero ya había llamado por teléfono a la esposa avisándole de que la trampa había funcionado a la perfección.

La bella mujer esperó el regalo. Pero el regalo no llegó. Pasó un día, luego otro y otro y el marido no se lo entregaba. Investigó la causa de tan extraña conducta. Y se enteró, como toda la ciudad, de lo que había sucedido cuando el collar apareció en el cuello de la prima donna más bella de Budapest.

La venganza había sido sutil y efectiva, pero el marido despechado quería más. Ahora tenía que matar a su rival, pero sin ruido de pistolas ni de espadas. Los duelos le parecían algo vulgar.

Su rival era un especulador a corto. La especulación a corto consiste en alquilar acciones cuando uno cree que su precio va a bajar obligándose a devolverlas en un plazo fijado de antemano. Una vez alquiladas, las vende de inmediato. Si bajan, las vuelve a comprar y las devuelve a su alquilador, quedándose con la diferencia.

El banquero se apoderó casi de todas las acciones del salami, lo que provocó un alza de los precios. Pasaron de 100 a 1.000, a 2.000, a 3.000 e incluso más. Llegó a acudir a capitales extranjeros para comprar más y provocar un alza superior aún. Cuando llegó el plazo de devolución para los bajistas, éstos no tuvieron más remedio que comprar a un precio que era hasta cien veces superior al del principio. Su ruina fue total.

Pero la alegría del marido se esfumó pronto. Al poco tiempo las acciones, que él había comprado a precios altísimos, cayeron a plomo hasta el punto de que apenas tuvieron valor y no encontró comprador para ellas.

Final de la historia. El joyero se trasladó a Nueva York, donde continuó su negocio con éxito. El amante quedó arruinado y emigró a algún lugar de Hispanoamérica. El banquero se suicidó en París. La esposa adúltera emigró a Italia y allí vivió en la pobreza. La prima donna mudó su residencia a Hollywood. Nadie sabe lo que pasó con el collar.

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Impuestos y déficit

Muchos dirigentes se están convenciendo a costa de las exacciones de propiedad a que nos someten de que el problema de las finanzas públicas consiste más bien en que la Administración gasta demasiado y no en que sus ingresos han disminuido. Pero les cuesta mucho aprender la lección, que, repito, es a costa nuestra. Y como les cuesta tanto se dedican más a subir impuestos que a recortar gastos. En los libros de pedagogía del siglo XIX se decía que a los imbéciles hay que repetirles muchas veces las cosas para que las aprendan. No digo yo que sean imbéciles nuestros políticos, pero sí algo duros de mollera.

Desde su posición de directores de la cosa pública estos señores vivieron el tiempo de burbuja económica y para ellos fue la ocasión de amontonar una enorme recaudacion de tributos debida justamente a la burbuja. Pero, en lugar de tomar ese dinero como lo que realmente era, como un regalo caído del cielo, debido a que procedía de un espectacular, pero falso, crecimiento económico, creyeron que el ciclo era indefinido y, llevados de su ceguera, construyeron sobre arena una mole administrativa que ahora tenemos todos que soportar con nuestro peculio, lo que equivale a pagarla dos veces, una ahora y otra con los impuestos de los años de vacas gordas.

Aumentaron los ingresos y ellos no supieron hacer otra cosa que incrementar los gastos casi en la misma proporción. El problema ahora es que los ingresos se han detenido y los gastos no. Es como si el año pasado me hubiera tocado un millón de euros en la lotería y yo hubiera ajustado mis gastos a un ingreso anual de un millón de euros, como si fuera un sueldo fijo.

Un individuo que se comportara así sería un necio y un imprudente. ¿Quién le creería si dijera, una vez que se hubiera arruinado por sus malas decisiones, que su problema es que no tiene ingresos suficientes? ¿Y habrá que creer, sin embargo, al Ayuntamiento de Jerez o a la Junta de Andalucía o hasta al Gobierno de España cuando dicen eso mismo?

Es verdad que la mayoría de la población ha sido causante de la crisis inmobiliaria. También que los bancos contribuyeron a lo mismo en una medida importante. Pero no quieran convencernos ahora nuestros jefes políticos de algo que es falso. Para gobernar la sociedad hay que tener prudencia, que es la virtud política por excelencia y permite al que la posee ver más allá que el resto de los mortales. Deberían haber visto lo que no vieron las familias y los bancos y haber inducido en todos la precaución, pues con sus ministerios, órganos de supervisión, Banco de España, capacidad legislativa, etc., tenían la posibilidad y la obligación de empuñar el timón y llevar el rumbo de la nave. Pero lo que ahora está sucediendo no permite atribuirles esa virtud, antes al contrario, se les debe acusar de imprudentes y necios. Y, desde luego, no se les debe creer, porque la razón de sus tribulaciones actuales es muy sencilla, por más que ellos se empeñen en no entenderla. El dispendio monumental de estos años obedeció a la necesidad de extender sus redes clientelares para sostenerse ellos mismos como partidos políticos. Una cifra lo prueba: entre el año 2001 y el 2007 España incrementó sus gastos un 60%, Alemania un 2%. Así se entiende que una esté sumida en una crisis profunda y otra no.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez. Archivo sonoro: 16-05-12)

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El ojo humano

La visión de un objeto comienza con alguna corriente de luz visible que atraviesa la córnea transparente, pasa después por la pupila, el diafragma del ojo, que puede abrirse o cerrarse mecánicamente por la acción de la propia luz, y, por último, atraviesa el cristalino, una estructura elástica capaz de abombarse o aplanarse, para caer finalmente sobre la retina, donde se hallan unos ciento cincuenta millones de células específicas capaces de reaccionar a los estímulos luminosos.

La retina es la pantalla interior sobre la que se proyecta la imagen del objeto exterior, cosa que no sucede antes de que de ella broten ciertas corrientes nerviosas reflejas que llegan a los músculos ciliares con el fin de que éstos contraigan o extiendan el cristalino hasta enfocar bien la imagen. Si el objeto se halla lejos o el ojo está en reposo el cristalino está alargado y se curva progresivamente a medida que aquél se acerca. El resultado de todo esto es la proyección de la imagen invertida sobre la retina.

Pero todavía no hay visión. Si todo se redujera a esto los individuos estarían completamente ciegos, aunque tuvieran los ojos sanos. Sucede, sin embargo, que este juego de acciones y reacciones físicas se continúa con otro de acciones y reacciones nerviosas que empieza básicamente por los conos y los bastones, células susceptibles de ser estimuladas por la luz visible y de reproducir los objetos externos a modo de dibujos en la retina por medio de un complejo de puntos, como los puntos –píxels– en las pantallas de los ordenadores. Cada uno de ellos corresponde a un cono o a un bastón, que logran este resultado por procedimientos químicos.

La capa de bastones y conos se reúne en una sola región, el punto ciego de la retina, y constituye el nervio óptico, que se dirige a cada uno de los dos lóbulos ópticos, situados en los hemisferios cerebrales, donde las fibras nerviosas se conectan sinápticamente con las neuronas de esos centros y donde, después de una nueva serie de acciones y reacciones, se produce por fin la conciencia de estar viendo algo.

Si no se ven las cosas cabeza abajo a pesar de que sus imágenes se proyectan invertidas en el fondo de la retina, es porque los centros cerebrales, interpretando dichas imágenes y relacionándolas con la sensación del sentido de la fuerza gravitatoria, les dan la vuelta.

En la producción de la percepción visual, como en la de cualquier otro sentido, se dan, pues, tres niveles:

a) Físico.- Algún estímulo físico tal como una onda luminosa, una alteración aérea en la atmósfera circundante, la presión de algún objeto sobre la piel o cualquier otra cantidad determinada de energía ambiental capaz de provocar una reacción en el receptor apropiado.

b) Fisiológico.- El mecanismo del sistema nervioso, que empieza en los neurorreceptores capaces de excitarse ante un estímulo, continúa en los canales nerviosos aferentes, encargados de transmitir los impulsos al cerebro, y culmina en el córtex.

c) Psicológico.- La conciencia de estar viendo, oyendo, oliendo, etc. Nadie siente la maquinaria biológica merced a la cual se obtiene esta conciencia, que es para cada individuo una representación fiel de la realidad, si no la realidad misma. Nadie es consciente de que entre el objeto y el conocimiento del objeto se interpone una maquinaria compleja que transforma el primero en el segundo.

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Los comunistas andaluces

El cinco de mayo, aniversario del nacimiento de Carlos Marx, supimos por la prensa escrita que en el gobierno socialdemócrata de la región andaluza habían entrado tres militantes del Partido Comunista Andaluz. Este hecho debería ser considerado como una grave infracción de la tradición y la doctrina comunistas.

Debe considerarse una desviación de la tradición comunista que por primera vez publicó en el órgano oficial Izvestia en 1929 su decisión de “luchar contra el ala izquierda de la socialdemocracia” porque “sostiene la política del socialfascismo”. Se pensaba entonces que los jefes social-fascistas y anarco-sindicalistas habían iniciado una guerra a muerte contra el comunismo internacional. El socialfascismo era para aquellos comunistas que habían asistido a la ruptura socialdemócrata de la II Internacional una organización que se hace eco de los intereses de la burguesía con el fin de frenar el impulso revolucionario del proletariado, inventando huelgas en España, pregonando movimientos revolucionarios fantásticos, ayudándose de la prensa burguesa, preparando la Gran Guerra, etc.

Debe considerarse, en segundo lugar, una grave infracción de la doctrina comunista porque lo esencial de ésta no es la filosofía de Hegel, el socialismo de Proudon y Fourier ni la economía de Adam Smith y Ricardo. El marxismo no es la fusión de esas tres esferas. Lo esencial en él es el concepto de totalidad.

Este concepto significa la universalización integral de la sociedad humana, lo que exige la disolución de las sociedades llamadas por Marx “sociedades naturales” o sociedades sin historia, entre las que él nombra a la vasca. En las sociedades prehistóricas, o naturales, los hombres se particularizan en sus ritos, sus creencias, sus costumbres y su modo de ser. Nunca producirán un tipo humano que pueda extenderse más allá de los límites de la tribu. Su propósito no es otro que refugiarse en un pasado mítico y no comprender que la verdad de lo humano se hace y se piensa en la historia y que la historia lo es de un sujeto humano que se universaliza. A ese proyecto de vuelta a la prehistoria se han sumado nuestros comunistas.

Lo que reviste más interés en el marxismo lo desprecian sus seguidores. Y lo hacen además en la tierra andaluza el año en que se celebra el bicentenario de la Constitución de Cádiz, un suceso crucial en la historia de España y de cuarenta naciones que la tomaron como modelo. Y también un suceso crucial en la universalización histórica del sujeto humano, como dijo el mismo Marx en sus escritos para el New York Daily Tribune en 1854:

las Cortes reconocieron la plena igualdad política de los españoles americanos y europeos, proclamaron una amnistía general, sin ninguna excepción, promulgaron decretos contra la opresión que pesaba sobre los indígenas de América y Asia, cancelaron las mitasrepartimientos, abolieron el monopolio del mercurio y tomaron la delantera de Europa suprimiendo el comercio de esclavos. (Carlos Marx, «España revolucionaria VI», New York Daily Tribune, nº 4.244, 24 de noviembre de 1854)

La constitución gaditana es un hecho universal más acorde con los principios del socialismo marxista que esta demagogia andalucista en que se han sumido sus hijos.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 09/05/2012)

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Nicolás Maquiavelo

Nicolás Maquivelo nació el día tres de mayo de 1469 en Florencia. Se cumplen hoy 543 años. Sus ideas pueden insertarse en la corriente humanista que en aquellos momentos dominaba la filosofía en Italia. Se trataba de comprender lo humano desde una perspectiva mundana, como algo distinto de lo divino y de lo natural, como la esfera de un ser racional y finito que, pese a sus limitaciones, tiene en su mano la llave de su porvenir. Lo cual no era oposición a la interpretación religiosa propia de siglos anteriores, porque el renacentista no niega el más allá, tal vez porque no fue un tiempo de razón, sino de acción. No es el pensamiento moderno lo que nace con los siglos renacentistas, sino el hombre moderno. La filosofía que se habría de hacer cargo de este hecho vendría más tarde, somo siempre sucede.

El Renacimiento es ante todo sentido práctico desbordado a todo lo que hacen los hombres. Por eso se reactivó la ética como ideal de construcción de la propia personalidad, la política como reglas de construcción del Estado, la economía como instrumento de administración de la casa, etc. Es tiempo de artistas, conquistadores, exploradores y hacedores de Estados a ambos lados del Atlántico. Entonces fue más importante hacer cosas que comprenderlas.

Nicolás Maquiavelo fue también un hombre activo. Si, estando entregado a la política, dejó sus pensamientos sobre el papel fue porque tuvo que abandonarla. Entonces puso en orden sus ideas sobre la mejor manera de dar consistencia y estabilidad a las unidades políticas del momento y se convirtió en el espejo que mostraba al poder que entonces amanecía en Europa su propia imagen, una imagen cruda y realista que no se regía por los ideales medievales, una imagen naturalista que inundaba de luz los rincones más oscuros de la política y se desprendía de consideraciones sobrenaturales a la hora de describir sus entresijos. Para ello recurrió al estudio de los antiguos.

Desde su exilio forzoso en Sant’Andrea in Percussina escribe a su amigo Francesco Vettori una carta en que cuenta cómo devanaba sus días:

En mis tierras me estoy, y desde mis últimas desventuras no he permanecido, juntándolos todos, ni veinte días en Florencia…Me levanto con el sol y me voy al bosque mío que están talando, donde paso dos horas, inspeccionando los trabajos del día anterior y conversando con los leñadores, que siempre tienen algún pleito entre ellos o con sus vecinos…

Vuéltome del bosque, me voy a una fuente y de allí a una pajarera que tengo. Llevo conmigo un libro, o Dante o Petrarca, o uno de esos poetas menores, como Tibullo, Ovidio u otros; leo aquellas amorosas pasiones de ellos y con sus amores recuerdo los míos; y me distraigo un tanto en estos pensamientos. Me vuelvo luego por la una calle camino a la hostería: hablo con los que pasan, les pregunto sobre las novedades de sus pueblos, escucho muchas cosas y voy conociendo sus gustos y caprichos. A esto llega la hora de almorzar; allí con mis amigos me devoro ciertas comidas que en este pueblo cuestan poco. Apenas he comido, regreso a la hostería. Corrientemente allí están el mesonero, el carnicero, el molinero y dos panaderos. Con ellos me instalo todo el día a jugar a las cartas y al triquetrac, y en el juego se producen mil riñas y palabras gruesas, peleándose por un centavo… Así mezclado entre estos piojosos, remuevo el moho de mi cerebro y libero la amargura de mi suerte.

Y cuando llega la tarde, vuelvo a casa y entro en mi escritorio; y en el umbral me despojo de mi ropa cotidiana, llena de fango y de barro y me pongo mi ropa forense y real; revestido adecuadamente entro en las antiguas cortes de los hombres antiguos donde, recibido por ellos amorosamente, me nutre ese alimento, que es sólo mío y para el cual nací. Allí no me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles acerca de la razón de sus actos; y ellos me responden con benevolencia; y por cuatro horas no siento fastidio alguno, olvido mis cuitas, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: entero me transfiero a ellos.

“En las antiguas cortes de los hombres antiguos” aprendió a penetrar la verdad desnuda y a prescindir de la apariencia. La apariencia no consiste en otra cosa sino en las inexistentes repúblicas y principados donde ocupan el sitial más alto la justicia y la felicidad. La verdad desnuda es que quien quiera conquistar y fortalecer el poder político deberá prescindir de esas fantasías y contar con lo que de verdad existe, porque cuando se trata de dar estabilidad al Estado –palabra inventada por Maquiavelo- o preservarlo de su destrucción es muy peligroso detenerse en consideraciones sobre lo que es justo o injusto, cruel o piadoso, bueno o malo. Además, si el príncipe consigue salvarlo y fortalecerlo los medios de que haya hecho uso se darán por buenos, sean cuales fueren.

La verdad política es pura potencia del poder. Esto es lo real. Lo demás es mera apariencia, ya se trate de la moral, la religión, etc. Los propósitos píos del alba bella deben ser ignorados y debe señalarse lo obvio. Esto no es inmoralidad, sino lógica pura y atrevida que se aplica al hecho del Estado.

Si se miran así las cosas habrá de verse que la virtud es en política algo diferente de lo que es en moral. Los gobernados la tendrán cuando subordinen sus intereses privados a los públicos porque así colaborarán en la libertad y el fortalecimiento del Estado. Los gobernantes cuando tengan el talento y la energía necesarias para conquistar y mantener el poder, para cuyo fin les vendrá bien a veces mostrarse magnánimos y bondadosos, pero otras será mejor que sean crueles y malos. Deben aprender del centauro, que es mitad hombre y mitad bestia. De ese animal político hay una semblanza en la Política de Aristóteles -1315 b-, donde el autor aconseja que

en cuanto lo que toca a las costumbres de tal manera se trate que, o sea hombre dotado de virtud o al menos medio bueno, y que no sea mal hombre sino, cuando mucho, medio malo.

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Sobre el arrepentimiento

La buena disposición que alguien mantiene con los amigos parece derivar ante todo de la que tiene consigo mismo. Quien desea que los amigos sigan viviendo y siendo como son es porque está conforme con su propia manera de ser y, como le parece buena y nadie quiere lo malo, quiere seguir viviendo y siendo como es e incluso mejor si puede. Queriendo lo bueno para sí, lo quiere también para el amigo. Así parece que son las cosas en la amistad.

A un hombre que haya llegado a tener un carácter acomodado de esta manera nunca le pesa estar a solas y pasar mucho tiempo en su propia compañía, porque le produce placer recordar las cosas buenas que ha hecho y la malas que ha evitado, así como también esperar las que han de venir. Su mente le proporciona distracción más que suficiente, pues siempre le agradan y le molestan las mismas cosas y puede decirse que no tiene nada de que arrepentirse.

Para otros, por el contrario, no hay nada de lo que no deban arrepentirse, sobre todo si han obrado grandes bajezas. Más aún si ha sido por causas estúpidas, como sucede a los asesinos de la ETA. Esta clase de hombres no puede tener buena disposición con su persona y, en consecuencia, es casi imposible que la tengan hacia otros. De ahí que no tengan amigos, sino cómplices. Los cómplices son para ellos una gran necesidad porque, no pudiendo soportarse a sí mismos, debido a que nada amable hallan en su persona, buscan rodearse de otros con los que pasar sus días y les justifiquen sus maldades. Esto explica que algunos que han cometido alguna gran maldad, como matar a su mujer, se suiciden de inmediato porque no se soportan y saben que nadie puede darles una razón convincente que los justifique. Querrían seguir viviendo, pero sin ser como son. Por ello no encuentran otro medio que aniquilar su vida.

El alma del malo está rota por la discordia. Una parte de ella sufre si se le aparta de ciertas cosas malas, porque está hecha al mal, y otra se goza, porque le estaría bien salir de ahí y lo desea, pero como no es posible sentir placer y dolor por lo mismo durante mucho tiempo, y como en ese estado es inevitable dolerse a veces por algún mal que se ha hecho y a veces dolerse por haberse dolido, y porque unas veces querría que le hubiera sido agradable lo que le fue doloroso y al revés, su alma entera tiene que vivir desgarrada entre tendencias irreconciliables.

El malo no es amigo de su persona y no puede serlo tampoco de los demás. Para él es una gran desgracia ser así. Es necesario, por tanto, poner todas nuestras fuerzas en evitar la maldad y la estupidez y en ser buenos, porque así es como se puede vivir sin tener que estar arrepentido de todo y ser amigo de uno y de los demás.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez, el 02/05/2012. Archivo sonoro aquí)

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La flor del tulipán

Unas décadas después del boom y el crac de la deuda española y francesa hubo otro boom y otro crac en Holanda. Fue un terremoto en las finanzas de este país provocado por la delicada flor del tulipán. El tulipán es una planta bulbosa de la familia de las liliáceas. Cuenta en la actualidad con unas ciento cincuenta especies, entre las naturales y las obtenidas por medio de los cambios genéticos introducidos en su cultivo por los floricultores y botánicos desde el siglo XVI. Es una planta poco resistente. Una helada o un exceso de sol hacen que se marchite.

El nombre se lo puso Herr Busbeck embajador de su Majestad Imperial de Austria en la corte de Soleimán el Magnífico. Haciendo el camino de Viena a Constantinopla, este diplomático no se cansaba de admirar una flor que los turcos llamaban turbán, procedente de un vocablo persa que significa turbante. Él tradujo la palabra turca por “tulipán”. Desde su puesto en la corte del rey turco escribió a su señor ensalzando la belleza de la flor. En pocas semanas el tulipán viajaba desde el reino de la Sublime Puerta en dirección a Europa. El bulbo recaló en los invernaderos imperiales y en los jardines de los Fugger. Merced a las buenas labores del botánico Closius se aclimató pronto a los fríos del Mar del Norte. Pero tuvieron que transcurrir más de cincuenta años hasta que los holandeses enloquecieron por él.

Mientras tanto no pasó de ser un bello adorno en las mansiones de los cuadros de Vermeer. Escaló un peldaño en la sociedad cuando las bellas y elegantes mujeres de La Haya devanaban sus tardes en la elección del color de la flor que mejor iría con sus vestidos y sus suntuosas carrozas.

La afición a los tulipanes se hizo casi obligatoria. Surgieron muchos coleccionistas, cultivadores, jardineros, floricultores, etc. Un sector cada vez mayor de la sociedad dedicaba cada vez más horas al tulipán. La moda tuvo que llegar a Amsterdam, la capital del comercio, habitada por prósperos burgueses y mercaderes que dedicaban la mayor parte de su esfuerzo al arenque. Sus cuentas bancarias rebosaban por los beneficios que les reportaba este pescado, pero ellos ansiaban la distinción, apariencia y boato de las clases nobles. Como resultado de ellos sus jardines se poblaron de tulipanes multicolores.

Un rico armador dio a su hija en dote un hermoso tulipán de una especie rarísima. Dispuso una mesa especial e invitó a sus amigos. El bulbo estaba en el centro, adornando el conjunto. Mientras los invitados estaban siendo agasajados en el jardín entró en la estancia un marinero. Ignorante en todo lo que tuviera que ver con los tulipanes, saboreaba con delectación un mendrugo de pan con un arenque cuando vio sobre la mesa lo que a él le pareció una cebolla que podría servir de condimento a su manjar y dio cuenta de ella en dos bocados. Cuando el dueño volvió a entrar era tarde. El marino se había tragado la dote de su hija. Fue condenado a varios meses de cárcel.

La demanda subió como la espuma. El territorio holandés dejó pronto de ser suficiente para su cultivo. Los precios subieron. Entraron entonces en el negocio otros muchos individuos que no tenían ningún interés por el colorido de la flor ni por las apariencias sociales. Los que negociaban acciones de las Indias Orientales y muchos comerciantes de pimienta y pescado desviaron sus dineros y sus títulos hacia el tulipán, lo que disparó los precios y atrajo a una multitud ávida de ganancias.

Las cotizaciones estaban altísimas. Desde el ministro hasta el lacayo, todo el mundo quería su colección de tulipanes. Todos acariciaban la oportunidad de enriquecerse. El dinero disponible se movilizó al completo y cuando no hubo liquidez hubo que volver al trueque. Por un solo bulbo de una clase muy solicitada un granjero entregó doce cargas de trigo, doce de avena, ocho cerdos, cuatro vacas, mil libras de mantequilla, cuatro barriles de cerveza y varios miles de kilos de queso. Un cervecero entregó su fábrica a cambio de tres clases distintas del deseado bulbo.

Luego se compró a plazos, más tarde a crédito. Los especuladores sin dinero compraban comprometiéndose a pagar más tarde, luego lo vendían más caro a un tercero, quedándose con la ganancia, éste lo vendía a otro, que lo volvía a vender, etc.

El tulipán no era ya una flor. Era especulación en estado puro, sin apenas un gramo de materia que justificara tanta pasión. El globo había llegado a su expansión máxima y se hallaba en ese punto en que basta el más ligero roce para hacerle explotar. El roce fue un avispado inversor que en 1636 cayó de pronto en la cuenta de que las trescientas cincuenta muestras de tulipán de la tienda de su proveedor estaban ya en el mercado. La noticia se extendió como la pólvora. “¡Fuego!”, gritaron con pavor. “¡El tulipán es un simple bulbo! ¡Tenía razón el marinero!”.

El crac no se hizo esperar. El día 5 de febrero de 1637 se vendió por 90.000 florines un lote de 99 tulipanes. El día siguiente se puso en venta medio kilo por 1.250 y no hubo comprador. El tulipán no tenía ningún valor. Todo el mundo vendía y nadie compraba. No hubo manera de hacer frente a las enormes deudas que se habían contraído para comprar tulipanes en el futuro. Todas las clases sociales se habían embarcado en el mismo negocio y todas fueron arrastradas por el temporal y la economía holandesa quebró.

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¡El rey no paga!

Un boom es un globo que se hincha poco a poco hasta hacerse tan grande que el más leve roce le hace explotar. Entonces sucede el crac. Krack en alemán, o crash en inglés, es el sonido de un cristal que se rompe. En un cielo azul sin nubes estalla de pronto un trueno, se desata el vendaval y las ventanas del salón saltan en añicos. Un boom y un crac.

Dice Kostolany en Así es la bolsa (Vergara, Barcelona, 1962, pág. 85 y stes.) que el primer boom y el primer crac sucedieron en las monarquías española y francesa en 1557. Eran los tiempos de Carlos V y Felipe II en España y Enrique II en Francia. La cantidad de dinero que entonces disponía un rey era infinitamente menor que la que ahora pueden manejar Zapatero o Rajoy. Téngase en cuenta que ni el Imperio Español ni el Reino de Francia eran estados asistenciales como los actuales. No tenían que pagar las televisiones públicas, la sanidad, la educación, las pensiones, las subvenciones a las ONGs, el cine y los sueldos de casi medio millón de profesionales de la política.

Pero necesitaban dinero y, como no lo tenían, porque los impuestos que podían cobrar no llegaban ni de lejos a la mitad de la riqueza nacional, como ahora, lo tenían que pedir prestado. Los prestamistas eran entonces sobre todo los Fugger, los Welser y otros banqueros de Augsburgo, algunas casa genovesas, etc.

La firma del monarca era la garantía de devolución: ¡el rey siempre paga!. Los reconocimientos de deuda del Imperio Español empezaron a cotizar en Amberes, Brujas, Luca y Génova. Los de la Corona de Francia en Lyon y Toulouse. Los deudores únicos eran los Estados francés y español.

Los negocios sobre letras reales crecieron de forma espectacular. Muchos comerciantes abandonaron sus actividades anteriores y se entregaron al nuevo mercado de deuda, que era mucho más lucrativo. Si algún importuno preguntaba que de dónde iba a salir tanto dinero para devolver los préstamos se le contestaba que de América, donde había montañas de oro y plata, de la fabulosa América, que contaba con más riquezas de las que toda Europa pudiera prestar al Emperador.

La fábula animó a unos a pedir más y a otros a prestar más todavía. ¡El rey siempre paga! La seguridad era completa. El globo no paraba de hincharse. ¿Cómo podía ser de otra manera, sabiendo todos que de un momento a otro empezarían a arribar al puerto de Cádiz las carabelas y los galeones cargados de esmeraldas, rubíes, oro y plata? ¿O no era verdad acaso que no hacía falta más que llegar a América, hundir la pala en la tierra y cargar los barcos con aquella carga preciosa?

La euforia era grande, tan grande que el dinero prestado contagió a Francia a pesar de que allí no tenían la fábula americana. Lo que sí tenía el rey francés era un Superintendente de Hacienda que tuvo la genial idea de refundir todas las letras reales que circulaban por el Reino de Francia y fuera de él en una única modalidad de empréstito que llamó el Gran Partido y puso bajo el interés del 16% frente al 12% como promedio de los anteriores, pero para beneficiarse de ello había que suscribir un 30% más de deuda. Muchas mujeres vendieron sus joyas, muchos hombres se desprendieron de sus ahorros, hasta algunos bajás y mercaderes turcos aprovecharon la ocasión que el destino y el Rey de Francia les brindaban. ¡El rey siempre paga!

Y entonces vino el roce, el diminuto alfiles que pinchó el globo. Pudo ser un marinero procedente de América que había arribado a Cádiz y contó que allí no había montañas de plata y oro ni nada que se le pareciera, sino, como mucho, patatas, tomates, cacao, piñas tropicales y otras cosas así. El rumor se extendió como la pólvora en alas de la imprenta, un invento reciente. El pánico fue tras el rumor y las gentes quisieron liquidar cuanto antes sus empréstitos. Los monarcas impusieron una moratoria. Luego descubrieron todos algo terrible: no había dinero. ¡El rey no paga!

Enrique II de Francia, que había ponderado hasta las nubes la deuda de su reino, comprendió de pronto que no podía pagar ni los intereses ni el capital. El mismo descubrimiento hizo Felipe II, el rey de España. Y no pagaron. Fueron el primer boom y el primer crac.

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La mentira en política

El octavo mandamiento ordena decir la verdad (“No levantarás falsos testimonios ni mentirás”). Hay varias clases y grados de mentira. Una, por ejemplo, es la mentira oficiosa, que se dice a alguien con el fin de agradarle, otra la piadosa, para que no se entristezca, etc. Es de suponer que hay varias clases y grados en el vicio, también debe haberlos en la virtud, y, por tanto, en la verdad, que es la virtud opuesta a la mentira. En ella, en efecto, hay dos clases principales. Una es la referida a la vida individual, que es la rectitud de quien vive conforme con la ley moral, y otra la referida a la justicia, que guarda relación con las otras personas. Sobre esta última pido que se preste atención un momento.

Puesto que no nos resulta posible vivir si no es en sociedad, no tenemos más remedio que obligarnos a aquellos actos que sostienen y fortalecen los lazos sociales. Es decir, estamos obligados unos con otros, y no por solidaridad, amor, etc., sino por nuestra naturaleza. Con esa naturaleza nuestra tiene que ver la virtud de la justicia, que consiste en dar a cada uno lo suyo.

Dicho de otra manera: un hombre debe a otro todo lo que es necesario para que la sociedad se mantenga, y no se lo debe por gracia, caridad o solidaridad, sino por una necesidad natural de vivir en sociedad, la cual es suya y también ajena. Será justo si se lo da e injusto si se lo niega.

Dado que la convivencia de los hombres no puede existir si unos no se fían de otros, habrá que convenir en que todos tienen la obligación de decirse la verdad para no faltar a la justicia, porque donde reina la mentira se pierde la confianza y corren grave riesgo los lazos sociales sin los que no les resulta posible sobrevivir.

He aquí cómo la honradez de quien no miente no debe verse simplemente como virtud personal o individual, porque no se entiende si no es referida a las demás personas. En otras palabras: la virtud de decir la verdad no es más que una parte de la justicia.

Luego el hombre que miente es injusto y malo. Y no lo es solo en su persona y vida privada, como podría ser si se tratara de otro vicio, sino con los demás, pues no les da lo que les debe. Es por esto un agente de desorden social y más aún si el que miente es un individuo cuya profesión es la política. Éste no solo miente a sus iguales de profesión, sino al pueblo en general. Miente a todos. Su falta de veracidad es doblemente perniciosa por proceder del alto sitial que ocupa, pues está en él para servir de guía y orientación por medio de leyes. Al menos las gentes así lo esperan.

Este es el juicio que debe emitirse sobre esos individuos que, según dice la prensa estos días, han dicho mentiras tan grandes en sede pública. El mal que causan es ante todo un mal social. Son un grave peligro del cual es preciso proteger a la sociedad en que todos tenemos que vivir.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el día 25/04/2012: Archivo sonoro)

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Milenaristas españoles

No faltaron en nuestro suelo las fantasías mesiánicas y milenaristas que han culminado en el siglo XX con los teologías políticas de comunistas, nacionalsocialistas, anarquistas, etc. En el año 1352 un tal Nicolás de Calabria predicó en Barcelona las siguientes tesis delirantes: que un tal Gonzalo de Cuenca era el hijo de Dios, que era inmortal, que el Espíritu Santo se habría de encarnar en un futuro no muy lejano y entonces todo el mundo sería convertido a la fe verdadera por el tal Gonzalo, el cual rogaría a su Padre el Día del Juicio para que salvara a todos, pecadores y condenados, y que así se haría, que en el alma humana se dan tres naturalezas, a saber, el alma, creada por el Padre, el cuerpo, por el Hijo, y el espíritu, por el Espíritu Santo.

De estas tesis insanas abjuró en Santa María del Mar de Barcelona, pero sin convicción, pues en 1357 fue denunciado de nuevo, de lo que resultó que el Eymerich y Arnaldo de Busquets, inquisidor y vicario capitular, entregaron a aquel sujeto al brazo secular. El Virginale, un libro escrito el de Calabria y su maestro, el supuesto Hijo de Dios, Gonzalo de Cuenca, y que había sido escrito bajo la inspiración del demonio, según Eymerich, fue entregado a las llamas.

Entró en escena unos años más tarde un sujeto llamado Bartolomé Jarioessius, autor de De adventu Antichristi, cuyo solo título indica la dolencia que padecía. Aseguraba el tal Bartolomé que el Anticristo y sus secuaces aparecerían el día de Pentecostés del 1360 y que a partir de entonces no habría más ceremonias religiosas, los fieles cristianos pervertidos por el Anticristo nunca podrían convertirse por causa de un sello que les fijaría en la frente o la mano con el fin de que incluso en esta vida fueran abrasados por el fuego eterno. Luego el Anticristo moriría y a continuación se convertirían los moros, los paganos y los niños, de modo que la iglesia estaría compuesta solo de infieles venidos a ella.

Otro hubo cuyo nombre era Antonio Riera, según el cual estaba próximo el tiempo que habían de ser exterminados todos los judíos, todos los frailes predicadores y los clérigos seculares, no pudiendo haber en adelante culto alguno por falta de sacerdotes. Todas las iglesias serían establos y se utilizarían para usos inmundos. Pero que habría de llegar un tiempo en que la religión de musulmanes, judíos y cristianos se reduciría a una sola, pero eso solo Dios podía saberlo. Con todo, estos acontecimientos sucederían en el término de cien años, al cabo de los cuales se acabaría la persecución contra los cristianos y, todos reunidos, acudirían a Jerusalén a nombrar allí un papa.

Otro de aquellos lunáticos, Pedro Rosell, fervoroso y fanático seguidor de Raimundo Lulio, enseñó a quien quisiera oírle que todos los teólogos abjurarían de su fe a la llegada del Anticristo y que entonces los discípulos de Lulio convertirían a todo el mundo con la doctrina del maestro. Añadía que la ley del Antiguo Testamento es de Dios Padre, la del Nuevo del Hijo y la del Espíritu Santo es de Raimundo Lulio.

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