La Utopía de Tomás Moro

Al abordar el siglo XVI los libros de historia destacan las luchas religiosas y políticas derivadas de la Reforma protestante y dan menos importancia a los graves desequilibrios ocasionados por la implantación de un nuevo modelo económico y el abandono del anterior. Los hombres reflexivos del momento tampoco fueron conscientes de este hecho, por lo que sus ideas, valoraciones y propuestas de solución, cuando las hubo, quedaron atrapadas en una visión moral y social que estaba feneciendo ante ellos.

Uno de ellos fue Tomás Moro, el autor del primero libro que llevó el nombre de Utopía y tal vez el que puso en circulación el término. La obra expresa el disgusto del autor ante un modelo económico que consiste en comprar bienes a bajo precio en un lugar para venderlos en otro a un precio más alto y ofrece como alternativa la vida en comunidad de los utopienses, habitantes de una isla del Atlántico, pues no en vano el Mediterráneo había sido desplazado como lugar de aventuras fantásticas después del descubrimiento de Colón.

Esa clase de comunidad pertenecía realmente al pasado. Platón, sabiendo que una sociedad perfecta no puede existir, la había construido con pensamientos y, mucho tiempo más tarde, Santo Tomás de Aquino había vuelto a un ideal parecido. Se trataba de un tipo de sociedad en que cada grupo tiene una función que complementa las de los demás en orden al bien común.

La desarticulación de ese tipo de convivencia produce, según Moro, el gruño de los desheredados de la fortuna. Muchos hombres que han sido reclutados para la guerra no pueden volver al trabajo que les daba sustento antes de ella. La lana, que se ha convertido en la mercancía más rentable, ha arrasado la agricultura al transformar las tierras de pan llevar en pastos para las ovejas y ahora hay gente de más en los campos. ¿Qué salida se les puede ofrecer, si no es el robo para sobrevivir?

El código penal y el gobierno completan la tarea, uno aplicando castigos brutales a ladrones forzados y otro ocupándose en exclusiva de recaudar impuestos para las guerras.

Tomás Moro tenía en la mente la organización de la vida propia de un señorío feudal inglés, donde el noble administra justicia y protege a los súbditos, el clero atiende a las necesidades del culto, los campesinos cultivan la tierra y todos, en fin, están obligados con todos. En una sociedad así no tiene cabida la iniciativa individual y no es posible la libertad de mercado, pero Moro debió pensar que era una buena forma de tener buenos ciudadanos, de suprimir el ocio, atender a las necesidades de todos, reducir la miseria, promover la austeridad, eliminar los trabajos agotadores y practicar la virtud. Luego proyectó todo eso en su Utopía como una organización social ideal.

Su idea moral era elevada, sin duda alguna, pero estaba fuera de lugar y resultaba impracticable. Pensada en los albores de la economía capitalista y las guerras de religión, estaba destinada sin remedio a desaparecer una vez formulada. Frente las nuevas teologías políticas y la situación socio-económica emergente, fue más el canto del cisne del humanismo medieval que el anuncio de una nueva era. Por eso no tuvo importancia en el tiempo en que fue pensada.

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La ley humana

San Alberto el Grande y su no menos grande alumno Santo Tomás de Aquino son una muestra del vigor filosófico, científico y teológico de la Edad Media, que después solo sería igualado en el siglo XVII. El primero hizo cuanto estuvo en su mano, que no fue poco, para recuperar el saber guardado en libros escritos en árabe y hebreo en las bibliotecas que los reyes españoles iban adquiriendo al tiempo que hacían avanzar la Reconquista contra el poderío musulmán y luego ordenaban traducir al latín pasando antes por el castellano. Uno de los que más contribuyeron a esa tarea fue Alfonso X el Sabio, el conquistador de Jerez. Con razón es San Alberto el patrón de las facultades de ciencias.

Su discípulo Santo Tomás lo es de las de letras y Bachillerato. Su festividad fue el pasado sábado.

Se me permitirá que de su monumental obra extraiga un breve apunte que acaso sirva como aclaración de ideas confusas que circulan hoy por nuestras mentes con escasa comprensión.

Se trata de que, de las cuatro clases de ley que él distinguió, las tres primeras, es a saber, la eterna, que rige el cosmos, la divina, expresada en las Sagradas Escrituras y la tradición de la Iglesia, y la natural, que procede de la esencia de cada ser, no se dirigen en exclusiva a los hombres. A estos se dirige la ley humana, que se divide en derecho natural y derecho de gentes.

La pauta de la ley humana viene establecida por la razón, porque la razón es lo que distingue a los humanos. Y como de la razón procede además el que los humanos sean seres sociales, las leyes deben hacerse para el conjunto de ellos y no para un grupo particular. En otras palabras: si no son generales, no son leyes.

De esa generalidad procede a su vez la autoridad de que está investida la ley humana, pues ésta no se construye por la intención de un individuo, sino por la costumbre de una comunidad que perdura en el tiempo. Es producto de esa comunidad y ahí radica su superior autoridad. La evitación del asesinato, por ejemplo, forma parte de la costumbre de una comunidad, pues de otro modo no podría subsistir. La ley humana debe, pues, impedirlo o castigarlo. Otra cosa es cómo lo haga. El principio es uno. Los medios múltiples, dependiendo de los lugares y los tiempos.

El hecho de que un magistrado público promulgue la ley es algo indispensable, pero secundario. Al magistrado se le ha encomendado el cuidado del bien común. No tiene el poder por sí, sino por delegación de la comunidad. Por esto puede perderlo, sobre todo si llega a creer que le pertenece y, abandonando el cuidado del bien común, se convierte en tirano, pues en ese caso los súbditos tienen el derecho y el deber de ofrecerle resistencia.

Esto es lo que significa la definición de la ley que dio Tomás de Aquino: “ordenación de la razón para el bien común, hecha por quien tiene a su cargo el cuidado de la comunidad y promulgada solemnemente”, una definición que recoge la antigua tradición griega y la integra en la cristiana y, por tanto, en la europea.

(Leído en La piquera, de Cope-Jerez, el 01/02/2012)

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Tomás de Aquino y Locke

Según John Locke, cuya vida transcurrió en el siglo XVII, a cuatrocientos años de distancia de la de Santo Tomás, no existe mejor posición moral que la de éste para justificar el derecho a derrocar a un tirano.

Aunque Tomás de Aquino está convencido de que la pertenencia a una comunidad reside en la naturaleza humana y no puede haber, en consecuencia, una vida extrasocial de los hombres y un pacto posterior entre ellos para empezar a obedecer a un gobierno, anticipó la teoría de Locke que liga las obligaciones del gobierno civil a los derechos de los hombres en estado natural.

La promulgación de la ley positiva no es para ninguno de los dos un mero acto imperativo del gobernante, un decisión de su voluntad, sino un reajuste a los tiempos y los lugares de la naturaleza humana. Aunque para Locke la propiedad antecede a la sociedad y para Santo Tomás procede más bien de la ley humana, ambos piensan que el magistrado debe apoderarse de una parte de ella para salvaguardar el bien de la comunidad, pero que si excede de lo que este fin exige comete injusticia. También creen los dos que el poder político no puede en ninguna circunstancia privar a un hombre, ni siquiera a un esclavo, de su libertad moral. Y, desde luego, que no es obligatorio obedecerle en todo. Antes al contrario, hay casos en que la desobediencia puede ser un deber moral.

El hecho de que Santo Tomás estuviera convencido de que la unidad de la Iglesia era la más alta expresión de la unidad de la especie humana y de que la autoridad del sacerdote es superior a la del magistrado no le llevó a postular la supremacía jurídica y secular de aquél. En las cuestiones mundanas no pensó que hubiera un poder superior al poder secular ni que la Iglesia tuviera el derecho de intervenir en la actividad de éste. La autoridad de la Iglesia en materia política no deriva de la revelación, sino de los principios que emanan de la naturaleza humana. Ese es un lugar en que pueden encontrarse creyentes y no creyentes. Locke también estaría de acuerdo en ello.

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Ley natural y ley divina

La ley natural, decía en el artículo anterior, comprende las inclinaciones a vivir, a procrear, cuidar y educar a los hijos, ensanchar la inteligencia y vivir en sociedad, y ordena que esas inclinaciones tengan el mejor desarrollo posible. Fácil es deducir que una sociedad en que haya universidades, como era la sociedad medieval, que las había fundado por primera vez, comenzando quizá por la de Bolonia el año 1088, cumple mejor la exigencia de desarrollar la inteligencia y es por tanto más humana y racional que una que no las tenga.

La tercera ley es, según Tomás de Aquino, la divina, a la que no alcanza la razón humana, pues es conocida solo por la revelación de Dios a los hombres en las Escrituras y la Iglesia. Esta ley es un don debido a la gracia divina.

En el sistema de Tomás esta ley fue importante, como era de esperar, pero él se esforzó cuanto pudo por que no se abriera una brecha entre ella y la razón humana. La gracia, decía, no ha venido a sustituir a la naturaleza, sino a llevarla a su perfección. Luego la ley divina perfecciona la ley natural humana, no la desmiente ni aniquila. En el pensamiento de Santo Tomás la fe y la razón no son términos antitéticos. Más bien forman una estructura armónica.

La consecuencia de esto para la filosofía política es importante. Dado que la ley natural es común a todos los hombres, sean o no creyentes, es legítimo que ejerza la autoridad tanto un cristiano como un pagano y sus súbditos tienen igualmente la obligación de prestarle obediencia. Un gobierno teocrático iría contra la ley natural y debe ser excluido por principio. De hecho, Santo Tomás ni siquiera se cuida de hablar de él. Un súbdito cristiano no está obligado a obedecer antes a un dirigente cristiano que a uno que no lo es. Ambos son igualmente legítimos y pueden ser buenos o malos con independencia de su fe.

Esta doctrina es opuesta a la que un siglo más tarde habrían de defender los partidarios de la supremacía del Papa sobre el Emperador. La causa de ello es que éstos no partían de la idea aristotélica de comunidad natural y Santo Tomás sí.

Tengan esto en cuenta quienes ahora censuran a la Iglesia atribuyéndole la intención de enseñorearse de lo político cuando acude a la ley natural para defender lo que cree que es justo.

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Ley eterna y ley natural

En el mundo medieval la santidad de la ley era incuestionable. Esa convicción era también la de Santo Tomás de Aquino, que por ello no veía siquiera necesario justificar su existencia. Su problema era otro: relacionar la ley divina y la humana. A ello le movía no solo su inclinación por hallar la armonía en todas partes, sino también su seguridad de que la ley humana tiene una función que no se limita a la mera organización de las relaciones entre los hombres, pues engarza en la legislación general que rige este mundo que Dios ha creado. Puesto que es una parte de un todo mucho más amplio, un gobernante ilegítimo, un tirano, es algo peor que eso: un rebelde contra los planes de Dios, un infractor del orden universal.

No se trata de que la naturaleza esté gobernada por una voluntad divina ejercida por medio de milagros o, menos aún, de modo caprichoso. Es más bien lo contrario. Las cuatro formas que tiene para Tomás la ley son cuatro formas de realización de la razón. Ésta es siempre la misma, pero se manifiesta en cuatro niveles: la ley eterna, la natural, la divina y la humana.

Hablaré en esta entrada de las dos primeras y dejaré las otras dos para una entrada posterior.

La ley eterna es la razón de Dios que ordena todo lo real de acuerdo con un plan. Dado que la razón del hombre es finita, no puede comprender del todo ese plan, pero el hombre participa de él. La razón eterna del mundo no es irracional. Habría que llamarla más bien suprarracional.

La segunda ley, la natural, es un reflejo de la razón de Dios en todas y cada una de las cosas. En el hombre se muestra en la máxima primera de su razón práctica: el bien ha de hacerse y el mal ha de evitarse.

Puesto que no existe un solo ser que sea malo, no es difícil saber en qué consiste el bien, pues ha de ir en paralelo con sus inclinaciones naturales.

De éstas, la primera y más general es la que comparte con todas las sustancias y consiste en la tendencia a preservar el ser propio. Esta es una inclinación y en eso consiste el bien que debe hacerse. De tal inclinación da prueba incluso el suicida, cuyo acto afirma el vivir, por más que niegue el vivir de cierta manera.

La segunda corresponde al alma animal y comprende tendencias como el alimento y el sexo, que también son buenos y moralmente deseables.

La última procede del alma racional y abarca el deseo de la verdad y la vida en sociedad. Uno se manifiesta en que nadie permanece en la falsedad a sabiendas. El otro en que un hombre no se basta a sí mismo, como habían dicho Platón y Aristóteles.

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Santo Tomás de Aquino

Las obras de Aristóteles no fueron bien recibidas por la cristiandad medieval. Transmitidas a través de árabes y judíos, traían el sello de la infidelidad religiosa. De hecho la Universidad de París prohibió su lectura en 1210. Más tarde hubo algunas otras prohibiciones, si bien apenas tuvieron seguimiento.

Pese a todo, el extraordinario vigor filosófico y teológico del cristianismo medieval se mostró menos en la superación de esos obstáculos que en la admirable reinterpretación de Aristóteles, una empresa que corrió a cargo de dos dominicos: San Alberto Magno y su alumno Santo Tomás de Aquino.

El sistema de ideas desplegado por Tomás de Aquino es una síntesis semejante a la que al final del periodo clásico había construido el propio Aristóteles. En su obra confluyen las tradiciones griega, latina, cristiana, judía y árabe. Es un error, por tanto, presentar la filosofía del Aquinate como una cumbre de la historia cristiana. En rigor, es una cumbre universal.

El objeto de ese sistema omnicomprensivo lo constituyen Dios y la naturaleza, dos conceptos lo bastante amplios como para dar cabida en su seno a la totalidad de lo real. Las ciencias particulares se ocupan de objetos concretos y limitados. La filosofía especifica los principios universales en que se sostienen. Especifica también los de la teología revelada, cuyo contenido es el de más alto rango. Es así porque la fe es superior a la razón, si bien es también realización de la razón. No hay fisuras entre ambas en el templo del saber.

En la visión tomista lo superior ordena lo inferior. Dios, que se halla en la cúspide de la realidad, rige el universo y, en orden descendente a partir de Él, cada cosa sigue su naturaleza en pos de su bien y su perfección propios. Ninguna carece de valor y todas poseen su grado de bondad en el orden perfecto del conjunto. En el hombre, por ejemplo, el cuerpo material es bueno y, al ser inferior al alma, es gobernada por ésta. El alma a su vez es gobernada por Dios.

Algo semejante sucede en la vida social y política, pues la sociedad es también un sistema encaminado a su propia perfección, donde lo superior ha de guiar y conducir a lo inferior. En ella tiene lugar un intercambio constante de bienes materiales y espirituales encaminado a la vida buena. El campesino ofrece alimentos, el clérigo rezos y rituales religiosos, el guerrero la defensa de todos, el artesano enseres artificiales, etc. En ese conjunto de intercambios consiste la sociedad. Para el buen orden de la misma es preciso que alguien la dirija, como Dios dirige al alma y ésta al cuerpo.

De ahí deriva la justificación del dirigente. Ni el poder que ejerce sobre sus súbditos ni la riqueza que les arrebata en forma de impuestos deben ir más allá de lo necesario para conservar el buen orden de los intercambios, de manera que los individuos puedan llevar una vida feliz y virtuosa y, en última instancia, aspirar a la vida celestial. Esta última, no obstante, está más allá del poder humano y no debe ser impuesta por el dirigente.

El dirigente debe ante todo contener su acción dentro de los límites de la ley. Si los traspasa se convierte en tirano y se hace aborrecible. Pero no debe ser asesinado. La defensa del tiranicidio que Juan de Salisbury había incluido en su Policraticus es rechazada por Santo Tomás. En lugar de eso, dice que el súbdito tiene derecho a resistir al tirano siempre que con su acción no provoque un mal mayor que el que pretende eliminar.

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Claudio Adrián Helvecio

Claudio Adrián Helvecio, nacido el 26 de enero de 1715, un ilustrado francés que estudió en un colegio de jesuitas, siguió luego la doctrina de Locke y pasa por ser, junto a Condillac, uno de los máximo promotores del materialismo en Francia, escribió De l’Esprit, una obra precursora de la actual educación para la ciudadanía.

Los hombres solo se hacen buenos si tienen buenas leyes, dice Helvecio. El arte del legislador consiste en hacer que sean justos unos con otros por el amor a sí mismos. Éste es el sentimiento principal, único, que anida en su corazón y mueve sus acciones. La naturaleza ha grabado en ellos de forma indeleble la preferencia por sí mismos, de donde deriva que aborrezcan el dolor y amen el placer. De ahí vienen todas sus virtudes y todos sus vicios.

Amor al placer y odio al dolor. Esto es lo único natural. Todo lo demás es efecto. Las ideas de bien y mal se forman al albur de las situaciones placenteras o dolorosas. El nivel moral de una nación sigue a la legislación. Si ésta es la propia de una tiranía, los hombres serán depravados y brutales. Si es la de una nación bien regida, si las leyes son tan hábiles como para recompensar la virtud y el talento en lugar de sostener el latrocinio y el nepotismo, entonces los ciudadanos serán moralmente buenos.

El secreto no es otro que disuadir del mal con dolor e incitar al bien con placer. Aquí se cifra todo el saber del que tiene a su cargo dictar las leyes. Si lo hace bien, su pueblo progresará moralmente y se corromperá si lo hace mal.

Los moralistas se han mostrado siempre indignados con la conducta de los hombres porque no los han entendido nunca. Por mucho que se lamenten no lograrán jamás cambiar el motor único de las acciones humanas: la búsqueda de su propio interés. No deberían quejarse de la maldad humana, sino de la ignorancia del legislador que no sabe armonizar los intereses particulares o que prefiere el bienestar de unos pocos en vez del del mayor número posible.

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Las Navas de Tolosa

 


La Parte Segunda -Edad Media-, Libro Primero, Capítulo XII, de la magna obra Historia General de España, de Don Modesto Lafuente, narra el episodio de la batalla habida en las Navas de Tolosa entre un ejército de cristianos venidos de todos los reinos de España -incluyendo Portugal- y de Europa contra el de Mohammed ben Yusuf, el Miramamolín de los Almohades, o, como le llamaban los castellanos por sus atuendos, el Rey Verde. De esa batalla crucial para la Reconquista se cumplen ochocientos años en este de 2012. Bueno será recordarla cumplidamente. 


Todo anunciaba, decíamos en el anterior capítulo, que iba á realizarse uno de aquellos grandes acaecimientos que deciden de la suerte de un país.

Todo está en movimiento en la capital del mundo cristiano. Después de haber ayunado toda la población de Roma á pan y agua por espacio de tres días, hendiendo los aires el tañido de las campanas de todos los templos, se ve á las mujeres caminar descalzas y de luto hacia la iglesia de Santa María la Mayor; delante van las religiosas; de la iglesia de Santa María marchan por San Bartolomé á la plaza de San Juan de Letrán. Es el miércoles siguiente á la pascua de la Trinidad (23 de mayo de 1212). En dirección de la misma plaza se encaminan por el arco de Constantino los monjes, los canónigos regulares, los párrocos y demás eclesiásticos con la cruz de la Hermandad: por San Juan y San Pablo se ve concurrir al resto del pueblo con la mayor compostura y devoción llevando la cruz de San Pedro. Todos se colocan en la misma plaza y en el orden de antemano establecido. Cuando todos se hallan ya congregados, el jefe de la Iglesia, el papa Inocencio III, acompañado del colegio de cardenales, de los obispos y prelados y de toda la corte pontificia, se encaminan á la iglesia de San Juan de Letrán, toma con gran ceremonia el Lignum crucis, y con aquella sagrada reliquia, venerando emblema de la redención del género humano, se traslada con su brillante séquito al palacio del cardenal Albani, y presentándose en el balcón dirige una fervorosa plática al inmenso y devoto pueblo cristiano que llena aquel vasto recinto,

¿Qué significa esta solemne y augusta ceremonia dé la capital del orbe católico? Es que el pontífice Inocencio III ha acogido con benevolencia la misión del enviado del rey de Castilla, ha concedido indulgencia plenaria á todos los que concurran á la guerra de España contra los enemigos de la fe, y ha querido que el pueblo romano se preparase convenientemente á implorar las misericordias del Señor. Así lo dice en el sermón que dirige á su pueblo congregado frente al palacio Albanense. Concluida la plática, las mujeres van á la basílica de Santa Cruz, donde un cardenal celebra el santo sacrificio. El pontífice con el clero y toda su comitiva vuelve á San Juan, donde se oficia otra misa solemne, y todos juntos marchan después descalzos á Santa Cruz, donde se da fin á la rogativa con las oraciones acostumbradas. Grande debía ser la importancia que daba la cristiandad á la empresa que se iba á acometer en España.

El rey de Castilla, congregados sus prelados y ricos-hombres en Toledo, para deliberar en general consejo la forma en que debía ejecutarse la próxima campaña, había designado aquella insigne ciudad como la plaza de armas y el punto de reunión á que habían de concurrir así las tropas de las diversas provincias como las extranjeras que venían á ganar las gracias espirituales concedidas por la Sede Apostólica. Un edicto real prohibió á los soldados de á pie y de á caballo presentarse con vestidos de oro y seda, con arreos de lujo y con ornatos superfinos que desdijeran del ejercicio militar. Ya la voz del ilustre arzobispo de Toledo don Rodrigo había logrado enardecer los corazones de los príncipes cristianos de Europa, y á la fervorosa excitación del prelado á nombre del monarca de Castilla multitud de guerreros de Francia, de Italia y de Alemania, habían tomado la espada y la cruz, y marchaban camino de Toledo, ansiosos de tomar parte en la gran cruzada española. Serían los que vinieron hasta dos mil caballeros con sus pajes de lanza, y hasta diez mil soldados de á caballo y cincuenta mil de á pie. De gran coste debía ser el mantenimiento de la numerosa hueste auxiliar extranjera para un reino empobrecido con tan incesantes luchas, devastaciones y rebatos: pero el monarca castellano encuentra recursos para todo, y asiste á cada jinete de aquella milicia con  veinte sueldos diarios, con cinco á cada infante; cantidad prodigiosa para aquellos tiempos. Compuesta aquella muchedumbre de gentes y banderas de tantas naciones, menos disciplinada que poseída de celo religioso, creyendo acaso hacer una obra meritoria, acometió á los judíos de Toledo que eran en gran número, y asesinó una parte de aquellos israelitas que habían presentado con orgullo al conquistador Alfonso VI una carta auténtica de sus hermanos de Jerusalén, en que constaba que ellos no habían tenido la más pequeña parte en la muerte del hijo de José y María[1]. Poco faltó para que este atentado produjera una colisión lamentable: por fortuna la intervención de los sacerdotes de uno y otro culto logró apaciguar el pueblo que comenzaba á amotinarse contra los extranjeros. Mas ya para evitar conflictos, ya por haber llegado el rey don Pedro de Aragón con su ejercito de aragoneses y catalanes, y no bastar el recinto de la ciudad para albergar tan numerosas huestes, fué preciso que acamparan las heterogéneas tropas en las huertas y contornos de Toledo, cuyas frutas y hortalizas quedaron de todo punto arrasadas. Acudían también caballeros leoneses y portugueses llevados del deseo de contribuir con sus armas al exterminio de los enemigos de la fe, si bien los príncipes de aquellos dos Estados por particulares y sensibles razones no concurrieron á la guerra santa.

Mientras estos preparativos se hacían por parte de los cristianos en Roma y en Toledo, el emperador de los Almohades Mohammed Aben Yacub no permanecía inactivo. Además del inmenso ejército que ya había traído á España, conmovíase toda el África con exhortaciones enérgicas á la guerra que ellos también llamaban santa, y acudían á la expedición y exterminio de los cristianos los innumerables moradores de Mequinez, de Fez y de Marruecos, los que apacentaban sus rebaños por las praderas del Sahara, los habitantes de las orillas del Muluca, así como los de las inmensas llanuras de Etiopía, que con los de las tribus alárabes, zenetas, ma-zamudes, sanhagas, gómeles, y los voluntarios que había ya en España, junto con los Almohades de Andalucía, formaban el mayor ejército que había pisado jamás los campos españoles.

Xada bastó, sin embargo, á intimidar al animoso rey de Castilla, y reunidas las provisiones necesarias para el mantenimiento del ejército cristiano, provisiones que según el arzobispo cronista que acompañaba la expedición, eran trasportadas en setenta mil carros, según otros en otras tantas acémilas emprendió la hueste cristiana su movimiento el 21 de junio. Guiaba la vanguardia don Diego López de Haro; componían este cuerpo los auxiliares extranjeros. Entre ellos iban los arzobispos de Burdeos y de Narbona, el obispo de Nantes, Teobaldo Blascón, originario de Castilla, el conde de Benevento, el vizconde de Turena, y otros muchos y muy distinguidos caballeros. Constaba esta legión de diez mil caballos y cuarenta mil infantes. Seguían los reyes de Aragón y de Castilla, en dos distintos campos para no embarazarse. Acompañaban al de Aragón don García Frontín obispo de Tarazona. don Berenguer electo de Barcelona, el conde de Barcelona, el conde de Rosellón y su hijo, don García Romeu, don Ximeno Cornel, el conde de Ampurias, y otros varios caballeros de su reino[2]. Llevaba el estandarte real don Miguel de Luesia. El séquito del de Castilla era el más numeroso y brillante. Iban con él don Rodrigo Jiménez, arzobispo de Toledo, el historiador; los obispos de Falencia, Si-güenza, Osma, Plasencia y Ávila, los caballeros del Templo, de San Juan, de Calatrava y Santiago, conducidos por los grandes-maestres de sus respectivas órdenes; don Sancho Fernández, infante de León, los tres condes de Lara don Fernando, don Gonzalo y don Alvaro, este último alférez mayor del rey; don Gonzalo Rodríguez Girón con sus cuatro hermanos que mandaban la retaguardia, con otros muchos nobles y campeones de Castilla que fuera prolijo enumerar. Iban también muchos principales señores de Portugal, de Galicia, de Asturias y de Cantabria, ilustres progenitores de muchas familias que hoy se honran con los títulos de nobleza que dieron á sus casas aquellos esforzados adalides. Seguían la bandera real de Castilla los concejos o comunidades de San Esteban de Gormaz, de Ayllón, de Atienza, de Almazán. de Soria, de Medinaceli, de Segovia, de Ávila, de Olmedo, de Medina del Campo, de Arévalo, así como los de Madrid, Valladolid, Guadalajara, Huete, Cuenca, Alarcón y Toledo. Los demás quedaron guardando las fronteras. Todos ansiaban el momento de medir sus espadas con las de los infieles, y por si el ardor de alguno se entibiaba, allí iban los prelados y los monjes, unos con sólo la cruz, otros con la cruz en una mano y la lanza en la otra, para recordarles, á semejanza de Pedro el Ermitaño, que iban á ganar las mismas indulgencias apostólicas combatiendo á los mahometanos de Andalucía que si pelearan con los infieles de la Palestina.

Al tercer día de marcha llegó el ejército cruzado á Malagón. Los extranjeros atacaron impetuosamente el castillo defendido por los musulmanes, y pasáronlos á todos al filo de sus espadas. Era el 23 de junio. De allí avanzaron hacia Calatrava, cuyo camino, así como el cauce del Guadiana que los cristianos tenían que atravesar, habían cubierto los moros de puntas de hierro para que ni caballos ni infantes pudieran pasar sin estropearse los pies. Supo vencer estos obstáculos el ejército cristiano, y se puso sobre Calatrava, que defendía el bravo Aben Cadis con un puñado de valientes sarracenos, que eran el terror de aquella frontera. La población, sin embargo, fué tomada por asalto. Aben Cadis y los suyos refugiáronse al castillo y enviaron á pedir socorro al emperador Mohammed; pero el sultán de los Almohades, entregado á la influencia de dos favoritos, el vazir Abu-Said y otro hombre oscuro llamado Aben Muneza, no llegó á saber el apuro de Calatrava que le ocultó Abu-Said envidioso de la gloria del caudillo andaluz. Aben Cadis, viéndose sin esperanza de auxilio, ofreció rendirse por capitulación, saliendo libre él y sus soldados. Los reyes de Aragón y de Castilla con los nobles y barones de uno y otro reino se inclinaron á admitir la condición. Insistían los extranjeros obstinadamente en que habían de ser todos degollados. Prevaleció la opinión de los españoles, sin otra modificación que la de que saliesen los infieles desarmados. Todavía, sin embargo, intentaron los extranjeros lanzarse sobre ellos y pasarlos á cuchillo; pero los generosos monarcas españoles, fieles á su palabra, libertaron á los sarracenos de aquel ultraje escoltándolos hasta ponerlos en seguro. El rey don Alfonso de Castilla entregó la población y castillo á los caballeros de Calatrava, de quienes antes había sido, y repartió los inmensos almacenes y riquezas que allí se hallaron entre los aragoneses y los extranjeros, sin reservar cosa alguna ni para sí ni para los suyos.

Los ultramontanos[3] (1), so pretexto de no poder sufrir los rigurosos calores de la estación, determinaron volverse á su país, como ya otros extranjeros lo habían hecho cuando la conquista de Zaragoza por Alfonso el Batallador. En vano los monarcas españoles se esforzaron por detenerlos : nada bastó á hacerles variar de resolución y abandonaron la cruzada, quedando sólo Arnaldo arzobispo de Narbona, y Teobaldo Blascón de Poitiers, español de nacimiento. Cuando los franceses desertores pasaron por las inmediaciones de Toledo quisieron entrar en la ciudad, pero los toledanos les cerraron las puertas, y desde los muros los denostaban llamándoles cobardes, desleales y excomulgados. En su viaje hasta los Pirineos fueron divididos en pelotones devastando cuanto encontraban. Gran disminución padeció con esto el ejército cristiano, y muy enflaquecido quedaba. Pero no se entibió por eso el ardor de los españoles, que llenos de fe y de confianza en Dios prosiguieron su marcha hasta Alarcos, lugar de funestos recuerdos para el rey don Alfonso VIII de Castilla, pero en el cual entró ahora triunfante huyendo á su vista los moros. Y no fué este solo el signo de buena ventura que señaló su entrada en Alarcos, sino que el cielo pareció querer recompensar la virtuosa constancia de aquellos soldados de la fe, é indemnizarles del abandono de los extranjeros, haciendo que se apareciese allí el rey de Navarra, con quien no contaban ya, seguido de un brillante ejército, en que iban los nobles don Almoravid de Agoncillón, don Pedro Martínez de Lete, don Pedro y don Gómez García, y otros caballeros navarros, dispuestos todos á tomar parte en la cruzada. Inexplicable fué el consuelo y el júbilo que con tan poderoso é inesperado refuerzo recibió el ejército cristiano, y juntos ya los tres monarcas avanzaron á Salvatierra, en cuyos contornos pasaron revista general á todas sus fuerzas, quedando grandemente satisfechos y complacidos del porte y continente de sus soldados, y del ardor que los animaba de venir á las manos con el enemigo, al cual resolvieron ir á buscar dondequiera que los esperase.

Cuando el Miramamolín de los Almohades, Mohammed ben Yussuf, supo la deserción de los extranjeros del ejército cristiano, creyó ya segura la destrucción de todos los adoradores de la Cruz, y á la noticia de su aproximación sentó sus reales en Baeza con el propósito de batirlos, enviando algunos escuadrones con orden de cerrarles los desfiladeros y gargantas de Sierra-Morena. El caudillo andaluz Aben Cadis que tan honrosa defensa había hecho en Calatrava se había presentado al emperador, el cual por consejo del envidioso Abu-Said sin querer escucharle ni oir sus razones le mandó degollar. Indignados los andaluces de sentencia tan inicua, quejáronse amargamente y manifestaron á las claras su resentimiento. Noticioso de ello el emir, llamó á su presencia á los principales jefes y les dijo con acritud y altanería que hicieran cuerpo aparte, que para nada los necesitaba. Palabras imprudentes, que contribuyeron no poco á su perdición.

Mientras estas discordias ocurrían en el campo de los Almohades, el ejército cristiano llegaba al puerto de Muradal. Era ya el 12 de julio. Una fuerte avanzada de caballería enemiga salió á impedirles el paso. Don Diego López de Haro con su hijo Lope Díaz y sus sobrinos Martín Núñez y Sancho Fernández, visera calada y lanza en ristre los atacaron á escape y sostuvieron con ellos una vigorosa refriega, y aunque acometidos por otro cuerpo musulmán que guardaba una de las angosturas, los cristianos lograron apoderarse de la fortaleza de Castro Ferral, á la parte oriental de las Navas. Al anochecer llegaron los tres reyes al pie de la montaña con el grueso del ejército. Quedaba, no obstante, el formidable paso de la Losa, defendido por la muchedumbre mahometana. Colocados los moros entre riscos que les servían de parapetos casi inexpugnables, encajonados los cristianos entre desfiladeros y angosturas que impedían desplegar su caballería, su posición era crítica y apurada. Túvose consejo para deliberar lo que convendría hacer. Opinaban algunos por desalojar á los enemigos á todo trance; otros, más conocedores de la imposibilidad que para esto ofrecían aquellas asperezas, estaban por la retirada. Opusiéronse á este último dictamen los reyes de Castilla y Aragón, penetrando todo el mal efecto que haría en el ánimo del soldado un triunfo dado al enemigo sin combatir, y no perdiendo nunca la confianza en el auxilio divino. Grande era de todos modos el conflicto de los cristianos.

En tan congojosa perplejidad presentóse en los reales de Alfonso un pastor, manifestando que con motivo de haber apacentado mucho tiempo sus ganados por aquellas sierras, conocía muy bien todas las sendas, y sabía de un camino ó vereda por donde podría subir el ejército sin ser visto del enemigo hasta la cumbre misma de la sierra, donde hallaría un sitio á propósito para la batalla. Tan halagüeña era para los cristianos aquella revelación, que por lo mismo recelaban si las palabras del rústico envolverían alguna asechanza inventada por el enemigo para comprometerlos en alguna angostura ó paso sin salida. Era. no obstante, tan ventajosa la noticia, si fuese cierta, que merecía bien la pena de correr el riesgo de hacer una exploración del terreno llevando al pastor por guía. Encomendóse, pues, la peligrosa empresa á don Diego López de Haro y á don García Romeu, caballero aragonés. Estos dos intrépidos jefes, acompañados del pastor, fueron caminando por uno de los costados de la montaña, y después de algún rodeo halláronse en efecto en una extensa y vasta planicie como de diez millas, capaz por consiguiente de contener todo el ejército, variada con algunos collados, y como fortalecida por la naturaleza y resguardada por el arte á modo de un anfiteatro. Estas llanuras eran las Navas de Tolosa, que habían de dar, no tardando, su nombre á la batalla[4]. Era por consiguiente exacto cuanto les había informado el pastor[5].

Gozosos los exploradores avisaron á los reyes que podían subir sin cuidado con el ejército, y así lo hicieron al siguiente día sábado 14 de julio. La avanzada que ocupaba á Castro Ferral le abandonó como punto ya inútil, lo cual observado por los moros lo interpretaron como una renuncia á pasar por la garganta de la Losa, y de consiguiente á combatir. Sorprendiéronse más por lo tanto al ver luego al ejército cristiano plantar sus tiendas en la meseta de la montaña; mas aunque sorprendidos no dejaron por eso de prepararse al combate, procurando Mohammed provocar á los cristianos á una batalla general en aquel mismo día, y como los cruzados no quisieran aceptarla, fatigados como se hallaban de marcha tan penosa, tomólo el musulmán por miedo y cobardía, y escribió arrogantemente á Baeza y á Jaén diciendo que tenía asediados á los tres reyes y sus ejércitos, y que no tardaría tres días en hacerlos á todos prisioneros. El emperador de los Almohades, llamado por los nuestros el Rey Verde porque vestía de este color, estaba en una tienda ó pabellón de terciopelo carmesí con flecos de oro, franjas de púrpura y bordados de perlas, colocado en un cerro que dominaba la comarca cuajada de musulmanes en valles, colinas y llanuras.

Al día siguiente domingo 15 al romper el día volviéronse á presentar los sarracenos en orden de batalla como el anterior, y así permanecieron hasta mediodía esperando el momento del ataque. Pero los cristianos, ya por la festividad del día, ya por tomarse tiempo para reconocer bien las fuerzas y la disposición del ejército musulmán, y preparar convenientemente las suyas, persistieron en no lidiar hasta el siguiente, ocupándose en tanto los monarcas y caudillos en disponer lo necesario para la batalla, los prelados y clérigos en exhortar á los soldados é inspirarles un santo y religioso fervor. A poco más de media noche los heraldos hicieron resonar á voz de pregón en las tiendas cristianas la orden de prepararse á la guerra del Señor por medio de la confesión y de las oraciones.; Jefes y soldados asistieron devotamente al sacrificio de la misa; oraron todos, confesaron y comulgaron muchos, animábanse unos á otros, y así preparados con las prácticas y ejercicios de la fe, y recibida la bendición de los obispos, aguardaron la hora del alba, en que el rey de Castilla dio orden de ensillar los caballos y empuñar las ballestas, lanzas y adargas. Resonaron las trompetas y atambores, y todo el campo se puso en movimiento. Todos querían pelear en vanguardia; todos querían pertenecer á las primeras filas: el aguerrido veterano Dalmau de Crexel, catalán del Ampurdán, fué el encargado de ordenar las haces.

Formáronse cuatro cuerpos ó legiones; una, que era la vanguardia, al mando de don Diego López de Haro, que llevaba á sus órdenes á don Lope y don Pedro sus hijos, á su primo don Iñigo de Mendoza, y á sus sobrinos don Sancho Fernández y don Martín Núñez ó Muñoz: Pedro Arias de Toledo era el primer portaestandarte: seguían las cuatro órdenes militares, los caballeros de San Juan con su prior don Gutierre de Armíldez, los templarios con su maestre don Gonzalo Ramírez, los de Santiago con su maestre don Pedro Arias de Toledo, los de Calatrava con el suyo don Ruiz Díaz de Yanguas; acompañaban á esta división los concejos de Madrid, Almazán, Atienza, Ayllón, San Esteban de Gormaz, Cuenca, Huele, Alarcón y Uclés. El rey de Navarra conducía el segundo cuerpo con las banderas de Segovia, Ávila y Medina del Campo, y muchos caballeros portugueses, gallegos, vizcaínos y guipuzcoanos. Llevaba el estandarte real su alférez mayor don Gómez García. Capitaneaba la tercera, ó sea el ala izquierda, el rey Don Pedro de Aragón con los caballeros y prelados de su reino, tremolando el pendón de San Jorge su alférez mayor don Miguel de Luesia. Mandaba la retaguardia y centro, y en cierto modo el ejército entero el rey don Alfonso de Castilla, y ondeaba su estandarte, en que se veía bordada la imagen de la Virgen, el alférez don Alvar Núñez de Lara. Aquí iban el venerable é ilustrado arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez, con los demás prelados de Castilla, el conde Fernán Núñez de Lara, los hermanos Girones, hijos del conde don Rodrigo que murió alanceado en Alarcos, don Suero Téllez, don Ñuño Pérez de Guzmán con otros caballeros castellanos, y las comunidades de Valladolid, Olmedo, Arévalo y Toledo[6] (1).

El ejército musulmán formaba una media luna y estaba repartido en cinco divisiones. Los voluntarios de las tribus del desierto constituían la vanguardia: los Almohades tremolaban en el centro sus vistosos pendones; y á retaguardia formaban los andaluces. Rodeaba la tienda del califa un círculo de diez mil negros de aspecto horrible, cuyas largas lanzas clavadas en tierra verticalmente hacían como un parapeto inexpugnable, y á mayor abundamiento resguardaba aquel cuadro un extenso semicírculo formado de gruesas cadenas de hierro, con más de tres mil camellos puestos en línea. Dentro de esta especie de castillo estaba el emir Mohammed vestido con el manto que solía llevar á las batallas su abuelo el gran Abdelmumén, teniendo á sus pies un escudo, á su lado un caballo, en una mano la cimitarra y en otra el Corán, cuyas oraciones y plegarias leía en alta voz recordando la promesa del paraíso y de la bienaventuranza á los que morían en defensa de su fe.

Cuando el sol comenzaba á dorar las altas colinas de Sierra-Morena, un sordo murmullo se oyó en ambos campamentos, anuncio de que iba á dar principio la batalla. Mirábanse frente á frente los innumerables guerreros que seguían los pendones de las dos opuestas creencias; jamás en cinco siglos se había visto reunido en España tanto número de combatientes; á lo menos por parte de los musulmanes, según sus mismos historiadores; «nunca antes rey alguno había congregado tan inmenso gentío, pues iban en aquel ejército ciento sesenta mil voluntarios entre la caballería y peones, y trescientos mil soldados de excelentes tropas almohades, alárabes y zenetas, siendo tal la presunción y confianza del emir en esta muchedumbre de tropas, que creía no había poder entre los hombres para vencerle[7].» Serían los cristianos como la cuarta parte de este número, y bien era necesario que al número supliese el ardor y la fe. Suenan los atabales y clarines en uno y otro campo; la señal del combate está ya dada, y moros y cristianos se arrojan con igual ímpetu y coraje á la pelea. El valiente don Diego López de Haro fué el primero de los nuestros en acometer con los caballeros de las órdenes y los concejos de Castilla; de los musulmanes lo fueron los voluntarios en número de ciento sesenta mil, imposible fué á los nuestros resistir la primera acometida de los infieles con sus largas y agudas lanzas, y se cuenta que don Sancho Fernández de Cañamero que llevaba el pendón de Madrid con un oso pintado huyó con él en vergonzosa retirada, hasta que encontrado por el rey e Castilla le obligó lanza en ristre á volver otra vez el rostro al enemigo y á recobrar el honor de su bandera. Pero don Diego López, blandiendo su robusta lanza tantas veces teñida en sangre enemiga, auxiliado de los de Calatrava. y resguardado con su armadura de hierro, metíase por entre los infieles y se cebaba en matar. Envalentonados, no obstante, los moros con el éxito de la primera carga volvieron á acometer con nuevo brío y rompieron las filas de los navarros; y aunque acudió con oportunidad el rey don Pedro con sus aragoneses, lograron todavía algunos audaces moros penetrar hasta cerca de donde estaba el rey de Castilla, el cual á vista de aquello, aunque sin inmutarse, nin en la color, nin en la fabla, nin en el continente, dice la crónica, se dirigió al arzobispo don Rodrigo y le dijo en alta voz: Arzobispo, yo é vos aquí muramos; á lo cual el prelado contestó: Non quiera Dios que aquí murades; antes aquí habedes de triunfar de los enemigos. Entonces dijo el rey: Pues vayamos á prisa á acorrer á los de la primera haz que están en grande afincamiento.

En vano Fernán García se abalanzó á la brida del caballo del rey para contenerle y evitar que se metiera en el peligro diciéndole: Señor, id paso, que á acorrer habrán los vuestros. Al ver el monarca castellano á un clérigo que vestido de casulla y con una cruz en la mano venía desalentado ya, perseguido por un pelotón de moros, que así se burlaban de su pusilanimidad como denostaban al sagrado signo que en su mano traía, y le apedreaban, apretó los ijares de su caballo, y encomendándose á Dios y á la Virgen y blandiendo su lanza, dióse á correr contra los atrevidos infieles. Siguiéronle todas sus tropas, inclusos los obispos y clérigos. Don Domingo Pascual, canónigo de Toledo, desplegó al aire el pendón del arzobispo que llevaba, y metiéndose por medio de las filas enemigas, entusiasmó de tal modo á los cristianos, que todos arremetieron desesperadamente, derribando cuanto se les ponía por delante, haciendo perder á los sarracenos el terreno que habían ganado, hasta llegar cerca de la guardia de Mohammed. Entonces Abu-Said. que mandaba los voluntarios, mandó á los escuadrones andaluces avanzar en socorro de los Almohades y africanos que sostenían todo el peso de la batalla, y morían ya á millares al impulso de las lanzas castellanas. Pero aquéllos, que resentidos de la injusta muerte del noble caudillo andaluz Aben Cadis habían jurado vengarse del emperador y su vazir, picados también de verse colocados á retaguardia y formando cuerpo aparte como si no perteneciesen al ejército musulmán, en vez de acudir al llamamiento de Abu-Said volvieron riendas, y como si les sirviese de satisfacción el destrozo que los cristianos comenzaban á hacer en sus rivales se alejaron del campo entregando á sus correligionarios á su propia suerte.

Desde este punto el combate, hasta entonces sostenido por los Almohades con valor, se convirtió en un degüello general de aquella inmensa morisma. Quedaba, no obstante, íntegro el parapeto de diez mil negros que circundaba y defendía la tienda del Miramamolín. Multitud de caballeros cristianos cargó con brío sobre aquellas murallas de picas. Los hombres de atezados rostros, encadenados entre sí é inmóviles como estatuas, esperaron á pie firme la arremetida de los cristianos, cuyos caballos quedaron ensartados en las agudas puntas de sus largas y erizadas lanzas. Pronto embistió la acerada valla otra muchedumbre de caballeros, que pertrechados con bruñidas corazas, calada la visera que cubría su rostro, empujaban sus ferrados cuerpos con la misma confianza que si fuesen invulnerables contra la falange inmóvil de los apiñados etíopes, cuya negra faz y horribles gesticulaciones provocaban más la rabia de los guerreros cruzados. Distinguíase cada paladín español por los emblemas y divisas de sus armas y blasones, por el color de sus cintas y penachos, muchos de ellos ganados en los torneos, algunos en los combates de la Tierra Santa. Sabíase que el caballero del Águila Negra era el esforzado Garci Romeu de Aragón; que el del Alado Grifo era Ramón de Peralta; Ximen de Góngora el de los Cinco Leones; que los de la Sierpe Verde eran los Villegas; los Muñozes los de las Tres Fajas; los Villasecas los del Forrado Brazo; los de la Banda Negra los Zúñigas y los de la Verde los Mendozas[8]. Y á pesar del esfuerzo de estos y otros no menos bravos campeones, los feroces negros con bárbara inmovilidad, bien que los grilletes los tenían como tapiados, dejábanse degollar, pero ni intentaban ni podían avanzar ni retroceder. El baluarte necesitaba ser roto ó saltado como un muro. Pero estaba decretado que nada había de haber inexpugnable para los soldados de la Cruz en aquella jornada.

Mil gritos de aclamación levantados á un tiempo en las filas españolas avisaron haber ocurrido alguna novedad feliz. Así era en efecto. En medio del palenque de los bárbaros mahometanos descollaba un jinete tremolando el pendón de Castilla: era don Alvar Núñez de Lara. ¿Cómo había franqueado la barrera este bravo paladín? Obra había sido de su arrojo, y ayudóle su fogoso y altísimo corcel, que obedeciendo al acicate había salvado el acerado parapeto de un salto prodigioso, y corveteando en medio de los enemigos con orgullosa alegría, como si estuviese dotado de inteligencia, parecía anunciar ya y regocijarse de la victoria. El ejemplo de Lara estimula á otros caballeros, pero espantados los caballos con la muralla de picas vuelven las ancas hacia las filas y coceando contra las puntas de las lanzas parecía significar á sus dueños la manera cómo se podía romper aquel baluarte; entonces los jinetes, dando estocadas de revés, logran abrirse paso. Mas al penetrar en el círculo los intrépidos jinetes encuentran que los ha precedido ya el rey de Navarra, que rompiendo la cadena por otro flanco había entrado acaso antes que el de Lara. Siguieron al navarro varios tercios aragoneses, como al abanderado de Castilla siguieron los castellanos, y ya entonces todo fué destrozo y mortandad en los obstinados negros, que caían á centenares y aun á miles, pero sin rendir ninguno las armas y blasfemando de los cristianos y de su religión en su algarabía grosera. El Miramamolín Mohammed que á la sombra de un lujoso pabellón leía el Corán durante la pelea, cuando oyó los gritos de victoria de los cristianos y vio que faltaba poco para que llegaran á su tienda, soltó el libro y pidió el caballo. «Monta, le dijo un árabe que cabalgaba en una yegua, monta, señor, en esta castiza yegua que no sabe dejar mal al que la cabalga, y quizá Dios te librará, que en tu vida consiste la seguridad de todos. Y no te descuides, añadió, que el juicio de Dios está conocido, y hoy es el fin de los muslimes.» Y montó el antes orgulloso y ahora desatentado emir, y dirigióse á todo escape á Jaén, acompañándole el árabe en un caballo, «y huyeron, dicen sus crónicas, envueltos en el tropel de la gente que huía, miserables reliquias de sus vencidas guardias.» Los cristianos persiguieron á los fugitivos hasta cerrada la noche; el rey de Castilla había mandado pregonar que no se hiciesen cautivos, y en su virtud se cebaron los cristianos en la matanza hasta dejar todos aquellos campos tan espesamente sembrados de cadáveres que con mucho trabajo podían dar un paso por ellos los mismos vencedores.

El arzobispo de Toledo volviéndose al rey de Castilla: «Acordaos, le dijo con noble y digno continente que el favor de Dios ha suplido á vuestra flaqueza, y que hoy os ha relevado del oprobio que pesaba sobre vos. No olvidéis tampoco que al auxilio de vuestros soldados debéis la alta gloria á que habéis llegado en este día[9].» Hecha esta vigorosa alocución que revela el ascendiente del venerable prelado sobre el monarca, el mismo arzobispo, rodeado de los obispos castellanos Tello de Falencia, Rodrigo de Sigüenza, Menendo de Osma, Domingo de Plasencia y Pedro de Ávila, entonó con voz conmovida sobre aquel vasto cementerio el Tedeum laudamus, á que respondió toda la milicia casi llorando de gozo.

El número de mahometanos muertos en la memorable jornada de las Navas de Tolosa, que los árabes llaman la batalla de Alacab (la colina), ascendió, según el arzobispo don Rodrigo, á cerca de doscientos mil; a menos de veinticinco mil los cristianos[10]. Todos rivalizaron en constancia y valor en aquel memorable día: castellanos, navarros, aragoneses, leoneses, vizcaínos, portugueses, todos pelearon con heroica bravura. «Si quisiera contar, dice el arzobispo historiador, testigo y actor en aquella batalla, si quisiera contar los altos hechos y proezas de cada uno, faltaríame mano para escribir antes que materia para contar.» Distinguiéronse, no obstante, los tres reyes, luchando personalmente como simples soldados, y lanzándose los primeros al peligro. Las crónicas hacen también especial y merecida mención de los briosos y esforzados caballeros Diego López de Haro, Ximén Cornel, Aznar Pardo y García Romeu, del gran maestre de los Templarios, de los caballeros de Santiago y Calatrava, así como del canónigo don Domingo Pascual, que prodigiosamente salió ileso después de haberse metido por entre las filas enemigas llevando en la mano el estandarte arzobispal. Los despojos que se cogieron fueron inmensos; multitud de carros, de camellos y de bestias de carga; vituallas infinitas; lanzas, alfanjes y adargas en tanto número, que á pesar de no haberse empleado en dos días enteros otra leña para el fuego y para todos los usos del ejército vencedor que las astas de las lanzas y flechas agarenas, apenas pudo consumirse una mitad; incalculable fué también el botín de oro y plata, de tazas y vasos preciosos, de ricos albornoces y finísimos paños y telas, gran cebo y tentación de pillaje para la soldadesca si no la hubiera contenido la excomunión con que el pontífice de Toledo había conminado á los que se entretuvieran en pillar el campo enemigo. Todo era recogido por mano de los esclavos, y el generoso rey de Castilla lo distribuyó después entre los navarros y aragoneses, dejando para sí y sus castellanos ó ninguna ó la más pequeña parte, y contentándose con recoger el más rico de todos los despojos, la gloria. La lujosa tienda de seda y de oro del gran Miramamolín fué á la capital del orbe católico á servir de trofeo en la gran basílica de San Pedro, Burgos conservó la bandera del rey de Castilla, Toledo los pendones ganados á los infieles, y con razón añadió el rey de Navarra al escudo bermejo de sus armas cadenas de oro atravesadas en campo de sangre, con una esmeralda que ganó también en el despojo, como en memoria de haber sido el primero á saltar las cadenas que ceñían el campamento enemigo.

Excusado es decir que según la fe de aquel tiempo contábase haberse visto varios milagros en aquella batalla; que una cruz roja semejante á la de Calatrava se había aparecido en el cielo durante la pelea; que en medio de tanta mortandad y carnicería de los agarenos no se había encontrado en el campo rastro ni señal de sangre; que los moros se habían quedado aterrados y sin acción al mirar el pendón de Castilla con el retrato de la Virgen, y otros prodigios semejantes, sin contar con que harto prodigio fué tan solemne y completo triunfo ganado contra el mayor ejército que habían podido congregar jamás los orgullosos sectarios del Profeta. Con fundamento, pues, se instituyó en toda España en memoria de tan gran suceso la fiesta que todavía celebra todos los años el 16 de julio con el nombre del Triunfo de la Cruz; fiesta que con particular solemnidad se celebra anualmente en Toledo llevando en procesión los pendones ganados en la memorable jornada de las Navas[11].


[1] Documento citado por Sandoval, Cinco Reyes, pág. 71.
[2] Los nombres de los aragoneses que aquí omitimos, pueden verse en Zurita, Ancd. 1. II, cap. LXi: los de Ca.stilla en Núuez de Castro, Crónica de don Alfonso VIII, capítulo Lxx.
[3] Los ornes de ultrapuertos, que diceu nuestras crónicas.
[4] Las Navas de Tolosa pertenecen á las llamadas poblaciones de Sierra Morena, partido de la Carolina, j lindan con el desfiladero nombrado de Despeña-perros.
[5]  Dice alguna crónica que este pastor se llamaba Martín Halaja; que entre las señas que dio fué una que encontrarían en el sendero una cabeza de vaca comida de los lobos, lo cual se verificó también; y añaden, que enseñado que hubo el camino no se volvió á verá semejante hombre: por lo mismo no es maravilloso que en aquellos tiempos se generahzara la tradición de que aquel hombre era un ángel bajo el traje de pastor. El suceso verdaderamente, atendidas todas las circunstancias, parece tener algo de providencial, ya que no de milagroso.
[6] Otros nombres pueden verse especificados con prolijidad en don Kodrigo, Ble-da, Zurita, Argote de Molina, la Crónica de Beuter y otras varias.
[7] Conde, parte III, cap. lv.
[8] Argote de Molina, en su Nobleza de Andalucía, 1. I, cap. xlyi.
[9] El mismo arzobispo en su Historia.
[10]  Seguimos en esto la relación del mismo don Eodrigo, que fija en doscientos mil poco más ó menos el número de los moros muertos; número, que aimque parezca exagerado, no debe serlo sin duda á juzgar por la confesión de los mismos historiadores mahometanos. En los árabes de Conde, donde se supone que sólo los voluntarios de África eran ciento sesenta mil, se dice expresamente: «y los cristianos los envolvieron con siis escuadrones haciendo en eUos atroz matanza… y perecieron innumerables voluntarios: de todos dieron cabo, hasta el último soldado murió peleando.» Y hablando más adelante del resto del ejército dice: «Siguieron los cristianos el alcance, y duró la matanza en los muslimes hasta la noche .. hasta no dejar uno vivo de tantos millares.» En cuanto al número de los cristianos que perecieron, muchos de nuestros historiadores quieren Hmitarle al reducidísimo é increíble de veinticinco, y otros de cincuenta, atribuyéndolo á milagro, que müagro sería en verdad y no pequeño, si tal hubiese sido el resultado de tan sangrienta pelea. Creen algunos que serían veinticinco mil, y que el error de nuestros cronistas nace de no haber entendido bien el texto del arzobispo don Rodrigo, pues dice el prelado historiador: «Calcúlase que de los moros murieron sobre doscientos mü: de los nuestros apenas veinticinco: secundum existimationem creduntiir circiter bis centum milia interfecta: de nostris autem vix defuere viginti qninque.l> Lo que induce á pensar que diría veinticinco por contraposición á los doscientos, omitiendo el mil, como muchas veces se acostumbra por sobrentenderse ya cuando los guarismos son inmediatamente correlativos. No es inverosímil esta interpretación. Sin embargo, en la carta que el rey de Castilla dirigió al papa Inocencio dándole cuenta del resultado de la batalla, le dice: «Fueron los moros, como después supimos por verdadci-a. relación de algunos criados de su rey, los que cogimos cautivos, ciento y «chenta y cinco mil de á caballo, y sin número los infantes. Murieron de ellos en la batalla más de cien mil soldados, según el cómputo de los sarracenos que apresamos despíiés. Del ejército del Señor, lo cual no se debe repetir sin dar muchas gracias á Dios, y sólo por ser milagro ¡carece creíble, apenas murieron veinticinco ó treinta cristianos de nuestro ejército.» En Mondéjar, Crónica, edición de 1773, pág. 316.—Y el arzobispo de Narbona, testigo también presencial de la batalla, dice: «Y lo que es más <ie admirar, juzgamos no mmúeron cincuenta de los nuestros (Ibid.).» Si así fué, no nos admiramos no-sotros menos que el monarca y los ¡arelados historiadores.
[11] Para la relación que acabamos de hacer de esta memorable batalla hemos tenido presente la carta del mismo Alfonso de Castilla al papa Inocencio III dándole cuenta del suceso; la del arzobispo de Narbona, y la Historia de don Rodrigo de Toledo, todos tres testigos y actores en el combate; Lucas de Tuy; los Anales Toledanos; los Apéndices con que Mondéjar enriqueció su Crónica de Alfonso VIII; la de Núñez de Castro; la de los Moros de Bleda; los Anales eclesiásticos de Jaén, por Gimena; Argota de Molina, Nobleza de Andalucía; la General de don Alfonso el Sabio; Radesy Andra-da, Crónica de Calatrava; Brandaon, Mon. Lusit.; los Anales de Zurita y Moret; los árabes de Casiri y de Conde; Al-Makari; Ben Abdelhalim, traducido por Moura, y tedas las historias modernas.

 

 

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La memoria histórica

A nadie debería ocultársele ya que la locución “memoria histórica” es un señuelo ideológico, una parte del conjunto de imágenes y conceptos que un sector de la sociedad elabora con el fin de combatir a otros sectores. Ese fue el sentido que Marx dio a la palabra “ideología”.

Que la historia tiene que ver con la memoria fue una ocurrencia banal de Francis Bacon en el siglo XVII. Bacon clasificó las ciencias por las facultades psicológicas de las que, según él, dependen: la filosofía y las matemáticas de la razón, la literatura de la imaginación y la historia de la memoria. Esta clasificación fue seguida en el siglo XVIII por D’Alembert en su Discurso preliminar de la Enciclopedia y hoy puede decirse que es un rasgo esencial del progresismo español.

Pero la historia no es memoria ni recuerdo. Es una construcción de hechos pasados a partir de documentos, hechos y vestigios presentes y en eso tiene que ver la razón del historiador y no su memoria, igual que sucede en matemáticas o filosofía. La memoria de un historiador del Imperio Romano reposa sobre su cerebro y su cerebro no existía en tiempos del Imperio Romano. ¿Cómo iba a tener memoria de él?

Hablar de recuperar la memoria histórica es por esto un disparate de torneo. Quienes lo hacen dan por sobreentendido que existe una memoria objetiva, una memoria olvidada que es preciso rescatar de quienes tratan de hacer que siga en olvidada. Hay que hacerlo en contra de ellos.

¿Dónde se encuentra ese archivo imborrable, pero oculto a los ojos de todos por la perfidia de unos cuantos, si no puede estar en los cerebros individuales? “¡Ya lo tenemos!”, dice la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, está en el Género Humano, en la Sociedad, en la Humanidad. Ahí se encuentra, ocultado, esperando que nosotros lo desvelemos.

En ese ser abstracto, dicen, permanece intacta la totalidad del pasado. Pero esto es fetichismo en estado puro, pues ese sujeto no existe ni puede tener un cerebro colectivo donde guardar los recuerdos de todos. Y si existiera, en su interior deberían estar también los del bando franquista, que ganó la Guerra Civil. ¿Por qué se tratan de ocultar ésos cuando se quitan nombres de calles y estatuas de miembros del régimen de Franco? Porque no se busca recuperar objetividad, sino seleccionar hechos con intereses partidistas. Por eso se fabrica ese fantasma ideológico de la memoria histórica y se le invoca por un sector de la clase política para ganar las elecciones al otro.

Y no es que no tengan derecho a hacerlo. Solo que otros preferimos tener las ideas claras y no confusas.

(Y para eso leemos muchas veces a Gustavo Bueno)

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez el 25-01-12)

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Publicado en Filosofía práctica, Política | Comentarios desactivados en La memoria histórica

Defensa del tiranicidio

En el capítulo sexto de su magna obra De rege et regis institutione, Juan de Mariana muestra el carácter de los antiguos republicanos romanos que amaban su libertad y su patria por encima de todo, estando dispuestos a liquidar al tirano que las viniera a oprimir. Quisiera él que su doctrina se extendiera e hiciera común, de manera que los príncipes tuvieran siempre presente que si obran en contra de su pueblo pueden ser muertos no solo con derecho, sino también con gloria, y que fuera regla en ellos sentir temor para gobernar sin oprimir a su pueblo.
No vendrán mal estas consideraciones a todos los que se dejan llevar por las ideas divulgadas en los actuales medios de comunicación, tan sumisos al poder y poco dados a examinar razones que pudieran dañar los débiles sentimientos de sus lectores u oidores; de éstos pocos habrá que lean con agrado los argumentos del padre Juan de Mariana y menos todavía los que se dejen convencer por ellos, pero, por si el azar pudiera hacerles dudar al menos un instante de sus convicciones, adquiridas seguramente sin juicio, y decidieran ponerse a pensar en cosas que acaso juzguen crueles y hasta criminales, aquí se los dejo.


Capítulo VI. ¿Es lícito matar al tirano?

Tal es el carácter del tirano, tales sus costumbres. Podrá aparecer feliz, mas no lo será nunca a sus ojos. Aborrecido de Dios y de los hombres, sus propias maldades le sirven de tormento, porque el alma y la conciencia quedan laceradas por la crueldad y el miedo del mismo modo que el cuerpo por los azotes y los demás castigos. A los que son objeto de la venganza del cielo, precipita el cielo a su ruina, quitándoles la prudencia y el entendimiento. En la historia antigua, como en la moderna, abundan los ejemplos y las pruebas de cuán poderosa es la irritada muchedumbre cuando por odio al príncipe se propone derribarle. Tenemos cerca de nosotros, en Francia, uno muy reciente, por el que podemos ver cuánto importa que estén tranquilos los ánimos del pueblo, sobre los que no es posible ejercer el mismo dominio que sobre el cuerpo. ¡Triste y memorable suceso! Enrique III, rey de aquella monarquía, yace muerto por la mano de un monje con las entrañas atravesadas por un hierro emponzoñado. ¡Qué espectáculo! Repugnante a la verdad y en muy pocos casos digno de alabanza. Aprendan, sin embargo, en él los príncipes; comprendan que no han de quedar impunes sus impíos atentados. Conozcan de una vez que el poder de los príncipes es débil cuando dejan de respetarle sus vasallos.

Intentaba aquel, por carecer de descendencia, dejar el reino a su cuñado Enrique, manchado desde su tierna edad con depravadas doctrinas religiosas, maldecido por los pontífices, despojado entonces del derecho de sucesión, por más que ahora, cambiadas las ideas, sea rey de Francia. Sabida esta resolución, gran parte de la nobleza, después de haber consultado a otros príncipes nacionales y extranjeros, toma las armas por la religión y por la defensa de su patria, recibiendo de todas partes cuantiosos socorros. Guisa va al frente de los sublevados; Guisa, ese duque en cuyo valor descansaban en aquel tiempo las esperanzas y la fortuna de la Francia. Los reyes no mudan nunca de propósito; deseando Enrique vengar los nobles esfuerzos de los próceres, llama a Guisa a París con la seguridad y el intento de matarle y, cuando ve que no puede llevar a cabo su obra porque, enfurecido el pueblo, toma en contra de él las armas, deja precipitadamente la ciudad; finge poco después que ha mudado de pensamiento, y anuncia que quiere deliberar con todos los ciudadanos sobre lo que conviene a la salud del reino. Convocadas y reunidas ya las clases del estado en Blesis, ciudad que bañan las aguas del Loira, mata en su propio palacio al duque y al cardenal de Guisa, que no habían vacilado en asistir a la asamblea, fiando en lo sagrado de las palabras de su Príncipe; y luego, para colmar tanta injusticia, imputa a los que son ya cadáveres crímenes de lesa majestad, de que no pueden defenderse, llevando el escándalo hasta el punto de aparentar que han sido muertos en virtud de la ley de alta traición, es decir, con razón y por el rigor del derecho. No contento aun, prende a otros muchos y, entre ellos, al cardenal de Borbón que, aunque de edad muy avanzada, tenía la justa esperanza de suceder a Enrique, fundada en el derecho de la sangre.

Conmovieron grandemente estos sucesos los ánimos de gran parte de la Francia y se sublevaron muchas ciudades, destronando a Enrique y manifestándose dispuestas a pelear por la salud de la república. La principal fue París, que aventaja a todas las de Europa por sus riquezas, por su saber, por sus medios de instrucción y, sobre todo, por su grandeza. Considerable fue el incendio; pero los movimientos de la muchedumbre son como los torrentes; crecen con rapidez, duran poco tiempo. Estaban ya muy debilitados los ímpetus del pueblo y, acampado Enrique a cuatro millas de París, no sin esperanza de lavar con sangre la mancha que sobre su lealtad había caído, cuando la audacia de un solo joven fue a fortalecer de nuevo los abatidos ánimos, cambiando de repente la faz de los sucesos. Llamábase ese joven Jacobo Clemente; era natural de una aldea de Autun, conocida con el nombre de Serbona, y estaba a la sazón estudiando teología en un colegio de dominicos, orden a que pertenecía. Habiendo oído de los teólogos que era lícito matará un tirano, se procuró cartas de los que pudo entender estaban pública o secretamente por Enrique y, sin tomar consejo de nadie, partió para los reales del Rey con intento de matarle el día 31 de julio de 1589. Admitido sin tardanza por creerse que iba a comunicar al Rey secretos de importancia, le fueron devueltas las cartas que había presentado citándole para el siguiente día. Amaneció el 1.° de agosto, día de San Pedro Advíncula, celebró el santo sacrificio y pasó a ver a Enrique, que le llamó en el momento de levantarse cuando no estaba aún vestido. Luego que, cruzadas de una y otra parte algunas contestaciones, estuvo ya Jacobo cerca de su víctima, finge que va a entregarle otras cartas, y le abre de repente una profunda herida en la vejiga con un puñal envenenado que cubría con su misma mano. ¡Serenidad insigne, hazaña memorable! Traspasado el Rey de dolor, hiere con el mismo puñal el ojo y el pecho de su asesino, dundo grandes voces de: «Al traidor, al parricida».

Entran en esto los cortesanos conmovidos por tan inesperado suceso y se ceban con crueldad y fiereza en multiplicar las heridas del ya postrado y exánime Clemente que, sin proferir una palabra, dejaba ver en su semblante cuán alegre estaba de haber ejecutado su intento, de evitar penas para las que hubieran sido quizá débiles sus fuerzas y dejar, por fin, redimida con su sangre su infortunada patria y la libertad del reino. Herido el Rey, captóse el monje gran fama por haber expiado la muerte con la muerte y, sobre todo, por haberse ofrecido en sacrificio a los manes del duque de Guisa, pérfidamente asesinado. Murió siendo considerado por los más como una gloria eterna de la Francia; murió cuando sólo contaba veinte y cuatro años. Era de modesto ingenio y de no mucha robustez de cuerpo; mas, indudablemente, una fuerza superior aumentó la suya y fortaleció su alma. Llegó el Rey a la noche con grandes esperanzas de salud y sin recibir por esta razón los sacramentos, y exhaló su último suspiro a las dos de la madrugada, pronunciando aquellas palabras de David : «He aquí pues que en la iniquidad fui concebido y en el pecado me concibió mi madre». ¡Qué lástima! Hubiera podido ser este Rey feliz si sus últimos actos hubiesen correspondido a los primeros, y se hubiese manifestado tan buen príncipe como se cree que lo fue bajo el reinado de su hermano Carlos, siendo general en jefe de las tropas del Rey contra los rebeldes, conducta que le sirvió de escalón para subir al trono de Polonia por voto de los magnates de aquel reino. Mas cambiaron desgraciadamente sus hechos, y los crímenes cometidos en sus postreros años hicieron olvidar las glorias de su edad primera. No bien murió su hermano, fue llamado otra vez a su patria y proclamado rey de Francia; todo lo convirtió en juguete de su poderío. ¡Ay, no pareció sino que le habían levantado a la cumbre de la grandeza para que fuese mayor su caída! Así juega la fortuna o una fuerza superior con las cosas de los hombres.

Sobre la hazaña del monje no todos opinaron de una misma manera. Muchos la alabaron y le juzgaron digno de la inmortalidad; otros, más prudentes y eruditos, le vituperaron, negando que un particular pudiese matar a un rey, proclamado por consentimiento del pueblo y ungido y consagrado, según costumbre, por el ólio santo. Importa poco, decían, que las costumbres de este Rey se hayan depravado; importa poco que haya degenerado su poder en tiranía; los libros sagrados, la misma historia del cristianismo, manifiestan que no hay nunca razón para matar a los reyes. ¡Cuánta no fue en los antiguos tiempos la maldad de Saúl, rey de los judíos! ¡Cuán libertina no fue su vida, cuán depravadas sus costumbres! Agitada su frente por infames pensamientos, no vacilaba sino cuando obraban con fuerza en él los remordimientos de su conciencia. Destronado él, había de pasar la corona a David, y David, no obstante, a pesar de saber cuán injustamente reinaba, a pesar de verle sumergido en la locura y en el crimen, a pesar de tenerle una y otra vez bajo su poder, a pesar de que parecía asistirle cierto derecho, ya para vindicar el mando, ya para defender su salud propia, contra la cual estaba aquel atentando de mil modos sin tener jamás motivo, a pesar de que le veía siempre siguiendo con mala intención sus pasos, no sólo no se atrevió nunca a matarle y le perdonó siempre sus injurias, sino que hasta mató como impío y temerario al joven amalecita que le asesinó viéndole vencido en la batalla, echado sobre su propia espada y deseando que otro acabase de quitarle su enojosa vida. No por ser Saúl un tirano, creyó este prudente Rey que era digno de perdón el que se atrevió a atentar contra un príncipe consagrado por la mano de Dios desde el momento de haber sido ungido. Es, además, sabida la crueldad que desplegaron los emperadores romanos en los primeros tiempos de la Iglesia contra los que profesaban la religión de Cristo. Hacían horrorosas carnicerías en todas las provincias, agotaban en el cuerpo de los fieles el mayor lujo posible de tormentos, se cebaban en ellos como fieras acosadas por el hambre. ¿Quién, empero, creyó jamás que hubiese derecho para vengarse ni para enfrenarles con las armas? ¿No se sostuvo, por lo contrario, que era preciso oponer la resignación a la crueldad, al crimen la obediencia? ¿No dijo san Pablo que resistir a la voluntad de un magistrado era resistir a la voluntad de Dios? Y, si no se consideraba lícito poner las manos en un pretor por inicuo y temerario que fuese, ¿ha de serlo matar a los reyes por estragadas que sean sus costumbres? ¿ignoramos acaso que Dios y la república los han colocado en la cumbre del imperio para que sean respetados por sus súbditos como hombres de condición superior, como divinidades de la tierra? Los que intentan, además, mudar de príncipe ¿saben acaso si en lugar de procurar un bien a la república le procuran mayores y más terribles males? No es fácil derribar un gobierno sin que haya graves alteraciones y sean muchas veces los mismos autores de la rebelión las víctimas. Los ejemplos históricos abundan. ¿De qué aprovechó a los siquimitas la conjuración fraguada contra Abimelech para vengar, según querían, a los setenta hermanos que éste había sacrificado impía e inhumanamente, movido por la terrible y perniciosísima ambición de mandar, a pesar de ser poco menos que bastardo? La ciudad fue completamente destruida, sembrado de sal el territorio que ocupaba, muertos de un solo golpe todos los ciudadanos. ¿De qué sirvió a Roma la muerte de Domicio Nerón sino para llamar al trono a Otón y a Vitelio, dos tiranos que fueron tan perniciosos como él para la salud de la república? Si se logró que fuesen menos sus estragos fue a costa de la vida misma del imperio.

Creen, pues, muchos, en vista de tantos y tan terribles ejemplos, que justo o injusto debe sufrirse al príncipe reinante y atenuar con la obediencia los rigores de su tiranía. La clemencia de los reyes y de todos los jefes del Estado depende, dicen, no sólo de su carácter, sino también del carácter de sus súbditos. Si el rey de Castilla, don Pedro, llegó a merecer el nombre de Cruel no fue tanto por su culpa como porque, intolerantes los magnates y ávidos de vengar a diestro y siniestro las injurias recibidas o impuestas, le pusieron en la dura necesidad de reprimir tan temerario atrevimiento. Mas tal es la condición de las cosas de esta mundo. Las desgracias de la virtud las atribuimos al vicio y acostumbramos a juzgar siempre de las cosas por sus resultados. ¿Qué respeto podrán tener los pueblos a su príncipe si se les persuade de que pueden castigar las faltas que cometa? Ora por motivos verdaderos, ora por motivos aparentes, se turbará a cada paso la tranquilidad de la república, el don más apreciable que podemos recibir del cielo. Caerá sobre nosotros todo género de calamidades, se disputarán bandos opuestos el poder con las armas en la mano, males todos que ¿quién no creerá que deban evitarse, a no ser que esté falto de sentido común o tenga el corazón de hierro?

Así hablan los que defienden al tirano; mas los patronos del pueblo no presentan menos ni menores argumentos. La dignidad real, dicen, tiene su origen en la voluntad de la república. Si así lo exigen las circunstancias, no sólo hay facultades para llamar a derecho al rey; las hay para despojarle del cetro y la corona si se niega a corregir sus faltas. Los pueblos le han trasmitido su poder, pero se han reservado otro mayor para imponer tributo; para dictar leyes fundamentales es siempre indispensable su consentimiento. No disputaremos ahora cómo deba éste manifestarse, pero conste que sólo queriéndolo el pueblo se pueden levantar nuevos impuestos y establecer leyes que trastornen las antiguas; conste, y esto es más, que los derechos reales, aunque hereditarios, sólo quedan confirmados en el sucesor por el juramento de esos mismos pueblos. Es preciso, además, tener en cuenta que han merecido en todos tiempos grandes alabanzas los que han atentado contra la vida de los tiranos. ¿Por qué fue puesto en las nubes el nombre de Trasíbulo sino por haber libertado a su patria de los treinta reyes que la tenían oprimida? ¿Por qué fueron tan ponderados Aristogitón y Harmovio? ¿Por qué los dos Brutos, cuyos elogios van repitiendo con placer las nuevas generaciones y están ya legitimados por la autoridad de los pueblos?Conspiraron muchos con éxito desgraciado contra Domicio Nerón: ¿quién reprende su conducta? Han merecido, por lo contrario, la alabanza de todos los siglos. Cayo, monstruo horrendo y cruel, sucumbió a las manos de Quereas; Domiciano a las de Esteban; Caracalla a las del yerno de Marcial, Heliogábalo, prodigio y deshonra del imperio, que al fin expió sus crímenes con su propia sangre, a las lanzas de las guardias pretorianas. Y ¿quién, repetimos, vituperó jamás la audacia de esos hombres? El sentido común es en nosotros una especie de voz natural, salida del fondo de nuestro propio entendimiento, que resuena sin cesar en nuestros oídos y nos enseña a distinguir lo torpe de lo honesto.

Añádase a esto que el tirano es una bestia fiera y cruel que, adonde quiera que vaya, lo devasta, lo saquea, lo incendia todo, haciendo terribles estragos en todas partes con las uñas, con los dientes, con la punta de sus astas. ¿Quién creerá sólo disimulable y no digno de elogio a quien, con peligro de su vida, trate de redimir al pueblo de sus formidables garras? ¿Quién que no se han de dirigir todos los tiros contra un monstruo cruel que mientras viva no ha de poner coto a su carnicería? Llamamos cruel, cobarde e impío al que ve maltratada a su madre o a su esposa sin que la socorra; y ¿hemos de consentir en que un tirano veje y atormente a su antojo a nuestra patria, a la cual debemos más que a nuestros padres? Lejos de nosotros tanta maldad, lejos de nosotros tanta villanía. Importa poco que hayamos de poner en peligro la riqueza, la salud, la vida; a todo trance hemos de salvar la patria del peligro, a todo trance hemos de salvarla de su ruina.

Tales son las razones de una y otra parte. Consideradas atentamente, ¿será acaso difícil explicar el modo de resolver la cuestión propuesta? En primer lugar, tanto los filósofos como los teólogos, están de acuerdo en que, si un príncipe se apoderó de la república a fuerza de armas, sin razón, sin derecho alguno, sin el consentimiento del pueblo, puede ser despojado por cualquiera de la corona, del gobierno, de la vida; que siendo un enemigo público y provocando todo género de males a la patria y haciéndose verdaderamente acreedor por su carácter al nombre de tirano, no sólo puede ser destronado, sino que puede serlo con la misma violencia con que él arrebató un poder que no pertenece sino a la sociedad que oprime y esclaviza. No sin razón Ayod, después de haberse captado con regalos la gracia de Eglón, rey de los moabitas, le mató a puñaladas; arrancó así a su pueblo de la servidumbre que pesaba sobre él hacía ya cerca de veinte años.

Si el príncipe, empero, fuese tal o por derecho hereditario o por la voluntad del puebla, creemos que ha de sufrírsele a pesar de sus liviandades y sus vicios mientras no desprecie esas mismas leyes que se le impusieron por condición cuando se le confió el poder supremo. No hemos de mudar fácilmente de reyes si no queremos incurrir en mayores males y provocar disturbios, como en este mismo capitulo dijimos. Se les ha de sufrir lo más posible, pero no ya cuando trastornen la república, se apoderen de las riquezas de todos, menosprecien las leyes y la religión del reino y tengan por virtud la soberbia, la audacia, la impiedad, la conculcación sistemática de todo lo más santo. Entonces es ya preciso pensar en la manera cómo podría destronársele, a fin de que no se agraven los males ni se vengue una maldad con otra. Si están aun permitidas las reuniones públicas, conviene, principalmente, consultar el parecer de todos, dando por lo más fijo y acertado lo que se estableciere de común acuerdo. Se ha de amonestar, ante todo, al príncipe y llamarle a razón y a derecho; si condescendiere, si satisficiere los deseos a la república, si se mostrare dispuesto a corregir sus faltas, no hay para qué pasar más allá ni para que se propongan remedios más amargos; si, empero, rechazare todo género de observaciones, si no dejare lugar alguno a la esperanza, debe empezarse por declarar públicamente que no se le reconoce como rey, que se dan por nulos todos sus actos posteriores. Y, puesto que, necesariamente, ha de nacer de ahí una guerra, conviene explicar la manera de defenderse, procurar armas, imponer contribuciones a los pueblos para los gastos de la guerra, y, si así lo exigieren las circunstancias, sin quede otro modo fuese posible salvar la patria, matar a hierro al príncipe como enemigo público y matarle por el mismo derecho de defensa, por la autoridad propia del pueblo, más legítima siempre y mejor que la del rey tirano. Dado este caso, no sólo reside esta facultad en el pueblo, reside hasta en cualquier particular que, abandonada toda especie de impunidad y despreciando su propia vida, quiera empeñarse en ayudar de esta suerte la república.

Se preguntará, quizá, qué debe hacerse cuando no hay ni aun facultad para reunirse, como muchas veces acontece; mas, suponiendo que esté oprimido el reino por la tiranía, existe siempre la misma causa y, de consiguiente, el mismo derecho. No por no poderse reunir los ciudadanos debe faltar en ellos el natural ardor por derribar la servidumbre, vengar las manifiestas e intolerables maldades del príncipe ni reprimir los conatos que tiendan a la ruina de los pueblos, tales como el de trastornar las religiones patrias y llamar al reino a nuestros enemigos. Nunca podré creer que haya obrado mal el que, secundando los deseos públicos, haya atentado en tales circunstancias contra la vida de su príncipe. Hemos dado ya para esto una multitud de razones y creemos que éstas razones bastan.

Resuelta ya así la cuestión de derecho, no debe atenderse sino a la de hecho, es decir, a cuál merece ser tenido realmente por tirano. Temen muchos que, con esta teoría, no se atente a menudo contra la vida de los príncipes; mas es necesario que adviertan que no dejamos la calificación de tirano al arbitrio de un particular ni aun al de muchos, sino que queremos que le pregone como tal la fama pública y sean del mismo parecer los varones graves y eruditos. Es, por otra parte, aquel temor completamente infundado. De otro modo irían los negocios de los hombres si entre éstos se encontrasen muchos de grande esfuerzo dispuestos a despreciar su salud y su vida por la libertad de la patria; mas, desgraciadamente, detiene a los más el deseo de salvar sus días, deseo que se opone a la realización de grandes y nobilísimos proyectos. Entre tantos tiranos como existieron en la antigüedad ¿cuántos podemos contar que hayan muerto bajo una espada regicida? En España apenas uno que otro, si bien debe esto atribuirse a la lealtad de los súbditos y a la clemencia de los príncipes que ejercieron humana y modestamente el poder que le confiaron el consentimiento público y el derecho. Es siempre, sin embargo, saludable que estén persuadidos los príncipes de que, si oprimen la república, si se hacen intolerables por sus vicios y por sus delitos, están sujetos a ser asesinados, no sólo con derecho, sino hasta con aplauso y gloria de las generaciones venideras. Este temor, cuando menos, servirá para que no se entregue tan fácilmente ni del todo a la liviandad y a las manos de sus corruptores cortesanos, para que, cuando menos por algún tiempo, ponga freno a sus furores. Podrá contenerle mucho este temor y, aun más que este temor, la persuasión de que siempre es mayor la autoridad del pueblo que la suya, por más que hombres malvadísimos, sólo para lisonjearle, afirmen lo contrario, A lo que se objetaba sobre el rey David, debemos contestar que no tenía éste una causa bastante poderosa para matar a Saúl, pudiendo, como podía, apelar a la fuga; que siendo Saúl un rey establecido por el mismo Dios, si David le hubiese muerto para defenderse, hubiera debido atribuírsele a impiedad, no a amor a la república. Ni fueron, por otra parte, tan depravadas las costumbres de Saúl que oprimiese tiránicamente a sus súbditos y quebrantase escandalosamente las leyes divinas y humanas, y se apoderase de la fortuna de los ciudadanos. Es cierto que la corona había de pasar a David, pero cuando Saúl muriese y sin que esto le diese derecho para arrebatar al que aun reinaba el imperio junto con la vida. Ignoramos en qué podía fundarse san Agustín cuando en el cap. 17 de su libro contra Dimano estableció que David no quiso matar a Saúl, a pesar de serle lícito.

No es tampoco necesario esforzarse mucho para destruir la objeción de los emperadores romanos. Con la resignación y la sangre de los fieles se echaban entonces los cimientos de la grandeza de la Iglesia, que ha llegado a extenderse hasta los últimos límites del orbe; cuanto mayor era la opresión, cuantas más eran las víctimas, tanto más iba creciendo por un favor especial del cielo. No convenía, por esta razón, en aquellos tiempos, que los fieles atentasen contra la vida de los príncipes; no convenía que hiciesen ni aun lo que estaba permitido por derecho y venía establecido terminantemente por las leyes; y, aun refiriéndonos a aquellos tiempos, hallamos que el noble historiador Zozoma, haciéndose cargo en el cap. 2.° del lib. VI de si era cierto que un soldado hubiese muerto al emperador Juliano, dice claramente que, a serlo, merecía por éste sólo hecho el aplauso de las gentes.

Creemos, por fin, que deben evitarse los movimientos populares para que con la alegría de la muerte del tirano no se entregue la muchedumbre a excesos y sea de todo punto estéril un hecho de tanto peligro y trascendencia; creemos que, antes de llegar a ese extremo y gravísimo remedio, deben ponerse en juego todas las medidas capaces de apartar al príncipe de su fatal camino. Mas cuando no queda ya esperanza, cuando estén ya puestas en peligro la santidad de la religión y la salud del reino, ¿quién habrá tan falto de razón que no confiese que es lícito sacudir la tiranía con la fuerza del derecho, con las leyes, con las armas? Ejercerá, quizás, en algunos mucha influencia el hecho de haber sido condenada por los padres del concilio de Constanza la proposición de que cualquier súbdito debe y puede matar al tirano, valiéndose, no sólo de la fuerza, sino también de las asechanzas y del fraude. Este decreto, empero, no fue aprobado ni por el pontífice Martín V ni por Eugenio ni por sus sucesores, de cuyo asentimiento depende la fuerza legislativa de los concilios eclesiásticos; este decreto fue dado en una época de trastornos para la Iglesia, en una época en que tres pontífices a la vez se disputaban la silla de San Pedro; este decreto fue motivado por la exagerada doctrina de los husitas, según la cual cabía destronar a los príncipes por cualquiera crimen que hubiesen cometido y tenía cualquiera facultades para despojarles del poder de que injustamente disponían; este decreto fue extendido finalmente con la idea de condenar la opinión de Juan le Petit, teólogo de París, que pretendía excusar él asesinato de Luis de Orleans por Juan de Borgoña, sentando que es lícito que mate un particular a un rey que está ya cerca de la tiranía, cosa insostenible, sobre todo cuando hay de por medio un juramento y no se espera, como no esperó aquel, a que se pronuncien otros en contra del monarca.

Este es pues mi parecer, hijo de un ánimo sincero, en que puedo, como hombre, engañarme. Si alguien supiese más y me diese en contra de él mejores razones, se lo agradeceré en el alma. Pláceme empero concluir este capítulo con las palabras del tribuno Flavio que, convencido de conspirador contra Domicio Nerón y preguntado cómo pudo olvidar su juramento: «Te aborrecía, dijo; no tuviste un soldado más fiel que yo mientras mereciste ser amado; empecé a odiarte después que fuiste parricida de tu madre y de tu esposa, después que te hiciste auriga, cómico e incendiario». ¡Alma verdaderamente militar y de varonil esfuerzo!

 

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