Tolerancia

Ser tolerante hoy es ser moralmente bueno y, sobre todo, un demócrata. El intolerante, por el contrario, es malo y antidemócrata. La tolerancia es la virtud moral y politica suprema. Se relaciona con la libertad de opinión, de palabra, prensa, etc., entendida como la obligación de respetar la opinión de toda persona, sea quien sea.

Pero esto es indefendible, pues equivale a creer que todos los individuos tienen pleno uso de su razón y por tanto tienen el derecho a ser oídos.

Así concebida, la tolerancia es ridícula además de muy perniciosa para quien la practique. ¿Quién aceptará que vale lo mismo lo dicho por el médico que lo dicho por el paciente, aunque este último siente los efectos de la enfermedad y el otro no?

En la vida normal no es posible practicar esta virtud. En cuanto haya una reunión de diez personas no pueden contar todos igual. Es necesario hablar por turno, nadie debe acaparar el tiempo de todos para exponer sus ideas, es incorrecto ponerse a hablar de otra cosa por el simple hecho de que uno tenga una opinión formada sobre ella, etc. Y si se trata de una multitud que se ha reunido, por ejemplo, en una asamblea, ¿habrán de tener todos derecho a hablar ante todos y prolongar así la reunión indefinidamente?

Además de esto, hay personas que carecen de todo crédito, sea por ignorancia, por falta de luces o por maldad. ¿También con ellos hay que ser tolerante y concederles el derecho a ser oídos, que implica la obligación de que se les escuche con atención?

Por otro lado, no puede tolerarse que alguien diga ciertas cosas, por muy verdaderas que sean. No debe permitirse que alguien haga alusiones en público sobre la cojera, la joroba o cualquier otro defecto físico de otra persona. En esto hay que ser intolerantes.

Incluso es posible que en ciertas ocasiones sea correcto no respetar la opinión de alguien por respeto a su persona. Si estoy hablando en público y de mi boca no salen más que insensateces, el amigo debe hacérmelo saber para que yo no quede en ridículo. Su amistad debe librarme de mi opinión. Si no lo hace así es un mal amigo.

Luego la tolerancia no es siempre buena y en algunas circunstancias puede ser mala. Para saber si algo es moral o inmoral no hay que preguntarse si cae o no dentro de los parámetros del tolerante, sino al revés, habrá que saber primero si la tolerancia es buena o no. No es ella la medida de la moral, sino la moral medida suya.

Hay veces que no es buena si se liga con la verdad, como el caso de la cojera o la joroba que he mencionado, pero en otras tendrá que ligarse con ella. Si alguien quiere, por ejemplo, publicar una investigación sobre el vuelo de las brujas la noche del Sabbath, no debe financiárselo el Ministerio de Cultura, por mucho que éste predique la virtud de la tolerancia y de la libertad de imprenta. El Ministerio debería financiar las investigaciones que tengan que ver con la verdad. En todo caso, no es fácil establecer un criterio fijo.

Tampoco está claro que la conexión con la libertad haga que la tolerancia sea buena. La libertad del etarra para matar a la gente es algo que no debe tolerarse. La intolerancia es también lo bueno en un caso así.

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Cortes generales

El artículo 66, párrafo primero, de nuestra Constitución establece que “las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado”. El párrafo segundo del 67 añade que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”.

Representar al pueblo español significa que por muy ligado a sus amigos, a sus familiares y a su tierra que se hallen un diputado o un senador, por muy grande que sea el amor que tengan a su gente y a su lugar de procedencia, su juicio debe ser sereno y su conciencia clara, y ambos deben mirar por el pueblo de cuyas Cortes son miembros y no por los intereses locales hacia los que se inclinen sus sentimientos, porque ellos representan al pueblo español y no a una parte de él y no están ligados por mandato imperativo de dicha parte.

La elección a las cámaras se hace por provincias, no por regiones, según criterios cuantitavos de población. Así lo decidieron los liberales en 1822 con el fin de que las actividades administrativas, gubernativas, judiciales y económicas se efectuaran según criterios de igualdad jurídica, eficacia y unidad, y no según los privilegios de los antiguos reinos medievales. Así se ha venido haciendo desde entonces, descontando algunas perniciosas excepciones habidas a lo largo de estos dos siglos.

Y así está bien que se siga haciendo, porque el gobierno y las leyes son cosas de la razón, no del sentimiento ni de la voluntad. No es, pues, la voluntad local de los electores lo que dicta a un diputado lo que debe hacer. La Constitución prohibe ese mandato imperativo. Cierto es que existe el deber de examinar con la máxima atención esa voluntad, pero no para ser seguida por un parlamentario robotizado.

Se es diputado o senador por una provincia, pero se es diputado o senador de una nación libre, cuya estructura política se pone en sus manos durante cuatro años para que dedique a ella toda su atención. En este punto el todo es anterior a la parte.

Por todo esto es una grave degradación de la representatividad popular que en esas Cortes Generales entren individuos cuya notoria y pública intención es que prevalezca la parte sobre el todo, llegando incluso a proclamar abiertamente su plan de secesión. Entre ellos hay unos cuantos, seis o siete, que ni siquiera ven mal los asesinatos cometidos con vistas a ese fin de casi mis personas por pertenecer a una nación libre que ellos tienen ahora la obligación de representar y defender tras haber sido elegidos por algunas de sus provincias.

¿Es posible un contrasentido mayor? ¿No son esos individuos la negación de la representación democrática que tienen la obligación de ejercer? ¿No son antidemócratas? ¿Cómo ha podido cometerse una necedad tan grande?

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez: 14-12-11)

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Socialdemocracia nihilista

Ante la euforia de que pueden quizá participar algunos de los que se han alegrado del triunfo del Partido Popular español puede venir bien tomar una cierta distancia para volver a las líneas generales de actuación de los partidos políticos.

No debe olvidarse, por ejemplo, que los instrumentos principales utilizados por la oligarquía para mantenerse en el poder son la coacción y el consenso. Las castas políticas nacidas para dominar el estado-nación surgido del derrumbamiento de las anteriores monarquías han aprendido a utilizarlos con una gran maestría. El consenso se construye sobre el miedo, la propaganda, cuyo poder es hoy mayor que en pasado gracias a los medios de comunicación de masas, y el monopolio del poder que, según se dice, es propiedad del pueblo, de la llamada ciudadanía, pero que en la práctica pertenece en exclusiva a los que se dicen representantes suyos, por más que no existe un solo significado del término “representación” que lo permita.

Los nacionalsocialistas fueron quizá los primeros en hacer uso de estas habilidades, pero se condujeron como el aprendiz de brujo y fueron barridos por la historia. Lo que ahora se sigue llamando socialdemocracia en Europa, comprendiendo ahí al PSOE, aprendió bien la lección y ahora aplica los mismos métodos con más prudencia. Se ha vuelto más sutil. Ya no utiliza la coacción física, que tan malos resultados dio a los totalitarismos nazi y soviético. En su lugar procura dominar las planas conciencias de los ciudadanos-súbditos por medio de llamamientos al pacifismo y procura asimismo encandilarlas por medio de la propaganda.

La propaganda fue un invento de Napoleón que un siglo y medio más tarde depuró Goebbels y que el socialismo utiliza para no perecer, pues necesita sustituir la cientificidad de que antaño hizo gala por algo que penetre en mentes poco o nada habituadas a la crítica racional. En los primeros cincuenta años del siglo XIX esa cientificidad dio a las obras de Marx y Engels un prestigio que hubo de hundirse estrepitosamente cuando la marcha de los acontecimientos del mismo XIX y posteriormente del XX las desmintió rotundamente. A partir de entonces el socialismo debería haber sido visto como lo que realmente es, como un camino perdido de la historia, como tantos otros. Pero pervive en nuestro tiempo, aunque no por su “verdad científica”, sino por su capacidad de engaño.

Era ya una ideología agonizante mucho antes del 11 de noviembre del año 1989. Ese día preciso, el día de la caída del muro berlinés, debería haberse levantado acta definitiva de su defunción, pero no fue así, aunque tampoco se puede decir que haya sobrevivido, porque en el presente es un muerto viviente que se mueve entre nosotros tras haberse transmutado en un extraño y contradictorio sistema de ideas que mezclan el liberalismo, el homosexualismo, el feminismo, el ecologismo, el cosmopolitismo, la bioideología de la salud, el pacifismo, el abortismo, etc. Es una religión nihilista, porque la suma de tales ideas es igual a cero.

Ahora sobrevive como superstición, lo cual es el destino de todas las religiones políticas. Y sobrevive gracias a intereses bien concretos, como la creación de cargos dependientes del dominio que los automentados progresistas mantienen sobre el cine, la televisión, la radio, la prensa y todo el armatoste de producción de dinero de que se ocupan el mal llamado Ministerio de Cultura y todas las consejerías del ramo; de puestos funcionariales diseminados por las administraciones, que han tenido que multiplicarse para intentar saciar una voracidad sin límites, de cargos más o menos legales, de subvenciones, de negocios, etc. Todo ello, claro está, se carga sobre las espaldas del contribuyente, que se resigna a contemplar cómo medran los ineptos.

No se vaya a entender que este progresismo socialdemócrata nihilista es exclusivo de los partidos que se llaman a sí mismos socialistas. Con mayor o menor intensidad porque está presente en todos los partidos.

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La educación

En España ha sobrevenido una catástrofe educativa desde hace unos veinte años, a contar desde la implantación de la primera ley del PSOE, la malhadada LOGSE, a la que siguieron otras no menos funestas. Dicho sea de paso: las leyes educativas vigentes durante todo ese tiempo son todas socialistas, sin excepción. Los populares han tenido pocas ocasiones, por no decir nulas, de elaborar y aplicar leyes de educación. Y cuando lo han intentado han sido poco ambiciosos.

Los profesores que en su momento defendían el constructivismo logsiano y que ahora asisten a la hecatombe que se está siguiendo de su aplicación se defienden diciendo que la intención –la idea- era buena, pero que la aplicación de la misma a la realidad ha sido poco adecuada. Pero eso es lo mismo que no querer salir de su error. Si la idea era buena y las consecuencias malas ¿por qué siguen ahondando en ella? La única conclusión lícita es que esto es lo que buscaban, pues de lo contrario rectificarían.

El constructivismo es una barbaridad propia de pánfilos. Lo verdaderamente asombroso es que se haya impuesto no solamente en España, sino, antes que en ella, en otros países, como Estados Unidos e Inglaterra. Consiste, por ejemplo, en creer que el alumno no descubre el teorema de Pitágoras dedicándole tiempo y esfuerzo hasta conseguir entenderlo, sino que él por sí mismo lo elabora o “construye”, debiendo limitarse el profesor a ser su guía. El profesor no es, pues, un hombre que tiene conocimientos de su materia, en lo cual consistiría su autoridad, como la del médico ante el paciente. Tampoco el muchacho es alguien que admite no tenerlos, por lo que reconocería la autoridad de aquél. No, él tiene que construir, o reconstruir, sus propios conocimientos y el profesor debe limitarse a hacer lo que pueda para que no se salga de su camino.

La puesta en marcha de este principio aparentemente inofensivo ha tenido efectos devastadores: los maestros de primaria y los profesores de secundaria han perdido su autoridad, convirtiéndose por ley en una especie de animadores socioculturales, la cantidad de conocimientos que se imparte es mucho menor que en épocas pasadas y la calidad de los mismos es ínfima.

Esto ha tenido una incidencia especial en la enseñanza de la historia de España. Lo mismo que la nación se ha dividido en comunidades territoriales con responsabilidad en educación, la historia ha seguido el mismo curso y se ha vuelto geográfica. Es como si no hubiera una historia general, sino una de Castilla la Vieja, otra de León, otra de Murcia, de Cataluña, etc., lo cual equivale simple y llanamente a la destrucción de la historia como ciencia.

No sin una gran dosis de timidez, el PP intentó detener la caída libre del sistema educativo durante su primera legislatura, pero el PSOE se alió con los nacionalistas y echó atrás en sede parlamentaria las propuestas de Esperanza Aguirre, a la sazón ministra del ramo. Luego lo volvió a intentar, ya con mayoría absoluta, y sacó adelante una ley bastante tibia, pero el PSOE frenó bruscamente su aplicación en cuanto llegó al poder. En consecuencia, la culpa del desastre tienen que repartírsela los nacionalistas y los socialistas.

Pero la decadencia de la escuela pública no es solamente un caso español. Es también europeo y americano. Lo grave de nuestro caso es que se podía haber aprendido de los otros y no haber cometido los mismos errores. Pero no. El PSOE, el único partido que ha puesto en funcionamiento leyes educativas en España, se comporta en estos temas –y en otros- como un grupo religioso provisto de una teología dogmática que sus fieles seguidores defienden con uñas y dientes … y con insultos y  agresiones cuando es necesario. Bien es cierto que se trata de una religión nihilista, como muestra, entre otros casos, el decreto de instauración de la Educación para la Ciudadanía.

La pertenencia a esa religión nihilista en que se ha convertido el socialismo español hace que sus feligreses sean inmunes a la crítica y, en contra de toda sensatez, estén siempre por el “sostenella y no enmendalla”.

No se trata de escasez de recursos para la enseñanza. Al contrario. Se trata de malformación del carácter de los muchachos. Los recursos deberían destinarse al aumento de sueldo de profesores y maestros.

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La Constitución del consenso

La Constitución del 78, merced a la cual las oligarquías partidistas heredaron y se repartieron el poder de Franco, se ha llamado “Constitución del consenso”, queriendo indicar con ello una virtud de la que carece.

Empezó siendo un consenso entre políticos, un consenso que dirigió primero la Unión de Centro Democrático de Suárez, que invitó al Partido Comunista a la fiesta, que luego coordinó el Partido Socialista Obrero Español, posteriormente el Partido Popular, a continuación otra vez el PSOE y ahora ha tomado el relevo de nuevo el PP de Mariano Rajoy. Cada cual decide por turno qué es el consenso y cómo lo administra, invitando a los demás a acomodarse sin rechistar a las iniciativas que él toma, porque por algo ha ganado las elecciones y le corresponde desarrollar las posibilidades implícitas en la Constitución del 78, en donde es posible encontrar cualquier cosa que uno quiera.

El partido que gana las elecciones organiza y dirige el consenso. En eso no hubo novedad con Zapatero, el hombre limitado, en la pasada legislatura. El PP se quejó en vano de que se le aislara, pues su oponente se limitaba a atenerse al diseño constitucional.

Lo peor no fue aquel aislamiento circunstancial del PP, motivado por una táctica maquiavélica de consecución y mantenimiento del poder. Lo peor fue algo más profundo, un mal que algunos llamarían “estructural”: que la nación española asistió y asiste sin voz ni voto a la fiesta del consenso entre oligarquías. Nadie la invitó al principio y nadie la invita ahora. Se dio por bueno que la representaban inicialmente aquellos partidos que surgieron de la nada a la muerte de Franco, partidos que sin ser llamados a ello redactaron una Constitución y la otorgaron a la nación española.

Es muy probable que ésta no deseara una Constitución ni una distribución del territorio en autonomías. En todo caso, no se le preguntó. Lo que sí parece seguro es que quería una transición pacífica, una transición que enterrara para siempre los males de la guerra civil. La artera utilización de ese deseo, proclive por su propia naturaleza a dejarse guiar por mensajes alarmistas, dio una oportunidad de oro a los recién nacidos partidos políticos de repartirse la herencia de Franco. Y en esas estamos desde entonces.

En conclusión, la Carta Constitucional instituyó el consenso entre oligarquías a espaldas de la nación e impuso los intereses de éstas a los intereses de la nación. A la nación no se le dejó entonces otra opción que la de dar su asentimiento a lo que se le imponía y ahora no puede hacer otra cosa que optar entre los grupos oligárquicos en liza.

Por no se sabe qué mala conciencia -¿o sí se sabe? ¿el victimismo acaso?-, el consenso constitucional abrió las puertas de par en par a los separatistas, que las franquearon con todos los honores, haciéndose pasar por los vencedores de una batalla que no habían librado, pues casi nadie se opuso al franquismo, excepto la ETA y el PC, aunque de manera muy diferente. También las abrió a los comunistas. Ambos, separatistas y comunistas, son enemigos de la nación española. Los primeros porque ven en ella el obstáculo que les impide dar cuerpo a su fantasía delirante y antipolítica, fantasía que en varias ocasiones ha mostrado ya su fondo racista, como no puede ser de otro modo cuando se apela a la tierra y a la sangre. Los segundos porque son enemigos de toda nación, debido a que habrían querido dar cuerpo asimismo a su fantasía del proletariado universal, de la lucha de clases, etc., y han tenido que comprobar que las naciones fusionan entre sí las clases y no dan cabida a esa utópica universalidad proletaria, de lo cual fue una prueba concluyente lo sucedido en las dos grandes guerras del siglo pasado.

Era de esperar que el PSOE –lo poco que había quedado de él, tan poco que no se notó que existía hasta después de morir Franco-, que había sido anticomunista durante el franquismo, estuviera dispuesto a defender la nación, aunque solo fuera por hacer honor a la “E” de su nombre. Pero los recién llegados desplazaron a los antiguos dirigentes e imprimieron al partido una nueva dirección. El caso es que en aquellos primeros años sucedió al PSOE lo que a la Falange a partir de los primeros años de la Guerra Civil, que pasó de ser un partido prácticamente inexistente a recibir una riada de militantes. El apoyo de Franco fue decisivo seguramente en el caso de Falange. En el del PSOE lo fue la socialdemocracia de Europa, sobre todo de Alemania. A ello contribuyó además, todo hay que decirlo, la demagogia socialista, que en los primeros años del cambio de régimen todavía se beneficiaba del señuelo propagandístico de un estado que ha merecido el poco honroso honor de ser el que más sangre ha vertido en la historia humana. Me refiero al soviético.

En aquella fiesta del consenso (la que tuvo lugar entre la muerte de Franco y la creación de partidos políticos con participación en las Cortes) no estuvo presente la derecha. Su lugar fue ocupado por el partido de Suárez, un invento político que aglutinó a socialdemócratas y a socialcristianos, entre otras corrientes, y que, acomplejado tal vez porque sus próceres más significados, hombres íntegros, como se ha probado más tarde, habían crecido a la sombra del franquismo, dieron en decir que eran de centro, no de derecha ni de izquierda. Como si ser centrista fuera ser algo en realidad. O como si lo fuera ahora ser de izquierda.

El caso es que todo se fue encaminando hacia el triunfo del PSOE, el cual, una vez destruido su oponente, reinó solo, ocupando casi todo el espacio político durante más de una década. En ese tiempo hubo muestras claras del propósito interno de esta democracia instaurada por la Constitución del 78: la sustitución del partido único, del mal llamado Movimiento Nacional, pues no se movía, por un juego de partidos que inició el modelo despótico de Estado que ya venía funcionado en Europa. Hubo quienes denominaron “franquismo sociológico” al partido socialista de aquellos años. Y con razón, aunque creo que la fórmula es insuficiente.

En virtud de una ley electoral con listas cerradas para que nada escape a su control y con un sistema de reparto de escaños que falsea abiertamente la aritmética electoral para dar a los secesionistas un poder que no les corresponde, los jefes de los partidos, y no los propios partidos, administran el Estado. Ellos, los jefes, monopolizan el poder legislativo, como puede verse en cualquier votación del Congreso, donde nadie hace más que lo que se le manda, nombran al ejecutivo e intervienen directamente en el judicial. El poder civil económico, el periodístico –cuarto poder-, etc., la sociedad civil, en suma, tampoco queda libre de la zarpa del jefe.

Y así seguimos cuando se ha producido un importante triunfo del PP y un importante derrumbamiento del PSOE. Veremos qué nos depara el futuro.

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Crítica de la religión

La crítica de la religión es casi siempre crítica de la religión católica. No es que no se deba criticar la fe religiosa, las organizaciones eclesiásticas, las actividades de muchos clérigos y muchos fieles, etc. Todo lo contrario. J. Ratzinger ha dejado escrito que los herejes son una piedra angular de la Iglesia Católica. Así es, en efecto. El número de los que han encontrado graves problemas en la creencia y práctica católicas es inmenso. A las respuestas que se les han dado y que habrán de seguir dándoseles en el futuro se debe en gran parte la fortaleza racional de que puede hacer gala la Iglesia.

La izquierda nacida en la Ilustración simpre había hecho suya la actitud crítica ante la religión, pero sus sucesores actuales, sobre todo cuando dejan algún partido comunista y se pasan al islam, cuyo mejor modelo es R. Garaudy, dirigen su artillería solo contra el catolicismo, pero no contra otras religiones, y menos aún contra el islam, de cuyos reductos más radicales proceden hoy los ataques más violentos contra la civilización occidental.

Falsos sucesores del espíritu ilustrado, hacen leña de lo que ellos ven como árbol caído y se atreven a atacar a quienes están ya acostumbrados a recibir insultos sin responder a ellos, pero les parece muy izquierdista y muy progresista cerrar su boca cuando se trata del islam. Como mucho, llegan a decir que todas las religiones son iguales cuando se les pone ante su contradicción.

¿Iguales en qué? La idea de yihad, que tiene dos acepciones, como yihad mayor, o lucha contra uno mismo, y yihad menor, o lucha contra el infiel, no existe en su segundo significado en el cristianismo. Según muchos musulmanes, solamente se ha de poner en práctica como guerra defensiva.

Esta interpretación puede ser correcta, pero no es demasiado clara. No hace mucho tiempo que Antonio Elorza publicó un artículo en que daba cuenta de que la editorial Darussalam (La Casa de la Paz), que se llama a sí misma “líder mundial de libros islámicos”, publicó una versión bilingüe, en árabe e inglés, del Corán, cuyo versículo 8:60, el versículo que utilizan los terroristas para justificar doctrinalmente el terror, viene actualizado al inglés de la siguiente manera: “And make ready against them all you can of power, including steeds of war (tanks, planes, missiles, artillery) to threaten the enemy of Allah and your enemy”. La antigua versión española del mismo versículo, acomodada al siglo VII, era: “Preparad contra ellos todas las fuerzas y caballería que podáis; así aterrorizareis a los enemigos de Alá que son también los vuestros”. La actual inglesa, puesta al día, se traduce así: “Preparad contra ellos toda la fuerza que podáis, incluyendo medios de guerra (tanques, aviones, misiles, artillería), así aterrorizareis al enemigo de Alá que es vuestro enemigo”.

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El aprendiz

Contra lo que suele pensarse, la transición solamente duró el tiempo transcurrido entre la muerte de Franco y la promulgación de la Constitución, una verdadera Carta Otorgada por las oligarquías políticas que se repartieron el poder del déspota. En aquellos años hubo quienes se inclinaban por la ruptura del régimen anterior, pero fueron silenciados invocando el peligro de un nuevo enfrentamiento. Ellos no buscaban la destrucción de la nación española, sino la restitución de las libertades políticas. Pero las oligarquías partidarias entonces en ciernes se pusieron de acuerdo entre sí y tomaron el camino del continuismo, que se resuelve actualmente en una falta de libertades políticas no muy diferente de la anterior. Este es el resultado del tan cacareado consenso, que ha manifestado abiertamente estos años su inclinación al despotismo y su odio a España.

El gobierno del PSOE es la vanguardia. No ha habido disidentes en el interior del partido mientras han mantenido el gobierno. La disidencia no pasó de anecdótica y habría que preguntarse si los dos o tres revoltosos que surgieron no contribuyeron más bien a que el resto apretara las filas. Sea como fuere, lo cierto es que todos sus miembros estuvieron apiñados alrededor de un hombre limitado cuya única idea política (mejor: antipolítica) era la paz, la paz infinita. La paz fue el tema central de la propaganda soviética, cuya finalidad era producir el miedo y la cobardía para así adormecer a Occidente. En manos de Zapatero era más consigna que idea, pues la repetía a cada paso para que calara. Este individuo se ha comportado como Edipo, que a cualquier cosa que se le preguntara respondía siempre lo mismo: “Es el hombre”. Así era inevitable que acertara alguna vez.

A todo le llamaba paz, a la complicidad con Eta y a la decisión de enviar soldados al Líbano para proteger a Hizbulá de Israel. Luego se dijo que los asesinos de nuestros soldados probablemente eran de Hizbulá, lo que podría ser verdad. Al Qaeda podría ser solo una coartada. “Ansia infinita de paz”, dijo con una cursilería insoportable y ridícula en el Congreso. Para adobar ese ansia su corte apelaba a Kant y a su mito de la paz perpetua, desconociendo que las recetas kantianas son una vía casi segura para la guerra perpetua. Aquellos alegatos eran pura propaganda vacía de contenido.

Se equivocaron, por otro lado, los que creían que caía en confusión y se escondía cada vez que ocurría algo grave, como el atentato de la T-4 en diciembre o la muerte de los seis soldados. No es cierto. Fue cálculo propagandístico, promoción de su imagen, para lo que necesitaba alejarla de aquellas situaciones en que se la pudiera asociar a la violencia, aunque fuera a la violencia institucional, de la que él, como presidente de la nación, tiene el monopolio legítimo. ¡Qué valor tan grande tiene la pantalla de TV!

Lo asombroso fue que el hombre limitado no acertó nunca. Su idea antipolítica le acabó costando a su partido las elecciones y la pérdida de miles de puestos para sus seguidores. Valga como castigo por aquella esceba bochornosa posterior al atentado del 30-D. Entonces se vio que todo el partido estaba dispuesto a entrar en la complicidad de Eta. Explotaron luego el fin de la organización asesina, un final pactado quizá hasta en los documentos de la banda, según está viéndose estos días, pero la gente les ha dado la espalda. Ya no les resulta rentable defender su miserable discurso de paz, un discurso que les llevó  a negar a los soldados españoles que murieron hace unos años en Líbano una condecoración que el propio gobierno libanés no les regateó, y todo con tal de no cambiar de palabras, todo con tal de no decir “guerra” donde ahora dice “paz”. ¡Cuán grande es el poder de la semántica, pues así le siguen todos sus paniaguados y corifeos! Un buen déspota procura siempre adueñarse de ella antes que de cualquier otra cosa. Este fue solamente un aprendiz.

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El socialismo

El socialismo era una ideología agonizante mucho antes del 11 de noviembre del año 1989. Ese día preciso, el día de la caída del muro berlinés, debería haberse levantado acta definitiva de su defunción. No fue así, pero tampoco se puede decir que haya sobrevivido, porque en el presente es un muerto viviente que se mueve entre nosotros tras haberse transmutado en un extraño y contradictorio sistema de ideas que mezclan el liberalismo, el homosexualismo, el feminismo, el ecologismo, el cosmopolitismo, la bioideología de la salud, etc. Es una religión nihilista, porque la suma de tales ideas es igual a cero.

Sobrevive como superstición, lo cual es el destino de todas las religiones políticas. Y sobrevive gracias a intereses bien concretos, como la creación de cargos dependientes del dominio que los automentados progresistas mantienen sobre el cine, la televisión, la radio, la prensa y todo el armatoste de producción de dinero de que se ocupan el mal llamado Ministerio de Cultura y todas las consejerías del ramo; de puestos funcionariales diseminados por las administraciones, que han tenido que multiplicarse para intentar saciar una voracidad sin límites, de cargos más o menos legales, de subvenciones, de negocios, etc. Todo ello, claro está, se carga sobre las espaldas del contribuyente, que se resigna a contemplar cómo medran los ineptos.

De este progresismo socialdemócrata participan tanto los partidos que están a la izquierda como los que están a la derecha. Los más hambrientos y menos escrupulosos son seguramente los periféricos. Incluso una organización criminal viene exigiendo su parte del botín. Y la ha conseguido, para vergüenza general.

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Kant: El principio categórico

El presente texto de Kant tiene por objeto la formulación del imperativo categórico así como su fundamentación. Imperativo, mandato o precepto es una clase de juicio práctico que pertenece por definición al campo de la moral.

Las principales obras de Kant que tienen como asunto los problemas éticos o morales son tres: Crítica de la razón práctica, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, a la que pertenece el presente texto, y Metafísica de las costumbres. En todas ellas, pero especialmente en las dos primeras, se trata de descubrir el fundamento supremo de la obligación moral. Kant defiende a este respecto que aquél no ha de buscarse ni en la naturaleza del hombre, ni tampoco en las circunstancias que le rodean, sino que debe tratarse de un fundamento total y enteramente a priori.

En efecto, supongamos que un hombre se ve en la obligación de ayudar a otro por motivos tan distintos como la amistad, la compasión o simplemente el deseo de la felicidad ajena. En todos estos casos la obligación de ayudar adquiere validez únicamente por el fin que se persigue con ella, de donde se desprende que su validez no puede ser más que relativa, nunca universal o absoluta. Digamos que el valor de la obligación de ayudar está limitado o condicionado por determinadas circunstancias, como son el tratarse de un amigo o nuestra naturaleza humana compasiva y bondadosa. Para que un mandato o imperativo tenga validez universal no puede estar sujeto a condicionantes empíricos de ninguna clase. La obligación moral de ayudar a otro tiene que llevar consigo una necesidad absoluta, la cual solo se produce cuando actuamos porque es nuestro deber. El auténtico valor moral de una acción no reside, por tanto, en los fines que pretenden obtenerse a su través, sino en el respeto al deber.

Kant distingue entre imperativos hipotéticos y categóricos, según que nuestros actos se produzcan o no por la exigencia del deber. La obligación de actuar por respeto al deber es la principal diferencia existente entre los dos imperativos mencionados. Los imperativos hipotéticos prescriben una acción bajo determinadas condiciones, como cuando decimos, por ejemplo, que hay que ayudar a otro si se trata de un amigo o si queremos sentirnos bien. Los imperativos categóricos, por el contrario, no estipulan condición alguna, pues la necesidad de ayudar se apoya únicamente en el respeto al deber.

El imperativo categórico, según se desprende de la fórmula contenida en el texto, no prescribe ninguna acción concreta. Se limita a señalar el criterio conforme al cual hemos de ajustar nuestras acciones si queremos que éstas adquieran valor moral.

Kant apuesta claramente por la superioridad de una ética basada en principios morales de esta última clase frente a éticas como la aristotélica que defienden principios morales hipotéticos. Las teorías morales del primer tipo reciben el nombre de éticas formales, mientras que estas últimas el de éticas materiales.

El concepto kantiano del deber constituye, como se desprende de todo lo anterior, el  centro neurálgico de la obligación moral. El deber pertenece al sujeto racional humano. Es, en otras palabras, el principio formal de la voluntad, por lo que carece de sentido afirmar que las acciones puedan ser buenas o malas, siendo así que lo único que cuenta a efectos morales es una voluntad buena.

Kant define el deber como la necesidad de una acción por respeto a la ley y esta ley no es otra que la que nos induce a obrar de modo que usemos la humanidad tanto en nosotros como en los demás como un fin y nunca como un medio.

La idea de que el hombre no es una simple cosa o un simple objeto se deriva de nuestra naturaleza racional y de esta última deriva finalmente la prohibición absoluta de tomar a uno mismo y a los demás como un medio. Puede decirse, por tanto, que es en nuestra naturaleza racional donde reside el fundamento último de todo principio objetivo de tipo práctico.


CAPÍTULO 1: Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico.

Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda pensarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad. El entendimiento, el gracejo, el juicio, o como quieran llamarse los talentos del espíritu; el valor, la decisión, la perseverancia en los propósitos, como cualidades del temperamento, son sin duda, en muchos respectos buenos y deseables; pero también pueden llegar a ser extraordinariamente malos y dañinos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones de la naturaleza (…) no es buena. Lo mismo sucede con los dones de la fortuna. El poder, la riqueza, la honra, la salud misma y la completa satisfacción y el contento del propio estado, bajo el nombre de felicidad, dan valor, y tras él, a veces arrogancia, si no existe una buena voluntad que rectifique y acomode a un fin universal el influjo de esa felicidad y con él el principio todo de la acción ( … )

La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma. Considerada por sí misma, es, sin comparación, muchísimo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos verificar en provecho o gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando, por particulares enconos del azar o por la mezquindad de una naturaleza madrastra, le faltase por completo a esa voluntad la facultad de sacar adelante su propósito; si, a pesar de sus mayores esfuerzos, no pudiera llevar a cabo nada y sólo quedase la buena voluntad ‑no desde luego como un mero deseo sino como el acopio de todos los medios que están en nuestro poder‑, sería esa buena voluntad como una joya brillante por sí misma, como algo que en sí mismo posee su pleno valor. La utilidad o la esterilidad no pueden ni añadir ni quitar nada a ese valor     ( … ).

Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser estimada por sí misma, de una voluntad buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya se encuentra en el sano entendimiento natural, sin que necesite ser enseñado, sino, más bien explicado, para desenvolver ese concepto que se halla siempre en la cúspide de toda la estimación que hacemos de nuestras acciones y que es la condición de todo lo demás, vamos a considerar el concepto del deber que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, lejos de ocultarlo y hacerlo incognoscible, más bien por contraste lo hacen resaltar y aparecer con mayor claridad.

Prescindo aquí de todas aquellas acciones conocidas ya como contrarias al deber, aunque en este o aquel sentido puedan ser útiles; en efecto, en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pueden suceder por deber, puesto que ocurren en contra de éste. También dejar a un lado las acciones que, siendo realmente conformes al deber, no son de aquellas hacia las cuales el hombre siente inclinación inmediatamente; pero, sin embargo, las lleva a cabo porque otra inclinación le empuja a ello. En efecto, en estos casos puede distinguirse muy fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por una intención egoísta. Mucho más difícil de notar es esa diferencia cuando la acción es conforme al deber y el sujeto, además, tiene una inclinación inmediata hacia ella. Por ejemplo: es conforme al deber que el mercader no cobre más caro a un comprador inexperto; y en los sitios donde hay mucho comercio, el comerciante avisado y prudente no lo hace, en efecto, sino que mantiene un precio fijo para todos en general, de suerte que un niño puede comprar en su casa tan bien como otro cualquiera. Así, pues, uno es servido honradamente. Mas esto no es ni mucho menos suficiente para creer que el mercader haya obrado así por deber, por principios de honradez: su provecho lo exigía; (…)

En cambio, conservar cada cual su vida es un deber, y además todos tenemos una inmediata inclinación a hacerlo así. Mas, por eso mismo, el cuidado angustioso que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene un valor interior, y la máxima que rige ese cuidado carece de un contenido moral. Conservan su vida conformemente al deber, sí; pero no por deber.  En cambio, cuando las adversidades y una pena sin consuelo han arrebatado a un hombre todo el gusto por la vida, si este infeliz, con ánimo entero y sintiendo mas indignación que apocamiento o desaliento, y aun deseando la muerte, conserva su vida sin amarla, sólo por deber y no por inclinación o miedo, entonces su máxima sí tiene un contenido moral. ( … )

La segunda proposición es esta: una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiere alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta; no depende, pues, de la realidad del objeto de la acción, sino meramente del principio del querer, según el cual ha sucedido la acción, prescindiendo de todos los objetos de la facultad del desear. Por lo anteriormente dicho se ve con claridad que los propósitos que podamos tener al realizar las acciones, y los efectos de éstas, considerados como fines y motores de la voluntad, no pueden proporcionar a las acciones ningún valor absoluto y moral. ¿Dónde pues, puede residir este valor, ya que no debe residir en la voluntad, en relación con los efectos esperados? No puede residir sino en el principio de la voluntad, prescindiendo de los fines que puedan realizarse por medio de la acción (…).

La tercera proposición, consecuencia de las dos anteriores, la formularía yo de‑ esta manera: el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley. ( … ) Una acción realizada por deber tiene que excluir por completo el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad; no queda, pues, otra cosa que pueda determinar la voluntad, si no es, objetivamente, la ley y, subjetivamente el respeto puro a esa ley práctica y, por tanto, la máxima de obedecer siempre a esa ley, aun con perjuicio de todas mis inclinaciones. ( … )

Pero ¿cuál puede ser esa ley cuya representación, aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la voluntad para que ésta pueda llamarse buena en absoluto y sin restricción alguna? Como he sustraído la voluntad a todos los afanes que pudieran apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la universal legalidad de las acciones en general ‑que debe ser el único principio de la voluntad‑;  es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer que mi máxima deba convertirse en ley universal. ( … )

Para saber lo. que he de hacer para que mi querer sea moralmente bueno, no necesito ir a buscar muy lejos una penetración especial. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo, incapaz de estar preparado para los sucesos todos que en él ocurren, bástame preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti o a algún otro, sino porque no puede convenir, como principio, en una legislación universal posible; la razón me impone respeto inmediato por esta universal legislación, de la cual no conozco aún el fundamento ‑que el filósofo habrá de indagar‑. ( … )

CAPÍTULO II: Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres.

…Y en esta coyuntura, para impedir que caigamos de las alturas de nuestras ideas del deber, para conservar en nuestra alma el fundado respeto a su ley, nada como la convicción clara de que no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes, que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder (…); así, por ejemplo, ser leal en las relaciones de amistad no podría dejar de ser exigible a todo hombre, aunque hasta hoy no hubiese habido ningún amigo leal, porque este deber reside, como deber en general, antes que toda experiencia, en la idea de una razón que determina la voluntad por fundamentos a priori.

( … )

El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos. Porque cualquier ejemplo que se me presente de ella tiene que ser a su vez previamente juzgado según principios de la moralidad, para saber si es digno de servir de ejemplo originario, esto es, de modelo; y el ejemplo no puede ser en manera alguna el que nos proporcione el concepto de la moralidad. ( … )

Todos los imperativos exprésanse por medio de un «deber ser» y muestran así la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que, por su constitución subjetiva, no es determinada necesariamente por tal ley (una constricción). Dicen que fuera bueno hacer u omitir algo; pero lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo sólo porque se le represente que es bueno hacerlo. Es, empero, prácticamente bueno lo que determina la voluntad por medio de representaciones de la razón y, consiguientemente, no por causas subjetivas, sino objetivas, esto es, por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. ( … )

Pues bien, todos los imperativos mandan, ya hipotética, ya categóricamente…   Ahora bien, si la acción es buena sólo como medio para alguna otra cosa, entonces el imperativo es hipotético; pero si la acción es representada como buena en sí, esto es como necesaria en una voluntad conforme en sí con la razón, como un principio de tal voluntad, entonces el imperativo es categórico. ( … )

El imperativo categórico es, pues, único, y es como sigue: obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal. ( … )

La universalidad de la ley por la cual suceden efectos constituye lo que se llama naturaleza en su más amplio sentido…; esto es, la existencia de las cosas, en cuanto que está determinada por leyes universales. Resulta de aquí que el imperativo universal del deber puede formularse: obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza ( … )

En una filosofía práctica donde no se trata para nosotros de admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aún cuando ello no suceda nunca ( … ) no necesitamos instaurar investigaciones acerca de los fundamentos de por qué unas cosas agradan o desagradan… no necesitamos investigar en qué descanse el sentimiento de placer y dolor, y cómo de aquí se originen deseos e inclinaciones y de ellas máximas, por la intervención de la razón;… porque si la razón por sí sola determina la conducta… ha de hacerlo necesariamente a priori. (…)

Pero suponiendo que haya algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que, como fin en sí mismo, pueda ser fundamento de determinadas leyes, entonces en ello y sólo en ello estaría el fundamento de un posible imperativo categórico, es decir, de la ley práctica.

Ahora yo digo, el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no sólo como medio para usos cualesquiera de esta o aquella voluntad; debe en todas sus acciones, no sólo las dirigidas a sí mismo, sino las dirigidas a los demás seres racionales, ser considerado siempre al mismo tiempo como fin. (…)

Si, pues, ha de haber un principio práctico supremo y un imperativo categórico con respecto a la voluntad humana, habrá de ser tal que, por la representación de lo que es fin para todos necesariamente, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad y, por tanto, pueda servir de ley práctica universal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí mismo. Así se representa necesariamente el hombre su propia existencia, y en ese respecto es ella un principio  subjetivo de las acciones humanas. Así se representa, empero, también todo ser racional su existencia, a consecuencia del mismo fundamento racional, que para mí vale; es, pues, al mismo tiempo un principio objetivo, del cual, como fundamento práctico supremo, han de poder derivarse todas las leyes de la voluntad. El imperativo práctico será, pues, como sigue: obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.

(KANT, I., Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, trad. de M. García Morente, Espasa‑Calpe.1973, pp. 25-108)

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Secesionistas

El Estado se define como organización política independiente cuyo poder no procede de otro poder superior y está encaminada al gobierno de una comunidad que ocupa un territorio. De los tres elementos que integran la definición, gobierno, comunidad y territorio, reténgase ahora el último. Su importancia procede del hecho de que el poder del estado se aplica según circunscripciones territoriales, que pueden ser municipios, condados, provincias, marcas, etc. Si esto no existe el estado tampoco, como sucedió al Gobierno de la República Española en el exilio, una organización que acabó extinguiéndose porque no podía hacer valer su poder sobre las nubes.

Un estado se constituye en primer lugar apropiándose de un territorio y después distribuye y garantiza  mediante la ley la propiedad del mismo entre los particulares. La propiedad privada es posterior a la ley, no anterior a ella, como pensaba Locke.

Los exploradores y conquistadores españoles del siglo XVI tomaban posesión de las tierras descubiertas en nombre de la corona de Castilla, que a continuación entregaba una parte de las mismas a los particulares. Los bosques, o selvas, de Penn, de donde procede el nombre de Pensilvania, fueron en su origen una concesión que la corona inglesa entregó al cuáquero William Penn el año 1681. Luego el estado inglés fue el primer dueño de aquellas tierras. Siempre es así. Sobre la propiedad pública se establece la privada.

Los conflictos por los territorios estatales son conflictos entre estados que normalmente se dirimen con la fuerza de las armas. El resultado es con frecuencia que uno de ellos se apodera de la totalidad o parte del territorio del otro. Hoy sucede así, por ejemplo, con la Prusia Oriental, de la que se apropió Rusia tras la Segunda Guerra Mundial. Recuérdese que a esa parte de Europa perteneció Koenisberg, la ciudad natal de Kant, hoy llamada Kaliningrado por decisión de Stalin.

El resultado habría sido el mismo que si hubiera habido en Prusia un partido secesionista que hubiera logrado sus propósitos. De ahí que los conflictos promovidos por nacionalismos secesionistas sean conflictos cercanos a la guerra entre estados y no simples enfrentamientos entre partidos políticos en el interior de uno de ellos. Esos enfrentamientos pertenecen a la dialéctica entre estados y no se saldan con diálogo y consenso.

La aplicación de estas ideas a nuestro tiempo muestran cómo los constituyentes del 78 confundieron la dialéctica de estados con la lucha ordinaria entre partidos políticos dentro de un estado. Esa confusión ha resultado extremadamente peligrosa, por lo que habría que apresurarse a borrar de cualquier texto legal los términos y conceptos que ellos introdujeron imprudentemente en la Carta Magna y que están en el origen del predominio actual de los partidos secesionistas.

(Publicado en La piquera, de Cope-Jerez: 07/12/2011)

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