La Constitución del 78, merced a la cual las oligarquías partidistas heredaron y se repartieron el poder de Franco, se ha llamado “Constitución del consenso”, queriendo indicar con ello una virtud de la que carece.
Empezó siendo un consenso entre políticos, un consenso que dirigió primero la Unión de Centro Democrático de Suárez, que invitó al Partido Comunista a la fiesta, que luego coordinó el Partido Socialista Obrero Español, posteriormente el Partido Popular, a continuación otra vez el PSOE y ahora ha tomado el relevo de nuevo el PP de Mariano Rajoy. Cada cual decide por turno qué es el consenso y cómo lo administra, invitando a los demás a acomodarse sin rechistar a las iniciativas que él toma, porque por algo ha ganado las elecciones y le corresponde desarrollar las posibilidades implícitas en la Constitución del 78, en donde es posible encontrar cualquier cosa que uno quiera.
El partido que gana las elecciones organiza y dirige el consenso. En eso no hubo novedad con Zapatero, el hombre limitado, en la pasada legislatura. El PP se quejó en vano de que se le aislara, pues su oponente se limitaba a atenerse al diseño constitucional.
Lo peor no fue aquel aislamiento circunstancial del PP, motivado por una táctica maquiavélica de consecución y mantenimiento del poder. Lo peor fue algo más profundo, un mal que algunos llamarían “estructural”: que la nación española asistió y asiste sin voz ni voto a la fiesta del consenso entre oligarquías. Nadie la invitó al principio y nadie la invita ahora. Se dio por bueno que la representaban inicialmente aquellos partidos que surgieron de la nada a la muerte de Franco, partidos que sin ser llamados a ello redactaron una Constitución y la otorgaron a la nación española.
Es muy probable que ésta no deseara una Constitución ni una distribución del territorio en autonomías. En todo caso, no se le preguntó. Lo que sí parece seguro es que quería una transición pacífica, una transición que enterrara para siempre los males de la guerra civil. La artera utilización de ese deseo, proclive por su propia naturaleza a dejarse guiar por mensajes alarmistas, dio una oportunidad de oro a los recién nacidos partidos políticos de repartirse la herencia de Franco. Y en esas estamos desde entonces.
En conclusión, la Carta Constitucional instituyó el consenso entre oligarquías a espaldas de la nación e impuso los intereses de éstas a los intereses de la nación. A la nación no se le dejó entonces otra opción que la de dar su asentimiento a lo que se le imponía y ahora no puede hacer otra cosa que optar entre los grupos oligárquicos en liza.
Por no se sabe qué mala conciencia -¿o sí se sabe? ¿el victimismo acaso?-, el consenso constitucional abrió las puertas de par en par a los separatistas, que las franquearon con todos los honores, haciéndose pasar por los vencedores de una batalla que no habían librado, pues casi nadie se opuso al franquismo, excepto la ETA y el PC, aunque de manera muy diferente. También las abrió a los comunistas. Ambos, separatistas y comunistas, son enemigos de la nación española. Los primeros porque ven en ella el obstáculo que les impide dar cuerpo a su fantasía delirante y antipolítica, fantasía que en varias ocasiones ha mostrado ya su fondo racista, como no puede ser de otro modo cuando se apela a la tierra y a la sangre. Los segundos porque son enemigos de toda nación, debido a que habrían querido dar cuerpo asimismo a su fantasía del proletariado universal, de la lucha de clases, etc., y han tenido que comprobar que las naciones fusionan entre sí las clases y no dan cabida a esa utópica universalidad proletaria, de lo cual fue una prueba concluyente lo sucedido en las dos grandes guerras del siglo pasado.
Era de esperar que el PSOE –lo poco que había quedado de él, tan poco que no se notó que existía hasta después de morir Franco-, que había sido anticomunista durante el franquismo, estuviera dispuesto a defender la nación, aunque solo fuera por hacer honor a la “E” de su nombre. Pero los recién llegados desplazaron a los antiguos dirigentes e imprimieron al partido una nueva dirección. El caso es que en aquellos primeros años sucedió al PSOE lo que a la Falange a partir de los primeros años de la Guerra Civil, que pasó de ser un partido prácticamente inexistente a recibir una riada de militantes. El apoyo de Franco fue decisivo seguramente en el caso de Falange. En el del PSOE lo fue la socialdemocracia de Europa, sobre todo de Alemania. A ello contribuyó además, todo hay que decirlo, la demagogia socialista, que en los primeros años del cambio de régimen todavía se beneficiaba del señuelo propagandístico de un estado que ha merecido el poco honroso honor de ser el que más sangre ha vertido en la historia humana. Me refiero al soviético.
En aquella fiesta del consenso (la que tuvo lugar entre la muerte de Franco y la creación de partidos políticos con participación en las Cortes) no estuvo presente la derecha. Su lugar fue ocupado por el partido de Suárez, un invento político que aglutinó a socialdemócratas y a socialcristianos, entre otras corrientes, y que, acomplejado tal vez porque sus próceres más significados, hombres íntegros, como se ha probado más tarde, habían crecido a la sombra del franquismo, dieron en decir que eran de centro, no de derecha ni de izquierda. Como si ser centrista fuera ser algo en realidad. O como si lo fuera ahora ser de izquierda.
El caso es que todo se fue encaminando hacia el triunfo del PSOE, el cual, una vez destruido su oponente, reinó solo, ocupando casi todo el espacio político durante más de una década. En ese tiempo hubo muestras claras del propósito interno de esta democracia instaurada por la Constitución del 78: la sustitución del partido único, del mal llamado Movimiento Nacional, pues no se movía, por un juego de partidos que inició el modelo despótico de Estado que ya venía funcionado en Europa. Hubo quienes denominaron “franquismo sociológico” al partido socialista de aquellos años. Y con razón, aunque creo que la fórmula es insuficiente.
En virtud de una ley electoral con listas cerradas para que nada escape a su control y con un sistema de reparto de escaños que falsea abiertamente la aritmética electoral para dar a los secesionistas un poder que no les corresponde, los jefes de los partidos, y no los propios partidos, administran el Estado. Ellos, los jefes, monopolizan el poder legislativo, como puede verse en cualquier votación del Congreso, donde nadie hace más que lo que se le manda, nombran al ejecutivo e intervienen directamente en el judicial. El poder civil económico, el periodístico –cuarto poder-, etc., la sociedad civil, en suma, tampoco queda libre de la zarpa del jefe.
Y así seguimos cuando se ha producido un importante triunfo del PP y un importante derrumbamiento del PSOE. Veremos qué nos depara el futuro.