La esencia de lo político

Ya se presente como Estado de Derecho, Estado de Cultura, de Bienestar o con cualquier otro rótulo con el que se pretenda ocultar su verdadero ser, lo cierto es que el poder político solo existe para triturar y asimilar las estructuras sociales que se oponen a su expansión. Vive en permanente agresión contra la sociedad de la que emana y de la que se nutre. En el extremo puede incluso destruirla, como el escorpión de la fábula: “es que está en mi naturaleza”, dijo clavando su aguijón en la cabeza de la tortuga que le trasladaba a la otra orilla del río, a pesar de que antes había tratado de convencerla, con razón, de que un acto así sería letal para él mismo tanto como para ella.

Está en la naturaleza del poder establecer alianzas con los estratos más bajos de la sociedad y alimentar sus inclinaciones e impulsos más bajos con el fin de lograr la ruina de toda autoridad moral, religiosa o intelectual que pueda hacerle frente. “Hay que cortar las espigas más altas”, dijo a Periandro de Mileto el viejo tirano de Corinto.

Es una constante y no hay que extrañarse de ello. Es la savia que recorre todas sus ramas. En nuestro tiempo viene siendo así con más claridad desde que los revolucionarios parisinos coparon un poder absoluto que había sido preparado para ellos por un monarca absoluto, Luis XIV. Él no podía saberlo, como tampoco sabía tal vez que la marcha de las cosas conduce a lugares que los hombres descubren con pasmo cuando ya han llegado, siendo así que ellos mismos han colaborado de forma decisiva en ello sin saberlo. Los revolucionarios llegaron a la cima de lo político y ensancharon y profundizaron su influjo hasta límites que nadie habría podido soñar antes. Desde entonces no ha variado esa constante. Cambian las formas, desde luego, pues no es lo mismo ejercer el dominio desde el centro de la nación que desde el municipio. Muchos creen que es más suave cuando se ejerce desde más abajo, pero están en un error, un error inducido por los poderosos. Cuanto más se desciende desde la cumbre, más aumenta la presión atmosférica. Algunos hombres libres antiguos amaban lo que ahora dicen odiar otros con el nombre de centralización: procul a Iove, procul a fulmine, (lejos de Júpiter, lejos del rayo)

Aunque es mayor el dominio del de arriba, el de abajo, el que está justo al lado del súbdito, es más opresor. El despilfarro propio del nuevo rico, el gusto hortera por todo lo que brilla, el nepotismo en todas sus formas y otras mil componendas de que usa y abusa el pequeño cacique son las variadas maneras en que el ascenso al poder asombra a los de abajo y los convierte en sus seguidores. Pero cuando llega la fiesta a su final es cuando observan con amargura que es obra de sus manos, que en sus manos estuvo detenerlo y que no lo hicieron porque no supieron lo que entonces hacían.

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Necesidad de pensar

Pensar, oponer ideas a ideas, es algo inevitable, aunque para muchos no lo sea. En ciertos asuntos no será un medio, sino un fin. Así ha sido para los que merecen el nombre de filósofos, cuyos pensamientos son ahora la historia de la filosofía y también el fondo sobre el que siguen discurriendo algunos otros. Ahora bien, pensar es un arte que nadie tiene por su nacimiento, sea éste cual sea. No hay aquí tampoco caminos reales, dispuestos para que algunos privilegidos transiten por ellos sin esfuerzo. Además, el armazón de la mente del que hace filosofía es el que contruyeron otros hombres que han desaparecido en su mayoría hace muchos años. Con ellos se han esfumado también las costumbres, instituciones, sistemas políticos y creencias del pasado, pero lo que ellos idearon para entender su entorno permanece sigue vivo todavía y tiene todo el aspecto de ser indestructible.

Las ideas resisten más que las piedras. El pasado no es cosa pasada, pues nosotros mismos somos pasado. Los conceptos que creemos más nuestros son heredados. Pasa lo mismo con las inclinaciones y sentimientos, pero no hablamos ahora de esto. Podemos creer muchas veces ser su origen y es porque de ellos hemos hecho vida y personalidad sin darnos cuenta. Luego, si nuestro intelecto procede del pasado, éste es más real que el futuro e incluso que el presente. Lo mismo cabe decir, vuelvo a repetir, de nuestra emotividad, porque los sentimientos no proceden directamente de nosotros, sino del filtro que en un momento histórico concreto proporciona la relación de la biología de cada individuo con su entorno humano, natural y artificial. Pese a lo que parezca a quien lo siente, un sentimiento nunca es causa, sino siempre efecto. Pero ya he advertido que no es de los sentimientos de lo que quería hablar aquí, aunque no tengo más remedio que dedicarles alguna atención.

Nuestra vida es tiempo y el tiempo todo lo arrolla incesantemente, complicándose y retorciéndose sin orden aparente. La vida es un barullo casi impenetrable. ¿Cómo pensarla? Las ideas que sobre ella se han producido, a veces sólo un pálido reflejo suyo, se han entremezclado, enrarecido y complicado de un modo casi tan inextricable como la misma vida que pretendían penetrar; han sido ideas con que los hombres procuraban enfrentarse a la muerte, a Dios, la justicia… y que a la postre han acabado por formar un cuerpo extraño superpuesto a la acción y la vida. ¿De qué hablan? Hay quien opina, casi increíblemente, que se hablan entre sí y utilizan a los hombres para expresarse. Otros, por el contrario, piensan que son simples sombras de una realidad más auténtica.

Es una banalidad insistir en que la vida no es clara, como nosotros tampoco somos claros ni límpidos. Llenos de impresiones contrarias y de ideas contrapuestas, nadie hay que no goce alguna vez resolviendo un problema lógico, y nadie hay tan intachablemente lógico que alguna vez no se haya estremecido con el roce de una caricia. Nadie es sencillo, y si alguien lo es, está cerrando los ojos a la vida. Es un puritano. «Quien por una inclinación nunca padeció dolor, tampoco gozó de alegría a causa de una inclinación» (Strassburg, G., Tristán e Isolda, Editora Nacional, Madrid, 1982, pág. 43) y una vida así no merece ser vivida. Pensar y sentir van juntos.

Todo esto venía a cuento de la filosofía. Continuará.

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Profesor de filosofía

La función del profesor en un curso de historia de la filosofía explicado a alumnos jóvenes es ambigua y aun contradictoria. Aparentemente no tiene más remedio que difuminarse, esconderse tras los filósofos cuyos sistemas explica, para que sólo ellos aparezcan. En ello consiste su supuesta sinceridad, pues, al actuar así obligatoriamente, parece que sólo deja traslucir, no sus preferencias, sino lo que otros han pensado. Pero cualquier alumno llega a sospechar a lo largo del curso que su profesor bien puede estar transmitiendo conflictos propios cuando explica filosofía. Intuyo que un alumno tal está en lo cierto. Estoy además convencido de que, aparte de inevitable, es conveniente que sea así: no podemos saltar por encima de nuestra propia sombra ni podemos prescindir de nosotros mismos. Que la persona del profesor, su deseo de no aceptar las medias verdades o falsedades completas en que está sumergido, forme parte de sus explicaciones es deseable, porque en caso contrario el mejor profesor sería un loro que se limita a repetir lo que oye. Su grado de éxito estribará en la pericia que posea para particularizar o generalizar lo que tantas veces son preocupaciones y experiencias personales.

La propia historia de la filosofía cae en una ambigüedad semejante. En ella hay también una franja que separa lo que aparece y lo que verdaderamente es. La apariencia, la sucesión de los autores que se van exponiendo, es por sí misma variada, incoherente, contradictoria incluso. ¿Acaso no es ése el motivo de que muchos alumnos, a quienes el comienzo de curso ha parecido quizá demasiado prometedor, empiecen a desesperar poco a poco del contenido de la asignatura y acaben por hastiarse de ella? En el nivel intelectual en que ellos se mueven, con sus mentes todavía poco avezadas al vértigo, unos, que piensan estar convencidos de algunas verdades, confiesan que acaban por dudar de ellas, en tanto que otro empiezan por aferrarse a las primeras doctrinas que han rondado sus cabezas, doctrinas que proceden del medio de comunicación de masas en que hoy se mueve casi todo. O tal vez sean doctrinas de alguna ideología política o de alguna religión que se ha tomado con fanatismo. Timeo hominem unius libri! Si empiezan apreciando las primeras lecciones, las de los presocráticos, porque les parecen razonables, van comprobando cómo son desmentidas en las lecciones siguientes. Entonces se vuelven a su depósito de creencias y deciden continuar en ellas, negándose a prestar oídos a cualquier cosa que las pueda desmentir. En resumen, un profesor de filosofía puede no estar imbuyendo en sus alumnos otra cosa que escepticismo y doctrinarismo. El primero no es a priori indeseable, pero, más que filosofía en sentido estricto, las doctrinas escépticas son los cauces fuera de lo cuales no puede moverse la filosofía. Dejo de lado, como es obvio, a los indiferentes aquellos a quienes sólo interesa, si acaso, aprobar la asignatura, y aun ello a disgusto y como forzados. Como es indiscutible que están en su derecho y como de lo que en clase oigan no harán más uso que el académico, opino que es conveniente sugerirles que aprovechen para ejercitar su intelecto, olviden pronto lo que no han tenido más remedio que leer u oír y procuren no hacer ruido.

Aquellos alumnos que vengan queriendo aprender algo, y aquellos otros a quienes se les despierte, no habrán ganado poco. Si, advirtiendo lo que hacen los filósofos –oponer ideas a ideas- adquieren el hábito de meditar sobre cualquier tema, por nimio que sea, a cualquier hora y de cualquier manera, no habrán ganado poco. El pensamiento se les habrá vuelto necesario y contribuirá a que completen su personalidad. A que vivan la vida con más plenitud. Serán más humanos.
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Papilla democrática

Una de las muchas cosas que debo a Gustavo Bueno -gracias, D. Gustavo- es el relato de un hecho acontecido en las cortes formadas a raíz de las elecciones generales habidas el mes de febrero de 1936 en España. Uno de los diputados del PSOE, llamado José de Acuña, hizo un día una interesante propuesta en sede parlamentaria. Todo hombre, rezaba la propuesta, debería tener el derecho a ser vestido y alimentado por el Estado. Con el fin de dar satisfacción a ese derecho habrían de instalarse por todo el territorio nacional artilugios a modo de surtidores, como los que suministran combustible a los automóviles, para servir gratuitamente a todo el mundo que lo solicitase unas gachas que contuvieran los ingredientes alimenticios necesarios para mantenerse vivo y saludable. Las gachas no deberían tener mal sabor, pero tampoco bueno. El que quisiera comer mejor tendría que trabajar. Don José propuso además que aquella comida se llamara papilla democrática.

La propuesta, como es sabido, no siguió adelante en aquellos aciagos años ni después, pero yo tengo para mí que se ha puesto en práctica en nuestros días, aunque en otra forma. Ahora se sirve a todo el mundo gratuitamente, por medio de surtidores repartidos por todo el territorio de España, una información que en conjunto no tiene mal sabor, pero tampoco bueno, por lo que quien quiera estar mejor informado no tiene más remedio que dedicar algunas horas al análisis y el estudio. Los surtidores de que hablo son los receptores de televisión, los periódicos, la radio, etc. Y también en gran medida los centros de enseñanza, tanto públicos como privados. Éstos se han convertido ahora en surtidores de papilla democrática por obra de una insensata legislación que no tiene visos de mejorar, no sé si por el empecinamiento del poder en la ignorancia o porque no puede ser de otro modo en un régimen político como el que se ha extendido por medio planeta. Yo me inclino por lo segundo, pero no es éste el momento de decir por qué. Si fuera verdad, la legislación no sería entonces tan insensata, sino la que correspondería a la presente situación.

Todos estos surtidores sirven los ingredientes básicos necesarios a la gente para que mantengan el mínimo de información y conocimientos que requiere el mercado democrático. No es que la papilla sea falsa, ni siquiera que sea inútil o perjudicial. La mayor parte de las veces es incluso necesaria, pues no vamos a estar a todas horas estudiando a Kant o a Santo Tomás de Aquino. La atención tiene que relajarse. Lo que digo es que sabe a poco y que quien no se conforme con ella tiene que trabajar, como dijo José de Acuña sobre la otra papilla, de la nutricional. Este señor un un sabio si se toma metafóricamente su visión de la vida, no si se la toma en sentido literal. Fue un sabio metafórico.

Pues claro, D. José. Lo mismo que es preciso trabajar para tener mejor comida es preciso también estudiar para dejar de lado la información que nos dan los herederos de Ud. y tener otra mejor. El estudio es imprescindible para no caer en una medianía que no es totalmente falsa ni totalmente verdadera y que es necesaria para la estabilidad de nuestros regímenes democráticos. Una medianía que sabe a poco. Pero, eso sí, el que quiera algo más tendrá que aprender de la mejor manera que pueda.

Quevedo dice además, como aquí se ha citado, que hasta para ser bueno y valiente es imprescindible el estudio: «Puede el hombre con ardimiento y con bondad ser valiente y virtuoso; mas faltándole el estudio, no sabrá ser virtuoso ni valiente» (Vida de Marco Bruto).

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Ideología en las aulas

Los profesores que imparten los programas oficiales de Filosofía suelen creer que es muy clara y evidente la distinción marxista entre valor de uso y valor de cambio y así la transmiten a sus alumnos. Se hacen eco de lo que dice Marx y explican que en el valor de uso está todo claro, debido a que es la utilidad de un bien para satisfacer necesidades. Como todo el mundo sabe cuáles son las necesidades humanas, nadie necesita pararse a pensar en ellas ni en su origen. Como mucho se dirá que se trata de cosas como comer, dormir, protegerse del frío, etc. Pero no se tratará de averiguar si es necesario comer pan, arroz o ternera, o vestirse con prendas de lino, lana, etc. ¿Para qué perder el tiempo en explicar algo conocido por todos cuando el programa es largo y el tiempo para darlo es demasiado corto? En el valor de uso no hay misterio alguno.

Robinson Crusoe sabe con exactitud el valor de cada cosa que produce. Calcula en tiempo que ha empleado y el esfuerzo que le ha costado. Lleva cuenta de todo. Todo está tan claro como la luz del día.

El misterio brota del valor de cambio. ¿Por qué un reloj de oro vale más que una barra de pan si el primero no satisface necesidad humana alguna y el segundo sí? La respuesta del marxismo, aceptada sin más por los profesores y comprendida de inmediato por los alumnos es que la medida del gasto de fuerza de trabajo en cuanto a duración es la magnitud de valor de la mercancía, es decir, que el valor mercantil del reloj procede del número de horas empleado en su producción, que se traducen en dinero y se trasladan al producto en forma de precio.

A continuación se explica la generación de plusvalía para el capitalista en el hecho de que éste se queda con unas cuantas horas del trabajo empleado en el producto y entrega al obrero el resto, lo que Marx llamó el «salario vitalmente necesario». No le da lo que produce y es suyo, sino lo que necesita para seguir vivo. El resto se lo apropia él.

En estas circunstancias -continúa la lección- es fácil comprender qué ven y qué esperan los trabajadores bajo esta doble faz de su trabajo. El precio de las mercancías se ha fijado para ellos en una costumbre tan arraigada que piensan que emerge de la propia naturaleza del producto. El reloj de oro es caro porque es oro. El pan es barato porque es pan. No se dan cuenta de que en realidad emerge de la relación que el pan y el oro mantienen enre sí y con otros productos en el mercado, una relación que ha reemplazado a las relaciones entre hombres. Las transformaciones de la sociedad capitalista la han llevado a un punto tal que oculta el verdadero secreto del valor mercantil: el tiempo de trabajo. El marxismo, que está en el secreto, sabe que es inevitable una pauperización progresiva del proletariado, de la que él mismo es causante directo, y una acumulación proporcional del capital en manos del capitalista. Esto es ciencia, lo demás ideología.

Armado de estas nociones «científicas», se cree capaz de predecir el futuro. Éste es inevitable: cada vez habrá un menor número de ricos, pero con mucha mayor riqueza, y, como contrapartida, cada vez un mayor número de pobres, pero con mucha mayor probreza. Y después, cuando la estructura social general se resquebraje por todas partes y el capitalismo sea insostenible, tendrá de llegar la sociedad socialista, donde, como es obvio, el valor mercantil de los bienes tendrá que traducir las necesidades humanas y nada más que las necesidades humanas. Entonces se tirarán a la basura los relojes de oro y se producirá pan para que todo el mundo coma. Lenin remachaba: el oro servirá para hacer urinarios públicos.

La teoría descansa sobre un presupuesto que Marx consideraba inatacable: que el valor de una mercancía depende del tiempo de trabajo empleado en ella. Lo aprendió en la economía clásica inglesa, sobre todo en Ricardo, y nunca pensó en ponerlo a prueba.

¿Nunca lo puso verdaderamente a prueba? ¿Nunca pensó que tal vez es al revés, que el reloj de oro no vale más porque hay más horas de trabajo introducidas en él, sino que mucha gente está dispuesta a empeñar muchas horas de su trabajo en producirlo porque vale más? ¿No tuvo ocasión de pensar que las cosas son en este asunto justamente al revés de lo que él había escrito en El capital?

Cabe pensar que sí. Jevons y Menger estaban abriendo una nueva etapa en la historia de la economía cuando él se estaba disponiendo a publicar El capital. De hecho, el primer volumen apareció en 1867. Tenía entonces 49 años. Los libros segundo y tercero los tenía redactados antes del segundo. Él murió en 1883. El resto de la obra hubo de esperar hasta que Engels la publicó en 1894. ¿A qué fue debida esta demora? ¿Por qué Marx, que se hallaba en su plenitud intelectual cuando empezó a publicar El capital, no siguió adelante con el resto? Él era un escritor prolífico, pero desde estonces parece que dejó de escribir. Pudo ser por causa de la aparición de la teoría subjetivista del valor de Jevons y Menger, que reducía a cenizas su idea de la plusvalía y del salario vitalmente necesario. Como ambas ideas eran pilares fundamentales del edificio teórico marxista, éste se derrumbaba como un castillo de naipes: la progresiva acumulación del capital en menos manos y la también progresiva pauparización del proletariado, lo que conduciría inevitablemente a la nueva sociedad socialista.

¿Comprendió Marx que su doctrina había perdido toda su base y fue por eso por lo que decidió no seguir adelante con la publicación de El capital? Tal vez nunca sepamos si fue ese el motivo, pero lo cierto es que la teoría subjetivista del valor echaba por tierra la suya propia, reduciendo su socialismo a utopismo e idelología, y que él no publicó ningún otro escrito a partir de 1867.

Como también es cierto que, al no hacer esta mínima crítica de la teoría, los profesores que imparten programas oficiales de filosofía suelen limitarse a transmitir ideología.

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Política y economía

Suele darse por sentado que la política y la economía son esferas separadas. La distinción ha constituido una tendencia muy notable en la izquierda socialista, marxista y anarquista desde el origen de la misma y ha cobrado cuerpo en una sentencia dotada de un inmenso poder de persuasión.

El sistema socialista que habrá de sustituir al sistema capitalista, dice Engels en el Anti-Dühring, será un sistema en que el gobierno de los hombres será reemplazado por la administración de las cosas. Él mismo atribuye la idea a socialistas utópicos como Saint-Simon. Marx, por su lado, dejó dicho en La miseria de la filosofía que en el tiempo comunista que estaba por venir desaparecería lo político –el gobierno de unos hombres sobre otros- y en su lugar habría una sociedad dedicada a organizar la producción "sobre la base de una asociación libre". La máquina gubernativa quedará relegada al museo de las antigüedades en el final comunista de la historia.

En esta idea no se diferencian marxistas y anarquistas, como advierte incluso Lenin en El Estado y la Revolución. Es, pues, uno de los signos de identidad de la izquierda, al menos de la izquierda tradicional, pues es de suponer que ninguna de las socialdemocracias actuales, aunque proceden de ella, la defiende, salvo si siguen creyendo que la evolución de las cosas dará lugar, sin necesidad de una revolución violenta, a la debilitación progresiva del Estado y a la administración de las cosas de manera que unos hombres no tengan que ser gobernados por otros.

Dejar la política y dedicarse a la economía. Ahí estaría la clave para muchos. Reconózcase que las antiguas generaciones de izquierda pudieron encandilar a millones de individuos con la idea: supresión del Estado, igualdad real en el reparto de las riquezas, organización no coactiva de la producción, dedicación individual a las actividades por las que uno sienta inclinación… Una parte del día para pescar, otra para cazar, otra para hacer filosofía, dijo Marx… Un hombre de bien no puede menos que desear fervientemente este estado de cosas.

Pero se trata de algo completamente falso. Con la administración de las cosas es imposible que se desvanezca el gobierno de los hombres. No hay forma humana de que esto pueda suceder. En la utopía comunista o anarquista es necesario actuar en común, según dicen sus seguidores. Habrá que determinar entonces cómo hacerlo. Queda sentado que se habrá extinguido el gobierno de unos hombre sobre otros, pero cuando haya que dirigir los procesos de producción habrá que colocar a unos hombres en unos puestos y a otros en otros. Además, será preciso que alguien determine qué bienes deben producirse, en qué cantidad, a qué fines deben servir, qué productos son necesarios, qué otros no lo son, etc., todo lo cual es imposible que se ejecute si cada individuo se deja llevar de su libre voluntad y capricho. Puede hacerse, sí, esto último, pero entonces la sociedad tendrá que resignarse a la pobreza más extrema.

Organizar la producción y la distribución de los bienes no es otra cosa que imponer la voluntad de unos sobre otros. Lo económico implica lo político.

En resumen: no hay administración de cosas que no sea gobierno de hombres y la utopía que se encierra en el reverso de esta frase refleja la más completa vaciedad. Lo político –la organización del poder- no forma una esfera aparte de lo económico –la administración de los bienes.

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Quién debe gobernar

Platón contra la democracia

¿Quién debe llevar el timón del Estado? ¿Hay alguien que pueda con justicia reclamar ese derecho para sí? ¿Lo tienen todos acaso, como exige el demócrata, o solo unos cuantos, como dice el oligarca? ¿Tal vez solo uno lo tiene, como piensan el tirano o el monarca?

Platón, es sabido, se opuso a las pretensiones democráticas, según las cuales el gobierno corresponde al pueblo y es él quien debe gobernar. En un régimen así, respondió él, se comete injusticia y se provoca el desorden, pues la tarea del gobierno va a parar al menos preparado para ejercerla.

“Figúrate que en una nave o en varias ocurre algo así como lo que voy a decirte: hay un patrón más corpulento y fuerte que todos los demás de la nave, pero un poco sordo, otro tanto corto de vista y con conocimientos náuticos parejos de su vista y de su oído; los marineros están en reyerta unos con otros por llevar el timón, creyendo cada uno de ellos que debe regirlo, sin haber aprendido jamás el arte del timonel ni poder señalar quién fue su maestro ni el tiempo en que lo estudió, antes bien, aseguran que no es cosa de estudio y, lo que es más, se muestran dispuestos a hacer pedazos al que diga que lo es” (República, 588 a).

El patrón simboliza al pueblo, que carece de conocimientos suficientes para gobernar. Esto es indudable. Cada uno de los habitantes de un territorio organizado por un Estado sabe quizá muchas cosas de su oficio: el médico de medicina, el arquitecto de arquitectura y así todos los demás, pero si alguno de éstos tiene que regir el Estado se encontrará con que no sabe cómo hacerlo. Luego todos son ignorantes en las artes del gobierno, aunque no lo sea cada cual en su oficio. Pero no se debe poner en el gobierno a un arquitecto porque sabe construir edificios ni a un médico porque sana enfermos.

Los marineros simbolizan a la clase política, compuesta de individuos que, sin tener conocimientos están dispuestos a cometer las mayores tropelías con tal de que el patrón les entregue el timón del barco. Tan seguros están de su derecho que insultarán de la peor manera a quien les diga que para mandar es preciso saber. “A mandar tiene derecho todo el mundo por igual”, dicen, aunque en la práctica son ellos solos los ejercen ese derecho. Esto convierte el régimen político que ellos dicen defender en una oligarquía.

Con todo, cuando consiguen gobernar no se dedican más que a otorgar ventajas a su clase:

Dejan impedido al honrado patrón con mandrágora, con vino o por cualquier otro medio y se ponen a mandar en la nave apoderándose de lo que en ella hay. Y así, bebiendo y banqueteando, navegan como es natural que lo hagan tales gentes, y sobre ello, llaman hombre de mar y buen piloto y entendido en la náutica a todo aquel que se dé arte a ayudarles en tomar el mando por medio de la persuasión o fuerza hecha al patrón, y censuran como inútil al que no lo hace; y no entienden tampoco que el buen piloto tiene la necesidad de preocuparse del tiempo, de las estaciones, del cielo, de los astros, de los vientos y de todo aquello que atañe al arte, si ha de ser en realidad jefe de la nave” (Ibidem).

Mandrágora y vino equivalen a medios de comunicación de masas, televisión, demagogia, descalificaciones del adversario e incluso de quien trate de corregir sus opiniones en algún punto, por poco importante que sea. Hacen fuerza al pueblo obligándole a pagar la mitad y más de su hacienda y le imponen toda clase de coacciones en nombre de la solidaridad, la igualdad, el bien común y otras abstracciones que no tienen realidad alguna.

Pero la solución dada por Platón a estos problemas, con ser su crítica acertada en gran medida, es irrealizable. Propuso que se educara desde la niñez al hombre sabio y perfecto para que solamente él se hiciera cargo de la nave del Estado, pero un hombre así es improbable que exista y si alguna vez llega a nacer será por obra del azar y la estabilidad y buen gobierno de la pólis no puede hacerse depender del azar.

Los hombres providenciales que las actuales democracias de masas han hecho florecer, por lo demás, han traído sufrimientos sin fin a la población, por lo que es preciso huir como de la peste de estos sujetos y hacer todo lo posible para que no lleguen al poder.

El albañil de Max Weber

Habrá, pues, que resignarse a la democracia, pese a que sea en realidad una oligarquía, y a las luchas entre facciones para llegar al poder. No obstante, sí cabe entender las cosas de manera adecuada y tomar ante ellas una actitud conveniente. Un obrero americano, que parecía haber adoptado esta actitud, respondió una vez a

Una respuesta interesante a la pregunta sobre quién debe gobernar la dio algún obrero americano a Max Weber (V. “El socialismoen Escritos políticos). “Un obrero americano, dice el gran sociólogo, era un personaje con elevado rango social en la sociedad americana, mucho mayor que el que tiene en la europea.» Las preguntas que solía formularles cuando tenía ocasión eran del siguiente tenor:

¿Por qué dejáis que os gobierne gente corrompida que os roba centenares de millones de dólares con el mayor descaro? ¿No os dais cuenta de que al poner a un político durante un tiempo limitado en el poder es inevitable que trate de aprovecharse al máximo de su cargo antes de abandonarlo?

La respuesta normal era de una gran profundidad, muy superior desde luego a la que sugiere, por ejemplo, Ortega y Gasset en su Rebelión de las masas:

No importa –venía a decir el interpelado-. Hay mucho dinero y pueden robar lo que quieran, que siempre quedará algo para los demás, incluso para nosotros que no gobernamos. Pero eso nos da una ventaja sobre Uds., y es que podernos escupir a esos profesionales de la política, a esos funcionarios sobrevenidos del Estado. Podemos despreciarlos, cosa que no podríamos hacer si fueran superiores en estudios y capacitación a nosotros, si formaran una casta de individuos superiores, que es lo que ocurre entre los europeos. Si fueran superiores a nosotros, serían ellos los que nos escupirían y nos despreciarían. Lo nuestro es preferible (Socialismo).

El problema real, el único problema real a que nos enfrentamos en la actualidad, es que hay que elegir entre un cuerpo permanente de individuos superiores dedicados al poder político, una casta que sería inevitable que se colocara sobre la población y fuera inamovible, y políticos sin casta que se puedan expulsar del Estado cada poco tiempo, pero que aprovecharán la oportunidad que se les brinda cada poco tiempo para enriquecerse.

Cuántos deben gobernar

Una vez descartado el hombre providencial, ya se trate de uno solo o de un grupo de elegidos, como el detentador del derecho al poder, porque un hombre así se elevará con toda seguridad sobre la población de los súbditos y los convertirá en siervos, el problema principal no es quién debe gobernar, sino cuántos deben hacerlo. La respuesta, una vez planteado el problema en estos términos, se impone por sí sola: el menor número posible.

Falta entonces determinar en qué cuerpos del Estado es preciso que disminuya la cantidad de magistrados, sin olvidar que con la cantidad de los dirigentes va unido por fuerza el tiempo que se les debe permitir ocupar los puestos del Estado, pues si son muchos, pero están unos pocos meses es casi lo mismo que si son pocos y están durante muchos años, siendo preferible seguramente lo primero. Los que conformaron la democracia ateniense conocían bien estos peligros, por lo que decidieron que hubiera una presidencia de día: el presidente del Consejo de los Quinientos lo era durante veinticuatro horas y por sorteo. Y si había desempeñado el cargo una vez ya no podía volver a él ni una sola vez en su vida.

El poder legislativo es, sin duda alguna, el cuerpo cuyos componentes pueden reducirse más. La razón es muy clara. La función de esta magistratura es indicar cómo se debe utilizar la fuerza del Estado para proteger a los miembros de la comunidad política. Con ese fin dicta leyes que obligan a todos sus miembros. Ahora bien, como la vigencia de esas leyes es permanente, no es necesario que, una vez hechas, los legisladores sigan en sus puestos, pues las leyes no tienen por qué ser muchas, sino pocas y de larga duración y efectividad. Más bien deben descender de sus altos sitiales y obedecerlas, pues son ciudadano y nada más que ciudadanos. Su único deber y privilegio es, como el de todos los demás, obedecer las leyes que a todos sirven para dedicarse a sus tareas con la seguridad de que podrán hacerlo en paz.

Así se preserva la igualdad política y se huye cuanto es posible hacerlo de la tiranía. Si, en vez de hacer esto, siguen ocupando las magistraturas, debido a que la tendencia más normal entre ellos es la de acumular más poder aún, es normal también que tiendan a hacer las leyes a su medida y en atención a su interés, apartándose así del de la comunidad y convirtiéndose en una clase social separada y situada por encima de ella.

Un Estado perfecto o en vías de serlo sería aquel en que, atendiendo ante todo a los intereses de la comunidad y no a los de una casta de dirigentes, el poder legislativo se pusiera de vez en cuando en manos de algunas personas que se reunieran en asamblea para dictar leyes y que, una vez dictadas, se disolviera la asamblea y cada uno de sus miembros volviera a sus tareas privadas.

Si se me objeta que eso no es posible responderé dando la razón a mi objetante, pero añadiré que con lo que he dicho no he hecho más que expresar un ideal y que es muy perjudicial para la salud política de la comunidad que haya un exceso de legisladores como el que hay, por ejemplo, en España, donde, no contentos con disponer de los puestos que ofrecen el Parlamento y el Senado de la Nación, han dado en multiplicarlos con réplicas regionales, siendo todos ellos permanentes. ¿No bastaría acaso y aun sobraría con que existieran solamente los miembros del Parlamento? ¿O es que entre el ideal imposible, pero normativo, y la realidad de hecho no hay otras alternativas?


 

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La economía no, la política

Buen análisis el de Alvaro Anchuelo en las páginas de Cotizalia.

Si no es la deuda pública española (65% del PIB), bastante más baja de la media europea y desde luego que la de Irlanda (111%), Italia (120%) o Grecia (158%), si la culpa de nuestra situación no es de los especuladores, que buscan oportunidades de ganancia y en muchas ocasiones se encuentran con pérdidas, si no es de los mercados financieros internacionales, una denominación que no denomina a nadie en concreto, pues son individuos, bancos, fondos de inversión, fondos de pensiones, etc., que han prestado dinero a España y exigen garantías de devolución, si no es de las agencias de rating, que a veces se equivocan, claro está, pero que emiten opiniones nada absurdas, pues entonces nadie les haría caso, por lo que hay que admitir que aciertan en lo fundamental, si la causa de nuestros males no está en ninguno de éstos, entonces ¿dónde está?

Sencillo, muy sencillo: en nuestros gobernantes, tanto los del PSOE, como los del PP y los nacionalistas. Todos ellos son responsables de lo que pasa con las cajas de ahorros y sus préstamos excesivos al sector inmobiliario, de manera que ahora tienen unos agujeros en sus balances que hacen dudar a cualquiera a la hora de prestar dinero. También son responsables del monumental despilfarro de las autonomías, despilfarro producido en el máximo desorden y descontrol, tanto que nadie sabe hasta dónde puede llegar. Y son también responsables de no emprender reformas educativas, laborales, energéticas, etc., que puedan sacarnos de ésta.

Todos ellos son responsables, unos un poco más y otros un poco menos, de lo que está pasando. Todos ellos han abusado de la Constitución del 78 al construir un Estado insostenible, al apoderarse de un sector de la banca -el de las Cajas de Ahorro- y llevarlo al desastre y al no emprender reformas de calado suficiente.

Aquí tienen el artículo de  Alvaro Anchuelo.

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Mazarino y el 15M

No está mal hacerse eco una vez más –y va la milésima- de ese diálogo que habrían mantenido dos pájaros de cuenta, Mazarino y Colbert, cuando el segundo era secretario del primero:

«-Colbert: Para conseguir dinero, hay un momento en que, engañar [al contribuyente] ya no es posible. Me gustaría, Señor Superintendente, que me explicara como es posible continuar gastando cuando ya se está endeudado hasta al cuello…

-Mazarino: Si se es un simple mortal, claro está, cuando se está cubierto de deudas, se va a parar a la prisión. Pero el Estado… ¡¡ cuando se habla del Estado, eso ya es distinto!!! No se puede mandar el Estado a prisión. Por tanto, el Estado puede continuar endeudándose. Todos los Estados lo hacen!

-C.: Ah sí? Usted piensa eso ? Con todo, precisamos de dinero. ¿ Y como hemos del obtenerlo si ya creamos todos los impuestos imaginables?

-M.: Se crean otros.

-C.: Pero ya no podemos lanzar más impuestos sobre los pobres.

-M.: Es cierto, eso ya no es posible.

-C.: Entonces, ¿sobre los ricos?

-M.: Sobre los ricos tampoco. Ellos no gastarían más y un rico que no gasta, no deja vivir a centenares de pobres. Un rico que gasta, si.

-C.: Entonces cómo hemos de hacer?

-M.: Colbert! ¡¡ Tu piensas como un queso de gruyere o como el orinal de un enfermo!!. ¡¡ Hay una cantidad enorme de gente entre los ricos y los pobres !! Son todos aquellos que trabajan soñando en llegar algún día a enriquecerse y temiendo llegar a pobres. Es a esos a los que debemos gravar con más impuestos…, cada vez más…, siempre más! ¡¡ Esos, cuanto más les quitemos, más trabajarán para compensar lo que les quitamos¡¡ ¡¡ Son un reserva inagotable!!»

Se percibe un extraño parecido entre las exigencias del movimiento «Democracia real ya» y la sabiduría de Mazarino. Dicho movimiento dice que existen unos derechos básicos que la sociedad debe cubrir: «derecho a la vivienda, al trabajo, a la cultura, a la salud, a la educación, a la participación política, al libre desarrollo personal, y derecho al consumo de los bienes necesarios para una vida sana y feliz» (Carlos Rodrígue Braun en LD, 17-7-11). Ahora bien, si estos derechos han de ser sufragados por vía coactiva, es decir, mediante impuestos, y si ni los ricos ni los pobres los habrán de pagar, habrán de ser las gentes que hay entre los ricos y los pobres quienes los paguen.

No les basta a los seguidores del 15M la coacción que ya hay y quieren más. En eso consiste la democracia real que exigen.

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Publicado en Filosofía práctica, Economía | Comentarios desactivados en Mazarino y el 15M