La autoestima, el sentirse bien consigo mismo, es quizá el principal valor moral en nuestro presente. Para alcanzarlo es conveniente demostrar por algún medio que se es parte de un grupo oprimido y así poder exigir un reconocimiento por el cual se accede al derecho al resarcimiento de saberse miembro de una colectividad maltratada, de ser portador de una identidad colectiva que se afirma mediante dogmas indiscutibles y reclama derechos que deben ser satisfechos por otros, no deberes que uno tiene que cumplir. Es la terapia de la identidad, que otorga una imagen positiva de uno mismo y la seguridad frente a la duda. Es placer y calor de establo.
Seguridad, reconocimiento, alivio, tranquilidad frente a la duda, bienestar anímico, felicidad entendida como quietud, etc., son, sin embargo, fines que se asocian a la Iglesia Católica. Pero no hay nada más lejos de ella. El cristianismo viene recibiendo ataques demoledores desde hace varios siglos. Muchos tienen que ver, sí, con lo dicho: la posesión de verdades definitivas que se quieren imponer a los demás, la complacencia consigo mismo, que elimina las aristas de la crítica, el letargo de quien no hundirá nunca la piqueta del análisis sobre su forma de vida. Sigue leyendo