Ratzinger: creyentes y ateos

Se piensa que hay dos clases nítidamente separadas: a un lado los que tienen fe y al otro los que no, a los que se suman los agnósticos.

Pero Ratzinger piensa que esa no es la realidad de nuestro tiempo. En su Introducción al cristianismo, cap. 1., “La fe en el mundo de hoy”, presenta al creyente como un náufrago sujeto a un madero flotando en la nada, a punto de hundirse en cualquier momento, intuyendo que la cruz es más fuerte, pero que el vacío amenaza su ser. En un mar de inseguridad se mantiene a duras penas el creyente, diana de todas las impugnaciones y negaciones de su fe. Podría pensarse que el que no tiene fe vive en su increencia sin problemas. Es verdad que él no suele estar cuestionado por los demás, por las ideologías del presente, porque hoy es su posición la que recibe aprobaciones y parabienes, porque él no necesita dar razones de su ateísmo o agnosticismo y goza de la aquiescencia general. Sigue leyendo

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Nación y ley

La libertad. Delacroix

Ningún hombre tiene derecho de dominio sobre otro hombre. En el orden natural nadie viene obligado a estar a disposición de otro, dice san Agustín en De civitate Dei. Con todo, es necesario vivir en comunidad, porque el estado de anarquía lleva a la más extremada dependencia y esclavitud.

En un estado así hay que pertenecer a alguno de los grupos que se forman de manera espontánea, pero las normas de los grupos son mucho más crueles que las de una comunidad política. En la banda de los cuarenta ladrones se castigaba con la muerte la simple sospecha de delación y algunos grupos religiosos prometen penas eternas por delitos que la ley civil deja al arbitrio del sujeto. Para no ser matados o esclavizados por cosas de poca monta, pese a lo que cree el anarquista, econveniente y bueno pertenecer a una comunidad política. Sigue leyendo

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Ayatolás, mujeres y Satán

Vas paseando a tu cita diaria con el periódico y el café. La gran luminaria brilla en lo alto, prometiendo una jornada gozosa. La brisa matinal colabora en esa promesa. Ves a cierta distancia una silueta de mujer bella; al aproximarte compruebas que sus ojos son verdes, que son grises, que son zarcos; te sonríe cuando te acercas porque le has cedido el paso. Te preguntas si puede haber una mujer de ojos verdes, de ojos grises, de ojos zarcos, que no sea bella. Te respondes tú mismo que no. Que no hay mujer alguna que carezca de toda gracia, que sin ellas no habría dicha en este mundo. ¿Qué sería de nosotros sin nuestras madres, esposas, hermanas, hijas…? Sigue leyendo

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Sobre la selección nacional de fútbol

Recibimiento de la selección española-Madrid

La sed de identidad es universal y profunda. El deseo de pertenencia hunde sus raíces muy adentro. A nadie debe extrañar este hecho. Siempre fue así y siempre será así. Esta sed y este deseo no pueden borrarse, porque son parte imprescindible de las comunidades políticas. Lo que cambia son las cosas en que, a modo de fetiches totémicos, se objetivan.

Las lenguas son algunos de esos seres en que identidad y pertenencia cobran cuerpo, pero desde hace muy poco tiempo. En los siglos medios podía encontrarse en el Camino de Santiago alguien que venía de Alsacia con alguien que venía de Milán. No hablaban la misma lengua, pero se reconocían como miembros de la misma comunidad en la misa, oficiada en una lengua sagrada, el latín, que ambos desconocían. Cuando las sociedades del continente europeo dejaron de ser religiosas, tuvieron necesidad de otros signos de identidad y pertenencia. Sigue leyendo

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La bandera andaluza

Jean Laurent: Catedral de Sevilla

El viajero está mirando una foto antigua, de Jean Laurent, hecha alrededor del año 1870. Hay bajeles en el puerto y otros veleros de menor tamaño. Algunos, varios siglos antes, habrían venido desde la Nueva España o desde el Perú, y sería otros: galeones, naos o carabelas. Imagina el trajín del puerto en aquel tiempo por el tráfico de mercancías. A ese tráfico acudían gentes de lugares lejanos, que se asentaban en la ciudad. Al fondo destaca la figura de la catedral, con su enhiesta torre, antes alminar, coronada por un campanario renacentista. Todo ha cambiado, pero la catedral sigue ahí.

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Jean Laurent: Catedral de Sevilla

El viajero está mirando una foto antigua, de Jean Laurent, hecha alrededor del año 1870. Hay bajeles en el puerto y otros veleros de menor tamaño. Algunos, varios siglos antes, habrían venido desde la Nueva España o desde el Perú, y sería otros: galeones, naos o carabelas. Imagina el trajín del puerto en aquel tiempo por el tráfico de mercancías. A ese tráfico acudían gentes de lugares lejanos, que se asentaban en la ciudad. Al fondo destaca la figura de la catedral, con su enhiesta torre, antes alminar, coronada por un campanario renacentista. Todo ha cambiado, pero la catedral sigue ahí.

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Volverán otra vez las lluvias

Yo me empeño a menudo en que los credos actuales, que castigan el ser más que la acción, no hagan mella en mí. A veces lo consigo y a veces no. He abandonado hace mucho la intención y la necesidad de incluirme en el marxismo y sus especies: el comunismo, el socialismo, el progresismo, el feminismo y otras. También me veo ajeno al ecologismo, al animalismo, al homosexualismo, etc. ¿Soy acaso un conservador? No, pues hay cosas que creo que no se deben conservar, pero otras sí. ¿Soy un retrógrado? Imposible. Eso es algo que puede ser un planeta en su ecuante, pero las sociedades no retroceden ni avanzan. Sólo están en el tiempo.

Soy más bien un reaccionario, porque a veces reacciono ante algunos hechos. El penúltimo ha sido un sello que, por orden del gobierno, quiere festejar el comunismo. Me pregunto: ¿qué es el comunismo? ¿Pronunciaré dictámenes sesudos e intrincados para expresarlo? No. Atenderé sólo a un rasgo. Juzgue el lector si es importante. Sigue leyendo

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Mujer

Doña Berenguela de Castilla

Decir mujer es decir belleza. Decir belleza es decir bondad. Siempre han ido juntas. Es algo que sabía el griego antiguo, para quien un hombre noble era kalós kaí agathós, hermoso y bueno. Lo sabe el metafísico, que ha solido integrar lo bello lo bueno como trascendentales del ser. Lo intuía el medieval, para quien el mejor es noble y su contrario es el villano. Incluso el séptimo arte ha rondado estas nociones: la finura estética de Charles Laughton es una prueba, pues hace decir a uno de los personajes de La noche del cazador que los malos desafinan cuando cantan.

Todo esto es cierto, pues la falta de estética y la ausencia de bien son inseparables. Las personalidades más sutiles que ha producido la raza humana, agrega Nietzsche, tienen gracia innata, mirada dominadora, manos hermosas y pies finos, además de cumplir su deber con orgullo. Sigue leyendo

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Madres que matan a sus hijos

Frederick Sandys: Medea

Podría yo empeñarme en la tarea de desarticular los innumerables argumentos que no cesan de exhalar los credos de nuestros días. Pero me faltan vigor y capacidad. Es tan extensa la progenie de ideas nacidas de ese lugar que tendría yo que ser un Alcides, que, enfrentado a la Hidra de Lerna, de cien cabezas, veía que, cada vez que él cortaba una, brotaba otra. Además, muchos de esos credos son ininteligibles para mí. Simone de Beauvoir, por ejemplo, asegura que no se nace mujer, sino que se hace mujer. Y esto no lo entiendo. Más bien pienso que una mujer, o un varón, una vez nacidos y, después de entrar en la edad de la razón y la libertad, pueden hacer de sí un santo, un poeta, un vagabundo, un asesino, etc. Si Beauvoir quiere decir que una mujer se puede hacer madre y luego asesina de su prole, entonces sí lo comprendo, pero sé que no es eso lo que ella piensa. Sigue leyendo

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El diablo, la mentira y Putin

Representación moderna de Satán

Una vez que Adán paseaba por el Jardín del Edén poniendo nombre a las cosas -desde entonces llamamos lobo al lobo y hiena a la hiena- dio con un extraño ser con porte de fauno: cuernos, patas de cabra, olor a azufre. Lo que hablaron, según cuenta Sánchez Espeso en Paraíso, fue del siguiente tenor: “¿Tú quién eres?”, preguntó Adán; “Soy el diablo”, respondió; pero Adán objetó: “Imposible; el diablo es el padre de la mentira; si tú fueras el diablo, me habrías dicho que no lo eres; pero has dicho que lo eres; luego no eres el diablo”; “Tienes razón; no soy el diablo”, dijo el extraño ser, y se marchó. ¡Lo había engañado diciéndole la verdad!

Si Adán hubiera podido contemplar la puesta de Sol fuera del Edén, habría visto que la gran luminaria estaba siendo oscurecida por un cúmulo de nubes densas, casi negras. Habría contemplado un atardecer triste, porque se había pronunciado la primera mentira en un idioma humano. Sigue leyendo

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San Ambrosio y la lectura en soledad

San Ambrosio. Tabla del monasterio de Santa María de Sigena (Fotografía de Ángel M. Felicísimo)

Yo doy mi paseo cotidiano apenas despunta el alba. El horizonte es amplio, el cielo alto y azul. Algunas nubes blancas pasan por él. Siempre miro un instante una gran encina, sólida en su suelo. Paso por un pequeño parque donde las hojas de las acacias emiten un destello verde por la luz sobre el rocío de las hojas. Vuelvo luego a casa y a mi estudio. Me esperan el café y su aroma. Después viene la lectura a solas, durante dos o tres horas.

Abro el libro donde lo dejé: la Confesiones, de san Agustín, capítulo III. Su espíritu, continúa diciendo la página que leo ahora, vivía inquieto en la discusión y la investigación y tenía a Ambrosio como hombre feliz –“sólo su celibato me parecía trabajoso”-; sigue hablando de su maestro y se sorprende de algo. Su sorpresa me desconcierta: el gran predicador que fue el Obispo de Milán, quieta la voz, leía llevando su vista por el texto y penetrando su sentido, pero sin mover siquiera los labios. ¡Leía sólo con los ojos! Intenta san Agustín hallar la causa y dice que lo hace así porque se le tomaba la garganta con facilidad y él tenía que reservarla para la predicación. Sigue leyendo

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