Cada hombre es la vida que ha vivido. Cada hombre se completa el día último. Vivir ha sido, para Ratzinger, llevar adelante su tarea, tallar su persona a fuerza de perseverancia y lucidez. Es una de esas personalidades que se cuentan entre las mejor talladas de las sociedades. En el clero católico no escasean. Brillan y se conocen mejor las que han tenido cargos de obispo, cardenal o papa, pero es porque lo que está en algo se ve a lo lejos, en tanto que lo que está más abajo suele pasar desapercibido.
Los individuos de esta clase han logrado una vigorosa excelencia y una atractiva nobleza. Su rostro y sus ademanes reflejan el poder que ejercen sobre su ser y su acción. Su trato es amable. Escuchan a otros con atención y hablan lo preciso. A veces son incluso bondadosos, lo que oculta un carácter firme y una mente enérgica. Pueden sufrir titubeos y vacilaciones, pero a la larga delinean una biografía recta, enderezada a un fin que han logrado no perder de vista, haciendo de ella una obra perfecta. No de otro modo extrae el escultor su estatua del duro mármol, a golpe de martillo y escoplo, limando las asperezas con esmero y sosiego.
Hacen siempre, o casi siempre, lo que una vez decidieron hacer y se muestran capaces de mantener su decisión. Encauzan la corriente de su vida y se mantienen en ella. Son dueños de sí, en lo cual consiste la libertad. Y, dado que libertad es lo mismo que fortaleza, son fuertes. Se observa que son libres y fuertes sobre todo cuando aceptan órdenes y las ejecutan, porque obedecen con nobleza y señorío.
En la vida de Ratzinger se conocen dos ocasiones notables que revelaron este rasgo de su espíritu. La primera fue cuando recibió la misiva de Juan Pablo II: “no firmes la carta de dimisión, que te quiero aquí hasta el final”. Era ya viejo y habría querido retirarse con su hermano a una casita de Baviera, donde dedicarse a su obra teológica. La segunda fue cuando, ya con setenta y ocho años, comprendió que seguramente sería nombrado Papa y se dirigió a Dios pidiéndole: “¡No me hagas esto!”
Fiel a su decisión inicial de entregar su vida a Dios y la Iglesia, cedió en las dos ocasiones ante su superior. Fue fiel a sí mismo. Uno puede decidir lo que ha de hacer con su vida. Lo que no puede es determinar de antemano los meandros que le sobrevendrán. Tampoco Ratzinger, por supuesto. Este hombre ha sido así, un modelo que es conveniente imitar, tanto si se es creyente como si no.
Ya he dicho que su caso no es único. Al contrario. Pertenece a una larga serie que se remonta a los orígenes del cristianismo, aunque no resulta fácil encontrarlos, porque son muchos los que han llevado y llevan una vida oscura y porque la de otros ha caído en el olvido. ¿Quién frecuenta hoy, por ejemplo, a fray Luis de Granada, un ardoroso místico que es uno de los más fecundos renovadores de la lengua castellana, al que solamente la muerte quitó la pluma de su mano cuando tenía 84 años? ¿Quién lee hoy la Guía de pecadores de este insigne dominico? Vestía una camisa de estameña gruesa, unos hábitos remendados y comía poco. Cuando los grandes de este mundo lo visitaban en su celda de Lisboa se encontraban con un anciano risueño y modesto y solamente eso percibían. Se les ocultaba un espíritu poderoso.
Yo atribuyo esto al poder de la fe. No ignoro que, en latitudes ajenas al catolicismo, hay también grandes personalidades, pero lo son por algún impulso que les guía y ese impulso no puede deberse más que a alguna clase de creencia, de fe. Esta clase de personas convence más por su vida que por sus palabras y argumentaciones.
No tiene porque ser la fe. En la antigüedad pagana había también muchos hombres por el estilo o incluso de voluntad harto más fuerte. Ahora me vienen en mente los 7 sabios griegos, por ejemplo. O durante la república romana surgieron muchos hombres hechos y derechos, como cuenta Salustio por ejemplo; un imperio como llegó a ser Roma no se construye con voluntades débiles y doblepensantes, angustiadas y quebradizas. O echemos un ojo al tipo de espíritus humanos que nos cuenta Plutarco en sus «vidas paralelas».
Que el nihilismo actual (surgido por cierto de la fe evangélica) conlleve la aparición de un ser débil, angustiado por su vida, emocionalmente enfermizo, apegado a mil narcóticos, que se autoodia y autoculpa por los males que supuestamente asolan el mundo (como el cambio climático) no significa que la fe sea la solución.
A mi, como a fin de cuentas ya reconocía Boecio por ejemplo, la fe me parece un mero narcótico más, un mecanismo de consolación que a unos les irá mejor o peor.
De hecho la fe me recuerda a esos inocentes mozos que creen con gran frenesí que sin su objeto de deseo (su amada) ellos no son nada y todo les falta. Y en efecto, se ha visto un montón de veces como el que pierde la fe se viene abajo… así ha pasado con la llegada de la modernidad.
De modo que el creyente o termina teniendo dependencia emocional de la fe y requiere buscar que este sentimiento no le abandone jamás o caen a plomo y les azota el mono.
Muy interesante el post
Buen post
Toca varios aspectos importantes. El tema es en realidad nietzscheano y quizá habría que analizar cómo se fraguan y se fraguaron esas voluntades fuertes.
Gracias.
Si, la aristocracia del espíritu… gran tema
Así es. Un tema apasionante.
Tal vez conozca este texto de Nietzsche, sobre las personalidades excelentes:
Con este ingenio, unido al poder y muchas veces a una profunda convicción y a una lealtad abnegada, ha configurado las individualidades más sutiles que hubo jamás en las sociedades humanas: los individuos del clero católico en sus jerarquías más elevadas, sobre todo cuando procedían de familias nobles y aportaban, desde la cuna, unos ademanes dotados de una gracia innata, una mirada dominadora, unas manos hermosas y unos pies finos. Su rostro reflejaba esa espiritualidad que produce el ñujo constante de dos clases de felicidad (la del sentimiento de poder y la del sentimiento de sumisión), después de que una forma de vida preconcebida haya dominado a la bestia en el hombre.
Su actividad consistía en bendecir, en perdonar los pecados, en representar a Dios y en mantener siempre despierto, en el alma y hasta en el cuerpo, el sentimiento de una misión sobrehumana. En tales individuos imperaba ese noble desprecio hacia la fragilidad corporal, el bienestar y la felicidad, que corresponde a los guerreros natos; ese obedecer con orgullo, que caracteriza a todos los aristócratas; el idealismo y la excusa que éste supone, dada la enorme imposibilidad de su tarea.
La imponente hermosura y la sutileza de los príncipes de la Iglesia han constituido siempre ante el pueblo una demostración de la verdad de la Iglesia. El envilecimiento pasajero del clero —como el que se dio en la época de Lutero— genera el efecto contrario. ¿Se perderá cuando desaparezcan las religiones este efecto de la belleza y de la sagacidad humanas en la armonía del físico externo, del ingenio y de la misión? ¿No habría forma de lograr algo más elevado, o por lo menos de intentarlo? (Nietzsche, Aurora)
Aunque Aurora no sea uno de los libros que más me haya leído, el texto me suena. Y creo que tiene otros fragmentos un poco por el estilo por ahí desperdigados. Pero es conocida su feroz crítica a lo que conllevó la reforma de Lutero, y a los alemanes en general por ello: echar por el suelo la transformación que la iglesia estaba experimentando durante el renacimiento: un retorno a los valores de la vida, a una espiritualidad de clases, es decir, a un volver a unir espiritualidad con guerra, lucha y vitalidad: a papas guerreros y mecenas.
En este sentido es cierto que Nietzsche distinguió muy bien la iglesia católica, como creación milenaria humana (con todo lo que conlleva ser capaz de perseverar durante mucho tiempo en la vida), de los valores cristianos, el evangelio, esa revolución del espíritu judía que pretendía ser universal y fraternizar a todos los seres humanos bajo una misma luz de compasión y que surgió al empezar la era de piscis. De hecho, así lo dejó patente en multitud de textos, en especial el anticristo (el antisalvador o el antirevolucionario).
Gracias por el fragmento
Estoy de acuerdo en lo que dices.
Y me parece que coincidimos en que Nietzsche es mucho más profundo que los estereotipos que se han difundido sobre su filosofía.