Los hombres puros no pecan

Viajero, si vas alguna vez a Münster no dejes de visitar la plaza de san Lamberto, que acoge una bella iglesia-catedral consagrada al santo. Te deseo una mañana luminosa, con una temperatura suave y un cielo azul, para que puedas tomar tranquilamente un café con alguno de los buenos dulces que un camarero cortés te servirá, al aire libre, en una de esas terrazas que te recordarán las de Madrid, Sevilla o Málaga. Te aseguro que no te será fácil hallar un paisaje urbano más grato a los sentidos.

Desde tu mesa, con la taza en la mano, podrás examinar el magnífico templo gótico que tendrás enfrente, con su hermosa torre enhiesta, que se alza por encima de todos los demás edificios. Recorre con tu mirada esa torre, que algo llamará inevitablemente tu atención: encima del reloj, prendidas del campanario, hay tres jaulas de hierro; cada una tiene el tamaño de un ataúd. En esas jaulas se expusieron un tiempo los cadáveres de Juan de Leyden, llamado Jan Bockelson, Bernt Kniperdollink y otro dirigente anabaptista cuyo nombre no ha guardado la historia. Fijaron esas jaulas al campanario el mes de enero de 1536. Ese mes fue el final de una pesadilla que había asolado la ciudad desde febrero de 1534, cuando Bockelson y sus apóstoles comenzaron a proclamar por las ciudad la inminente destrucción del mundo y la salvación exclusiva de Münster, que se había de convertir en la Nueva Jerusalén. En ella, que entonces contaba con unos 10.000 habitantes, habrían de vivir solamente los Santos de Dios durante los mil años que iban a comenzar de inmediato, mil años previos a la entrada definitiva en la eternidad. El poder de la oratoria de Bockelson, su magnífica presencia física y la fuerza de su fe arrastraron a las gentes a arrepentirse de sus pecados y hacer penitencia con el fin de entrar puros y santos en el Nuevo Reino, del que Bockelson era el profeta. Hubo algunos que tenían visiones apocalípticas, otros que se arrojaban al suelo exhalando gritos y espumarajos por la boca, otros que entraban en éxtasis, etc., y casi todos se declararon fieles seguidores de aquel profeta de la Nueva Edad.

Alguien predicó el exterminio de católicos y luteranos, aunque no se llegó a ese extremo por alguna suerte de prudencia que aún quedaría en el ánimo del mensajero del milenio, pero se ordenó que todos los que no fueran anabaptistas, como ellos, fueran arrojados de la ciudad santa. Mujeres que acababan de dar a luz, mujeres embarazadas, varones, ancianos, niños, etc., tuvieron que marcharse. Dentro de las murallas quedaron los tibios y los Hijos de Dios, que se llamaban “hermano” y “hermana” entre sí, no hubo entre ellos tuyo ni mío y estaban seguros de que en su comunidad reinaría por fin el amor. Además de todo ello, también estaban convencidos de que estaban libres de pecado para siempre.

La puesta en marcha del Nuevo Reino comenzó por la fraternidad (o comunidad) de bienes por decreto. Quien no obedeciera sería pasado por la espada. Pero sólo era el comienzo. Bockelson recibió un mensaje directo de Dios que aceleró los cambios. Después de corretear desnudo un día entero por las calles de la ciudad, cayó en un éxtasis que duró tres días. Cuando salió de él, comunicó a todos que había recibido una revelación: Dios ordenaba transformar completamente la constitución de la ciudad.

Entre otras disposiciones, se completó la comunidad de bienes. A continuación, se acometió la tarea de ordenar el comportamiento sexual de los nuevos santos. Al principio se limitó al interior del matrimonio entre anabaptistas, pero el profeta instauró de forma súbita la poligamia, como habían hecho tiempo atrás los hermanos del Libre Espíritu. Bockelson justificó su orden, como habría podido esperarse, en otra revelación divina: igual que los patriarcas del Antiguo Testamento habían seguido el mandato de crecer y multiplicarse mediante la poligamia, así debían hacer también los rebautizados, o anabaptistas, en la Nueva Jerusalén. Los que se resistieron fueron ejecutados.

Los hombres se vieron obligados a buscar nuevas esposas. Como algunas mujeres no se acomodaban de grado a la nueva situación, se ordenó que todas se casaran al llegar a cierta edad por propia voluntad o por la fuerza. Puesto que se habían declarado impíos los matrimonios de los que se habían marchado, porque se habían negado a rebautizarse, las esposas que quedaron en la ciudad tuvieron que casarse con otros y ser infieles a sus maridos anteriores. Como resultado de ello, en muchos hogares entraron esposas nuevas, lo que generó conflictos con las anteriores, conflictos que no dejaron de aumentar, hasta el punto en que no hubo más remedio que permitir el divorcio, lo cual cambió la poligamia, convirtiéndola realmente en amor libre.

El Reino de los Santos, de aquellos bienaventurados en vida que no podían pecar, caminó hacia la apropiación de todos los bienes y hacia la promiscuidad. Avaritia et luxuria, avaricia y lujuria, fueron sus caracteres definitivos, los dos grandes pecados de que acusaban todos los movimientos milenaristas a los clérigos, los monjes o el Papa desde muchos siglos atrás. Mientras tanto, Bockelson se convencía a sí mismo de que él no era meramente un rey o un profeta. Otra revelación divina lo declaró Mesías de los Últimos Días y en calidad de tal se presentó al pueblo. Entre otras excentricidades, obligó a que se rezara solamente al Padre, no a Cristo, y acuñó moneda con la inscripción “El Verbo se ha hecho carne y habita entre nosotros”, refiriéndose a su propia persona. Y tuvo muchas esposas, de las cuales ninguna pasaba de los veinte años, vestía con elegancia, tenía una guardia personal, etc.

En resumen, fue un reinado de pesadilla que se había cernido sobre la ciudad de Münster como un vendaval. Un reinado del que queda en la torre de la iglesia de san Lamberto el siniestro recuerdo de las tres jaulas.

Y tú, viajero, pensarás seguramente, mientras acabas el café que te ha servido un amable morador de Münster que nada tiene que ver con los anabaptistas del siglo XVI, que ese recuerdo, del que aquí he dado sólo un extracto, es el más leve de los que ha guardado la historia. Tal vez estés convencido de que el Reino de Bockelson es una muestra más de una densa corriente subterránea que llega hasta nuestros días y encarna en la moral del progresista, porque también tú sabes que los puros de hoy, igual que los de antaño, creen que no pecan aunque cometan los mayores desmanes; desmanes que siempre están ligados a la Avaritia y la Luxuria.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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2 respuestas a Los hombres puros no pecan

  1. RDC dijo:

    Entendí muchas cosas cuando descubrí que el término puro significaba, en un origen, limpio, bañado en agua o desinfectado, mientras que la culpa significaba más bien suciedad o tiña. Luego llegaron ciertos personajes y «espiritualizaron» los términos inventándose otra realidad metafísica donde colocar una ética de conceptos inventada.

    Interesante post

  2. Emiliano Fernández dijo:

    Interesante comentario.
    En mi opinión, muchos son los que se consideran puros, sobre todo por las cosas en que creen, y, por ello, se ven superiores a los demás. No es difícil encontrar ejemplos en las ideologías políticas.
    Gracias por su apunte.

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