Nación y ley

La libertad. Delacroix

Ningún hombre tiene derecho de dominio sobre otro hombre. En el orden natural nadie viene obligado a estar a disposición de otro, dice san Agustín en De civitate Dei. Con todo, es necesario vivir en comunidad, porque el estado de anarquía lleva a la más extremada dependencia y esclavitud.

En un estado así hay que pertenecer a alguno de los grupos que se forman de manera espontánea, pero las normas de los grupos son mucho más crueles que las de una comunidad política. En la banda de los cuarenta ladrones se castigaba con la muerte la simple sospecha de delación y algunos grupos religiosos prometen penas eternas por delitos que la ley civil deja al arbitrio del sujeto. Para no ser matados o esclavizados por cosas de poca monta, pese a lo que cree el anarquista, econveniente y bueno pertenecer a una comunidad política.

En una comunidad de esta clase alguien tiene que mandar y alguien obedecer, en aparente contradicción con la libertad propia de todo hombre. Pero el poder del que manda no es suyo. Se lo ha transferido la comunidad y puede quitárselo cuando lo crea conveniente, porque ésta obedece porque quiere, no porque asista ningún derecho al que manda. La persona del gobernante no está, pues, por encima de la comunidad, sino en ella. Sigue siendo miembro suyo aunque ella le haya otorgado el poder durante un tiempo con el fin de que mantenga la paz social. Está, por tanto, sometido a las leyes y si se pone a sí mismo por encima de la comunidad y las leyes, o dicta decretos perversos, es un déspota o está a punto de serlo, lo cual es uno de los mayores crímenes que pueden cometerse, porque nadie se hace tirano para no pasar hambre.

Que quien detenta el mando esté sujeto a las leyes es necesario para que el que obedece no entregue su arbitrio a otro, sino que siga siendo libre e igual. Si el gobernante y el súbdito están sometidos a la ley impersonal, entonces la autoridad del primero tendrá un cierto carácter moral, porque su ejercicio será compatible con la dignidad del segundo, éste podrá obedecer por convicción y no por coacción y los dos seguirán siendo hombres libres, porque uno no será sojuzgado por el otro.

Esta es la idea de ciudadano que la filosofía política ha engendrado desde antiguo, una de las ideas más admirables que existen en este ámbito. En la actualidad se plasma en la nación, que es la entidad política soberana, como reconoce la Constitución del 78. La nación es soberana y cualquier acto que vaya contra ella es un ataque a la comunidad y a la ley, un acto de tiranía que atenta contra todos, incluido el que lo comete.

Sabido es que el padre Juan de Mariana, en un libro publicado a finales del siglo XVI, justificó el regicidio cuando el rey se convirtiera en tirano. Lo importante no era el acto mismo de verter la sangre del monarca devenido tirano, sino el motivo que lo guiaba: es preciso que el miedo anide en el pecho del gobernante para que tenga siempre presente que el poder no es suyo.

La figura de este jesuita inspiró el cuadro de Delacroix en que una mujer, la libertad, guía al pueblo. El nombre de la mujer es Marianne. Es conveniente retornar a los principios en estos tiempos revueltos de nuestra España, cuando se promulgan leyes perversas, si no monstruosas, se denigra el ejercicio de los jueces, se desprecia el orden y se enfrenta a unos grupos contra otros.

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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