El desajuste del hombre

Recurro a la antropología y la sociología para dar más precisión a mis notas. Comienzo poniendo en contraste el ajuste animal con el desajuste humano.

La naturaleza, que en el animal ensambla como un artesano minucioso la pieza exacta en el hueco exacto, parece haber abandonado al hombre antes de tiempo, como si lo hubiera arrojado del taller sin pulir las aristas. Quedó incompleto, abierto y con resortes sueltos que no encajan del todo.

Ese desajuste no se corrige con la edad. El adulto sigue siendo un cuerpo sin compás fijo, atravesado por impulsos que no obedecen a ritmo ni a destino. Su sexualidad, por ejemplo, no se ciñe al orden sencillo del celo animal. En el perro, el deseo llega cuando la hembra lo llama con un signo claro; se cumple el acto y vuelve la calma. El hombre, en cambio, vive en una vigilia perpetua, encendido por cualquier chispa, por mínima que sea; un roce, una mirada, un recuerdo que se alza como un viento tibio en la noche, una vaga esperanza que ha brotado de una mirada, enciende el deseo. No hay llamada externa que ordene su impulso, ni calendario que lo module. Y esa energía, sin cadencia, tiende al desborde. Está condenado a guardarse o a perderse.

Lo inquietante es que esa sobrecarga de sus instintos difusos no se apaga con los años. En los animales la función reproductiva declina con la luz de la vida; en el hombre, sobrevive mucho más allá de su utilidad, como un fuego que no sabe extinguirse y que si no encuentra cauce se convierte en fuerza ciega, capaz de abrir grietas donde no debe, como el agua que se escapa cuando cede el dique.

En los animales el engranaje suele estar completo. El tigre, por ejemplo, consiste en músculos tendidos como arcos, garras curvas y precisas, colmillos que parecen nacer ya afilados. Vista, oído, olfato, todo está orientados a la caza. Y, junto a esos dones, el instinto que empuja a perseguir. Afuera, el mundo le ofrece el ciervo y el antílope. Todo encaja. Nada falta y nada sobra. El animal pertenece a un mundo que lo espera. El hombre, no. El hombre avanza como si buscara todavía el molde que le falta.

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El mal del infinito

Un corazón que bebe de mil fuentes siempre vuelve sediento

Hay hombres que, sin saberlo y quizá sin habérselo propuesto, viven en un mapa dibujado con fronteras firmes. En ese territorio acotado que alberga un hogar, un rostro y un vínculo que no cambia, encuentran el equilibrio moral que los mantiene enteros. El esposo que ha aceptado esa determinación del matrimonio no busca otros puertos, porque intuye que romper la línea de su deber sería soltar amarras hacia un mar incierto. Contiene sus deseos como se guarda una lámpara encendida del viento. Y así, esa disciplina se convierte en una extraña bendición. Le obliga a encontrar la felicidad en lo que tiene, y, por esa misma razón, le entrega los medios para hallarla. Si su pasión debe girar siempre en torno a un único sol, ese sol no debe apagarse, porque la órbita es mutua. Sus goces, definidos, también están asegurados, y esa certeza refuerza la coherencia de su espíritu como una piedra pulida por los años.

Pero hay otros que viven en llanuras abiertas. El que nunca ha entrado en el matrimonio o ha salido de él por cualquier motivo, cree encontrarse suelto -soltero-, libre para dirigirse a cualquier horizonte, tender la mano a lo que le plazca; y, por eso mismo, nada lo sacia. Es el mal del infinito, un viento seco que se cuela por todas las rendijas de la conciencia. A veces toma forma sexual, pero podría disfrazarse de cualquier hambre. Cuando nada nos detiene, nada nos gobierna. Después de todos los placeres posibles, se sueñan otros; y cuando se ha tocado casi todo lo que la vida ofrece, se ansía lo imposible, se tiene hambre de lo que nunca existió. Es como el que tiene sed y bebe agua del mar.

La sensibilidad se exaspera en esta caza sin presa. No hace falta haber recorrido la senda de Don Juan Tenorio; basta la existencia común, gris, del soltero vulgar. Surgen esperanzas frescas que pronto se marchitan, dejando tras de sí un regusto de ceniza. El deseo, nómada perpetuo, rehúsa posarse, porque la anomia obra en dos sentidos: quien no se entrega, nada posee. Y así, la incertidumbre del mañana, sumada a la inestabilidad de uno mismo, condena a una movilidad perfecta, una errancia sin reposo.

Todo esto engendra un estado de perturbación, una marea de agitación y descontento que crece poco a poco, sin estrépito, como crece la sombra al caer la tarde. La vida de quien se ha desligado del matrimonio se convierte entonces en una sucesión de destellos y apagones, de promesas que no maduran, de luces que se encienden y se apagan antes de que pueda acercarse. Y en esa alternancia se gasta la energía, se erosionan los cimientos, hasta que un día, sin aviso, el descontento deja de ser sólo un rumor y se convierte en una llamada. Una llamada fría y muda que invita a la última quietud.

Quizá todo esto no sea más que la historia de un corazón sin ancla. Un corazón que confunde el movimiento con la vida, que bebe de mil fuentes y siempre vuelve sediento. Un corazón que no comprende que, a veces, la felicidad no está en abrir todas las puertas, sino en cerrar una para siempre y quedarse dentro.

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El amor convertido en soledad

El relato del amor ha sido secuestrado por la literatura

Había una vez, porque toda historia verdadera comienza con una advertencia disfrazada de fábula, una civilización que enseñó a su gente a dejar de amar. No lo hizo con imposiciones ni leyes, sino con algo mucho más sutil, con palabras, con historias y novelas que olían a promesas nuevas, con canciones susurradas desde la radio del coche al atardecer, con películas donde el beso era el fin y no el comienzo, y con pantallas que devolvían, una y otra vez, la imagen de la fuga disfrazada de libertad. Promesas, muchas bellas promesas de felicidad que se tornaron en desasosiego, tristeza, melancolía y soledad.

En ese mundo, las parejas se deshacían como castillos de arena en la orilla, y nadie sabía muy bien cuándo empezó la marea. Pero si uno escarba entre las páginas de la literatura puede que encuentre el origen. El comienzo pudo ser muy bien el de un joven llamado Werther que se enamoró demasiado y no supo qué hacer con tanto fuego en el pecho. En vez de olvidar, se quitó la vida. Y el mundo de los lectores, en vez de temer, aplaudió su tragedia. Se vendieron copias, se vistieron jóvenes como él, y otros, en secreto, imitaron su final. Así nació el amor romántico como drama último, como sacrificio y teatro de la desesperación.

Después vinieron las mujeres. Más que de carne, eran de tinta. Ofelia, que se ahogó en su pena. Emma Bovary, que soñó con París desde la cocina de su casa provinciana. Anna Karénina, que puso su cuerpo sobre las vías, como quien escribe un poema con sangre. No murieron por amor, sino por no haberlo encontrado como lo habían imaginado por influjo de la literatura. Murieron por la brecha abierta entre lo vivido y lo soñado. En vez de salvarlas, la literatura las empujó dulcemente hacia el abismo. No fue únicamente don Quijote quien perdió la cordura “de tanto pasar las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio”.

Y mientras tanto, el lector, que podías ser tú, o yo, o cualquier otro, aplaudía en su fuero interno, porque admiraba la belleza de ese sufrimiento, porque parecía valiente romperlo todo por una emoción intensa y porque nadie nos advirtió de que cada historia de ruptura bien contada dejaba una grieta en la casa real del amor.

Con el siglo XX llegó el espectáculo. El adulterio se volvió materia de humor. Las confesiones maritales se convirtieron en bestsellers. El divorcio se hizo chic. Y la soledad… la soledad se pintó de oro. Ser soltero ya no era estar solo, sino ser libre. Ya no se hablaba de la cama vacía, sino del tiempo propio. Se glorificó la independencia como quien glorifica una trinchera. Pero la realidad era y sigue siendo que quien vive solo duerme solo.

Y así, generación tras generación, los relatos fueron cayendo como gotas ácidas sobre la piedra del hogar. El amor duradero se convirtió en reliquia, el compromiso en jaula y la fidelidad en ingenuidad y atavismo. La literatura, el cine, los memes, las canciones, las series… todos dijeron y dicen lo mismo, una y otra vez, como un encantamiento: “huye antes de quedarte”, “no hay gloria en lo cotidiano”, “mejor sola que encadenada”. Vean cualquier película al azar y verán que es así.

Hasta que un día miramos alrededor y vimos hogares vacíos, cunas, mucha gente paseando a su mascota –“¿Es que las mujeres de Roma ya no saben parir hijos, que cada una tiene un perrito”?, dijo César en el Senado a su vuelta de la Galia-, ancianos sin nietos, jóvenes sin nadie a quien llamar cuando tienen miedo. Entonces comprendimos que no era ficción, sino profecía.

Carlos Manuel Estefanía, como quien sopla sobre las brasas para ver si queda algo de calor, nos avisa de que el relato del amor ha sido secuestrado y que si no lo rescatamos pronto, si no volvemos a contar historias donde el amor sostiene, edifica y fecunda -pero otra clase de amor y no esa pasión torrencial que puede estar bien para prender el fuego del hogar, sino el cariño sosegado y duradero-, entonces habremos aprendido a vivir solos sin saber que estamos muriendo.

Porque la literatura puede incendiar el alma, sí, pero también puede reconstruir el hogar. Y tal vez haya llegado el tiempo de volver a escribir sobre el amor como quien vuelve a encender una lámpara en medio de la noche.

Carlos Manuel Estefanía piensa que todavía hay tiempo de retroceder.

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Enamoramiento

No es posible que ese éxtasis sea duradero

Estar enamorado es como caminar por un campo de trigo en llamas al atardecer, con los pies descalzos y el corazón desnudo. Todo en ti arde y canta. Te parece que el mundo acaba de ser creado para ti y para la otra persona, y que cada hoja, cada brizna de hierba, cada nube con su ribete de oro, ha sido pintada por el dedo de Dios en un impulso de alegría. En ese estado glorioso, porque lo es, los hombres se vuelven valientes, generosos, casi transparentes. Ven el rostro de la amada y, en él, el reflejo del mundo entero, más limpio, más puro, más bello. La carne se serena, el instinto se arrodilla, y el alma, mariposa tímida, se atreve a volar un poco más alto.

Es, en verdad, una conquista. Pero no la última ni la mejor.

Porque el error está en quedarse allí, en construir una catedral sobre el rayo. ¿Cómo fundar una casa sobre una chispa? La emoción, por naturaleza, tiembla, relumbra y desaparece. Los sentimientos son fuegos fatuos. Aparecen al anochecer, danzan sobre el humedal del espíritu, y se disuelven con el rocío del día siguiente, aunque no por eso dejan de ser hermosos. Pero no basta con que algo sea hermoso para que sea duradero. Todo lo contrario en este caso.

Los principios, los hábitos y los conocimientos, en cambio, tienen pies y siempre caminan contigo. Los hábitos, como perros fieles, te siguen aunque llueva o truene, los conocimientos crecen lentos y seguros, como el árbol viejo. El amor verdadero, el que queda después del incendio inicial, no es ese que te quita el sueño, sino el que lo respeta, ni el que acelera el corazón, sino el que lo acompasa. El amor verdadero es un rescoldo que dura siempre porque ya no es un sentimiento que brota cuando menos lo esperas. Es unidad deliberada, voluntad renovada cada mañana como quien enciende una lámpara. No depende ya de la simpatía del momento, ni del perfume del cuello, ni del fulgor de una risa. Es mucho más grave, más hondo y más humano.

¿Y qué si ya no estamos enamorados? ¿Acaso el árbol se lamenta cuando termina la primavera y le brota el fruto?

El amor, el otro amor, el que no arde, sino que alumbra, que no debería llamarse amor para no confundir, sino cariño, se parece más a una casa que a un relámpago, porque tiene cimientos sólidos, paredes que se reparan con el tiempo y techos que resisten las tormentas. Es ese cariño el que guarda la promesa que el enamoramiento hizo temblorosamente al comienzo, el que sostiene el matrimonio como la leña sostiene la llama. Estar enamorados fue la chispa; cariño es el fuego que calienta el hogar.

Muchos, al oír esto, dirán que no sé de qué hablo y puede que tengan razón. Pero es mejor que antes de decirlo, antes de despacharse con esa supuesta certeza, se detengan un momento, miren con calma y verdad y no juzguen por lo que han leído en novelas y visto en infinidad de películas, donde los besos duran páginas enteras y las escenas de cama no faltan nunca. No confíen en las películas y novelas que terminan justo cuando comienza la vida. En lugar de eso, miren a sus amigos y mírense a si mismo antes de dejarse llevar por ese encubrimiento de la realidad.

Las novelas y películas nos han mentido y nos siguen mintiendo. No es posible vivir en perpetuo éxtasis cincuenta años después de la unión, como si fuera el primer día. Ni un año es posible. Nadie puede soportar eso ¿Qué sería de nuestra comida, nuestro descanso, nuestras tareas sencillas? Nadie puede vivir en llamas cinco años sin volverse ceniza.

Pero cuando la llama se apacigua, y se hace brasero, uno puede cocinar sobre ella, reunir a los hijos, leer un libro en su luz, entonces aquel incendio se vuelve útil, firme y verdadero.

Lo mismo pasa con todas o casi todas las pasiones. Quien se apasiona por aprender a nadar no podrá mantener ese apasionamiento una vez que haya aprendido, pero descubrirá gracias a eso otras satisfacciones que no esperaba. Perderá el estremecimiento inicial, pero ganará algo más valioso. Es como aquel que vio por primera vez un valle florido y quiso quedarse a vivir allí, creyendo que ése era el sentido y finalidad de su vida, para descubrir al poco que ya no se le acelera el pulso por las flores, pero ha aprendido a podarlas, cuidarlas y ver cómo regresan cada año.

Sólo los que aceptan esa pérdida de la emoción inicial, los que se entregan a esa sobria ternura del día a día, esos son los que hallarán, sin buscarla, otra clase de alegría más secreta y más fértil.

La chispa te trajo aquí. El fuego lento te hará quedarte.

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El culto oscuro de la voluntad

Puede parecer un retorno a la firmeza, pero es un camino untuoso y cómodo

Hay un murmullo que atraviesa las estanterías de las librerías modernas, un eco de antiguas promesas revestidas con palabras nuevas, un soplo de sacralidad laica que no se atreve a decir su nombre. Se disfraza de consejo útil, se presenta como método, se imprime en papel satinado y adopta con frecuencia la forma de manual de autoayuda. Se diría que no hay altar más frecuentado hoy que el de la voluntad, aunque no se le llame templo, y que no hay rito más reiterado que el de hacerse, cada mañana, un hombre de acción.

Este culto encubierto, porque no es uno, sino una constelación de ellos, se manifiesta en el arte de gestionar las veinticuatro horas, en el dominio de la concentración, en el rendimiento laboral entendido como propósito vital, en la ingeniería de la eficacia personal. Lo mismo inspira al ejecutivo que aspira a ascender, que al autor que promete fórmulas para “superar inhibiciones” o conquistar la energía. La voluntad se ha hecho, así, no sólo virtud o capacidad, sino objeto de veneración. Ya no basta con tenerla. Hay que cultivarla, ejercitarla, perfeccionarla como quien afila un instrumento sagrado. El esfuerzo ya no es medio, sino fin; no es camino, sino altar.

En este nuevo santuario no se exige penitencia sino programación. Ya no se aprende inglés por carta ni se perfecciona la caligrafía en tardes silenciosas; ahora se “entrena la voluntad”, y esa práctica difusa, elástica, infinita, reemplaza a cualquier concreción. Porque aprender una lengua requiere tiempo y fatiga, y sólo ofrece un fruto concreto, limitado y modesto. En cambio, el dominio de la voluntad promete todo: el éxito, la claridad, la serenidad, el dominio de sí, la riqueza, el amor y la sabiduría. Cada cual puede tomar de ese árbol lo que desee, sin necesidad de inclinarse verdaderamente a ninguna rama. Es, en su fondo, una forma de seducción que libera de elegir, y que transforma el sacrificio en simulacro.

A simple vista, parecería un elogio de la dureza, un retorno al carácter, a la antigua firmeza estoica, para lo cual se recurre también a los estoicos, muchos de los cuales aconsejaban el suicidio cuando no es posible cumplir con el deber moral. Pero no. Es un camino cómodo, untuoso, sin polvo ni piedras. El sendero de los hombres de acción se ha convertido en un camino de libros de autoayuda, de cursos sobre productividad, de charlas sobre liderazgo transformacional. Y detrás de cada fórmula, una promesa, y detrás de cada promesa, un nuevo oráculo: el coach, el formador, el motivador de almas desorientadas.

El espectáculo se completa cuando uno dirige la mirada hacia los oficiantes. Se parecen más de lo que quisieran a esos vendedores de sistemas infalibles para la ruleta, la bolsa o el blackjack que reparten folletos en las estaciones balnearias. También ellos prometen que se puede ganar siempre, si se sigue la secuencia adecuada. Pero hay una pregunta que no puede acallarse: si sus métodos son tan eficaces, ¿por qué no son ya ricos, serenos y sabios? ¿Por qué, en lugar de disfrutar en silencio del fruto de su voluntad entrenada, lo ofrecen por unos pocos billetes a los demás? ¿Por qué, en suma, no son testigos de su propia doctrina, sino comerciantes de ella?

Nada impide que haya entre ellos algunos sinceros, incluso apasionados, hasta convencidos. Pero la estructura permanece. Hay una doctrina que se propone como salvación y una comunidad de fieles que la practica con fe más que con crítica. Y eso, sin decir su nombre, sin proclamar su dogma, sin invocar a ningún dios, es ya una religión.

La voluntad, cuando se disfraza de medio, puede ser virtud; pero cuando se alza como ídolo, se convierte en caricatura de sí misma. Lo que era impulso hacia lo alto se vuelve círculo cerrado. Y la humanidad, en vez de liberarse de sus servidumbres, se halla sometida a una nueva cadena, más brillante y más ligera, pero no menos férrea.

Así avanza esta religión encubierta, no con procesiones, cánticos e incienso, sino con listas de tareas, con gráficos y con algoritmos. No obstante, en su fondo late la misma angustia antigua, la misma necesidad de sentido y el mismo anhelo de redención. Pero lo que se presenta como libertad no siempre lo es, y lo que se ofrece como voluntad puede ocultar, muy adentro, el más delicado de los sometimientos.

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La mistagogia como religión encubierta

Sobre la liturgia secreta de los números

Hay religiones sin dioses y sin altares, sin himnos ni revelaciones, sin mártires reconocidos ni teologías sistemáticas. Son, sin embargo, más persistentes que muchas fes verdaderas, porque no se reconocen como tales ni se ven amenazadas por la crítica frontal. Son religiones encubiertas, cuya fuerza no reside en el dogma, sino en el rito disfrazado, en el misterio sin nombre, en la pertenencia velada. Y como toda religión encubierta, sólo puede ser desenmascarada por una verdadera religión, nunca por la lógica.

La lógica convence, pero no convierte. Para desarraigar una religión, aunque sea falsa, no basta con desenmascarar su error. Es preciso tocar el alma, ofrecerle otro misterio más digno de adoración. Porque el hombre no puede vivir sin secretos, sin signos, sin símbolos. Toda juventud inventa su jerga, todo club su léxico, todo amor sus claves. Aun cuando no sean necesarios, los secretos se cultivan como dulces y se guardan como tesoros. Lo importante no es lo que significan, sino que no todos lo entienden. Es esa frontera invisible la que confiere identidad, pertenencia, superioridad. Hay en ello una liturgia sin altar, una misa sin hostia.

Los oficios, los saberes, los juegos y hasta las pasiones más simples tienden a encerrarse en vocabularios propios. No siempre por utilidad: a veces por el puro goce de excluir. La jerga del cazador, del tipógrafo, del ajedrecista, del carpintero… no tiene otro mérito que el de parecer sagrada a los profanos. Como un libro sellado con siete sellos. Así se gesta el ritual de una religión sin trascendencia, pero con toda la gravedad de una misa.

Y acaso en ningún ámbito se haya mostrado con tanta nitidez como en la especulación numérica. Los números, más que signos, son espejos. En ellos puede verse reflejado todo lo que el alma desea encontrar: orden o caos, destino o azar, armonía o amenaza. El verdadero matemático —el que traduce el mundo a cifras para comprenderlo sin disolverlo— trabaja con números mudos, sin nombre, sin culto. Pero el místico de los números no se conforma con símbolos. Busca significados. Aspira a revelaciones. Y termina, inevitablemente, por nombrarlos.

Los números se vuelven así sacramentos: el tres, trinidad y ternura; el cinco, la mano y el combate; el siete, plenitud y descanso. ¿Qué no puede significar el número tres? Desde el triángulo platónico hasta los tres actos del amor, pasando por las edades del hombre, todo puede ser interpretado a través del tres. El tres puede significar el universo entero. Cuando el símbolo se absolutiza y se exige como verdad, nace una religión encubierta.

Este culto aritmético no es moderno. Ya en la Cábala, en la arquitectura de las pirámides, en las proporciones de Vitruvio o en las armonías de Pitágoras, los números, más que cantidades, eran puertas al misterio. Lo peculiar de nuestro tiempo es que la mistagogia numérica se reviste de ciencia, pretende exactitud, y se aplica a todo: desde la psicología hasta la política. Los números no ya como claves del mundo, sino como normas de vida. Dogmas disfrazados de cálculos.

Un ejemplo singular lo ofreció Wilhelm Fließ, que quiso fundar una biología exacta sobre el curso numérico de la existencia humana. Según él, la vida del hombre se regula en ciclos de 23 días, y la de la mujer en 28. Días críticos, ritmos cruzados, influencias ocultas. Nada, ni siquiera las empresas más graves, debería emprenderse si se está en el día equivocado del ciclo. Uno escucha, al principio, con interés. Es natural desear que la vida tenga medida. Pero pronto, entre sumas interminables, productos arbitrarios y diferencias caprichosas, la expectación se disuelve. Si todo puede interpretarse como 23×28 menos 5 más 11, lo exacto se ha evaporado y lo biológico se ha transfigurado en superstición.

Ni mitos, ni leyendas, ni cuentos de viejas apoyan esta doctrina. Ninguna tradición humana habla del ciclo de 23 días del varón. Y, sin embargo, se construyen con él gráficos, tablas, advertencias. Se le presta la solemnidad de una verdad revelada, aunque sea sólo por unos pocos. La religión encubierta no necesita multitud; le basta con una iniciación.

Así se perpetúa la mistagogia de los números. Cambia de rostro, pero no de esencia. Es, en su fondo, una religión del sentido absoluto: todo debe significar algo, y todo puede encontrarse en los números. Y como los números lo soportan todo, también soportan ser dioses. Se les rinde culto sin saberlo, se les teme como a potencias, se les adora como a enigmas. ¿Y quién se atreverá a despojarlos de ese poder?

Sólo quien haya conocido el Misterio verdadero. Aquel que no se encierra en cifras ni se descompone en series, sino que atraviesa el alma entera con su fulgor silencioso. Sólo una religión auténtica puede redimirnos de las religiones encubiertas. Porque lo encubierto no se disuelve con argumentos, sino con luz.

Nota final: Este texto incorpora libremente ideas procedentes del pensamiento de Carl Christian Bry sobre las Verkappte Religionen (religiones encubiertas), y algunos pasajes traducidos y adaptados de sus reflexiones sobre la mistagogia aritmética y los símbolos numéricos en la cultura moderna.

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