Making the World Safe for Criminals

Fukuyama ha publicado con este título un artículo en Persuasion (05/03/2025) donde advierte de que Estados Unidos corre el riesgo de sufrir un serio retroceso, alejándose del modelo de Estado moderno y volviendo a una forma de gobierno en la que el poder es algo que se hereda, se reparte entre amigos y se usa para el beneficio personal. Pero, según el autor, esto no es un problema derivado de la personalidad de Trump o de las circunstancias particulares de los Estados Unidos, sino un fenómeno que se repite una y otra vez en la historia.

Es un error, dice, llamar “fascista” a Trump. El fascismo es un régimen totalitario, basado en una ideología que lo justifica todo, desde la censura hasta el genocidio. Trump, en cambio, nunca ha demostrado tener una ideología real. No es un pensador ni un estratega político con una visión para transformar el mundo. Es más bien un hombre de negocios acostumbrado a hacer lo que le conviene en cada momento. Por eso, Fukuyama prefiere llamarlo autoritarismo patrimonialista.

¿Qué significa esto? Para explicarlo, mira hacia atrás en el tiempo. Antes de que existieran los Estados modernos, el poder no se basaba en instituciones, leyes o principios de igualdad. El gobernante era el dueño de todo, como si el país fuera su propiedad privada. Así funcionaban las monarquías absolutas, los imperios antiguos y los reinos feudales. Un rey podía regalar provincias enteras a sus hijos o vender privilegios al mejor postor. No existía la idea de que el poder debía servir al bien común.

Con el tiempo, pensadores como Thomas Hobbes y Jean Bodin ayudaron a cambiar esa mentalidad. Propusieron que el Estado debía ser algo separado de la persona del gobernante, una entidad que representara a toda la sociedad y que siguiera unas reglas claras. Fue un cambio revolucionario, que permitió la creación de sistemas políticos más estables y menos corruptos.

El problema es que este modelo de Estado moderno no es permanente ni garantizado. Fukuyama dice que la historia está llena de casos en los que, tras construir un Estado moderno, la sociedad ha vuelto a caer en el viejo sistema patrimonialista. Esto ha pasado en la China de la dinastía Tang, el Imperio Otomano, la Francia del Antiguo Régimen y muchos otros lugares. El patrón es siempre el mismo: un grupo de élites poderosas captura el poder y empieza a utilizarlo en su propio beneficio, desmantelando poco a poco las instituciones que garantizan la igualdad.

Y aquí es donde entra Estados Unidos. Fukuyama argumenta que el gobierno de Trump ha seguido este mismo camino. No es solo que haya tomado decisiones políticas cuestionables, sino que ha destruido deliberadamente los mecanismos que existen para frenar la corrupción y el abuso de poder. Algunas de las señales más preocupantes que menciona son:

  • El despido de inspectores generales encargados de supervisar la corrupción en el gobierno.
  • El uso del poder para beneficiar a sus aliados (como Elon Musk, quien ha recibido tratos favorables en decisiones económicas).
  • La venta de influencias: grandes empresarios como Mark Zuckerberg y Jeff Bezos han buscado el favor de Trump a través de regalos y donaciones: “Titanes tecnológicos como Mark Zuckerberg y Jeff Bezos llegaron a la toma de posesión de Trump con cientos de millones de dólares en regalos, con la esperanza de que el rey los favoreciera. A medida que Trump imponga aranceles a gran parte del mundo, habrá un flujo adicional de suplicantes que pedirán exenciones, que se verán facilitadas por pagos personales adicionales”.

Todo esto, según Fukuyama, no es un caso aislado, sino parte de un proceso global. En el pasado, las dictaduras justificaban sus abusos con ideologías fuertes, como el comunismo o el fascismo. Hoy, en cambio, el enemigo de la democracia no es una idea, sino unas oligarquías organizadas que hacen uso de la política para enriquecerse. No están interesados en imponer una visión del mundo, solo en acumular poder y dinero. “Los gobernantes de Venezuela o de las FARC de Colombia pueden haber comenzado siendo socialistas o marxistas, pero han degenerado en bandas criminales. Corea del Norte está muy involucrada en una serie de actividades delictivas, desde el contrabando de armas y el tráfico de drogas hasta la extorsión”.

Este es el gran peligro. Si el poder deja de estar regulado por instituciones y vuelve a ser algo personal, lo que nos espera no es solo un presidente problemático, sino un cambio estructural en la manera en que funciona el Estado.

En otras palabras, el problema de Trump no es solo Trump. El problema es que su forma de gobernar puede convertirse en la norma. Y si eso sucede, no estaremos simplemente ante un mal gobierno, sino ante algo mucho peor.

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Comisión de Actas y fraude electoral

Las elecciones generales de febrero de 1936 en España marcaron el inicio de una crisis política que culminaría en la Guerra Civil. En medio de una polarización extrema, el Frente Popular y la derecha conservadora se disputaban el control de la Segunda República. Sin embargo, la contienda electoral no se resolvió en las urnas, sino en los despachos, donde la Comisión de Actas (o Comisión de Validación de Elecciones) desempeñó un papel decisivo en la alteración de los resultados, otorgando al Frente Popular una mayoría suficiente para modificar la Constitución sin necesidad de consensos parlamentarios.

El 16 de febrero de 1936, España acudió a las urnas en un clima de tensión. La izquierda tenía un control significativo de la maquinaria electoral en muchas provincias, lo que permitió que la coalición gubernamental obtuviera una mayoría de dos tercios en el Parlamento. El procedimiento no fue inmediato, sino que se ejecutó a lo largo de semanas mediante la Comisión de Actas, un organismo encargado de revisar los resultados cuestionados. Lejos de ser un ente imparcial, su control estaba en manos del Frente Popular, lo que permitió la invalidación sistemática de escaños obtenidos por la derecha y la adjudicación de otros al Frente Popular.

En teoría, la Comisión de Actas tenía la función de resolver disputas sobre los resultados electorales. Sin embargo, en 1936 se convirtió en un instrumento de alteración del equilibrio parlamentario. Se anularon los escaños de varios diputados conservadores bajo pretextos administrativos o alegaciones de fraude sin pruebas concluyentes, mientras que los escaños disputados por la izquierda fueron confirmados sin examen en su favor.

El resultado de este proceso fue que el Frente Popular obtuvo una mayoría absoluta que le permitió controlar las instituciones sin necesidad de pactos. La derecha denunció esta maniobra como un fraude institucional, alegando que la composición final del Parlamento no reflejaba la voluntad popular expresada en las urnas.

El libro «1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular», de Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García, ofrece una perspectiva detallada sobre las irregularidades que rodearon las elecciones de febrero de 1936. Los autores sostienen que, además de la manipulación de la Comisión de Actas, existieron prácticas fraudulentas y un clima de violencia que influyeron decisivamente en los resultados electorales.

Según Álvarez Tardío y Villa García, el Frente Popular no solo se benefició de la revisión de actas parlamentarias, sino que también recurrió a la coacción y al fraude durante el proceso electoral. Estas prácticas incluyeron la intimidación de votantes, la manipulación de resultados en mesas electorales y la alteración de actas. Los autores argumentan que estas acciones fueron fundamentales para que el Frente Popular obtuviera una mayoría parlamentaria que de otro modo no habría alcanzado.

El libro también destaca el ambiente de violencia política que imperaba en España en ese momento. Se registraron numerosos incidentes violentos durante la campaña electoral y en los días posteriores a las elecciones, lo que, según los autores, contribuyó a desestabilizar aún más el país y a erosionar la confianza en el sistema democrático. Estas consideraciones aportan una visión más amplia sobre las causas que llevaron a la crisis política de 1936, subrayando que la manipulación de la Comisión de Actas fue solo una de las múltiples estrategias empleadas para alterar la voluntad popular y consolidar el poder del Frente Popular.

La consolidación del poder del Frente Popular mediante la Comisión de Actas tuvo otros efectos importantes. En primer lugar, permitió la destitución del presidente Niceto Alcalá-Zamora, quien había intentado mantener una posición equilibrada entre los bloques en conflicto. Su salida facilitó una radicalización aún mayor del gobierno republicano.

En segundo lugar, la percepción de fraude y abuso de poder intensificó la desafección de la derecha hacia la República, reforzando las conspiraciones militares que desembocarían en el golpe de Estado de julio de 1936. Si bien la insurrección no fue una consecuencia directa del fraude electoral, este contribuyó a erosionar la legitimidad del sistema y a profundizar la división en el país.

En conclusión, las elecciones de 1936 y la posterior manipulación de las actas parlamentarias marcaron un punto de inflexión en la historia de España. Lo que debió haber sido un proceso democrático terminó convirtiéndose en un ejercicio de imposición, socavando la confianza en las instituciones y acelerando la crisis que desembocó en la Guerra Civil. La Comisión de Actas, lejos de ser un mecanismo de justicia electoral, se convirtió en una herramienta de control partidista, contribuyendo al colapso del régimen republicano. Asimismo, las consideraciones de Álvarez Tardío y Villa García refuerzan la idea de que la violencia y el fraude electoral no fueron elementos secundarios, sino factores determinantes en la configuración del escenario político que llevó al conflicto armado. En definitiva, la crisis de 1936 demuestra cómo la manipulación electoral puede convertirse en un detonante de conflictos de mayor envergadura, dejando una lección histórica sobre la fragilidad de la democracia cuando las reglas del juego son vulneradas.

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Advenimiento de la Segunda República Española

Una revolución tiene que ser heroica. Ríos de sangre derramada por el valeroso pueblo, que se levanta espontáneo contra el tirano. Si no es heroica no es revolución. El mito lo exige. Por eso existieron David, pintando la lucha contra la tiranía en Francia y Eisenstein, contra la de los zares en Rusia.

Es penoso que los hechos reales no se adapten al mito. ¿Peor para ellos? La realidad es demasiado prosaica y el mito tiene que ser retrospectivo, es decir, inventado. La Revolución Francesa, que tuvo su momento inaugural con la Toma de la Bastilla, es un caso paradigmático. La proclamación de la Segunda República Española es otro. Vayan unas pocas palabras sobre la primera y luego unas cuantas más sobre la segunda

La Toma de la Bastilla fue un acto del pueblo de París, se dice, para liberar a los presos de los Borbones que había en aquella fortaleza. Después de que se le franqueara la entrada desde dentro, resultó que sólo había siete presos, cuatro falsificadores que estaban esperando juicio y aprovecharon la ocasión para escaparse, y, de los otros tres, dos eran dementes que hubo que encerrar en el manicomio de Charenton. El último estaba preso por delito de incesto. No había un solo prisionero presentable como héroe de la resistencia a la opresión. Pero eso no fue un inconveniente. Se inventó un octavo preso, un supuesto conde que había estado en la cárcel durante 32 años. Las gacetas y panfletos ocuparon sus portadas con su retrato y así la revolución resultó que comenzaba con un admirable acto de heroísmo.

¿Y la proclamación de la Segunda República Española? ¿No estuvo acaso envuelta en un aura de grandeza y heroísmo? Respondo transcribiendo un texto extraído de los Dietarios de Madrid, de Josep Pla:

“Intento llegar al domicilio de don Miguel Maura, pero, al ir a cruzar la puerta, los porteros me cierran el paso. De todos cuantos elementos componen el Gobierno republicano (pacto de San Sebastián), a quien creo llamado a actuar de un modo más eficiente es al señor Maura. Es un hombre muy bien vestido (americana cruzada que contrasta con la dejadez en el vestir del resto de los elementos del Gobierno provisional), muy bien peinado, pero de mentalidad extremadamente alocada. En la calle de Alcalá vi pasar a Maura en un taxi que se abría paso con dificultades por entre la muchedumbre, acompañado de don Manuel Azaña. Conozco a ambos personalmente; a Azaña, de algún que otro café literario, frecuentado siempre por don Ramón del Valle-Inclán y su cuñado Rivas Cherif, un chico muy agitado que siempre daba la impresión de estar bailando. A don Miguel lo conocí en alguna casa de la alta sociedad —quizá en casa del financiero Bamberg, presentado por Vidal i Guardiola, que sabía el alemán y tenía amistad con los Bamberg.

Así, no tuve más remedio que dirigirme, por entre la multitud, a la Puerta del Sol hasta alcanzar el gran portalón del Ministerio de Gobernación, del que Maura acababa de apoderarse. Los porteros, como es natural, me cerraron el paso del Ministerio. Esperé, pues, largo rato, en medio de un gentío vociferante, a que saliera alguien que pudiera contarme lo ocurrido. La espera fue positiva y, en un momento dado, vi que salía el señor Ayuso, de Soria, político, hombre pequeño y agudo, que me dio una versión de lo que acababa de ocurrir.

A las tres de la tarde —me dijo el señor Ayuso— nos encontramos en el domicilio del señor Maura varios amigos y un miembro del Gobierno provisional: don Manuel Azaña. Maura telefoneó a todas partes: a Palacio, a Gobernación, al domicilio del doctor Marañón, donde se estaba celebrando la negociación Romanones-Alcalá-Zamora que garantizó la salida pacífica de la familia real. No pudo sacar nada en claro. Empezó a impacientarse. A las tres y media volvió a telefonear. Ninguna respuesta. A las cuatro, ansioso, enervado, volvió a insistir. Mismo resultado. A las cuatro y media, a las cinco, a las cinco y media, no sabía aún si el paso de la República era franco. Por fin, cansado de abrocharse y desabrocharse la americana, con los ojos enrojecidos saliéndole de las órbitas, dijo Maura:

Ha llegado la hora de echarse a la calle. Vámonos, Azaña…

En la calle alquilaron un taxi y Maura ordenó, contundente:

¡A Gobernación!

Azaña lo miró, asustado. A medida que el taxi se fue acercando al centro de Madrid, la inquietud de Azaña fue creciendo. Por fin, dijo:

¡Pero, Maura, es usted un insensato! Nos van a ametrallar. Nos van a ametrallar. Nos acribillarán a balazos. Esto es una locura…

No se preocupe —dijo Maura, impávido, aunque trastornado por dentro—. Pronto habremos salido de dudas.

Pero, Maura…

Si nos ametrallan, nos ametrallan…

Llegaron, así, a la Puerta del Sol. Cuando la multitud reconoció a Maura, le ovacionó. Bajaron del coche frente al portal del Ministerio. La gente les abrió paso. Ante la puerta, solicitaron entrar. Apareció en el portal un oficial de la Guardia Civil.

¿Desean los señores…?—preguntó.

Somos el Gobierno provisional de la República —contestó Maura, rígido, estirado.

El oficial soltó un grito y la guardia formó. El primer paso estaba dado. Azaña, pálido como un muerto, se secó el sudor de la frente.

Maura subió los peldaños de la escalera del primer piso de tres en tres. Llegaron así a la puerta del despacho del subsecretario. Maura se abalanzó sobre la manilla de la cerradura. Entró como una exhalación en el despacho y se encontró ante don Mariano Marfil, a quien conocía perfectamente, pues había trabajado con su padre, don Antonio Maura. Don Miguel dice, con su voz enérgica:

¡Señor subsecretario! Soy el ministro de Gobernación del Gobierno provisional de la República. Deseo que se ausente usted en el acto.

Marfil, pálido como un personaje del Greco, se pasó la mano por la barba y dijo con una voz cobarde:

Me doy por enterado…

Marfil salió por una puerta falsa.

Maura pasó enseguida al despacho del ministro y cogió el teléfono, exaltado, mientras Azaña, sentado enfrente, iba tranquilizándose de forma visible.

¿Es usted el gobernador de Sevilla?—dice Maura—. Aquí el ministro de Gobernación de la República…

¿Qué? ¿Cómo dice usted?—responde el gobernador de Sevilla.

Aquí Miguel Maura, ministro de Gobernación de la República, de la Re-pú-bli-ca… ¿Me oye usted? Entregue usted el mando al presidente de la Audiencia en el acto…

Bien, señor ministro —dice la voz de Sevilla, temblando y quizá indignada.

Maura habló así, uno por uno, con todos los gobernadores de la Península. A las seis y media de la tarde, el régimen republicano fue instaurado oficialmente en toda España. A medida que Maura fue telefoneando, don Manuel Azaña se fue quitando la angustia de encima y acabó en un estado de fatiga tranquilizada…”.

Y así, por obra de un personaje bastante atrabiliario y otro bastante cobarde que le secundó, fue proclamada la Segunda República Española.

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Democracia y conflicto en la Segunda República

La Segunda República española (1931-1939) nació como un experimento político en el que convergieron fuerzas ideológicamente heterogéneas, unidas por la voluntad de liquidar la monarquía de Alfonso XIII. Sin embargo, esta coalición inicial ocultaba profundas diferencias sobre el modelo de Estado y el concepto mismo de democracia. Tres sectores fundamentales impulsaron el régimen republicano: los republicanos de izquierda, los socialistas y los radicales de centro. De estos, sólo el tercero —encabezado por Alejandro Lerroux y su Partido Radical— tenía un compromiso firme con la democracia parlamentaria tal como se entendía en la Europa liberal de la época.

Los republicanos de izquierda, liderados por Manuel Azaña, veían la República como un vehículo para una transformación social y cultural profunda, con un marcado sesgo laicista y anticlerical. Aunque en su discurso defendían la democracia, su práctica política reflejaba una concepción más instrumental del régimen parlamentario. En su proyecto, las instituciones republicanas no eran un fin en sí mismas, sino el medio para imponer una serie de reformas consideradas innegociables. Esta actitud, que incluía la marginación de sectores conservadores y la hostilidad hacia la Iglesia, generó una profunda polarización que minó la estabilidad del sistema.

Los socialistas, representados principalmente por el PSOE y la UGT, mostraban una relación aún más problemática con la democracia liberal. Durante el bienio reformista (1931-1933), colaboraron con los republicanos en la construcción del nuevo régimen, pero su compromiso con la legalidad republicana fue ambiguo. Para un sector del socialismo, encabezado por Largo Caballero, la República no era más que una etapa transitoria hacia la revolución proletaria. Esta tendencia se radicalizó tras la victoria electoral de la derecha en 1933, desembocando en la insurrección de octubre de 1934. La insurrección socialista, que incluyó la proclamación del Estado Catalán y la revolución de Asturias, reveló la fragilidad del consenso democrático y el escaso respeto de una parte de la izquierda por el resultado de las urnas.

En contraste, el Partido Radical de Lerroux representó el único intento serio de construir un centro democrático en la Segunda República. Aunque su trayectoria estuvo marcada por la corrupción y la pérdida de apoyo popular, su proyecto político era el único que apostaba por la alternancia entre izquierda y derecha dentro del marco constitucional. Los radicales defendían un republicanismo sin dogmatismos, basado en la estabilidad institucional y el respeto al pluralismo. Sin embargo, su margen de maniobra se redujo ante la creciente radicalización de los otros dos sectores. Su declive, acelerado por el escándalo del estraperlo, dejó la República a merced de la confrontación entre extremos.

En resumen, la Segunda República nació con una contradicción interna que resultó fatal: mientras sus instituciones eran formalmente democráticas, buena parte de sus impulsores concebían la democracia no como un principio innegociable, sino como un instrumento para la imposición de su proyecto político. En este sentido, la crisis republicana fue, en gran medida, la crisis de una democracia sin demócratas.

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1930: Segunda República

La España de 1930 era un país al borde de la transformación. No vivía en la miseria absoluta ni bajo una opresión insoportable, pero sí en un estado de expectativas frustradas. Durante las primeras décadas del siglo XX, el país había experimentado avances económicos y políticos, aunque de manera desigual y con períodos de inestabilidad. Sin embargo, al llegar la crisis de 1929 y con el agotamiento de la dictadura de Primo de Rivera, el país se encontró en una encrucijada.

La historia nos enseña que las revoluciones no suelen estallar en los momentos de mayor opresión, sino cuando una sociedad que ha conocido ciertos avances ve sus esperanzas truncadas. España, en 1930, no era una excepción a esta regla. El fin de la dictadura y el descontento con la monarquía crearon un ambiente propicio para el cambio, no porque las condiciones fueran insoportables, sino porque las expectativas de mejora habían crecido y ahora se veían obstaculizadas.

A principios del siglo XX, España era un país con profundas desigualdades, pero también con señales de modernización. Se expandieron las infraestructuras, el sistema educativo se fortaleció, y las ciudades experimentaron un crecimiento notable con la industrialización. La generación de intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza y la prensa liberal fomentaban una visión de progreso que contrastaba con la rigidez de las estructuras tradicionales.

El reinado de Alfonso XIII había comenzado con la promesa de reformas y modernización. Sin embargo, los problemas estructurales del país, como el atraso agrario y el regionalismo, seguían sin resolverse. En 1923, la dictadura de Primo de Rivera parecía ofrecer un remedio con un modelo autoritario de regeneración nacional. En sus primeros años, logró cierta estabilidad y desarrollo de infraestructuras, lo que generó en algunos sectores la expectativa de que España podía modernizarse bajo un régimen fuerte.

Pero la prosperidad de la dictadura fue efímera. La crisis de 1929 golpeó a España y puso en evidencia la fragilidad del modelo económico. La industria se ralentizó, el desempleo creció y las clases medias, que habían creído en la posibilidad de ascenso social, se encontraron en una situación de inseguridad. Al mismo tiempo, el régimen de Primo de Rivera se volvió cada vez más impopular.

Cuando Primo de Rivera dimitió en enero de 1930, España entró en un período de incertidumbre. La monarquía intentó continuar sin él, pero el malestar era generalizado. No era solo una crisis económica o política: era la sensación de que las oportunidades de modernización y progreso se estaban perdiendo.

Las clases medias urbanas, que habían crecido con la promesa de un país más próspero y libre, se sintieron traicionadas. Los obreros, que habían visto mejoras en sus derechos laborales, temían retrocesos. Los intelectuales y estudiantes, que anhelaban una España más democrática, se convencieron de que el sistema monárquico era un obstáculo para el progreso.

Este descontento no era producto de una miseria extrema, sino de la sensación de que el país podía haber avanzado más y que las estructuras tradicionales impedían ese avance. Así, en abril de 1931, cuando las elecciones municipales mostraron un claro rechazo a la monarquía en las grandes ciudades, aunque sólo en las grandes ciudades, Alfonso XIII, mal aconsejado por sus consejeros, pensó que su reinado había terminado. La Segunda República fue proclamada no como una revolución de los pobres contra los ricos, sino como la manifestación de una sociedad que había crecido en expectativas y que se negaba a volver atrás.

España en 1930 ejemplifica cómo las efusiones revolucionarias no brotan de la opresión, sino de la frustración de unas esperanzas previamente alimentadas. La dictadura de Primo de Rivera, con sus promesas de modernización, y el crecimiento de las clases medias y obreras crearon un clima de expectativas que, al verse truncadas, derivó en un cambio radical. No fue la pobreza lo que derribó la monarquía, sino la sensación de que el futuro podía ser mejor y que el régimen existente lo impedía.

Así, la caída de Alfonso XIII y la proclamación de la Segunda República no fueron producto de la desesperación de los más oprimidos, sino de la impaciencia de aquellos que habían creído en el progreso y lo vieron frenado. España, como tantas veces en la historia, demostró que las revoluciones surgen no cuando todo está perdido, sino cuando el futuro prometido parece escaparse de las manos.

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Sobre el origen y causa de las revoluciones

Las grandes efusiones revolucionarias de la historia rara vez han brotado de la opresión. Por el contrario, surgen cuando una sociedad experimenta una mejora en sus condiciones de vida y una mayor libertad, pero ve súbitamente frustradas sus expectativas de progreso. Esta tesis, formulada por historiadores como Alexis de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución, desafía la intuición según la cual las revueltas emergen del despotismo insoportable. En realidad, las poblaciones más sometidas suelen resignarse a su destino, mientras que las más libres y prósperas se sublevan cuando advierten que su avance se ha detenido o se ha visto amenazado.

Cuando un pueblo empieza a gozar de mejores condiciones de vida, su horizonte de expectativas se expande. Ya no se conforma con la mera supervivencia; aspira a derechos, participación y una mayor prosperidad. Este fenómeno se observa en la Francia prerrevolucionaria: Luis XVI gobernaba una sociedad mucho más libre y próspera que la de sus predecesores, pero fue precisamente en ese contexto donde estalló la Revolución de 1789. Las reformas fiscales y administrativas del monarca no lograron satisfacer a una población cuya conciencia política había crecido con el auge de la Ilustración y el desarrollo económico.

Otro caso paradigmático es la Revolución Rusa de 1917. Aunque la Rusia zarista era un régimen autocrático, las reformas de principios del siglo XX, como la abolición de la servidumbre y la incipiente industrialización, habían dado a las masas una sensación de ascenso social. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial truncó ese proceso y generó un descontento explosivo. De manera análoga, la Revolución Americana no surgió de una colonia oprimida, sino de una burguesía colonial que gozaba de amplios grados de autogobierno y que se indignó cuando la metrópoli británica restringió sus libertades comerciales y políticas.

Las revoluciones no son, pues, una consecuencia mecánica de la miseria, sino del desencanto. Cuando una sociedad que ha progresado de repente encuentra un obstáculo es cuando siente la necesidad de destruir el orden existente. Tocqueville lo describe con precisión: los regímenes en decadencia no caen cuando son más brutales, sino cuando intentan reformarse y no logran colmar las expectativas que han despertado. La Revolución Francesa, por ejemplo, no surgió en el periodo de mayor opresión, sino cuando se vislumbraban mejoras que luego fueron percibidas como insuficientes o amenazadas por reveses económicos.

Este patrón se repite en múltiples contextos históricos. La Primavera Árabe no brotó de los países más pobres o reprimidos de la región, sino de aquellos que habían experimentado cierto desarrollo y vieron truncada su esperanza de futuro. El levantamiento de Tiananmén en 1989 no estalló en la China maoísta del terror rojo, sino en una China en apertura económica, donde los estudiantes y la clase media emergente reclamaban más participación política.

En conclusión, las revoluciones no son el producto de la opresión extrema, sino de la tensión entre el ascenso de las expectativas y su súbita frustración; se mueven entre la esperanza y el desencanto. Cuando las sociedades mejoran sus condiciones de vida, los individuos se vuelven más conscientes de sus derechos y oportunidades. Sin embargo, si esas expectativas se ven traicionadas, el resentimiento se convierte en el motor de la revuelta. Lejos de la imagen simplista de la rebelión como una erupción espontánea de los oprimidos, la historia muestra que es la esperanza frustrada, y no la miseria absoluta, la que pone en marcha la maquinaria revolucionaria.

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