Los viajes son hechos de no mucha importancia, pero son símbolos, entre otros que podrían elegirse, que muestran la diferencia esencial entre épocas de la historia. Mencionaré dos que recuerda Azorín en el capítulo IX de El alma castellana y que él extrae de El devoto peregrino, un libro de Fray Antonio del Castillo muy leído en su tiempo, y del Libro de las fundaciones, Vidas, Cartas, de Teresa de Jesús. Luego aludiré a otro que viene en la Wikipedia, que otros llaman Vulgopedia.
Del primero hay impresión en Gerona, el año 1699, que puede hallarse aún en Internet. Es el caso que el año 1626, en Granada, el padre prior del monasterio pide a Fray Antonio que vaya a un convento que la orden tiene en Tierra Santa. El fraile recibe la petición de rodillas, según imposición libremente elegida, y se pone en camino hacia Alicante el dos de julio. Sus avíos son pocos y sencillos: “un hábito, túnica y manto y una alforjilla en que llevaba unos paños menores, dos pañuelos, hilo, pedernal, eslabón y yesca y otras cosillas necesarias para el camino”, según cita de Azorín. El fraile va solo y a pie. No encuentra en Alicante las galeras que podrían llevarlo a través del mar. Marcha hasta Valencia. Tampoco aquí las halla. Va a Vinaroz, con el mismo resultado. Luego va a Barcelona, donde llega el 29 de agosto.
Fue uno de tantos viajes que hubo en aquellas fechas. Un ejemplo más de ellos es el de María de Jesús, la hermana del Carmen que fue a Roma, también sola, descalza y a pie, con el fin de pedir al Papa licencia para reformar su Orden. Estos viajes tenían una finalidad concreta, importante para las órdenes religiosas. Pero cada uno de ellos, por sí mismo, era además un medio de ejercitar la virtud del propio viajero, un instrumento para fortalecer su ánimo ante la adversidad, para resistir el sufrimiento, para mantener la afabilidad y la paciencia. Y para ampliar y la fe y dotarla de más hondura. Era una metáfora de la vida, en la que todos somos peregrinos. El viaje mismo nunca era la finalidad.
El cambio fue esencial cuando se perdieron aquellos fines. ¿Por qué subieron al Kilimanjaro Hans Meyer, Ludwig Purtscheller y Yohana Lawdo el seis de octubre de 1889? ¿Les movía alguna finalidad particular, importante para ellos mismos, para alguna congregación a la que pertenecieran o para su país? Yo solamente encuentro una respuesta: subieron al Kilimanjaro para que se supiera que habían subido al Kilimanjaro. No otra fue su gloria y su motivación. Puede decirse que inauguraron una época, la nuestra, que suele carecer de objetivo al que dirigir sus afanes.
Los hombres de hogaño ya no son como los de antaño.