¡Hay molinos en La Mancha!

Molinos de viento en Campo de Criptana (fotografia de Lourdes Cardenal)

Veinte o treinta gigantes desaforados vio de pronto don Quijote sobre una colina cuando deambulaba por la extensa llanada. Los brazos de algunos alcanzaban las dos leguas, le dijo a su escudero Sancho, el cual, aun creyendo en la existencia de los gigantes, le hizo saber a su amo que él estaba seguro de que aquéllos no lo eran.

Razones no faltaban al buen hidalgo para sentir pasmo ante lo que veía, porque ni en La Mancha ni en ningún otro lugar de España había habido antes molinos de viento. Muchos siguen creyendo que siempre estuvieron ahí, girando sus aspas para moler el grano. Pero no. Años antes de echarse a los caminos con sus arreos de caballero andante, Alonso Quijano el Bueno pasó por El Campo de Criptana en dirección a El Toboso, donde había conocido a Dulcinea, y allí no había molinos de viento.

Lo cuenta Azorín en La ruta de don Quijote, haciendo mención de Jerónimo Cardano y de Richard Ford, autoridades en la materia. El primero, un médico y matemático italiano, visitó la zona el año 1580 y dio con aquellas máquinas novedosas que aprovechaban la energía del viento con gran eficiencia. Tanta impresión causaron en él que pensó que sus paisanos no se lo iban a creer. Así lo cuenta en su De rerum varietate.

El segundo, nacido en Londres en 1855, es uno de esos anglosajones que visitan España, la recorren de punta a cabo y, o bien se establecen entre nosotros o bien vuelven a su país después de haberse apasionado por nuestra tierra. Luego cuentan a los españoles, entre otros, cuán fascinantes son su patria y su historia, cosas que ellos no acaban de creer. Los franceses que nos visitan, por el contrario, sólo ven majas, bandoleros, toreros, gitanos, mujeres de vida alegre, moros y guitarras, y cuando vuelven a Francia escriben un libro sobre España para mostrar la insólita rareza y el atraso de esta nación, además de su imposibilidad de llegar a ser un país moderno, como Francia, algo que los españoles sí suelen creer.

Richard Ford dejó escrito en su Handbook for travellers in Spain, que los molinos de viento llegaron a La Mancha el año 1575. Las fechas cuadran. Cinco años más tarde los vieron por primera vez Jerónimo Cardano, don Quijote y Sancho Panza, y los tres sintieron lo mismo ante aquella imagen inusitada. Pero el pasmo de don Quijote era de muy distinto signo, porque el movimiento de las aspas, el tamaño de aquellos artilugios y el sordo ruido de las piedras de moler le hicieron creer que eran algo más que máquinas: gigantes muy peligrosos y malvados. Montó en Rocinante, puso su lanza en ristre, cabalgó el repecho que se levantaba ante la breve planicie en que se alzaban aquellos prodigios aterradores y, una vez que el caballo retomó el resuello, los embistió con toda su fuerza. Tal vez enfiló primero a Briareo, el de cien brazos y cincuenta cabezas. Eso importa poco, porque lo cierto es que la realidad inclemente se impuso haciendo que el caballo y el caballero dieran con su cuerpo en tierra, maltrechos y humillados. Las aspas siguieron girando como si nada hubiera pasado y las piedras de moler tampoco se dieron por enteradas, pues siguieron emitiendo su ronco bramido mientras molían el cereal.

¿Qué era un molino de viento? En aquellas fechas fueron, según L. Mumford, una importante innovación de la fase eotécnica que se extendió con rapidez por toda Europa, aumentando de forma considerable la cantidad de energía disponible. Muchos debieron ser los beneficios de su uso, porque el obispo de Utrecht intentó apropiarse de los vientos de su provincia. Este hecho basta para comprender el valor industrial de aquel artilugio.

¿Para cuándo un impuesto sobre los abanicos?

Este invento vino a la par de las carabelas, las naos y otros barcos semejantes cuyas velas aprovechaban también la energía eólica, por lo que la navegación fue mucho mejor que todo lo que habían tenido antes los fenicios, los griegos y los romanos. Por ese motivo fundamental, entre otros, pudo Castilla descubrir América.

La respuesta de don Quijote contra estos adelantos fue la misma que contra los “endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención”. Así habla en su discurso acerca de la superioridad de las armas sobre las leyes, agregando que, cuando los caballeros están dando muestras de su coraje en medio de la batalla, llega una bala desmandada disparada por no se sabe quién, tal vez de algún cobarde, y corta la vida de quien “la merecía gozar luengos siglos”. Aparecer los cañones y desaparecer el coraje de los guerreros fue todo uno.

Los instrumentos de la artillería son otra novedad eotécnica.

A don Quijote no le gustan las máquinas. El de la Triste Figura deplora el anonimato que imponen. Él prefiere el combate cuerpo a cuerpo, donde se miden el brío y valentía de bravos caballeros que pueden mirarse a los ojos. Él prefiere la molienda a mano, que exige esfuerzo físico de hombres y caballerías.

La actitud de don Quijote es la misma de siempre ante un adelanto técnico. Es nuestro modelo. (Publicado en Minuto Crucial)

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Acerca de Emiliano Fernández Rueda

Doctor en Filosofía por la Universidad complutense de Madrid. Profesor de filosofía en varios centros de Bachillerato y Universidad. Autor de libros de la misma materia y numerosos artículos.
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