Los pueblos de la península europea de Eurasia se convirtieron en potencias estatales y dominaron todas las regiones del planeta después de que las exploraciones y conquistas de España y Portugal transmitieran por primera vez al mundo las ideas, técnicas, formas de gobierno, religión, lengua, etc., propias del subcontinente.
El dominio del planeta por las potencias europeas acabó a mediados del siglo XX, cuando los Estados Unidos de Norteamérica se alzaron como primera potencia mundial y como árbitro de las relaciones políticas euroasiáticas después de la Segunda Guerra Mundial, con la rivalidad de la la Unión Soviética. El Imperio de Roma había desempeñado antes una función igual, pero en una escala reducida. La escala es ahora el globo terráqueo. Pero el terreno de juego del poder mundial sigue estando en Eurasia, no sólo porque en Europa se concentra todavía una parte importante del poder económico y político mundial, sino porque en la parte oriental del continente está surgiendo una potencia dominante: China.
La creación de la OTAN en 1949 fue una pieza importante de ese orden euroasiático imperado por los Estados Unidos. El orden westfaliano que había regido hasta entonces en Europa había saltado por los aires y era necesaria una nueva seguridad comandada por ese Estado, una isla continental en realidad. Las naciones europeas aportaron algunas fuerzas, pero más con el fin de ponerse bajo el paraguas nuclear americano que con el de protegerse a sí mismas. Rusia, por su lado, aplicó en tiempo de Stalin la persuasión, en forma de ideología comunista, y la fuerza, con una brutalidad extrema, con los mismos fines imperiales de los zares, en concreto de Catalina la Grande y de Pedro el Grande. Uno de sus logros fue proteger las fronteras rusas con un cordón de naciones, agrupadas bajo el Pacto de Varsovia.
Ahora, una vez desaparecida la Unión Soviética, Moscú cree percibir que Estados Unidos está procurando cercar a Rusia para contenerla dentro de sus límites e impedir que vuelva a convertirse en gran potencia, incluso de dividirla en partes, y que por eso procura hacer atractiva la OTAN a las naciones de su anterior cinturón protector. También piensa que se atizan con ese objetivo los conflictos étnicos en el Cáucaso y Asia Central. Ucrania sería un caso particular de esa política general.
Las naciones europeas, bien sea como miembros de la Unión o como entidades políticas individuales, apenas pueden hacer otra cosa que asistir como espectadores a esa confrontación que, si llega a convertirse en guerra abierta, se librará en su territorio. Aun siendo una Unión política, militar y económica poderosa, no pueden hacer más que hablar y hacer gestos, porque han renunciado a su capacidad de decisión para acogerse al paraguas americano. A esta debilidad se suma otra no menor: la energía. En parte por sus políticas erradas, como sucede con Alemania, que renunció a la energía nuclear, son importadores netos de gas y petróleo y Rusia es el gran proveedor de la mayoría de ellas. No sería extraño que este motivo obligara a Alemania, entre otras, a desvincularse de un posible ataque de la OTAN. Los próximos días o semanas tendrán que tomar su decisión.
El presidente del gobierno español, por su parte, que tiene poco o nada que ver con esta pugna, se ha precipitado tomando una decisión que nos haría estar en guerra contra Rusia, algo que nunca antes ha sucedido: enviar la fragata Blas de Lezo. Es la decisión de un irresponsable, lo peor que puede decirse de quien tiene en su mano el timón del Estado. Una decisión que trata de hacer compatible el “partido del no a la guerra” con el deseo de que Biden se digne mirarlo en la cumbre de la OTAN que tendrá lugar en Madrid («Hey, Lopez, my friend»), para ver si así contrarresta la actuación de sus socios de gobierno, otros irresponsables.
(Publicado previamente en Minuto Crucial el 27/01/2022)